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Kay Dick

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Beschreibung

Ambientada en las ondulantes colinas e inhóspitas playas de ­arena y guijarros de la costa sur de Inglaterra, esta inquietante ­novela describe una sociedad en la que la insulsa conformidad domina con terror el día a día. ­Grupos violentos deambulan por el país destruyendo la cultura, atacando brutalmente a quienes se resisten a la purga, aislándolos para que borren sus recuerdos. «Ellos» no tienen gobierno, ni credo, ni piedad; son crueles y bárbaros. Aborrecen el arte, las emociones, los sentimientos, roban novelas y pinturas, queman partituras y poemas. Un pequeño grupo de artistas e intelectuales disidentes intentará sobrevivir y seguir creando furtivamente, eludiendo los escalofriantes actos de la misteriosa turba. La resistencia se ejercerá por medio de diminutos actos individuales de desafío, de arte, de belleza: «Representamos un peligro. El inconformismo es una enfermedad. Somos posibles fuentes de contagio». Publicada por primera vez en 1977, la reedición en el mundo anglosajón de esta joya de la narrativa distópica ha vuelto a reivindicar la obra de Kay Dick, una de las voces más modernas y originales de su ­época.

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Seitenzahl: 134

Veröffentlichungsjahr: 2023

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ELLOS. SECUENCIAS DEL DESASOSIEGO

KAY DICK

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS Y NOTAS DE ENRIQUE MALDONADO ROLDÁN

 

TÍTULO ORIGINAL: They. A sequence of unease.

 

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid

 

[email protected]

www.automaticaeditorial.com

 

Copyright © 1977 by Kay Dick

© de la traducción, Enrique Maldonado Roldán, 2023

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2023

© de la ilustración de cubierta, Ruth Hernández, 2023

 

Derechos exclusivos de traducción en lengua española para todo el mundo: Automática Editorial S.L.U.

 

 

 

ISBN digital: 978-84-15509-96-7

 

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica: Automática Editorial

Edición digital: Álvaro López

 

Primera edición en Automática: junio de 2023

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

 

A Judith Burnley y Francis King

ÍNDICE

 

Cubierta

Portada

Legal

Dedicatoria

 

PELIGRO EN EL HORIZONTE

LOS VISITANTES

REDUCTO DE TRANQUILIDAD

PIEDRA DEL DESASOSIEGO

EL VALLE HERMOSO

UN DÍA ALEGRE

EL JUEGO DEL DESTINO

EL JARDÍN

HOLA, AMOR

PELIGRO EN EL HORIZONTE

Bajo la luz de primeros de septiembre, la casa de Karr tenía un aspecto espléndido. Era, de hecho, estupenda. Desde el tejado ofrecía una panorámica completa del mar. Karr me invitó a subir para que pudiera orientarme. La perspectiva era la de un triángulo que se estrechaba. Era fácil imaginar que Karr vivía en una isla: una lengua de tierra entre dos estrechos ríos, uno que se ensanchaba conforme llegaba al mar, el otro, un canal en el que flotaban algunos cisnes. En parte pradera y en parte marisma, por aquí y por allá se diseminaban manojos de altos juncos y montículos de arena. Santuario natural de aves, el espectador entendía que el vuelo era parte del paisaje.

La casa de Karr estaba encaramada a gran altura y rodeada de muros: una medida de precaución frente a las inundaciones. Hortensias gigantes, más bien árboles pequeños que arbustos, enraizaban estratégicamente entre los adoquines ovalados de la terraza; flores de diversas tonalidades de rosa centelleaban al sol de otoño, una insolente abundancia de prosperidad orientada al sur. Cuando bajamos a contemplarlas pude ver que Karr se ocupaba de ellas todos los días, representaban ritual y cuidados.

—Me gusta el contraste —comenté.

Karr me entendió.

