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Por primera vez en español. La serie La Leyenda del Pueblo del Hielo ya ha cautivado a 40 millones de lectores en todo el mundo. Daniel Lind, del Pueblo del Hielo, se embarca en un largo y solitario viaje a los Nenets, a las orillas del Mar de Kara. Allí conoce a Shira, la hija de Vendel, la elegida para acabar con la maldición del Pueblo del Hielo. Antes de poder hacerlo, Shira debe someterse a una serie de pruebas inhumanas. Shira se enfrenta a un largo y aterrador viaje a través del mismísimo Jardín de la Muerte. El Pueblo del Hielo es una conmovedora leyenda de amor y poderes sobrenaturales, un relato de la lucha esencial entre el bien y el mal.
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El jardín de la muerte
La leyenda del Pueblo del hielo 17 – El jardín de la muerte
Título original: Dödens trädgård
© 1984 Margit Sandemo. Reservados todos los derechos.
© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción Daniela Rocío Taboada,
© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1028-6
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Agradecimientos
La leyenda del Pueblo del hielo está dedicada con amor y gratitud al recuerdo de mi querido esposo fallecido Asbjorn Sandemo, quien convirtió mi vida en un cuento de hadas.
Margit Sandemo
Reseñas del Pueblo del hielo
Margit Sandemo es simplemente maravillosa.
— The Guardian
Una historia llena de personajes convincentes, bien planteada en la línea temporal, y reveladora: hará que los lectores abran los ojos de par en par y que probablemente sientan cierto cosquilleo en la ingle... Es una novela gráfica sin imágenes; no puedo esperar a leer que sucederá a continuación.
— The Times
Una mezcla de mito y leyenda entrelazada con eventos históricos: esta creación imaginativa atrapa al lector desde la primera página hasta la última.
— Historical Novels Review
Aclamada por las masas, la prolífera Margit Sandemo ha escrito más de 172 novelas hasta la fecha y es la autora más leída de Escandinavia...
— Scanorama magazine
La leyenda del Pueblo del hielo
La leyenda del Pueblo del hielo comienza muchos siglos atrás con Tengel, el Maligno. Él era despiadado y codicioso, y solo había un modo de obtener todo lo que él deseaba: hacer un pacto con el diablo. Viajó hasta las profundidades del bosque e invocó al diablo con una poción mágica que había cocinado en un caldero. Tengel, el Maligno obtuvo riquezas y poder ilimitado, pero a cambio maldijo a su propia familia. Uno de sus descendientes en cada generación serviría al diablo realizando hazañas infames. Cuando terminó, Tengel enterró el caldero. Si alguien lo encontraba, la maldición terminaría.
Así que la maldición fue transmitida entre los descendientes de Tengel, el Pueblo del hielo. Una persona en cada generación nació con ojos de gato amarillos, una señal de la maldición, y con poderes mágicos que usaron para servirle al diablo. Un día nacería el más poderoso del Pueblo del hielo.
Eso cuenta la leyenda. Nadie sabe si es verdad, pero en el siglo XVI, nació un niño maldito entre el Pueblo del hielo. Él intentó transformar el mal en bondad, y por eso lo llamaban Tengel, el Bueno. Esta leyenda es sobre su familia. De hecho, es más que nada sobre las mujeres de su familia; las mujeres que tuvieron el destino del Pueblo del hielo en sus propias manos.
Capítulo uno
Daniel Ingridssøn del Pueblo del hielo.
Concebido gracias a la poción de una bruja. Rechazado al nacer. Un recién nacido indefenso abandonado a manos de una asesina de bebés. Salvado de la muerte por una planta mágica. Y desde entonces, amado por todos gracias a su sonrisa confiada, su tolerancia ante la debilidad ajena, su fe en lo que la vida le daría... y lo que él podía dar a la vida. El viento frío del Océano Ártico sacudía el cabello oscuro de Daniel, quien oía las ráfagas entre los arbustos despojados de hojas mientras contemplaba Arkangelsk. ¿Cómo había llegado ahí? No tenía idea. El viaje a Finlandia con el ejército sueco. La batalla en Villmanstrand el 23 de agosto de 1741. Su padre convertido en prisionero. Daniel había huido... hacia el país enemigo, hacia la Rusia eterna. ¿Por qué?
Tenía la idea vaga de que estaba predestinado a hacerlo. A intentar resolver el enigma del Pueblo del hielo, encontrar el origen del acertijo y aniquilar el poder destructivo en la sangre del clan, la maldición que los mantenía cautivos del miedo y la desesperación.
