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«Solsticio, cielos rosas, anaranjados, azules intensos, nieblas... Climatología variable la tuya, la exterior y la interior, con ella te toca convivir, lo haces como puedes, pero no lo dejes, no te abandones, acuérdate de que lo tuyo es caminar a pesar de los pesares, por su causa tal vez.» «Estás equivocado, se trata de ser optimista por encima de la desolación y las contrariedades, y más que optimista, esperanzado.» «No puedes cercenarte la elemental alegría, esa del vagabundear por el espacio que te es propio. No puedes ponerles a los tuyos cara de perro, ni feroz ni apaleado… y me importa un carajo si de esto se ríen las fieras, eso ya no cuenta, cuenta el no emporcar el trozo de bosque que estás ocupando mientras estás con vida».
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Seitenzahl: 216
Veröffentlichungsjahr: 2022
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EMBOSCADURAS Y RESISTENCIAS
Bitartean ibillico dira becatutic becatura amilduaz;
oraiñ pensamentu batean, gueroseago itz loyak gozotoro aditzean:
oraiñ escuca, edo queñada batean, guero musu edo laztanetan: oraiñ ipui ciquiñac contatzen, guero dantzan, edo dantza ondoan alberdanian.
J.B. Agirre
Este libro ha recibido una ayuda a la edición del Departamento de Cultura
y Política Lingüística del Gobierno Vasco.
1ª edición: febrero de 2022.
© 2022,Miguel Sánchez-Ostiz
© De la presente edición: 2022, ALBERDANIA, SL
Istillaga, 2, behea C - 20304 Irun
Tel.: + 34 943632814
www.alberdania.net
Portada: diseño de Junkal Motxaile, sobre fotografía del autor.
Impreso en Ulzama (Huarte, Navarra)
ISBN digital: 978-84-9868-716-3
ISBN papel: 978-84-9868-715-6
Depósito legal: D. 107/2022
V
EMBOSCADURAS Y RESISTENCIAS
MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
ALBERDANIA
ensayo
A Dominique
A MODO DE PRÓLOGO
No tengo por originales los breves aquí reunidos, al menos en lo que a mi escritura se refiere, porque tratan de asuntos a los que he dado bastantes vueltas en los últimos años: el retiro, la soledad, la rebeldía y el emboscamiento están meramente apuntados o desarrollados de diferente manera, ya están presentes en otros libros míos recientes. Para mí son motivos de reflexión recurrentes, suscitados en buena parte por la vida pública que padecemos, y no están escritos tan a salto de mata como parece, sino que, en mi opinión, guardan una necesaria coherencia.
He escritor estos breves al margen de otros trabajos y mezclados con anotaciones que nada o muy poco tienen que ver con las que hoy reúno, referidas sobre todo a una detestable actualidad política que si bien un día nos enciende, al siguiente es humo o menos que eso. La apabullante hiperinformación de la que gozamos y que a la vez padecemos, conduce a descampados mentales. No se repara lo suficiente en este extremo. Las indignaciones se consumen en sí mismas expresadas en terrenos de control remoto, como son las redes sociales. Hemos tenido oportunidades sobradas de comprobarlo estos años de enconos políticos y malestares sociales, y de una indefensión difusa que más que a la rebelión, ha llevado a una sumisión fatalista. ¿Qué hacer? No lo sé. Ignoro cómo te puedes sustraer con eficacia a los empujones de la cosa pública y a sus zarandeos.
Por otra parte, los dos últimos han sido años de retiro inesperado, entre forzoso, por confinamiento obligatorio, y al final por gusto y elección, al menos para algunos entre los que me encuentro, con trazas de ir para largo por haberse creado una situación nueva, cambiante, insegura y violenta que aconseja algo parecido al poco original batirse en retirada. Hay un tiempo para todo. Y a mí, cuando me temo que estoy en el otoño de mi vida, ya muy prolongado –si pienso en la primera vez que un periodista me colgó el cartel–, me resulta grato el retiro suavizado y precavido de ahora mismo, entre la atención a lo que de verdad cuenta y el olvido, como empeño, de lo insignificante. No es lo mismo haber estado encerrado entre cuatro paredes que estar por gusto en tu casa y poder moverte fuera de ella por un lugar como en el que ahora mismo me encuentro, teniendo el monte y los bosques a la puerta. No echo en falta la bulla callejera que se ha convertido en el paradigma de la libertad nacional. Abrevaderos y comederos, del precio que sean, hace tiempo que me resultan antipáticos. No negaré que lo público, al margen de la pandemia vírica, me resulta tan enojoso que, aunque no me desentienda del todo de ello, prefiero darle la espalda todo lo que pueda, al menos en este espacio, como se verá en estos breves.
