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Por primera vez en español. La serie La Leyenda del Pueblo del Hielo ya ha cautivado a 40 millones de lectores en todo el mundo. Tristan Paladín es el miembro más sensible del Pueblo del Hielo, pero es profundamente infeliz. Tiene muy poco por lo que vivir hasta que conoce a Hildegard, una mujer enferma cuyo marido la maltrata. Siempre caballeroso, Tristan acude en su auxilio. A través de ella, descubre la existencia de una orden malvada que practica el sacrificio humano y que planea derrocar al rey. El Pueblo del Hielo es una conmovedora leyenda de amor y poderes sobrenaturales, un relato de la lucha esencial entre el bien y el mal.
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El último caballero
La leyenda del Pueblo del hielo 14 – El último caballero
Título original: Den sista riddaren
© 1983 Margit Sandemo. Reservados todos los derechos.
© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción Daniela Rocío Taboada,
© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1025-5
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Agradecimientos
La leyenda del Pueblo del hielo está dedicada con amor y gratitud al recuerdo de mi querido esposo fallecido Asbjorn Sandemo, quien convirtió mi vida en un cuento de hadas.
Margit Sandemo
Reseñas del Pueblo del hielo
Margit Sandemo es simplemente maravillosa.
— The Guardian
Una historia llena de personajes convincentes, bien planteada en la línea temporal, y reveladora: hará que los lectores abran los ojos de par en par y que probablemente sientan cierto cosquilleo en la ingle... Es una novela gráfica sin imágenes; no puedo esperar a leer que sucederá a continuación.
— The Times
Una mezcla de mito y leyenda entrelazada con eventos históricos: esta creación imaginativa atrapa al lector desde la primera página hasta la última.
— Historical Novels Review
Aclamada por las masas, la prolífera Margit Sandemo ha escrito más de 172 novelas hasta la fecha y es la autora más leída de Escandinavia...
— Scanorama magazine
La leyenda del Pueblo del hielo
Mucho tiempo atrás, hace cientos de años, Tengel el Maligno, despiadado y codicioso, vagó por el desierto para vender su alma al diablo y así conseguir todo lo que deseara. Con él comenzaba la leyenda del Pueblo del hielo.
Lo invocó con una poción mágica que había preparado en un caldero. Tengel lo consiguió; obtuvo riquezas y poder ilimitado, pero a cambio de maldecir a su propia familia: un descendiente de cada generación serviría al diablo realizando hazañas infames en su nombre. Tendrían ojos de gato amarillos ¬—la marca de la maldición— y poderes mágicos. Y un día nacería alguien que poseyera las mayores habilidades sobrenaturales de las que el mundo había visto. La maldición recaería sobre la estirpe hasta que encontraran el lugar donde Tengel el Maligno enterró el caldero con el que preparó el brebaje que convocó al Príncipe de las Tinieblas.
Eso cuenta la leyenda. Nadie sabe si es verdad, pero en el siglo XVI, nació un niño maldito entre el Pueblo del hielo. Intentó transformar el mal en bondad; por eso lo llamaron Tengel, el Bueno. Esta leyenda trata sobre su familia. De hecho, sobre las mujeres de su familia; las mujeres que tuvieron en sus manos el destino del Pueblo del hielo.
Capítulo uno
—Y no te quedes ahí parada, como una miserable —le gruñó el príncipe Jochum de Riesenstein a su esposa antes de cerrar la puerta de un golpe y salir.
La princesa Hildegard intentó tranquilizarse después del exabrupto. Oyó que los pasos de su esposo desaparecían por los pasillos del palacio real danés. Aunque él no lo había mencionado, ella sabía que iba camino a ver a su nueva amante, por supuesto.
Había montones de chicas que estaban dispuestas a verlo. El príncipe Jochum podía ser muy encantador cuando quería serlo.
Era uno de los hermanos menores del príncipe reinante del pequeño reino de Riesenstein; como embajador de su pequeño país en la corte real danesa, era muy consciente de su posición privilegiada. Hildegard, quien había nacido en la península balcánica, no era feliz en la fría Dinamarca, donde el viento helado silbaba por las calles durante más de la mitad del año.
Sin embargo, la razón principal por la que era infeliz era la frialdad que sufría en su interior. No comprendía el idioma; no podía jactarse de su juventud, belleza o astucia... Y sabía a la perfección qué clase de sombra esperaba por ella en el rincón más oscuro. El médico de la corte no tenía que decírselo; ella lo veía en la mirada evasiva del hombre. Era cierto, le había practicado muchas sangrías, pero eso no había mejorado su «sangre enferma», como el médico la llamaba.