Para lograrlo, debería seguir los pasos de Vendel Grip. Ir a un país con fronteras de hielo y frío, al corazón del secreto del Pueblo del hielo. A la fuente de vida. Nadie sabía dónde estaba la fuente. La única persona que podría habérselo contado había fallecido: Tun-sij, la chamana, en cuyas venas también corría la sangre del Pueblo del hielo. Pero ella había tenido una hija y Vendel Grip había concebido un niño con esa hija. La segunda tarea de Daniel era intentar hallar al hijo de Vendel. Los últimos años, Vendel y Daniel se habían vuelto buenos amigos, exclusivamente por correspondencia después de haberse conocido en persona por primera vez. Daniel había aprendido mucho de Vendel.
Había imaginado que esas cartas serían un modo de aprender ruso, pero se vio obligado a aprender de modo muy diferente. El viaje desde Villmanstrand a Arkangelsk había durado un invierno entero. Al principio, Daniel no se había comunicado mucho porque le horrorizaba lo malo que era para ese idioma. Pero había aprendido bastante en lugares donde había tenido que trabajar a cambio de un poco de dinero para poder continuar el viaje. Probablemente, las personas habían pensado que era sordo, tonto o no muy inteligente.
Pero ahora que Daniel había llegado a Arkangelsk, su primer objetivo era la tierra montañosa de Taran-gai. Narrar sus experiencias, sus aventuras y los roces con la muerte durante el viaje habría llevado demasiado tiempo. La simple tarea de intercambiar su uniforme de soldado sueco por prendas ordinarias había llevado tiempo. Había resuelto aquel problema en Finlandia porque sabía que no sería muy popular en Rusia si esperaba a llegar allí para cambiarse. Como había logrado encontrar comida durante el viaje, evitar animales salvajes y a las autoridades rusas era otra historia distinta... No, ¡esa debería esperar!
Las lecciones de ruso de Vendel habían sido la base de partida para Daniel y por esa razón aprendió el idioma demasiado rápido. Ahora que había llegado a Arkangelsk, tuvo la valentía suficiente de ir al puerto y buscar empleo. Era la mejor oportunidad para descubrir cómo progresar; se hablaban tantos idiomas y dialectos que la gente apenas le prestaría atención y él podría ganar un par de kopeks.
Había pasado una semana allí cuando conoció a un hombre que había estado vagando por la costa del Océano Ártico. Daniel le dijo que, de ser posible, quería llegar a la región de los «nenets». El ruso rio:
—¿Nenetsy? ¿Para qué quieres ir allí? Por cierto, nosotros los llamamos «yurak-samoyedos».
—Lo sé. —Daniel asintió—. He prometido pasar a saludarlos si llegaba a su parte del mundo.
—¿Su parte del mundo? —El ruso rio a carcajadas—. No es una parte del mundo donde simplemente llegas. ¡Es el fin del mundo!
—¿Has estado allí?
—No, ¿estás loco? Ni siquiera he estado a medio camino de Naryan-Mar, su ciudad principal.
¡Naryan-Mar! Vendel le había mencionado ese lugar. ¿Era el sitio por el que había pasado en su camino de vuelta a casa?
—¿Es posible llegar por mar?
—Supongo que sí. No lo sé. Pero si lo fuera, seguro que es un camino largo y con demasiadas vueltas.
—¿Demasiadas vueltas? ¿No hay una ruta directa?
—Quizás. Pero espera hasta mañana, hasta que hable con alguien que conozco, y así podré indicarte el camino.
Daniel se lo agradeció al hombre y el día siguiente le explicaron que tenía que seguir el río Pinega tierra adentro hasta la aldea con el mismo nombre. Allí, abandonaría el río porque desde ahí debía tomar una especie de camino para cruzar el río Mezen. Debía seguir ese río hasta el Océano Ártico, hasta llegar a la aldea de Mezen. Desde allí, tendría que viajar al este hasta Safonovo para luego continuar hasta Ust-Tsilma, que estaba junto al río Pechora, el cual debía seguir hasta el estuario de Naryan-Mar.
Daniel lo escribió todo, pero tuvo cuidado de no mostrarle a los otros lo que había escrito. Su escritura en alfabeto latino probablemente les sorprendería...
El día siguiente, Daniel habló con su patrón y explicó que debía continuar su viaje. Después de algunas protestas, le pagaron su salario. Consiguió comida, prendas abrigadas y una pistola con municiones en caso de toparse con animales salvajes. Y por fin, ¡empezó a viajar hacia el este a través de la extensa tundra que parecía eterna!
Llegó a Naryan-Mar sin sufrir ningún percance . Fue allí cuando comenzó a oír el otro idioma que Vendel le había enseñado. La lengua de los yurak-samoyedos.
Daniel no se esperaba que fueran tan bajitos. ¡Les sacaba más de una cabeza al más alto de los yurak-samoyedos! ¡Y eran tan amables! Sonreían de oreja a oreja cuando escuchaban sus torpes y desastrosos intentos de hablar su idioma. Eso sí, no hubo límites para todo lo que ellos estaban dispuestos a hacer por él. Naryan-Mar no era una ciudad, solo un pequeño asentamiento, así que la noticia de la llegada de Daniel se propagó con rapidez. Lo observaban con admiración: por eso Daniel comprendió mejor lo que Vendel Grip debió de haber experimentado. Vendel era rubio y mucho más alto que Daniel, quien no era precisamente bajo.