Zamarrenea, de Arizkun,
en el solsticio de invierno de 2021.
Escenario/Argumento
Casa, bosque, apartamiento, escritura, memoria, ocasionales molestias del trato humano, lecturas, otoño... mucho de lo que para mí cuenta ahora mismo y con urgencia. La gallera nacional queda menos lejos de lo que me gustaría, como un enojoso telón de fondo, porque por mucho que empuje y zarandee, no puedes desentenderte de ella del todo. Es tu época, vives en ella y sus borrascas te tienen agarrado de las solapas y te sacuden; y te sorben el seso más a menudo de lo que sería prudente, reaccionas contra ellas, resistes y sobrevives con los medios que tienes al alcance de la mano, a más no puedes llegar: ojalá pudieras de verdad emboscarte e ir a lo tuyo, si es que lo tienes, o perderte en una senda hasta desaparecer en ella.
Viaje y tornaviaje
Nuestra vida es un viaje en el invierno y en la noche…
Notre vie est un voyage
Dans l’Hiver et dans la Nuit,
Nous cherchons notre passage
Dans le Ciel où rien ne luit.*
Estos son unos versos de la canción de los Guardias Suizos, con la que Céline epigrafía su Viaje al final de la noche. No es apócrifa, como yo creía; pero se trata de un error por parte de Céline porque la fechó en 1793, año de la masacre de las Tullerías, cuando en realidad es de 1812. Su autor fue el teniente coronel Thomas Léger, originario del cantón suizo de Glarus, que mandaba un regimiento de la Guardia Suiza en el ejército napoleónico. Tras la desastrosa invasión de Rusia, ese regimiento protagonizó la más penosa de las retiradas, en el famoso paso del río Berézina, con pérdidas masivas de hombres, tanto entre los combatientes directos como entre los soldados franceses a la desbandada o abandonados a su suerte, a manos de los rusos, pese a que muchos de ellos consiguieran atravesar el río y ponerse a salvo.
El 28 de noviembre de 1812, Léger escribió esta canción tratando de reanimar de algún modo a sus propios soldados en derrota. No fue así, sino que su poema se convirtió de inmediato en un terrible canto de furia y desesperación. Una canción que los soldados suizos cantaron en el momento de cruzar el río, seguros de perecer en esa acción: de los cuatro regimientos suizos, quedaron trescientos sobrevivientes. Esta al menos es la leyenda; y tal y como la he leído, la cuento.
No estamos frente a los puentes tendidos por los zapadores sobre el Berézina para facilitar la retirada. Lo nuestro no tiene épica alguna, no hacemos sino intentar sobrevivir en las mejores condiciones posibles frente a una amenaza que, a la postre, resulta fantasmal, procurar no contagiarnos del virus que circula por el aire y, si lo hacemos, salir con bien, aunque los efectos secundarios que se van descubriendo poco a poconos den pavor. Caminamos como ciegos y al encierro protector nos acogemos de buen grado y, al final, al retraimiento en lo social y personal; no solo por la amenaza de la pandemia, sino porque los nuevos usos sociales que se pretendían de una nueva edad dorada de la fraternidad humana (algo que ahora mismo da más vergüenza que otra cosa), contribuyen a ese apartamiento, junto con la incertidumbre de un futuro que se sabe frágil.
Canción, la de los Guardias Suizos y muchas más, para sobrevivientes, para amenazados, para jugadores a una ruleta en la que les va, si nola vida, sí un golpe que puede cambiársela por las bravas… Una canción para atravesar la selva oscura en la que, engaño sobre engaño o sobre certezas débiles, nos movemos. Casi mejor no percibirlo, no hacer caso, no echarse en brazos del miedo que no sea compartido de manera casi festiva… por hablar de algo y espantar el canguelo. No, el miedo es real, el miedo ataca en soledad, ataca cuando la amenaza es cercana, ataca cuando menos te lo esperas. Lugares comunes, cierto, pero ¿cómo escapar de ellos?
Nada va a ser igual ni parecido a aquel antes cada día más desfigurado tras haber cruzado ese puente metafórico sobre el Berézina y caído en un después que, en parte, se parece demasiado a lo peor del antes. Tú mismo no crees haber cambiado mucho tras haber cruzado ese puente y caído en una tierra baldada.
