¿Existe Dios? - Hans Küng - E-Book

¿Existe Dios? E-Book

Hans Küng

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Beschreibung

Los años transcurridos desde la publicación por vez primera de esta obra no le han restado actualidad, «pues el papel de la religión en los Estados laicos es objeto de vehementes discusiones en los tiempos que corren, tanto en España como en Europa, y tras esos debates se esconde la cuestión más profunda de si un hombre moderno e ilustrado puede defender ante la razón, y en qué forma, la fe en Dios». Hans Küng elude tanto la ingenuidad fideísta (con Descartes) como el racionalismo ideológico (con Pascal), afrontando los retos del ateísmo moderno (Feuerbach, Marx y Freud) y del nihilismo posmoderno (Nietzsche). El resultado de ambos ha sido la puesta en cuestión de las certezas fundamentales: las relativas a la fe religiosa y las que conciernen a la consistencia y sentido de la realidad en general. Para Küng este resultado es irrefutable, pero, a la vez, no concluyente. «Sí a la realidad», como alternativa al nihilismo, desde una postura de confianza radical; «sí a Dios», como alternativa al ateísmo, desde una fe que trasciende la razón sin negarla; y «sí al Dios de la Biblia», al Dios de Jesucristo en particular, como fundamento de esa confianza radical: tales son las tres etapas básicas por las que Küng responde a la pregunta que da título a su obra.

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¿Existe Dios?

¿Existe Dios?Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo

Hans Küng

Traducción de José María Bravo Navalpotro

 

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Religión

Primera edición: 2005

Segunda edición: 2010

Tercera edición: 2019

Cuarta edición: 2021

Título original: Existiert Gott?

Antwort auf die Gottesfrage der Neuzeit

© Editorial Trotta, S.A., 2005, 2010, 2019, 2021, 2023

www.trotta.es

© Hans Küng, 1978

© José María Bravo Navalpotro, 2005

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-157-7

 

 

 

Ad maiorem Dei gloriam

CONTENIDO

Qué quiere este libro

Prólogo a la nueva edición española

A. ¿RAZÓN O FE?

I.  ¿PIENSO, LUEGO EXISTO? RENÉ DESCARTES

1.  El ideal de la certeza matemática

Necesidad de un método exacto

El individuo seguro de sí mismo

2.  La certeza radical de la razón

Cómo se puede dudar de todo

El punto de apoyo de Arquímedes

3.  La razón, ¿base de la fe?

De la certeza de sí mismo a la certeza de Dios

Ni librepensamiento ni agustinismo

Herencia tomista

La claridad, ideal de la teología

4.  Unidad rota

¿Realidad escindida?

La matemática, ¿ideal de verdad?

¿Matemática sin contradicciones?

¿Pruebas concluyentes de la existencia de Dios?

¿Dos planos o plantas? Tomás de Aquino y sus consecuencias

II.  ¿CREO, LUEGO EXISTO? BLAISE PASCAL

1.  La relatividad de la certeza matemática

Convergencias y divergencias

La lógica del corazón

2.  La certeza radical de la fe

Grandeza y miseria del hombre

En qué no se puede dudar

3.  La fe, base de la razón

¿Razón razonable - creencia creíble?

Ni librepensamiento ni tomismo

Herencia agustiniana

La fe, base de la teología: Agustín y sus consecuencias

Pugna de la fe con la fe: jansenismo

4.  Vestigios del ateísmo

Cuestiones de moral: ¿ateísmo humanista?

Cuestiones de política: ¿ateísmo político?

Cuestiones de ciencia: ¿ateísmo científico?

III. CONTRA RACIONALISMO, RACIONALIDAD

1.  La discusión teórico-científica

Lo empírico y lo «místico»: Ludwig Wittgenstein

¿Lógica y teoría de la ciencia contra metafísica? Rudolf Carnap

¿Pretensión universal del pensamiento cientítico-natural? Karl Popper

Revoluciones científicas: Thomas S. Kuhn

Teología y cambios en la imagen del mundo

2.  Primer balance provisional: Tesis sobre la racionalidad moderna

Cambio de rumbo

Ciencia moderna

Relación teología - ciencia natural

La ciencia y el problema de Dios

La realidad, una y múltiple

B. LA NUEVA CONCEPCIÓN DE DIOS

I.  DIOS EN EL MUNDO: GEORG FRIEDRICH WILHELM HEGEL

1.  Del deísmo al panenteísmo

Límites de la Ilustración

Todo en Dios: Spinoza y sus consecuencias

2.  ¿Ateísmo?

Fichte y la controversia del ateísmo

Perspectiva posatea

El primado de Dios

II.  DIOS EN LA HISTORIA

1.  Fenomenología del espíritu

Lo absoluto en la conciencia

Dialéctica en el mismo Dios

2.  El sistema en la historia

La nueva síntesis

La nueva filosofía de la historia

La nueva filosofía de la religión

III. EL DIOS MUNDANO E HISTÓRICO

1.  Diferencia insalvable

¿Identidad de lo finito y lo infinito?

¿Todo racional?

¿Todo necesario?

2.  Dios en devenir

¿Progreso sin Dios? Auguste Comte

El Dios de la evolución: Pierre Teilhard de Chardin

Dios en proceso: Alfred N. Whitehead

3.  Segundo balance provisional: Tesis sobre la mundanidad e historicidad de Dios

Cambio de rumbo

Mundanidad de Dios

Historicidad de Dios

C. EL RETO DEL ATEÍSMO

I.  ¿DIOS, UNA PROYECCIÓN DEL HOMBRE? LUDWIG FEUERBACH

1.  El ateísmo antropológico

De teólogo a ateo

Disputa en torno a Hegel: ¿Conserva la religión o la elimina?

Un precursor del ateísmo en Alemania: David Friedrich Strauss

Dios, reflejo del hombre

El misterio de la religión: ateísmo

2.  Feuerbach ante la crítica

Crítica antropológica de la religión

¿Infinitud de la conciencia humana?

¿Fin del cristianismo?

Dios, ¿deseo o realidad?

3.  No se puede ignorar a Feuerbach

El ateísmo, reto permanente

¿Qué queda de la crítica de la religión de Feuerbach?

II.  ¿DIOS, UN CONSUELO INTERESADO? KARL MARX

1.  El ateísmo socio-político

De judío a ateo

De ateo a socialista

Materialismo dialéctico en vez de idealismo

¿Feuer-bach («arroyo de fuego») hacia Marx?

Opio del pueblo

Ateísmo de base económica

El ateísmo como visión del mundo: de Engels a Lenin

2.  Marx ante la crítica

Horizonte de la crítica socio-política de la religión

¿La religión, obra del hombre?

¿Futuro sin religión?

¿Promesa sin cumplimiento?

3.  No se puede ignorar a Marx

¿Qué queda de la crítica de la religión de Marx?

Cristianismo y marxismo

Verificación en la praxis

III. ¿DIOS, UNA ILUSIÓN INFANTIL? SIGMUND FREUD

1.  El ateísmo psicoanalítico

De científico a ateo

De la fisiología a la psicología

El reino de los deseos latentes

Origen de la religión

Naturaleza de la religión

Educación para la realidad

2.  Freud ante la crítica

La religión en Adler y Jung

El controvertido origen de la religión

La religión, ¿mera creación del deseo?

¿Fe en la ciencia?

¿Religiosidad reprimida?

3.  No se puede ignorar a Freud

¿Qué queda de la crítica de la religión de Freud?

Importancia de la psicoterapia para la religión

Crítica y contracrítica

Importancia de la religión para Jung, Fromm y Frankl

4.  Tercer balance provisional: Tesis sobre el ateísmo

Cambio de rumbo

El problema de la verdad

Contra una estrategia teológica de repliegue

Por una teología seria

Tomar en serio el ateísmo

D. EL NIHILISMO, CONSECUENCIA DEL ATEÍSMO

I.  EL SURGIMIENTO DEL NIHILISMO: FRIEDRICH NIETZSCHE

1.  Crítica de la cultura

Visión evolucionista de Darwin

Optimismo burgués de Strauss

Primeros pasos de Nietzsche

Pesimismo de Schopenhauer

Itinerario personal de Nietzsche

2.  La antirreligión

Contra el ateísmo inconsecuente

El superhombre como contrafigura

El más insondable pensamiento

3.  ¿Qué es el nihilismo?

