Entre el deber y el deseo - Leanne Banks - E-Book
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Entre el deber y el deseo E-Book

Leanne Banks

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Beschreibung

Había una línea muy fina entre la obligación y el deseo... y él estaba a punto de traspasarla... Impulsado por la promesa que le había hecho a un compañero fallecido, el marine retirado Brock Armstrong fue en busca de la viuda. Las conversaciones que había tenido con su amigo habían dado a Brock cierto conocimiento sobre Callie Newton; de hecho, creía conocer todos sus anhelos y sus sueños... Pero al verla cara a cara se acobardó, Callie era incluso mejor de lo que había imaginado. Y no pasó mucho tiempo antes de que comenzara a desearla como nunca había deseado a nadie. Pero para un hombre de honor como él, Callie era un sueño inalcanzable.

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Seitenzahl: 138

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Leanne Banks. Todos los derechos reservados.

ENTRE EL DEBER Y EL DESEO, Nº 1362 - marzo 2012

Título original: Between Duty and Desire

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-587-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

«En la guerra, ganas o pierdes, vives o mueres… y la diferencia está en un pestañeo».

General Douglas MacArthur

La luna brillaba sobre el desierto, reflejándose en la arena. Como siempre, el sargento Rob Newton estaba hablando de su mujer, Callie. El capitán Brock Armstrong sonrió interiormente mientras hacían su rutinaria patrulla. Rob estaba loco por su mujer, pensó, mientras miraba alrededor para comprobar si el horizonte estaba despejado. Aunque estuviera entretenido, nunca dejaba de tener cuidado.

Rob estaba riendo en ese momento…

Una explosión retumbó en la noche. Brock sintió el impacto al tiempo que oía gritar a su compañero:

¡Callie, Callie!

Le quemaba la carne y el dolor era tan fuerte que no podía hablar. El tiempo pasaba con aterradora lentitud. Las imágenes se convertían en borrones. No podía ver por el ojo derecho. Intentó moverse, sintió que lo levantaban y oyó el ruido de la hélice de un helicóptero. Iban a ayudarlo.

–Callie –oyó la voz de Rob.

Brock consiguió volver la cabeza.

–¿Estás bien?

–No dejes que se aísle –musitó Rob, desesperado–. No dejes que se convierta en una ermitaña. No dejes que…

–Tiene que calmarse –los interrumpió otra voz.

¿Un médico?, se preguntó Brock, notando que empezaba a perder la conciencia–. Tiene que conservar las energías.

Luego, todo se volvió negro.

Brock se despertó cubierto de sudor. Abrió los ojos, pero la oscuridad se cerraba sobre él como una prensa. Alargó la mano para encender la lámpara y se sentó en la cama, jadeando como si hubiera corrido una maratón. Aunque la herida había curado hacía tiempo, se pasó la mano instintivamente por el ojo derecho. Aquella otra noche no veía nada por ese ojo porque la sangre que manaba de su cabeza se había convertido en una cascada…

Después de meses de terapia, seguía cojeando. Quizá cojearía para siempre. Pero eso no evitaría que siguiera corriendo cada día. Nada cambiaría en su vida… excepto seguir en el cuerpo de los marines. Siempre supo que no seguiría en activo para siempre, pero no había esperado tener que retirarse tan pronto.

Brock se pasó una mano por el pelo. Debería cortárselo. O no, pensó. Ya no tenía que obedecer las ordenanzas.

Miró alrededor y se sintió inquieto. Llevaba demasiado tiempo en el centro de rehabilitación. Estaba listo para irse, para dejar atrás la tragedia. Cada día se sentía más fuerte y no había perdido la fuerza de voluntad.

Estaba harto de hablar de sí mismo durante las sesiones con el psiquiatra…

Suspirando, saltó de la cama y se acercó a la ventana. Intentando escudriñar en la oscuridad, recordó la última noche que había visto a Rob Newton con vida. La mina antipersonas se había llevado la vida de Rob, pero respetó la suya. Seguía sin entender por qué, aunque se hacía esa pregunta cada cinco minutos.

El psiquiatra le había dicho que sufría un trauma llamado «sentimiento de culpa del superviviente» y que tardaría tiempo en curar.

Brock tragó saliva.

–Gracias por nada –murmuró.

Los gritos de Rob se repetían en su cabeza y cerró los ojos para controlar la sensación de mareo… Quizá no se le pasaría nunca. Quizá nunca volvería a sentirse en paz consigo mismo. Estar allí, en el centro de rehabilitación, no resolvería nada. Podía terminar la terapia él solo.