C’est la Bérézina! puedes exclamar tú o alguno de los tuyos, como equivalente a derrota, a fracaso o a vivir una situación comprometida o mala, pero conviene no exagerar, que ese es, al menos para mí, otro de los descubrimientos del encierro padecido: de no haberte contagiado ni haber padecido en los tuyos los rigores de la pandemia, tienes más suerte de lo que crees y admites de ordinario. ¿Suena cínico? Tal vez, pero si algo ha tenido de bueno la pandemia, ha sido que nos ha desenmascarado, otra cosa es que lo hayamos o no admitido: mucho peores de lo que pensábamos, y solo unos pocos, unos miles mejor, se han comportado con auténtica heroicidad, algo que fue advertido y premiado con aplausos al comienzo de la plaga y olvidado luego... «Era su obligación», decían los más granujas para quitarse la admiración de encima o el reconocimiento del valor ajeno, sí, cierto, pero también podían haberse escaqueado, que ese es otro de los deportes nacionales… Una baja por enfermedad se la coge cualquiera, ¿no? A esa gente, a los sanitarios me refiero y a otros trabajadores del sector, les esperaban los despidos, no los reconocimientos... y también el contagio y la muerte.
C’est la Bérézina!... No solo invoca Céline a los guardias suizos del Berézina en Viaje al final de la noche, sino que en su novela Muerte a crédito bautiza el pasaje de París, donde vivió en su adolescencia con su familia, como Passage de Bérésinas, en realidad el Passage Choiseul del distrito 2e. No tendría nada de extraordinario el nombre celiniano si en sus páginas el pasaje, hoy lujoso, no fuera escenario de la maldad, la miseria, la ramplonería, la asfixia vital y social, la mezquindad, la mala intención, las hipocresías, una campana de gas asfixiante (de educación por asfixia habla Céline), una peste, una alcantarilla, una guarida infecta donde todo el mundo se espiaba y calumniaba con furia, un meadero de gentes al paso:
Hay que reconocer que el pasaje, como mugre, es de no creer. Está hecho para que uno la palme, lento pero seguro, entre la orina de los perros falderos, las cagadas, los lapos, las fugas de gas. Es más infecto que una cárcel.
Cómo no vas a exorcizar y a escapar de un lugar así y de todos los que se le parecen de cerca o de lejos. No son pocos los que en su educación sentimental tienen un Passage Bérésinas, más o menos visible, identificado, dañino, como escenario poblado de habitantes dañinos.
Ni buena ni mala época esta para atravesar cuando menos el puente metafórico del Berézina y pasar del otro lado, por muy baldado que estés, por muy baldío que lo encuentres, en la medida en que, insisto, es del dominio público que ha habido un antes y un después, y hay un ahora enfangado, oscuro, de ventaja sin escrúpulos. Puedes atravesar ese puente cantando lo que se te ocurra, tu propia canción de los guardias suizos, sin pegar un tiro y sin riesgo de recibirlo, si te has compuesto la letra, o cualquier otro himno de enardecimiento, o incluso silbando, como los poetas chinos en sus bosques de bambú, con una jarra de vino (opcional) en la mano que parece ser el imprescindible frasco de tinta de los poetas chinos. Aquí Wang Wei en «Retirado entre bambúes»:
Sentado solitario en el espeso campo de bambúes,
toco el laúd y silbo,
y en la espesura del bosque nadie sabe que estoy aquí,
solo la brillante luna me envía sus reflejos.**
Puedes, puedes, quién sabe lo que puedes o no cantar en tu soledad, en tu desamparo y en tu miedo, ni tú mismo lo sabes, escucha a los poetas, escucha, no lo olvides, canta, berrea en tu noche y en tu camino oscuro con Léo Ferré:
Les plus beaux chants sont des chants de revendication.***
También puedes atravesar ese puente y seguir tu camino del otro lado en silencio, despidiéndote de ese todo que no es nada o poca cosa, y de todos, pero sobre todo de ti mismo, a la francesa, emprendiendo la última andadura más o menos en solitario, sin exagerar. Pero sí, conviene hacerte invisible, no para que no te alcance pandemia alguna, sino para no contagiarte, hasta por inadvertencia, de un ambiente de cosa pública que emporcó lo privado, cada día más tóxico, tanto que, como escribía Thoreau de sus periódicos, es como si las columnas de los que tú puedes leerfueran tuberías porosas de las letrinas… A cada cual las suyas, en eso no me engaño, mi prensa es la verdad revelada, la tuya algo escrementicio: «La Voz de la Cloaca».
