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Resguardados en una suerte de paraíso en la costa británica, un grupo de artistas ejercen distintas artes y oficios. Los amenaza una presencia incierta pero ubicua: la de «ellos», que persiguen tácita y declaradamente todas las manifestaciones creativas, todas las demostraciones de sensibilidad. Y en ese contexto de peligro inminente, de pérdida irreparable, de duelo y de temor, el encuentro con los placeres sensuales de la naturaleza, de la amistad, de la conversación, emergen como una forma nueva de resistencia o, tal vez, de convivencia. Ellos fue publicada por primera vez en 1977 y es quizás la obra más extraña e inquietante de Kay Dick, así como, según la crítica, «su libro más andrógino». Hecha de episodios que reiteran un mismo motivo con sucesivas variaciones, y que, en su acumulación, construyen su atmósfera asfixiante y tan elogiada por autores como Margaret Atwood o Emily St. John Mandel, Ellos es una distopía y quizás hasta una profecía que, lejos de perder vigencia, se ha vuelto hoy tremendamente resonante. Recuperada y traducida en los últimos años a distintas lenguas, se presenta en esta edición en la traducción exacta y vibrante de Tomás Downey.
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Seitenzahl: 135
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Sobre este libro
Sobre la autora
Otros títulos de Fiordo
Cierto peligro hacia delante
Los visitantes
Pozo de calma
Guijarros del desasosiego
El valle hermoso
Un día alegre y despreocupado
Juegos de feria
El jardín
Hola, amor
Resguardados en una suerte de paraíso en la costa británica, un grupo de artistas ejercen distintas artes y oficios. Los amenaza una presencia incierta pero ubicua: la de «ellos», que persiguen tácita y declaradamente todas las manifestaciones creativas, todas las demostraciones de sensibilidad. Y en ese contexto de peligro inminente, de pérdida irreparable, de duelo y de temor, el encuentro con los placeres sensuales de la naturaleza, de la amistad, de la conversación, emergen como una forma nueva de resistencia o, tal vez, de convivencia.
Ellos fue publicada por primera vez en 1977 y es quizás la obra más extraña e inquietante de Kay Dick, así como, según la crítica, «su libro más andrógino». Hecha de episodios que reiteran un mismo motivo con sucesivas variaciones, y que, en su acumulación, construyen su atmósfera asfixiante y tan elogiada por autores como Margaret Atwood o Emily St. John Mandel, Ellos es una distopía y quizás hasta una profecía que, lejos de perder vigencia, se ha vuelto hoy tremendamente resonante. Recuperada y traducida en los últimos años a distintas lenguas, se presenta en esta edición en la traducción exacta y vibrante de Tomás Downey.
Nació en Londres en 1915. Vivió en Suiza durante la infancia y completó sus estudios en Inglaterra. Trabajó desde muy joven en el mundo literario, como periodista en el New Statesman, directora editorial en P. S. King & Son y editora de la revista literaria The Windmill. Colaboró además en medios como The Times, The Spectator y Punch. Publicó novelas, biografías, un ensayo sobre la commedia dell’arte y algunas antologías de cuentos y entrevistas, en ocasiones bajo seudónimo. Su novela They (1977) ganó el South-East Arts Literature Prize y fue recuperada recientemente como «una obra maestra distópica». Vivió en Hampstead durante dos décadas y murió en Brighton en 2001.
Ficción
El diván victoriano, Marghanita Laski
Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone
Una confesión póstuma, Marcellus Emants
Desperdicios, Eugene Marten
La pelusa, Martín Arocena
El incendiario, Egon Hostovský
La portadora del cielo, Riikka Pelo
Hombres del ocaso, Anthony Powell
Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard
Stoner, John Williams
Leñador, Mike Wilson
Pantalones azules, Sara Gallardo
Contemplar el océano, Dominique Ané
Ártico, Mike Wilson
El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey
El reloj de sol, Shirley Jackson
Once tipos de soledad, Richard Yates
El río en la noche, Joan Didion
Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates
Enero, Sara Gallardo
Mentirosos enamorados, Richard Yates
Fludd, Hilary Mantel
La sequía, J. G. Ballard
Ciencias ocultas, Mike Wilson
No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson
Sin paz, Richard Yates
Solo la noche, John Williams
El libro de los días, Michael Cunningham
La rosa en el viento, Sara Gallardo
Persecución, Joyce Carol Oates
Primera luz, Charles Baxter
Flores que se abren de noche, Tomás Downey
Jaulagrande, Guadalupe Faraj
Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat
Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates
Sobre mi hija, Kim Hye-jin
Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen
El mar vivo de los sueños en desvelo, Richard Flanagan
Un imperio de polvo, Francesca Manfredi
Dios duerme en la piedra, Mike Wilson
Historia de la enfermedad actual, Anna DeForest
Yo sé lo que sé, Kathryn Scanlan
Desolación, Julia Leigh
No ficción
Visión y diferencia. Feminismo,
feminidad e historias del arte, Griselda Pollock
Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano
Páginas críticas. Formas de leer y
de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino
Destruir la pintura, Louis Marin
Eros el dulce-amargo, Anne Carson
Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair
La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba
La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez
Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit
Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit
Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley
El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez
La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson
Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos, Cal Flyn
Legua
Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres
El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té, Malena Higashi
«Una novela espeluznantemente profética en la que una turba anónima ataca a los artistas y destruye su arte por cometer el delito de exponer una visión individual. ¡Terrible e insidiosa!».
