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Selección de una vasta obra de la filosofía alemana que ejerció una gran influencia en el pensamiento europeo de la época y que había caído prácticamente en el olvido. En el volumen se abordan aspectos como la apariencia estética y los sentimientos, la metafísica de la belleza y las formas que adopta la belleza artística. Esta segunda edición de la obra incluye numerosas ampliaciones y correcciones que Richard Müller-Freienfels añadió, basándose en los escritos inéditos de Eduard von Hartmann, bajo la supervisión de la viuda del filósofo, la Dra.h. c. Alma von Hartmann. Con la intención de hacer accesible al lector moderno el texto hartmanniano, se ha preferido aproximar el lenguaje utilizado por el autor a las formas usuales de la lengua castellana, en vez de ajustarnos demasiado literalmente al ampuloso estilo del original alemán.
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Filosofía de lo bello
Una reflexión sobre lo Inconsciente en el arte
Eduard von Hartmann
Filosofía de lo bello
Una reflexión sobre lo Inconsciente en el arte
Estudio preliminar, traducción y notasde Manuel Pérez Cornejo
PUV
14Estètica & Crítica
Romà de la Calle, director
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico,por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
Esta edición ha contado con la colaboraciónde la Institució Alfons el Magnànim de la Diputació de València.
1.ª edición: abril, 20012.ª edición: enero, 2016
© De la traducción: Manuel Pérez Cornejo, 2016© De esta edición: Universitat de València, 2016
Coordinación editorial: Maite SimónDiseño del interior y maquetación: Inmaculada Mesa Corrección: Communico C. B.Diseño de la cubierta:Celso Hernández de la Figuera y Maite Simón
ISBN: 978-84-370-9960-6
Índice
ESTUDIO PRELIMINAR
EL TORMENTO Y EL ÉXTASIS: PESIMISMO, ARTE Y REDENCIÓN EN LA ESTÉTICA DE EDUARD VON HARTMANN
Manuel Pérez Cornejo
I. Apunte biográfico: el fracaso de un pensador ecléctico, prolífico e independiente
II. Una metafísica de lo Inconsciente
III. Nueva fundamentación del pesimismo
IV. La redención por el arte
V. Creatividad
VI. El sistema de las artes
Nota sobre la presente edición
Bibliografía
FILOSOFÍA DE LO BELLO
SELECCIÓN DE TEXTOS
Eduard von Hartmann
I. PROYECTO DE UNA «FILOSOFÍA DE LO BELLO». SUS RELACIONES CON LA ESTÉTICA Y LA HISTORIA DEL ARTE
II. LA APARIENCIA ESTÉTICA Y SUS COMPONENTES
1. Factores de lo bello
2. El fenómeno subjetivo, sede de lo bello
3. Separación entre apariencia y realidad
4. Autenticidad y pureza de la apariencia estética
5. Idealidad de la apariencia estética. «Apariencia» e «intuición»
6. Desaparición del sujeto en la apariencia estética
7. Tipos de apariencia estética
III. LOS SENTIMIENTOS ESTÉTICOS APARENTES
1. Diferencias entre sentimientos estéticos aparentes y sentimientos reales
2. Proyección de los sentimientos estéticos aparentes en la apariencia
IV. EL PLACER ESTÉTICO REAL
1. El placer real producido por lo bello
2. El auto-desplazamiento del sujeto en el objeto, o ilusión estética
V. POSICIÓN DE LO BELLO EN EL CONJUNTO DEL MUNDO
1. Lo bello como aparición de la idea inconsciente
2. La inmanente logicidad de lo bello
3. La idea microcósmica inmanente a lo bello
4. La idea como representante del Espíritu Absoluto
5. Surgimiento inconsciente de lo bello natural y artístico
6. El papel de la conciencia en el surgimiento de lo bello natural y artístico
7. El problema de la conciencia o inconsciencia del Espíritu Absoluto desde el punto de vista estético
8. Contingencia o finalidad en la producción de lo bello por el Espíritu Absoluto
9. Significación y valor de lo bello para el espíritu consciente
10. Significación teleológica de lo bello en el proceso cósmico
VI. FORMAS DE EXISTENCIA DE LO BELLO
VII. LO BELLO ARTÍSTICO
1. Las artes formalmente bellas, o artes dependientes de rango inferior, como grado elemental del arte
1.1 Artes meramente espaciales de la apariencia visual estático-atemporal.- 1.2 Artes meramente temporales del cambio aespacial en la apariencia auditiva.- 1.3 Artes del movimiento espacio-temporal.
2. Las artes no libres
2.1 La tectónica, o arte de los utensilios y obras públicas.- 2.2 Jardinería y arte topiaria.
3. Las artes libres simples
3.1 Sobre la división de las artes libres.- 3.2 Artes de la apariencia perceptiva.- 3.3 El arte de la apariencia fantástica, o poesía.
4. Las artes libres compuestas
4.1 Uniones binarias.- 4.2 Uniones ternarias.- 4.3 La unión cuaternaria: la ópera.
ESTUDIO PRELIMINAR
El tormento y el éxtasis: pesimismo, arte y redención en la estética de Eduard von Hartmann
Manuel Pérez Cornejo
Eduard von Hartmann es Schopenhauer desfigurado,Schopenhauer, vuelto hacia la izquierda.
HUGO MELTZL, citado por S. FREUD,Psicopatología de la vida cotidiana, VI, II.
El ciclo de la metafísica parece por ahora cerrado conHartmann y su doctrina de lo inconsciente.
MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO, Historiade las ideas estéticas en España, II, cap. VIII.
I. APUNTE BIOGRÁFICO: EL FRACASO DE UN PENSADOR ECLÉCTICO, PROLÍFICO E INDEPENDIENTE
Cuando a comienzos de 1869 salió a la luz la Filosofía de lo Inconsciente [Philosophie des Unbewussten], el público filosófico alemán mostró una unánime admiración ante su autor, Eduard von Hartmann, un joven de veintiséis años, que revelaba «un talento especulativo análogo al de los idealistas postkantianos».1 La difusión de la obra fue tal que, en un tiempo muy breve, llegó a alcanzar hasta once ediciones sucesivas, cuyos beneficios permitieron a su autor vivir desde entonces como sabio privado.
¿Cómo explicar el fulgurante éxito de un libro que adolecía de poca claridad estilística y de una evidente inmadurez? Mientras que Lancelot Law Whyte cree que el libro encontró buena acogida simplemente porque apareció en un momento oportuno,2 G. Lehmann precisa que su insólito y repentino impacto sobre la intelectualidad europea se debió a que Von Hartmann supo unir en él «la filosofía schopenhaueriana con las tendencias “progresistas” de su época, embelleciendo el pesimismo con el evolucionismo y el optimismo cultural».3 Su autor habría tenido el acierto de aprovechar el anhelo general de conocimientos científicos de la naturaleza, propio de su tiempo, aderezándolo con una posición de fondo antieclesiástica y anticristiana, próxima a la mentalidad decadentista que desde comienzos del siglo XIX venía imponiéndose en el Viejo Continente.