Tenía que encontrar la forma de vivir consigo mismo, la forma de compensar aquel sentimiento de culpa. Misión imposible, pensó.

¿Qué podía hacer por un hombre muerto?

Entonces pensó en su viuda. Quizá, sólo quizá, si hacía lo que Rob le había pedido antes de morir podría vivir consigo mismo.

Capítulo Uno

Traducción de la jerga de los marines

Unidad Alfa: esposa de un marine Sabía que su color favorito era el azul.

Sabía que era alérgica a las fresas, pero que de todas formas a veces las comía.

Sabía que sus ojos de color pardo cambiaban de color dependiendo de su humor.

Sabía que tenía una cicatriz en el muslo por un accidente de bicicleta que tuvo de niña.

Brock conocía a Callie Newton íntimamente, aunque jamás se habían visto. Eso iba a cambiar en aproximadamente noventa segundos, pensó, mientras levantaba la mano para llamar a la puerta de su casa, en Carolina del Sur.

El olor a mar era mucho mejor que el olor a antiséptico del centro de rehabilitación.

Le dolía la pierna de tenerla doblada durante tantas horas en el avión, de modo que se apoyó en la pared. Pero no hubo respuesta y volvió a pulsar el timbre, con más insistencia.

Oyó ruido de pasos, un tropezón y luego más pasos, hasta que, por fin… Una mujer rubia, despeinada y medio dormida, abrió la puerta tapándose los ojos con la mano para evitar el sol. Vestida con una camiseta arrugada y unos vaqueros cortos que dejaban al descubierto sus largas y torneadas piernas, Callie Newton se quedó mirándolo.

–¿Quién es…?

–Brock Armstrong –la interrumpió él, preguntándose si Callie sabría que la camiseta marcaba sus pezones–. Era amigo de…

–Rob –terminó ella la frase, con expresión triste–. Me habló de ti en sus cartas. El Ángel negro.

Se le encogió el estómago al oír ese apodo. Sus compañeros lo llamaban así porque tenía el pelo y los ojos negros. Y el humor. Antes del accidente, solía estar enfadado casi todo el tiempo. Seguramente porque llevaba peleándose con su padrastro desde la pubertad. Lo de «ángel» era porque había sacado a varios compañeros de alguna situación comprometida.

Pero no a Rob, pensó. A Rob no había podido salvarlo.

Callie Newton dio un paso atrás y le hizo un gesto con la mano.

–Entra, por favor.

Brock la siguió al interior de la casa. Con los nervios, Callie se golpeó la espinilla con el pico de una mesa y masculló una maldición.

–¿Quieres que encienda la luz?

–No, yo lo haré –contestó ella, subiendo la persiana del salón. El sofá estaba cubierto por una tela oscura, en las paredes no había cuadros ni fotografías y tampoco alfombras en el suelo–. Anoche trabajé hasta las tantas… bueno, hasta la madrugada, en realidad. Y me he quedado dormida –añadió, volviéndose hacia él… y tropezando de nuevo.

Brock, instintivamente, la sujetó del brazo. Estaban tan cerca que podía contar sus pecas. Había oído historias sobre los sitios donde tenía pecas…

–¿Qué hora es? –preguntó ella entonces con una voz ronca que le resultó muy excitante.

Todo le resultaba excitante. Llevaba demasiado tiempo sin acostarse con una mujer.

–Catorce… –Brock se detuvo, recordando que no tenía que hablar en términos militares–. Las dos.

Callie hizo una mueca.

–No sabía que fuera tan tarde.

En ese momento, un gato entró en el salón y se arrimó a su pierna.

–Ay, pobre Oscar. Seguro que tiene hambre –murmuró, acariciándolo–. Voy a hacer café.

Dio un paso, estuvo a punto de tropezar con el gato y luego salió de la habitación.

«Un poquito despistada por las mañanas», le había dicho Rob. Aunque ya no era por la mañana para la mayoría de los seres humanos.

Brock miró alrededor. No parecía un hogar. Y eso no podía ser. Rob había descrito a Callie como una mujer que nunca dejaba de crear, de decorar, que no conocía el significado de la palabra soso. Pero aquella habitación era definitivamente sosa.

Brock asomó la cabeza en la cocina. Era pequeña, pero soleada, con el fregadero y la encimera muy limpios. No había mesa, sólo una silla sobre la que había un cuaderno de dibujo, una caja de cereales y unos bollos de crema.

«Los bollos de crema significan síndrome premenstrual o fecha de entrega».