Descartes y Pascal o el debate sobre la certeza primera

Superación de la moral

Origen del nihilismo

¿Fue Nietzsche nihilista?

II.  ¿SUPERACIÓN DEL NIHILISMO?

1.  Nietzsche ante la crítica

¿Eterno retorno de lo mismo?

¿Ateísmo fundamentado?

2.  Lo que pueden aprender los cristianos

¿El único cristiano verdadero?

¿Ser cristiano y ser hombre?

3.  Lo que pueden aprender los no cristianos

Consecuencias del nihilismo individual

Consecuencias del nihilismo social

4.  Cuarto balance provisional: Tesis sobre el nihilismo

Cambio de rumbo

La realidad, problemática

El nihilismo: posible, irrefutable, pero no demostrado

E. SÍ A LA REALIDAD. ALTERNATIVA AL NIHILISMO

I.  LA ACTITUD FUNDAMENTAL

1.  Aclaraciones

¿Qué yo?

¿Qué realidad?

2.  Toma de postura ante la realidad

Libertad con limitaciones

Libertad como experiencia

La alternativa fundamental

II.  ¿DESCONFIANZA RADICAL O CONFIANZA RADICAL?

1.  Confrontación

El no a la realidad

El sí a la realidad

No hay empate

Don y tarea

2.  Concreción

Génesis de la confianza radical en el niño

La confianza radical, tarea de toda la vida

3.  Explicación

La confianza radical, base de la ciencia

La confianza radical, base de la ética

Confianza radical y fe religiosa

El permanente enigma básico de la realidad

F. SÍ A DIOS. ALTERNATIVA AL ATEÍSMO

I.  EL HOMBRE PLURIDIMENSIONAL

1.  ¿Trascendencia?

Realidades y esperanzas

El hombre trascendente: Ernst Bloch

¿Trascender sin trascendencia?

2.  La otra dimensión

Añoranza del absolutamente otro: Max Horkheimer

La pregunta por el ser: Martin Heidegger

¿Callar ante Dios?

¿Estar a la espera de Dios?

«Dios», palabra llena de sentido: Ludwig Wittgenstein

II.  DISCUSIONES TEOLÓGICAS

1.  ¿Itinerario católico o evangélico?

Conocimiento de Dios por la razón: Vaticano I

Conocimiento de Dios por la fe: Karl Barth

2.  Debate sobre la teología natural

Naturaleza y sobrenaturaleza: Nouvelle théologie

Conocimiento de Dios de los no cristianos

Rectractación velada: otra vez Karl Barth

III. ¿PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS?

1.  Argumentos a favor y en contra

Argumentos a favor

Las dificultades

Contenido indemostrable

2.  Algo más que la razón pura: Immanuel Kant

Autocrítica de la razón

Dios, idea rectora

Kant ante la crítica

La condición de posibilidad de lo real

Verificación en la experiencia

IV.  DIOS EXISTE

1.  Introducción

Apertura nueva

Secularidad cuasi-religiosa

Redescubrimiento de la trascendencia

El futuro de la religión

2.  La hipótesis de Dios

Qué cambiaría si

Fundamento, soporte y meta de la realidad

Fundamento, soporte y meta de la existencia humana

3.  La realidad de Dios

El sí o no a Dios, posible

Dios, una cuestión de confianza

Fe en Dios como confianza radical últimamente fundada

Fe en Dios racionalmente justificada

Fe en Dios como don

4.  Consecuencias

Para la teología dogmática: ¿teología natural pese a todo?

Para la ética: autonomía de base teológica

G. SÍ AL DIOS CRISTIANO

I.  EL DIOS DE LAS RELIGIONES NO CRISTIANAS

1.  Los múltiples nombres del Dios único

Un Dios con múltiples nombres: religión china

Consecuencias para el cristianismo

Un Dios sin nombre: religión budista

Reto recíproco

2.  Los dos tipos fundamentales de experiencia religiosa

¿Religión mística o profética?

¿Todo igualmente verdadero?

¿Verdad por resolución pragmática?

II.  EL DIOS DE LA BIBLIA

1.  El Dios vivo

¿Historia de un error?

El Dios uno y único

El Dios de la liberación

El Dios uno con nombre

Respuesta del hombre

El Dios uno y los muchos dioses

2.  Dios y su mundo

¿Juega Dios a los dados? Albert Einstein

¿Es Dios persona?

¿Qué había al principio?

¿Interviene Dios?

¿Milagros?

¿Qué ocurrirá al final?

Derecho de Dios y derechos del hombre

El Dios de los filósofos y el Dios de la Biblia

III. EL DIOS DE JESUCRISTO

1.  Dios Padre

¿Un Dios tiránico?

¿Un Dios varón?

Padre de los descarriados

2.  Dios por Cristo Jesús

Muerte, ¿y después?

El Hijo de Dios

Lo cristiano del Dios cristiano

El criterio de la ética cristiana

El Dios del amor

3.  Dios en el Espíritu

¿Qué quiere decir Espíritu Santo?

Dios uno y trino

¿Existe Dios?

Palabras de gratitud

Notas

Actualización bibliográfica

Índice onomástico

QUÉ QUIERE ESTE LIBRO

¿Existe Dios? Y por extensión: ¿Quién es Dios? A ambas preguntas quiere este libro dar una respuesta, y fundamentarla. Quiere tomar en serio el interrogante, pero no quedarse ahí. ¿Sí a Dios? Hace tiempo que para muchos cristianos ya no es evidente. ¿No a Dios? Para muchos no creyentes tampoco lo es.

¿Sí o no? Muchos, entre creer y no creer, están perplejos, indecisos, escépticos. Dudan de su fe, pero también dudan de su duda. Otros muchos están orgullosos de sus propias dudas. Pero el anhelo de certeza permanece. ¿Certeza? Sean católicos, protestantes u ortodoxos, sean cristianos o judíos, creyentes o ateos, la discusión recorre a lo largo y a lo ancho las viejas confesiones como las nuevas ideologías.

Verdaderos motivos hay para preguntarse: ¿No está el cristianismo en las últimas? ¿No se ha terminado la fe en Dios? ¿Tiene aún futuro la religión? ¿No hay moral también sin religión? ¿No basta la ciencia? ¿No se ha generado la religión de la magia? ¿No vuelve a desvanecerse con el proceso de la evolución? ¿No es Dios originariamente proyección del hombre (Feuerbach), opio del pueblo (Marx), resentimiento de frustrados (Nietzsche), ilusión de infantiloides (Freud)? ¿No está el ateísmo comprobado y no es el nihilismo irrefutable? ¿No han renunciado incluso los teólogos a las pruebas de la existencia de Dios? ¿O acaso se debe creer sin razones? ¿Creer sencillamente? ¿No se puede dudar de todo, excepto tal vez de la matemática y de aquello que se puede observar, sopesar y medir? ¿No habrá de ser la certeza matemática el ideal, o es que no hay base alguna de certeza?

Y aun cuando Dios existiera: ¿Sería personal o impersonal? ¿No resultaría ingenuidad lo primero y abstracción lo segundo? ¿O tal vez habría que preferir la sabiduría del Oriente? ¿El callar del budismo ante el absoluto sin nombre? ¿No son todas las religiones en definitiva iguales? ¿No sería intelectualmente más honesto el Dios de los filósofos? ¿Por qué ha de ser mejor el Dios de la Biblia? ¿Dios creador del mundo y consumador universal? ¿Qué podemos saber del principio y del fin? ¿Y, encima, el Dios cristiano: Padre, Hijo y Espíritu Santo? ¿Hay que creer todo eso?