Sin embargo, la reacción de los doctos no se hizo esperar: el libro fue duramente combatido y pronto se hizo el silencio en torno a él. Desde ese momento, la buena estrella que había acompañado a Von Hartmann en sus comienzos comenzó rápidamente a declinar, perdiendo el joven filósofo el prestigio del que tan brevemente había gozado.4 Es cierto que, durante un tiempo, su pensamiento estuvo de moda –al coincidir cronológicamente con el intenso debate provocado por el contenido de las obras wagnerianas y sus innovaciones estéticas,5 y quizá también debido a la influencia ejercida en los medios intelectuales germanos por las filosofías de Schelling y Schopenhauer (pensadores ambos que habían centrado buena parte de su reflexión en torno a problemas relacionados con el inconsciente)–; es verdad, asimismo, que Von Hartmann contó con un reducido grupo de admiradores;6 pero nunca llegó a crear una verdadera escuela, ni tampoco ejerció una influencia directa en la filosofía posterior. Un ejemplo prototípico de este destino adverso lo constituye la acogida que tributaron inicialmente a Von Hartmann R. Wagner, su esposa Cósima, y el propio F. Nietzsche –que, por aquella época, formaba parte del círculo de Tribschen–. El intercambio epistolar de aquel periodo pone de manifiesto cómo al entusiasmo mostrado en los primeros momentos le sucedió una creciente frialdad, que con el tiempo llegó a convertirse en auténtica aversión.7
El fracaso de Von Hartmann en el terreno intelectual vino a sumarse a la secuencia de adversidades que habían jalonado la trayectoria vital del joven filósofo.8 Su nacimiento en Berlín, el 23 de febrero de 1842, en el seno de una familia de militares –su padre era el oficial de artillería Robert Hartmann–, le había inclinado a la carrera de las armas. Tras ingresar en el cuerpo de artillería en 1858, como voluntario, pasó tres años en la Escuela de Artillería de Berlín; sin embargo, una contusión en la rodilla, efecto de una caída casual, que le atormentaría posteriormente a lo largo de toda su vida, le impidió continuar en servicio; tenía entonces el grado de teniente y, muy a su pesar, Von Hartmann se vio obligado a presentar su dimisión definitiva en 1868.
A pesar de la frustración experimentada, el joven oficial retirado no desesperó: su intención era ahora sustituir la disciplina de las armas por la disciplina del pensamiento, para el cual había mostrado desde niño un especial talento.9 Durante el breve tiempo que había durado su carrera militar, Von Hartmann no había descuidado su formación intelectual, ya que había alternado los estudios de física y matemáticas con los de las bellas artes; pero, al no alcanzar la maestría que anhelaba en ninguno de estos campos, no logró la tranquilidad espiritual que su angustiada existencia deseaba. Como confiesa él mismo, tras experimentar por esta época una auténtica «bancarrota» de todas sus ambiciones,10 buscó refugio en el pensamiento filosófico abstracto, al que se entregaría con pasión y entereza admirables durante el resto de su vida. El progresivo agravamiento de su estado –en 1879 sufrió una segunda caída, en 1881 la tercera, y en 1883 hubo de operarse del vientre–, unido a los agudos dolores que le obligaban a guardar frecuentes períodos de reposo, terminó por postrarle en el lecho, donde produjo sus últimas obras.11
En realidad, Eduard von Hartmann venía escribiendo sus reflexiones filosóficas desde su entrada en la milicia, en 1858, por lo que hacia 1863 ya tenía concebido el plan general de su filosofía, en el que comenzó a trabajar en torno a 1864, una vez retirado a su residencia de Lichterfelde, cerca de Berlín. En 1867, obtuvo el doctorado en filosofía por la Universidad de Rostock con su tesis Über die dialektische Methode. Historisch-Kritische Untersuchung, publicada en 1868. Tras la aparición de la Philosophie des Unbewussten, su producción se intensificó, haciéndose extensísima: entre 1869 y 1906, año de su muerte, víctima de una enfermedad intestinal, Von Hartmann publicó más de cuarenta obras, en las que abordaba todos los ámbitos de la filosofía tradicional, múltiples cuestiones relacionadas con la ciencia contemporánea –especialmente la biología– y multitud de problemas religiosos o sociales.12
La indiferencia que sucedió a los fastos de su primera incursión seria en el ámbito intelectual, hizo que Von Hartmann decidiese pulir su estilo, introduciendo numerosos ejemplos para explicar su filosofía, acercándose incluso a los problemas cotidianos de su tiempo. Ayudado en esta tarea por su primera esposa, Agnes Taubert, con quien se casó en 1871, y luego por su segunda esposa, la escritora Alma von Hartmann, con la que contrajo matrimonio otra vez, tras el fallecimiento de Agnes, supo plegarse al espíritu de su época, al tiempo que creaba obras de contenido cada vez más rico, de estilo mejor y de base más firme.
A pesar de la evidente irregularidad de su prolífica producción, no puede ponerse en duda el enorme mérito del filósofo berlinés, sobre todo si tenemos en cuenta que su formación en todos estos temas fue poco menos que autodidacta: Von Hartmann no siguió estudios universitarios regulares, y apenas salió de su ciudad natal; además, sólo mantuvo contacto con un grupo reducido de amigos. A ello hay que añadir que Von Hartmann –quizá animado por el ejemplo que le había ofrecido su admirado Schopenhauer– permaneció firme hasta el fin en su propósito de servir única y exclusivamente a la causa de la filosofía, lo que le llevó a rechazar sendas cátedras que le fueron ofrecidas por las Universidades de Leipzig y Gottinga. Sin embargo, este rechazo hacia la vida académica oficial no le llevó a enfrentarse críticamente a su momento histórico: mientras Nietzsche eligió desde el principio adoptar una postura «intempestiva», Hartmann estuvo «íntimamente ligado a su época, a la era de Bismarck, [y] también a su patria chica, el Berlín de la fundación del Imperio». Por eso ha recibido el nombre del «Bismarck del pensamiento», aunque, a juicio de Lehmann, otorgarle esta denominación es algo excesivo: habría sido «el vacío de la filosofía alemana en 1870, incapaz de dar un [auténtico] “Bismarck del pensamiento”», lo que hizo que se contentara con conceder tal título a Eduard von Hartmann.13
Conectar con el espíritu de su época fue para Von Hartmann un arma de dos filos: le valió una popularidad sólo comparable con la que disfrutó durante esos mismos años Herbert Spencer;14 pero al igual que le sucedió a él, su momento pasó cuando se desvaneció el mundo al que ambos pertenecían. Desde entonces, considerado un mero ecléctico, el «último metafísico del siglo XIX», un simple «amalgamador» [Nietzsche],15 su pensamiento fue rápidamente considerado marginal y poco interesante, propio de un epígono de la gran filosofía romántica alemana; por eso ha permanecido en el más absoluto olvido, aunque, como esperamos probar en las páginas que siguen, su obra y su verdadera influencia en toda Europa no siempre se han apreciado en todo lo que valen. Confiamos en que el presente estudio sirva al menos para rehabilitar su memoria, y sumar su nombre al de los grandes pensadores de la filosofía contemporánea.
Hier! Hier... im Herzen der Brand!
Das Sehnen, das furchtbare Sehnen,
das alle Sinne mir faßt und zwingt!
RICHARD WAGNER, Parsifal, Acto II.
II. UNA METAFÍSICA DE LO INCONSCIENTE
1.Investigación inductiva: fenómenos asociados al inconsciente
La Filosofía de lo Inconsciente es una empresa enorme, en la que Von Hartmann aborda casi todos los aspectos imaginables de la realidad:
Los títulos de los diferentes capítulos tratan de la fisiología neural, los movimientos, los reflejos, la voluntad, el instinto, la idea, los procesos de curación, la energía plástica, el amor sexual, el sentimiento, la moralidad, el lenguaje, el misticismo, la historia, la metafísica, los principios fundamentales y hasta el uso de la teoría de la probabilidad para justificar la inferencia de las causas mentales a partir de los acontecimientos materiales. Von Hartmann resume la obra de sus predecesores y examina las ideas de los Vedas, Leibniz, Hume, Kant, Fichte, Hamann, Herder, Schelling, Schubert, Richter, Hegel, Schopenhauer, Herbart, Fechner, Carus, Wundt y muchos otros [...].16
La obra, que el profesor Whyte no duda en calificar de «hazaña extraordinaria»,17 se proponía estudiar todos aquellos fenómenos de la realidad que permiten inferir la existencia de representaciones y de una voluntad inconscientes, para, partiendo de ellos, remontarse a la existencia de un principio explicativo superior común, también de carácter inconsciente.18
Para realizar la mencionada investigación, Von Hartmann rechaza los métodos dialéctico y deductivo: considera que ambos pueden imponerse, pero no convencer, ya que en ellos efectos idénticos pueden obedecer a causas diferentes; además, adolecen de una alta dificultad especulativa (el dialéctico), o de una excesiva inclinación al misticismo (deductivo). Todo ello inclina a Von Hartmann a adoptar el método inductivo, propio de la ciencia natural, completándolo con deducciones especulativas: se trata, a su juicio, de un método más preciso, desde el momento en que permite avanzar de lo conocido a lo desconocido, y por eso mismo resulta más convincente.19
La primera manifestación del inconsciente se da en el ámbito de la corporalidad [Leiblichkeit].20 La existencia de una finalidad espiritual inconsciente se prueba desde el momento en que resulta necesario proponerla para explicar los instintos.21 En dicha finalidad inconsciente deben actuar conjuntamente una representación o idea inconsciente del fin que ha de alcanzarse, y una voluntad que se propone realizarlo, voluntad que, concebida en un sentido schopenhaueriano, actúa como causa inconsciente del proceso material que se va a producir; es, asimismo, la voluntad inconsciente, la que constituye la causa inmediata de todas las funciones y acciones, tanto en los animales como en el ser humano. El sistema nervioso y el cerebro no son sino la manifestación más elevada de dicha voluntad, que en los niveles más bajos de la naturaleza se pone de manifiesto como pugna inconsciente entre diversos impulsos y deseos, en los animales superiores aparece como una conciencia vaga y sumamente confusa, y en el hombre alcanza finalmente a ser consciente de sí misma (lo que llamamos «el Yo»); ahora bien, en toda esta cadena de seres, los movimientos impulsados por la voluntad serían absolutamente ciegos y caóticos si no hubiese una mediación causal final entre intención y ejecución, que ajusta con total «clarividencia» [Hellsehen] cada acto a su circunstancia concreta, siendo precisamente dicha mediación aquello que habitualmente denominamos «instinto» [Instinct].
