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Los Robina han compartido una vida maravillosa durante más de sesenta años. Ahora, con ochenta y tantos, ella tiene cáncer y John sufre Alzheimer. En su afán por vivir una gran aventura, estos dos "viejos sin suerte" huyen de la supervisión de sus hijos y de sus médicos, que parecen controlar sus vidas, y se escapan de su casa a las afueras de Detroit decididos a vivir unas vacaciones prohibidas para volver a descubrirlo todo.Con Ella como atenta copiloto, John conduce su autocaravana Leisure Seeker del 78 por las carreteras olvidadas de la Ruta 66 hacia Disneylandia, en busca de un pasado que les cuesta mucho recordar.Aun así, Ella está decidida a demostrar que, en la vida, siempre se puede repetir… aunque todo el mundo te diga que no.
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Seitenzahl: 334
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El viaje de sus vidas
Título original: The Leisure Seeker
© 2009, Michael Zadoorian
© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: KARMA FILMS S.L.
ISBN: 978-84-9139-178-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
El viaje de sus vidas
Créditos
Índice
Dedicatoria
Citas
Agradecimientos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Para Norm y Rose
¿Qué es más bello,
el sol del amanecer o del atardecer?
¿La aurora o el ocaso del corazón?
¿El momento de mirar hacia lo desconocido,
cuando el día devora la oscuridad,
o aquel en que el paisaje de nuestra vida
queda atrás y los lugares conocidos
brillan ya a lo lejos, y los buenos recuerdos
se elevan como niebla y magnifican
los objetos que contemplamos, que pronto se esfumarán?
HENRY WADSWORTH LONGFELLOW
El mundo está lleno de lugares a los que quiero regresar.
FORD MADOX FORD
Toda mi gratitud, todo mi afecto y mi respeto para:
Mi esposa, Rita Simmons, que me ayudó a lo largo de todo el proceso, que me da fuerza y sabiduría, que consigue que todo esto siga siendo divertido.
Mi hermana, Susan Summerlee, por su amor y su apoyo en los momentos difíciles.
Todos mis amigos de Detroit que leyeron, ayudaron, alentaron y escucharon muchos lamentos: Tim Teegarden, Keith McLenon, Jim Dudley, el hermano Andrew Brown, Nick Marine (risa pomposa), Donna McGuire, Eric Weltner, Holly Sorscher, Jim Potter, Russ Taylor, Jeff Edwards, Dave Michalak y Luis Resto.
Lynn Peril y Roz Lessing por ayudarme a no perder la cabeza. Dave Spala por animarme y no hacerme caso. Cindy, Bill y Laura por sus consejos maternales. DeAnn Ervin por querer ayudar siempre. Tony Park por sus intrigas literarias extranjeras. John Roe por unas fotos fantásticas pese a la responsabilidad evidente. Randy Samuels por sus dosis de realidad. Michael Lloyd, Barry Burdiak y Mark Mueller por preocuparse siempre de la mater familias.
Mi maravillosa y talentosa agente, Sally van Haitsma, y el recuerdo de su padre, Ken van Haitsma. Mi editora, Jennifer Pooley, que con su entusiasmo infatigable y devoción por este libro, y sus signos de exclamación, fue un bálsamo muy necesario para el espíritu de este escritor. Mi amigo y maestro, Christopher Leland, un hombre que nunca deja de ayudar a sus alumnos.
Sobre todo, a la memoria de mi madre y de mi padre, Rose Mary y Norman Zadoorian. Sus vidas siguen siendo una inspiración para mí.
Gracias finalmente a la Ruta 66, a la gente y a sus lugares, reales o imaginados.
La carretera no acaba nunca.
Somos turistas.
Lo he asumido hace poco. Mi marido y yo nunca hemos sido de los que viajan para abrir su mente. Viajábamos por diversión; a Weeki Wachee, a Gatlinburg, al South of the Border, al lago George, a Rock City, a Wall Drug. Hemos visto cerdos y caballos nadadores, un palacio ruso cubierto de maíz, niñas bajo el agua bebiendo una botella de Pepsi, el puente de Londres en mitad del desierto, una cacatúa en bicicleta por la cuerda floja.
Supongo que siempre lo supimos.
Este, nuestro último viaje, se planeó en el último momento; el lujo de los jubilados. Es un viaje que me alegra haber decidido hacer, aunque todos (médicos, hijos) nos prohibieran ir.
—Te desaconsejo encarecidamente cualquier tipo de viaje, Ella —me dijo el doctor Tomaszewski, uno de los cientos de médicos que me atienden en la actualidad, cuando le insinué que mi marido y yo quizá nos fuéramos de viaje. Cuando le mencioné de pasada a mi hija la idea de una escapada de fin de semana, utilizó un tono que uno normalmente usaría con un cachorro desobediente («¡No!»).
Pero John y yo necesitábamos unas vacaciones, más que nunca. Además, los médicos solo quieren que me quede aquí para poder hacerme pruebas, pincharme con esos instrumentos fríos y buscar manchas dentro de mí. Ya han tenido bastante. Y, aunque a los chicos solo les preocupa nuestro bienestar, en realidad no es asunto suyo. Un poder notarial no significa que puedan dirigir nuestras vidas.