–¿Tienes que entregar un trabajo urgentemente?

Ella asintió.

–Sí, me quedé atrás cuando Rob… –Callie no terminó la frase–. Durante un tiempo, no podía dibujar. Ahora puedo, pero no sé si me gusta lo que hago. No me apetece usar colores alegres y se supone que debo ilustrar libros para niños. Tres. Sólo me salen escenas grises, lluviosas…

Brock empezó a sospechar.

–Ésta parece una playa muy agradable. ¿Te gustan tus vecinos?

Callie se pasó una mano por el pelo.

–No he tenido tiempo de conocerlos. No salgo mucho.

La sospecha se intensificó.

–Yo voy a quedarme aquí durante algún tiempo. ¿Puedes recomendarme un par de restaurantes?

–No. La verdad es que salgo poco.

Él asintió, pasándose una mano por el mentón. De modo que la preocupación de Rob estaba justificada… su mujer se había vuelto una ermitaña.

–No tengo leche –dijo Callie, sacando dos tazas del armario–. ¿Quieres azúcar?

–No, gracias. Prefiero el café solo. Ella lo miró entonces, en silencio.

–Rob te admiraba mucho.

–Era mutuo. Rob era una persona querida y respetada por todos. Y hablaba de ti todo el tiempo.

–Ah, pues supongo que os aburriríais mucho.

Brock negó con la cabeza.

–No, era una forma de romper la tensión. Siento no haber podido ir a su funeral… El médico no quiso darme el alta.

–Sé que has estado en el hospital –murmuró ella, bajando la mirada–. Yo no quería que Rob entrara en los marines. Fue una de nuestras pocas discusiones.

–¿Por qué? ¿Te parecía demasiado peligroso?

–Cuando se alistó, yo no sabía lo peligroso que era. Lo que no quería era ir de un sitio para otro. Quería un hogar.

–Pero cuando Rob murió, te viniste aquí, a la playa.

Callie sacudió la cabeza.

–Demasiados recuerdos. Sentía que me chocaba con él, con nuestros sueños, cada cinco minutos –contestó, mirándolo a los ojos–. Bueno, ¿y a qué has venido?

Como no quería contarle lo que Rob le había pedido, Brock carraspeó.

–Casi he terminado la rehabilitación y no quería seguir en el centro, así que decidí que un par de semanas en la playa antes de empezar a trabajar me vendrían muy bien.

–¿Por qué aquí precisamente?

–Porque es un sitio muy tranquilo –sonrió Brock–. Si me caigo de bruces mientras corro por la playa, no me verá mucha gente.

Ella sonrió. Seguía mirándolo con expresión escéptica, pero más divertida.

–Algo me dice que no tienes mucha experiencia cayéndote de bruces.

–Hasta este año, no.

La sonrisa de Callie desapareció.

–Lo siento.

–Y yo siento lo de Rob.

–Gracias. Yo también. Si esto era una visita de cortesía, dalo por hecho.

Brock asintió, aunque no pensaba decirle adiós tan deprisa. Callie Newton vivía en la playa, pero estaba pálida y tenía ojeras. Su delgadez era preocupante y parecía como si… como si estuviera en punto muerto.

Y él quería que, al menos, metiera la primera.

Brock se mudó a una casita que estaba a quinientos metros de la de Callie. Sentado en el balcón, mientras observaba las olas romper rítmicamente contra la playa, empezó a sentirse en paz. El océano no se parecía nada a la guerra. Cambiaba cada segundo, pero en cierto modo permanecía constante. Mirar las olas era la mejor terapia… mucho mejor que la que recibió en el ejército.

Cuando se metía en la cama, la imagen de Callie Newton apareció en su cabeza. Se preguntó entonces qué estaría haciendo. ¿Enfrentándose con una hoja en blanco? ¿Dibujando una escena gris? ¿O se estaría quedando dormida, como él?

La fotografía de su mujer que Rob le enseñaba a todo el mundo lo había dejado fascinado. En ella, Callie se reía con abandono y era el equivalente femenino a un rayo de sol. Rob, un tipo alegre, había conseguido pasar por el campamento de instrucción sin que nadie pudiera quitarle esa alegría. Era simpático, nada cínico, al contrario que Brock. Él tenía cinismo suficiente para una docena de hombres. Quizá por eso le caían tan bien el sargento Newton y las historias que contaba sobre su mujer. Porque eran frescas e inocentes. Brock no recordaba haber sido fresco e inocente desde que su padre murió, cuando tenía siete años.

