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Por primera vez en español. La serie La Leyenda del Pueblo del Hielo ya ha cautivado a 40 millones de lectores en todo el mundo. Cuando Sölve Lind alcanza la madurez descubre que es uno de los elegido del Pueblo del Hielo, con habilidades fuera de lo común. Siempre consigue lo que desea, aunque sus deseos sean egoístas o se salgan de la ley. Sölve explota sin pudor sus habilidades para obtener riqueza y seducir a las mujeres más hermosas. Pero un día le comunican que tiene un hijo, un monstruo, que el mundo no debería conocer... El Pueblo del Hielo es una conmovedora leyenda de amor y poderes sobrenaturales, un relato de la lucha esencial entre el bien y el mal.
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Los dientes del dragón
La leyenda del Pueblo del hielo 19 – Los dientes del dragón
Título original: Drakens tänder
© 1984 Margit Sandemo. Reservados todos los derechos.
© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción Daniela Rocío Taboada,
© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1030-9
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Agradecimientos
La leyenda del Pueblo del hielo está dedicada con amor y gratitud al recuerdo de mi querido esposo fallecido Asbjorn Sandemo, quien convirtió mi vida en un cuento de hadas.
Margit Sandemo
Reseñas del Pueblo del hielo
Margit Sandemo es simplemente maravillosa.
— The Guardian
Una historia llena de personajes convincentes, bien planteada en la línea temporal, y reveladora: hará que los lectores abran los ojos de par en par y que probablemente sientan cierto cosquilleo en la ingle... Es una novela gráfica sin imágenes; no puedo esperar a leer que sucederá a continuación.
— The Times
Una mezcla de mito y leyenda entrelazada con eventos históricos: esta creación imaginativa atrapa al lector desde la primera página hasta la última.
— Historical Novels Review
Aclamada por las masas, la prolífera Margit Sandemo ha escrito más de 172 novelas hasta la fecha y es la autora más leída de Escandinavia...
— Scanorama magazine
La leyenda del Pueblo del hielo
La leyenda del Pueblo del hielo comienza muchos siglos atrás con Tengel, el Maligno. Él era despiadado y codicioso, y solo había un modo de obtener todo lo que él deseaba: hacer un pacto con el diablo. Viajó hasta las profundidades del bosque e invocó al diablo con una poción mágica que había cocinado en un caldero. Tengel, el Maligno obtuvo riquezas y poder ilimitado, pero a cambio maldijo a su propia familia. Uno de sus descendientes en cada generación serviría al diablo realizando hazañas infames. Cuando terminó, Tengel enterró el caldero. Si alguien lo encontraba, la maldición terminaría.
Así que la maldición fue transmitida entre los descendientes de Tengel, el Pueblo del hielo. Una persona en cada generación nació con ojos de gato amarillos, una señal de la maldición, y con poderes mágicos que usaron para servirle al diablo. Un día nacería el más poderoso del Pueblo del hielo.
Eso cuenta la leyenda. Nadie sabe si es verdad, pero en el siglo XVI, nació un niño maldito entre el Pueblo del hielo. Él intentó transformar el mal en bondad, y por eso lo llamaban Tengel, el Bueno. Esta leyenda es sobre su familia. De hecho, es más que nada sobre las mujeres de su familia; las mujeres que tuvieron el destino del Pueblo del hielo en sus propias manos.
Capítulo uno
Las semillas del dragón, algo que Ulvhedin había predicho en un momento lúgubre. «Los del pueblo del hielo son como las semillas del dragón.»
Él pensaba en el legendario héroe griego que tras haber acabado con un dragón, sembró los dientes de la criatura y del suelo brotó inmediatamente un ejército de soldados.
Todos supusieron que los del Pueblo del hielo habían logrado librarse de su maldición después de la hazaña increíble de Shira. Ninguno de los hijos de la siguiente generación había nacido maldito —Elisabet, Sölve, Ingela y Arv—, así que quizás eso significaba que eran cuatro jóvenes perfectos y espléndidos, ¿no?
Ulvhedin sabía que no era así.
Sabía que Shira no había hecho más que sentar los cimientos para erradicar la maldición. Ella había descubierto las aguas claras de la vida que tenían la capacidad de disolver el efecto del agua del mal que Tengel, el Maligno, había enterrado. Ahora, necesitaban encontrar el sitio donde había escondido el agua y debían averiguarlo antes de que él resucitara.
Un descubrimiento que había hecho que Ulvhedin y todo su clan volviera a poner los pies en la tierra.
Excepto que los demás no se lo tomaban muy en serio, porque asumían que la maldición ya estaba erradicada.