Hildegard caminó hasta el espejo para contemplar su miserable reflejo. ¡Odiaba tanto su propio cuerpo! Nunca había sido más que apenas atractiva como mucho, pero ahora todo parecía tan lúgubre que solo deseaba llorar.
¿Qué sentido tenía vestir las modas actuales más diáfanas, llenas de lindos vestidos escotados con cortas mangas de seda y un delicado velo de tul, cuando lucía ese aspecto? Tenía 43 años, pero su vida ya había terminado, de modo bastante literal. Debía presentarse en la cena de gala de esa noche, pero no sabía cómo lo lograría. Intentó de nuevo ajustar el vestido verde esmeralda en la cintura. En vano. El edema había hinchado todo su cuerpo. «Su sangre enferma...» Las horribles bolsas en los párpados prácticamente los hacía desaparecer. Le dolían los pies y tenía las extremidades agarrotadas. Si presionaba la piel de su muñeca y hundía el dedo, dejaba una marca que no desaparecía.
Se había vuelto amorfa, grotesca. Ninguna de sus prendas le quedaba ya bien. Solo deseaba dormir, estar sola con su dolor, pero debía aparecer junto a Jochum. Su Majestad el rey Cristian V se ofendería mucho si alguien faltaba a su cumpleaños, así que ella debía sentarse allí y recibir las miradas burlonas y cómplices de los hombres, que solo pasaban sobre ella un instante, llenas de lástima y repulsión. «Esa princesa come demasiado» había dicho uno de ellos cuando creyó que nadie lo escuchaba. «Come como un cerdo. Pero bueno, debe buscar algún consuelo mientras su esposo tiene amoríos detrás de las cortinas de seda».
¡Encima ella no comía prácticamente nada!
¿Y su esposo? La mayor parte del tiempo actuaba como si ella no estuviera sentada a su lado en la mesa. Y si acaso le dirigía la palabra, en general lo hacía para soltar comentarios burlones. La humillaba abiertamente... y ella solo podía esbozar una sonrisa débil como respuesta mientras su corazón sangraba por la angustia y la impotencia.
Abrieron la puerta y su joven hija, Marina, entró. ¡Vaya criatura desaliñada! Trece años, con cabello delgado, ralo y enmarañado que desafiaba cualquier peinado, ojos inmensos y una boca que siempre parecía asustada.
«Marina, mi querida hija, ¿qué pasará contigo cuando ya no esté aquí?», pensó, mientras se agazapaba para abrazar a la niña. «Tu padre no quiere reconocerte porque no eres el hijo que él había deseado. ¿Qué hará él contigo? No hay espacio para ti en su vida.»
—Pequeña Marina, ¿qué tarea te han dado hoy? —dijo ella mientras se ponía de pie.
—Nada.
La niña parecía más aterrada que nunca. ¿Qué le había sucedido recientemente? Vagabundeaba como una sombra de sí misma. ¿Acaso sabía que pronto estaría sola en el mundo?
«Dios, ¡ten piedad de mi única hija! ¡Que no viva sola en un país extraño como yo! ¡No permitas que su padre la obligue a contraer matrimonio de un modo calculador como mis padres hicieron conmigo cuando me casaron con el hermano del príncipe heredero!»
Mientras la chica tomaba asiento en silencio en el alféizar de la ventana después de pedir permiso para permanecer en la habitación, Hildegard pensó en la primera vez que Jochum la había cortejado.
Había estado tan enamorada del elegante príncipe Jochum de Riesenstein y él la había adorado. Quizás eso era lo que ahora le dolía más: el hecho de que, alguna vez, él la había amado.
No había sido completamente un matrimonio por conveniencia en el que era esperable que no hubiera amor; en cierto modo, eso hubiera sido más sencillo. Pero ver morir el amor pasional en los ojos de su amado y verlo convertirse en frío gélido y repulsión en la rutina cotidiana era más cruel de lo que alguien podría soportar. No hacía que fuera más sencillo pensar que aquel era un destino que probablemente compartía con muchas de las amantes descartadas de su esposo. Pero ella era con quien él se había casado, con ella compartía su vida. Debía aceptar aquella humillación durante toda la vida.
De todos modos, parecía que su vida no sería muy larga y quizás debía considerar ese hecho como un consuelo.
¡No! Marina. ¡No debía olvidar a Marina! Por el bien de su hija, Hildegard tendría que vivir el mayor tiempo posible.
Hildegard frunció el ceño mientras se ponía su vestido más amplio. El último amorío de Jochum había durado un largo tiempo. La joven y egocéntrica señorita Kruusedige. A diferencia de la mayoría de sus amantes previas, esta era soltera y parecía tener las garras clavadas en él.
