1,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,49 €
Fuego en dos corazones Muerto de deseo por su mujer...El magnate griego Leandros Petronades se casó con Isobel arrastrado por la pasión de su romance, pero en menos de un año su matrimonio se vino abajo.Tres años después, Leandros quería el divorcio, o al menos creía que lo quería. Había encontrado una recatada muchacha griega que se convertiría en la esposa perfecta para él, no como Isobel, que hacía que salieran chispas en cuanto se encontraban juntos. Pero cuando volvió a encontrarse con ella cara a cara, Leandros tuvo que reconocer que la pasión arrolladora que había entre ellos era más fuerte que nunca. De pronto, cambió los planes y decidió que domaría a aquella fierecilla... fuera como fuera...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 182
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Michelle Reid. Todos los derechos reservados.
FUEGO EN DOS CORAZONES, N.º 1418 - Enero 2013
Título original: A Passionate Marriage
Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2628-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Leandros Petronades estaba recostado indolentemente sobre una tumbona en la cubierta de su yate bajo el sol mediterráneo de España, con la vista puesta en la bahía de San Esteban. Sentía un agradable hormigueo de satisfacción bien merecida al ver la urbanización terminada, después de dos años de intenso trabajo. Además, el negocio había salido redondo, permitiéndole multiplicar por diez el dinero invertido.
La empresa inmobiliaria que había heredado inesperadamente de su padre hacía cuatro años iba viento en popa, reflexionó despreocupadamente. La obtención de beneficios cada vez mayores se había convertido en un interesante pasatiempo para él. Quizá eso explicara por qué el proyecto turístico de San Esteban había tenido tanta importancia en su vida. Partiendo de la idea inicial de un viejo amigo, Felipe Vázquez, ambos habían mimado todos los detalles del plan para construir la más moderna y lujosa colonia de chalets ajardinados, con puerto privado, hotel de cinco estrellas y campo de golf, en un marco natural incomparable.
La belleza y elegancia de las villas que salpicaban la colina había despertado inmediatamente el interés de la alta sociedad internacional, deseosa de encontrar una nueva ubicación donde esconderse de las revistas del corazón, disfrutando de todas las comodidades. Las casas ya albergaban a sus nuevos propietarios y el puerto estaba lleno de yates relucientes.
Después de haber pasado dos años en San Esteban, Leandros no sabía qué hacer a continuación. Al cabo de una semana, tendría que soltar amarras. El barco se dirigiría hacia el Caribe para esperar a su hermano Nikos, que llegaría de luna de miel al cabo de tres semanas, junto a su flamante esposa, para pasar unos días en el yate. Sin duda, había llegado el momento de cambiar de aires, pero se sentía remolón. Se preguntó si sería conveniente volver de nuevo a Atenas para enfrentarse con la jungla urbana donde residía su familia. Ese simple pensamiento lo inquietó y se removió, agitado, en la tumbona.
–Es preferible que montemos la fiesta en el puerto, donde la gente tenga suficiente espacio para reunirse –dijo una suave voz femenina filtrándose a través de la puerta del amplio camarote que servía como sala de reuniones–. Se trata de celebrar el renacimiento de San Esteban y de dar las gracias a todos los que han trabajado en el proyecto. Creo que lo mejor es ofrecer un cóctel en el restaurante del club marítimo y sorprender a todos con unos espléndidos fuegos artificiales desde el mar en cuanto caiga la tarde. Lo llamaremos el bautismo de San Esteban y cada año organizaremos un carnaval ese mismo día.
Leandros sonrió, relajado. Le gustaba la idea del «Bautismo de San Esteban». Le gustaba Diantha, podía disfrutar sin reparos de su compañía porque era una mujer tranquila, capaz y muy eficiente. Todo lo resolvía sin molestarlo en absoluto con los pequeños inconvenientes que, invariablemente, surgían. Esa mujer le convenía, sintonizaba perfectamente con su forma de pensar. Estaba casi seguro de que acabaría casándose con ella.
No podía decirse que la amara. Él ya no creía en el amor. Pero Diantha era guapa, inteligente y buena compañera. Además, todo indicaba que también podría ser una buena amante, aunque Leandros aún no lo había comprobado personalmente. Era griega, como él, tenía fortuna propia y, en sus relaciones personales, siempre se había mostrado comprensiva y poco exigente.