Así pues, existe una representación inconsciente del fin deseado, que guía el impulso instintivo de la voluntad hacia su objetivo concreto, haciendo que cada ser natural se adapte al entorno en el que ha de desarrollar su existencia:
[...] todas las acciones instintivas dan tal impresión de absoluta seguridad y confianza en sí mismas, sin que aparezca nunca en ellas indecisión, duda o fluctuación de la voluntad, ni error alguno del instinto –como sucede en la decisión consciente–, que resulta imposible adscribir un resultado tan invariable y preciso a un presentimiento oscuramente constituido; más bien es tan característica esta marca de seguridad, que puede valer ella sola para distinguir con total precisión la acción instintiva de la que se debe a una reflexión consciente. De ello se deduce que debe existir a la base del instinto otro principio diferente del que se encuentra a la base de la acción consciente; y ese principio únicamente puede buscarse en la determinación de la voluntad mediante un proceso que radica en el inconsciente [...].22
El instinto no es obra de una voluntad consciente, ni consecuencia de la organización corporal, ni un efecto mecánico de la organización del cerebro; no es tampoco producto de una inteligencia exterior al sujeto, sino que procede del individuo mismo, que persigue, sin tener conciencia de ello (o todo lo más un oscuro presentimiento, como suele suceder en el ser humano), el fin que más le conviene, utilizando los medios que resultan apropiados para alcanzarlo. La intuición clarividente del inconsciente se pone aún más de manifiesto cuando se trata de numerosos individuos que concurren para la realización de un fin común que ignoran (como sucede, por ejemplo, con las células de un organismo, o una colonia de insectos).23
El análisis del instinto pone de manifiesto algo que encontraremos ya siempre en el curso de la investigación hartmanniana: voluntad y representación van siempre unidas, pues en cada querer existe ya el deseo inmanente de pasar del estado presente a otro que primero se concibe como representación o idea.24 Es el contenido ideal de la representación inconsciente lo que determina el qué y el cómo de la acción que ejecuta la voluntad inconsciente desde el interior del fenómeno. Resulta erróneo, por consiguiente, hablar de la voluntad como principio de la realidad, sin hablar al mismo tiempo de la representación como contenido que la determina y la diferencia; «ambas son los polos en torno a los cuales gira la vida total del espíritu» [den beiden Polen, um die sich das gesammte Geistesleben dreht].25 Este resultado permite superar la oposición que tradicionalmente suele establecerse entre Hegel y Schopenhauer: Hegel admitía la idea o representación, pero no la voluntad inconsciente; y Schopenhauer, por su parte, reconocía la existencia de la voluntad inconsciente, pero no la necesidad de llenarla con la representación; Von Hartmann cree, en cambio, que es necesario admitir, por una parte, la necesidad de la representación o idea como contenido determinante de la voluntad; y, por otra, la voluntad, como poder que impulsa la efectiva realización de la idea.26
Utilizando numerosos ejemplos y casos empíricos, Von Hartmann encuentra una parecida relación entre voluntad y representación inconscientes en los movimientos reflejos; en los procesos que regeneran los tejidos del cuerpo; en la contracción muscular (en la que interviene parcialmente un influjo de la voluntad consciente); en la corriente nerviosa; en las funciones vegetativas y en la constitución de las estructuras orgánicas (en la que se detecta un impulso teleológicamente dirigido a realizar la idea típica de la especie correspondiente);27 en los niveles propios de cada edad vital –hasta que se consuma lo que parece constituir la meta del reino animal y toda su organización: «el incremento de la conciencia» [die Steigerung des Bewusstseins],28 meta a la que se subordinan todos los restantes sistemas orgánicos: locomotor, sensitivo, digestivo, circulatorio, respiratorio, nervioso, sexual–; etc. En la perfecta coordinación y armónico despliegue que reina entre todos estos procesos cabe detectar la coparticipación tanto de una voluntad como de una inteligencia, ambas inconscientes.29 En esta «deducción teleológica de la construcción del reino animal, a partir de la conciencia como fin» [teleologische Ableitung der Construction des Thierreiches aus dem Zweck des Bewusstseins],30 el reino vegetal no figura más que como un simple medio para el sustento del reino animal; con todo, en él encontramos la misma actividad anímica inconsciente que en éste, con sus correspondientes relaciones entre voluntad y representación.31 Sería, pues, la voluntad inconsciente la encargada de conectar lo corporal y lo psíquico en todos los niveles de la naturaleza orgánica, hasta que, con el surgimiento de la conciencia, la acción de dicha voluntad pasa a ser parcialmente provocada por una voluntad y una representación conscientes del efecto deseado.