¿Por qué, pues, creer en Dios? ¿Por qué no sencillamente en los hombres, en la sociedad, en el mundo? ¿Por qué creer en Dios y no en los valores humanos sin más: la libertad, la fraternidad, el amor? ¿Por qué también, además de confianza en sí mismo, confianza en Dios; además de trabajo, oración; además de política, religión; además de la razón, la Biblia; además del más acá, el más allá? ¿Qué significa en absoluto la fe en Dios? Y ¿qué puede significar la fe en Dios hoy?

No tratemos de engañarnos: Hoy más que nunca el ateísmo pide a la fe en Dios una explicación. Cada vez más confinada a la defensiva en el curso de la Edad Moderna, esta fe se ha vuelto hoy muda, en pocos al principio, pero el número no deja de crecer. El ateísmo de masas es un fenómeno de tiempos recientes, un fenómeno de nuestro tiempo. Las preguntas son insoslayables: ¿Cómo se ha podido llegar tan lejos? ¿Cuáles son las causas? ¿Dónde estalló la crisis?

En esta problemática, tan ardua como fascinante, entran en juego lo mismo la Revolución francesa que la teoría de la relatividad, las ciencias naturales que la política, la teoría de la ciencia que el psicoanálisis, la historia de las religiones que la crítica de la religión: ¿hay realmente algo que quede fuera de juego? Pero, ¿cómo dar a todo respuesta a un tiempo, siendo tan inabarcable el material que ha acumulado el caudal de la Edad Moderna? ¿Son tantos los interrogantes y problemas que para obtener respuesta convincente deberían ser resueltos simultáneamente? Aquí puede estar la razón de la amplitud de este libro.

Para fundamentar nuestra respuesta hemos tenido que remontarnos al comienzo de la Edad Moderna. Pero no para escribir una historia de la filosofía, en la que no hay más que filósofos que engendran filósofos e ideas que alumbran ideas. No vamos a dar noticia de una historia de las ideas, sino de hombres concretos de carne y hueso, con sus dudas, luchas y sufrimientos, su fe y su increencia, con todos esos interrogantes que todavía hoy nos conmueven a nosotros. Es admirable: nadie desde Descartes, Pascal y Spinoza, pasando por Kant y Hegel, hasta el Vaticano I y Karl Barth, hasta William James, Teilhard de Chardin, Whitehead, Heidegger y Bloch, ha dejado de luchar todas las batallas con el problema de Dios. En esta historia entran en juego Agustín y Tomás de Aquino lo mismo que los Reformadores, el jansenismo y la Ilustración, como también Comte y Schopenhauer, Darwin y Strauss, el positivismo y el existencialismo y, en fin, la filosofía del lenguaje de Carnap y Wittgenstein, la teoría crítica de los francfortianos Adorno y Horkheimer y el racionalismo crítico de Popper y Albert.

Si volvemos a recorrer el camino de la historia, no es para alinear hechos, celebrar a los grandes espíritus, ampliar relatos; en una palabra: no es por el pasado como tal. Sino para ganar distancia a la par que cercanía, nueva cercanía, respecto al presente. Vamos a contar cosas del pasado para comprender mejor nuestro presente, para comprendernos mejor a nosotros mismos en todas nuestras dimensiones: razón y corazón, consciencia y subconsciencia, historia y sociedad, ciencia y cultura.

¿Existe Dios? En esto vamos a jugar con las cartas boca arriba. La respuesta será: Sí, Dios existe. Como hombre del siglo XX, incluso, uno puede razonablemente creer en Dios, y hasta en el Dios cristiano. Y tal vez hoy más fácilmente que hace un par de decenios, o puede que siglos. Pues después de tantas crisis, por asombroso que parezca, se han aclarado muchas cosas, y muchas dificultades contra la fe en Dios han sido eliminadas, aun cuando algunos no tengan aún conciencia de ello: Hoy ya no es menester estar en contra de Dios por el mero hecho de estar a favor del geocentrismo y la evolución, la democracia y la ciencia, el liberalismo o el socialismo. No; hoy, al contrario, es posible estar a favor de la verdadera libertad, igualdad y fraternidad, a favor de la humanidad, liberalidad y justicia social, a favor de la democracia humana y del progreso científico controlado, precisamente porque se cree en Dios. Hace algún tiempo un premio Nobel inglés debió responder a la pregunta de si creía en Dios: «Of course not, I am a scientist!». El presente libro está llevado por la esperanza de que está apuntando un nuevo tiempo en que la respuesta habrá de ser la contraria: «Of course, I am a scientist!» (naturalmente, soy un científico).

No temeremos la profesión de fe, donde venga al caso. ¡Pero no soltaremos panegíricos ni sermones! El primer derecho del lector es ser informado y orientado escuetamente sobre el estado actual de la cuestión. Se le deben, al mismo tiempo, brindar respuestas: claras, pero no definitivas. Respuestas que deben retar a una opción libre, a favor o en contra: a una decisión racional y responsable. Y tal vez a la revisión de la decisión.

Una última cosa: Los libros Ser cristiano y ¿Existe Dios? se complementan y, así lo esperamos, se transfunden uno en otro sin fisuras. Donde las repeticiones parecían convenientes, sobre todo naturalmente en la última parte, no han sido rehuidas. Todo libro debe poder leerse por sí solo y comprenderse enteramente. Mi interés se ha centrado en declarar, con la mayor consecuencia y transparencia posible, la totalidad de la fe en Dios, aun cuando en algunas cuestiones concretas más bien se apuntan pautas de pensamiento que se exhiben soluciones fijas. El todo entero de la fe en Dios brinda tantas posibilidades de acceso, conducentes todas ellas a su centro, que el lector, con la plena anuencia del autor, puede hacer lo que acostumbra a hacer de todos modos con libros como éste: empezar por donde le plazca.

PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN ESPAÑOLA

1978: un año decisivo precisamente para España. La Constitución democrática marcó un punto de partida esencial en el camino hacia una sociedad laica moderna. Se dejaba así atrás la preponderancia de una Iglesia poderosa para dar paso a una auténtica libertad religiosa, que justamente garantiza el reconocimiento de los derechos de las minorías.

1978: la fecha de publicación de este libro, cuya traducción española apareció ya al año siguiente y que ahora, en 2005, afortunadamente vuelve a ver la luz en una nueva edición. Muchas preguntas siguen siendo las mismas que entonces, y el libro conserva todavía plena actualidad. Es más: acaso haya adquirido, si cabe, una actualidad aun mayor. Pues el papel de la religión en los Estados laicos es objeto de vehementes discusiones en los tiempos que corren, tanto en España como en Europa, y tras esos debates se esconde la cuestión más profunda de si un hombre moderno e ilustrado puede defender ante la razón, y en qué forma, la fe en Dios.

De eso se trata en el presente libro: de permitir acceder a la realidad de aquello que es completamente otro y que, naturalmente, ha de ser ello o él mismo el que en última instancia se abra a nosotros. El teólogo, sea como fuere, nada puede aquí en un simple abrir y cerrar de ojos. Con recetas sencillas, animosas incitaciones o aseveraciones lacrimosas apenas cabe mover aquí ninguna cosa: son demasiado altos los escombros y demasiado grandes los bloques que, en particular desde la Ilustración, se han ido acumulando en la vía de acceso. Un trabajo minucioso y laborioso habría de desmantelar un sinnúmero de prejuicios, de los que también son responsables la Iglesia y la teología. Estos prejuicios son sobre todo de tres tipos:

1) No cabría ser verdaderamente hombre si se cree en Dios: Dios necesariamente existiría a costa del hombre, más aún, no sería en general más que la expresión de la alienación del hombre con respecto a sí mismo; un humanismo consecuente sólo podría ser ateísmo.

2) No cabría cultivar verdaderamente la ciencia si se cree en Dios: la fe y el saber serían mutuamente excluyentes; la ciencia reemplazaría a la religión de manera definitiva.

