2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
¿Podría convertirse aquel soltero empedernido en un hombre de familia? Tras una noche asombrosa, Glory Danson y Caleb Masters engendraron un bebé. Pero, casi enseguida, Glory se dio cuenta de que tenía un problema. Aunque Caleb era un científico brillante que estaba decidido a salvar al mundo, no era el hombre más indicado para ser padre. Caleb no sabía qué le había ocurrido. En un momento, tenía entre sus brazos a la mujer más sexy que hubiera conocido y, al momento siguiente, ¡le estaba pidiendo que se casara con él! Casarse con la madre de su hijo era lo que debía hacer, sí, pero ¿amor? Bueno, eso era un experimento muy distinto. ¿O no?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 193
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1996 Leanne Banks
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Sucedió en una noche..., n.º 2021 - julio 2014
Título original: Expectant Father
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-687-4606-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Era la pesadilla de una relaciones públicas.
Y era todo suyo.
Glory Danson miró de nuevo la carpeta y se estremeció. Ella no sabía hacer milagros. Al ver a Pat Finch, que se dirigía a su mesa, le hizo una seña para que se acercara. Pat era su última esperanza. Era dura y llamativa, al contrario que ella.
—Pat, a ti te gusta viajar. Seguro que te encantará este proyecto. Seis ciudades en seis semanas. Tengo entendido que Nueva Orleans es muy divertido en esta época del año.
Pat arqueó las cejas y pasó la uña roja del dedo índice por la carpeta. Agitó la cabeza.
—No intentes colármela, cariño —le dijo, con su voz entonada por el whisky y el tabaco—. Ya dije que no a eso la semana pasada.
—Pero… si es un investigador que está buscando un medicamento que ayudará a muchísima gente. Es una gran causa. Los medios de comunicación se lo rifarán.
—Esa es la parte fácil. El problema es él.
—Es un genio que investiga un nuevo fármaco para el Alzheimer.
—Eso es admirable, pero ¿sabes que le llaman «máquina de investigar»? Y ese es el apodo agradable. La gente a la que no le cae bien le llama «bestia salvaje del laboratorio». Creo que el director del laboratorio no le ha dicho al tal Masters que va a tener vacaciones durante unas semanas. Está esperando a encontrar el mejor momento posible.
La confianza de Glory languideció aún más. Sabía más sobre Caleb Masters de lo que podría averiguar en ningún expediente, pensó, nerviosamente, al recordar su experiencia previa con él.
—Pero… piensa en todo el potencial —continuó, centrándose con desesperación en lo positivo—. Es joven, extremadamente inteligente y soltero.
—Tiene el pelo más largo que yo.
—Podría cortárselo —sugirió.
Pat chasqueó suavemente la lengua.
—Lee la letra pequeña, Glory. Cuando se enfada, tira cosas. Mi nieto de cinco años tiene más sentido común que él.
Glory se mordió el labio.
—Supongo que no va a servir de nada que te suplique.
Pat negó con la cabeza y le dio una palmadita a Glory en el hombro.
—Todavía no entiendo por qué te ha asignado el jefe esto a ti.
—Yo lo pedí —respondió Glory—. Pero no sabía lo que estaba pidiendo. Le dije que llevaba ya seis meses haciendo comunicados de prensa y que quería hacer algo más —explicó, cerrando la carpeta con frustración. ¿Dónde estaban su fortaleza y su determinación? ¿Acaso su matrimonio fracasado también le había robado eso?—. Antes de casarme, hacía asesoría de imagen y de relaciones con la prensa sin inmutarme —le confió a Pat—, pero, mirando esto, me siento como si fuera a una zona de guerra.
—El matrimonio te hace eso —respondió Pat, hablando por experiencia propia—. Te succiona y, después, te escupe —dijo. Rebuscó algo en su bolso, sacó dos tarjetas y las puso sobre el escritorio de Glory—. Este es el mejor bar de la ciudad. Llévalo allí primero. Después, llévalo a la peluquería. Vamos, esa barbilla en alto —añadió, mientras se alejaba—. Solo son seis semanas.