Ahora, una vez alcanzado el nivel del «espíritu humano» [menschlichen Geist], cabe detectar la influencia del inconsciente sobre él, primeramente en el surgimiento mismo de la percepción sensible, y luego en una serie de instintos espirituales estrechamente ligados a la corporalidad: los instintos repulsivos; el instinto de pudor; el temor instintivo ante la muerte; el asco; determinados juegos infantiles; la tendencia a la limpieza; la pulcritud y la vergüenza; la simpatía o empatía –que culmina en el sentimiento de compasión ante la contemplación del dolor ajeno, y que se encuentra a la base de la ética y del amor–; el instinto maternal, los instintos de gratitud y venganza (que depurados dan lugar a la noción de «justicia»); el instinto de enseñanza y aprendizaje; el instinto paternal y, finalmente, el instinto sexual –cuyo fin inconsciente es producir un individuo que represente del mejor modo posible la idea de la especie–; luego, pasa a analizar Von Hartmann la influencia inconsciente en la actividad espiritual superior, en concreto en el juicio estético y la producción artística, en el surgimiento del lenguaje, del pensamiento discursivo y los sentimientos de placer y dolor.32
Finalmente, en relación con el «carácter» [Charakter] del sujeto, consistente en su forma de reaccionar ante determinada clase de motivos, está tan determinado por el inconsciente, que sólo podemos conocerlo a través de la acción concreta que termina realizando el individuo en cuestión, en la que se nos revela el secreto «taller del querer en el inconsciente» [die Werkstatt des Wollens im Unbewussten]. El carácter permanece, así, completamente alejado de nuestra conciencia y del yo sublimado que subyace a la autoconciencia del sujeto, de manera que únicamente podemos inducirlo a partir de nuestros propios actos, o los de los otros.33 Ahora bien, puesto que el carácter y la elección de motivos se encuentran a la base del comportamiento ético del ser humano, todo lo expresado permite concluir que también dicho comportamiento se encuentra condicionado por un proceso inconsciente:
El momento ético del ser humano, esto es, aquello que condiciona el carácter de las intenciones y las acciones, radica en la profunda noche de lo Inconsciente; la conciencia puede, desde luego, influir en las acciones, prefiriendo aquellos motivos que resultan adecuados para que reaccione lo ético inconsciente; pero el hecho de que pueda seguirse o no esa reacción, y cómo se dé, es algo que la conciencia debe esperar tranquilamente, y que sólo experimenta con la voluntad que pasa a la acción, si ésta concuerda con los conceptos que se tiene de lo ético o no ético. Esto indica que el proceso de surgimiento de aquello a lo que adscribirmos tales predicados radica en lo Inconsciente.34
2.Resultados especulativos
2.1 La omnipresencia de lo místico
Al constituirse lo Inconsciente en el fundamento de todo tipo de actividad, tanto corporal como espiritual, cabe considerarlo como una suerte de ámbito místico sobre el que se eleva todo el entramado del mundo fenoménico. Von Hartmann señala explícitamente que, siguiendo su interpretación, son «místicos» todos aquellos procesos que, «por su forma, deben su surgimiento a una intervención inmediata de lo Inconsciente»;35 evidentemente esta concepción de lo místico puede parecer banal a aquellos que buscan lo misterioso únicamente en el ámbito de lo extraordinario, mientras que no encuentran nada oscuro o maravilloso en lo cotidiano; pero, a su juicio, resulta evidente que la relación del individuo con lo Absoluto es mucho más inmediata de lo que suele suponerse, y, desde luego, no implica en modo alguno una aniquilación de la conciencia en el seno de la realidad suprema, como mantiene el misticismo religioso.36
2.2 Los primeros principios
La investigación realizada nos permite construir ya una «metafísica de lo Inconsciente» [Metaphysik des Unbewussten],37 cuyo punto de partida no puede ser otro que la evidente unión en el seno del Absoluto de sus dos atributos fundamentales: la voluntad y la representación; ambos son los principios supremos e irreductibles del ser, obtenidos por inducción y por analogía con nosotros mismos, ya que también nosotros constituimos un fragmento del mundo. Ambos principios, que en su inquebrantable unidad constituyen «la cúspide de la pirámide del conocimiento inductivo» [die Spitze der Pyramide der Induktiven Erkenntnis], configuran lo que siempre se ha concebido más o menos vagamente como «Espíritu» [Geist].38
Von Hartmann, al igual que Schelling, considera que voluntad y querer guardan la misma relación entre sí que potencia y acto; ahora bien, mientras que la potencia es infinita, el querer no puede serlo: el proceso del mundo tiene que haber comenzado, pues, en un determinado momento (origen del tiempo) y tendrá que terminar en un determinado instante;39 y es la voluntad la que toma la iniciativa a la hora de impulsar el proceso del mundo, haciendo que la representación pase de la idealidad a la realidad. Este impulso procedente de la voluntad tiene su origen en un estado inicial –parecido al «impulso primigenio» de Fichte–, al que Von Hartmann denomina el «querer vacío» [leeres (d.h. des Inhalts noch entbehrendes) Wollen], esto es, un querer que desea, pero que no tiene aún objeto alguno del deseo, y que, por tanto, supone una «lucha por el ser» [das Ringen nach dem Sein]. Mientras no se le ofrece ese contenido positivo, el estado de querer vacío aparece como una continua aspiración insatisfecha, y, por consiguiente, como un estado de «absoluta desgracia, de sufrimiento carente de momento alguno placentero y sin tregua» [absolute Unseligkeit, Qual ohne Lust, selbst ohne Pause]; se trata, en definitiva, de una «infelicidad anterior al mundo» [vorweltlichen Unseligkeit], a la que sólo la representación puede otorgar cierto contenido, para que, mediante su realización, la voluntad aquiete su deseo.40 Es la representación la que limita a la voluntad, porque ésta es infinita, y su querer vacío implica, como acabamos de indicar, un infinito sufrimiento extramundano; pero la representación es por naturaleza finita (aunque pueda desarrollarse infinitamente); por eso, el mundo que se hace efectivo es finito, y el sufrimiento que le acompaña es siempre relativo. Pero como, una vez creado el mundo efectivo, aun existe en la voluntad un excedente de deseos impotentes que no se satisfacen realmente, ésta se encuentra inexorablemente condenada a experimentar un sufrimiento eterno.
Todo sucede, pues, como sigue: antes de la existencia real, la idea como «ser puro» [rein-Seiendes] se encuentra en un estado de serena felicidad; la voluntad, empero, elevándose de la pura potencia de querer (o no querer) al querer efectivo, pero vacío, se coloca en un estado de constante desasosiego, y es entonces cuando arrastra violentamente a la representación o idea al tumulto de la existencia y al sufrimiento (relativo) que implica el proceso del mundo. La representación cede así, sacrificando su inocencia virginal, para redimir a la voluntad, ya que ésta no puede salvarse a sí misma. De este modo, el ser real es producido por el «abrazo» [Umarmung] de los dos principios superiores que lo engendran: el padre, del que depende «el hecho de su existencia» [sein «Dass»], y la madre, de la que depende «la naturaleza de su esencia» [sein «Was und Wie»].41
No tenemos la más remota idea –dice Von Hartmann– de ese sufrimiento extramundano, que caracteriza al querer vacío con anterioridad al proceso cósmico, porque nosotros mismos ya pertenecemos al mundo real del querer relativamente consumado mediante su unión con la representación. Sólo cabe decir que la voluntad es «insaciable» [unersättlich]: siempre desea tener más porque es «potencialmente infinita» [ist der Potenz nach unendlich]; pero su satisfacción nunca puede ser a su vez infinita, ya que una infinitud completa sería algo contradictorio; poco importa que la satisfacción que le otorga la representación sea grande o pequeña (es decir, que el mundo sea, en sentido intensivo, grande o pequeño); pues el querer satisfecho siempre se comportará respecto del querer vacío como lo finito respecto de lo infinito. Como queda dicho, la miseria y el sufrimiento del querer vacío son infinitos, y frente a esta desgracia resulta indiferente que exista en el mundo real una mezcla mayor o menor de dolor y placer.42