Vosotros mismos os preguntaréis: ¿es la mejor idea? Dos viejos sin suerte, una con más problemas de salud que un país del tercer mundo y el otro tan senil que ni siquiera sabe en qué día vive, que deciden hacer un viaje para recorrer el país.
No seáis estúpidos. Claro que no es buena idea.
En una ocasión el señor Ambrose Bierce, cuyas espeluznantes historias me encantaban de pequeña, decidió que, al llegar a los setenta, se iría a México. Escribió: «Claro, es posible, incluso probable, que no regrese nunca. Son países extraños en los que suceden cosas». También escribió: «Es mejor que la vejez, la enfermedad o caerse por las escaleras del sótano». Familiarizada como estoy con esas tres cosas, le doy toda la razón al viejo Ambrose.
En resumen, no teníamos nada que perder. Así que decidí ponerme en marcha. Nuestra pequeña autocaravana, la Leisure Seeker, estaba lista y a punto. La hemos tenido así desde que nos jubilamos. De modo que, tras asegurarles a mis hijos que no pensábamos irnos de vacaciones, secuestré a John, mi marido, y nos largamos camino de Disneylandia. Ahí es donde llevábamos a los niños, así que nos gusta más que el otro. Al fin y al cabo, llegados a este punto de nuestras vidas, somos más niños que nunca. Sobre todo John.
Desde la zona de Detroit, donde hemos vivido toda la vida, vamos hacia el oeste atravesando el estado. Hasta ahora es un viaje precioso, tranquilo, sin incidentes. El flujo de aire de mi conducto de ventilación genera un silbido de ruido blanco mientras los kilómetros van alejándonos de nuestra antigua vida. La mente se despeja, los dolores disminuyen, las preocupaciones se evaporan, al menos durante unas horas. John no habla en absoluto, pero parece muy satisfecho conduciendo. Hoy tiene uno de sus días silenciosos.
Después de unas tres horas, nos paramos a pasar nuestra primera noche en un pueblecito de vacaciones que se autodenomina «colonia de artistas». Al entrar en el pueblo en sí, se ve entre los árboles una paleta de pintor del tamaño de una piscina para niños, y cada mancha de pintura está adornada con una bombilla eléctrica de color que ilumina su tonalidad correspondiente. Junto a la paleta, un cartel:
SAUGATUCK
Aquí es donde pasamos nuestra luna de miel hace casi sesenta años (la pensión de la señora Miller, que quedó reducida a cenizas hace mucho tiempo). Tomamos el autobús de Greyhound. Esa fue nuestra luna de miel: llevar al perro al oeste de Míchigan. Era lo único que podíamos permitirnos, pero a nosotros nos pareció emocionante. (Es la ventaja de entretenerte con facilidad).
Tras registrarnos y dejar la caravana en el camping, damos un paseo, hasta donde yo puedo, para disfrutar lo que queda de la tarde. Me alegra mucho haber vuelto con mi marido tantos años después. Han pasado al menos treinta años desde la última vez. Me sorprende descubrir que el pueblo no ha cambiado gran cosa; hay muchas pastelerías, galerías de arte, puestos de helados y tiendas antiguas. El parque está donde recordaba. Muchos de los edificios originales siguen en pie y en buen estado. Me asombra que los padres del pueblo no sintieran la necesidad de derribarlo todo y volver a levantarlo. Deben de comprender que, cuando la gente está de vacaciones, solo quiere regresar al lugar que le resulta familiar, que sigue resultándole propio, aunque sea por un breve espacio de tiempo.
John y yo nos sentamos en un banco de Main Street donde el aire otoñal huele a chocolate caliente. Contemplamos a las familias pasar, con sus pantalones cortos y sudaderas, comiendo helados, charlando, riéndose con voz grave y lánguida, como se ríe la gente cuando está de vacaciones.
—Qué agradable —dice John. Es lo primero que dice desde que hemos llegado—. ¿Estamos en casa?
—No, pero es agradable —digo yo.
John siempre anda preguntando si estamos en casa. Sobre todo a lo largo del último año, cuando empezó a empeorar. Los problemas de memoria comenzaron hace unos cuatro años, aunque antes ya podían apreciarse algunas señales. Lo suyo ha sido un proceso gradual. (Mis problemas son mucho más recientes). Me han dicho que tenemos suerte, pero a mí no me lo parece. En su mente, primero se borraron lentamente las esquinas de la pizarra, después los bordes, y los bordes de los bordes, creando un círculo cada vez más y más pequeño, antes de desaparecer por completo. Lo único que queda son recuerdos sueltos y borrosos aquí y allá, lugares donde el borrador no logró hacer su trabajo por completo, reminiscencias que oigo una y otra vez. De vez en cuando, tiene la lucidez suficiente para darse cuenta de que se ha olvidado de casi toda nuestra vida en común, pero esos momentos suceden cada vez con menor frecuencia. Me alegra a veces, cuando se enfada por sus olvidos, porque eso significa que sigue aquí, conmigo. Pero la mayor parte del tiempo no es así. No importa. Yo soy la que guarda los recuerdos.