Después de haber comido en varios banquetes donde los ingredientes principales siempre habían sido carne de reno y pescado, Daniel por fin pudo hablar sobre lo que quería saber. Lo peor era que no sabía cómo se llamaba el sitio donde Vendel había estado.
Intentó explicarlo. Habló sobre la península de Yamal y el estuario del río Obi. Les dijo que Vendel había salido desde allí y que lo habían guiado hacía el otro lado del río al pie de la península antes de llegar a los asentamientos de verano de los samoyedos junto al mar de Kara.
La multitud lo miró, confundida. Conocían el mar de Kara, pero todos los nombres de los lugares estaban en ruso, no en su idioma.
Solo cuando Daniel mencionó Taran-gai obtuvo una respuesta. La multitud emitió un grito de horror contenido. Ahora sí que tenía un punto de partida.
—El asentamiento estival del que os hablo está al este de Taran-gai. En una bahía.
En ese momento, todos comprendieron de qué hablaba. Oyó un «ajá» unánime en la tienda grande. Y luego, mencionaron un sitio que Daniel no había oído nunca. O Vendel no sabía de su existencia o había creído que era demasiado insignificante para nombrarlo. Al lugar en la bahía lo llamaban Nor.
—¿Cómo llego a Nor? —quiso saber Daniel—. ¿La tundra es accesible?
Sus oyentes se estremecieron.
—No, no, no puedes cruzar por tierra —dijeron todos a la vez—. Es Taran-gai, ¡¿no lo entiendes?!
Era evidente que llegar a aquel lugar no sería fácil.
—Tendrás que viajar por mar —explicó un hombre—. Llevará un tiempo largo y será un viaje peligroso. Pero es el único camino.
—De acuerdo. Entonces, necesito un bote.
Los demás rieron.
—¡No puedes ir solo!
Luego, los yurak-samoyedos comenzaron a hablar entre sí tan rápido, que Daniel, con su conocimiento escaso de la lengua, fue incapaz de seguir el hilo de la conversación.
Finalmente, uno de los hombres bajos con rostro amplio lo miró y asintió.
—Isu y yo te acompañaremos. No te preocupes. Ya hemos ido allí. —No fue difícil adivinar quién era Isu. El hombre rebosaba de buen carácter, como un gallo.
—Gracias, sois muy amables.
Luego, Isu dijo algo que sobresaltó a Daniel.
—Hemos ido allí para los juegos anuales. Un hombre blanco participó en la competición tradicional. Hace muchos, muchos años.
—¿Un hombre alto y rubio?
—Exacto. ¡Un buen hombre!
—Era pariente mío: Vendel Grip. Por esa razón quiero ir allí.
La multitud estaba extasiada. Sirvieron más comida y bebida. Seguro que Vendel se había vuelto popular. Daniel añadió con cautela:
—Creo que él se casó con una chica llamada... ¿Sinsiew?
Isu y sus amigos parecían tristes. Dijeron que Sinsiew había fallecido. Murió en el parto.
¡Oh, qué pena! Daniel sintió frío. ¿La maldición había atacado de nuevo? ¿Pero acaso no había nacido un niño en esa generación en Taran-gai? Entonces, seguro que...
Se atrevió a realizar otra pregunta cauta:
—¿Y el bebé? ¿Qué le pasó? —Los hombres intercambiaron una mirada y sonrieron. Luego, respondieron con tono misterioso:
—¡Ya lo verás!
—¿No podéis darme una pista?
Isu adoptó de nuevo una expresión seria.
—Recuerda que la abuela materna de la bebé era de Taran-gai. Y que su padre era de una raza extranjera.
—Entonces ¡es niña!
—Sí. Su nombre es Shira. Y ni siquiera necesitas preguntar sobre ella. En cuanto la veas, la reconocerás.
Daniel respiró profundo. Parecía que ya había cumplido su primera misión, encontrar al bebé de Vendel.
Solo que aquellas personas maravillosas no sabían que él —y Vendel— también estaban emparentados con Taran-gai. Así que Shira pertenecía al Pueblo del hielo por parte de madre y de padre.
***
No había tiempo que perder porque el verano dura poco junto al Océano Ártico. Aún ni siquiera había comenzado, pero Daniel tenía mucho que lograr en poco tiempo así que partieron al día siguiente.
El bote era demasiado pequeño. Estaba confeccionado con piel de morsa extendida sobre unas delgadas varas de abedul. Daniel notó que era de una hermosa manufactura, pero ¿cómo rayos se las arreglarían en el mar con esa embarcación? No pudo evitar sentirse un poco incómodo.