Un hombre como él tenía que tener todo eso en consideración al escoger esposa, se dijo, complacido. Necesitaba sentirse completamente libre para dedicarse a mantener las empresas de la familia por delante de sus fieros competidores. Diantha Christophoros lo comprendía y aceptaba. Jamás rondaría en torno a él gimiendo y quejándose de que trabajaba demasiadas horas, haciéndole sentir culpable. En otras palabras, Diantha sería la esposa perfecta.
Solo había un pequeño obstáculo: Leandros ya estaba casado. Por una simple cuestión de honor, antes de iniciar una relación amorosa con Diantha, debía romper los lazos con su esposa. Aunque no se habían visto en los últimos tres años, Leandros dudaba de que Isobel estuviera dispuesta a facilitarle un divorcio rápido y fácil.
Isobel...
–¡Maldita sea! –masculló poniéndose en pie de pronto. No debía haberse permitido ni siquiera pensar en el nombre de esa mujer. Aunque, con el paso del tiempo, casi había conseguido olvidarla, cada vez que su nombre acudía a su mente, todo su cuerpo se tensaba de angustia. No podía evitarlo.
Se dirigió a la nevera, abrió una cerveza y se apoyó perezosamente sobre la barandilla del yate, con el ceño fruncido.
Esa bruja..., ese demonio... había dejado su impronta sobre él y aún sentía cómo su cuerpo se revelaba al recordarla, aunque hubieran pasado tres largos años. Tomó un sorbo de cerveza. Todavía podía oír la aterciopelada voz de Diantha, tomando decisiones sobre cómo se debería organizar la fiesta de San Esteban, con su acostumbrada eficiencia. Si volviera la vista hacia atrás, podría admirar su perfecta figura, de cabello negro y ojos oscuros, paseando por la sala de reuniones con tanta soltura como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.
Tomó otro sorbo de cerveza. Sus hombros desnudos ardían bajo el sol mediterráneo y todo su musculoso cuerpo agradecía la cálida caricia. Pero, al recordar a Isobel, sintió una punzada de nostalgia que activó su deseo. Compuso una mueca de desaliento, preguntándose si alguna vez volvería a amar a una mujer como había amado a Isobel. Decidió que, pasara lo que pasara, prefería no tener que volver a sentir una urgencia tan primitiva.
Se habían casado como lo hubieran hecho un par de adolescentes, amándose con una pasión tal, que ambos se habían quedado hechos trizas cuando llegó el momento de la separación. Eran demasiado jóvenes y habían hecho el amor como animales. También se habían peleado y reconciliado con la misma ferocidad hasta que todo se volvió tan desagradable y amargo, que fue mejor tomar caminos distintos.
Pero aquella historia ya no importaba y había llegado el momento de plantearse una nueva vida, probablemente en Grecia, junto a una buena esposa. Ya tenía treinta y un años y deseaba sentar la cabeza de una vez por todas.
–¿Por qué frunces el ceño?
Diantha se había acercado a él sin hacerse notar. Leandros volvió la cabeza, se sumergió en la confortable calidez de sus ojos marrones y le devolvió una tímida sonrisa. Pero no pudo evitar recordar aquella otra sonrisa nada tímida, más bien provocativa. Recordó también aquellos intensos ojos verdes, siempre desafiantes.
–Estoy intentando convencerme de que ha llegado el momento de abandonar San Esteban –contestó él.
–Te cuesta trabajo, ¿no? –murmuró Diantha con tono comprensivo.
Leandros suspiró.
–He llegado a amar estos parajes –confesó paseando de nuevo la mirada por San Esteban.
Se produjo entre ellos un silencio cómodo, que le permitió recordar brevemente los momentos más intensos de su prolongada estancia en San Esteban y darse cuenta de cómo esos años habían asentado su carácter, convirtiéndole en una mejor persona. Ese pueblo español se había convertido en el lugar donde había enterrado su desgracia y donde había aprendido a comportarse como un ser adulto y responsable. Isobel...
Fue necesario que Diantha apoyara una mano sobre su bíceps para que recordara que ella seguía allí. No solían entrar en contacto físico, ya que la relación aún no había alcanzado ese punto, pero en esos momentos, su caricia resultó reconfortante. Ella era la mejor amiga de su hermana Chloe y, hasta la fecha, él siempre la había tratado en calidad de tal.
–Ya sabes lo que pienso, Leandros –dijo Diantha amablemente, retirando la mano–. Creo que te has ausentado de Grecia por demasiado tiempo. Estoy convencida de que ya ha llegado la hora de volver a Atenas y emprender una nueva vida, ¿no estás de acuerdo?