Ulvhedin era el único que sabía que los dientes del dragón habían dado sus frutos.
Esta es la historia del maldito cuyo destino fue el más parecido al de Trond, hijo de Are, mucho tiempo antes. Trond no había demostrado ninguna señal propia de la maldición. Era un joven perfectamente ordinario que ni siquiera había sospechado al principio. Pero Tengel, el Bueno, su abuelo, lo había notado. A veces había visto un destello amarillo en los ojos de Trond, había visto fragmentos del legado maldito del Pueblo del hielo en lo profundo del alma del chico.
La guerra, los asesinatos y las masacres habían despertado su predisposición malvada.
El destino de su pariente, muchos años después, tendría un recorrido muy diferente. Pero tenían algo en común: nadie en su círculo inmediato sospechaba de lo que escondían en sus almas.
***
Los hijos de Daniel, Sölve e Ingela, eran dos hermanos atractivos. Tenían una piel oscura de tono vivaz y unos ojos de color castaño profundo ; eran inteligentes, felices y sociables. Su abuela Ingrid estaba orgullosa de ellos y con razón.
Cuando eran pequeños, habían oído la historia del Pueblo del hielo y su maldición. Pero no les interesó demasiado. Tenían una vida protegida con su madre y su padre, no lejos de la hermosa casa de Skenäs en Vingaaker, Suecia, donde Göran Oxenstierna se había mudado en la vejez. Vivían en medio de una paz idílica y perfecta.
Göran Oxenstierna, quien, junto a Dan y Daniel, había luchado en la batalla de Villmanstrand en Finlandia. allí lo hirieron, pero sobrevivió y llegó a ser un anciano. Había contraído matrimonio con la condesa Sara Gyllenborg, quien tenía veintisiete años menos que él y era la hija de uno de los miembros del Consejo de Estado. Tuvieron cuatro hijos, dos de los cuales tendrían un rol en las vidas de Sölve e Ingela, los hijos de Daniel Lind del Pueblo del hielo. Uno era Axel Frederik, pero cuando esta historia empieza, él era demasiado pequeño para haber influido en lo que ocurrió. El otro era su hermano mayor, Johan Gabriel, quien a corta edad ya demostraba que poseía unos talentos excepcionales.
Johan Gabriel Oxenstierna, quien hoy en día es famoso en la historia literaria sueca, era un soñador. Su sensibilidad y su talento eran inusuales. En su juventud, comenzó a escribir poemas breves que leía en voz alta para sus amigos Sölve e Ingela, pero no los compartía con nadie más.
También llevaba un diario donde componía poemas cargados de romanticismo. Pronto, todos sus escritos comenzaron a centrarse en un tema principal: una tal Themir, el ama de llaves en Skenäs, cuyo verdadero nombre era Anna Kinvall. Johan Gabriel tenía quince años; ella tenía veintitrés. A esas alturas, el diario y los poemas rebosaban de amor y adoración absoluta. Y estaban llenos de secretos que solo Sölve, que tenía un año más que su amigo, conocía.
Ingela, que era dos años menor que Johan Gabriel, estaba molesta con el enamoramiento de Johan con Anna Kinvall, porque a ella también le gustaba bastante, ¡pero jamás se lo diría! Era una chica muy orgullosa y nunca podría esperar casarse con Johan Gabriel Oxenstierna porque ella no era de cuna noble. Los sentimientos de Ingela se convirtieron en un amor agridulce a lo lejos y ella se negaba a saber si los sentimientos de Johan Gabriel por Anna Kinvall eran algo más que solo un encaprichamiento.
Sölve tenía un carácter muy diferente al de su hermana. Relajado y sincero, hacía amigos con facilidad por lo sociable y directo que era.
Pero en lo profundo de su ser escondía otras características de su personalidad.
Tenía doce años cuando las detectó por primera vez.
Él e Ingela habían estado en Skenäs jugando con los niños. Había habido una fiesta. Era el decimoprimer cumpleaños de Johan Gabriel y había asistido mucha gente, jóvenes y mayores.
Sölve había visto la colección de armas de Göran Oxenstierna por primera vez. Entre ellas, destacaba una pistola con ornamentos de plata que le fascinó por completo.
—Me encantaría tener esa pistola —dijo suspirando, lo que al resto le hizo gracia por ver ese entusiasmo en un niño de doce años.
Él anheló tener la pistola durante el resto de la velada. Soñó con ella de noche. Pero cuando despertó la mañana siguiente, para su gran sorpresa, se encontró con la pistola sobre la mesa de su habitación.