No es fácil sustraerse al alcance de la mentira como arma política, como sistema social, como ideología agresiva, de combate digamos, como herramienta de discordia. No es fácil sustraerse al aluvión de noticias falsas, dudosas, medio verdades, silencios y manipulaciones de una información avasalladora sin la que no parece que podamos vivir, sin la que te hacen creer que no puedes vivir porque es un negocio y tú eres necesario para que florezca.
* Nuestra vida es un viaje / En el Invierno y en la Noche / Buscamos nuestro camino / En un Cielo en el que nada luce.
** Pauline Huang y Carlos del Saz-Orozco, Poetas de la Dinastía T’ang, 1983, p. 77
***«Los cantos más hermosos son cantos de reivindicación», Léo Ferré en Préface (1956).
El viaje de otoño
Hay un cuadro de Caravaggio que me gusta mucho. Es el titulado Cesto con frutas, pintado muy a finales del siglo xvi. No me canso de escudriñarlo. Corresponde a un momento del otoño, anunciado por los frutos de la mesa y del huerto, que por muy luminoso que resulte, va a pasar antes de que te des cuenta: las hojas de la parra no engañan, los frutos están maduros y las manzanas hasta picadas, como las tuyas, las uvas y los higos en sazón, el moscatel oro viejo que te trae recuerdos de momentos luminosos de la infancia y de la casa familiar... mañana las frutas se verán marchitas.
Pero ese cuadro feliz y rotundo de Caravaggio me lleva también a unos poemas de D. H. Lawrence, Phoenix poems, traducidos por Mario Satz y leídos a mis veinte años, de la mano de un amigo mexicano de entonces, cuando el viaje hacia el olvido solo era un poema intenso, lo mismo que el viaje por el otoño de la vida, algo musical, pero lejano, a pesar de que la inadaptación, el desasosiego y el extravío ya fueran sombras permanentes.
Ahora es otoño y los frutos caen
en un largo viaje hacia el olvido.
Las manzanas caen como grandes gotas de rocío
magullándose y buscando su propia salida.
Y es tiempo de ir, de despedirse
De nuestro propio yo, y de encontrar una salida
desdeel yo caído.
Esos poemas de Lawrence hablan de construir el barco de la muerte, ese que nos puede dejar en el puerto de quietud de un nuevo yo, algo que se dice fácil, y se escribe también con idéntica facilidad; pero que de fácil no tiene nada. Te puede llevar la vida entera conseguirlo y puedes no lograrlo jamás. Hay un infierno en la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, escribía con bastante alegría un crítico literario de otro mundo.****
Eres libresco y hablas del bosque de páginas en el que, por fortuna, te mueves de ordinario, intentas compartirlas con tus lectores, eso es todo. Nombres, citas… no se trata de alardes de erudición ni mucho menos de perpetrar «un centón de citas cogidas por los pelos», como escupió aquella indeseable de Virginia Fool en los alegres ochenta. Son un misterio las razones profundas que nos empujan a la malevolencia gratuita… a la ajena me refiero y también a la propia.
Si profundizas siquiera un poco en la idea de ese barco de la muerte, que no es el de los muertos, reparas en que en esos versos hay una propuesta que va más allá de un cambio de escenario, que la invitación es a sanear el pozo del que habla el I-Ching,aunque la incomodidad con uno mismo pueda ser incurable.
No sé cuándo escribió Lawrence ese poema, a qué edad me refiero, pero dado que se publicó póstumo, sospecho que fue en los años finales de su vida, los de la enfermedad y el alejamiento. En todo caso dudo que el poeta se refiera a su muerte física. Hay, o sería deseable que hubiera, otras muertes y otras resurrecciones.
El ave Fénix que resurge de sus cenizas... otro mito para los malos tiempos. No siempre es posible levantarse si eres derribado, si te ves vencido, por mucho empeño que pongas... la publicidad siempre dice otra cosa.