Por lo que respecta a las representaciones o ideas, Von Hartmann las entiende en sentido platónico, considerándolas «pensamientos eternos e inconscientes (de un ser impersonal)» [ewige, unbewusste Gedanken (eines unpersönlichen Wesen)]; la principal diferencia entre su teoría y la de Platón radica en el término «ser»: Platón, siguiendo a Parménides, vió en la inmutabilidad la característica fundamental del verdadero ser; en cambio, Von Hartmann considera la inmutabilidad indiferente en relación con el ser; lo carácterístico del ser verdadero es, más bien, su «realidad» [Realität], que, como hemos visto, se produce cuando la idea pasa a ser efectiva gracias al impulso procedente de la voluntad. Es el querer el que hace que la idea pase a ser real desde su «estado de no ser relativo» [relativ nicht seienden Zustand], o de «ser latente» [latentes Sein], caracterizado por un reposo y una pureza inefables. Es el «reino de la mera posibilidad» [das Reich der reinen Möglichkeit], que la voluntad hace efectivo bajo la forma de un proceso temporal, determinado causal y teleológicamente por la necesidad lógica de la idea y el impulso que emana de la voluntad.43 La idea que se realiza procesualmente en el mundo es única, pero abarca una multiplicidad de ideas parciales, que se van realizando teleológicamente a lo largo del proceso cósmico. El fin al que tiende dicho proceso es puesto, asimismo, por la idea, puesto que el proceso, como tal, no es sino el camino racional o lógico que sigue la idea en su «autodeterminación» [Selbstbestimmung] inconsciente: como principio lógico, la idea niega su contradicción, esto es, lo ilógico de la voluntad, como algo que no debe ser; y mediante la negación de la negación, afirma su identidad, poniendo el fin al que tiende el mundo: la supresión de lo ilógico del querer.44
Detrás de ambos atributos, en un estado de «serenidad y ocultamiento supraontológico» [überseienden Stille und Verborgenheit] se sitúa la sustancia suprema, respecto de la cual ambos se comportan como fuerzas positivamente contradictorias, lógicamente opuestas, que actúan inseparablemente como contenido y forma, como momento real e ideal, respectivamente.45 Se trata, en definitiva, de los dos aspectos complementarios que presenta el Uno Inconsciente, las dos caras de una y la misma moneda, que aseguran «la verdad del monismo absoluto» [die Wahrheit des absoluten Monismus]. A esta sustancia idéntica, que subyace a ambos atributos, podría denominársela «sujeto absoluto»; pero Von Hartmann considera este término poco recomendable, toda vez que va unido a significaciones puramente subjetivistas, que pueden conducir a malentendidos. Por ello, es mejor identificar lo Inconsciente con el «Espíritu Absoluto» [absoluten Geist], es decir, la «unidad de voluntad y representación, de poder y sabiduría» [Einheit von Wille und Vorstellung, von Macht und Weisheit]; se trata de un Ser Único, situado «por encima de lo ente, y que es todo ente» [«Überseiende, welches alles Seiende ist»], «un Espíritu puro, inconsciente (impersonal, pero indivisible, y, por consiguiente, individual)». Obtenemos así un «monismo espiritualista» [spiritualistischer Monismus], con el que alcanzamos «la cúspide de la pirámide» [den Gypfel der Pyramide] del ser.46 Resulta imposible ir más allá: determinar con mayor precisión qué pueda ser este principio es el «problema originario e insoluble» [unlösbaren Urproblem], ante el cual fracasa cualquier filosofía, porque, al tropezar con la auténtica «subsistencia abismal» [grundlosen Subsistenz], la metafísica se ve obligada a detenerse. Sólo cabe constatar lo «maravillosamente infundamentado, ilógico y carente de sentido» [bodenlos wunderbar, so schlechtin unlogisch und sinnlos] que resulta la existencia de ese misterioso principio último del que todo depende; se trata de algo que el hombre, con su miserable pequeñez, no alcanzará a entender jamás. Afortunadamente, el ser humano es lo suficientemente obtuso como para enfocar su débil razón hacia problemas secundarios, pero más inmediatos, y no enfrentarse al enorme enigma que le envuelve; sólo en muy raras ocasiones roza el pathos filosófico el límite de ese abismo que se extiende ante la conciencia humana, sin que llegue a penetrar verdaderamente en él, porque intentarlo significaría enfrentarse a la irracionalidad de la infinitud y, por consiguiente, a una locura inevitable.47
2.3 Materia y espíritu. La conciencia
En la realidad, los principios anteriormente expuestos se manifiestan como materia y espíritu; ambos serían diferentes funciones de «una y la misma esencia inconsciente».48 Es el único modo de superar, a juicio de Von Hartmann, el viejo problema de la comunicación de las substancias: la materia no es, por su esencia, otra cosa que el espíritu inconsciente, o dicho de otro modo, representaciones que surgen cuando una serie de «voluntades atómicas» [Atomwillen] entran en mutuo conflicto en el ámbito fenoménico (manifestándose de forma objetiva como acción y reacción en los choques atómicos); a su vez, el espíritu consciente surgiría del choque entre las voluntades atómicas que constituyen la materia y el querer de una voluntad individual, choque que, tras producir una primera impresión de «perplejidad» [Stutzen], constituye el primer peldaño de la conciencia, que comienza por la «sensación» [Empfindung]. Ésta se determina, en principio, como «sensación dolorosa» [Unlustempfindung], desde el momento en que la voluntad no alcanza plena satisfacción respecto de un determinado contenido de conciencia. La reacción psíquica subsiguiente, que tiene lugar en el cerebro, a través de complejas «vibraciones» [Schwimmungen], es la que comienza a construir el mundo de la representación consciente del medio exterior.49 Este origen, por así decirlo, «traumático» de la conciencia afecta no sólo a su contenido representacional, sino también a otros contenidos de la misma, como el placer y el dolor, que siempre proceden de una satisfacción o insatisfacción de la conciencia ante algo que hace patente su existencia independiente del sujeto. Ahora bien, mientras el sentimiento de placer puede no ser consciente, ya que la voluntad encuentra satisfacción simplemente cuando nada se le opone, el dolor, en cambio, siempre se hace sentir de manera lacerante, imponiendo su presencia con total rotundidad; por eso, «mientras el dolor siempre ha de ser consciente, el placer puede serlo bajo ciertas circunstancias, pareciendo que la voluntad nunca puede llegar a serlo de forma directa»;50 lo único que capta el sujeto conscientemente son sus deseos y las representaciones que les acompañan, que actúan como motivos, así como el sentimiento de satisfacción o insatisfacción de la voluntad; en cambio, la voluntad misma permanece para siempre en un estado de «eterna inconsciencia» [ewigen Unbewusstheit].51
2.4 La omniabarcante unidad [All-Einheit] de lo Inconsciente
Puesto que materia y conciencia son sólo formas de manifestación real de lo Inconsciente, éste sería el Individuo omniabarcante que constituye todo lo existente, una suerte de «alma del mundo inconsciente» [eine unbewusste Weltseele], carente de localización espacial, que existe y está activa al mismo tiempo en todos los entes que componen el Universo.52 El alma del mundo no se identifica con la conciencia; cuando se comete este error parece, efectivamente, como si existiesen múltiples individuos diferentes; pero esa multiplicidad es falaz, engañosa:
[...] sólo cuando se ha reconocido que la conciencia no pertenece a la esencia sino únicamente al fenómeno, y que, por consiguiente, la pluralidad de conciencias sólo es una pluralidad de manifestaciones del Uno, sólo entonces es posible emanciparse del poder del instinto práctico, que siempre grita «yo, yo», y concebir la unidad esencial de todos los individuos fenoménicos corporales y espirituales, que Spinoza captó mediante una concepción mística y expresó como sustancia única.53
La individualidad autoconsciente del yo no es, por tanto, más que «el engañoso velo de Maya» [Trugschleier der Maja], por el cual se genera la multiplicidad de fenómenos que parece extenderse alrededor del sujeto. Dichos fenómenos, que constituyen «la totalidad del Universo» [das Weltall], surgen precisamente cuando chocan entre sí las ideas que la voluntad trata de realizar; y dado que es ésta la que pone el espacio para que dichas ideas se realicen, el mencionado conflicto ideal se transforma inmediatamente en un conflicto real, bien entre individuos, bien entre tendencias y afecciones en el interior de un mismo individuo. En ambos casos, se trata siempre de una colisión entre diversos actos de la voluntad que, como si se tratase de «lobos hambrientos» [hungriger Wölfe], pugnan entre sí violentamente para imponerse. En cambio, la conciencia que logra romper este velo, e ir más allá de la lucha y el sufrimiento que conlleva, accede al ámbito de lo Inconsciente único e inextenso, el cual no es ni grande ni pequeño, ni se encuentra en tal o cual lugar; tampoco es finito ni infinito, ni se presenta bajo una forma mejor que otra, encontrándose fuera de cualquier determinación temporal, aunque sus acciones se despliegan a lo largo del tiempo (que sólo afecta al ámbito fenoménico). Alcanza así el núcleo, o «sol central» [Centralsonne], cuya luz cegadora, reflejándose en el espejo cóncavo de los organismos (el cerebro), se unifica en el «punto de incandescencia» [Brennpuncte] del espíritu autoconsciente: así surgen los centros separados, asociados a los diversos espíritus individuales, cuya comunicación con el «centro absoluto» [absoluten Centrum] resulta siempre indirecta, ya que se encuentra mediada por las funciones cerebrales, que generan la apariencia de una pluralidad de individualidades en la esfera de la fenomenalidad.54