Sabía que nunca se la habrían regalado: era demasiado valiosa para Göran Oxenstierna. Esa pistola le traía demasiados recuerdos .
Las mejillas de Sölve ardían. ¿Quién? ¿Y cómo?
La ventana de su habitación estaba abierta, pero ¿quién habría atravesado a posta las despiadadas ortigas que estaban bajo la abertura? Tampoco veía huellas.
Sölve era un alma honesta, al menos de niño. Así que tomó el arma con determinación y corrió con ella hasta Skenäs.
Sabía que no podía llegar y simplemente guardarla en su sitio: tenía prohibido entrar sin autorización. En cambio, con voz temblorosa, pidió hablar con el teniente general Göran Oxenstierna, el padre de Johan Gabriel.
Lo hicieron pasar. Nervioso, explicó cómo acababa de descubrir el arma sobre su mesita de noche e insistió que no la había visto allí la noche anterior.
—No entiendo —dijo Göran Oxenstierna, confundido—. Nadie ha estado aquí desde que guardé la pistola en la vitrina. La ventana está abierta, claro, pero ¡estamos en el segundo piso!
—Yo tampoco lo entiendo —respondió Sölve—. Porque ¿quién entraría en mi habitación en medio de la noche? De todos modos, ahora quiero devolverla. Por favor, ¡no pienses mal de mí por culpa de esto! No soy un ladrón.
—Ya lo sé, Sölve. Alguien debe haber querido hacerte una broma. O acusarte de robar. Investigaré qué es lo que ha ocurrido.
Pero nunca hallaron una explicación para ello. No hasta que Sölve cumplió dieciséis años y el enamoramiento de Johan Gabriel con Themir —Anna Kinvall— había alcanzado su momento álgido.
Inspirado por la historia de amor de Johan Gabriel, Sölve descubrió que él mismo comenzaba a enamorarse de una de las criadas de Skenäs. Era prácticamente una adulta; se llamaba Stina, era robusta y no era precisamente una dama.
Sölve, con la pubertad invadiendo su cuerpo, comenzó a tener sueños prohúmedos y excitantes con la criada todas las noches.
Un día, la vio lavando junto al puente. Ella había recogido su falda, de modo que sus exuberantes muslos brillaban bajo el sol. Esa noche, Sölve tuvo unas fantasías bastante realistas. Imaginó los muslos de la mujer ante él, las gotas de agua brillaban sobre la resplandeciente piel de la chica; imaginó que acariciaba esos muslos con las manos. No hacia las rodillas de la joven; no, hacia arriba, hacia lugares secretos y desconocidos.
—Stina —susurró él—. Stina, ¡ven conmigo! ¡Te deseo!
Al poco tiempo, la puerta de su cuarto crujió. Alguien entraba. Sölve se incorporó en la cama, sorprendido.
Era Stina.
Ella le sonrió, insegura, bajo la claridad de la noche veraniega. Con dedos temblorosos, comenzó a quitarse el delantal.
Sölve, que solo había estado observándola, recobró de pronto la compostura.
—Sí, bueno, algo me dijo que el joven amo quería que viniera —dijo ella, riendo con timidez.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó él, feliz—. ¿Cómo?
Pero en ese instante, su cerebro era incapaz de concentrarse en lo que había sucedido realmente. En ese instante, solo lo controlaban sus sentidos. Sentidos vibrantes que estaban despiertos por completo. Dado que ella parecía tan dispuesta, él se atrevió a levantar con cautela la falda pesada de la chica, que seguro que había sido confeccionada en casa. Él miró las muñecas y los tobillos de la mujer. « Oh, cielos, qué poco significas para mí ahora mismo», pensó con cierto tono blasfemo. Nada era más maravilloso que esa imagen particular.
Su ídolo había sido siempre, por supuesto, Johan Gabriel. Pero él no sabía exactamente lo carnal que era la relación entre Johan Gabriel y Anna Kinvall. Sölve sospechaba que el enamoramiento aún era casto, pero no estaba seguro; y si no lo era, probablemente hubiera sido Anna —es decir, la Themir de Johan Gabriel— quien hubiera tomado la iniciativa, dado que ella era mayor y más experimentada. Sölve quería hacer todo lo que Johan Gabriel hacía. E imaginaba que Anna Kinvall había llevado al noble Johan Gabriel por el mal camino. Se reunían a veces, Sölve lo sabía. Junto al río, donde nadie podía verlos. En el jardín o en el bosque. En ese momento, Sölve cerró los ojos y no consideró que Johan Gabriel nunca violaría la castidad de una mujer: sus encuentros con Anna Kinvall probablemente consistían en paseos intelectuales en los que Johan Gabriel hablaba con ella en serio y la veneraba como si fuera la Madonna.