El barco de los muertos, la novela de los desposeídos y los condenados que escribió el enigmático B. Traven en la década de los veinte (publicada en 1926), cuando andaba vagabundeando por México, escapado de Alemania donde tal vez naciera. La novela, de intenso contenido político, anticapitalista y antinacionalista, se publicó en castellano en 1931, en la editorial Zeus.*****
Dudosa biografía la de Traven, pues consiguió durante décadas permanecer oculto detrás de una espesa cortina de patrañas, seudónimos y datos biográficos falsos. No logro saber de qué texto salen estas líneas, referidas a su muerte en México, en 1969:
En cuanto sienta que se aproxima mi fin, me refugiaré como una bestia en la maleza más tupida, donde nadie pueda seguirme. Ahí esperaré la sabiduría infinita con gran devoción y reverencia y volveré, en paz y con tranquilidad, a la gran unidad de la que surgí al nacer. Daré las gracias a los dioses si tienen a bien saciar con mi cadáver el hambre de zopilotes famélicos y perros abandonados, para que no quede ni un huesito blanco.
La novela de Traven parte de una lógica burocrática diabólica, la de quien, por carecer de documentación, no puede probar lo que dice, en su caso ser un marino de Nueva Orleans abandonado en Ámsterdam y, en consecuencia, le resulta imposible embarcarse. La policía holandesa no quiere líos y la belga tampoco, de modo que lo pelotean de un lado a otro de la frontera hasta que consigue enrolarse en un barco ataúd, de los condenados a ser hundidos por parte de los armadores para cobrar el seguro.
Ese barco de los muertos, de los sin papeles, de la gente de vida arrebatada por el abuso, encuentra un eco en la película Las tres coronas del marinero, de Raúl Ruiz, en la que un marino sin barco se embarca en uno de fantasmas, en Valparaíso, el Funchalance, de Funchal, donde los marineros, a fuerza de leer novelas, llevan vidas imaginarias… ¿Como la tuya? Qué más quisieras o mejor, no sabes de la que te has librado. Cuentes lo que te cuentes tu vida es real y no eres un fantasma a la manera de lo dicho por James Joyce en Ulises.
–¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.
Me temo que no estás en ninguno de esos tres casos: no te has ido, no estás en realidad fuera de nada y en cuanto al cambio de costumbres, arrastras las mismas desde hace demasiado. Todo lo demás que puedas decir son fantasías.
Y de Caravaggio a Lezama Lima, pasando por el barco de Lawrence y el Funchalance de Raúl Ruiz: «el otoño se anuncia por toques imperceptibles casi al principio, van creciendo sus ausencias, hasta que al fin gana una desolación y cerrazón totales». En él estamos y con su música de fondo escribo estos breves. Viaje del presente al pasado, pero solo a ratos, y del presente al presente, con la vista puesta en la incertidumbre del futuro, aunque no con total desesperanza, al contrario, con una esperanza ciega en que siempre amanece, en que no hay que rendirse sin más ni más, ni darlo todo por perdido.
Incertidumbre… Durante lo más crudo de la pandemia hemos tenido la oportunidad de descubrir lo frágiles que somos y de estar agradecidos a los que te han dado sin recibir nada o muy poco a cambio, y, en mi caso, satisfecho de la suerte que tengo de contarlo y de poder agarrarme a la escritura, de un poema, de una página de dietario, de estos breves que crecen en el margen de los días de la calma chicha, del agua muerta, y del tumulto. Suerte. No todo son empujones. Te la encuentras donde menos te lo esperas, donde nunca creerías que estaba.
«Bello lugar para deshacer lo hecho / desandar lo andado / y deshablar lo hablado», lo escribía, desde la isla de Juan Fernández, la uruguaya, chilenizada por Pinochet, Blanca Luz Brum Elizalde, y personaje novelesco sin duda, pero sin afeites, sin lirismos y sin adornos de bibliofilia. A lo largo de su vida, Blanca Luz tuvo más sombras repulsivas que luces, por mucho que el lirismo patriótico o la invención novelesca mediocre las enmascare.
Blanca Luz Brum, pareja de Siqueiros, feroz revolucionaria, peronista, anticomunista, reaccionaria, fue una robinsona por temporadas, como casi todos los que buscan las lejanías y estas se les echan encima, y tienen que regresar con urgencia al asfalto y a la bencina y sus tufos, químicos y sociales, para respirar a pleno pulmón la agobiante vida social sin la que no sabríamos qué hacer. Hay gente que no puede vivir sin exhibirse, por mucho que funjan de solitarios.