«Dios mío», pensó, cuando vio su reflejo en el espejo. «¡Parezco un pajar! ¡O la carpa de un soldado! No, ¡no pueden verme así!»
Llamó decidida a su criada, para pedirle consejo y ayuda a una chica que no tenía ni el menor respeto por ella; simplemente esbozaba sonrisas burlonas a sus espaldas. Jochum la había escogido. Era dulce y bonita. Sin duda las manos del príncipe habían toqueteado el redondo trasero de la criada.
Llegó una nueva ola de mareos. Hildegard tomó asiento en la cama rápido y miró con calma a su hija.
—Solo estoy un poco cansada. Descansaré un segundo. ¡Busca en el cajón superior de allí! Creo que hay unos dulces.
Cuando la criada entró, Hildegard logró balbucear que había tocado la campana por error. La criada se marchó, resoplando por lo bajo. Luego, Hildegard se desmayó.
***
Estaba de nuevo en medio del lío. Lo llamaba el infierno: ruido a su alrededor, la corte real en una fiesta, celebrando a Su Majestad. Ah, ¡era imposible aprender ese idioma! Por suerte, estaba de moda hablar en francés y Hildegard lo dominaba con bastante fluidez. Excepto que nadie conversaba con ella.
Sabía muy bien el motivo: porque tenía peor aspecto que nunca. Tenía el rostro tan hinchado que nadie podía evitar notarlo, así que la ignoraban en vez de intentar conversar con ella sobre otros temas.
Las personas estaban de pie en grupos en el gran salón, riendo a carcajadas. Jochum había desaparecido de su lado, así que estaba sola. A veces, algunos invitados caminaban hacia ella y luego se alejaban con miradas furtivas.
Esa noche era más evidente que nunca el amorío con la señorita Kruusedige. Jochum ya no intentaba mantenerlo en secreto. Ahora se inclinaba sobre la mano de la dama y la besaba sin apartar los ojos de ella. Hubo una época en que besaba de ese modo la mano de Hildegard...
Las damas de compañía la observaban por el rabillo del ojo, intercambiando sonrisas.
¡Oh, la soledad! Oh, terrible pista de baile, ¡con su inmensidad ilógica e intimidante a pesar de estar llena de gente! La joven Marina, su única amiga en el mundo, había insistido en acompañarla esa noche; había suplicado y suplicado con cierta ansiedad extraña en sus ojos. Pero Hildegard había tenido que negarse, a pesar de que hacerlo le causaba gran dolor. No había sitio para niños en el banquete, y tampoco en el baile sucesivo.
No se sentía bien. ¿Podría subir a su habitación? No, sería un insulto terrible para la pareja real y no se atrevía a aproximarse a ellos y pedir permiso para retirarse por su malestar. Hildegard nunca había disfrutado de llamar la atención.
De hecho, su nombre ni siquiera era Hildegard.
Sin embargo, su nombre real había sido demasiado difícil de pronunciar en Riesenstein, así que la había bautizado Hildegard, así sin más. En ese entonces, le había agradado el nombre porque Jochum lo había escogido, pero ahora le hubiera gustado recuperar el propio; ojalá tuviera el valor de protestar.
Jochum pasó a su lado y siseó:
—¿Es necesario que estés ahí parada como una vaca, observando cada uno de mis movimientos? Tu vestido es tan ceñido que exhibe cuatro o cinco rollos de grasa en tu cintura. ¡Pareces algo que el gato trajo de afuera! ¿No puedes, aunque sea cubrirte con un chal?
Luego, él se marchó y realizó un comentario astuto ante la reina.
Cuando Hildegard por fin se atrevió a alzar de nuevo la vista, vio a alguien observándola. Hace muchos años que no veía una mirada así en la corte. Compasión, empatía, sensación de comodidad y calma, todo eso dirigido hacia ella. Esos ojos le decían que no debería sentirse tan sola y decepcionada. Había alguien allí para ella. Un amigo, incluso si él no podía hablar con ella.
Hildegard sintió calidez y alegría en su interior; sus ojos brillaban llenos de lágrimas porque estaba muy sorprendida y complacida. No conocía al joven; era uno de los custodios del rey, un grupo selecto de aristócratas fornidos que vestían uniformes celestes, capas con frente rojo y charreteras blancas. Se paseaban junto a los muros para proveer seguridad en el gran festín.
Era un joven atractivo, de unos treinta años, con cabello oscuro y ojos tristes. Tenía un aire refinado, sin parecer débil. A Hildegard le agradó de inmediato. Pero nunca miró en su dirección: No era apropiado que una princesa lo hiciera.
Ahora él era como un oasis en el desierto para un viajero solitario.