La puerta delantera estaba abierta, desde ahí me había visto subir el empinado camino de acceso, atravesando el pequeño bosque: un oasis en el estuario circundante.

—Esos árboles se plantaron hace mucho tiempo —me dijo—. ¿Te ha resultado difícil llegar?

—Al principio sí, pero en cuanto vi la vieja capilla de los marineros, supe que no estaba lejos.

—¿Entraste?

Le conté lo que había hecho en el interior de la capilla: abrí la Biblia por una página al azar, cerré los ojos y puse el dedo en una de las páginas. El juego de adivinación propio de mi infancia.

—¿Qué señaló el dedo? —Quiso saber Karr.

—¡El libro de las Revelaciones, por supuesto! —respondí con una risita tímida—. «Mira, vengo como ladrón».[1]

—Te dejaste la casita, que está detrás de la capilla. Iremos más tarde.

Los criados eran muy discretos, sus idas y venidas pasaban prácticamente desapercibidas. El niño, Jake, nos presentó a su cachorro, un labrador negro que le llegaba a la barbilla.

—Se llama Omar. Por el poeta que ya sabes.

Nos sentamos al pie de la austera escalera y nos contamos historias hasta que Jake anunció que era la hora del paseo de Omar.

Fui a buscar a Karr a la biblioteca. Las ventanas se abrían a la terraza.

—Puedes venir siempre que quieras —me dijo Karr, que estaba delante de la ventana abierta mirando al cielo—. ¿Vamos a ver a Claire?

La planta baja de la casita de la capilla había sido transformada en un estudio. Miré el cuadro que Claire acababa de terminar. Era amarillo, completamente amarillo, con todas las variedades y tonalidades del amarillo. Apenas soportaba mirarlo. Salí, me tiré en la hierba y empecé a rodar.

—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Karr.

—Insoportablemente hermoso —contesté.

Volví a entrar y lo miré de nuevo.

—Si quieres, te lo regalo —propuso Claire.

—Todavía no —respondí con angustia—. Todavía no.

—¿Quieres que te acompañe a casa? —preguntó Karr.

—No creo que me vaya a pasar nada —le contesté—. Cruzaré por el puente del canal.

Jake y Omar me esperaban en el puente. Se despidieron de mí cuando torcí hacia la carretera de la costa.

Cuando llegué a casa el sol arrugaba el horizonte sobre el mar con un siena quemado. Abrí las ventanas y me asomé para mirar las rocas del fondo del acantilado. La marea estaba cambiando. Las gaviotas revoloteaban, listas para la última captura de la tarde, mientras las olas se arrastraban tierra adentro una vez más.

Escribí dos cartas, una para Karr y otra para Claire. Bajé a la playa por el sendero más directo y vertical y recogí algunos guijarros perforados más en las pozas de marea verdes formadas en las rocas. Por mis dedos correteaban pequeños cangrejos. Hice un paquete con tres de las piedras, iba dirigido a Jake. «Son esculturas del mar. Tienes que ponerles nombre», escribí en una hoja de papel azul.

Decidí ir al pueblo. Solo había un desconocido sentado en el banco frente al embarcadero en ruinas. Pasé dos veces a su lado, pero no miró en mi dirección. De las noticias que se podían saber me enteré en la tienda:

—Ahora son los libros de Oxford.

Respondí asintiendo como si no me interesara.

Al día siguiente, temprano, eché a andar por la playa, en dirección al sol. Puse a prueba mi capacidad para recordar la poesía de Keats. Llegué al estuario justo después del mediodía. Trepando por la abrupta orilla del río perturbé una colonia de mariposas. Jake y Omar me estaban esperando arriba. De camino a casa de Karr le conté a Jake otra historia, una más extensa en esta ocasión.

—Ha llegado Garth —anunció Karr—. Ha traído su piano.

—¿A la capilla? —pregunté.

—Sí, se ha instalado para recordar. —Karr se detuvo de pronto y miró hacia el río a través de sus prismáticos Zeiss Telita—. Será mejor que te quedes a pasar la noche.