No es fácil desandar lo andado (y deshablar lo hablado menos) y además es posible que no tenga excesivo sentido, porque tal vez no llegues a ningún lado ni a conclusión que valga el viaje. ¿Cuál? ¿Que tu vida no ha merecido la pena? Para eso no hacer falta ir muy lejos y es casi mejor ahorrárselo, más que nada porque la rotunda conclusión suele ser mentira. No es fácil encarar lo que eres y has sido, lo hecho y lo mal hecho. Saber olvidar, escribía Gracián en su Oráculo manual y arte de prudencia, no es un arte, sino una dicha, un regalo, cuando, como sucede a menudo, no puedes olvidar aunque quieras y los malos, los pésimos recuerdos te asaltan cuando menos te lo esperas. No hay suficiente lejanía de ti mismo para ese trance. Y aun mayor regalo es que quien posee tus secretos se los lleve a la tumba, aunque esto no pase de ser una enormidad literaria de contenido poco preciso; tus secretos o tus miserias, que tanto da.
«En la vejez aprendemos a olvidar», escribió Ersnt Bloch en ese libro luminoso que es El principio esperanza, al que he recurrido menos a menudo de lo que debiera, desde que me lo descubrieron a comienzos de los ochenta y en el que encontré claves preciosas para entender sueños y derivas vitales de aquel entonces, y de ahora.
Aprender a olvidar y resignarse a olvidar por la brava, aceptar los olvidos con la mejor cara posible, de manera ajena a tus deseos, a pesar de ellos, a pesar de que necesites y recurras a recuerdos precisos: enseñanzas de la edad. Te ríes de esos olvidos si te encuentras vagando por el bosque y sientes que el cuerpo te obedece pero cuando te quedas solo, te acoquinas, tienes más miedo a perder la cabeza del que te gusta admitir. El fantasma de la novelista Iris Murdoch te persigue, no solo cuando sale de su casa y no sabe a dónde va ni a dónde vuelve, sino cuando enfrentada a sus últimas páginas literarias se da cuenta de que las palabras se le van escapando sin retorno posible. No es el único ejemplo, hay muchos otros, anónimos o de menos nombre, gente olvidada.
«Prisionero de su secreto», Faulkner en ¡Absalón, Absalón!Esa es una condena que puede ser perpetua, contra la que no cabe recurso alguno, ni siquiera la consolación del olvido. No hay alivio para esos secretos, ni bosque lo suficientemente espeso como para poder esconderte de ti mismo con esa mochila memoriosa a la espalda.
El viaje tras las huellas de los propios pasos, por muy del Opus Nigrum que sea –al de Marguerite Yourcenar me refiero–, acaba aburriendo, a quien lo emprende y a quien lo sigue; aburriendo o agobiando, tanto da. Los hechos de armas que aparecen en esas trochas embarradas no suelen ser comparables a los de los guardias suizos del Berézina, en ninguno de los sentidos. Los gatillazos, chapuzas, lances poco dignos, te dan un mal rato, eso seguro. No suele ser muy ameno lo que en él encuentras y hasta es posible que acabes pensando que ese viaje no merece la pena, en la medida en que no puedes enmendar nada de lo pasado y, en ocasiones, ni perdonártelo siquiera… otra cosa es que, para puro darte satisfacción y engañarte un rato, te inventes una vida que no has vivido, tanto para uso privado como público: diarios, memòries, falses, eh, falses, monólogos de cámara y gabinete exquisito, ficciones autobiográficas, autobiografías o así vendidas, que dejan más lagunas que claros a base de patrañas y omisiones. Puestos a ponernos en escena conviene dar la mejor cara, por muy falsa que sea… esa parece ser la regla de oro de la autobiografía.
Deshablar lo hablado… No es fácil. El embrollo lo tienes asegurado. Desescribir es todavía peor. No solo por el enredo y el forzoso donde dije Diego, sino porque de esa manera aturdes al lector, molestas, y es probable que ni tú mismo teaclaresde dónde estás. María Zambrano apuntaba que ya se encarga la propia vida, el tiempo, de borrar lo escrito, de difuminarlo de tal manera que se hace prescindible e indescifrable.
Escribir, hablar de más o de menos, no poder retirar ni lo dicho ni lo escrito, por mucho que lo intentes, me recuerda al saltador de Paestum que está en el aire y no ha caído todavía, pero lo va a hacer, no puede volver atrás, como la piedra arrojada antes de caer. Así mucho de lo dicho y escrito, antes de ser oído o leído.