Margaret Atwood
«Tan perturbadora, tensa y extraña como cuando la leí por primera vez».
Ian Rankin
«Profética, escalofriante, y un buen recordatorio, venido del pasado, de lo que debemos defender en el futuro».
Salena Godden
«Un puñetazo rápido: espeluznante, perturbadora, inquietante y muy disfrutable».
Andrew Hunter Murray
«Una obra maestra de espantoso terror».
Emily St. John Mandel
«Nueve episodios quedamente estremecedores situados en una Inglaterra rural distópica y radiante (…). Ellos es oscura, pero la luz nunca se apaga del todo».
Sam Knight, The New Yorker
Título original en inglés: They. A Sequence of Unease
Primera edición por Penguin y Allen Lane, 1977
El capítulo “Hallo Love” (Hola, amor) se publicó por primera vez en 1975. El copyright de la publicación original de la novela, de 1977, incluyó una nota que mencionaba un artículo aparecido en el Sunday Times, también de 1975, en el que se describía un nuevo tratamiento psiquiátrico destinado a aliviar el dolor del duelo mediante un agotamiento de todas las emociones y la extinción de todo sufrimiento.
© 1977 by Kay Dick
© de la traducción, Tomás Downey, 2023
© de esta edición, Fiordo, 2023
Paroissien 2050 (C1429CXD), Ciudad de Buenos Aires, Argentina
www.fiordoeditorial.com.ar
Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro
Diseño de cubierta: Pablo Font
ISBN 978-987-4178-75-6 (libro impreso)
ISBN 978-987-4178-88-6 (libro electrónico)
Hecho el depósito que establece la ley 11.723
Hecho en Argentina
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin permiso escrito de la editorial.
Dick, Kay
Ellos : secuencias del desasosiego / Kay Dick. - 1a ed. -
Ciudad Autónoma de Buenos
Aires: Fiordo, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Tomás Downey.
ISBN 978-987-4178-88-6
1. Novelas. 2. Literatura Inglesa. I. Downey, Tomás, trad. II. Título.
CDD 823
A Judith Burnley y Francis King
Bajo la luz de principios de septiembre, la casa de Karr se veía magnífica. Era, de hecho, bastante espléndida. Desde la terraza había una vista abierta del mar. Karr me llevó arriba para darme algunas indicaciones sobre la zona. La perspectiva era la de un triángulo que se angosta. Uno podía llegar a imaginar que Karr vivía en una isla, un trozo de tierra que asomaba entre dos ríos delgados; uno se iba ensanchando mientras fluía hacia el mar y el otro era un canal en el que flotaban algunos cisnes. Mitad pradera, mitad pantano, con algunos matorrales de juncos altos y pozos de arena. Un santuario natural de aves; sus vuelos se percibían como parte del paisaje.
La casa de Karr estaba levantada en altura y la rodeaba una muralla, una precaución contra las inundaciones. Había hortensias gigantes, más bien árboles pequeños que arbustos, plantadas en forma estratégica entre los adoquines ovalados de la terraza; los capullos que brotaban en varios tonos de rosa resplandecían bajo el sol del otoño, una abundancia insolente de florescencias que miraban al sur. Cuando bajamos a verlas, noté que Karr se ocupaba de ellas a diario. Expresaban cuidado y ritual.
—Me gusta el contraste —dije. Karr entendió. Se había quedado de pie junto a la puerta abierta, al frente de la casa, mientras yo subía por el camino de la entrada a través de un pequeño bosque, un oasis en el estuario que nos rodeaba.