Durante la noche, John duerme sorprendentemente bien, pero yo apenas cierro los ojos. En lugar de eso, me quedo levantada leyendo o viendo algún programa absurdo de madrugada en nuestra pequeña televisión a pilas. Mi única compañía es la peluca, que descansa sobre su soporte de poliestireno. A ambas nos rodea el destello azulado mientras escuchamos a Jay Leno bajo los ronquidos de John y sus vegetaciones. No importa. De todas formas no puedo dormir más de un par de horas seguidas y no suele afectarme. Últimamente dormir me parece un lujo que no puedo permitirme.
John ha dejado la cartera, las monedas y las llaves sobre la mesa, como hace en casa. Agarro su gruesa billetera de cuero, oscurecida por el sudor, y la abro. Desprende un olor musgoso y hace un ruido pegajoso mientras examino su interior. La cartera está hecha un desastre, como imagino que está su mente, con todo mezclado y unas cosas pegadas con otras, enredadas, como he visto en los folletos de las consultas. Allí encuentro trozos de papel con garabatos ilegibles, tarjetas de visita de gente que hace mucho que murió, una llave extra de un coche que se vendió hace años, tarjetas caducadas de seguros de salud junto a otras nuevas. Seguro que no la ha limpiado en diez años. No sé cómo consigue sentarse encima. No me extraña que siempre le duela la espalda.
Meto los dedos en uno de los compartimentos y encuentro un trozo de papel doblado en dos. Al contrario que el resto de los objetos, no parece llevar allí una eternidad. Lo desdoblo y veo que es una fotografía arrancada de alguna parte. A primera vista, parece una foto de familia; hay un grupo de gente frente a un edificio, pero ninguna de las personas que aparecen en la imagen me resulta familiar. Cuando desdoblo el borde inferior, veo el pie de foto:
¡DE SUS AMIGOS DE PUBLISHERS CLEARING HOUSE!
Debería explicar que recibimos una grandísima cantidad de correo de esa empresa. En algún punto, al comienzo de su enfermedad, John se obsesionó con la empresa Publishers Clearing House. Siempre participaba en sus sorteos y nos suscribía por accidente a revistas que no necesitábamos: Teen People, Off-Roader, Modern Ferret. Al poco tiempo, esos cabrones nos enviaban tres cartas a la semana. Después cada vez le resultaba más y más difícil a John entender las instrucciones de inscripción, de manera que las cartas, abiertas y a medio leer, comenzaron a amontonarse.
Tardo un rato, pero al fin entiendo por qué John guarda esa foto en su cartera. ¡Cree que es una foto de su propia familia! Empiezo a reírme. Me río con tanta fuerza que temo despertarle. Me río hasta que se me saltan las lágrimas. Entonces rompo la fotografía en mil pedazos.
Salimos temprano para atravesar Indiana, con su tiempo plomizo, en dirección a Chicago, donde tomaremos la Ruta 66 en su punto de inicio oficial. Normalmente no nos acercaríamos a una gran ciudad. Son lugares peligrosos si eres viejo. Simplemente no puedes seguir el ritmo y acabarás hecho puré en el pavimento. (Recordadlo). Pero es domingo por la mañana y hay poco tráfico. Aun así, nos adelantan continuamente tráileres que van a ciento veinte, ciento treinta kilómetros por hora, incluso más deprisa. Aun así John se muestra firme.
Aunque se le está yendo la cabeza, sigue siendo un conductor excelente. Pienso en Dustin Hoffman en esa película llamada Rain Man. Quizá sea por todos nuestros viajes en coche en el pasado, o por el hecho de que lleva conduciendo desde que tenía trece años, pero no creo que se le olvide nunca cómo hacerlo. El caso es que, cuando te acostumbras al ritmo de un viaje de largo recorrido, todo es cuestión de dar indicaciones (ese es mi trabajo; soy la dueña de los mapas), evitar las salidas inesperadas y mantenerse alerta ante el peligro que se avecina a toda velocidad por el espejo retrovisor.
Sin previo aviso, el aire se vuelve gris y pesado. A lo lejos brillan las fundiciones y las fábricas, envueltas en la niebla.
John frunce el ceño, se vuelve hacia mí y dice:
—¿Te has tirado un pedo?
—No —digo yo—. Estamos atravesando Gary.
A las afueras de Chicago, la autopista Dan Ryan no lleva mucho tráfico, pero todos conducen demasiado deprisa. John intenta mantenerse en el carril derecho, pero no paran de poner y quitar carriles. Ahora me arrepiento de no haber tomado la Ruta 66 a la altura de Joliet, como tenía planeado en un inicio. Es que una parte de mí necesitaba hacer este viaje desde el comienzo hasta el mismísimo final.
Extraoficialmente, la Ruta 66 comienza en el lago Míchigan, en Jackson Drive con Lake Shore Drive, que nosotros localizamos sin mucho problema. Es más difícil encontrar el punto de partida oficial de la Ruta 66, en Adams Street con Míchigan Avenue. Cuando al fin vemos el cartel, le pido a John que se detenga en el arcén. Jamás podríamos hacer esto en un día laborable, pero hoy la calle está desierta.
COMIENZO DE LA HISTÓRICA
RUTA 66, ILLINOIS, EE. UU.
Me asomo por la ventanilla para verlo mejor, pero no me bajo de la caravana. Mi peluca no aguantaría el viento. Saldría volando por Adams Street como una planta rodadora en cuestión de segundos.
—Es aquí —le digo a John.