No, en ese momento particular Sölve quería creer que su amigo había ido más allá con el absoluto consentimiento de Anna.
Si era así, ¡Sölve podía hacer lo mismo!
Con la mano le iba levantando la falda aún más. Stina tenía unas piernas lindas, aunque eran robustas e irregulares. Pero lo más probable era que el tacto de Sölve provocaba que la piel de la chica se tensara. Era maravilloso para él rodear la rodilla de la mujer con la mano: lo hizo temblar; era una sensación increíble.
Stina permaneció sentada en silencio al costado de la cama. Su respiración temblaba y sonreía.
—Entonces, al joven le gustaría probar un poco de la vida adulta —susurró ella por fin cuando él se atrevió a rodear el muslo de la mujer con la mano.
Sölve era incapaz de responder. El pulso latía en su garganta y la cabeza le daba vueltas. Su cuerpo estaba conmocionado, le dolía y le latía; percibía que su bajo vientre se humedecía, pero estaba demasiado oscuro para verlo. Pero Stina ya lo había hecho antes. Y aquel joven inexperimentado era demasiado lento para ella. ¡Aunque nunca entendería por qué había irrumpido así en la habitación del chico! Sölve Lind del Pueblo del hielo pertenecía a una de las familias más importantes del condado. No eran tan adinerados como los Oxenstierna, claro. Pero los Lind del Pueblo del hielo nunca fueron considerados parte de la plebe: tenían un estatus propio. Se rumoreaba que el padre, Daniel, era investigador además de ser el asistente de Göran Oxenstierna. ¡Y su esposa era pura dignidad!
Pero ahora estaban lejos de casa. Y la hermana del joven amo, Ingela, estaba de viaje con sus padres.
¿Quizás por eso Stina se había atrevido a entrar al cuarto de Sölve? No, ¡qué tontería! ¿Para qué querría a un cachorro como él cuando podía tener a cualquier adulto que deseara? Pero ¡esto es lo que había querido! No importaba, quizás sería divertido probar un jovencito de vez en cuando.
Pero cielos, qué torpe era ese muchacho. Era obvio que tendría que ayudarlo un poco.
Sin mucho escándalo, alzó su falda hasta arriba de la cintura. Claro que no llevaba nada puesto debajo porque era verano y hacía calor. Pobre chico, cómo jadeaba. Stina esperaba que no se desmayara.
No, Sölve no se desmayó. Pero la sangre latía en sus labios y chisporroteaba por su cuerpo, y sus ojos brillaban mientras observaba el triángulo oscuro ante él. Sin que Sölve fuera consciente, había introducido la mano en aquel maravilloso lugar con tanta intensidad que ella se enfureció, pero solo un momento. Sölve, muy confundido, oyó que ella susurraba:
—No tan rápido, amiguito. ¿No deberíamos quitarnos la ropa primero?
Él salió de su estupor y la vio recostada allí como si la hubieran lanzado sobre la cama.
—Sí, sí, claro —balbuceó él.
Recobró la compostura y logró centrarse en abrir la blusa de la mujer, pero una vez más, cayó en trance ante las bellezas que aparecieron frente a sus ojos. Pobre Sölve, ¡en cuanto las tocó, su primer intento de hacer el amor terminó!
¡Qué vergüenza! ¿Qué diría ella?
—Tranquilo, no es una catástrofe —comentó la mujer—. Habrá otras oportunidades. Ahora, ¡quítate esos pantalones pegajosos y permite que Stina haga que nuestro amigo resucite!
Y eso fue lo que ocurrió. Él no sabía cómo lo había logrado, pero ella tenía mucha experiencia y jugaba, lo acariciaba, se sentaba sobre él y permitía que la tocara y luego, él notó que estaba allí y solo era consciente de que estaba recostado entre los cálidos brazos de una mujer a la que aparentemente también le había dado placer porque ella había empezado a retorcerse y gemir aferrándose a él y ¡todo era tan celestial que quería que su vida siempre fuera así!
Stina esbozó una sonrisa amistosa con la promesa de que regresaría cada vez que el joven lo deseara.
Él observó con ojos soñadores el regordete y rústico rostro de la mujer. La ensoñación se debía más que nada a su propio orgullo por haberlo logrado. Ahora era un hombre: había superado la prueba de hombría.
Sí, claro, había una gran posibilidad de que él la convocara de nuevo si surgía la ocasión y nadie los descubría. Pero ¡estaba claro que ella no era su mujer ideal! Ahora, el mundo estaba a sus pies: todas las mujeres del mundo serían de él si así lo quería. Se sentía muy seguro de sí mismo y, en su alegría frenética, abrazó a la mujer con locura y sin control.