No hubo más que una mirada veloz; sus ojos se encontraron solo un segundo. Pero ahora Hildegard sabía que él estaba allí. Y eso era suficiente. Sintió fuerzas renovadas.
***
La joven Marina se había escabullido dentro de la cama, escuchando con el corazón acelerado. Oía los ronquidos lejanos de la criada a través de la pared.
Ojalá pudiera abrir el cerrojo de la puerta que llevaba al pasillo. Pero era algo que no tenía permitido hacer. No había llave, y la criada, esa pobre vieja sorda, tenía ordenes de entrar y ocuparse de ella de ser necesario.
¿De ser necesario? Ni una sola vez en los dos años en que había sido la criada de Marina había despertado de su sueño ruidoso para ver a la niña. Y Marina ya no se atrevía a entrar al cuarto de la criada.
Había recibido el mensaje. Para empezar, no había comprendido por qué la anciana olía de modo tan peculiar por la noche. Pero al crecer, entendió que la mujer bebía como una esponja y por eso roncaba sin despertar toda la noche.
Marina tuvo que colocar el mentón sobre el borde de la sábana para respirar aire fresco. Aún esperaba atenta oír los pasos suaves cuando recordó que esa noche había una fiesta. Todos debían asistir. Al fin podría dormir en paz para variar.
«Ay, Dios, por favor, no permitas que esos pasos suaves vengan esta noche. Por favor, no permitas que ocurra de nuevo, ¡no puedo soportarlo!»
Durante los últimos catorce días, había oído los pasos. Luego, la puerta se abría muy despacio. Los pasos caminaban hasta su lecho.
La primera noche se había incorporado en la cama, confundida.
—¿Mamá?
—Tranquila —había respondido una voz—. Soy yo, el tío Paul.
¿El tío Paul? Ah, el viejo y gordo conde Ruckelberg. ¿Qué hacía allí? Con su peluca grasienta y su papada que rebotaban cuando volvía la cabeza. Los ojos protuberantes la miraban de manera horrible, sus dedos gordos siempre estaban posados en la rodilla de Marina.
—Mira lo que te traje, Marina. ¡Chocolates hechos por el mismísimo rey!
No eran tan viejo. Tenía la misma edad que el padre de Marina. Solo que parecía mucho más mayor por lo obeso y demacrado que estaba.
Marina había recibido los chocolates, agradeciendo de buen modo, pero el hombre no se había ido. Había tomado asiento junto a la cama, susurrando muchas tonterías, diciendo que era una niña muy dulce y que le hubiera encantado tener una muñeca como ella para jugar, porque estaba demasiado solo. Había acariciado el cabello de Marina y su mejilla, algo que a ella no le agradó, y luego por fin se había marchado.
Pero la noche siguiente, él apareció con más chocolates y dijo que ella no debía contarle a nadie que él había ido, porque se suponía que estaba montando guardia y si alguien descubría que él había visitado a su amiguita, lo encerrarían en prisión. Seguro que ella no quería que eso ocurriera, ¿verdad? Esa noche, él había introducido la mano debajo de la sábana, había tocado los hombros y el pecho de Marina y había dicho que su piel era muy linda y suave.
La noche siguiente, había colocado la mano sobre uno de los pechos de Marina y había dicho que ahora era una niña grande mientras jadeaba de un modo tan extraño que sonaba como un aserradero. Aunque a Marina la habían criado para obedecer siempre lo que los adultos decían sin preguntar nada, había tenido la valentía de pedirle que parara porque tenía miedo. Afortunadamente él se marchó.
La siguiente noche, Marina no quería acostarse; había intentado quedarse con su madre, pero le habían ordenado ir a la cama cuando su padre llegó. Luego fue andando de puntillas por los pasillos mientras oía que su criada la buscaba llamándola por su nombre. Luego, se topó con el tío Paul e intentó esconderse, pero él ya la había visto. La condujo hasta la armería porque dijo que allí había algo que quería mostrarle. Marina deseaba negarse con desesperación, pero la crianza rígida de su padre le pesaba. Siempre debía hacer lo que los adultos indicaban y ser una niña correcta con buenos modales. A ella nunca le había costado cumplirlo, porque se había convertido en una pequeña asustada que nunca se atrevía a decir que no. Así que lo único que pudo hacer fue entrar a la oscura armería.
¡No, no debía pensar en la armería y en lo que ocurrió allí! «Piensa en mamá, que está abajo en el salón; probablemente lo estará pasando muy bien.»
Pero en lo profundo de su ser, Marina no creía que fuera así.