Concluido el almuerzo, abrí la puerta de la capilla. Garth estaba sentado al piano y miraba fijamente las teclas.

—Tiene que ser posible recordarlo todo —decía.

—Con tiempo, sí —respondí, y salí de nuevo.

Intercepté a Jake, que iba a ver a Garth.

—Está recordando —le dije—. Luego.

Cogidos de la mano fuimos a la casita de la capilla. Omar se abalanzó sobre alguna criatura que olió entre los árboles.

—No te importa en absoluto, ¿verdad? —pregunté a Claire.

—No tengo tiempo para que me importe —dijo sin dejar de pintar.

Jake la observaba con atención.

—¿Vendrás a casa de Karr esta noche?

—Supongo que sí. —Claire me miró y me dio un beso.

El lienzo que estaba pintando era azul, completamente azul, con todas las variedades y tonalidades del azul. Jake salió fuera. Lloraba. Omar le lamió las lágrimas.

—Vayamos a ver las gallinetas —le propuse.

Volvimos a casa de Karr subiendo por los escalones del muro exterior que desembocaban en la terraza. Los criados estaban sirviendo el té.

—Jugaremos al ajedrez después de la cena —dijo Karr—, hasta que se vayan a la cama.

—¿Está Claire enamorada de Garth? —pregunté.

—¿No estamos todos enamorados? —respondió con una sonrisa dirigida a Jake.

—Tiene que caber la posibilidad… —empecé a decir.

—¿De que nos pasen por alto?

—Supongo que eso es a lo que me refiero.

—Nos alcanzarán a todos —sentenció Karr.

Fui a la biblioteca y leí hasta la hora de la cena. Jake me observaba con atención. Karr regaba las hortensias.

Claire y Garth llegaron sonriendo. «Garth ha recordado», pensé cuando vi la mirada desafiante en sus ojos. «Mientras Karr y yo jugamos al ajedrez, le hará el amor a Claire en la casita y luego regresará a la capilla y tocará lo que ha recordado. Jake se escabullirá de la cama y llegará sigiloso, como un animal nocturno. Abrirá la puerta, la cerrará a su espalda y escuchará a Garth con atención». Supe todo aquello mientras esperábamos a que llegara la noche.

—Tienes un sirviente nuevo.

Era Claire la que hablaba con Karr.

—Sí. Lo han mandado ellos. —Karr estaba impertérrito.

—Era de esperar —dijo Garth, que parecía desazonado—. ¿Debería marcharme?

—Es imperativo que te quedes —respondió Karr.

Me desperté al amanecer. Escribí una nota a Garth y, de camino a casa, la deslicé por debajo de la puerta de la capilla. En el trayecto de vuelta comprobé mi capacidad para recordar las últimas novelas de Henry James. En mi biblioteca faltaba mi ejemplar de Middlemarch. Me senté en el jardín y pensé en Garth recordando la música y en Claire pintando. Dejé de tener miedo. Compuse un poema para Jake.

Claire vino a verme por la tarde. Traía una cesta llena de zarzamoras que había recogido por el camino. Entre puñado y puñado de moras nos leímos poemas. Todos contenían alguna parte de nuestras vidas por separado.

—Ya nunca cierro con llave —le dije—. Anoche se llevaron otro libro.

—Sí, están cada vez más activos.

—Su abordaje es más lento en esta parte del país.

—El francotirador ocasional —dijo Claire riéndose.

—¡La vanguardia!

Nos estremecíamos de histeria.

—Garth lo perdió todo de una vez —añadió Claire—. Todas las partituras a la vez. Aquí es más subrepticio.

Me atreví con la pregunta que más quería hacer:

—¿Es la memoria de Jake lo bastante buena?

—Karr lo ha entrenado bien —respondió Claire.

—¿Lo intuirán?