Con esto, 1) la materia, 2) la conciencia y 3) el configurar orgánico, el instinto, etc. se conciben como tres maneras de actuar o manifestarse lo Inconsciente; y éste último se entiende, a su vez, como la esencia del mundo. [...] Toda pluralidad pertenece ahora únicamente al ámbito fenoménico, no a la esencia que la pone, que, como tal, es el Individuo Único y Absoluto, la esencia única que es todo, mientras que el mundo, con toda su magnificiencia, queda reducido al papel de mero fenómeno; pero no un fenómeno puesto subjetivamente, como sucede en Kant, Fichte y Schopenhauer, sino un fenómeno puesto objetivamente (como dice Schelling: «divino»), o como lo expresa Hegel, un ‘mero fenómeno no sólo para nosotros, sino en sí.55
Como en esta concepción filosófica tanto la materia como la conciencia surgen de un conflicto entre actividades opuestas, ocasionadas por actos de voluntad procedentes de lo Inconsciente, si se interrumpiesen tales actos, materia y espíritu resultarían inmediatamente aniquilados. Puede decirse, por tanto, que la creación del mundo es constante, una suerte de «creación continua» [continuirliche Schöpfung]; el mundo no es sino la suma de actos combinados de una voluntad inconsciente, y existe únicamente en tanto que es «permanentemente puesto» [gesetzt wird] por ella; si lo Inconsciente dejase de querer el mundo, acabaría de inmediato este juego de actividades entrecruzadas, y el universo dejaría de existir.56
2.5 El proceso cósmico y la teleología inmanente
Lo Absoluto Inconsciente actúa como «inteligencia inconsciente, aunque clarividente» [unbewussten hellsehenden Intelligenz]; un ver que no se ve a sí mismo, como le sucede al Dios del teísmo, sino al mundo, y que dispone perfectamente todos los medios necesarios para consumar los fines que se propone de manera asimismo inconsciente e inmanente. Esta «inteligencia supraconsciente» [überbewusste Intelligenz], superior a cualquier conciencia, determina teleológicamente tanto el contenido de ésta última, como el del conjunto del proceso cósmico e histórico. Sería, en definitiva, la Inteligencia Divina que, situada «por encima de la conciencia» [über dem Bewusstsein Steht], transciende la escisión que separa sujeto y objeto, conciencia y mundo.57
Ahora bien, si es cierto que lo Inconsciente se propone fines a través de sus manifestaciones fenoménicas, entonces también la aparición de la conciencia ha de responder a algún objetivo preciso, un «fin superior» [höheren Zweckes],58 y no haber surgido de forma casual, necesaria o ciega. El problema ahora es determinar cuál puede haber sido este fin.
...die tiefe unzerstörbare Melancholie alles Lebens...
SCHELLING, Werke, I, 7.
III. NUEVA FUNDAMENTACIÓN DEL PESIMISMO
1.Hacia la emancipación de la conciencia
¿Cuál puede ser el fin que se propone alcanzar lo Inconsciente a través del proceso cósmico? Acabamos de ver cómo el Principio Supremo transciende la esfera de la conciencia individual para dirigir también la esfera del espíritu objetivo con una teleología claramente determinada por un factor de progreso histórico. Dicho progreso sólo puede captarse, desde luego, si se adopta un punto de vista amplio, capaz de abarcar la evolución del Universo y la Humanidad en su conjunto, de manera que el estancamiento en una parcela concreta no nos oculte la evolución universal del espíritu.59 Es evidente que, en este punto, la filosofía hartmanniana coincide con la visión hegeliana de la realidad: en cada instante del tiempo se produciría el despliegue de la idea inconsciente; pero los individuos no tendrían la menor idea de la orientación del mismo, limitándose a ser los actores de los sucesos que ejecutan; sólo cuando ese momento temporal ha transcurrido, puede hacerse consciente el papel que lo Absoluto asignó a ese instante en el decurso temporal. Para realizar sus fines, lo Inconsciente se vale del impulso instintivo de animales y hombres; de la fuerza del genio; de medios pacíficos o violentos; y no repara en los sacrificos que haya que realizar, ni en el sufrimiento de millones de individuos. Se trata de una perspectiva terrible, a la que, lamentablemente, hemos de acostumbrarnos;60 lo que en todo caso debe quedar claro, es que lo Inconsciente actúa como un «Dios inmanente» [inmanenten Gottes], que elabora el plan unitario que se consuma en la Naturaleza y en el curso de la Historia; y que se muestra infatigable en la prosecución de ese objetivo –aunque a veces la conciencia individual pueda desfallecer–: no vacila ni duda jamás, ni se detiene a reflexionar si se equivoca o no.
En ese despliegue intervienen, como vimos anteriormente, voluntad y representación; ahora bien, en los niveles inferiores de la realidad, donde voluntad y representación sólo pueden existir estrechamente unidas, el factor de sufrimiento y dolor que supone la voluntad, aunque es completamente efectivo, permanece latente; pero cuando surge la conciencia, el sufrimiento y el dolor se hacen más intensos, porque la lucidez mental que alcanza el sujeto le hace más patentes los obstáculos que se oponen a los deseos de su voluntad. Es esta circunstancia, aparentemente negativa, la que, sin embargo, nos va a proporcionar la clave para interpretar el significado del proceso universal:
En lo Inconsciente, la voluntad y la representación están unidas mediante un vínculo indisoluble; nada puede quererse que no sea representado, y nada puede representarse que no sea, a su vez, querido; en la conciencia, también sucede que nada es querido que no sea representado; pero, no obstante, algo puede ser representado sin ser querido: así pues, la conciencia es la posibilidad con la que cuenta el intelecto para emanciparse de la voluntad.61
La idea que se une a la voluntad en el terreno de la inconsciencia pura, se diferencia de la idea que se nos manifiesta en la conciencia como representación: ésta última, aunque procede de una concepción o inspiración de lo Inconsciente, no está inmediatamente ligada a la voluntad, por lo que existe la posibilidad de que puedan romperse las cadenas que la atan a ella, y así convertirse en pura apariencia fenoménica, separada de la realidad y de los condicionantes que ésta supone. Es este precisamente el «fin último» [Endziel] que fomenta lo Inconsciente en el transcurso del proceso universal: promover la aparición de la conciencia62 y fomentar su desarrollo, hasta que, ampliando su dominio, sea capaz de liberarse de la esclavitud que le imponen los afectos e intereses de la voluntad.
Parece evidente, por tanto, que «el fin inmediato y el punto central de la creación de la conciencia es la progresiva emancipación [Emancipation] del intelecto respecto de la voluntad» y, ulteriormente, alcanzar «el mayor desarrollo intelectual posible» [einer möglichst hohen intellectuelle Entwicklung], mediante «una ampliación y profundización de la esfera de la conciencia» [Vergrösserung und Vertiefung der dem Bewusstsein aufgeschlossene Sphäre]. En esa emancipación descansa «la salvación del mundo» [das Heil der Welt];63 pues en ella la representación consciente (a diferencia de la inconsciente, que no puede darse más que como objeto realizado por la voluntad) puede existir, y de hecho existe, sin ser llevada directamente a la existencia por la voluntad, permaneciendo en un estado de simple representación, libre de todo impulso a realizarse. Con ello
[...] se produce la gran revolución, el primer paso para la redención del mundo [Welterlösung]: la representación se ha separado de la voluntad para presentarse en el futuro como poder autónomo frente a ella, y someter a aquella de la que hasta ese momento era esclava.64
Esto quiere decir que la conciencia, además de su valor individual, tiene también un significado universal, macrocósmico: es en ella donde puede producirse por fin una inversión de la voluntad cósmica que le permita retornar al estado que tenía antes de empezar el proceso.65
2.El mal, el dolor y el sufrimiento: la irracionalidad de la existencia
Estamos viendo como en la filosofía hartmanniana los conceptos de «proceso» y «progreso» no van unidos al matiz positivo usual: el télos al que se dirige el proceso cósmico es marcadamente negativo: la emancipación de la representación y la consiguiente «negación universal de la voluntad» [der universellen Willensverneinung]. Esto supone que lo Inconsciente ha de conocer de alguna manera el estado que hay que negar; pero, como no cabe representación consciente alguna a la base de dicho conocimiento, sólo existe la posibilidad de que lo Inconsciente encuentre en sí y sienta sordamente el estado de infelicidad y dolor del querer vacío e infinito que se encuentra en el inicio del proceso cósmico.66 En realidad, sólo suponiendo el carácter inconsciente del Absoluto es posible explicar aceptablemente la existencia del mal en el mundo, algo de lo que el teísmo se muestra incapaz de dar razón.67 La existencia misma del mundo, con el dolor y el sufrimiento que acarrea, tiene que tener su origen en un acto «ciego» [blinden] de la voluntad, no iluminado por inteligencia racional alguna; pues la representación no tiene interés alguno en llegar a ser, y sólo puede alcanzarlo si se consuma su elevación [Erhebung] desde el no-ser al ser mediante un impulso de la voluntad. Es así como tiene lugar el «desafortunado comienzo» [unglückliche Anfang] del proceso cósmico,68 al que ahora sólo puede poner remedio el acallamiento de la voluntad por la intensificación de la conciencia.