Glory suspiró. «Te succiona y, después, te escupe». Qué gran verdad. ¿Qué le había ocurrido a la mujer que era antes de casarse con el senador Richard Danson? Algunas veces, se miraba al espejo y se preguntaba adónde había ido todo su valor. Hasta que se había dejado hechizar por el carismático y rico senador, había sido una joven de ojos brillantes, optimista, dispuesta a hacer frente a todos los retos, segura de sí misma y valiente. ¿Quién podía saber que las tendencias perfeccionistas de Richard tenían una vena de crueldad? ¿Quién iba a saber que él podría destruir su confianza en sí misma sistemáticamente, para que siempre renunciara a su propia voluntad y cumpliera la de él?
Ella misma debería haberlo sabido.
Y eso era lo peor de todo. Le había costado cinco años de sufrimiento hasta tocar fondo, y muchas visitas secretas al centro de mujeres hasta conseguir reunir el valor suficiente como para dejarlo. El matrimonio había sido una pérdida total para ella. Había dejado su trabajo para complacerle, así que había tenido que empezar desde cero nueve meses antes. Y, para rematar, no tenía hijos. Glory siempre había querido tenerlos, pero Richard, no.
Glory no dejaba de repetirse que debería haberlo visto antes de casarse. Que debería haber percibido las señales, y no haber buscado ninguna excusa para Richard. Él no la quería a ella; tan solo quería una persona que pudiera amoldarse a la perfección a sus requerimientos, para agradarlo en todo. El problema era que aquel agrado había cambiado, y ella no había podido estar a la altura.
Así pues, había perdido algo más que dinero, que su carrera y que la oportunidad de tener hijos: había perdido la confianza en sí misma. Y deseaba recuperarla. Lo deseaba con todas sus fuerzas.
Miró de nuevo el expediente de Caleb Masters, y frunció el ceño. Era cierto que había tenido una experiencia negativa trabajando con Caleb hacía varios años, pero, si le hubieran asignado aquel proyecto antes de casarse, ¿qué habría hecho?
Soltó un juramento en voz baja y se concentró para tratar de imaginarse cuál habría sido su reacción. Sin embargo, su mente permaneció en blanco.
—Resígnate, Glory —murmuró—. Te ha caído un trabajo de pesadilla.
—Voy a enviarte fuera del laboratorio durante las próximas seis semanas —dijo el doctor Jim Winstead.
Caleb Masters miró con incredulidad al hombre que era su jefe, su mentor y su amigo. Por un momento, hubo solo silencio.
—No puedes hacer eso —dijo Caleb, finalmente, y se levantó de la silla con inquietud—. Estoy tan cerca de conseguir un resultado definitivo que casi puedo tocarlo. No puedo…
Jim negó con la cabeza.
—Ya está decidido. Uno de tus compañeros te encontró dormido en tu escritorio cuando vino a trabajar, a las seis de la mañana —dijo, en tono de acusación—. Demonios, McAllister ha cometido más errores que todos nosotros juntos, y no veo que vayas a sacarle del laboratorio a él.
—McAllister no tiene berrinches.
Aquello terminó de irritar a Caleb. ¿En qué momento había terminado aquel nerviosismo continuo que sentía con su dominio sobre sí mismo? Tuvo ganas de tirar por la ventana el cisne de cristal que había sobre el escritorio de Jim. Tomó aire para calmarse y lo miró con los ojos entrecerrados.
—Y, si soy tan desastroso, ¿por qué me nombraste jefe de este equipo de investigación?
—Eso es fácil —dijo Jim, con una sonrisa—. Porque eres un genio. Cuando duermes lo suficiente y comes con regularidad, tienes la misma energía que cinco hombres. Motivas a todos los que están a tu alrededor para que trabajen más allá de su potencial —respondió. Entonces, la sonrisa se le borró de los labios—. Sin embargo, durante estos últimos meses, has estado exigiendo demasiado y… A la gente le da miedo hasta darte los buenos días. La productividad ha bajado.
