¿En tu rancho o en el mío? - Por un anuncio - Kathie Denosky - E-Book

¿En tu rancho o en el mío? - Por un anuncio E-Book

Kathie Denosky

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Beschreibung

¿En tu rancho o en el mío? Una simple partida de póquer había convertido a Lane en el propietario del rancho Lucky Ace. El único obstáculo que se le presentaba para hacerlo su hogar permanente era la copropietaria, Taylor Scott, que era muy bonita, pero que estaba decidida a quedarse con la propiedad. Para colmo, se había ido a vivir… con él. Lane solo encontró una solución: jugarse el rancho en otra partida de cartas. Pero hasta entonces… ¿por qué no pasar un buen rato juntos?Por un anuncio Eli Laughlin sabía que Victoria Anderson había mentido, pero el ranchero decidió que le daba igual. Cuando puso el anuncio en el que buscaba esposa con experiencia en un rancho, no esperaba dar con una mujer tan encantadora como Tori. Y le resultó divertido ver cómo fingía que conocía el trabajo de un rancho. Tenían un mes para conocerse antes de decidir si querían continuar con el matrimonio, pero a Eli le estaba costando controlar su deseo. No le importaba lo que Tori estuviera ocultando porque quería hacerla su esposa cuanto antes.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 460 - diciembre 2020

 

© 2014 Kathie DeNosky

¿En tu rancho o en el mío?

Título original: Your Ranch…Or Mine?

 

© 2013 Kathie DeNosky

Por un anuncio

Título original: In the Rancher’s Arms

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-938-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

¿En tu rancho o en el mío?

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Por un anuncio

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Lane Donaldson no pudo evitar echarse a reír al ver a sus cinco hermanos comportándose como verdaderos tontos.

Era extraña la reacción que un bebé podía provocar en adultos inteligentes. Debía admitir que él no era diferente. También había puesto caras raras y emitido soniditos con el fin de hacer sonreír a la criatura.

Había invitado a la familia y a los amigos a una barbacoa para celebrar que había ganado en una partida de póquer el rancho Lucky Ace. Pero como su sobrino había nacido hacía unos meses, se celebraba también que hubiera un nuevo niño en la familia.

–Vais a asustar al pobre Hank –se quejó Nate Rafferty mientras sonreía al pequeño, que se hallaba en los brazos de su hermano Sam.

Nate y Sam eran tan distintos como el día y la noche, a pesar de ser los únicos hermanos biológicos del grupo de chicos que se habían criado en el rancho Last Chance. Mientras que Sam estaba felizmente casado y con un hijo de tres meses; Nate salía con tantas chicas como le era posible. De hecho, de los cuatro solteros recalcitrantes, incluido él mismo, Nate era el más reacio en sentar la cabeza.

–¿Y tú crees que con esa sonrisa bobalicona no le asustas, Nate? –dijo Ryder McClain riendo–. Me asustas más que los toros con los que tengo que vérmelas todos los fines de semana.

Ryder, jinete de rodeo en la modalidad monta de toro, era uno de los hombres más valientes que Lane había tenido el privilegio de conocer. Ryder también era el más despreocupado y más fácil de tratar de los cinco hermanos de acogida.

–Y tú, Ryder, ¿cuándo vas a ser padre? –preguntó T. J. Malloy antes de echar un trago de la botella de cerveza que tenía en la mano.

T. J. Malloy había sido un jinete de éxito en los circuitos de rodeo en la especialidad de caballo con montura. A los veintiocho años había dejado el rodeo y ahora se dedicaba a la cría y entrenamiento de caballos para el reigning, un deporte ecuestre y una de las disciplinas de la Monta Western.

–El médico nos dijo el otro día que, a partir de ahora, puede ocurrir en cualquier momento –respondió Ryder lanzando una preocupada mirada a Summer, su esposa, que estaba sentada charlando con Bria, la mujer de Sam, y Mariah, la hermana de Bria–. Y cuanto más se acerca la fecha…

–Nervioso, ¿eh? –intervino Lane con una sonrisa traviesa.

–Mucho –respondió Ryder desviando los ojos hacia su mujer, como si así quisiera asegurarse de que todo iba a ir bien.

–Te entiendo perfectamente, Ryder –declaró Sam asintiendo–. Un mes antes de que Bria tuviera a Hank, miré en el mapa el camino más rápido para ir al hospital e hice la ruta en coche varias veces para asegurarme de que llegaba a tiempo.

–Durante años, los dos habéis ayudado a las vacas a parir –dijo Nate en términos prácticos–. De no haber tenido otro remedio, podrías haber asistido en el parto de Hank, Sam. Y tú, Ryder, podrías hacer de matrona cuando Summer tenga al niño.

Todos lanzaron una mirada de desdén a Nate; después, sacudieron la cabeza y continuaron la conversación.

–¿Qué pasa? –preguntó Nate confuso.

–Cuando llegue el momento, quiero lo mejor para mi esposa, y soy lo suficientemente hombre como para reconocer que yo no soy lo mejor –respondió Ryder con una expresión que no dejaba lugar a dudas de lo que pensaba de la lógica de Nate.