Stina, que asumía que él estaba loco de amor por ella, emitió una risa maternal porque era una mujer experimentada. ¡Era impresionante cuánta energía había tenido el pequeño!
Y sin duda el joven amo Sölve era atractivo. Tenía unos ojos castaños casi negros y pestañas frondosas que a ella misma le hubiera gustado tener. Una masa de rizos castaños oscuros caían sobre la sien del muchacho y tenía una boca famélica de vida. ¡Había algo ingenuo y descuidado en el chico! Aún estaba atónito y era infantil, pero cuando fuera adulto, ¡podría ser muy peligroso! Stina pensó que él podía convertirse en lo que quisiera. Tenía una expresión imprudente y aventurera en la mirada, algo que quizás ella había visto antes que nadie. Solo ahora, en aquel instante victorioso para Sölve, era posible discernir esa expresión.
¡Ese desquiciado había salido de la cama de un salto y había empezado a hacer piruetas por mera alegría! Cielos, parecía que se había vuelto loco,¡porque no llevaba nada de ropa encima! Stina solo pudo reír. Luego, él se lanzó de nuevo sobre ella, la besó y la abrazó en medio del frenesí, pero no parecía consciente de la presencia de la mujer. Él hubiera bailado de alegría con cualquier chica. Quizás aquello podría haber sido un poco humillante, pero Stina no era la clase de persona que se ofendía por algo semejante. ¡Tenía hombres de sobrapara elegir!
—Eres un tonto —dijo ella, sonriendo—. Gracias por el entretenimiento.
Después de que Stina se hubiera ido, Sölve se recostó, aturdido. Su ensoñación duró un buen rato, pero cuando comenzó a perder efecto, empezó a reflexionar...
Los recuerdos de su infancia, tan fugaces como los susurros de espíritus del pasado, pasaron ante él. Un gatito que había adorado más que a nada en el mundo... Lo había conseguido en contra de todo sentido común, porque su madre detestaba a los gatos.
Un chico a quien había odiado con fervor, tanto que había deseado que ardiera en el infierno. Ese mismo día, el chico había tropezado y caído en una hoguera del parque. Las quemaduras habían sido tan graves que Sölve sintió culpa y temió que fuera obra suya porque había deseado que ocurriera.
Pero ¿y si había sido obra suya? Intentó recordar otros episodios, pero todo era demasiado difuso. Porque nunca había considerado esa posibilidad... Sölve se levantó rápido y tomó asiento en la mesa. La noche de verano iba terminando: afuera, el cielo mostraba el amanecer.
En el extremo de la mesa, había un plato con una hogaza de pan: su desayuno, dado que todos los demás no estaban.
Cerró y abrió las manos, una y otra vez, mientras lamía sus labios sin cesar y las gotas de sudor rodaban sobre su rostro.
Los pensamientos atravesaban su mente como un torbellino, como si se negaran a salir con claridad. Pensamientos sobre el Pueblo del hielo. Sobre su generación, la única que se había salvado. ¡Nadie en ella estaba maldito! «Ojos castaños, tengo ojos castaños oscuros. Tengo buen aspecto, no tengo defectos. Nunca hubo nadie que me dijera que fuera especial en ningún sentido, nunca...»
Respiró hondo, como si hubiera estado en una habitación sin oxígeno, una inhalación lenta, tortuosa y temblorosa. Un pavor inexplicable le dolía en el pecho. Luego, dijo en voz alta con claridad:
—Quiero ese pan. ¡Ahora!
Todo su cuerpo temblaba de excitación. Su mentón se movía tanto que le castañeteaban los dientes. «¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo?
La abuela Ingrid... una vez había afirmado que Ulvhedin... que Ulvhedin... Que la vieja bestia había hablado sobre ¿la semilla del dragón?»
Sölve era muy culto. Estaba familiarizado con los mitos griegos. Los que hablaban de Cadmo y Jasón, quienes habían plantado los dientes del dragón. Ulvhedin había insinuado que los del Pueblo del hielo no se habían librado de la maldición.
Ulvhedin, ese monstruo del inframundo, ese hombre amigable con ojos brillantes que sabía tantas cosas.
Así aparecieron ante Sölve nuevos recuerdos.
No siempre había sido un buen chico, ¡no! Por fuera, parecía el hijo perfecto, de quien sus padres tenían más que motivos suficientes para estar orgullosos. Pero ¿cómo había logrado mantener esa imagen cuando a veces había querido aprovechar los beneficios que tenía poseer habilidades especiales?