Caleb sintió una opresión en el pecho. Recordó todos los mensajes que su hermano le había dejado en el contestador automático y que él no había respondido. Recordó que Eli le había advertido que estaba pasando demasiado tiempo en el laboratorio.
—Y tú piensas que es por mí.
Jim asintió.
—El hecho de ser investigador científico de una enfermedad como el Alzheimer puede causarle complejo de superhéroe a cualquier hombre. Tú tienes un caso muy grave, y no tienes mujer e hijos que te den otra perspectiva de las cosas. No cuentas con el equilibrio de…
Caleb agitó la cabeza. Había oído aquello muchas veces.
—Nunca he creído en tu teoría de equilibrar el trabajo con el ocio. Lo que más satisfacción me produce en la vida es acercarme más y más al descubrimiento de una medicina que va a alargar los años de vida de una persona, de una persona a la que se le acaban las opciones. ¿Puede haber algo más importante que eso?
—Eso es muy importante, pero tú has perdido el enfoque completo de las cosas, y te necesitamos en plena forma en el laboratorio. Por eso te voy a asignar temporalmente al departamento de conferencias.
—¿Cómo? —exclamó Caleb, sin poder dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Voy a tener que pasarme todo el mes que viene dando discursos en un puñado de clubs de jardinería?
Jim sonrió.
—No. No creo que los clubs de jardinería estén listos para recibirte. Voy a mandarte a un tour por todo el país, para que hables con partidos políticos de diferentes estados, pero no tendrás un horario agotador. También podrás descansar. Te enviaremos con una relaciones públicas para que te ayude con la prensa y todo lo que pueda surgir.
Caleb se sintió furioso y derrotado. Al pensar en que no iba a poder invertir todas sus energías en el trabajo, se sintió inútil.
—Esto es una pérdida de tiempo. Hay por lo menos diez personas en este laboratorio que pueden hacer esto mucho mejor que yo. Yo no soy políticamente correcto, y puedo causar más perjuicios que beneficios.
Jim asintió.
—Puedes, pero no vas a hacerlo.
Caleb frunció el ceño.
—Pero podría dejar el trabajo.
Entonces, Jim se quedó inmóvil y respiró profundamente.
—Es cierto, podrías dejarlo, pero yo espero que no lo hagas. Espero que te des cuenta de que estoy haciendo lo que pienso que es mejor para el proyecto, para el equipo y para ti.
Caleb puso los ojos en blanco. Estaba claro que Jim iba a decirle las palabras más adecuadas para conseguir que entrara en razón.
—Está bien —dijo, alzando las manos en señal de rendición—. Seis semanas y vuelvo. ¿Cuándo empiezo?
—Hoy mismo —respondió Jim—. La experta en relaciones públicas te llamará a casa. Haz algunas de esas cosas que llevas mucho tiempo sin hacer: huele las rosas, duerme la siesta, come bien. Y, por el bien del laboratorio, lígate a alguna mujer.
Caleb, después de maldecir el sentido de humor de su jefe, tomó la carpeta que le ofreció Jim y salió de su despacho. Dos minutos más tarde, estaba al aire libre, fuera del laboratorio, bajo los rayos brillantes del sol, y se sentía como un topo que acababa de salir de su madriguera. Tuvo que contenerse para no volver a entrar en el edificio; con esfuerzo, caminó hacia su coche y miró el calendario en su reloj.
Era mayo.
Se le había acabado el plazo para pasar la Inspección Técnica de Vehículos hacía más de tres meses.
Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Tenía que admitir la realidad: era un ser humano, y no una máquina. Y, sin embargo, pese a tener una mente superdotada, no recordaba la última vez que había olido una rosa, que se había echado la siesta, que había comido bien o que, demonios, se había acostado con una mujer.
La coleta tendría que desaparecer.
Al ver la cara de sorpresa que ponía Caleb al reconocerla, Glory sonrió. Era más alto de lo que ella recordaba, delgado y ancho de hombros. Tenía la misma mirada inquietante y analítica de siempre, pero, además, era la mirada de un hombre adulto, inteligente y enérgico.