–¿Has dado tu brazo a torcer por fin y le has preguntado al médico si va a ser niño o niña, Ryder? –preguntó Jaron Lambert mirando hacia el otro lado del patio, donde las mujeres estaban sentadas.

–La verdad es que nos da igual si es niño o niña con tal de que esté sano y de que Summer no sufra ningún percance –contestó Ryder sacudiendo la cabeza–. Summer quiere que sea una sorpresa y yo quiero lo que ella quiera.

–Pues yo espero que sea niña –declaró Jaron.

Lane lanzó una queda carcajada.

–¿Sigue Mariah sin hablarte, hermano?

–Todavía está enfadada por lo que dije cuando Sam y Bria nos contaron que iban a tener un hijo.

Jaron y Mariah llevaban discutiendo desde que se enteraron de que Bria y Sam iban a ser padres. Jaron había asegurado que iba a ser niño, en tanto que Mariah había insistido en que iba a ser niña. Al parecer, a Mariah no le había sentado bien el regodeo de Jaron por haber acertado.

–Sí, a las mujeres no les gusta que un hombre tenga la razón –comentó Lane sonriendo.

–Vaya, habló Freud –Lane se echó a reír.

–¿Por qué no dejas de marear la perdiz e invitas a esa chica? –preguntó Lane.

–Ya te lo he dicho en varias ocasiones, soy demasiado mayor para ella –respondió Jaron de mala gana.

–Eso es una tontería y lo sabes perfectamente –interpuso T. J.–. Solo le llevas ocho años. Quizá fuera distinto cuando tú tenías veintiséis y ella dieciocho, pero ella ahora tiene veintitantos. La diferencia de edad ya no importa.

–Exacto. Y, además, no creo que fuera a rechazar la invitación –añadió Ryder–. Le gustas desde que te conoció, aunque no consigo comprenderlo.

Interesándose de súbito por la puntera de sus botas, Jaron se encogió de hombros.

–En fin, da igual. No puedo permitirme distracciones en estos momentos, tengo que trabajar duro si quiero ganar el campeonato del mundo.

Iba a competir por tercer año consecutivo en el All-Around Rodeo Cowboy Championship, un campeonato en el que el vaquero debía participar en dos o más modalidades de rodeo.

–Bueno, mientras vosotros tratáis de hacer entrar en razón a Jaron, yo voy a ver si saco a bailar a esa dama –dijo Nate sonriente.

Todos volvieron la cabeza para ver a la mujer a la que Nate se había referido y, de repente, Lane se quedó sin respiración. Algo más alta que la media, la pelirroja en cuestión no era solo bonita, sino deslumbrante. El largo y liso cabello cobrizo contrastaba con su blanca tez blanca.

–¿Quién es esa? –preguntó T. J., que parecía tan perplejo como Lane.

–No sé, es la primera vez que la veo –respondió Lane mirando a su alrededor. No parecía acompañar a ninguno de los invitados.

–Acabará de llegar –dijo Nate–. De lo contrario, nos habríamos dado cuenta.

Mientras Nate se acercaba a la recién llegada, Lane pensó que esa mujer era, sin lugar a dudas, una de las mujeres más bonitas que había visto en su vida.

Cuando la banda de música paró para tomarse un descanso, Lane vio a Nate hablar con la mujer; después, vio a su hermano encogerse de hombros y volver hacia ellos. La mujer les miró desde el otro lado de la pista de baile y luego se acercó a la mesa con la comida y la bebida.

–No parece que hayas tenido mucho éxito, Nate –dijo T. J. riendo.

Nate sacudió la cabeza.

–Debo estar perdiendo mis encantos.

–¿Por qué dices eso? –preguntó Sam–. ¿Acaso ha oído hablar de tu fama de mujeriego?

–No, listillo –respondió Nate a Sam antes de dirigirse a Lane–. Me ha hecho preguntas sobre ti.

–¿Sobre mí? –era lo último que Lane había esperado oír. ¿Qué quería esa mujer saber de él?–. ¿Qué te ha preguntado?

–Quería saber cuánto tiempo llevas viviendo aquí, en Lucky Ace, y si tienes intención de quedarte en el rancho o venderlo –Nate frunció el ceño y volvió la cabeza para mirar a la mujer–. Ni siquiera sabía cuál de nosotros eras. He tenido que decírselo yo.

Lane miró con perplejidad a la desconocida, que estaba examinando la comida. Supuso que debía haber sido una de las espectadoras de alguno de los torneos de póquer en los que él había jugado. Pero, inmediatamente, rechazó la idea. De haber sido así, Nate no habría tenido que indicarle cuál de ellos era.

–Parece que tienes una admiradora, Lane –dijo Ryder sonriendo maliciosamente.

–Lo dudo –contestó Lane sacudiendo la cabeza–. Si ese fuera el caso, Nate no tendría que haberle dicho quién soy.

Todos sus hermanos asintieron.