¡Pobre madre, que había sufrido tanto dolor! Y su padre, que era tan cruel con ella, que la reprendía y la llamaba vaca y cerdo gordo. A su madre, ¡que era la dama más bonita del mundo entero! Eso era antes de que su rostro se volviera tan extraño. Hacía no mucho, Marina había oído a su padre gritándole algo horrible a su madre: «Creí que el médico personal del rey te había dicho que era demasiado tarde. ¿Para qué aferrarse a una esperanza inútil? Claro que sería mejor acelerar todo para que yo también pueda tener algo de alegría en mi vida. Lottie no puede esperar para siempre». Lottie era la señorita Kruusedige, que siempre estaba sentada frente a un espejo. Marina lo sabía. Luego, su madre había respondido algo sobre Marina en voz baja y él había respondido: «Me ocuparé de ella, confía en mí». Marina pensó que sonaba muy amenazante e intentó disminuir su tamaño lo máximo posible para que no la vieran. «¿Acaso no entiendes que soy la burla de toda la Corte por tener como esposa a una cerda como tú que se desmaya por nada?», le había gritado su padre a su madre.
Marina recordó que su madre había llorado, aunque había intentado disimular sus lágrimas. Pero, de todos modos, su padre la había escuchado y eso lo enfureció aún más.
Pobre madre. Marina esperaba que ella estuviera disfrutando el baile.
***
Hildegard había logrado regresar junto a la pared, donde no había tantas personas que la miraran. Estaba de pie con la espalda posada en el muro para que nadie viera el rollo de grasa que rodeaba su cintura. Su vestido la apretaba y la cansaba; le recorrió un sudor frío y deseó poder subir a su cuarto a recostarse. En el extremo opuesto del salón, Jochum estaba de pie en un círculo de damas que lo admiraban. Hildegard vio que Kruusedige también estaba allí. Hildegard sintió vergüenza y cerró los ojos, absolutamente desesperada.
—Princesa, parece perdida en sus pensamientos —dijo una voz en francés.
Hildegard abrió rápido los ojos y realizó una reverencia humilde. La reina estaba de pie junto a ella. La bonita y amable reina Charlotte Amalie.
—Venga, sentémonos en mi sofá un rato.
Hildegard obedeció agradecida. Sabía que la reina jamás mencionaría su enfermedad o la colección de amoríos de Jochum. Ambas mujeres compartían el mismo destino. Aunque el rey Cristian seguro que había cumplido con sus obligaciones maritales y había tenido siete hijos, también había concebido cinco hijos con Sophie Amalie Moth, su amante de siempre. Sin embargo, al igual que Hildegard, la reina era en apariencia discreta y jamás hacía una escena. Los hombres contaban con la lealtad absoluta de sus esposas y por esa razón podían comportarse como quisieran.
Más allá de eso, era maravilloso para Hildegard tener a alguien que la apoyara y que no la expusiera como si estuviera en la picota.
—¿Cómo está la joven Marina? —preguntó la reina cuando tomaron asiento.
—Está bien, gracias —respondió Hildegard—. Pero es una niña tan tímida que nunca sé en qué piensa.
—Su padre le ha enseñado a ser vista pero no escuchada —dijo la reina—. Debo admitir que los hombres son demasiado severos con sus hijos, pero así nos criaron a nosotras y no nos hizo daño, ¿verdad?
¿En serio? Hildegard ya pensaba en su propia infancia cruda, que había parecido una sucesión ininterrumpida de días helados en los pasillos del castillo de su país natal. ¿No le había hecho daño? ¡Haz esto! ¡No hagas eso! Sin duda la había lastimado.
Pero murmuró algo que sonaba como si estuviera de acuerdo.
Conversaron un poco sobre nimiedades de la corte. Hildegard preguntó por los hijos de la reina, que era un tema de conversación que les permitía hablar un largo tiempo.
Pero mientras hablaban, los ojos de Hildegard recorrían el salón...
—¿Quién es ese hombre que está junto a la puerta? —preguntó en una pausa cuando temió que la reina fuera a dejarla sola—. El alabardero con ojos amables y tristes. Creo haberlo visto antes, pero no logro identificarlo.
Eso era mentira, pero no podía demostrar interés.
—Es probable que no lo haya visto, princesa Hildegard —respondió Charlotte Amalie—. Él ha estado mucho tiempo lejos de la corte. Perdió a toda su familia y tuvo que hacerse cargo de su territorio. Además, sabe cómo las reformas de mi esposo han afectado a la aristocracia. Las antiguas familias habían ganado demasiado poder, así que a la mayoría les han quitado sus privilegios...
La reina calló y Hildegard no se atrevió a insistir. Solo podía esperar de modo alentador.
Esperó mientras la reina seguía a Su Majestad con los ojos. Él conversaba con un hombre robusto y obeso que tenía ojos brillantes y redondos.