3) No cabría ser verdaderamente demócrata si se cree en Dios: la fe en Dios y la libertad, igualdad y fraternidad de todos no serían conciliables; la política habría pasado a ocupar el lugar de la religión.

¡Qué no hará falta para recuperar una mirada clara a la vista de este dilema teológico moderno, para volver a hacer transitable el camino, utilizando todo el material valioso! Incluso se probó necesario comenzar por el inicio mismo de la ciencia moderna, por esos geniales filósofos, matemáticos y científicos que fueron Descartes y Pascal, antípodas en la nueva comprensión de la razón y la fe; avanzar luego hacia la nueva concepción global de Dios y el mundo que encontramos en Hegel; y prestar finalmente atención a las grandes posturas contrarias a la fe en Dios, en especial a Feuerbach, Marx y Freud, así como al punto final de esta evolución negativa, el nihilismo de Nietzsche. Hemos de seguir aquí la estela de una lucha en torno a cuestiones últimas que nos roba el aliento. Sólo después de un intenso sondeo dialéctico, que conduce hasta las profundidades del ser o del no-ser, puede uno osar el ascenso reflexivo peldaño a peldaño, a pequeños pasos, y la clarificación de las alternativas. Frente al nihilismo, un sí a la realidad en general; frente al ateísmo, un sí a Dios; frente a un agnosticismo universal, un sí también al Dios bíblico, cristiano. Y todo esto no como un camino de la razón pura, pero tampoco de la fe pura, sino como un camino de osada confianza que en su consumación muestra su racionalidad interna.

A partir de estas breves observaciones debería ya quedar claro: un libro —sobre el trasfondo del no a la realidad, a Dios, al Dios cristiano, un no que tenemos muy presente— eminentemente afirmativo. A la pregunta expresada en el título «¿Existe Dios?» se responde al cabo del largo camino, sin ningún «si» ni «pero», con un sí que se responsabiliza ante la razón crítica, un sí claro y convencido. Se ha desarrollado aquí, con la ayuda de todo el despliegue científico necesario, una comprensión de Dios que —así esperamos— no sólo puede sostenerse ante cualquier forma de humanismo o de filosofía en general, sino también ante la actual ciencia de la naturaleza, la crítica de la sociedad, el psicoanálisis y la teoría de la ciencia: una fe en Dios que puedo comprender en cuanto hombre racional e ilustrado de hoy otorgándole pleno sentido; que puedo justificar ante mí mismo y confesar sin rubor ante mis semejantes. Hay que transmitir plenamente al creyente una nueva conciencia de sí para que pueda andar erguido su camino hacia el futuro. Al no creyente, en cambio, se le debe sobre todo ofrecer información acerca de una comprensión actual de Dios que no desecha nada de aquello que al no creyente, con razón, le es importante y querido: una información que, no obstante, se convierte ella misma en requerimiento, en amistosa invitación a volver a meditar la decisión tomada. Es más, en realidad, tal como esperamos, la puerta que en la Modernidad quedó para muchos sepultada y atrancada por el antihumanismo, por la enemistad hacia la ciencia y la democracia por parte de la Iglesia y la teología, aparece de nuevo abierta, y puede verse en los hechos singulares lo que hace el no creyente a partir de esta situación.

¿Es preciso que aun recalque que la sombra que necesariamente acompaña a este libro constructivo es la constante autocrítica de la teología y la Iglesia, que en gran medida muestran ser co-responsables del agnosticismo, el ateísmo y el nihilismo de la Modernidad? Del caso de Galileo hasta el caso de Teilhard de Chardin, de la polémica en torno a Pascal y los jansenistas hasta la polémica en torno a los nombres chinos de Dios, no sólo habían de recibir una mención crítica todas las posibles condenas de los pensadores modernos, teólogos y no teólogos, sino también algunas de hoy relativas a la creación del mundo, al pecado original o al movimiento democrático moderno de la libertad. Sobre todo había de ser criticada sin excepción la división de la realidad en dos plantas, habitual desde la Edad Media: una planta natural correspondiente a la naturaleza, la razón, la evidencia, y otra sobrenatural, de la gracia, la fe, el misterio; una crítica que no racionaliza todo de forma superficial, sino que lo integra de modo diferenciado en una visión unitaria de la realidad, donde Dios es visto en el mundo y el mundo en Dios; donde la razón participa en todas partes, pero nunca en cuanto razón pura; donde la propia naturaleza, y no ya una sobrenaturaleza, es entendida a partir de la gracia; donde la realidad requiere para sus regiones superiores no sólo de «fe», sino ya, desde la raíz, de confianza, una confianza fundamental, una confianza incontestable pero justificable. De forma programática, por ello, se pide siempre de nuevo corregir el curso al final de los cuatro primeros capítulos retrospectivos, en balances intermedios a propósito de la Iglesia y la teología: una nueva actitud, primero, hacia la ciencia de la naturaleza, segundo, hacia la filosofía moderna y el pensamiento moderno en general, tercero, más allá de toda teoría, hacia la propia práctica eclesial, y cuarto, hacia la comprensión de la realidad en general.

Este libro está escrito para un público general. No está escrito sólo para teólogos, aunque también para ellos. Y quiere, como ya quería Ser cristiano*, establecer determinadas reglas para la teología actual. Éstas podrían ser formuladas en las siguientes diez directrices que caracterizan el planteamiento nuevo del libro:

1) No la ciencia secreta sólo para los que ya creen, sino la inteligibilidad también para los no creyentes.

2) No el premio a la fe «sencilla» o la defensa de un sistema «eclesial», sino, manteniendo el rigor científico, el esfuerzo libre de componendas en favor de la verdad.

3) Los opositores ideológicos no deben ser ni ignorados ni acusados de herejía ni tampoco aislados teológicamente, sino interpretados, con la mayor amplitud y tolerancia posibles, in optimam partem y, al mismo tiempo, ser expuestos a la discusión honrada de los contenidos.

4) La interdisciplinariedad no sólo debe exigirse, sino ser ejercida: el diálogo con las ciencias afectadas por los mismos problemas y la concentración en lo propio van unidos.

5) No debe haber un enfrentamiento inamistoso, pero tampoco una coexistencia pacífica e indiferente, sino una interrelación crítica y dialogal en especial entre la teología y la filosofía, entre la teología y la ciencia natural: ¡la religión y la racionalidad van juntas!

6) No deben tener prioridad los problemas del pasado, sino los problemas amplios y complejos de los hombres y de la sociedad humana de hoy.

7) La norma que determine todas las demás normas de una teología cristiana no puede ser, una vez más, una tradición o institución eclesial o teológica cualquiera, sino únicamente el Evangelio, la nueva cristiana originaria: ¡una teología que se orienta por doquier en los documentos bíblicos analizados histórica y críticamente!

8) No debe hablarse ni empleando arcaísmos bíblicos y dogmatismos helenístico-dogmáticos ni en la jerga filosófico-teológica de moda, sino en el lenguaje universalmente comprensible de los hombres de hoy: ¡para esto no hay que asustarse ante ningún esfuerzo!

9) No hay que separar la teoría que puede ser objeto de fe de la práctica que puede ser vivida, la dogmática de la ética, la piedad personal de la reforma de las instituciones, sino que han de ser contempladas en su interrelación inviolable.

10) No una mentalidad confesional de gueto, sino la amplitud de miras ecuménica, que tenga en cuenta tanto las religiones del mundo como las ideologías modernas: ¡la mayor tolerancia posible hacia lo que está fuera de la Iglesia, hacia lo religioso que es de interés general, hacia el hombre como tal, por un lado, y la elaboración de lo específicamente cristiano, por otro, van juntos!

Doy las gracias de todo corazón a la Editorial Trotta por editar de nuevo la presente obra.

Tubinga, invierno de 2005

HANS KÜNG

[Traducción de Alejandro del Río]

 

 

* H. Küng, Ser cristiano, trad. de J. Mª. Bravo Navalpotro, Trotta, Madrid, 22003.