—Posiblemente no —dijo Claire, que prosiguió después de una pausa—: Al menos no todo al mismo tiempo, no creo. Con suerte, y con tiempo, tal vez salga bien.

—¿Y una sobrecarga? —No pude evitar sacar a relucir mi miedo.

—No a su edad. Sus células memorísticas están en el momento más receptivo. —Claire hablaba con confianza.

Cuando se marchaba, le entregué el poema que había escrito para Jake. Pasé el día siguiente nadando y tomando el sol, acumulando sal y sol en el cuerpo, almacenando reservas. Con las zapatillas de tenis colgadas del cuello, llegué chapoteando al espigón y me quedé observando al pescador que atrapaba gambas y cangrejos cuando el agua se retiraba de las rocas.

—Ayer fue Londres —dijo—. Calculan que hará falta una semana.

Me puse las gafas de sol.

—Ese es todo un botín —dije señalando su cubo.

—Estúpidos cabrones —respondió el pescador—, se escabullen bajo las rocas.

—Algunos escapan —le dije cuando se trasladaba a otra poza.

Jake y Omar me estaban esperando en casa.

—Karr dice que puedo quedarme a pasar la noche.

Alimentamos a Omar.

—Vinieron cuando estaba fuera esperándote —me contó entonces Jake. Parecía preocupado.

Faltaban los poemas de Shelley y el Diario de Katherine Mansfield. «Se están volviendo codiciosos», pensé. Mientras Jake cenaba le conté otra historia.

—¿Qué es un periódico? —preguntó.

Dormí profundamente aquella noche. Nunca se presentaban si estabas en casa. Desde su perspectiva, la confrontación era un derroche de energía innecesario, un lujo que aplazaban. Las actuaciones furtivas eran una tortura más difícil de soportar: era su forma de castigar. Únicamente adoptaban medidas más agresivas si se sobrepasaba el límite establecido.

Al cruzar el puente sobre el canal que llevaba a casa de Karr nos topamos con Garth.

—El nuevo criado de Karr... está vigilando a Claire —dijo.

El nuevo lienzo era verde, completamente verde, con todas las variedades y tonalidades del verde. Garth volvió la cara a la pared. El criado de Karr se marchó. Claire se echó a reír, y yo habría sido capaz de morir por ella.

Entró Karr.

—No debéis ser excesivamente osados —dijo dirigiéndose a Claire—. Llamaría demasiado la atención.

Karr alejó a Jake del lienzo y lo condujo al bosque. Claire se sentó, gimoteaba dolida.

—Tenemos que ir a la casa —dije— y pedir el almuerzo. Hay que tranquilizar a los criados.

Claire recogió algunas rosas tardías por el camino.

—Vaciaron la National Gallery ayer —me dijo.

Aquella tarde Claire se marchó con Garth. Karr y yo nos quedamos en la biblioteca, también eso era una forma de amar.

—Garth es temerario —dijo Karr—. El sexo lo hace temerario.

Salí, acaricié las hortensias, me senté sobre el muro y me asomé al estuario. Podía ver a Jake volando su cometa. Omar saltaba detrás de él. El nuevo criado de Karr estaba en el puente observando a Jake. Un cisne estiraba el cuerpo a gran altura por encima del agua y ondeaba las alas.

—¿Jake está a salvo? —pregunté.

—La seguridad no es importante —respondió Karr.

—Pero ¿y si habla?

—Será una prueba.

Me llevó cuatro días superar el pánico. Limpié mi casa de arriba abajo y removí la tierra, sembré y podé el jardín. Faltaban cinco libros, entre ellos la Autobiografía de John Stuart Mill. Limpié el polvo del hueco vacío. Al día siguiente llovió. Fui andando al pueblo y de camino puse a prueba mi capacidad para recordar el teatro de Chéjov. Había una desconocida en el café. Me pidió que le pasara el azúcar. Garth llegó y se sentó a mi lado.