Tras decidir que no podía pasarse el resto de la fiesta preguntándose quién era esa mujer, Lane respiró hondo.

–En fin, voy a ver a qué ha venido.

–Buena suerte –dijo Jaron.

–Si te va tan mal como a Nate, dímelo para que vaya a probar suerte yo –añadió T. J. riendo.

Ignorando las bromas de sus hermanos, Lane se dirigió a la mesa a la que estaba sentada sola aquella mujer.

–¿Le importa si me siento? –preguntó Lane al tiempo que sacaba una silla para sentarse–. Soy…

–Sé quién es. Usted es Donaldson –se quedó en silencio un momento; después, sin levantar la vista del plato, sacudió la cabeza–. Está bien, siéntese. No serviría de nada que le dijera que sí me importa.

La frialdad de su actitud, su negativa a mirarle directamente, le hizo vacilar. Estaba casi seguro de que no se conocían. ¿Qué podía haber hecho él para ofenderla? ¿Y por qué había irrumpido en su fiesta solo para amargársela?

–Perdone si no me acuerdo, pero… ¿nos conocemos de algo? –preguntó Lane, decidido a averiguar qué pasaba.

–No.

–En ese caso, ¿a qué viene tanta hostilidad hacia mí? –preguntó él directamente, volviendo a arrimar la silla a la mesa. No tenía intención de sentarse si ella no quería estar en su compañía.

–He venido a hablar con usted, pero prefiero no hacerlo delante de sus invitados –dijo ella. Y, cuando sus ojos esmeralda por fin le miraron, brillaban de ira–. Hablaremos cuando haya terminado la fiesta.

Lane examinó sus delicados rasgos mientras trataba de adivinar qué la habría llevado allí. No se conocían. Ella se había presentado a su fiesta sin que nadie la invitara y estaba muy disgustada con él. Y encima, para colmo, se negaba a decirle por qué.

No sabía qué se traía entre manos esa mujer, pero algo quería. Y él iba a descubrirlo, aunque tendría que esperar a que los invitados se hubieran marchado.

Indicando el plato de ella con un gesto, sonrió fríamente.

–La dejaré para que coma tranquila. La veré después de la fiesta.

Al alejarse, Lane se miró el reloj. Como jugador profesional de póquer, había aprendido a tener paciencia. Pero le iba a costar mucho aquella tarde. Estaba deseando que todo el mundo se marchara para ver qué quería esa mujer.

 

 

Mientras Taylor Scott esperaba a que los invitados se marcharan, se protegió con el manto de la ira y se recordó que estaba allí cumpliendo una misión. Donaldson era un tramposo y un sinvergüenza con pantalones vaqueros y un sombrero Resistol, tan negro como su corazón. Pero con lo que no había contado era con que fuese tan endiabladamente guapo.

Mientras le veía despedirse de una mujer a punto de dar a luz y de su marido, no pudo evitar notar lo alto que era y el magnífico físico que tenía: sumamente ancho de hombros, cintura estrecha, piernas largas y musculosas y calzado con botas. Parecía un hombre que se pasara la vida haciendo trabajo físico, no sentado durante horas interminables en una mesa de póquer. Pero lo que más le había sorprendido era la calidez y la sinceridad que había detectado en sus ojos color chocolate, rodeados de largas y negras pestañas, eran la clase de ojos en los que una mujer se podía perder sintiéndose al mismo tiempo a salvo.

Taylor sacudió la cabeza. Donaldson podía ser alto, moreno y guapo, pero no era de fiar. Era un tramposo, un engatusador y un ladrón. No era posible que hubiera ganado la mitad del rancho Lucky Ace jugando contra su abuelo sin hacer trampas. Durante más de sesenta años, su abuelo había sido considerado uno de los mejores jugadores profesionales de póquer a nivel mundial, y su abuelo no habría apostado la mitad de su rancho de no haber estado completamente seguro de ganar.

–Vamos adentro –dijo Donaldson tras acercarse a la mesa en la que ella estaba sentada.

–¿Por qué?

Hacía años que no estaba en la casa de su abuelo y no sabía si iba a poder contener las lágrimas.

Donaldson señaló a los de la empresa de catering, que estaban recogiendo.

–Me parece que estaremos más tranquilos en mi despacho –Lane se encogió de hombros–. Pero si usted prefiere…

–De acuerdo, vayamos al despacho –dijo ella poniéndose en pie–. Dudo mucho que usted quiera que nadie más oiga lo que tengo que decirle.

Él se la quedó mirando unos segundos antes de asentir. Después, se apartó para dejarla que le precediera hasta la entrada de la casa.

Taylor sintió la mirada de él en su espalda mientras subía los escalones y cruzaba el porche, pero ignoró el escalofrío de placer que sintió. Había ido a Texas por un motivo. Iba a enfrentarse al hombre que le había robado parte del rancho de su abuelo, le iba a comprar su parte y se iba a dar el gran gusto de echarle de la propiedad.

Pero al entrar en la cocina, una intensa emoción hizo que se olvidara de Donaldson. Casi no pudo soportar estar en casa de su abuelo, consciente de que él ya no estaba allí y no estaría jamás.