—Sí, señor —responde con gran entusiasmo. No sé si entiende lo que estamos haciendo.
Seguimos por Adams Street. Conducimos entre edificios tan altos que la luz del sol no nos llega. Este crepúsculo de rascacielos me hace sentir extrañamente a salvo. Cuando llegamos a Ogden Avenue, empiezo a ver carteles de la Ruta 66.
En Berwyn hay pancartas de la Ruta 66 colgadas de las farolas. Veo un lugar llamado Inmobiliaria Ruta 66. Cuando llegamos a Cicero, el antiguo territorio de Al Capone, parece que todos están despertándose. La gente conduce, pero sin prisa, se toman su tiempo para disfrutar la mañana del domingo.
Me doy cuenta de que si John y yo queremos sobrevivir a este viaje, debemos comportarnos del mismo modo. Sin prisas, sin presión, sin superautopistas de cuatro carriles, a poder ser. Ya tuvimos demasiadas vacaciones así con los niños. Dos días para llegar a Florida, tres para California; «Solo tenemos dos semanas. Deprisa, deprisa, deprisa». Ahora tenemos todo el tiempo del mundo. Salvo que yo me caigo a pedazos y John apenas se acuerda de su nombre. Pero no pasa nada. Yo me acuerdo. Entre los dos formamos una persona completa.
Junto a la carretera, dos niños pequeños recién salidos de la iglesia nos saludan con la mano. John toca el claxon. Yo levanto la mano y saludo girando la muñeca como si fuera la reina Isabel.
Pasamos frente a la estatua de un enorme pollo blanco.
¿Sabíais que hay partes de la Ruta 66 que están enterradas bajo la autopista? Es cierto. Los muy cabrones desalmados pavimentaron justo encima. Por eso hoy en día la Ruta 66 es una carretera muerta, fuera de servicio, con los emblemas arrancados de los arcenes como soldados deshonrados.
Cuando llegamos a uno de esos tramos de autopista, John acelera de manera natural, un instinto de cualquier chico de Detroit.
—¡No corras, John! —le digo, y me siento más libre de lo que me he sentido en años.
Desde nuestro punto de observación elevado en la Leisure Seeker, la enterrada Ruta 66 vuela bajo nuestros pies. De pronto me entra sueño, bajo la ventanilla un poco y dejo entrar el aire caliente, que hace un sonido parecido al de una sábana recién lavada. Quiero sentir el viento en la cara. En la guantera, encuentro un pañuelo de plástico doblado, obsequio de una tintorería de nuestro antiguo vecindario en Detroit. Me pongo el pañuelo sobre la peluca, me lo ato por debajo de la barbilla y bajo del todo la ventanilla. El pañuelo ondea violentamente como si fuese a salir volando de mi cabeza, con peluca incluida. Vuelvo a subir la ventanilla casi por completo.
Está bien entrada la mañana y el clima es perfecto. Hace un día radiante de septiembre, con un sol amarillo vivo, como los que se ven pintados en la esquina superior del dibujo de un niño. Aun así yo detecto el aliento del otoño en el aire, seco y almizcleño. Es el típico día de otoño que antes me hacía sentir que cualquier cosa era posible. Recuerdo un viaje por carretera hace años, cuando los niños aún vivían con nosotros, atravesando las llanuras de Misuri un día como este y sintiendo por un momento que la vida podría continuar indefinidamente, que jamás terminaría.
Es curioso lo que puede hacerte creer un rayo de sol.
Últimamente el otoño ya no es mi estación favorita. Las hojas secas no me resultan tan atractivas como antes. No me imagino por qué.
La autopista termina y volvemos a estar en la Ruta 66. Lo sé por un enorme astronauta con traje verde que hay de pie junto a la carretera.
—¡Mira, John! —digo mientras nos aproximamos a ese coloso esmeralda que tiene la gigantesca cabeza metida en un casco como una pecera.
—Qué cosas —comenta John sin apenas desviar los ojos de la carretera. No podría importarle menos.
Cuando dejamos atrás la cafetería Launching Pad Drive-In, vuelven a entrarme ganas de bajar la ventanilla del todo. Entonces me doy cuenta de que si quiero sentir el viento y el sol en la cara, no hay razón para no hacerlo. Me quito el pañuelo, después me desabrocho el casco de fibra sintética (el tono oscuro Eva Gabor Milady II; un 75 % blanco y un 25 % negro) que llevo agarrado precariamente al poco pelo fuerte que me queda. Meto la mano debajo, tiro hacia atrás y después hacia arriba y dejo al descubierto mi cabeza.
Bajo la ventanilla y tiro la maldita peluca, que rebota por la cuneta como un animal recién atropellado. Qué alivio. No recuerdo la última vez que mi cuero cabelludo vio la luz del sol. El poco pelo que me queda es muy fino y delicado, como los primeros mechones de un recién nacido. Con este viento tan delicioso, los cabellos más largos se revuelven sobre mi cabeza, como un triste turbante, pero hoy no me importa. Recuerdo que me molestó mucho cuando empecé a perder pelo después de la menopausia. Me avergonzaba, como si hubiera hecho algo malo, me daba miedo lo que pudiera pensar la gente. Nos pasamos la vida preocupados por lo que pensarán los demás cuando, en realidad, la gente no suele pensar. Las pocas ocasiones en que lo hace, suele ser algo malo, es cierto, pero al menos puede admirarse el hecho de que hagan el esfuerzo de pensar.