Entonces volvió a pensar en Callie. Aunque la tristeza que había visto en sus ojos le encogía el corazón, estar con ella lo animaba. Y era tan guapa…

Su pelo era una cascada de oro y su piel, tan blanca, emanaba feminidad. Sus labios le recordaban a una jugosa ciruela y aquella maldita camiseta que parecía jugar al escondite con sus curvas…

Esa imagen lo excitó. Pero su atracción por Callie no era nada personal, se dijo. Estaba frustrado, sexual, personal y mentalmente. Apartando las sábanas, Brock saltó de la cama y fue desnudo a la ducha.

«Olvídate del agua fría».

Bajo una ducha caliente, al menos podría librarse de parte de su frustración… imaginando que estaba con la mujer de sus sueños.

Brock se levantó a las seis de la mañana. El entrenamiento con los marines había condicionado su vida y quizá nunca podría volver a levantarse tarde. Pero era mejor así. Después de desayunar café, tostadas y huevos revueltos, se puso unos pantalones cortos y fue corriendo por la playa hasta la casa de Callie.

El primer paso para sentirse normal era dormir de noche y trabajar de día. Callie Newton era como una niña, que tenía mezclados el día y la noche. Y por eso necesitaba un poquito de ayuda.

Brock llamó a la puerta y esperó. Y esperó. Y volvió a llamar.

Oyó un golpe y luego un grito. La puerta se abrió entonces y Callie lo miró, con los ojos guiñados.

–Tengo la impresión de que esto ha pasado antes.

–Lo siento. Pensé que estarías despierta –sonrió Brock–. ¿Te apetece correr un rato por la playa? No tengo la pierna al cien por cien, así que debo ir más despacio de lo que me gustaría…

–¿Correr? –lo interrumpió ella–. ¿Ahora? ¿Qué hora es?

–Las diez.

–Ah –murmuró Callie, apartándose el pelo de la cara–. Es que anoche estuve trabajando en un dibujo que seguramente no podré usar –añadió, suspirando.

–Si no te ves con fuerzas… –se aventuró Brock, intentando retarla.

Ella frunció el ceño.

–Claro que tengo fuerzas. Puede que esté un poco oxidada, pero puedo correr como todo el mundo.

Brock asintió, sonriendo. Buena señal.

–¿Quieres que te espere aquí mientras te cambias?

Callie miró su camiseta arrugada como si acabara de percatarse de que la llevaba puesta. Y se puso como un tomate.

–Sí, debería… bueno, entra. No tardaré mucho.

–Gracias.

Al acercarse, respiró su aroma. Era un olor fresco, sexy, a mujer dormida, que lo hizo desear enterrar la cara en su pelo… Ese pensamiento lo pilló por sorpresa. Y no le hizo ninguna gracia.

Cuando Callie desapareció por el pasillo, el gato se acercó para olerlo y luego se apartó con gesto desdeñoso. Él nunca había entendido a los gatos ni a los amantes de los gatos.

Los felinos nunca se acercaban cuando uno los llamaba, todo lo contrario. Además, esperaban recibir comida y alojamiento desdeñando a sus dueños. A él le gustaban más los perros.

Callie volvió poco después con el pelo sujeto en una coleta. Llevaba una camiseta ajustada y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto su ombligo. Algunas enfermeras del centro de rehabilitación habían coqueteado con él, pero ninguna de ellas iba vestida así.

Llevaba demasiado tiempo encerrado, pensó, y sus hormonas estaban enloquecidas. Antes del accidente salía con muchas chicas, nunca tuvo problemas para encontrar una mujer. Rob decía que no le duraban más que una caja de cervezas y no iba muy descaminado. Aunque siempre había dejado claro que no estaba haciendo promesas… no tenía tiempo para una relación seria.

Apartando la mirada del ombligo de Callie, Brock se pasó una mano por el pelo.

–¿Lista?

–Sí, vámonos.

Empezaron a correr por la playa y, veinte minutos después, temió que Callie cayera desmayada.

–Aquí hay un café. ¿Quieres que paremos un rato?

Ella se detuvo y lo miró a los ojos con una mezcla de agotamiento y alivio.

–¿Tú quieres parar?

–Si te desmayas, llevarte en brazos hasta tu casa con esta pierna mía va a ser un problema.

–¿Quieres decir que no estoy en forma?

–En absoluto. Yo creo que estás muy en forma. Pero puede que te falte un poco de práctica.

Callie abrió la boca para protestar, pero pareció pensárselo mejor.

–Deja que te invite a desayunar.

–Estoy tan agotada que no sé si podré comer.

–Seguro que sí.