Que el mal exista nada dice en contra de la omnisciencia, clarividencia y absoluta lógica que rigen la acción de lo Inconsciente:In dem wogenden Schw la armoniosa teleología que preside todos los aspectos de la realidad nos permite concluir que, de entre todos los mundos potencialmente incluidos en el seno ideal de lo Inconsciente, ha sido el mejor posible, el más perfecto en su especie, el que se ha realizado efectivamente;69 pero esto no significa en absoluto que el mundo real sea «bueno». Este mundo puede tener, por consiguiente, todas las perfecciones que puedan corresponderle, sin que ello pruebe nada a favor de su bondad; y viceversa: la evidencia de que el mundo es malo no demuestra que no sea el mejor de entre los posibles.70
3.En las cimas de la desesperación: crítica de toda ilusión posible
Todo parece indicar que la existencia del mundo se debe a un «acto irracional» [unvernünftiger Act]; pero esto no implica que la razón misma sea algo irracional, sino que el surgimiento del mundo se produjo sin razón, es decir, en él no estuvo implicada la razón, sino la voluntad, cuya actividad es «alógica» [alogische], esto es, ajena a la razón. En consecuencia, nada tiene de extraño que la existencia sea básicamente algo «irracional» [unvernünftig]; dicho de otro modo: habría sido preferible que el mundo no existiese.71Para paliar esta terrible certeza, lo Inconsciente ha introducido en la mente humana una serie de ilusiones que permiten al individuo adaptarse a la dureza de la existencia, y hacérsela hasta cierto punto soportable: el rápido olvido del dolor y el recuerdo de los escasos momentos de felicidad; la esperanza, que nos lleva a imaginar que en el futuro desaparecerán las causas del dolor; la vanidad, que ciega a los seres humanos y les lleva a aparentar que son felices, cuando saben que no pueden llegar a serlo realmente; el instinto de autoconservación, que tiende a eludir el dolor y temer la muerte (que sería probablemente el fin de todo sufrimiento, y por tanto no puede ser considerada en sí misma como un mal)...; pero, en realidad, ninguna de estas ilusiones compensa el mal y el sufrimiento que reinan en el mundo.72 Es el mencionado impulso vital de autoconservación, fomentado por la voluntad, el que falsea nuestro juicio sobre la suma de dolor y placer en la vida; de manera que es necesario someter a crítica todas las ilusiones que pueden velar la conciencia, para, una vez destruidas, alcanzar el grado de lucidez suficiente como para comprender la vanidad de todas las cosas y superar de una vez por todas el dolor que la voluntad impone al mundo. Es aquí, precisamente, donde mejor se muestra la sabiduría de lo Inconsciente: ha puesto esas ilusiones en nosotros para que el incremento de dolor que supone su superación nos permita alcanzar más pronto la liberación final, y la inversión de la voluntad hacia el no-querer.73El progreso de la inteligencia debe culminar, por tanto, en un absoluto desengaño, capaz de eliminar para siempre hasta la más ínfima de las ilusiones que lo Inconsciente suscita en nosotros para hacernos más llevadera la existencia.74
La crítica de toda ilusión debe comenzar, a su vez, por una revisión de la teoría schopenhaueriana sobre la negatividad del placer;75 para Von Hartmann, esta teoría es inexacta, y no responde a los hechos empíricos: es verdad que, como sostenía el filósofo de Dantzig, el placer resulta a menudo de la cesación o disminución del sufrimiento, esto es, tiene un «origen indirecto» [indirecte Entstehung]; pero también existe otro placer, que surge de forma «directa» [directe Entstehung], y que se eleva positivamente por encima del punto de indiferencia de la sensación.76 La hipótesis de la negatividad del placer es, pues, tan incorrecta como la hipótesis leibniciana de la negatividad del mal; sin embargo, existen al menos cuatro razones, consecuencia necesaria de la naturaleza de la voluntad, que, reunidas, avalan hasta cierto punto la tesis de Schopenhauer:
1) La excitación y la fatiga de los nervios, que hacen necesario que el placer tenga un fin, al igual que el sufrimiento; 2) la necesidad de considerar como placer indirecto todo aquel que no surge más que por el cese o desaparición del displacer, y no por una satisfacción momentánea de la voluntad en el instante en que ésta se ve estimulada; 3) las dificultades que se oponen a que la conciencia perciba la satisfacción de la voluntad, mientras que el displacer produce eo ipso la conciencia; –a todo lo cual podemos añadir que: 4) la satisfacción dura muy poco, todo lo más un instante fugaz, mientras que la insatisfacción dura tanto como dura la voluntad en acto; y puesto que no hay casi ningún momento en que la voluntad no actúe realmente, puede decirse que la insatisfacción es eterna [ewig], y sólo se encuentra limitada por la satisfacción que proporciona la esperanza.77
Todo parece probar, en consecuencia, que, aunque el placer puede ser positivo, existe un absoluto predominio del dolor sobre el placer en la balanza de la existencia; dicho de otra forma: es imposible que en el mundo pueda triunfar jamás la felicidad. En este sentido, la existencia se parece mucho a una «lotería» [Geldlotterie], pues en ella encontramos un permanente desajuste entre lo que se paga y lo que se gana, es decir, entre el nivel de disfrute y el grado potencial de sufrimiento.78
3.1 El primer estadio de la ilusión
Partiendo de estos presupuestos, Von Hartmann lleva a cabo una implacable «deconstrucción» de los tópicos sobre los que suele sustentarse la felicidad humana: salud, juventud, libertad y bienestar, considerados tradicionalmente como los supremos bienes que la vida puede ofrecernos, y que, a su juicio, no proporcionan por sí mismos ningún placer positivo, excepto cuando suceden a estados dolorosos; si no es así, dan lugar a un simple estado de indiferencia: no son, por tanto, sino la ausencia de la vejez, enfermedad, servidumbre y necesidad.79 Además, cuando las necesidades son satisfechas, les suele suceder el tedio [Langenweile], el cual se trata de remediar con el trabajo que es, a su vez, un mal. En realidad, se trata únicamente de bienes privativos, referidos a condiciones externas de satisfacción, a las que ha de añadirse la resignación [Resignation] como condición interna, para que el individuo, conformándose con lo necesario, y siendo lo más autosuficiente posible, llegue a alcanzar un estado aceptablemente satisfactorio (supuesto, claro está, que no le afecten desgracias o dolores).
Respecto del dolor procedente del hambre, es verdad que su satisfacción puede dar lugar a un placer positivo; pero dicho placer es insignificante si se tiene en cuenta las hambrunas que experimenta la Humanidad en su conjunto; eso sin contar con que la necesidad de comer ya es por sí misma un mal; y lo mismo habría que decir en relación con los placeres vinculados al acto sexual: obedecen a los imperativos de la perpetuación de la especie; vienen precedidos de una furiosa competencia para acceder a los miembros del sexo opuesto, y culminan en los terribles dolores del parto; además, vienen acompañados de infinidad de riesgos, sinsabores, desengaños y penalidades. El amor, en definitiva, produce más dolor que placer, y se encuentra invariablemente asociado a un sentimiento de decepción, que surge al revelarse vacía la ilusión de felicidad infinita que anima a cualquier amante.