Miro hacia atrás para contemplar el soporte de poliestireno donde ponía mi peluca. La cabeza sigue pegada a la encimera, pero ahora me mira como si me juzgara. «¿Qué diablos acabas de hacer?», parece preguntar. No me miro en el espejo. Sé que debo de parecer una moribunda. No me importa. Ya me siento más ligera.
Más adelante distingo un edificio que me resulta familiar. Estructura baja y alargada, con un tejado triangular turquesa y blanqueado por décadas de sol. Junto al edificio hay un caballo desgastado y un carruaje. Por fin, veo el cartel.
STUCKEY’S
Cuando íbamos de vacaciones con los niños, Kevin y Cindy, solíamos parar en estos lugares, con sus barritas de nueces pecanas y su café acre. A veces los carteles comenzaban a aparecer ciento cincuenta kilómetros antes. Había uno cada quince o veinticinco kilómetros. Los niños se emocionaban y querían parar, pero John les decía que no, que teníamos que adelantar camino. Ellos rogaban y, al final, cuando ya nos quedaban ochocientos metros, él cedía. Los niños gritaban de alegría y John y yo nos mirábamos y sonreíamos como unos padres que sabían cómo malcriar a sus hijos lo justo.
Nos adelanta un tráiler con su rugido ensordecedor. A los pocos segundos todo queda en silencio, salvo por el viento.
—Hace años que no voy a uno de esos —digo—. ¿Te acuerdas de Stuckey’s, John?
—Sí, claro —responde con un tono que casi me hace creerle.
—Venga —le digo—. Entremos. De todos modos necesitamos gasolina.
John asiente y detiene la caravana junto a los surtidores. En cuanto me bajo se nos acerca un hombre vestido con camisa deportiva color beis y pantalones de color cobre.
—Ya no tenemos gasolina, pero más adelante hay una BP —dice con voz áspera, pero no desagradable. Se echa hacia atrás con el pulgar la gorra blanca que lleva en la cabeza.
—No pasa nada —le digo yo—. En realidad solo queríamos una barrita de nueces pecanas.
Él niega con la cabeza.
—Tampoco tenemos de eso. Hemos cerrado el negocio.
—Oh, lo siento —digo yo agarrándome al reposabrazos—. Nos gustaba venir a Stuckey’s. Veníamos con nuestros hijos.
Él se encoge de hombros con aire triste.
—A todo el mundo le gustaba.
Se aleja y yo vuelvo a subirme a la caravana con gran esfuerzo. Para cuando me abrocho el cinturón y estoy a punto de decirle a John que arranque, el hombre reaparece junto a mi puerta.
—He encontrado una —dice mientras me entrega una barrita de nueces.
Desaparece antes de que pueda darle las gracias.
Descubro ahora que la Ruta 66 ya estaba empezando a decaer cuando viajábamos por ella en los años sesenta. Gran parte de la antigua carretera está ya cerrada, enterrada o ha sido derruida y reemplazada por las autopistas 55, 44 y 40. En algunos lugares, el hormigón rosado de Portland original está tan decrépito que no se puede transitar. Y aun así hay mapas y libros disponibles que te muestran la antigua ruta, indicaciones paso a paso y guías para los aparcamientos de caravanas. Es cierto. Lo descubrí buscando en la red en la biblioteca. Resulta que la gente no quería renunciar a la vieja carretera, que muchos de los niños que nacieron después de la guerra, que la recorrían con sus padres, quieren volver a hacerlo. Al parecer, todo lo viejo vuelve a ser nuevo.
Salvo nosotros.
—Tengo hambre —anuncia John—. Vamos a un McDonald’s.
—Siempre quieres ir a McDonald’s —le digo yo, y le pincho el brazo con la barrita de nueces—. Toma. Cómete esto.
Él la mira con desconfianza.
—Quiero una hamburguesa.
Yo guardo la barrita en la bolsa de la comida.
—Te compraremos una hamburguesa en otro lugar, para variar.
A John le encanta McDonald’s. A mí no me entusiasma, pero él podría comer allí todos los días. Lo hizo durante un tiempo. McDonald’s era donde pasaba el rato durante unos años después de jubilarse. Todos los días, de lunes a viernes, en torno a media mañana. Pasado un tiempo, empecé a preguntarme qué tendría de especial, así que fui con él. No eran más que un puñado de viejos sentados a la barra, dándole a la húmeda y bebiendo café con descuento para jubilados, leyendo el periódico y quejándose de cómo iba el mundo. Entonces les rellenaban la taza gratis y empezaban otra vez cuando llegaban nuevos viejos. Yo estaba deseando marcharme de allí. No volví a acompañarle, que creo que era lo que él deseaba. Francamente, creo que John necesitaba algún lugar al que ir para alejarse de mí cuando se jubiló. A decir verdad, a mí me alegraba quitármelo de encima de vez en cuando.