Primero, navegaron por el vasto delta del río Pechora hasta que vieron el mar abierto. El agua resplandecía, fría y verdosa, plagada de icebergs: no eran tan grandes en la zona de la bahía, pero Daniel vislumbró otros inmensos y majestuosos a lo lejos, hacia el norte. También pasaron entre témpanos que persistían después del invierno, pero aquello no era problema para los samoyedos. Daniel alternaba entre vigilar sentado en la proa y, en ocasiones, ayudar a los demás a remar en el liviano bote.
El viaje le llevó mucho más tiempo de lo que había pensado. La mayor parte navegaban cerca de la orilla. A Daniel le gustó que se hubieran llevado abrigo, porque las noches eran frías. Viajaban de día y de noche porque eran tres, así que uno podía descansar mientras los otros dos remaban.
Daniel se sentía culpable porque no tenía nada con que pagarles a aquellos hombres. Se lo dijo. Y ellos le respondieron que no, que eso no tenía importancia. En el camino de regreso, ya cazarían y pescarían un poco, con lo que con eso ya ganarían algo de dinero. Era cierto que Daniel había visto muchos animales marinos, grandes y pequeños. Por eso les agradecía que dejaran la caza hasta el viaje de vuelta. Daniel no quería participar en ninguna de aquellas actividades.
Ya habían decidido cómo regresaría Daniel. El año pasado, unos cazadores de focas habían llegado con su bote a Naryan-Mar rumbo a Nor. Debía regresar a Arkangelsk a fines del verano, así que Daniel probablemente podría usar su embarcación para volver. «Entonces haré el mismo viaje que Vendel», pensó. «Solo espero no perder mis piernas como él». Pero había pasado mucho tiempo desde que el primer barco había llegado a aquella parte del mundo y desde entonces, habían ocurrido grandes avances. Los marineros probablemente habían aprendido más sobre los peligros del Océano Ártico.
Un día, tuvieron una experiencia desagradable, cuando, de pronto, vieron un oso polar sobre un témpano a la deriva. Los hombres gritaron, nerviosos, claramente sin preparación, y miraron sus armas primitivas: el arpón estilo ballesta y unos cuchillos. Daniel hizo un gesto de alto. Se sentía más que a salvo.
—No nos atacará.
Los otros dos lo miraron sorprendidos.
—Simplemente lo sé —fue todo lo que Daniel les dijo.
Tocó la mandrágora que estaba debajo de su camisa. Era un riesgo inmenso, por supuesto. Lo sabía. Ahora, el oso polar estaba tan cerca que le habría bastado saltar y nadar hasta el bote para dejarlos indefensos en el agua, solo con el movimiento de una de sus poderosas garras,.
Pero Daniel y los dos hombres sabían muy bien que sus armas no eran demasiado útiles contra aquel inmenso animal que los miraba a los ojos. El arpón solo lo molestaría y lo provocaría más. Para usar el cuchillo, los hombres deberían acercarse mucho al oso y no era una idea tentadora.
—Basta con que continuéis remando —dijo Daniel en voz baja.
No necesitó decirlo porque los otros dos ya estaban remando por sus vidas.
Daniel permaneció sentado en la proa, mirando a los ojos al oso polar. Había llegado el momento crítico...
Luego, el oso inclinó la cabeza. Un rugido profundo brotó de la garganta del animal antes de dirigirse hacia el otro extremo del témpano, lejos de ellos.
En unos minutos, ya estaban lejos del oso polar. Mientras los hombres recobraban el aliento, observaban confundidos a Daniel con los ojos abiertos de par en par.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Isu. Daniel dudó. Pero aquellas personas que vivían tan cerca de la naturaleza querían comprenderlo. Daniel abrió su camisa y les mostró la mandrágora. Los hombres dieron un grito ahogado y se aproximaron para verla mejor y tocarla. Estaban muy asombrados e intercambiaron palabras que Daniel no comprendió, pero supuso que era algo relacionado a su fe en los dioses, los amuletos y la brujería.
Sea lo que fuera, ahora valoraban más a Daniel. Pasaron el resto del día riendo, felices, e incluso le ofrecieron llevarlo de caza con ellos. ¡Sin duda les traería suerte con semejante mandrágora! Daniel les dijo que no podía ir de cacería con ellos, pero les deseó buena fortuna. No le molestaba si ellos querían tocar la mandrágora una vez más para garantizar que tendrían buena suerte.
Daniel no sabía con certeza si había sido tan buena idea mostrársela. Para estar tranquilo, les pidió que no hablaran sobre la mandrágora en Nor. Ellos prometieron no hacerlo, pero Dan se preguntaba si serían estrictos y cumplirían con su palabra.
Pasaron por un estrecho donde los hombres atracaron para saludar a otro samoyedos. Consiguieron más comida para llevar a bordo. Daniel aprovechó para estirar las piernas, lo cual fue una bendición. Luego, prosiguieron el viaje.