Glory le tendió la mano.
—Caleb, me alegro de volver a verte.
—Glory Jenkins —dijo él, con asombro, y le estrechó la mano.
—Danson —corrigió ella, suavemente.
—¿Casada? —le preguntó él, mirándole la mano.
—Divorciada —respondió ella, soltándose.
Aunque la curiosidad se le reflejó en los ojos, Caleb se limitó a asentir.
—La última vez que te vi estábamos en el instituto. Ahora eres muy diferente.
Ella se echó a reír mientras se sentaba en la mesa del bar.
—Eso espero. Antes era todo gafas y aparato de ortodoncia.
—Y pelo —añadió él—. Siempre tuviste una melena castaña y larga.
—Tú no —replicó ella.
—Ah, esto —dijo él, agarrándose la coleta descuidadamente—. Algunas veces, cuando estoy en el laboratorio, pierdo la noción del tiempo.
—Bueno, según el itinerario que me ha enviado por fax, hoy mismo, el doctor Winstead, tendrás tiempo libre en todos los viajes que vas a hacer.
—No por gusto —musitó él, y alzó una mano para llamar a la camarera.
Glory esperó hasta que él hubo pedido las bebidas.
—¿Es que no quieres ir a este viaje de trabajo?
—No, no quiero. Mi sitio está en el laboratorio. Nunca he sido famoso por mi encanto —dijo Caleb, y sonrió—. Tú deberías acordarte bien.
—Bueno, tuviste mucha paciencia cuando me diste clase de trigonometría.
—¿Y cuando tú me diste clase de lengua inglesa a mí?
—Mmm… Me dio la impresión de que Shakespeare no te interesaba mucho —respondió ella.
—Y convertí aquellas clases en un infierno para ti.
Glory se dio cuenta de que estaba intentando provocarla, tal y como había hecho durante aquel año de instituto en el que su profesor había decidido que deberían darse clases de refuerzo el uno al otro.
—¿Así es como lo recuerdas? —le preguntó ella, diplomáticamente.
Caleb se echó a reír.
—Vaya, qué habilidosa eres. Dime la verdad, ¿cómo recuerdas aquellas clases?
—Caleb, parte del trabajo de un relaciones públicas es ser positivo con respecto al cliente.
—Muy bien. Puedes decirles a todos los demás lo listo y lo bueno que soy y todos los títulos académicos que tengo. Pero, a mí, dime la verdad.
Magnífico. Seguía siendo tan exigente como siempre. Glory cabeceó.
—Bueno, creo que me he quitado casi todo de la cabeza. Pero sí recuerdo el trabajo final del trimestre.
—Eso fue un espanto —admitió él.
—Asesinaste a Shakespeare —dijo ella—. Me pasé horas…
—A mí me parecieron siglos —dijo Caleb.
Glory sonrió.
—Como mínimo.
Los dos se echaron a reír.
La camarera les llevó las bebidas.
—Te desvaneciste después del tercer curso —dijo ella.
Caleb asintió.
—Decidí terminar el cuarto año en la escuela de verano. Empecé la universidad en otoño e hice los estudios ininterrumpidamente, durante todo el año, hasta que terminé. Después empecé a trabajar en Paxton Pharmaceuticals, en el departamento de investigación —explicó. Tomó un sorbo de cerveza y señaló a Glory con la cabeza—. ¿Y tú?
—Yo me licencié en la Universidad Americana de Washington D. C., y empecé a trabajar para una gran empresa de publicidad. Estuve allí cinco años; después dejé mi profesión durante un tiempo, pero ahora estoy retomándola.
Él la miró pensativamente.
—Siempre decías que ibas a dedicarte a la política.
Glory bajó la mirada.
—En vez de eso, me casé con un político, pero esa es una historia muy larga y no acaba bien. Además, tenemos que hacer planes.