—Esos árboles fueron plantados hace mucho —dijo—. ¿Te resultó difícil encontrar el lugar?
—Al principio sí, pero no bien llegué a la vieja capilla de los marineros supe que no estaba tan lejos.
—¿Entraste?
Le conté lo que había hecho dentro de la capilla: abrí la Biblia al azar, cerré los ojos y puse un dedo sobre una de las páginas. El juego de augurios que jugaba en mi niñez.
—¿Qué te salió? —preguntó Karr.
—¡Las revelaciones, por supuesto! —Me reí, autoconsciente—. He aquí, vengo como un ladrón.
—Te perdiste el edificio detrás de la capilla —dijo Karr—. Más tarde podemos ir hasta allá.
Los sirvientes no nos interrumpían; apenas notaba sus idas y venidas. El chico, Jake, presentó a su cachorro, un labrador negro que le llegaba hasta la barbilla.
—Se llama Omar, por el poeta, ya sabes.
Nos sentamos al pie de esa escalera simple, sobria, y nos contamos historias hasta que Jake dijo que era hora de darle un paseo a Omar.
Me reuní con Karr en la biblioteca. Las ventanas abrían hacia la terraza.
—Puedes venir siempre que quieras —dijo Karr. Se quedó de pie junto a la ventana abierta y miró el cielo—. ¿Vamos a ver a Claire? —preguntó.
La planta baja del edificio había sido transformada en un estudio. Miré la pintura que Claire acababa de terminar. Era amarilla, toda amarilla, con todas las variaciones y todas las profundidades posibles del amarillo. Era casi intolerable. Salí y rodé sobre el pasto.
—Es hermosa, ¿no? —dijo Karr.
—Insoportablemente hermosa. —Volví a entrar y la miré otra vez.
—Si la quieres te la regalo —dijo Claire.
—Todavía no. —Sentí ansiedad—. Todavía no.
—¿Debería volver contigo? —preguntó Karr.
—Creo que voy a estar bien, es seguro. Voy a cruzar por el puente del canal.
Jake y Omar me esperaban en el puente. Me saludaron con la mano mientras doblaba para tomar el camino de la costa.
Llegando a mi casa, el sol trazaba la línea del horizonte sobre el mar de un tono ocre encendido. Abrí las ventanas y miré hacia abajo, a las rocas al pie del acantilado. La marea estaba cambiando. Las gaviotas revoloteaban, listas para la última pesca de la tarde, mientras las olas avanzaban una vez más sobre la orilla.
Escribí dos cartas, una a Karr y una a Claire. Bajé por el camino en pendiente hasta la playa y junté más de esas piedras porosas, llenas de agujeros, en los charcos verdes que se formaban entre las rocas. Los pequeños cangrejos corrían entre mis dedos. Hice un paquete con tres de las piedras para mandárselas a Jake. Estas son esculturas de mar y tienes que ponerles nombre, escribí en una hoja de papel azul.
Decidí ir al pueblo. Había solo un extraño, sentado en el banco de cara al embarcadero en ruinas. Pasé caminando junto a él dos veces, pero no me miró. En la tienda me enteré de las últimas noticias.
—Ahora son los libros de Oxford.
Asentí como si no me interesara.
Al día siguiente, temprano, salí a caminar por la playa, bajo el sol. Puse a prueba mis recuerdos de la poesía de Keats. Llegué al estuario justo después del mediodía. Al trepar por la orilla del río, perturbé la paz de una colonia de mariposas. Jake y Omar me esperaban arriba. Mientras caminábamos hacia la casa de Karr, le conté a Jake otro relato, esta vez más largo.
—Llegó Garth —dijo Karr—. Trajo su piano.
—¿A la capilla? —pregunté.
—Sí, se ha instalado a recordar. —Karr se detuvo de repente y miró hacia el río con sus binoculares Zeiss Telita—. Lo mejor sería que te quedaras a pasar la noche.
Después de almorzar abrí la puerta de la capilla. Garth estaba sentado al piano y miraba las teclas.
—Quizás sea posible recordarlo todo —dijo.
—Con tiempo, sí —dije yo, y volví a salir.
Detuve a Jake para que no fuera a ver a Garth.
—Está recordando —le dije—. Después.
Caminamos tomados de la mano hacia el edificio. Omar se alejó a los saltos tras el rastro de alguna criatura en el bosque.
—¿No te molesta para nada, no? —le pregunté a Claire.