–El despacho es por ese pasillo y a la…

–Lo sé –le espetó ella, interrumpiéndole.

Le irritó tremendamente que un extraño le diera direcciones en una casa de la que guardaba los más felices recuerdos de la infancia.

Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas al entrar en el despacho de su abuelo.

–Por favor, siéntese, señorita…

–Me llamo Taylor Scott –respondió ella automáticamente.

Asintiendo, Donaldson le indicó uno de los sillones de cuero delante del escritorio.

–¿Le apetece beber algo, Taylor?

Oírle pronunciar su nombre con esa voz grave le provocó un hormigueo en el estómago, pero respiró hondo para recuperar la compostura mientras se sentaba en el sillón.

–No, gracias.

Él dejó el sombrero en el aparador; después, caminó hacia el escritorio y se sentó en una silla de respaldo alto.

–¿Qué es lo que tiene que decirme?

Quizá, si esperaba a revelar su identidad, podría lograr que él se incriminara y confesara que le había hecho trampas a su abuelo.

–Me gustaría saber qué piensa hacer con su parte de Lucky Ace –declaró ella mirándole a los ojos.

No le sorprendió que la expresión de él fuera impasible. Al fin y al cabo, era un jugador profesional de póquer y ducho en controlar sus emociones.

–No tengo por costumbre hablar de cosas de semejante naturaleza con los desconocidos –respondió él, eligiendo las palabras cuidadosamente.

–Tengo entendido que ganó la mitad de este rancho en una partida de póquer con Ben Cunningham –cuando Donaldson asintió, ella continuó–: He venido a comprarle su parte del rancho.

Él sacudió la cabeza lentamente.

–No está a la venta.

–¿Seguro, Donaldson? La oferta que voy a hacerle es sumamente generosa.

–Por favor, llámeme Lane –dijo él sonriendo, y a ella le dio un pequeño vuelco el corazón.

Tenía como clientes a algunos de los más famosos actores de Hollywood. Esos hombres habían gastado miles de dólares en el dentista y en cirujanos plásticos, y ni aun así podían igualar la perfecta sonrisa de Donaldson.

Sacudió la cabeza y decidió centrarse en el hecho de que era un tramposo.

–Estoy dispuesta a pagar más del precio del mercado si abandona la propiedad en el plazo de una semana –insistió ella.

–Me gusta esto y, aunque no me gustara, no vendería mi parte de Lucky Ace sin antes consultarlo con mi socio, que en estos momentos está en California –se la quedó mirando en silencio durante unos segundos, como si analizara la situación antes de volver a hablar–. ¿Por qué cree que quiere mi parte del rancho?

–No lo creo, lo sé –respondió ella impaciente.

–¿Por qué? –repitió él en tono exigente.

Taylor notó que Donaldson se estaba irritando con la situación. Pero confiada en tener un as en la manga, no pudo evitar sonreír.

–Antes de contestar a eso, ¿le importaría que le hiciera un par de preguntas, Donaldson?

Él se la quedó mirando momentáneamente antes de responder.

–Puede hacerlas, aunque no sé si las respuestas serán de su agrado.

–¿Cómo consiguió que Ben Cunningham apostara una parte de su rancho en una partida de póquer el otoño pasado? –preguntó Taylor.

–¿Por qué piensa que fue idea mía que cubriera su apuesta con la mitad de Lucky Ace? –preguntó él recostando la espalda en el asiento.

–¿Insinúa que lo hizo voluntariamente?

–¿Por qué opina que no fue así, Taylor? –dijo él con enervante tranquilidad.

Taylor había oído que era psicólogo y supuso que los rumores eran ciertos.

–Resulta que sé que no habría apostado su rancho a menos que hubiera estado completamente seguro de ganar –declaró ella.

–Así que conoce al señor Cunningham –dijo él con expresión impenetrable.

–Sí. Y bastante bien. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Lo que me gustaría saber es por qué está viviendo en esta casa.

–Eso no es asunto suyo, señorita Scott.

–Usted ha ganado varios de los principales torneos de póquer. Yo supongo que, con su considerable fortuna, preferiría vivir en un lugar más animado, no en un rancho perdido en medio del campo –dijo Taylor, esperando que le diera una indicación del motivo que le había llevado a residir en casa de su abuelo.

–Lo siento, pero no voy a picar el anzuelo, Taylor –con sorpresa, le vio sonreír–. Y ahora… ¿por qué no empezamos de nuevo y me dice de una vez lo que tiene que decirme sin más rodeos?

Taylor, dándose cuenta de que no iba a sonsacarle nada sin decirle quién era, respiró hondo.

–Soy la nieta de Ben Cunningham y quiero saber cómo consiguió hacerle apostar la mitad del rancho en esa partida de póquer. También quiero saber por qué está viviendo aquí y qué le haría vender su parte del rancho y marcharse de Lucky Ace.

–Ya que me está sometiendo a un interrogatorio, no me queda más remedio que suponer que Ben no le ha dado ninguna explicación, ¿verdad? –Donaldson arqueó una oscura ceja.