Dos horas después, Glory había decidido que el sobrenombre de «bestia salvaje del laboratorio» era erróneo. Salvaje, tal vez. Caleb tenía atractivo sexual, en parte por su actitud un poco arrogante y en parte por cómo se concentraba en ella cuando hablaba. Sin embargo, no tenía nada de bestia, pensó Glory, sonriendo en secreto, mientras caminaban hacia su coche.
Él tocó con los nudillos en el capó.
—Un sensato coche estadounidense.
Aquello molestó un poco a Glory.
—Quería un Porsche rojo.
Él arqueó las cejas, y ella notó que su mirada le calentaba la piel.
—¿Ah, sí? —preguntó Caleb, con su voz ronca, y se inclinó hacia ella.
A Glory se le aceleró el corazón y, al notar su propia reacción, se quedó sin palabras. Por el amor de Dios, ¡si solo había tomado un refresco! ¿Por qué estaba tan mareada?
—Siempre me pregunté si tu pelo sería tan suave como parecía —dijo Caleb, y le acarició suavemente uno de los mechones.
A ella se le encogió el estómago.
—Ahora ya lo sé —prosiguió él. Entonces, se inclinó aún más hacia ella—. Y también me preguntaba cómo sería besarte.
Hizo una pausa de dos segundos, durante los que Glory intentó recuperar el sentido común. Debería haber hecho otra cosa, pero solo pudo mantenerse inmóvil. Entonces, él bajó la cabeza y la besó. Le acarició la unión de los labios con la lengua y, en cuanto ella abrió la boca, él hizo el beso más profundo, inmediatamente. Ella percibió su sabor a cerveza y a necesidad masculina.
Caleb emitió un gruñido de aprobación, y aquel sonido hizo que le hirviera la sangre. Después de haber vivido constantemente con la crítica y el desprecio, estaba hambrienta de la aprobación de un hombre. Notó un agradable cosquilleo en el pecho y, con tal de seguir sintiéndolo, habría sido capaz de seguir besando a Caleb durante una hora.
Y, si no se hubiera dado cuenta de que se le caían las lágrimas, tal vez lo hubiera hecho.
Con un sonido de protesta, Glory se apartó de Caleb, se dio la vuelta y se apoyó con ambas manos en el techo de su coche. Tenía la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies. Mientras trataba de recuperar el aliento y la sensatez, se enjugó las lágrimas con ambas manos.
Caleb también estaba intentando recuperar la cordura. Agitó la cabeza y dijo:
—Yo… eh… no sé qué decir. Hacía mucho tiempo que no…
—Yo también —respondió Glory con tirantez.
Parecía tan vulnerable, que él sintió el impulso de abrazarla. Sin embargo, tuvo la sospecha de que ella no se lo agradecería.
—Siento haberte disgustado.
—No, no es culpa tuya —respondió Glory, girándose hacia él—. Por lo menos, no creo que esté llorando por tu culpa.
Vaya, aquello no le aclaraba mucho la situación.
—Pero no siento haberte besado —dijo él, y notó que ella se ponía rígida—. Tal vez esto no tenga sentido para ti, pero hacía muchos meses que no me sentía humano. Si supiera que no ibas a abofetearme, volvería a hacerlo.
Ella abrió mucho sus enormes ojos azules.
—No, no lo hagas —dijo, desesperadamente. Entonces, se mordió el labio y sonrió un poco—. No quisiera tener que abofetear a un cliente.
Caleb notó un par de dolores extraños. Uno, en el pecho y, el otro, en la bragueta del pantalón.
—Entonces, ¿a quién debemos culpar de esto?
Glory se encogió de hombros.
—No lo sé.
—A la cerveza —zanjó Caleb, para intentar poner una nota de humor.
Ella se rio, y él estuvo a punto de enjugarse el sudor de la frente a causa del alivio que sintió.
—Oh, no, ha sido la Coca-Cola light.
La vio abrir el coche y sentarse tras el volante. Le gustó cómo se movía; tenía una belleza muy femenina, pero también una energía controlada. La vida la había hecho más sofisticada, y había puesto una sombra de dolor en sus ojos azules. Caleb se preguntó cómo sería su exmarido, el político. Y se preguntó cómo sería besarla de nuevo, y hacer el amor con ella.