A

¿RAZÓN O FE?

Hoy día se pone en duda la existencia de Dios. Pero no es sólo esto. No se quiera hacer la cosa demasiado sencilla: Desde siempre, aunque de otro modo, se pugna con la incertidumbre de la existencia humana, y desde la aparición del hombre moderno, racional y razonable, casi se desespera de resolver el problema de la certeza humana. ¿Dónde se da —se pregunta— una certeza sólida e inquebrantable sobre la que se puedan alzar todas las certezas humanas?

I

¿PIENSO, LUEGO EXISTO? RENÉ DESCARTES

No es extraño que hayan sido los matemáticos quienes se han mostrado particularmente interesados en la busca de una certidumbre absoluta e incondicionada en el ámbito del vivir como en el ámbito del saber. Habituados a unas máximas exigencias de certeza, no han podido por menos de sentir la fascinación de las ideas evidentes, independientes de la experiencia (apriorística), propias de la matemática. ¿Por qué no va a poder establecerse la verdad con certeza cuasi-matemática, inmune a todas las fluctuaciones de la opinión privada y pública, también fuera del ámbito abstracto de los puros números y las puras posibilidades, esto es, en la concreta realidad de la vida? La certeza de la matemática, que excluye toda duda, ha constituido en la Edad Moderna la aspiración de los filósofos. Con el nuevo ideal del conocimiento nace una nueva época: la época del cómputo, del experimento, del método.

1.  El ideal de la certeza matemática

Nadie encarna mejor el moderno ideal de la certeza matemático-filosófica absoluta que el genial creador de la geometría analítica y de la filosofía moderna, Cartesius, cuyo nombre se ha hecho sinónimo de «clarté», de claridad exacta (geométrica) de pensamiento, pero que como persona y como filósofo no ha dejado de constituir un enigma: ¿Fue este René Descartes (1596-1650) primordialmente un físico o un metafísico, un buen cristiano o un racionalista «cartesiano», un moderno apologeta de la fe tradicional o un iniciador de la incredulidad moderna, justamente incluido en el Índice por Roma y condenado por el Sínodo Reformado holandés?

Necesidad de un método exacto

Este alumno de los jesuitas, enfermizo desde su juventud hasta su muerte, que todas las mañanas tenía que guardar largo reposo en cama y que a sus cincuenta y cuatro años, invitado por la reina Cristina de Suecia y trasladado a Estocolmo por un almirante en un barco de guerra en medio del más crudo invierno, contrajo una bronconeumonía mortal al tener que levantarse cada día a las cinco de la madrugada para filosofar con la reina, este hombre, digo, se sintió desde un principio tan hastiado de la filosofía tradicional aristotélico-escolástica como atraído por la certeza (certitude) de las disciplinas matemáticas y la evidencia de sus argumentos. ¿Para qué vale una filosofía cuyas bases científicas se han vuelto cada vez más (Copérnico, Kepler, Galileo) inseguras? Ésta es la pregunta que hubo de formularse Descartes.

Su propia trayectoria al margen de la tradición la justifica él en una tan personal como ponderada autobiografía, plena de serenidad y calidad literaria, al comienzo de su primera publicación, Discurso del método («Discurso del método para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias»), al que, a modo de apéndice y como «botón de muestra», se añaden una geometría analítica y una óptica geométrica1. Este opúsculo, el segundo monumento literario de la prosa francesa clásica después de la Institutio religionis christianae del reformador Juan Calvino, contribuyó en gran medida a la sustitución del latín como lengua de las personas cultas. Pero lo que para la problemática del presente más nos interesa a nosotros de este iniciador del pensamiento moderno es que nos quiere «dar a conocer los caminos que yo he seguido y representar en ellos mi vida como en un cuadro, para que cada uno pueda formar su juicio»2. A nosotros, hombres de hoy, especialmente cuando se trata del problema de la existencia de Dios, Descartes nos fuerza —y por esto es él la primera figura a la que dedicamos nuestra particular atención— a repensar a fondo las relaciones entre fe, razón y certeza; entre teología, filosofía y ciencia natural.

Concluidos sus estudios, aquel alumno de familia noble, favorecido con un trato preferencial, exteriormente modélico y dúctil, pero íntimamente rebelde admirador de Galileo, se vio embargado por tantas dudas y errores, que abandonó por completo el estudio de las ciencias. «Resuelto», al contrario que los estudiosos de laboratorio, «a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la fortuna me deparaba, y en hacer siempre tales reflexiones sobre las cosas que se me presentaban que pudiera sacar algún provecho de ellas»3. ¡Los dos libros en los que el hombre medieval buscaba la verdad, el libro de la naturaleza y el de la Biblia, ya aparecen aquí sustituidos por los dos libros del hombre moderno: el del mundo y el del propio yo!

De este modo, tras obtener su licenciatura en jurisprudencia, Descartes hojea el «gran libro del mundo», primero en París, viviendo como un auténtico caballero de saneadas finanzas, buen bailarín, magnífico jinete, espadachín y jugador, aunque sin dejar de dar vueltas en su interior a los problemas matemáticos y filosóficos, y después, en continuos viajes por Holanda, Alemania, Austria y Hungría, como soldado voluntario, distinguido, sin paga, pero con rango de oficial, por tanto más «spectateur» que «acteur», a quien sobre todo agradan los tranquilos cuarteles de invierno, que tanto tiempo libre dejan para la reflexión.

En uno de estos cuarteles de invierno, junto al Danubio, cerca de Ulm, el 10 de noviembre de 1619, en una noche de entusiasmo espiritual y emocionados sueños proféticos, llega para Descartes el giro decisivo de su vida. Al joven de veintitrés años le sobreviene de arriba, como él mismo cree, la luz de una intuición maravillosa: la revelación de una science admirable, que es el pensamiento embrionario de todo su quehacer futuro. ¡El ideal de una nueva ciencia unitaria universal, que con ayuda del método matemático-geométrico es capaz de explicar las leyes de la naturaleza y las del espíritu, la física a la par que la metafísica! Sea cual fuere la idea que Descartes tuviera al respecto, de algo no cabe duda: Ha nacido una nueva época, en la cual la matemática y las ciencias naturales van a desempeñar un papel completamente distinto. ¿No exigían todos los progresos precedentes, no reclamaba el pensamiento inaugurado por Copérnico, Kepler y Galileo una sistematización general, matemáticamente cierta, dentro de una nueva filosofía de la naturaleza y del espíritu?

La arrolladora vivencia de esta llamada sobrecoge a Descartes de tal manera, que en esa misma noche promete —aunque esto no se acomode en absoluto al cliché del racionalista Descartes— hacer una peregrinación al santuario italiano de Loreto y, en efecto, una vez abandonada su carrera militar, cumple su promesa con ocasión de un gran viaje que realiza por media Europa. Más tarde, establecido definitivamente en París, por primera vez interviene públicamente en la discusión filosófica en 1627. Con ocasión de una conferencia del señor de Chandoux ante el Nuncio Apostólico, Descartes expone los principios de una nueva filosofía que, según él afirma, está en condiciones de llevar a un conocimiento cierto y seguro.

El cardenal Pierre de Bérulle, el gran fundador del Oratorio y de la teología espiritual francesa («École française»), que está presente y cuya postura ante las ideas de Galileo es mucho más complaciente que la de los teólogos de Roma, da claras muestras de poner grandes esperanzas en el joven Descartes. Y formalmente le impone la obligación de dedicarse a la nueva filosofía. ¿Acaso la fe cristiana no necesita también un nuevo fundamento, una nueva infraestructura filosófica para la teología, un nuevo Aristóteles? Ya aquí podemos constatar una alianza entre la nueva ciencia y la filosofía matemático-mecanicista, entonces sospechosa de anticristiana, por una parte, y el representante de una teología espiritual, por otra; ambos en contra de la teología escolástica tradicional («escuela abstracta») y de la mística natural del Renacimiento (neopagana en el fondo, según los oratorianos). Es evidente: ¡Cuán distinto habría sido el curso de la historia de la cristiandad si también en Roma se hubiese captado la posibilidad de una inteligencia entre la teología y la nueva ciencia natural! Descartes se convierte en el primer pensador eminente de la Edad Moderna, cuya obra, a diferencia de los nuevos ensayos filosóficos del Renacimiento, habrá de imprimir carácter permanente a la conciencia moderna.