–No.

–En ese caso, dado que él no le ha dicho nada a usted, yo no estoy en posición de traicionar su confianza –Donaldson sacudió la cabeza–. Lo que sí puedo decirle es que fue él quien sugirió que me viniera aquí y estuviera al cuidado del rancho mientras él estaba en California, haciéndole una visita a usted y a sus padres.

–Insisto, ¿cómo le obligó a que apostara el rancho? –dijo Taylor irritada–. ¿Cómo lo consiguió?

–Yo no tuve nada que ver con que Ben apostara la mitad de su rancho. Fue idea suya única y exclusivamente –respondió Donaldson.

–Me cuesta mucho creerle, Donaldson –incapaz de permanecer quieta, Taylor se puso en pie y se paseó por delante del escritorio–. Mi abuelo compró esta tierra hace sesenta años con el primer dinero que ganó con el póquer. Adoraba este lugar. Y cuando se casó con mi abuela, construyeron la casa y mi madre se crio aquí. Jamás se le ocurrió jugarse la propiedad. ¿Qué motivo podía tener para hacerlo el otoño pasado?

–Eso tendrá que preguntárselo a Ben –Donaldson sonrió–. Desde hace un par de meses no he tenido noticias de él. ¿Cómo está su abuelo? ¿Le está sentando bien el sol de California? ¿Ha mencionado cuándo piensa volver al rancho?

Taylor se detuvo y se volvió de cara a él. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero se negó a permitir que su enemigo las viera. Respiró hondo para tranquilizarse.

–Mi abuelo murió hace tres semanas.

La sonrisa de Donaldson desapareció al instante.

–No sabe cuánto lo siento. Ben era un buen hombre y uno de los mejores jugadores de póquer que he tenido el honor de conocer. Le doy mi más sentido pésame.

–Gracias –contestó Taylor volviendo a sentarse en el sillón.

–Tenga, beba –dijo Donaldson al tiempo que le daba un vaso y se sentaba en el sillón contiguo al de ella.

–¿Qué es? –preguntó Taylor mirando el líquido transparente.

–Agua –contestó él con una amable sonrisa–. ¿De qué ha muerto? –preguntó en voz baja.

–Un ataque al corazón. Al parecer, llevaba tiempo con problemas de corazón, pero no se lo había dicho a nadie.

Guardaron silencio unos momentos.

–No comprendo por qué la federación de póquer no anunció el fallecimiento de Ben la semana pasada en el torneo de Las Vegas.

Taylor se bebió el agua y dejó el vaso encima del escritorio.

–No lo anunciaron porque no lo saben. Mi abuelo nos pidió que no dijéramos nada a nadie hasta después de esparcir sus cenizas aquí, en el rancho.

–¿Es por eso por lo que ha venido? –preguntó Donsaldson–. ¿Para decirme que va a esparcir las cenizas de Ben?

–No –Taylor esquivó su mirada–. De eso me encargué ayer por la tarde, a la puesta de sol.

–Si estaba aquí ayer… ¿cómo es que no la vi?

–Porque conozco esta propiedad como la palma de mi mano –respondió ella–. A tres kilómetros de aquí, en dirección oeste, hay un camino que lleva al río que pasa por la parte sur del rancho. El abuelo me dijo que, si algo le ocurría, quería que echara sus cenizas al río al atardecer, justo en el lugar donde le pidió la mano a mi abuela –Taylor se miró las manos–. Supongo que comprenderá que era algo muy personal, muy íntimo.

–Por supuesto –dijo él con voz queda.

–Y ahora que ya sabe que mi abuelo ha muerto, no tiene motivos para no responder a mis preguntas –Taylor le lanzó una punzante mirada–. Además, yo he heredado la otra mitad de Lucky Ace, por lo que soy copropietaria y me da derecho a saber todo lo referente a la propiedad. Y lo primero que quiero saber es cómo consiguió engañar a mi abuelo.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Lane se quedó mirando a Taylor conteniendo su irritación al tiempo que trataba de asimilar haber perdido a un buen amigo y socio. Le molestaba que se hubiera puesto en duda su integridad y que debiera defenderla, pero no parecía quedarle más remedio.

–Antes de que esto vaya a más, permítame que deje clara la situación, señorita Scott –dijo Lane–. Nunca he sido un fullero ni un tramposo. Me tomo muy en serio el póquer y le aseguro que no tengo que hacer trampas para ganar. Compito con otros jugadores y soy lo muy bueno, por eso tengo éxito, igual que su abuelo.

–Pero él llevaba jugando al póquer más años de los que tiene usted –insistió ella–. ¿Cómo pudo ganarle sin hacer trampas?

–Sé que debe serle difícil de creer, pero su abuelo y yo teníamos mucho en común –declaró Lane–. Respetábamos el juego y éramos buenos contrincantes. Si no logra aceptar que yo tuviera la habilidad necesaria para ganar a su abuelo, lo siento; pero, al igual que le ocurría a Ben, a mí no me hacen falta las trampas para ganar.