Una mañana temprano, Daniel vio un primer atisbo de lo que les esperaba. Oyó las voces susurrantes, pero entusiastas de sus compañeros y abrió los ojos. Hacia el sur, vio que el terreno se elevaba en colinas bajas. Sin embargo, adelante había un paisaje increíble. Una montaña que se erigía fuera del mar, negra azulada y de una altura aterradora, había interrumpido el monótono horizonte. Los cuatro lados escarpados culminaban en cuatro pináculos puntiagudos en la cima de la montaña, como una corona que sobresalía sobre el celeste cielo matutino.
Los hombres se dieron cuenta de que Daniel se había despertado y, de inmediato, satisficieron su curiosidad.
—La isla se llama la Montaña de los Cuatro Vientos —dijo uno de ellos—. Es sagrada.
«Sí, ya lo creo», pensó Daniel. «Sin duda Vendel no la llegó a ver porque si no, me hubiera hablado sobre ella. Probablemente debía de seguir drogado tras beber la poción mística de Sinsiew a esa altura del viaje.»
Se aproximaron a la isla que se cernía sobre ellos. La sombra de la Montaña de los Cuatro Vientos los cubrió. Para Daniel fue como si una gigantesca y fría mano se posara sobre él, lo apretara y le quitara las ganas de vivir y el poder de voluntad. La mandrágora se sacudía. Daniel notó que sus compañeros de viaje tenían la misma sensación lúgubre. Remaban a toda velocidad para alejarse de allí. «Es solo una ilusión», pensó Daniel. «Causada porque la montaña es muy intimidante y amenazante y hemos viajado bajo el sol mucho tiempo. Y la mandrágora... No importa, solo siento que sus garras me rasguñan un poco porque estoy moviéndome.»
Luego, se alejaron de nuevo de aquella larga sombra. Daniel suspiró aliviado. Sin embargo, estaba helado hasta los huesos a pesar de la calidez del sol. No quería darse la vuelta, pero sentía que aquella isla espeluznante lo observaba con ojos penetrantes desde algún lugar elevado bajo los cuatro pináculos puntiagudos de la corona.
***
Luego descubrió algo más: la costa era cada vez más y más alta. Más lejos, vio montañas reales que se alzaban abruptamente sobre la eterna planicie de la tundra.
Tenía cierta noción de qué sitio podía ser.
—¿Taran-gai? —preguntó Daniel.
Los samoyedos bajos asintieron. La sonrisa había desaparecido de los ojos de sus compañeros. Ahora se estremecían con brusquedad. Daniel entendía muy bien la razón. A medida que el bote avanzaba por el agua verde helada, las montañas se volvían más y más encrespadas. Finalmente, avanzaron con su embarcación junto a las empinadas colinas de Taran-gai al este, sin que ninguno de los tres dijera una palabra. Quizás no sería correcto decir que el bote navegaba junto a la costa, porque los dos samoyedos permanecían en el mar lo más lejos que se atrevían de la orilla. No tenían deseo alguno de acercarse demasiado a la costa y Daniel no los culpaba.
A pesar del calor veraniego, los innumerables glaciares de Taran-gai emitían un soplo de aire gélido hacia ellos y los icebergs que flotaban a su lado en silencio inconcebible también robaban parte de la calidez. Daniel estaba fascinado con el color oscuro y helado de la costa, con las afiladas y desnudas rocas sobresaliendo entre los glaciares. «También hay belleza en este paisaje», pensó. «Algo salvaje, crudo e inaccesible. Una belleza intimidante.»
Al rato, vio a lo lejos la cima irregular de una montaña que parecía subir tierra adentro y que era considerablemente más alta que las otras. Debía ser la montaña más alta en Taran-gai.
Continuaron la travesía. Daniel relevó a uno de los hombres en los remos. Aparecieron nuevas cimas lúgubres y aterradoras cerniéndose sobre el macizo de Taran-gai.
Vendel no le había mencionado nada de esto. Pero él no pudo ver las montañas desde el mar porque llovió durante todo el día en que fue tierra adentro. Probablemente no pudo ver ninguna de las cumbres. Remaron lo más rápido posible, en silencio y con constancia.
Todo el horizonte hacia el sur estaba lleno de macizos y cimas irregulares erosionadas. Daniel tembló y se dijo a sí mismo que fue debido al aire frío de los glaciares.
Luego, de pronto, llegaron al final del paisaje montañoso. La colina este era empinada y alta y, detrás de ella, la tundra comenzaba de nuevo.
«Gracias a Dios», pensó Daniel, respirando con mayor facilidad.
Habían entrado al golfo del mar de Kara, al cual los rusos llamaban «Baydarátskaya Gubá», pero los samoyedos se referían a él como «Nor». Una vez más, pudieron tranquilizarse y remar a velocidad normal. Todavía tenían un largo camino que recorrer.
Ahora fue el turno de Daniel para relajarse. Reclinó la espalda en la proa. No había témpanos flotantes a la vista así que podía estar tranquilo.