Al morir en Estocolmo, entre sus papeles se encuentran las Reglas para la dirección del ingenio (1628)4, escritas un año después de aquella discusión en París, en latín y con detallados comentarios. En este su primer escrito filosófico, por otra parte inconcluso, Descartes sistematiza magníficamente y expresa con una precisión hasta el momento insuperada sus intenciones científicas originarias, cuando menos las establecidas en su «conversión», revelándose así como el iniciador de la moderna teoría de la ciencia:

«El fin de los estudios científicos no ha de ser otro que dirigir el ingenio de tal modo que éste, sobre todo lo que se le presente, pueda emitir juicios sólidos y verdaderos» (Regla 1)5.

«Nadie se ocupe más que de aquellos objetos que nuestro espíritu parece alcanzar a conocer cierta e indudablemente» (Regla 2)6.

«Pregúntese no por lo que otros han pensado o nosotros mismos suponemos de los objetos que se han de tratar, sino por lo que vemos clara y evidentemente o podemos deducir con certeza; pues sólo así se puede conseguir la ciencia» (Regla 3)7.

«Es necesario un método para la investigación de la verdad» (Regla 4)8.

Y continúa detallándonos este método en las reglas siguientes (4-21), que cuanto más avanzan tanto más se convierten en reglas matemático-geométricas. Aquí, por tanto, el interés de Descartes todavía no se centra en la metafísica, sino en un método unitario exento de contradicción, el método matemático, que vale a un tiempo para todos los campos del saber y va contra todos los prejuicios y costumbres posibles, esto es, contra todo lo que pone obstáculos a la evidencia. ¿Cómo va a pasar por fin la filosofía de la oscuridad a la luz, de la inseguridad de las opiniones contradictorias a la claridad, la evidencia y la certeza, si no se traslada a la filosofía la certeza —esto es, el método exacto— de la matemática y, más en concreto, de la geometría? Sólo la matemática hace posible esa argumentación clara y segura que partiendo de cantidades conocidas despeja una incógnita, que de razones simples y fácilmente inteligibles llega hasta soluciones más difíciles y complejas. En la matemática, en la geometría, había encontrado Descartes las ideas clave de su nueva filosofía, y estas ideas, en la práctica, también resultaron directivas para el tiempo siguiente y para su concepción técnico-matemática de la realidad:

– la idea de un plano más elevado de verdad, el plano de la evidencia sin sombra de duda ni error, el plano de los conceptos claros y bien definidos;

– la idea de un conocimiento no basado en inseguros datos sensibles, en imágenes falseadas o en autoridades reconocidas, sino en el entendimiento, único capaz de proporcionar certeza;

– la idea del pensamiento metódico, que procede paso a paso por evidencias y va de lo conocido a lo desconocido, de lo simple a lo complejo;

– la idea de una analogía entre el orden de la matemática y el orden de la naturaleza, pues éste no sólo obedece a leyes matemáticas, sino también puede, gracias a la matemática, ser primero descubierto y luego controlado.

Todos los problemas, pues, se reducen a categorías matemáticas. Como en la Edad Media el teólogo Buenaventura se había propuesto la «reducción (reductio) de las artes (ciencias) a la teología»9, así ahora, por otros caminos, el filósofo Descartes se propone, al estilo moderno, la «reducción de las ciencias» a la matemática. El «espíritu» del método matemático debe impregnar a todas las demás ciencias. Lo que yo conozco «clara y distintamente», es verdadero. «Clare et distincte» viene a ser con Descartes una especie de consigna que traspasa ampliamente las fronteras de Francia: para la filosofía, para la ciencia, para la vida espiritual en general.

El individuo seguro de sí mismo

Sueño de los antiguos pitagóricos había sido ya poder descubrir el orden armónico de los números en el universo entero. Mas ahora un solo pensador, sin la ayuda de nadie, remitiéndose únicamente a la «singular libertad»10 del espíritu humano, con osadía revolucionaria, acomete una empresa mucho más grande. Sin atender para nada a lo pensado antes de él, desentendiéndose tanto de tradiciones y escuelas filosóficas y teológicas como de autoridades estatales y eclesiásticas, con total libertad, quiere investigar qué es capaz de saber realmente el hombre y en qué medida puede llegar a emitir juicios verdaderamente fundamentados. En suma: ¡la renovación radical de la filosofía y del saber humano en general por un solo individuo! A la vista de la diversidad de opiniones entre los doctos y también entre los pueblos, sobre todo en lo concerniente a la moral y las costumbres, se ve, «por así decir, forzado a tomar sobre mí la tarea de dirigirme yo mismo»11. El individuo debe gobernar su propia vida con una responsabilidad lo más segura y razonable posible. Las consideraciones científico-especulativas de Descartes tienen, a fin de cuentas, un objetivo práctico: no el mero conocimiento por el conocimiento, sino —al contrario de la infecunda especulación escolástica— también y sobre todo por la vida, para provecho de la humanidad, de todos los individuos. La teoría, por tanto, no es como en Aristóteles (y en parte también en Tomás de Aquino) el fin supremo de la vida, sino —otra vez de un modo sumamente moderno, funcional— el medio para realizar una praxis (¡racional!), que tornará a su vez al hombre más sabio y más capaz12.

Una vez explorado el mundo mediante experiencias directas (apenas habrá otro filósofo que haya visto tantos países y hombres, presenciado tan grandes acontecimientos, acumulado tantos conocimientos del mundo y de las personas), Descartes se vuelve a sondear su propio yo. Solo y alejado de todos; pues —así confiesa él— los edificios que un solo arquitecto ha comenzado y rematado suelen ser más hermosos y mejor ordenados que aquellos otros que varios han tratado de componer y arreglar, utilizando antiguos muros, construidos para otros fines. Por este tiempo lee poco. Su indiferencia frente a la historia, frente a las lenguas clásicas y sobre todo frente a su propia tradición (escolástica), a la que sin embargo permanece ligado más de lo que él mismo advierte, le habría llevado, caso de haber sido adoptada de forma absoluta, a la quiebra de la memoria.

Pero en un tiempo nuevo se ve obligado a comenzar, con estilo también nuevo, desde el principio: conscientemente quiere deshacerse de sus anteriores convicciones, para sustituirlas por otras mejores o para volver a tomarlas una vez contrastadas con la propia razón. Es menester una ruptura radical con el pasado, incluidos Aristóteles y Tomás de Aquino, para —como claramente se dice en la primera regla del Discurso— «no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es», y así «no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda»13. Esto es: lo que hasta el momento ha sido autoridad incontestable e incontestada, se pone en duda. Mas ¿no es forzoso que esto provoque conflictos con la teología y la Iglesia, y tal vez incluso con el Estado?

Para gozar de la tranquilidad e independencia necesarias para su ingente tarea, Descartes abandona el París de Richelieu, cuya atmósfera parece estimularle más a «fantasmagorías» que a pensamientos filosóficos, y en el mismo año que escribe sus Reglas (1628) se retira a la «herética» Holanda, rica, pacífica, más liberal y bien conocida por él, donde a menudo, a veces por encubiertas presiones eclesiástico-políticas, cambia de residencia, pero vive enteramente dedicado a sus tareas científicas. En Holanda permanece este gentilhombre, acompañado de su hija que, por cierto, para gran dolor del padre, muere a la edad de cinco años, y de una criada, durante más de veinte años, con excepción de tres viajes a su patria francesa, hasta que marcha a Suecia, el último viaje de su vida. Su vida ordenada hasta el máximo le permite dedicarse intensamente desde primeras horas de la tarde hasta altas horas de la noche —una vez cumplimentados convenientemente su sueño, su comida, su trabajo de jardinería y su ejercicio de equitación— a todas las cuestiones matemáticas, físicas, fisiológicas y filosóficas imaginables, al igual que a una dilatada correspondencia y a la realización técnica de muchas de sus ideas (fabricación de lentes, sillas de ruedas, bombas), a la disección, a la cura de la ceguera y, finalmente, siendo ya de edad avanzada, a todo tipo de posibilidades de alargar la vida. Mas lo importante para él continúa siendo la aplicación de la aritmética y álgebra modernas a la antigua geometría, esto es, la geometría algebraizada, analítica, con la que los matemáticos disponen por primera vez de un instrumento enteramente moderno: el álgebra como marco dentro del cual se puede formular no sólo una proposición aislada, sino cualquier teorema que se desee.