–Sabias palabras –repuso él con una sonrisa de complicidad–. No te preocupes, Diantha, después de la fiesta de San Esteban, tengo la intención de volver a casa. Y esta vez, puede que me quede allí para siempre.
–Bien –concluyó ella–, tu madre se alegrará cuando se entere –añadió antes de girarse para desaparecer sigilosamente en el interior del yate, con ese vestido azul marino que le sentaba como un guante.
Pero Diantha no era consciente de que acababa de alejarse de un hombre cuyo pensamiento había regresado de inmediato a la imagen de aquella mujer pelirroja de ojos verdes y mirada desafiante. Isobel hubiera preferido salir desnuda a la calle antes que ponerse un sobrio vestido azul marino como el de Diantha, reflexionó con severidad. A ella le gustaban las faldas cortas que dejaban claramente a la vista sus imponentes piernas y las camisetas escotadas que hipnotizaban a los hombres con la promesa de encontrar debajo unos soberbios pechos, altos y llenos, con los pezones muy marcados. Isobel hubiera preferido que le cortaran un brazo antes que seguir los prudentes consejos de la madre de Leandros. Jamás había conseguido que su familia política la aceptara tal y como era. Todo había ido mal desde el principio y ninguna de las dos partes implicadas había optado por la discreción. Al contrario, Leandros había tenido que vivir en un auténtico infierno poblado de quejas en ambos sentidos.
Sin embargo, Diantha adoraba a su madre y sentía lo mismo por ella. Al ser tan amiga de su hermana Chloe, se había mantenido en contacto con la familia Petronades desde la infancia, aunque Leandros solo había empezado a pensar en ella como mujer desde hacía una semana, cuando se había presentado en San Esteban para sustituir a Chloe en la organización de la fiesta. Su hermana había tenido que volver a Atenas urgentemente para ayudar a su madre con los preparativos de la inminente boda de Nikos.
El viaje a San Esteban había servido de distracción a Diantha, que acababa de regresar a Atenas, después de vivir en Estados Unidos con su familia durante cuatro años. Era una mujer exquisita y bien educada que reunía todos los atributos necesarios para convertirse en la esposa perfecta. Si se hacía caso omiso del breve e intrascendente romance de adolescentes que había mantenido con su hermano Nikos, la vida amorosa de Diantha era como un papel en blanco, lo cual la hacía más atractiva aún ante los ojos de Leandros que la bruja esa de pelo rojo y lengua viperina con la que se había casado.
Con ese pensamiento en la mente, apuró la cerveza y, al bajar la vista, frunció el ceño al ver a un hombre que tomaba fotografías del yate desde el paseo marítimo. Odiaba a los fotógrafos, no solo porque invadían su intimidad, sino porque ese era el oficio de su esposa. De hecho, se habían conocido durante una improvisada sesión de fotos delante de su Ferrari rojo. Ella había hablado sin parar mientras disparaba la cámara una y otra vez y aquella misma noche habían acabado en la cama. Después...
No quería pensar en lo que había sucedido a continuación. Ni siquiera quería acordarse de su maldito nombre. Hacía tiempo que la había desterrado de sus pensamientos y había llegado la hora de legalizar la separación, pensó con alivio, dispuesto a olvidarse de ella para siempre y a emprender una nueva vida... más completa, más relajada y más conveniente.
Las reflexiones de Isobel discurrían por los mismos derroteros mientras leía la carta que acababa de recibir, firmada por el abogado de su distante marido. En ella se decía que Leandros Pretonades tenía la intención de iniciar los trámites del divorcio.
Isobel estaba sentada sola junto a la mesa de la diminuta cocina de su piso londinense. Su madre aún no se había levantado de la cama, lo cual agradeció porque la carta la había dejado atónita, aunque estuviera conforme con su contenido. Ya iba siendo hora de que alguno de los dos tomara la iniciativa, pensó. Era necesario poner fin cuanto antes a ese matrimonio que nunca debería haberse celebrado.
Pero al pensar que por fin había llegado el momento de firmar el final de un matrimonio que había durado cuatro años, se le empañaron los ojos. Si aceptaba la propuesta de Leandros, sentiría que esos años solo habían sido una pérdida de tiempo. ¿Pensaría él lo mismo? ¿Por qué había tardado tanto en proponerle el divorcio? A Isobel le había costado reconocer que se había portado como una idiota alocada y que había cometido una equivocación tremenda al casarse con él. Pero... ¿había algo más detrás de la petición de divorcio? ¿Había encontrado Leandros a otra mujer con la que deseara pasar el resto de su vida?