—Es tarde —dijo Glory—. Tengo que irme ya. Nos vemos dentro de un par de días. Y, Caleb, no voy a beber más Coca-Cola Light cuando esté contigo.
Él se echó a reír.
—Claro, claro. Es una sustancia muy peligrosa, y eso está científicamente demostrado. Cuídate —dijo, y cerró la puerta del coche.
Después, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y la vio marcharse.
Durante unos minutos, Glory había conseguido que olvidara que no tenía nada que hacer. Y, al mismo tiempo, le había hecho recordar el consejo de Jim; aunque le hubiera parecido absurdo al principio, Caleb tuvo la sensación de que podría pasarse mucho tiempo haciendo el amor con Glory.
Glory miró el reloj y se sintió muy molesta por el retraso de Caleb. Después, miró a su alrededor por el bar, e intentó ignorar que la camarera la estaba observando de una manera especulativa. Después de aquel apasionado beso con Caleb, se había sentido avergonzada. Aunque le hubiera resultado placentero, había sido muy poco profesional. Además, cabía la posibilidad de que, para Caleb, aquel beso no hubiera sido suficiente y de que tratara de seducirla.
Sí, claro. Desde entonces, había cancelado tres reuniones con ella.
Y aquella noche se había retrasado más de media hora sin llamar para avisarla. Su paciencia se había terminado.
Salió de la cafetería y subió a su coche. Veinte minutos después, estaba ante la puerta de la casa de Caleb, recordando la conversación que había tenido con el jefe del laboratorio, el doctor Jim Winstead.
—Caleb Masters es un científico extraordinario. Cuando se propone una cosa, no es fácil convencerle de que la abandone. Tampoco es fácil de manejar, y como usted va a tener que hacerlo…
—¿Yo?
¿Manejar a Caleb?
Glory había respirado profundamente.
—Tenía entendido que Caleb y yo íbamos a trabajar juntos, en equipo. Yo le ayudaría con sus discursos, con los horarios y las apariciones ante el público y los medios de comunicación…
—Bien… Caleb está muy comprometido con su investigación, y no quiere hacer este tour —le había confesado el doctor Winstead, después de un largo silencio–. Demonios, no hay otro modo de decirlo: Si quiere ganarse su colaboración, tendrá que valerse de sobornos, intimidación, fuerza bruta, cualquier cosa. Y, si encuentra algún método que funcione, hágamelo saber, por favor.
Con aquellas palabras en mente, Glory llamó a la puerta de Caleb.
Y tuvo que llamar tres veces más hasta que, por fin, él abrió.
Al verlo, a Glory se le olvidó todo lo demás. Llevaba unos pantalones vaqueros colgándole de las caderas y una camisa abotonada con descuido y las mangas recogidas hasta los codos. Se apoyó en el quicio de la puerta y la miró con intensidad. Claramente, estaba concentrado en otra cosa, pero Glory tuvo la certeza de que la analizaba de pies a cabeza, dedicando una especial atención a las curvas que hacían distintos sus dos cuerpos.
Sintió una calidez desconcertante, y tuvo la sensación de que la veía y no la veía, al mismo tiempo.
Caleb pestañeó.
—Entra. Me estoy asegurando de que McAllister tenga copias de seguridad de mis archivos. No sería la primera vez que pierde algo.
Glory tomó la decisión de recuperar el tiempo perdido, y atravesó el umbral, tragándose la impaciencia.
—Tenemos que…
—He estado transfiriendo una información que encontré la semana pasada a través del módem —comentó Caleb, mientras la guiaba, a través del vestíbulo, el salón y el pasillo, hacia el despacho, en el que apenas había muebles; tan solo un escritorio y, sobre él, una caja de pizza vacía y un ordenador de última generación. El cursor parpadeaba con insistencia en la pantalla.
Glory lo vio sentarse y tomar el escáner.