Para su alivio, la reina continuó la conversación.
—Ese es el conde Ruckelberg, uno de los nuevos nobles de mi esposo. No diría que es alguien de mi agrado; parece bastante lampiño, ¿no cree, princesa? —Hildegard estuvo de acuerdo. La reina continuó, relajada—. Pero no deberíamos hablar mal de él. Su moral es impoluta. Ruckelberg nunca ha estado involucrado en ningún escándalo, su nombre jamás ha estado vinculado a una mujer. Solo le interesan los asuntos de Estado. Según mi esposo, es un asistente inestimable. —Por fin regresó al punto de partida—: Pero al joven Tristan Paladín le han permitido conservar su propiedad, Gabrielshus. Sí, él es el alabardero que creyó reconocer.
—Sí, claro, Tristan Paladín —dijo Hildegard, quien nunca había oído ese nombre—. Me parecía haberlo visto en otro sitio.
El joven no miró en su dirección y Hildegard tampoco quería que lo hiciera. Solo deseaba recordar la mirada cálida y compasiva del muchacho. Esa mirada «comprensiva».
Tristan Paladín... Vaya nombre. Pero le sentaba bien. De pronto, Hildegard sintió que él no podía haberse llamado de otro modo.
La reina se disculpó porque tenía otras tareas que atender y Hildegard intentó ponerse de pie y marcharse. Se sentía pesada como un hipopótamo...
—No por favor, tome asiento. ¡Se la ve cansada, princesa! Siéntese todo el tiempo que quiera. ¿La ha visto un médico?
—Sí, el médico de la corte me revisa con regularidad...
La reina vaciló y Hildegard comprendió. Quería ofrecerle el médico privado del rey, pero no podía decirlo. Porque ese médico era el padre de Sophie Amalie Moth, a quien incluso se la había nombrado condesa de Samsø. No podía ser fácil para la reina pronunciar el nombre del doctor.
Hildegard acudió al rescate de la reina:
—Estaré bien, Su Majestad, pero si puedo permanecer aquí sentada un rato más, aceptaré agradecida su oferta.
—Siéntese aquí todo el tiempo que desee —dijo Charlotte Amalie. Su sonrisa demostraba que sabía que las dos compartían el mismo dilema.
Cuando la reina partió, Hildegard pensó en lo lamentable que parecía todo. El baile había comenzado en el extremo opuesto del salón, pero Jochum no aparecía por ninguna parte. La señorita Kruusedige tampoco, pero era lo esperable.
El nerviosismo de Jochum, su inquietud frenética y sus ataques furiosos contra ella los últimos días... ¿Acaso era posible que la señorita Kruusedige estuviera embarazada?
¿Una media hermana o un medio hermano para Marina? Sin dudas un medio hermano porque probablemente la señorita Kruusedige tendría varones. Solo Hildegard tendría una niña.
Su corazón estallaba de amor por la pequeña.
¿Por esa razón era urgente la necesidad de Jochum de darle a su amante una posición decente?
«Ah, qué amargura. ¡Tu llanto es insoportable!» El rey... Jochum... Los aristócratas elegantes que bailaban allí... Reconoció a varios de ellos, quienes no hacían reverencias seductoras precisamente ante sus esposas.
¡Corrupción e indecencia a donde mirara! Posó un segundo los ojos en el conde Ruckelberg. Aunque tenía un aspecto repulsivo con su papada y su estómago movedizo, al menos tenía una característica redentora: su nombre jamás había estado vinculado a algo inmoral.
Algunas criadas que no eran más que niñas y cuyo trabajo era encender el fuego por la mañana habrían opinado algo diferente si tan solo hubieran tenido el valor de hacerlo...
En ese instante, Hildegard se volvió y vio la mirada más pura y triste del mundo.
Solo por un breve segundo. Pero una vez más, fue suficiente para tranquilizarla y hacerla sentir algo que podría llamarse felicidad.
Tristan Paladín. El caballero de la tristeza. Hildegard comenzó a imaginar cómo él pudo llegar a estar tan triste; no sabía nada al respecto, así que solo podía adivinar.
En el salón ruidoso y caluroso que apestaba a perfume y sudor, Hildegard sintió por fin calma. Posó la espalda en el respaldo alto del sofá y cerró los ojos. Sin notarlo, se sumió en la inconsciencia profunda y, al principio, nadie notó el estado de aquella mujer torpe y mediocre.
Capítulo dos
Mientras el baile brillante y colorido tenía lugar en el salón, el comandante del castillo estaba de pie junto al médico de la corte, observando el patio desde una ventana en la escalera.
—Veo que hoy todos sus hombres están de guardia —comentó el médico.