Aunque ya no era de su incumbencia, la idea de tener una rival en el corazón de Leandros puso una nota de tristeza en su estado de humor. Al principio, había amado a ese hombre con una pasión tan desmedida que temió haberse vuelto loca. Los dos eran jóvenes, demasiado jóvenes..., pero la pasión había sido tan salvajemente arrebatadora...
«Olvida la pasión del pasado», se dijo antes de releer la carta.
El abogado Takis Konstantindou planteaba la posibilidad de que se desplazara a Atenas para reunirse con su marido, en presencia de los abogados de ambos, naturalmente, con el fin de llegar a un acuerdo que facilitara un divorcio rápido y sin complicaciones. Según él, con un par de días sería más que suficiente. Además, Leandros Petronades correría con todos los gastos de transporte y alojamiento de ella y de su letrado, como gesto de buena voluntad, ya que él no podía viajar a Londres.
Isobel se paró a pensar por qué razón Leandros no estaba dispuesto a tomar un avión para resolver el tema, ya que el hombre que ella recordaba vivía prácticamente atado a una maleta. Era extraño pensar que no deseara moverse, en realidad era extraño pensar en él, fueran cuales fueran las circunstancias. Recordó, por primera vez en mucho tiempo, que se habían conocido en una exposición de automóviles que se celebraba en los recintos feriales de la capital inglesa. Ella había acudido como fotógrafa profesional de una prestigiosa revista y, a sus veintidós flamantes años, se sentía la dueña del mundo. Y él era apuesto, gallardo y moreno... Un verdadero Apolo de piel cetrina.
Habían charlado desenvueltamente bajo los focos, entre los prístinos destellos de los prohibitivos automóviles de último modelo. Ella había analizado su atuendo y decidido que era el representante de unas de las marcas expositoras, ya que todos ellos llevaban relucientes trajes que parecían haber costado una fortuna. En aquel momento no pensó en la posibilidad de que fuera el dueño de varios de los coches. La verdad sobre Leandros llegó después..., cuando ya era demasiado tarde.
Después de la sesión de fotos, habían quedado para cenar y, finalmente, habían terminada en la cama. Cuando él descubrió que Isobel era virgen, su pasión se redobló. Estaba encantado de poder desempeñar el papel de maestro, la enseñó a entender y aceptar los placeres de su propio cuerpo y dejó bien claro cuáles eran sus gustos. Cuando llegó el momento de regresar a Grecia, Leandros se negó a partir sin ella. Se casaron en una precipitada ceremonia civil y salieron corriendo hacia el aeropuerto.
Isobel empezó a hacerse preguntas desde el mismo instante en que puso los ojos sobre el avión privado que llevaba el logotipo dorado de la familia Petronades. Él se rio a carcajadas al comprobar que ella no sabía que acababa de casarse con un importante magnate griego, la arrastró hacia la pequeña cabina privada e hicieron el amor durante todo el viaje. Ese había sido el momento más feliz de la vida de Isobel. Pero ahí había terminado la historia. En cuanto llegaron a la casa de Leandros en Atenas, él había puntualizado:
–No puedes ir así vestida para conocer a mi madre.
Era la primera crítica que oía de sus labios, pero había sido suficiente para que en su mente se encendieran las primeras luces de alarma, presagiando futuros antagonismos.
–¿Por qué? ¿Qué tiene de malo mi ropa?
–La falda es demasiado corta, se asustará cuando te vea. Además, podrías recogerte un poco el pelo en señal de respeto hacia las personas mayores.
Ni se recogió el pelo ni se cambió la falda. Pero pronto descubrió que no era tan fácil mostrarse rebelde y cabezota ante un hombre que bebía los vientos por ella que ante la mirada de reprobación de su familia.
Desde ese día, las cosas habían ido de mal en peor. Y sí, se dijo a sí misma mientras echaba una tercera mirada a la carta, había llegado el momento de poner el punto final a una historia de desamor que no conducía a ninguna parte.
De hecho, Isobel solo veía un problema en los términos de la carta. No pensaba dejar a su madre sola en Londres ni un solo día.