—Sí que eres afortunado. —Su padre Daniel se lo había dicho muchas veces, riendo—. Sin duda la suerte te acompaña, Sölve. ¡Pareces capaz de resolver todo!
Ahora, Sölve lo veía desde una perspectiva muy diferente. Sí, era fácil para él salirse con la suya, pero siempre había creído que era perfectamente natural que todo le saliera como quería.
Pero ¿y si, después de todo, no era algo tan natural?
Era difícil saberlo con certeza, porque había ocurrido sobre todo con cosas insignificantes, pequeñas ocurrencias que bien podrían haber sucedido solo por mera casualidad.
¿Coincidencias?
¿La pistola con ornamentos de plata? ¿Stina?
«Dios mío, ¡sálvame de este mal!»
No, tonterías, ¡solo era un juego!
—¡Quiero ese pan «ya mismo»!
Miró con intensidad el plato de pan en el extremo alejado de la mesa. «Es una locura, ¿acaso he enloquecido? ¿En qué estoy pensando?»
—¡Quiero ese pan ya mismo! —repitió apretando los dientes, enfatizando cada sílaba.
Nada sucedió. Claro que no, ¿qué había esperado?
Pero ¿en el pasado, cuando habían jugado juntos y Sölve había ganado en todos, incluso en los juegos donde era más lógico que ganaran los chicos Oxenstierna o Ingela? ¿Cómo lo había logrado?
Recordó que por aquel entonces lo había abrumado el deseo de ganar. Y eso había hecho. Sí, porque Sölve era una de esas personas que querían afirmar su posición y ser el mejor. Tener poder... ¿Acaso no había sido siempre uno de sus sueños maravillosos? Maravilloso hasta ahora. Antes había sido solo un sueño infantil modesto.
Todo había sido tan insignificante que nunca había considerado lo que había deseado obtener o cómo lo había obtenido.
Pero ¿esa vez con la pistola? ¿Y ahora con Stina?
El sol matutino claro e intenso apareció sobre los pastizales de los venados. Nadie se había despertado áun por lo que asumía que Stina había regresado a la cama en la recámara de las chicas al otro lado del patio.
Los frutos de los serbales brillaban intensos en las ramas al frente de la zanja que atravesaba el campo. Sería otro día de agosto caluroso.
Sölve comenzaba a tener hambre.
«Ahora», de verdad «quiero ese pan», pensó. «Ya no es solo por decirlo para demostrarme algo a mí mismo». ¡Tengo hambre y quiero comida, ahora!
Un rasgueo suave lo hizo estremecer. El silencio había enfatizado el sonido, que fue muy intenso. Sölve sentía que sus mejillas ardían y su corazón latía desbocado.
El plato de pan... ¿Se había movido? ¿Se había acercado un poco a él?
No, era imposible. ¡Era ridículo siquiera imaginarlo!
Sölve tomó asiento junto a la mesa, encorvado, con ocho dedos apretados dentro de su boca a la vez mientras mordía sus uñas y temblaba. Se le veía pueril, como la caricatura de un niño travieso, pero no era consciente de ello porque estaba absorto en lo que ocurriría.
Debería haber expresado de nuevo el deseo en voz alta, pero en aquel instante era incapaz de actuar.
«Dios mío», pensó. «Dios mío, algo sucedió, pero es imposible que haya sido el plato de pan. ¡Sin duda me he vuelto loco!»
Después de haber estado en su asiento diez minutos y haber recobrado el control del entusiasmo que sentía en cuerpo y alma, logró tranquilizarse tanto que empezó a sentir de nuevo hambre.
«¿Debería atreverme?»
Con voz temblorosa balbuceó las palabras mientras se concentraba con vigor en su deseo:
—Quiero... ese pan. Ahora. De inmediato.
«¡Swush!» De pronto, el plato de pan salió disparó a gran velocidad e impactó contra sus brazos. Sölve retrocedió asustado y cayó al suelo. Por un instante, permaneció allí, tan asustado que estaba a punto de orinarse encima. Se arrastró hasta la cama y subió a ella con torpeza.
No se atrevía a mirar la mesa.
Aguantó sin mirar un buen rato..
Luego, espió con cautela entre sus dedos.
Se quedó sin aliento. Sí, el plato de pan estaba de su lado de la mesa.
Sölve olvidó el hambre y se encogió debajo de las mantas, donde permaneció presa del ardiente y latente miedo.
No se atrevía a mirar. Pero después de un rato, su cerebro comenzó a funcionar de nuevo.