Lane se puso en pie, necesitaba una copa. Se acercó al aparador, se sirvió una copa de bourbon y se la bebió de un trago. Después, se volvió hacia ella.

–El día que gané la mitad de este rancho fue porque tuve mejor mano que la de su abuelo –Lane sacudió la cabeza–. Otro día, quién sabe, él podría haberme ganado. El juego es así, siempre hay que contar con el azar cuando se juega.

–Sé perfectamente que existe el riesgo de perder –dijo ella con menos seguridad que antes. Después, se llevó una delicada mano a la boca para cubrir un bostezo–. Pero algunos dicen que mi abuelo era quizá el mejor jugador de póquer de los últimos años. Sabía cuáles eran las probabilidades de ganar una mano y cuánto podía apostar sin arriesgar mucho. Jamás habría apostado la mitad del rancho si no hubiera estado completamente seguro de ganar.

–¿Y el hecho de que se equivocara me convierte en un tramposo? –preguntó Lane en tono duro.

Ella bostezó de nuevo.

–No habría arriesgado…

–Creo que ya hemos hablado del asunto lo suficiente –le interrumpió él. Tomó aire para calmar su creciente enfado. Esa mujer no le creía, y seguir dándole explicaciones no iba a conducirles a ninguna parte–. Bueno, son más de las doce de la noche, continuemos la conversación mañana por la mañana.

Ella se lo quedó mirando un momento y, por fin, asintió y se puso en pie.

–¿Dónde se hospeda? –preguntó Lane–. La llevaré a su hotel.

–No voy a ir a ninguna parte, me quedo aquí –declaró ella con decisión.

Resignándose, Lane salió con ella al vestíbulo.

–¿Tiene usted una habitación concreta en la que se quedaba cuando venía a visitar a su abuelo?

–Mi habitación es la que tiene cortinas y colcha de color azul y que, siguiendo el pasillo, está al extremo opuesto de la habitación principal –respondió Taylor, y se dirigió a la cocina–. Voy un momento a recoger mi equipaje.

–Deme las llaves del coche, iré yo –dijo Lane.

Aunque esa mujer le había irritado más que de sobra, no iba a perder los modales.

–No se moleste, puedo hacerlo yo –insistió ella al tiempo que se sacaba un manojo de llaves del bolsillo de pantalón.

Lane le quitó las llaves e ignoró el cosquilleo que le subió por el brazo al rozarle los dedos.

–Está cansada –dijo él apretando los dientes–. Suba a la habitación, dejaré el equipaje delante de la puerta de su cuarto.

–Es la mochila azul que está en el asiento de delante –dijo ella mientras él salía por la puerta.

Ella dijo algo más que no entendió bien, porque continuó caminando hacia el deportivo rojo aparcado al lado de su furgoneta.

En ese momento, cuanto más lejos de ella mejor. De lo contrario, iba a perder los estribos y a decirle lo que pensaba de sus ridículas acusaciones. O… a besarla hasta que los dos olvidaran que ella era una dama y él un caballero.

Pero… ¿cómo se le había ocurrido semejante cosa? Podía ser una de las mujeres más bonitas que había visto en sus treinta y cuatro años de vida, pero era un auténtico problema andante.

Sacudió la cabeza, abrió el Lexus y agarró la mochila. El suave y limpio aroma del perfume de ella le hizo recordar lo mucho que hacía que no tenía a una mujer en los brazos. Ese aroma fue un motivo más de frustración.

Apretó los dientes al sentir un intenso calor en el cuerpo. ¿Cómo podía desear a una mujer que le irritaba en extremo? ¿Y cómo ella había conseguido hacerle olvidar todo lo que había aprendido en los siete años que había pasado estudiando psicología?

Desde el primer momento se había dado cuenta de que ella había ido allí en busca de información. Y él, a su vez, había evitado responder haciendo preguntas. Le había resultado incluso gracioso el interrogatorio de ella. Pero lo que no perdonaba eran las acusaciones.

Lane era buen jugador de póquer, pero jamás había hecho trampas.

También era un psicólogo especializado en comportamiento humano. Sus estudios le habían enseñado a ser paciente, a observar y a escuchar, pero también a controlar sus emociones. La psicología le había sido de gran utilidad a lo largo de los años y le había ayudado mucho en su carrera de jugador de póquer.

Pero con Taylor sus conocimientos no le valían de nada. Cuando ella le clavaba esos grandes ojos verdes, se encontraba perdido.

Tras pronunciar en voz baja todas las maldiciones que se le ocurrieron, cerró bruscamente la portezuela del coche. De vuelta a la casa, miró la pequeña mochila que tenía en una mano. Taylor debía llevar poca ropa, lo que significaba que no se quedaría allí más de una o dos noches. Mejor para él.

Cuanto antes regresara a California y le dejara en paz, mejor.

 

 

Bastante antes del amanecer, Taylor se dio media vuelta en la cama y echó una mirada al despertador. Como mucho había dormido un par de horas, y en ese tiempo había soñado con el hombre alto y moreno que dormía en la habitación enfrente de la suya.