La compasión [Mitleid] proporciona, desde luego, cierto goce; pero éste procede, en buena medida, de la comparación del estado ajeno con nuestra situación actual; por otra parte, incluso suponiendo una sincera compasión en un sujeto, este sentimiento es siempre una fuente de amargura para quien lo experimenta, desde el momento en que supone compartir las desgracias de otro. Por otro lado, la sociabilidad y la amistad, comúnmente tan apreciadas, se deben a la angustia que acucia al individuo aislado; además van unidas, por lo general, a desagradables obligaciones sociales, que ocasionan múltiples inconvenientes; eso sin contar con que toda amistad se fundamenta en una comunidad de intereses; de manera que, cuando ésta desaparece, también la amistad se acaba.
El matrimonio y la vida conyugal apenas se fundamentan en el amor, sino más bien en un conjunto de intereses compartidos; por esa razón, pocos matrimonios son realmente felices, y lo que habitualmente suele pasar por felicidad matrimonial no es otra cosa que simple hábito. A pesar de ello, cuando se produce la ruptura de una relación de pareja –por mala que haya podido ser– siempre genera dolor; así pues, es mejor no casarse que casarse; pero los individuos se ven llevados al «infierno» matrimonial por los imperativos del instinto y por las torturas, no menos lacerantes, que la soledad impone al célibe. Y lo mismo cabe decir de la necesidad de tener un hijo: es fruto de un inveterado instinto, pues una reflexión serena nos llevaría a renunciar para siempre a reproducirnos, en previsión de los males que recaerán sobre la siguiente generación; por lo demás, los sufrimientos, disgustos y continuos desvelos que ocasionan los niños a sus padres son infinitamente superiores a las alegrías que causan; pero el instinto se impone (según Von Hartmann, sobre todo en las mujeres), y la generación se ejecuta irremediablemente; luego, los hijos abandonan la casa y apenas se acuerdan de sus progenitores, o lo hacen para solicitar de nuevo sus servicios, aprovechándose de que el incansable velo que teje la ilusión enreda de nuevo a sus padres, y les hace proyectar en sus nietos las esperanzas que animaron su juventud, sin aprender jamás la lección que les ha impartido la vida.
Igualmente ilusorios resultan los placeres que proporciona la vanidad, el honor, la ambición y el ansia de gloria y poder: todos ellos constituyen una continua fuente de tormentos y sacrificios, que reducen a nada el hipotético placer que tales pasiones pudieran provocar. Por lo que respecta a la devoción religiosa y los supuestos placeres que la acompañan –éxtasis, arrebatos místicos...– resulta rara, y además va unida a múltiples renuncias de todo tipo, que a veces pueden ser extremadamente dolorosas para el creyente; asimismo, el estado de plena beatitud, en el que se se supone que el individuo alcanza una fusión total con el Ser Divino, implica una supresión de la conciencia en el seno de lo infinito, con lo que, una vez alcanzado, el sujeto no experimenta ningún goce real.80
No deja de haber individuos moralmente degenerados, para los cuales la comisión de delitos es fuente de cierto placer; pero, aunque efectivamente sea así, el sufrimiento que genera la comisión de una injusticia sobre otro es superior al placer que logra el criminal; la justicia, por su parte, rara vez se consuma, y, en consecuencia, los placeres que supuestamente puede llegar a proporcionar son sumamente limitados y escasos.
También parece ser un lugar común considerar el sueño como una fuente de placer; pero dormir implica normalmente inconsciencia, y, por consiguiente, se trata de una actividad que escapa a cualquier sensación de placer o dolor, equivaliendo la mayor parte de las veces, al grado cero de sensibilidad. La única felicidad positiva que aporta el sueño se reduce, quizá, al momento del despertar, si bien hay que reconocer que el sueño inconsciente es posiblemente el único estado cerebral en el que el dolor se encuentra por completo ausente. Por lo que atañe a los sueños que podemos tener al dormir, suelen proporcionar alegrías muy volátiles, etéreas (volar, estar liberado del cuerpo...), mientras que cuando proporcionan sufrimiento, éste se hace notar de manera muy intensa (pesadillas); así pues, con los sueños retornan todas las miserias de la vida, mientras que los placeres de la ciencia y el arte, únicos que podrían reconciliar parcialmente a un hombre inteligente con la existencia, apenas se dejan sentir en este estado.
Otras pasiones que proporcionan más dolor que placer son el ansia de amasar propiedades y el deseo de disfrutar de comodidades (pues buena parte de la población no cuenta con lo necesario para vivir, y los que sí poseen fortuna se ven acuciados por los frecuentes problemas que cuesta acumularla, o simplemente por el tedio vital que provoca el poseerlo todo); a ello hay que añadir la envidia, la malevolencia, el dolor y el arrepentimiento por el pasado, el odio, el deseo de venganza, la cólera y la susceptibilidad, pasiones todas que, sin duda, proporcionan más displacer que placer. Por último, la esperanza sí muestra una vertiente positiva, por cuanto permite al ser humano no caer en la desesperación; pero en realidad depende del instinto de supervivencia, que impone, ante todo, el amor a la vida, por encima de cualquier reflexión racional. La esperanza es, así, la fuente de ese optimismo vital, que predomina en la mayor parte de los seres humanos sobre el pesimismo; ahora bien, aunque la esperanza supone un placer real, también resulta engañosa; porque lo que se espera no es otra cosa que alcanzar la felicidad; pero ya hemos visto que esto resulta imposible, toda vez que en esta vida el dolor es siempre muy superior al placer; de manera que la esperanza no es simplemente una ilusión más, sino la ilusión por excelencia, que nos engaña continuamente. Por eso, a medida que la conciencia avanza en su nivel de lucidez e inteligencia, la esperanza se va debilitando,81 hasta que el único deseo que nos queda no es el de ser felices, sino el de vernos afectados por el menor grado posible de infelicidad. A esto hay que añadir, por último, que la esperanza es causa de continuas desilusiones, por lo que suele generar un sufrimiento que termina por anular el ocasional consuelo que nos proporciona; es necesario, pues, esperar lo menos posible, si se quiere gozar del bien que pueda salirnos al paso, pues, en caso contrario, el placer inmediato que procura el presente se ve siempre disminuido por la decepción.
Ahora, si consideramos las diversas condiciones vitales, los deseos, instintos, afectos y pasiones, en relación con su influencia sobre la felicidad, podemos establecer las siguientes distinciones: a) estados que no procuran más que sufrimiento, y casi ningún placer; b) estados correspondientes al grado cero de sensibilidad, y que proporcionan simplemente el terreno para una felicidad futura, no representando sino la ausencia de cierta especie de sufrimiento, como la salud, la juventud, la libertad, o el bienestar; c) estados que no sirven más que para realizar fines extraños, de cuyo valor dependen, y que son ilusorios, en cuanto se los toma por fines verdaderos: el deseo de fortuna, poder, honores, sociabilidad y amistad; d) estados que proporcionan al ser humano que actúa cierto placer, pero que producen en la persona que experimenta la acción un dolor superior al placer del primero, de manera que el efecto total se traduce en sufrimiento: injusticia, sed de dominio, cólera, odio, venganza, tentativas de seducción...; e) estados que suelen causar en quien los siente más sufrimiento que placer, como el hambre, el amor sexual, el amor a los niños, la compasión, la vanidad, la pasión de la gloria, la ambición, la pasión de mando y la esperanza; f) estados reconocidos por la conciencia como males, que, no obstante, se aceptan para escapar a otros males que se consideran peores (unidos a aquellos instintos que no pueden satisfacerse sin más dolor que placer, pero que se persiguen por temor al dolor que provoca su acicate): el trabajo, el matrimonio, engendrar niños; y, por último: g) estados que procuran más placer que dolor, aunque su disfrute se pague siempre con cierto grado de dolor, como los placeres que proporcionan el arte y la ciencia.