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A partir de 1933, el barrio de Rehavia, en Jerusalén, establecido como ciudad jardín a principios de la década de 1920, se convirtió en el epicentro de la comunidad judeoalemana de Israel. Allí llegaron entre otros los escritores Else Lasker-Schüler, Gershom Scholem y Martin Buber huyendo de la persecución nazi y, junto a muchos de sus compatriotas, crearon un auténtico microcosmos germanojudío en la capital del país. Aunque el barrio, que contaba con una ubicación idílica, pronto se convirtió en el punto de mira de una ciudad largamente dividida, también representó un importante lugar de encuentro que promovió el espíritu de fraternidad y concordia entre diferentes pueblos. Thomas Sparr nos brinda un brillante y vívido fresco de la singular comunidad de apátridas que encontraron refugio en Jerusalén cuando más lo necesitaban, así como de las tensiones sociales y políticas a las que debieron enfrentarse en su búsqueda de un nuevo hogar. «La clarividente prosa de Sparr devuelve la vida a una singularísima comunidad de intelectuales cuya historia merece ser leída una y otra vez». Evelyn Adunka, «Illustrierte Neue Welt»
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THOMAS SPARR
GRUNEWALD
EN ORIENTE
LA JERUSALÉN
GERMANOJUDÍA
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE CARLOS FORTEA
ACANTILADO
BARCELONA 2023
CONTENIDO
Prefacio
Noche en Jerusalén
Rehavia como forma de vida espiritual
Curricula en un barrio
Rehavia revisited
Agradecimientos
Sobre la grafía
Bibliografía
Procedencia de las ilustraciones
1. PLANO DE REHAVIA EN UN DIRECTORIO DE1936
1. Calle King George; 2. Calle Gaza; 3. Calle Keren-ha-Kayemet; 4. Calle Alharisi; 5. Calle Don Yizchak Abarbanel; 6. Calle Rambán; 7. Calle Shlomo ibn Gabirol; 8. Avenida Yehuda ha-Levi; 9. Calle Menachem Ussishkin; 10. Calle Abraham ibn Ezra; 11. Calle Aharon; 12. Calle Ibn Shaprut; 13. Calle Sa’adia Gaon; 14. Avenida Ben Maimón; 15. Calle Rashba; 16. Calle Alfasi; 17. Calle Radak; 18. Calle Binyamin Mitudela; 19. Calle Haim Arlozoroff.
a. Instituto Hebreo; b. Sede del Fondo Nacional Judío y otras instituciones judías; c. Pista de tenis; d. y e. Viviendas para obreros y empleados.
Cuando llegué a Jerusalén, en otoño de 1986, para vivir y trabajar en la ciudad, me encontré con un mundo nuevo, hasta entonces por entero desconocido para mí, que no obstante me resultaba extrañamente familiar, y en el que me sumergí enseguida. Como transportado por una máquina del tiempo, reconocí en el mundo de los yekkes, los judíos venidos de Alemania con traje y corbata, las damas con sus vestidos y trajes de chaqueta, las Weimar, Fráncfort, Berlín, Múnich o Königsberg de las décadas de 1920 y 1930, la presencia desplazada en el tiempo de un pasado que yo tan sólo conocía de oídas, por libros, por congresos.
Hace treinta años, ese pasado ya había quedado atrás; ahora está todavía más lejos. Casi ninguno de los yekkes que llegaron al Estado de Israel desde la República de Weimar o la Alemania nacionalsocialista sigue con vida. Pero esa distancia permite, paradójicamente, la descripción, como si lo ya desaparecido se pudiera aprehender y comprender mejor que lo que aún está desapareciendo.
El mundo que quiero describir en este libro se congregaba en un barrio de Jerusalén: Rehavia, la Llanura de Dios. En un espacio comparativamente angosto, se concentra un largo período, que va desde la década y media de la República de Weimar y el período comprendido entre 1933 y 1945 hasta la postguerra. El espacio en el que se desarrolla esta historia se extiende a un puñado de calles, plazas, algunas tiendas y cafés, a viviendas apenas amuebladas con pianos de cola, atriles, algunas fotos y, sobre todo, paredes cubiertas de libros. Décadas después estas últimas fueron retiradas, y en los arcenes quedaron, hechos trizas, viejos volúmenes de clásicos, de Goethe y Schiller, Kleist, Conrad Ferdinand Meyer, de Gottfried Keller, junto a Des Teufels General [‘El general del diablo’] de Zuckmayer, ejemplares de la revista Neue Rundschau, una primera edición del Tonio Kröger de Thomas Mann, obras de Martin Buber o Billar a las nueve y media de Heinrich Böll y El gato y el ratón de Günter Grass. Algunos restos de bibliotecas reunidas y seleccionadas durante largos años fueron a parar a la basura. En la gran mayoría de los casos, los nombres y los títulos de los libros decían a los nietos, sobrinos y sobrinas israelitas—la segunda generación aún entendía al menos algo de alemán—tan poco como el viejo mobiliario, los pesados arcones, mesas y sillas. En aquella ocasión, me llevé algún que otro ejemplar de los libros tirados en la calle.