–¿A qué hora llega su vuelo? –inquirió Leandros, desde la mesa de su lujoso despacho en Atenas.
En las dos últimas semanas se había deshecho de la actitud tranquila y perezosa característica de su vida en San Esteban para convertirse en el millonario griego de mente ágil e implacable que era.
¿Estaba contento de ello? No, no lo estaba, pero sabía que había muchas personas pendientes de las decisiones que él tomara y que su profesionalidad de cara a la alta sociedad griega estaba en juego. La mesa de su despacho estaba llena de pilas de documentos y, al parecer, todos ellos requerían una solución urgente. Se pasaba el día de reunión en reunión, sin apenas tiempo para tomarse un respiro entre una y otra. Su vida social había pasado de las pacíficas cenas en los restaurantes de la playa de San Esteban a una apretada agenda de compromisos que agotaban sus fuerzas.
Además, como cabeza de familia, debía acompañar a su madre en todos los actos sociales previos a la inminente boda de su hermano Nikos. Habría deseado que Nikos y Carlotta se casaran en secreto, sin armar tanto revuelo. El único buen recuerdo que tenía de su malogrado matrimonio era la sonrisa que le había dedicado Isobel cuando él había puesto el anillo en su dedo anular delante del juez, mientras murmuraba con deleite: «Te amo tanto...» Ese momento había sido totalmente suyo. Leandros no necesitaba casarse delante de quinientos testigos para demostrar que su amor era verdadero. Su corazón brincó dolorido por el recuerdo de lo que había poseído y luego perdido.
–Esta tarde –contestó Takis Konstantindou, sacándolo de su ensimismamiento–. Pero ha insistido en buscar alojamiento por su cuenta. Estará en el hotel Apolo, cerca del Pireo.
–Ese hotel es una basura –comentó Leandros frunciendo el ceño–. ¿Por qué prefiere estar allí y no en la suite del Ateneo?
Takis se encogió de hombros, dando a entender que carecía de respuesta.
–Lo único que sé es que ha rechazado nuestra invitación y, a cambio, ha reservado tres habitaciones, no solo dos, en el Apolo, una de las cuáles debe ser accesible en silla de ruedas.
¿Acceso para una silla de ruedas?, se preguntó Leandros atónito.
–¿Por qué? ¿Le ha pasado algo? ¿Está enferma...?
–Aún no sé si esa habitación es para ella –contestó Takis.
–¡Pues infórmate! –le espetó Leandros, sintiéndose mareado al pensar que su mujer podría estar impedida–. Si es cierto, tendremos que cambiar nuestra propuesta y tener en cuenta esa discapacidad física.
–Creo que nuestra propuesta es válida tal y como está redactada –comentó Takis con cinismo.
–No me conformo con una propuesta «válida» –contestó Leandros súbitamente enojado–. Se trata de mi mujer... –se interrumpió brevemente al oír sus propias palabras–. Si necesita un complemento para sobrellevar una discapacidad, vamos a dárselo. No quiero terminar este matrimonio con una sensación de triunfo. Al contrario, necesito saber que la he tratado con justicia hasta el último momento.
–Lo siento –dijo Takis, sorprendido por su imprevisto arrebato de genio–, no pretendía...
–Ya lo sé –lo interrumpió Leandros secamente–. Sé perfectamente lo que piensas de todo este asunto –añadió mientras Takis enrojecía hasta las orejas.
Sabía que tanto su familia, como la de Takis, habían desaprobado su matrimonio con Isobel desde un principio. Sabía que todos deseaban un final rápido. Pero se equivocaban si suponían que Isobel había sido la causa del desastre matrimonial. De ninguna manera. Takis se engañaba si pensaba que él estaba dispuesto a divorciarse porque ya no le importaba el futuro bienestar de Isobel. Era posible que prefiriera volver a casarse con una mujer menos complicada, pero...
–Penséis lo que penséis de mi matrimonio con Isobel, quiero dejar bien claro, desde ahora mismo, que ella se merece todo mi respeto. ¿Entendido?
–Desde luego –aceptó su interlocutor. Takis doblaba en edad a Leandros y, además, era su padrino, pero en ese momento tuvo que comportarse como habría hecho un simple asalariado, guardándose para sí sus propias opiniones–. Nunca quise decir...
–Por favor, infórmate de cuál es su situación antes de que tengamos que reunirnos con ella –lo interrumpió Leandros, echando una ojeada al reloj y dando por finalizada la conversación.