—No tengo tiempo de que me moleste —dijo ella, y siguió pintando.
Jake la miraba con atención.
—¿Vienes esta noche a lo de Karr? —pregunté.
—Creo que sí. —Me miró y me besó.
El lienzo que estaba pintando era azul, todo azul, todas las variaciones y todas las profundidades posibles del azul. Jake salió a llorar. Omar lamió sus lágrimas.
—Vamos a mirar las gallinetas —le dije.
Volvimos a la casa de Karr y subimos las escaleras hacia la terraza. Los sirvientes estaban trayendo el té.
—Después de la cena vamos a jugar al ajedrez —dijo Karr—, hasta que se vayan a la cama.
—¿Claire está enamorada de Garth? —pregunté.
—¿No estamos todos enamorados? —Karr le sonrió a Jake.
—Debería ser posible… —empecé.
—¿Que alguien nos extrañe?
—Sí, supongo que es eso lo que quiero decir.
—Nos va a tocar a todos —dijo Karr.
Fui a la biblioteca y leí hasta la cena. Jake me miraba atentamente. Karr regó las hortensias.
Entraron Claire y Garth, sonreían. Ha logrado recordar, pensé al ver la mirada desafiante en los ojos de Garth. Mientras Karr y yo estemos jugando al ajedrez, le hará el amor a Claire en el edificio, después volverá a la capilla y tocará lo que haya recordado. Jake se escabullirá de la cama e irá hasta la capilla en completo silencio, como un animal. Abrirá la puerta, la cerrará detrás de él y escuchará a Garth con atención. Lo supe todo mientras esperábamos la noche.
—Tienes un sirviente nuevo. —Claire le hablaba a Karr.
—Sí. Lo mandaron ellos. —Karr no se inmutó.
—Era de esperar. —Garth parecía preocupado—. ¿Debería irme?
—Es imperativo que te quedes —dijo Karr.
Me desperté al amanecer y le escribí una nota a Garth, que empujé al pasar bajo la puerta de la capilla. De camino al edificio, puse a prueba mis recuerdos de las últimas novelas de Henry James. En el estante con mis libros faltaba mi ejemplar de Middlemarch. Me senté en el jardín y pensé en Garth recordando la música, y en Claire pintando, y dejé de tener miedo. Compuse un poema para Jake.
A la tarde vino a verme Claire. Trajo una canasta llena de moras que había recolectado en el camino. Entre bocados, nos leímos poemas. En todos había algún fragmento contenido de cada una de nuestras vidas.
—Ya no cierro la puerta —dije—. Anoche se llevaron otro libro.
—Sí, se están volviendo más activos —dijo Claire.
—Aquí en las afueras su avance es más lento —dije.
—Habrá algún francotirador —bromeó Claire.
—La vanguardia. —Nos sacudimos con histeria.
—Garth perdió todo de repente —dijo Claire—. Todas sus composiciones a la vez. Aquí es todo más furtivo.
Me atreví a hacer la pregunta que más quería hacer.
—¿Es suficientemente buena la memoria de Jake?
—Karr lo entrenó bien —dijo Claire.
—¿Se darán cuenta? —pregunté.
—Probablemente no. —Hizo una pausa—. Al menos no creo, no todo de repente. Con suerte, y tiempo, quizás esté bien.
—¿Y la sobrecarga? —Tuve que exponer todo mi miedo.
—A su edad no. Sus células de la memoria están en el momento más receptivo. —Claire parecía confiada.
Cuando se fue le di el poema que había escrito para Jake. Pasé todo el día siguiente nadando y bronceándome, acumulando sal y sol en el cuerpo, llenando mis reservas. Con las zapatillas atadas alrededor del cuello, nadé hasta el espigón y me quedé mirando al pescador que sacaba langostinos y cangrejos mientras la marea bajaba y se escurría entre las rocas.
—Ayer fue Londres —dijo—. Suponen que va a llevar una semana.
Me puse los lentes de sol.
—Una buena cantidad —dije, y asentí en dirección a su balde.
—Bichos tontos —dijo él—. Como si se pudieran escabullir bajo las piedras.
—Algunos logran escapar —dije mientras él se movía hacia otro de los charcos que se formaban entre las rocas.
Jake y Omar me esperaban en mi casa.
—Karr me dijo que podía pasar la noche aquí.
Le dimos de comer a Omar.
—Vinieron cuando estaba afuera esperando. —Jake parecía preocupado.
Faltaban los poemas de Shelley y los Diarios