Durante los primeros cinco años en Holanda (1628-1633) Descartes trabaja sobre todo en su física. Sin embargo, su poscopernicano Tratado del mundo o de la luz, pese a estar listo para la imprenta —y no por cobardía, que nunca la tuvo, sino por su gran cautela y a veces excesiva diplomacia en el trato con las gentes—, lo retiene sin publicar, al enterarse de la condena de Galileo por la Inquisición romana en 1633. Tal hecho representa una de las incontables secuelas del caso Galileo, tan de buena gana bagatelizado siempre en los círculos eclesiásticos, pero que junto con otras acciones del magisterio (las más famosas en tiempos de Descartes fueron el auto de fe de Giordano Bruno a comienzos del siglo, la condena de Copérnico en 1616 y el encarcelamiento de por vida del filósofo antiaristotélico Tommaso Campanella por el mismo «Santo Oficio») habría de gravar y envenenar las relaciones de la Iglesia y la teología con los filósofos y científicos hasta el tiempo presente.

La condena de Galileo por las autoridades doctrinales romanas, aprobada por el mismo papa Urbano VIII e impuesta en las universidades católicas con todos los medios coercitivos de los inquisidores y las nunciaturas, venía avalada en apariencia solamente por la Biblia. Pero en realidad se basaba en la imagen helénico-medieval del mundo y, sobre todo, en la autoridad de Aristóteles, con cuyas teorías físicas, biológicas y filosóficas se identificaba la imagen del mundo de la Biblia. Con todo ello se trataba, al mismo tiempo, de mantener, según lo establecido en el derecho, el primado de la teología en la jerarquía de las ciencias, de defender la autoridad de la Iglesia en todas las cuestiones de la vida y, en fin, de salvaguardar simple y llanamente la sumisión y obediencia ciega al sistema doctrinal de la Iglesia. Esta declaración romana fue considerada en la teología como una decisión de hecho infalible e irreformable. Y sofocó en su raíz los modestos intentos de algunos teólogos más abiertos que, lo mismo que en el siglo XIII, trataban de revisar el mensaje bíblico a la luz de una nueva concepción del mundo. Se desaprovechó una ocasión histórica, y desde entonces la Iglesia católica (pese a algunos cautelosos intentos de aproximación) aparece hasta hoy poco menos que como enemigo particular de las ciencias naturales. Esto es lo que hace experimentar la Vida de Galileo de Bertolt Brecht todavía como un drama actual, pleno de tensión científica, social, política y moral. No sin razón se ha juzgado la condena de Galileo y la consiguiente pérdida del mundo de la ciencia, junto con el cisma de Oriente y la escisión confesional de Occidente, entre las tres mayores catástrofes de la historia de la Iglesia14. El abismo abierto entre la Iglesia y la cultura moderna, que ni mucho menos se puede dar ya por allanado, radica aquí en su parte más sustancial. Mas la tragedia personal de Galileo, como la de muchos que opinaban como él, fue no poder convencer al magisterio eclesiástico de la verdad de sus ideas ni establecer, como en la Edad Media, la alianza entre la Iglesia y la nueva ciencia15. «Querer inferir de la Sagrada Escritura el conocimiento de verdades que únicamente pertenecen a las ciencias humanas y no sirven para nuestra salvación, no es más que utilizar la Biblia para unos fines para los que Dios no la ha dado en absoluto y, consiguientemente, manipularla»16. Así escribe Descartes en 1638, y ni siquiera el concilio Vaticano II en nuestro siglo se ha atrevido a expresarse tan claramente en su Constitución sobre la Revelación.

De esta manera, debido a la condena de Galileo, la obra de Descartes es conocida por sus contemporáneos sólo fragmentariamente. Hasta catorce años después de su muerte no se publica en París (juntamente con los Tratados sobre el hombre y la formación del feto) su Tratado sobre el mundo17, que presenta un modelo de mundo enteramente nuevo, con hondas discrepancias respecto al de la Biblia, un mundo que ya no es interpretado siguiendo una sagrada tradición, sino estudiado a través de la exacta observación y examen de la naturaleza y sus manifestaciones. La génesis del sol, de las estrellas, de la tierra y de la luna se explica según la teoría giratoria: ¡la tierra da vueltas alrededor del sol! Primeramente, a consecuencia de la condena de Galileo, Descartes no quiso hacer más publicaciones, aunque confiaba en una revisión de la condena de la Iglesia. Hubieron de pasar, sin embargo, cien años después de su muerte para que —demasiado tarde— fuera levantada la sentencia contra Copérnico (1757), y muchos más para que en 1822 la obra de Galileo fuera retirada del Índice de libros prohibidos. «Pensiamo in secoli» (Pensamos en siglos), se dice en Roma.

No obstante esto, Descartes publica al fin su Discurso del método, mas —si se prescinde de los ya mencionados apéndices sobre geometría y óptica (explicación del telescopio y la famosa ley de la refracción de la luz)— sin causar gran sensación. Originariamente el título del Discurso —recuérdese aquella noche del mes de noviembre en Alemania— debía de rezar: «Proyecto de una ciencia universal, capaz de llevar a nuestra naturaleza a su más alta perfección»18.

Lo que primeramente provoca fuerte oposición de parte de los teólogos y filósofos tradicionales, tanto católicos como protestantes, es la obra Meditaciones sobre los principios de la filosofía (1641)19, en la que Descartes pretende como físico y metafísico a un tiempo, y con ayuda de su método nuevo, exacto, dar una solución indubitable a las cuestiones de la existencia de Dios y de la esencia del alma humana. Las meditaciones, con todo, ayudan a su filosofía a abrirse paso. Para completar esa exposición publica Descartes después, también en latín —y destinados, según su gran aspiración, para su uso en las escuelas—, los Principios de la filosofía (1644)20. Están dedicados a la tan hermosa como inteligente princesa Isabel de Bohemia (del Palatinado), a la que Descartes se sintió muy unido en los últimos años de su vida y a cuya propuesta se debe su último tratado, publicado inmediatamente antes de su viaje a Suecia, Sobre las pasiones del alma (1649)21.

Ni siquiera en la protestante Holanda, donde sólo gracias a sus altos protectores se libró del arresto y de la quema de sus libros, le faltaron acusaciones de ateísmo, de pelagianismo y hasta de escepticismo, aunque él mismo se había vuelto de forma explícita «contra los escépticos que sólo dudan por dudar» y se las dan siempre de irresolutos: «Mi propósito era, por el contrario, afianzarme en la verdad, apartando la tierra movediza y la arena, para dar con la roca viva o la arcilla»22.

2.  La certeza radical de la razón

¿Cómo puede el hombre llegar a asentar sus pies en la roca viva? El camino, que ya Descartes en su Discurso había esbozado claramente como «botón de muestra», como experiencia de una revelación, es recorrido sistemáticamente —y con mayor radicalidad— en sus Meditaciones sobre las pruebas de la existencia de Dios y sobre la esencia del alma humana. Lo que en el Discurso aparece como la simple historia de su espíritu, en las Meditaciones se presenta y desarrolla fundamentalmente como la historia del espíritu en general1. Es el arriesgado camino de la duda metódica (que el pensamiento ejecuta paso a paso, ordenadamente) y radical (que llega hasta las raíces) y, por tanto, universal (que lo abarca todo). El mismo camino, y en el mismo orden, lo vuelve a andar en los Principios.