El comandante miró a su alrededor para garantizar que nadie lo escuchara. Luego, dijo:
—Sí. Una ocasión como esta siempre es difícil. Su Majestad ahora corre más peligro de lo habitual.
El comandante era una persona insulsa. Un hombre en uniforme. De mediana edad, altura normal, mediocre en todo sentido. El médico era más completo, más interesado en que le prestaran atención y, por lo tanto, vestía prendas más ostentosas, con su mentón protuberante y autoritario. Sin embargo, no había nada indolente en ellos.
—¿Aún no los han capturado? —preguntó el médico con discreción.
—No. Solo oímos rumores. Rumores y chismes. Pero no nos atrevemos a reducir nuestra vigilancia.
—Lo entiendo. Si la mitad de lo que dicen por ahí fuera verdad, entonces son muy peligrosos.
Miraron hacia las calles de la ciudad, al otro lado del patio. Allí, donde lindaba con la calle, el patio estaba rodeado de árboles con follaje espeso que proyectaban sombras profundas sobre las puertas. Había una posada pequeña bajo las sombras y bajo los árboles distinguieron a tres hombres con capas oscuras. Tres hombres que, gracias a las sombras, parecían poseer una altura sobrenatural.
—Hablan entre susurros, ¿verdad? —preguntó el médico de la corte en voz baja como si los hombres pudieran escucharlos.
El comandante tembló levemente.
—Están allí desde hace una semana. Mis hombres se han aproximado a ellos, pero antes de que los alcancen, desaparecen. Como si no fueran más que... sombras. Una ilusión óptica visible desde lo alto del castillo.
—¿Y supone que pertenecen a la orden secreta?
—¿Suponer? —El comandante vaciló un poco al responder—. Eso es lo que se dice.
—¿Cómo se llaman a sí mismos los de esta secta? «¿Guardianes de la Religión Legítima?»
—No, no. No es una secta, es una orden. Se hacen llamar «Guardianes del Legítimo Trono».
—Entonces quieren atacar al rey. ¿Tienen otro candidato para el trono?
—¡Es mucho peor que eso!
—Sé muy poco sobre ellos —dijo el médico—. ¿No poseen cierto aire ocultista?
—Sí, precisamente. Pero sabe que los rumores pueden distorsionar las cosas.
—A veces es sabio escuchar los rumores. Cuénteme algo de esto. No sé nada al respecto.
El comandante sonrió con astucia. Luego, adoptó una expresión seria.
—Tenemos muchas clases de órdenes en Dinamarca. Esotéricas...
—¿Qué significa eso?
—Que se rodean de secretos y que sus rituales son solo para los novatos. La mayoría de las sociedades hacen buenas acciones fuera del ojo público. Pero estos Guardianes del Legítimo Trono son diferentes. Son sumamente venenosos, letales y peligrosos. Sin duda lo son según los rumores sobre ellos. Nadie sabe nada con certeza.
—¿Qué los hace tan peligrosos?
—Han hurgado demasiado profundo. ¿Ha oído a las personas hablar sobre los hombres de la ciénaga?
—Oh, claro que sí. —El médico sonrió—. ¿Se refiere a esas criaturas que viven en pantanos y bajo los páramos?
—Sí, la población nativa de Dinamarca. Aquellos que vivían aquí antes de que los seres humanos se propagaran por Dinamarca... y quienes luego se mudaron bajo tierra. Estas leyendas existen en muchos países. En Noruega los llaman espíritus del bosque. En Inglaterra e Irlanda, los conocen como duendes. Los Celtas los conocían. Nosotros también tenemos duendes en Dinamarca.
—Pero ¿en qué se relacionan con los Guardianes del Legítimo Trono ? ¿Cómo encajan con esa clase de creencia?
—Escúcheme. Si quiere o no creer en esto es problema suyo. Los Guardianes han encontrado manuscritos antiguos, viejos pergaminos repletos de brujería. Claro que es algo primitivo y estúpido. Pero siguen los rituales antiguos, practican sacrificios y cosas horribles de ese tipo cuando se reúnen. Su objetivo principal es restituir a los hombres de la ciénaga en su sitio correcto. Devolverles su tierra.
—Cielo santo —protestó el médico—. ¡Son rumores estúpidos!
—Bueno, me inclino a pensar que los estúpidos son esos Guardianes. Ellos son quienes creen en los hombres de la ciénaga. Los rumores aseguran que los Guardianes han estado en contacto con esos seres primigenios. Claro que no es verdad, pero los Guardianes parecen creer en ello.
—¿Qué planean hacer?
—Derrocar al rey. Matarlo en un ritual. Así los hombres de la ciénaga podrán ocupar el castillo y poner a su rey en el trono.