«Con que Vendel Grip tuvo una hija», pensó. Aquella criaturita en ciernes había cobrado vida y ahora tenía nombre. Quizás era mejor que fuera una mujer porque, más allá de Ingrid y Cristiana, habían nacido solo varones en la familia las últimas tres generaciones. Era muy alarmante que la madre hubiera muerto en el parto. Y lo que habían dicho los samoyedos —«¡Ya lo verás! En cuanto la veas, la reconocerás.»— no lo tranquilizaba demasiado.
El único consuelo de Daniel era el rumor de que un niño maldito había nacido en Taran-gai antes que ella. Dado que Daniel ahora tenía veinticinco años, Shira debía tener veintiséis. Y el niño maldito sería un poco mayor y tendría aproximadamente treinta años.
Un adulto... tal vez peligroso, como solía ocurrir con los más afectados por la maldición.
A lo lejos, vio humo brotando en la bahía, tierra adentro.
—¿Es Nor? —preguntó Daniel. Sí, lo era.
El corazón de Daniel latió más rápido. Ahora estaba cerca de su objetivo. Tras un invierno largo y lleno de obstáculos, por fin estaba frente a su verdadera tarea: intentar anular la maldición que había hostigado al Pueblo del hielo durante siglos. Su única ayuda era la raíz de una planta. La flor del ahorcado. La mandrágora.
Mientras se aproximaban al campamento, que era mucho más grande de lo que había esperado, vio niños y adultos agrupados en la playa para recibir la embarcación desconocida. Daniel notó que el cazador de focas también estaba allí. Ese era el barco que él abordaría para emprender el viaje de regreso. Ese viaje aterraba a Daniel. Esperaba que no cazaran focas durante el recorrido de vuelta. Era algo que no quería presenciar.
Vendel no creyó que Daniel pudiera llegar tan rápido a Nor, así que Daniel no sabía qué hacer respecto a Shira. ¿Debía llevarla a su hogar en Suecia? Vendel soñaba con ello, pero ¿era posible desarraigar a una yurak samoyedo y trasplantarla en Escania? Además, Sinsiew se había opuesto con firmeza a la idea. Ninguna de las dos era Yurak pura: ambas tenían la sangre de Taran-gai en las venas. Pero Daniel sospechaba que no había una gran diferencia entre ambos pueblos.
Pero Shira también era mitad sueca... Valía la pena tenerlo en consideración. Sin embargo, si eran rigurosos, el padre de Shira tampoco era completamente sueco. Vendel tenía sangre noruega y danesa en las venas, e inglesa por parte de Jessica Cross y alemana por parte de Alexander Paladín. Y lo más importante: ¡era parte del Pueblo del hielo! Tanto como lo había sido Sinsiew. ¡Qué excitante sería conocer a Shira! ¿Qué le había dicho a Vendel la chamana de Taran-gai que era la abuela materna de Shira?
«Tu hijo tendrá lo mejor de cada rama del Pueblo del hielo: nuestro talento para la magia y tu talento para sanar funcionan bien juntos.»
¡Ojalá fuera tan fácil! Daniel tenía sus dudas.
Incluso antes de que el bote hubiera atracado, los dos samoyedos comenzaron a conversar con los hombres y mujeres que esperaban de pie en la orilla. Daniel oyó que nombraban a Vendel varias veces.
Los niños, unos mocosos pequeños, dulces y de nariz plana, lo observaban con sus ojos negros. Los adultos exclamaron con entusiasmo y sorpresa y corrieron al agua para subir el bote a tierra.
Daniel echó un vistazo a la multitud. ¿Shira estaría entre ellos? Había algunas jóvenes allí. Tenían rostro amplio, eran de baja estatura y tenían mucha curiosidad por ver qué clase de persona era él. Con un escalofrío en la columna, Daniel recordó la historia de Vendel sobre las cinco criaturas eróticas. No tenía intenciones de repetir los logros de Vendel en ese campo. Daniel era un joven mucho más serio. No, creía que Shira no estaba allí, pero no podía asegurarlo.
Los samoyedos, entusiasmados, prácticamente lo arrastraron a tierra. Todos hablaban a la vez, así que era imposible comprender una sola palabra. Les seguía una densa multitud. Algunos niños habían corrido para adelantarse y dar la noticia. Había mujeres y ancianos observando desde el interior de sus tiendas. Arrastraron a los hombres en una dirección particular. Hacia una tienda específica.
La multitud de niños había buscado a un hombre y lo habían hecho salir de su tienda. El hombre observaba al grupo que se aproximaba. Era mayor y tenía cabello gris, espalda recta y ojos sabios tan estrechos que apenas eran visibles.
Daniel se detuvo frente a él. Por un instante, todo permaneció en silencio. Luego, Daniel reunió coraje y preguntó.