Cómo se puede dudar de todo

¿Cómo, pues, puede el hombre, con todos sus errores reales y posibles, llegar hasta un fundamento inquebrantable, permanente? «Hace ya mucho tiempo que me he dado cuenta de que, desde mi niñez, he admitido como verdaderas una porción de opiniones falsas, y que todo lo que después he ido edificando sobre tan endebles principios no puede ser sino muy dudoso e incierto; desde entonces he juzgado que era preciso acometer una vez en mi vida seriamente la empresa de deshacerme de todas las opiniones a que había dada crédito, y empezar de nuevo, desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias»2.

Mas una «empresa tan ingente», el «derrumbamiento (eversio) de todas sus opiniones», mejor es que el hombre la difiera, así apostilla Descartes, hasta su «edad madura»3. Por eso el mismo Descartes no sólo se retira del mundo externamente, sino que se asegura en su interior mediante unas reglas metodológicas, a la par que con algunas reglas morales4: de esta manera Descartes establece, dentro de todas sus dudas, una «morale par provision», una «moral provisional» un tanto conformista, que él mismo más tarde acaba por declarar definitiva. Y así, impertérrito, pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, yendo despacio para no tropezar y caer5, recorre el peligroso camino de la duda que, tal como él desea y espera, no le ha de llevar a la desesperación, sino a una certidumbre exenta de toda dubitación.

Ahora bien, el hombre que duda constata al punto que se puede dudar de casi todo, «de todas las cosas y, en especial, de las materiales»6. Y para que sea evidente que se puede dudar de todo, no es necesario que se vayan examinando una a una todas las cosas, pues sería un trabajo infinito: «Puesto que la ruina de los cimientos arrastra necesariamente consigo la del edificio todo, bastará que dirija primero mis ataques contra los principios sobre los que descansaban todas mis opiniones antiguas»7. Lo cual se desarrolla en cuatro etapas:

Consideración primera: ¡La percepción sensible no es de fiar! Puesto que los sentidos muchas veces nos engañan, es prudente no fiarse nunca por completo de ellos. La certeza del mundo exterior es de todo punto dudosa8.

Pero nuevo interrogante: La incertidumbre puede afectar a objetos diminutos o muy remotos, mas ¿también a mí, que estoy aquí, sentado, con mis manos y con todo mi cuerpo?

Consideración segunda: ¡Entre sueño y vigilia no se puede establecer distinción cierta! Lo que experimentamos en vela también podemos experimentarlo en sueños: que estoy, precisamente, aquí sentado, con mis manos y con todo mi cuerpo. ¿No podría ser todo esto asimismo un sueño (alucinación, ilusión)? También la certeza de mi existencia corporal es, por tanto, dudosa9.

Y nuevo interrogante: La incertidumbre puede afectar a todos estos detalles, mas ¿también a la naturaleza de los cuerpos en general, a su extensión, cantidad, magnitud, número, lugar y tiempo? Esté o no esté yo soñando, ¿no sumarán dos y tres siempre cinco, y no tendrá siempre el cuadrado cuatro lados?

Consideración tercera: ¡Todo puede ser puro engaño! Puesto que tantas veces nos engañamos, ¿por qué no vamos a poder engañarnos también en las cosas que nos parecen más ciertas? También los principios y conceptos más universales de la naturaleza, también las verdades fundamentales de todo conocimiento son dudosos10.

Y nuevo interrogante: Semejante incertidumbre del hombre, sin embargo, sólo podría concebirse en el supuesto de que Dios, que es sumamente bueno, haya creado al hombre en un estado de radical equivocación. Pero esto contradice a la bondad de Dios.

Consideración cuarta: ¡En lugar de Dios podría ser un espíritu engañador el que interviene! ¿No se puede, acaso, «imaginar por un momento»... «que no Dios, que es la bondad suma y la fuente suprema de la verdad, sino un cierto genio o espíritu maligno (genius malignus), no menos astuto y burlador que poderoso, haya puesto su industria toda en engañarme?»11. De esta suerte, tanto lo interior como lo exterior a mí «no sería más que un engañoso juego de sueños»12.

Descartes, que evidentemente rechaza el Dios arbitrario del nominalismo, no vacila en poner en duda con toda radicalidad, metódicamente, aunque sólo sea «ficticiamente», la verdad del creador. De esta forma la duda universal, radical, extendida a todas las cosas, alcanza igualmente y hace mella en la raíz de todas las certezas hasta entonces vigentes, esto es, en la certeza de Dios, que es el fundamento último de toda certeza personal. ¿Cómo va a ser ahora posible, dentro de tan radical duda, evitar la desesperación? ¿No desemboca este método en el escepticismo total?

El punto de apoyo de Arquímedes

Sin rehuir en modo alguno la duda, sino manteniéndola hasta el final, ¿cómo es posible todavía alcanzar siquiera una sola certeza? «La meditación que hice ayer me ha llenado el espíritu de tantas dudas, que ya no me es posible olvidarlas. Y, sin embargo, no veo de qué manera voy a poder resolverlas; y, como si de pronto hubiese caído en unas aguas profundísimas, estoy tan sorprendido, que ni puedo afirmar los pies en el fondo ni nadar para mantenerme sobre la superficie. Haré un esfuerzo, sin embargo, y seguiré por el mismo camino que ayer emprendí, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la menor duda, como si supiese que es absolutamente falso, y continuaré siempre por ese camino, hasta que encuentre algo que sea cierto, o por lo menos, si otra cosa no puedo, hasta que haya averiguado con certeza que nada hay cierto en el mundo. Arquímedes, para levantar la tierra y transportarla a otro lugar, pedía solamente un punto de apoyo firme e inmóvil; también tendré yo derecho a concebir grandes esperanzas si tengo la fortuna de hallar sólo una cosa que sea cierta e indudable»13.

¿Se da o no se da, pues, este punto de apoyo, inmediatamente evidente y seguro, capaz de sustentar todo el edificio del saber humano? Toda certeza parece estar arruinada. No obstante —y aquí surge la gran sorpresa—, la misma duda universal y radical es, precisamente, la que genera la nueva certeza primera: «Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esta suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: ‘yo pienso, luego existo’, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que andaba buscando»14.

El principio «je pense, donc je suis», que se formula en el Discurso —el famoso cogito, ergo sum en traducción latina—, Descartes lo vuelve a establecer en las Meditaciones, bajo el supuesto de un posible Dios engañador, con esta otra formulación: «No cabe, pues, duda alguna de que yo existo, puesto que me engaña y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte que, habiéndolo pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir, por último, que la proposición siguiente: ‘yo soy, yo existo’, es necesariamente verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu»15. El objetivo parece alcanzado: claridad y distinción se ponen aquí de manifiesto no sólo en el orden geométrico-matemático de los números y relaciones abstractas, sino en el ámbito de la vida concreta, de la existencia real. Al no haber por parte del objeto nada indudable, el sujeto que duda está inevitablemente remitido a sí mismo.

«Yo pienso, luego soy». El «luego» (donc, ergo) —utilizado sólo eventualmente— no significa una consecuencia lógica, sino la intuición que viene inmediatamente dada con el acto de pensar: «Yo soy un ser pensante». Mientras dudo, pienso, y en cuanto dubitante y pensante tengo que existir. Así, a través de todas las dudas, se encuentra el punto de apoyo de Arquímedes: ¡el hecho (factum) de la propia existencia —no sólo del pensamiento— es el fundamento de toda certeza! Partiendo de este punto inamovible y seguro, pone Descartes inmediatamente en marcha todas las cuestiones básicas de la filosofía: las tres grandes cuestiones del yo, de Dios y de las cosas materiales.

a) La naturaleza del yo o del espíritu humano16