Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En "El Signo Amarillo", un pintor y su modelo se ven envueltos en una serie de extraños sucesos relacionados con un misterioso e inquietante símbolo. A medida que descubren más cosas sobre El Rey de Amarillo, una enigmática obra que lleva a la gente a la locura, sus vidas se convierten en una espiral de paranoia y terror. La historia explora temas como el destino, la locura y lo sobrenatural mientras se enfrentan a una figura grotesca sacada de las pesadillas del artista.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 34
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
En “El Signo Amarillo”, un pintor y su modelo se ven envueltos en una serie de extraños sucesos relacionados con un misterioso e inquietante símbolo. A medida que descubren más cosas sobre El Rey de Amarillo, una enigmática obra que lleva a la gente a la locura, sus vidas se convierten en una espiral de paranoia y terror. La historia explora temas como el destino, la locura y lo sobrenatural mientras se enfrentan a una figura grotesca sacada de las pesadillas del artista.
Locura, sobrenatural, destino.
Este texto es una obra de dominio público y refleja las normas, valores y perspectivas de su época. Algunos lectores pueden encontrar partes de este contenido ofensivas o perturbadoras, dada la evolución de las normas sociales y de nuestra comprensión colectiva de las cuestiones de igualdad, derechos humanos y respeto mutuo. Pedimos a los lectores que se acerquen a este material comprendiendo la época histórica en que fue escrito, reconociendo que puede contener lenguaje, ideas o descripciones incompatibles con las normas éticas y morales actuales.
Los nombres de lenguas extranjeras se conservarán en su forma original, sin traducción.
"Que el alba roja adivine Lo que haremos Cuando esta luz azul muera Y todo termine”.
Hay tantas cosas que son imposibles de explicar. ¿Por qué ciertos acordes musicales me hacen pensar en las tonalidades marrones y doradas del follaje otoñal? ¿Por qué la misa de Sainte Cécile me hace vagar entre cavernas cuyas paredes resplandecen con masas desgarradas de plata virgen? ¿Qué había en el estruendo y el tumulto de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un tranquilo bosque bretón donde la luz del sol se filtraba a través del follaje primaveral y Sylvia se inclinaba, medio con curiosidad, medio con ternura, sobre un pequeño lagarto verde, murmurando: "¡Y pensar que esto también es un pequeño pupilo de Dios!"
La primera vez que vi al vigilante estaba de espaldas a mí. Le miré con indiferencia hasta que entró en la iglesia. No le presté más atención que a cualquier otro hombre que paseara por Washington Square aquella mañana, y cuando cerré la ventana y volví a mi estudio me había olvidado de él. A última hora de la tarde, como el día era cálido, volví a levantar la ventana y me asomé para tomar el aire. Un hombre estaba de pie en el patio de la iglesia, y volví a fijarme en él con tan poco interés como aquella mañana. Miré al otro lado de la plaza, donde sonaba la fuente, y luego, con la mente llena de vagas impresiones de árboles, caminos asfaltados y los grupos en movimiento de niñeras y veraneantes, comencé a caminar de regreso a mi caballete. Al darme la vuelta, mi lánguida mirada incluyó al hombre que estaba abajo, en el patio de la iglesia. Su rostro estaba ahora hacia mí, y con un movimiento perfectamente involuntario me incliné para verlo. En el mismo momento levantó la cabeza y me miró. Al instante pensé en un gusano de ataúd. No sabía qué era lo que me repugnaba de aquel hombre, pero la impresión de un blanco y regordete gusano de tumba era tan intensa y nauseabunda que debí de demostrarlo en mi expresión, porque él apartó su cara hinchada con un movimiento que me hizo pensar en un gusano perturbado en una castaña.
Volví a mi caballete e indiqué a la modelo que reanudara su pose. Después de trabajar un rato, me convencí de que estaba estropeando lo que había hecho lo más rápidamente posible, cogí una espátula y volví a raspar el color. Los tonos de la carne eran cetrinos y malsanos, y no entendía cómo había podido pintar un color tan enfermizo en un estudio que antes había brillado con tonos sanos.
Miré a Tessie. No había cambiado, y el claro rubor de la salud teñía su cuello y sus mejillas mientras yo fruncía el ceño.
—¿Es algo que he hecho yo? —dijo.
—No, he hecho un desastre con este brazo, y por mi vida que no puedo ver cómo llegué a pintar tal barro como ese en el lienzo —respondí.
—¿No poso bien? —insistió ella.
—Por supuesto, perfectamente.
—¿Entonces no es culpa mía?
—No. Es mía.
—Lo siento mucho —dijo.