—No puedo hacer otra cosa que no sea pensar en Claire —me dijo.

Me levanté y me marché. Garth me siguió por la calle hasta la playa. Volvimos a mi casa caminando por debajo del acantilado.

—Karr espera demasiado de Jake —aseguraba Garth.

Las gaviotas chillaban. La lluvia nos acribillaba la cara. Cuando subíamos la empinada pendiente hacia la verja de mi jardín, los vi salir de la casa. Habían dejado una estantería entera desprovista de libros. En el polvo de la madera Garth escribió el nombre de Mahler. Lo borré con la mano. Miré el mar.

—Cuando deje de llover, nos iremos con Karr —dije.

Garth durmió siete horas. Yo leí los Sonetos de Shakespeare.

—He recordado en sueños —me contó—. Tengo que encontrar a Jake.

Me separé de Garth a la altura de la capilla, fui a casa de Karr, encontré a Jake y lo mandé con Garth.

Karr y yo paseamos lentamente hasta la casita de la capilla. Una fina niebla de bruma marina formaba una malla que cubría el sol.

—Han llegado a la costa —dijo Karr—. Puedes quedarte aquí.

—No me importa volver —respondí—. Me he impuesto al pánico.

Claire estaba trabajando en un nuevo lienzo. Era rojo, completamente rojo, con todas las variedades y tonalidades del rojo. Karr la tomó en sus brazos.

—Solo me queda uno más por pintar. —Claire se dirigía a Karr, más que a mí.

—Puede que lo dejen —concedió Karr en un momento de debilidad.

Volvimos a la casa con los brazos entrelazados. La neblina se había disipado y el sol brillaba sobre las hortensias. Los criados trajeron champán y llevamos las copas al muro de la terraza. Garth y Jake corrían hacia nosotros seguidos por Omar. Nos asomamos al estuario.

—Me llevaré el lienzo amarillo ahora, Claire —le dije—. Cargaré con él hasta casa.

—Todavía tengo que pintar el blanco —respondió—. Lo haré esta noche.

—Eso es una estupidez —intervino Karr.

—Yo escribiré más cartas —prometí.

Volvimos la espalda a la casa y miramos el mar. Una trainera se desplazaba por la boca del estuario, río arriba.

—Creo que han terminado —anunció Karr—. Podemos entrar ya.

No había libros en la biblioteca. Recorrimos despacio las otras habitaciones de la casa. Se habían llevado todos los cuadros. Claire acariciaba los espacios que habían ocupado cada una de las pinturas. Los criados se habían marchado. Garth se apresuró a cruzar la puerta. Karr le gritó que se detuviera. Volvimos a la terraza y nos sentamos en las tumbonas. Jake le lanzaba una pelota a Omar. Garth regresó. Estaba temblando. Dijo:

—Han dejado los lienzos de Claire.

—No debes volver —le advirtió Karr a Claire.

—Tengo que pintar el blanco ahora —respondió ella— y llevarme a Jake conmigo.

Unas horas más tarde regresó Jake.

—Ahora tienes que cenar y te vas derecho a la cama —le dijo Karr.

Nos apresuramos a la casita de la capilla. Un zarapito chilló. Vimos cómo se llevaban a Claire a la trainera, que estaba amarrada en el río.

—¿Qué le harán? —pregunté a Karr.

—La dejarán ciega y después me la devolverán. Ha traspasado el límite aceptado. Siguió pintando.

Garth corría tras ellos.

—¿Y a él?

—Lo dejarán sordo —contestó Karr.

—¿Y a mí si…?

Mi cuerpo entero era un témpano de hielo.

—Te amputarán las manos y te cortarán la lengua. Será mejor que destruyas las cartas que has escrito. No hay que dejarles ninguna vía posible de confrontación. —Karr hizo una pausa—. Piensa en Jake.

Entramos al estudio de Claire.