—¿Irovar? —El anciano asintió. Daniel le sonrió—. Soy Daniel, el pariente de Vendel Grip —dijo con torpeza en el idioma de los samoyedos—. Te envía saludos.
El rostro de Irovar se iluminó con una sonrisa mientras extendía las manos.
—Por favor, pasa —dijo. Luego, alejó a todos los curiosos, quienes partieron para ocuparse de los dos acompañantes de Daniel.
La tienda estaba limpia y ordenada y era evidente que había una mujer involucrada. Tomaron asiento y el anciano preguntó:
—Entonces ¿Vendel está vivo?
—Sí, regresó a su país. Pero su viaje a casa duró seis años y perdió ambos pies en el camino.
Irovar clavó la vista en el suelo por un rato. Luego, dijo:
—Mi hijo y mi hija lo trataron muy mal. Era un buen hombre. Demasiado bueno para Sinsiew.
—Vendel pensó todo este tiempo en la criatura que Sinsiew esperaba —comenzó a decir Daniel con cautela—. Pensaba mucho sobre ello y estaba muy preocupado. No ha tenido paz en todos estos años, y por esa razón yo he venido ahora. Pero no he venido directo desde casa. Logré huir de una de las tantas guerras que arrasan con el mundo fuera de su región pacífica. Por ese motivo, Vendel no sabe nada sobre mi viaje, sino hubiera enviado regalos para su hija. Regalos y mucho dinero.
—Ya lo creo —respondió Irovar—. Pero Shira está bien y estoy seguro de que le encantará saludarte. Ha pensado mucho en su padre.
—Escuché que es huérfana, ¿es cierto?
—Vive conmigo. Pero ahora mismo fue a recoger leña con otros; regresará pronto.
—¿Podría ir a buscarla?
—Sí, ¡hazlo! Pero por favor, regresa aquí. Dale a mi casa el honor de acogerte durante tu estancia, la cual espero que sea larga.
—Gracias. Debo esperar aquí hasta que el cazador de focas regrese a casa porque también tengo otra tarea que cumplir, pero más tarde hablaremos de eso. ¿Qué aspecto tiene Shira?
—La reconocerás de inmediato.
Al salir de la tienda, Daniel pensó que Shira sería rubia. Una diferencia leve en la calidad de la luz diurna le indicó que ya era el ocaso. Una gran fogata ardía en medio del campamento y caminó hacia ella.
Ahora, muchos más habían salido de sus tiendas. Probablemente habían regresado a casa con leña. En un momento, Daniel se sobresaltó al creer que había encontrado a Shira. Era una chica alta con largas trenzas negras y ojos oscuros como los lagos del bosque, y ella le devolvió la mirada con verdadera curiosidad. Pero justo cuando Daniel estaba a puno de hablarle, alguien gritó un nombre extraño al que ella respondió de inmediato. Era obvio que no era Shira.
Había varios jóvenes de pie junto al fuego. Gritando y riendo, intentaban ver quién tenía el valor de acercarse más a las llamas. Daniel les sonrió y ellos le hicieron espacio, observándolo con evidente interés, intercambiando risitas entre ellos. Pero a Daniel no le molestó. Gracias a lo que Vendel le había contado, él sabía que las risas nunca eran maliciosas.
Daniel observaba el fuego cuando, de pronto, notó que alguien lo miraba. Luego, ella desapareció. No, ¡ahí estaba de nuevo!
Daniel apenas podía respirar. Vio una silueta que parecía formar parte del fuego, del cielo detrás de la hoguera, una figura que aparecía y desaparecía con el movimiento de las llamas. Ella estaba sola y quieta, de pie al otro lado de la fogata, aterradoramente cerca del fuego, contemplando las llamas rojas oscuras más cercanas al suelo. Daniel no comprendía cómo era posible que alguien estuviera tan cerca de las llamas sin quemarse. Luego, ella alzó la vista. Tenía ojos grandes y serios del mismo color que el mar...
Luego, el fuego creció de nuevo y ella desapareció, solo para reaparecer recortada contra el cielo crepuscular, ahora observando el suelo donde las ramas de abedul resplandecían ardientes. Una silueta frágil y etérea con ojos rasgados soñadores y elegancia propia de un duende. Casi irreal.
Daniel rodeó la fogata para saludarla. Ella lo esperó con una sonrisa vaga, prácticamente curiosa. Una vez más, a Daniel le impactaron los ojos cambiantes y brillantes de la chica y su frente clara y despejada. Era probable que la impresión de haber visto algo sobrenatural fuera una ilusión óptica generada por las llamas danzantes y los espejismos creados por el calor. O... ¿era real?