Sin embargo, cuando nos acostumbramos al ritmo de la jubilación, nos lo pasamos bien. Por entonces ambos estábamos en buena forma, así que hacíamos muchas cosas. Cuando John regresaba del McDonald’s, nos ocupábamos de la casa, hacíamos recados, íbamos a ver las ofertas de los supermercados, al cine, cenábamos temprano. Echábamos gasolina a la Leisure Seeker y nos íbamos a pasar el fin de semana con amigos, o al centro comercial de Birch Run. Fue un periodo muy bueno, pero no duró mucho. Pronto empezamos a pasar los días yendo de una consulta a otra, las semanas preocupados por los resultados de las pruebas y los meses recuperándonos de los tratamientos. Pasado un tiempo, mantenernos con vida se había convertido en un trabajo a jornada completa. No es de extrañar que necesitáramos unas vacaciones.
Logramos evitar el McDonald’s el tiempo suficiente para parar a comer en un sitio a las afueras de Normal, Illinois. Yo saco mi bastón de cuatro pies y me bajo de la caravana. John, que sigue lleno de energía, ya se ha bajado y está a mi lado para ayudarme.
—Ya te tengo —me dice.
—Gracias, cariño.
Entre los dos nos apañamos bien.
Dentro, el restaurante pretende recrear la atmósfera de los años cincuenta, pero yo no recuerdo así esa década. En algún momento la gente se convenció de que en los años cincuenta todo eran bailes, faldas de capa, rock and roll, coches Ford Thunderbird de color rojo, James Dean, Marilyn Monroe y Elvis. Es curioso que una década entera quede reducida a unas pocas imágenes aparentemente aleatorias. Para mí, la década de los cincuenta se resumió en pañales, ruedines, abortos e intentar dar de comer a tres personas con cuarenta y siete dólares a la semana.
John y yo nos sentamos a una mesa y aparece una chica vestida como la camarera de un restaurante para coches. (¿Por qué viste así? Estamos en un lugar cerrado, por el amor de Dios). Lleva el pelo largo y teñido de rubio, los labios muy pintados y los ojos como una muñeca.
—Bienvenidos al Diner de la Ruta 66 —nos dice con voz aterciopelada—. Soy Chantal. Seré su camarera.
Yo no sé qué decir a eso, así que digo cualquier cosa.
—Hola, Chantal. Yo soy Ella y este es mi marido, John. Supongo que seremos tus clientes.
—Quiero una hamburguesa —dice John de forma abrupta. Ha perdido algunas habilidades sociales junto con la memoria.
Yo intento quitarle importancia con una carcajada.
—Tomaremos hamburguesas normales y café —le digo a la chica.
Chantal parece decepcionada. Quizá trabaje a comisión.
—¿No quieren unas patatas fritas? ¿O un batido Pelvis?
—¿Qué es eso?
—Un batido de chocolate —me dice asintiendo con la cabeza—. Está muy bueno.
—De acuerdo. Conmigo no te hace falta insistir mucho.
—Un batido Pelvis, marchando —dice, satisfecha de haber hecho una venta.
Cuando nuestra amiga Chantal se marcha, yo me excuso para hacer una llamada.
—Mamá, ¿dónde coño estáis? —grita mi hija a través del teléfono, allí, en mitad del vestíbulo de la cafetería.
Yo miro a mi alrededor, casi avergonzada por tener que escucharla. No sé de dónde ha sacado esa boca, pero no ha sido de mí, eso seguro.
—Cindy, cariño, no hables así. Tu padre y yo estamos bien. Solo nos hemos ido a hacer un viajecito.
—No puedo creer que lo hayáis hecho. Lo hablamos entre todos y decidimos que papá y tú no podíais hacer ningún tipo de viaje.
Oigo su voz exasperada. No me gusta que Cindy se altere. Últimamente ha tenido problemas con la tensión y lo último que necesita es ponerse nerviosa.
—Cindy, cálmate. Tu padre y yo no decidimos nada. Fuisteis los médicos, Kevin y tú los que decidisteis por nosotros. Luego papá y yo decidimos que debíamos marcharnos de todos modos.
—Mamá, estás enferma.
—La enfermedad es algo relativo, cielo. Yo estoy más que enferma.
—No puedo creer que estéis haciendo esto —me dice indignada—. No puedes dejar de ir al médico sin más.
Miro a mi alrededor para asegurarme de que no haya nadie escuchando. Bajo la voz.
—Cynthia, no pienso dejar que sigan con sus tratamientos.
—Solo quieren intentar que mejores.
—¿Cómo? ¿Matándome? Prefiero irme de vacaciones con tu padre.
—¡Maldita sea, mamá!
—No me gusta que me griten, jovencita.
Se produce una pausa mientras Cindy se concede un tiempo muerto. Solía hacer eso cuando se sentía frustrada con sus hijos, ahora lo hace con John y conmigo.
—Madre —me dice, recompuesta de nuevo—, sabes que papá no debería conducir en su estado.
—Tu padre todavía conduce bien. No iría con él si no lo pensara.
—¿Y si tenéis un accidente por su culpa? ¿Y si hiere a alguien?
Yo sé que tiene razón, pero conozco a John.
—No va a hacer daño a nadie. Si dejan que los chicos de dieciséis años conduzcan como locos, entonces tu padre, que tiene un registro de conducción excelente, debería poder hacer lo mismo.
—Dios, madre —dice alzando la voz y señalando que se ha rendido—. ¿Dónde estáis?