«Es verdad», pensó sin aliento. ¡Yo soy el maldito que faltaba! Entonces ¡mi generación no está libre de la maldición!»
Durante otro largo rato, permaneció recostado e inmóvil, hasta que le resultó difícil respirar bajo todas esas mantas. No tuvo más opción que salir de allí en busca de aire.
Un gallo cantó: era un sutil indicio de vida que lo hizo sentir menos solo. Ya no estaba a solas en el silencio del amanecer.
Incluso se atrevió a mirar de nuevo hacia la mesa.
Ahora, Sölve estaba tranquilo. Despacio, una sonrisa comenzó a aparecer en su rostro, insegura al principio, pero luego cada vez más amplia.
Por fin comprendía la verdad. ¡Las posibilidades, Dios santo, eran infinitas!
Una vez más, se tomó su tiempo para considerar las opciones con detenimiento. ¿Qué podría impedirlo conseguir lo que quisiera? ¡Era uno de los malditos del Pueblo del hielo!
Y tenía una ventaja sobre todos los demás.
Porque nadie más sabía de lo que él era capaz. Nadie tenía la menor sospecha de que estaba maldito.
Luego, Sölve hizo algo bastante extraño. Podría haber decidido que no estaba seguro de ser uno de los señalados por la maldición porque no poseía ninguno de aquellos rasgos grotescos típicos de los malditos.
Pero ¡no! De inmediato, Sölve fue consciente de que era uno de los malditos y no uno de los elegidos. Y, por lo tanto, había escogido un bando.
Él quería ser uno de los malditos. Era una decisión peligrosa. No auguraba nada bueno.
Esa noche, hubo muchas cosas que comenzaron a cambiar en su interior. Se convirtió en una nueva persona. No fue de inmediato, no fue algo instantáneo y mágico.
No, el cambio ocurrió despacio. Con el transcurso de los meses y los años. Pero aquel fue el punto de inflexión.
Y mientras yacía en su cama exhausto aquella mañana soleada, comprendió algo más, algo demasiado intenso e igualmente peligroso.
Nadie debía saber que él era uno de los malditos.
Porque eso le daría posibilidades infinitas.
Capítulo dos
El amor terrenal que Johan Gabriel Oxenstierna sentía por Themir tuvo un final miserable. El padre de la chica, Kinvall, la obligó a contraer matrimonio con su administrador, pero a ella no le gustaba lo más mínimo. Parecía que el amor de Johan Gabriel había sido recíproco, a pesar de que él era mucho más joven que ella.
Aunque Johan Gabriel sufrió durante mucho tiempo después de que tuviera lugar la desgraciada boda, ¡fue un sufrimiento hermoso! Su amor platónico por ella persistió: de hecho, se volvió cada vez más sublime y, durante el resto de su vida, mantuvo vivo su sueño de Themir. Transmutó el amor que ella y él compartieron en algo infinitamente bello, casto y divino. Muchos de los poemas más hermosos que escribió estuvieron inspirados principalmente en ella. De ese modo, una criada poco relevante obtuvo un lugar en la historia literaria sueca como fuente de inspiración para un gran bardo.
Mientras tanto, Johan Gabriel pronto tuvo otras cosas en las que pensar. Lo enviaron a Uppsala para asistir a la universidad.
Sölve Lind del Pueblo del hielo, quien siempre había considerado a Johan Gabriel como un hermano menor —aunque un hermano con linaje más noble, claro— le pidió permiso a su padre para seguir los pasos de su amigo y estudiar.
Daniel tuvo que pensar al respecto. El chico seguro que era inteligente, pero ¿podían costearlo?
Al final, cedió. Tanto Daniel como su padre habían estudiado en Uppsala. Sentía que no podía negarle a su hijo la oportunidad, a pesar de que la familia no era en absoluto adinerada.
Pero, en realidad, la familia Oxenstierna tampoco tenía mucho dinero. Así que ambos chicos tuvieron que ajustarse el cinturón durante su estancia en Uppsala. Viajaban a casa con la mayor frecuencia posible para probar un bocado decente durante unos días y así recuperarse antes de continuar estudiando.
No vivían juntos en la ciudad universitaria porque no era apropiado que un conde viviera con alguien que no fuera de cuna noble. Sin embargo, se veían con frecuencia dado que ambos estudiaban las mismas asignaturas de humanidades y se necesitaban el uno al otro. Johan Gabriel necesitaba el pragmatismo de Sölve, que era mayor que él y podía protegerlo contra grupos de estudiantes más bruscos a los que el joven poeta les parecía demasiado blando y ridículo. Y Sölve necesitaba la amistad de Johan Gabriel. Porque no importaba lo sociable que fuera Sölve: había pocas personas que podían seguir el hilo de sus pensamientos y entender su existencia dividida entre el mundo real y el mundo de los cuentos de hadas propios de la imaginación.