Daniel notó que la mezcla de sangre europea y oriental en ella fue un logro absoluto. La delicadeza y la elegancia oriental en su apariencia y en su rostro cuadrado y el color claro de sus ojos y de su piel la hacían parecer perfecta. Tenía una larga melena, como era costumbre, y de un tono difícil de determinar. Parecía adoptar el color del entorno. Si en un momento era rojo oscuro como las llamas, al siguiente era oscuro como una noche otoñal en Uppland, en casa, aunque a veces reflejaba el resplandor amarillo del sol. Sin embargo, Daniel comprendió que estaba equivocado en un aspecto: había pensado que ella sería rubia. Porque había olvidado el otro color típico de cabello entre el Pueblo del hielo: castaño. El color predominante en la cabellera de la chica. Su rostro era una peculiar mezcla de ansias de vivir y de tristeza.
Daniel permaneció quieto un instante antes de recobrar la compostura y aproximarse a ella. Ya no tenía que preguntar más. Ahora sabía que había encontrado a Shira.
Por suerte, despejó todas sus dudas. Shira no era una de los malditos. ¡Era una de los elegidos!
Capítulo dos
Aquella mañana, bien temprano, Irovar y Shira viajaban hacia el interior en su kayak. El mar de Kara estaba liso como un espejo; la oleada lenta y perezosa solo se movía en la orilla. Cada vez que sumergían los remos en el agua, un patrón similar a una serpiente aparecía en la superficie. Aparte de eso, todo estaba en calma.
—Ayer nuestro invitado se durmió rápido —dijo Shira con una sonrisa lenta—. El que quiere hablar sobre muchas cosas.
—Es lo que ocurre cuando el cuerpo ha estado tenso durante mucho tiempo —explicó Irovar—. ¿Te agrada?
Había cierta incomodidad en la mirada de la chica.
—Sí. ¿Se parece a mi padre?
—No tanto. Tu padre tenía cabellos de oro y su carácter era un poco más relajado. Pero más allá de eso, se nota que son parientes.
—Parece una persona buena y en la que se puede confiar.
—Pienso igual.
Shira vaciló de nuevo. Con su mano delicada y elegante sujetó el aparejo de pesca, que en comparación parecía rojo, sucio y áspero.
—En cierto aspecto nos parecemos. Estamos protegidos...
—¿A qué te refieres?
—No lo sé. Creo que algo protege a ese hombre. Al igual que a mí. Aunque no sé qué es. Abuelo, ¿por qué no soy igual a los demás? ¡Me gustaría saber por qué!
Irovar, que había estado escuchándola a medias, prestó atención.
—Tonterías —dijo con voz temblorosa—. ¡Por supuesto que eres como los demás!
—No, no lo soy. Mis amigas se casarán y yo seguiré dando vueltas sola. Sé que un chico y una chica pueden gustarse más, de un modo distinto al que me agradan mis amigos. Pero yo solo siento amistad; además, nadie me ama con pasión desenfrenada.
—Aún eres muy joven —susurró Irovar, intentando sonar convincente—. Ya llegará tu momento. ¡Espera y verás! —Esperaba que ella no notara la tensión en su voz. Habían llegado a su destino e Irovar intentaba actuar de modo tal que ella creyera que sonaba tenso porque acercaba la embarcación a la orilla. Shira bajó del navío de un salto.
—Creo que mi momento nunca llegará —dijo ella. Tomó el aparejo e Irovar el pescado; Shira caminaba con mucha liviandad junto a él, con pasos suaves flotantes, como si sus pies apenas tocaran el suelo—. De algún modo, siempre he sido una extraña. Cuando era pequeña, los otros niños a veces parecían temerme. Abuelo, decían que yo era inhumana. Solo porque nunca me lastimaba cuando jugábamos. Era más brusca que todos los demás para jugar, porque quería demostrarles que yo también podía hacerme daño.
—Y podías, créeme —murmuró Irovar—. ¡Nadie tuvo tantos raspones en las rodillas y los codos como tú!
—Pero nunca me hice nada grave. —Shira esbozó una sonrisa luminosa—. Pero te equivocas. No puedo hacerme daño. Como cuando salté de esa roca solo para que me aceptaran como uno de ellos. Mientras caía en el aire, vi una sombra debajo de mí que parecía esperarme. Pero cuando aterricé, desapareció.
Irovar estaba pálido.
—¿Estás loca? ¿Acaso no entiendes que esa sombra era Shama? después de todo, tienes la sangre de Taran-gai en las venas y él es tu dios de la muerte. ¡Sin duda lo sabes!
—Por supuesto —dijo ella con calma porque, al igual que todos los taran-gai, le resultaba natural pensar en aquellos seres míticos—. Demuestra que las cosas pueden salir tan mal para mí como para todos los demás. Por cierto, volvía a verla una vez más después de aquella.
Irovar la sacudió.
—¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Shira?
—Cuando caí por la borda y estuve a punto de ahogarme. Una gran sombra negra se deslizó por el agua. Era como un humano gigante. Pero luego desapareció.
Su abuelo cerró los ojos. Shira alzó la vista, sorprendida al ver el temblor tenso en la boca de Irovar.