—Eso no importa. Hemos parado a comer.
—¿Dónde vais?
No me gusta que mi hija me someta a un interrogatorio. Ni siquiera sé si debo decírselo, pero lo hago de todos modos.
—Vamos a Disneylandia.
—¿A Disneylandia? ¿En California? No estarás hablando en serio. —Es entonces cuando me doy cuenta de que mi hija sigue teniendo esa vena dramática que desarrolló cuando era una adolescente arrogante.
—Claro que hablo en serio. —Creo que estoy a punto de poner fin a esta conversación. ¿Quién sabe? Podrían estar localizando la llamada, como hacen en la tele.
—Oh, Dios. No puedo creérmelo. ¿Llevas al menos el teléfono móvil que te compramos?
—Sí, pero no me gusta ese chisme, cariño. Aun así lo llevo para casos de emergencia.
—¿Podrías al menos encenderlo? —me dice suplicante—. Para poder ponerme en contacto con vosotros.
—Me parece que no. No te preocupes tanto. Tu padre y yo estaremos bien. Son solo unas vacaciones.
—Mamá…
—Te quiero, cariño. —Es hora de colgar, así que lo hago. No le pasará nada, pero está loca si piensa que voy a encender ese teléfono móvil. Ya tengo suficiente cáncer, gracias.
Cuando regreso a la mesa, John y yo nos comemos nuestras hamburguesas Ruta 66. Mi batido Pelvis de chocolate no está nada mal.
De vuelta en la carretera, el cansancio me invade sin previo aviso. Quiero decirle a John que lo dejemos por hoy, pero solo llevamos cuatro horas de viaje. Trato de ignorarlo. Después de la conversación con Cindy, quiero que nos distanciemos más de casa. Ayer me daba miedo marcharme por razones evidentes, pero, ahora que nos hemos ido, quiero que nos vayamos de verdad.
John se vuelve hacia mí con cara de preocupación.
—¿Está usted bien, señorita?
—Sí, lo estoy, John. —Tiene uno de esos momentos en los que sabe que soy alguien a quien aprecia, pero no está seguro de quién soy.
—John, ¿sabes quién soy?
—Claro que sí.
—Entonces, ¿quién soy?
—Venga, déjalo ya.
Le pongo la mano en el brazo.
—John, dime quién soy.
Se queda mirando la carretera, con cara de fastidio y preocupación.
—Eres mi esposa.
—Bien. ¿Y cómo me llamo?
—Por el amor de Dios —dice, pero está pensando—. Ella —responde pasados unos segundos.
—Eso es.
Me sonríe. Le pongo la mano en la rodilla y aprieto con cariño.
—No apartes la vista de la carretera —le digo.
Yo no sé las cosas que recuerda y las que no. Sí que sabe quién soy casi siempre, pero, claro, llevamos juntos tantos años que, aunque vaya retrocediendo en el tiempo poco a poco, olvidándolo todo a su paso, yo sigo allí con él. Me pregunto si los ojos se verán afectados igual que la mente. De ser así, pongamos por caso el año 1973. ¿A sus ojos tendré el mismo aspecto de entonces? Y, si no es así (que es lo más probable), ¿cómo sabe quién soy? ¿Eso tiene sentido?
La Ruta 66 es la vía de servicio de la I-55 durante este tramo. A la izquierda, paralelos a la autopista, postes de teléfono ennegrecidos por los años y coronados por aislantes de cristal verde azulado (de esos que a veces se ven en las tiendas de antigüedades). Algunos de los postes están rotos y astillados, tirados o inclinados en algunas zonas. Las líneas han sido cortadas y están colgando; sin embargo, algunas aún conservan los cables y nos conectan a la carretera como un viejo tranvía, como si estuviéramos atados al aire.
Al otro lado, la autopista y las vías del tren que seguirán paralelas a la carretera durante gran parte del camino hasta California. Entre nuestra carretera y la autopista, veo algunos tramos bloqueados de lo que debía de ser un antiguo segmento de la 66, un estrecho sendero rosado por el que no parece que pudiera circular ni un coche. La naturaleza va tragándoselo lentamente. La vegetación crece en los bordes, estrechando el camino como una arteria. Las malas hierbas crecen en las grietas cada dos metros, donde se juntan los bloques de hormigón. Dentro de unos pocos años ya ni siquiera podrá verse esa vieja autopista.
Cuando no vamos por la vía de servicio, atravesamos pequeños pueblos. Cuando la gente dejó de usar la Ruta 66, ya nadie paraba a gastarse dinero en esos lugares, así que languidecieron. En un pueblo llamado Atlanta pasamos frente a otro gigante de fibra de vidrio (como los describen en mi guía). En esta ocasión se trata de Paul Bunyan sujetando una salchicha gigante.
—Mira eso —dice John. Es la primera figura en la que muestra interés.
—Acaban de trasladarlo desde Chicago.
—¿Para qué? —pregunta.
Contemplo la calle y lo veo todo tapiado, sin vida.
—Esa, querido, es la pregunta del millón de dólares.
Paramos la caravana y bajamos las ventanillas para observar los pronunciados antebrazos del gigante. Según mi guía, en un principio sujetaba un silenciador, así que ahora la salchicha descansa sobre la parte superior de la mano izquierda, que está doblada hacia abajo. Parece Bob Dole con un perrito caliente gigantesco. Me da pena imaginar a toda esa gente que deposita sus esperanzas en este muñeco para devolver la vida a su pequeño pueblo fantasma.