—¡Pero es puro cuento!
—No estoy seguro. Claro que no es más que una fantasía: los hombres de la ciénaga no existen. Sin embargo, la amenaza hacia el rey es muy real. Estos ilusos hablan en serio sobre su objetivo.
—¿Son muchos?
—No lo sabemos.
—Pero ¡el castillo está bien protegido!
El comandante adoptó una expresión pétrea. Miró de nuevo por la ventana a las tres sombras largas.
—Hay un rumor desagradable que dice que también están dentro del castillo. Que se han infiltrado en la corte y entre los guardias personales del rey.
—¡Dios mío! —susurró el médico—. ¡Es aterrador!
—Ojalá pudiera descubrir dónde se reúnen —dijo el comandante, ausente—. Así podría capturarlos a todos al mismo tiempo. No tiene sentido atrapar a uno por aquí y otro por allá. Simplemente se multiplicarán como mosquitos en una noche de verano.
—Bueno, sinceramente, creo que los rumores no tienen fundamento. Una alianza tan secreta jamás permitiría que hubiera tantos rumores sobre ella circulando.
El comandante lo miró, con ojos inexpresivos.
—Sabemos de dónde provienen los rumores. Conocemos la fuente. Por un joven, más aventurero que inteligente. El día siguiente de conocerse la existencia de los Guardianes, lo encontraron muerto. Colgado de cabeza como un animal en el matadero, en el muro de una casa. Vacío de sangre.
Un temblor violento sacudió al médico.
—Pero aún no tiene sentido para mí. Si quieren capturar a los hombres de la ciénaga, seguro que tendrá que buscar en los pantanos y los páramos. No en una ciudad. Las ciudades son demasiado civilizadas y modernas.
—Copenhague no siempre ha sido una ciudad —respondió el comandante en voz baja.
—¿Quiere decir que...? —El médico tembló de nuevo.
—Dicen que han logrado encontrar con éxito el lugar donde merodean los hombres de la ciénaga. Dicen que están en contacto regular con esos seres.
—Tengo un pariente en Noruega que cree que esos espíritus del bosque subterráneos son amables.
—Es probable que tenga razón. Nuestros duendes también lo son, siempre y cuando uno no esté enemistado con ellos. Pero no es el caso de los hombres de la ciénaga. Esos son completamente despiadados.
—¿Cree en ellos? —preguntó rápido el médico.
—¡Por supuesto que no! Solo repito rumores, creer en todo esto sería muy distinto. Pero creo en los Guardianes del Legítimo Trono . Son peligrosos por sus rituales, su adoración al mal y su creencia de que están en contacto con los hombres de la ciénaga. Asusta lo peligrosos que son; al igual que todos los fanáticos.
—¿Sabe de otros sacrificios de sangre? ¿Aparte del miembro de la orden que masacraron?
—Nada definitivo. Imagino que usarán gallos jóvenes y otros animales pequeños en esas ceremonias, pero en realidad no lo sé. Aunque han desaparecido niños y adultos en Copenhague y no sabemos dónde están. Quizás hay explicaciones racionales.
—Entonces ¿están tras el rey? Creo que me acercaré y observaré mejor a los bandidos que están al otro lado de la plaza.
—No tendría sentido. No permitirán que nadie del castillo se aproxime a ellos.
—Pero son tan altos. ¿De dónde provienen?
El comandante respondió con una mirada extraña.
—Uno creería que los hombres de la ciénaga son seres pequeños y gordos que viven bajo tierra, ¿no?
—Sí, pero esos de allí son solo guardias.
—Entonces no ha oído mucho acerca de los hombres de la ciénaga de tiempos antiguos. Dicen que eran hombres y mujeres de altura excepcional.
El médico observó un rato con incredulidad. Luego, se volvió despacio para mirar hacia el patio. Las tres sombras oscuras habían desaparecido. Se habían fundido con la oscuridad bajo los árboles y se habían esfumado. La fiesta se había vuelto ruidosa y fuerte.
Pero bajo la cubierta del alboroto, algo estaba a punto de ocurrir.
El médico y el comandante tenían razón. Los tres hombres en el otro lado de la plaza habían desaparecido, pero no se habían esfumado.
El dueño de la pequeña y sucia posada les hizo una seña asintiendo con la cabeza cuando bajaron por las escaleras hasta el bar, al igual que lo había hecho ante muchos otros hombres silenciosos esa noche. Los que estaban en la barra bebiendo cerveza no notaron a los recién llegados, quienes se desplazaron rápido a través de una puerta oculta tras una cortina en la esquina más oscura de la habitación. Habían oído que había un reservado que solo los invitados selectos podían contratar.