Cansada de seguir dando vueltas en la cama, lanzó un suspiro, apartó las sábanas, y se sentó.

¿Cómo conseguir que Donaldson le vendiera su mitad del rancho y desapareciera para siempre? ¿Y por qué demonios tenía que ser tan atractivo?

Seguía sin estar convencida de que no hubiera engañado a su abuelo en aquella partida de póquer, pero Donaldson había argumentado bien su inocencia y, a pesar de lo buen jugador que había sido su abuelo, empezaba a considerar la posibilidad de que Donaldson hubiera jugado limpio. Al fin y al cabo, por mucho que le doliera admitirlo, su abuelo podría haber cometido un error al calcular las posibilidades de ganar aquella maldita mano.

Pero lo que más le preocupaba de Donaldson era la forma como le afectaba a ella. En el momento en que se le acercó durante la fiesta para presentarse, la había dejado sin respiración; y, desde entonces, seguía sin respirar con normalidad. Nunca había reaccionado así con ninguno de los hombres con los que había salido, y mucho menos con uno del que no se fiaba.

Agotada emocionalmente y disgustada por cómo le afectaba Donaldson, decidió hacer lo que siempre la calmaba y le devolvía la objetividad: cocinar. Después de una rápida ducha.

Veinte minutos más tarde, Taylor se recogió el pelo húmedo en una cola de caballo y fue a la cocina. Después de poner la cafetera, se puso a trabajar. Examinó el contenido de la despensa y del frigorífico, decidió lo que iba a preparar de desayuno y abrió uno de los muebles para sacar unos cuencos.

–¿Le importa si me sirvo un café? –dijo una voz grave a sus espaldas.

El sobresalto casi hizo que se le cayeran los cuencos al suelo al darse la vuelta. El corazón comenzó a latirle con fuerza y respiró hondo.

–Me ha quitado diez años de vida.

–Perdón –dijo él. Después, dejó el sombrero en un gancho al lado de la puerta y se sirvió una taza de café–. No era mi intención asustarla. Creía que me había oído –la ronca risa de él hizo que se le erizara la piel–. Es difícil no hacer ruido al andar con estas botas sobre el suelo de madera.

Taylor le miró de pies a cabeza. Ningún hombre tenía derecho a estar tan guapo a esas horas tan tempranas.

La noche anterior, con pantalones vaqueros azules y camisa blanca, le había parecido extraordinariamente guapo. Pero no había sido nada comparado con lo guapo que estaba en ese momento. Donaldson, con unos vaqueros viejos y una camisa de trabajo, estaba arrebatador. Los ojos y el pelo negro junto a una barba incipiente le conferían un aspecto de chico malo que le erizaba la piel.

Enfadada consigo misma por el rumbo de su pensamiento, Taylor dejó los cuencos de metal en la encimera y fue a agarrar unos huevos.

–¿Dónde está el ama de llaves de mi abuelo?

–Marie se jubiló a primeros de año y todavía no he contratado a nadie –respondió él.

A Taylor no le sorprendió oír aquello. La mujer que había contratado su abuelo al morir su esposa debía rondar los setenta años.

–El desayuno estará listo en unos minutos –dijo ella rompiendo los huevos para batirlos–. ¿Por qué no se sienta a la mesa?

–¿Qué va a preparar? –preguntó él, sentándose.

–Tostadas con queso y salsa de arándanos; por encima, le echaré una salsa de vainilla –contestó Taylor mientras faenaba.

–Suena muy bien, pero… ¿no es demasiado elaborado para un desayuno de rancho? –comentó él–. Debe gustarle mucho cocinar.

Taylor se encogió de hombros.

–Teniendo en cuenta que he estudiado en la Escuela de Artes Culinarias de California y que después fui a París a estudiar pastelería, sí, se puede decir que me gusta cocinar.

–Parece un trabajo interesante. ¿Tiene muchos clientes?

Asintiendo, Taylor echó salsa de vainilla en la fruta.

–Cuando empecé a trabajar, me apunté a una asociación de cocineros y la asociación me puso en contacto con algunos clientes. Ahora, esos clientes me recomiendan a otros. También consigo trabajo de gente que asiste a fiestas para las que preparo comida.

–Debe ser muy buena en su trabajo –comentó él.

Taylor llevó los platos a la mesa y se sentó.

–Júzguelo usted mismo –Taylor le vio contemplar la comida como si dudara de que fuera apta para ser ingerida. Apenas conteniendo la risa, le preguntó–: ¿Le pasa algo?

–Anoche dejó muy claro la opinión que tiene de mí, así que supongo que comprenderá que no las tenga todas conmigo –respondió él sonriendo.

–Es verdad que no me fío del todo de usted, pero eso no significa que usted no pueda fiarse de mí –Taylor le cambió el plato por el suyo–. Ahora ya no tiene por qué tener miedo.

Lane agarró el cuchillo y el tenedor y cortó la tostada.