A las afueras de Springfield nos detenemos a pasar la noche. El aparcamiento no es tanto un camping como un pueblo de caravanas, con algunas parcelas extra que alquilan a la gente con autocaravanas. Básicamente es como acampar en mitad de un vecindario cutre. Pero estábamos cansados y había plazas libres.
Nos instalamos, nos conectamos al suministro eléctrico y del agua. (Entre lo que John recuerda y lo que recuerdo yo que él me ha enseñado, logramos conectar los diversos enchufes). Tomamos unos sándwiches con nuestras medicinas y después John se acuesta para dormir un poco. Yo le dejo dormir porque me apetece sentarme sola a la mesa de pícnic.
Nuestros vecinos de la parcela de al lado vuelven a casa. Primero aparece el hombre de la casa en un viejo coche con el maletero y el techo cubiertos de óxido, como un mapa corroído del mundo. Cuando le saludo con la mano, se queda mirándome y entra en su caravana. Minutos más tarde aparece la mujer a pie. Todavía lleva puesto el uniforme de Wal-Mart, está muy bronceada y muy delgada; tiene el tipo de aspecto acecinado que asocio a los fumadores de dos paquetes diarios o a la gente que participa en carreras de larga distancia. Cuando la saludo, se me acerca.
—¡Hola, vecina!
Yo le sonrío.
—Me temo que solo por esta noche.
—Yo soy Sandy —me dice tendiéndome la mano.
—Ella —le digo yo mientras se la estrecho.
Se enciende un cigarrillo y entonces se lanza a hablar.
—Dios, menudo día. He tenido al supervisor encima desde que he fichado hasta que me he marchado. Ha ido a buscarme mientras comía, ¡lo juro! Yo estaba allí sentada, sin meterme con nadie, comiéndome mi filete Salisbury, y aparece y empieza a tocarme las narices con el inventario que tenemos que hacer. ¡Me grita durante la comida! ¿Te lo puedes creer? Yo me he quedado ahí, metiéndome comida en la boca delante de él. Y no la he cerrado tampoco. La he dejado bien abierta mientras masticaba. Incluso he dejado que se me cayera un poco de la boca al plato. Él ni siquiera se ha dado cuenta. He pensado: «Joder, estoy en la hora de la comida y voy a comer le guste o no».
Sigue así durante un tiempo. Fumando y hablando. Hablando y fumando. Enciende uno detrás de otro. Al principio siento pena por ella, porque tenga la necesidad de desahogarse con desconocidos, pero, pasados veinte minutos, me daba miedo pasarme allí toda la noche. Pobrecilla, sé que solo quería hablar, que alguien le prestara atención, que se percatara de su existencia. No entendía que daba igual que yo me percatara o no de su existencia, porque al día siguiente me habría marchado. Quienes tienen que ser conscientes de tu existencia son las personas que te importan.
—Mi primer marido me pegó gonorrea por nuestro cuarto aniversario. Ese sí que era un hijo de puta. Me agotó con sus gilipolleces…
En ese momento sale su marido y, sin decir palabra, la agarra del brazo y empieza a arrastrarla hacia su caravana.
—¡Ay, Donald! ¿Qué haces?
Él no ha dicho nada, pero ella ha seguido hablando y fumando mientras la arrastraba. Después de que se cerrara la puerta, yo seguía oyéndola.
El anochecer avanza como una criatura tímida. Las luces se encienden por el pueblo de caravanas. El aire se vuelve más frío. Yo agarro una de las viejas chaquetas de John y me la echo sobre los hombros. En uno de los compartimentos encuentro un viejo gorro de lana de color gris y me lo pongo en la cabeza, porque la tengo helada al no estar acostumbrada a no llevar la peluca. El frío y el olor almizcleño de la chaqueta de John me hacen pensar en una noche después de casarnos, en el invierno de 1950. Vivíamos en la Calle 12, junto a West Grand Boulevard. Había estado lloviendo toda la noche a medida que bajaba la temperatura. En torno a medianoche, dejó de llover y John y yo, por alguna razón, decidimos dar un paseo.
Hacía mucho frío, pero era precioso. Todo estaba cubierto con una gruesa capa de hielo brillante, como si el mundo estuviera conservado en cristal. Teníamos que dar pasos cortos para no resbalar. Sobre nuestras cabezas, los cables de la luz chisporroteaban y algunos se habían soltado de sus postes; una farola cargada de hielo cayó en mitad de la calle y se hizo añicos con un pop amortiguado. Estuvimos caminando bajo aquel cielo negro cargado de estrellas, con la luna brillante que proyectaba su luz sobre los edificios de cristal que bordeaban el bulevar. El mundo parecía muy frágil, pero nosotros éramos jóvenes y fuertes. Seguimos caminando al menos un kilómetro y medio en dirección a la torre dorada del edificio Fisher, sin saber por qué; solo sabíamos que necesitábamos llegar allí. Regresamos a nuestro piso aquella noche excitados, con el pelo brillante por los trocitos de hielo, sedientos el uno del otro. Esa fue la noche en que concebimos a Cindy.