Pero Johan Gabriel era capaz de seguirle el ritmo a Sölve. Aquel joven sensible y gallardo, a quien recibieron bien en el mundo literario debido a su naturaleza agradable, su melancolía romántica y su arte poético, tenía la habilidad de ver las posibilidades aún no descubiertas del intelecto de Sölve.
¡Pero nunca habría sido capaz de imaginar lo que realmente yacía oculto en las profundidades de la mente de Sölve!
Sölve tenía otro motivo para querer ir a Uppsala. Se había cansado de Stina, quien lo avergonzaba con sus miradas íntimas, sus susurros y risitas en presencia de otros criados, en casa o en la casa más grande en Skenäs.
Los años fueron pasando en Uppsala. Fue una época emocionante para Sölve en más de un aspecto, porque nadie sabía nada de su increíble doble vida. Aunque era verdad que ocurrían sucesos misteriosos en la universidad, como, por ejemplo, que los libros importantes que desaparecieron del salón de profesores reaparecían después, o que Sölve obtuviera, de vez en cuando, calificaciones sorprendentemente buenas, nadie jamás hubiera soñado con acusarlo de hacer trampa, porque siempre podían demostrar que él había estado o en su propio cuarto o en compañía de amigos todo el tiempo.
También habían pasado cosas más graves. A algunos estudiantes especialmente desagradables les había tocado sufrir unas cuantas desgracias, y las chicas de la ciudad se preguntaban llorando por qué se habían atrevido a hacer aquellas cosas que el joven alumno de cabello oscuro les había pedido.
Solo una vez Sölve se llevó una pequeña sorpresa que hizo que comprendiera que debía tener más cuidado en el futuro.
Había sucedido cuando él y Johan Gabriel estaban sentados en una taberna a cielo abierto en el hermoso parque junto al río Fyris. Era un día encantador y el sol intenso brillaba en los ojos de Sölve.
Johan Gabriel bebió un gran trago de cerveza y dijo:
—¡Debo decir que la suerte te acompaña cuando se trata de damas, Sölve! Nunca he visto a nuestro profesor de historia más furioso que ayer. Pero se lo merece porque él siempre me ha tratado mal y nunca he entendido el motivo.
Sölve solo asintió. Hace mucho tiempo que le fastidiaba el trato injusto del profesor de historia con el tímido Johan Gabriel y había decidido darle una lección al profesor en nombre de su amigo.
—Pero ¿cómo lograste quitarle su chica? —preguntó Johan Gabriel con admiración—. No lo entiendo, ella siempre ha venerado a ese idiota como si fuera un dios.
—Sencillo —respondió Sölve con una sonrisa llena de ironía—. Fue por mi encanto irresistible... —«No sabes lo ciertas que son esas palabras», pensó Sölve. «Cuando quiero algo, mi voluntad es irresistible». Sölve recordó lo atrevido que se había sentido cuando había deseado que la enamorada del profesor se aproximara a su propia mesa después de haberle dicho al profesor unas cuantas verdades.
¡Y ella lo acabó haciendo! Le había anunciado a su ídolo que lo consideraba aburrido y arrogante; que prefería la compañía de hombres más excitantes; después de decir eso, se sentó en la mesa del gran comedor de la universidad donde Sölve almorzaba. . Aquello generó un revuelo tremedo por lo que el profesor salió de la sala hecho una furia. Luego Sölve se encontró con algunos problemas para librarse de la dama, a quien no tenía intenciones de conocer de un modo más íntimo. Muy confundida y bastante humillada, la belleza acabó por alejarse para volver a casa, lejos de la frialdad de Sölve.
Él debería haber sentido culpa. Y lo hizo, por un instante. Luego, se olvidó de ella.
La voz de Johan Gabriel sobresaltó a Sölve e hizo que abandonara sus recuerdos.
—No hay duda de que tienes encanto. Esos ojos castaños profundos... Pero ¿sabías que cuando el sol los ilumina no se los ve tan castaños y oscuros como crees que son? ¿Has notado que están llenos de puntos amarillos? Tienen motas como las alas de una mariposa.
Ante ese comentario, Sölve hizo una mueca y decidió estar más atento. ¡Lo mejor sería tener un poco más de cuidado!
Esa noche, observó sus propios ojos ante el espejo por un buen rato. Pero la noche no era un buen momento porque sus pupilas estaban dilatadas y la luz era demasiado tenue. Sus ojos parecían completamente negros.