–¿Qué le parece si empezamos de nuevo? –sugirió él–. Tratemos de ser amables el uno con el otro hasta que vuelva a Los Ángeles. Y… ya es hora de que nos tuteemos, ¿no?

–De acuerdo. Si la relación es más distendida, me resultará más fácil… convencerte de que me vendas tu parte del rancho –concedió Taylor.

–Ya te dije anoche que mi parte no está en venta. Pero sí estaría dispuesto a comprarte la tuya –dijo Lane antes de llevarse un trozo de tostada a la boca.

–Ni hablar. Me encanta este lugar. En la infancia pasé momentos muy felices aquí –irritada por la oferta de Lane, Taylor dejó el tenedor en el plato y le miró con enojo–. Mi abuelo sabía lo mucho que este rancho significaba para mí y quería dejármelo en herencia. Yo no voy a vender mi parte, ni a ti ni a nadie.

Lane bebió un sorbo de café.

–En ese caso, antes de que regreses a Los Ángeles, tendremos que llegar a un acuerdo en cómo dirigir el rancho y en los plazos para que recibas las ganancias que de él procedan.

–No voy a volver a Los Ángeles –dijo ella. Y, con gran satisfacción, vio la expresión de disgusto de él.

–¿Que no vas a volver a Los Ángeles?

Perdido el apetito, Taylor se levantó de la mesa y echó los restos de comida del plato a la basura.

–Mi intención es venir a vivir permanentemente al rancho.

–¿Y tus clientes de Los Ángeles? –preguntó él, que parecía más irritado cada segundo que pasaba–. ¿Y cómo es que piensas quedarte si apenas cabe ropa en la mochila que has traído?

–Hace más de una semana que les comuniqué a mis clientes mi traslado y les recomendé a otro cocinero –respondió ella–. He alquilado mi casa, los muebles están en un guardamuebles y una empresa de mudanzas me va a traer la ropa, que se supone que llegará la semana que viene. Además, en el maletero del coche tengo más equipaje.

Lane se levantó bruscamente, dejó el plato en el fregadero, se acercó a la puerta y agarró el sombrero.

–¿Vas a venir a almorzar?

–No.

–En ese caso, me dará tiempo a limpiar mi habitación y guardar mis cosas –dijo ella.

–Iré a la barraca de los empleados para ver si alguno está libre al mediodía para ayudarte a traer el equipaje –dijo él sin volverse.

Antes de que ella pudiera darle las gracias, Lane abrió la puerta y se marchó.

–Se lo ha tomado mejor de lo que pensaba –murmuró mientras colocaba los platos en el lavavajillas.

 

 

Lane, montado en su caballo, cruzó al paso los pastos en dirección a la barraca. Tenía que encontrar la forma de hacer que Taylor le vendiera su parte del rancho. Y si no lo conseguía, al menos debería lograr convencerla de que volviera a Los Ángeles y le dejara en paz.

Comprendía su apego al rancho de su abuelo, pero él también se había encariñado con aquella propiedad. Por primera vez en más de veinte años, se sentía realmente en casa y no estaba dispuesto a renunciar a ello.

Pensó en los planes que había hecho de cara al futuro. Había ganado una fortuna con el póquer y había hecho buenas inversiones; si no quería, no tenía que volver a trabajar en su vida. Pero, para él, jugar al póquer o trabajar en el rancho no era realmente trabajar. El póquer era un pasatiempo. Le gustaba competir y enfrentarse a jugadores tan habilidosos como él y, si en algún momento dejaba de interesarle, lo dejaría. En cuanto a trabajar en el rancho, más bien lo veía como un estilo de vida; hasta seis meses atrás, no se había dado cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. Por eso tenía intención de mejorar Lucky Ace, quería introducir una manada de ganado vacuno que pastase libremente por los pastos y también tenía pensado criar y entrenar caballos para los rodeos.

Sin embargo, sus planes podían verse truncados si Taylor insistía en trasladarse al rancho y participar en la dirección de este. Por ese motivo, pasó el día reparando vallas y molinos de viento, tanto si era necesario como si no. La actividad le ayudó a pensar. Desgraciadamente, no sacó ninguna conclusión, a excepción de que Taylor, al igual que él, no quería vender su parte de Lucky Ace.

Cuando en el otoño ganó la mitad del rancho, su intención había sido vendérselo a Ben. Pero Ben le había pedido que se trasladara a la propiedad para encargarse de ella mientras él pasaba el invierno con su familia en California. Ben le había dicho que ya volverían a hablar en primavera; entretanto, que utilizara el tiempo para decidir qué quería hacer, si vender o no. Los últimos seis meses le habían hecho recordar el tiempo pasado en el rancho Last Chance y darse cuenta de que se había precipitado al ofrecer a Ben venderle lo que le había ganado jugando al póquer.

La mirada de Lane se perdió en la distancia. Ser enviado al rancho Last Chance de adolescente, al cuidado de Hank Calvert, su padre de acogida, había sido lo mejor que le había ocurrido en la vida. Solo tenía buenos recuerdos del tiempo que había estado allí.