Rehavia fue la Jerusalén «alemana», la Jerusalén germanojudía. Se convirtió en la capital de los yekkes, que llegaron al país por muy distintas vías: huyendo, emigrando, de visita, internados temporalmente por la potencia colonial británica, por autoafirmación sionista o escapando del antisemitismo, de la persecución nacionalsocialista, que dejaron atrás traumatizados, lo que significa tanto como decir «llevándola consigo». También eso lo demuestran los testimonios que figuran a continuación.
Muchos de los yekkes emigrados procedían de Berlín o habían pasado allí una parte importante de su vida. Rehavia asumió en su «Llanura de Dios» algo del esquema interior de la gran ciudad. Tanto sus habitantes como sus visitantes llamaban a Rehavia el «Grunewald de Oriente» por el distinguido barrio de la zona oeste de Berlín que revivía a su manera al oeste de Jerusalén.
La geografía interior de estos pocos kilómetros cuadrados nos ha llegado a través de libros, cartas, cuadros, fotografías, en el Das Hebräerland [‘Viaje al país de los hebreos’] de Else Lasker-Schüler, en la autobiografía Von Berlin nach Jerusalem [‘De Berlín a Jerusalén’] de Gershom Scholem, en los poemas de Mascha Kaléko, en las muchas cartas que envió desde Jerusalén, en los escritos de Werner Kraft y otros.
Todo empieza con la reunión más bien casual de los protagonistas de este libro en un café de nuestro barrio. Seis personas se encuentran una tarde en Jerusalén a principios de la década de 1960. Que se encontraran es un mero deseo… y al mismo tiempo algo más. Porque, de hecho, sus caminos se habían cruzado en Rehavia. En los capítulos siguientes mostraremos esos caminos y encrucijadas, los lugares, la eclosión en Berlín—la ciudad seguía siendo un polo magnético—de cada uno de ellos y, sobre todo, los puntos de intersección de las vidas de Else Lasker-Schüler, Gershom Scholem, Werner Kraft, Mascha Kaléko, Anna Maria Jokl y otros, que muestran, cada uno por sí mismo, un aspecto distinto del barrio.
Rehavia se convirtió desde finales de la década de 1920 en una forma de vida espiritual. Algo de esto, alguna afinidad electiva, se podía encontrar también en Tel Aviv, en el monte Carmelo de Haifa o en otros lugares del Estado de Israel, pero no con esa densidad especial y con el sello de un solo barrio.
Formaba parte de Rehavia la Universidad Hebrea, situada en el monte Scopus, un tanto apartado, y más tarde en el vecino Givat Ram; muchos estudiantes tenían alquilado un cuarto allí. De ese barrio de Jerusalén de cuño marcadamente berlinés también formaban parte el pequeño comercio minorista, la ferretería, la sombrerería, la tienda de electricidad de Meisler, tiendas de moda, quioscos de prensa, librerías, un cine, el café Atara o el café Sichel o Rehavia, la pensión de Käthe Dan, así como la lectura diaria del Blumenthals Neueste Nachrichten, que más tarde se convertiría en Jedioth Chadaschoth (con el nombre en caracteres latinos en la primera página), luego el Israel Nachrichten, Chadaschoth Israel (ahora también en hebreo) y el MB, que más tarde sería el medio de comunicación, también en alemán, de los emigrantes de Alemania y que se publicaba en Tel Aviv.
Rehavia había surgido en el tablero de dibujo de un arquitecto venido de Alemania, Richard Kauffmann, que había emigrado en 1920 para desarrollar los planes de la Hachscharat ha-Jischuw, la Israel (antes Palestina) Land Development Company, que urbanizaba zonas residenciales y asentamientos para el movimiento sionista.
La historia de un barrio se puede escribir desde un punto de vista geográfico, arquitectónico, urbanístico o cronológico, aunque lo decisivo son las biografías de sus habitantes, que han marcado la historia del lugar durante décadas, como la propia Rehavia determinó sus vidas. En las distintas biografías hay—como no podría ser de otra manera—solapamientos, simultaneidades y desfases, pero sobre todo una red local de coordenadas que las vincula.
Rehavia es, por su disposición, un barrio ordenado simétricamente, con calles en cuadrícula que sin embargo no se pueden delimitar con exactitud con una regla, sino que parecen dibujadas por la mano insegura de un niño. «No había límites claramente trazados entre Talbiya, un barrio mixto, Rehavia, que era judío por completo, y Katamon, predominantemente árabe», escribe Walter Laqueur en su retrato de la ciudad.
De ese modo, cabe imaginar varias denominaciones para caracterizarlo, y sin embargo todas se aproximan de manera asintótica al barrio y su historia. Tomado al pie de la letra, Rehavia induciría a la confusión. Los ingenieros de tráfico redujeron la amplitud pensada por los urbanistas. La delicada caracterización que se expresa con «Grunewald en Oriente» hace pensar en una ciudad jardín; la hermosa descripción que David Kroyanker hace de Rehavia como «isla prusiana en el mar de Oriente» es cierta para el momento de la delimitación, pero no separa por entero la isla de la tierra firme de la Jerusalén «alemana», el mundo de los templarios y colonos, el del emperador Guillermo II en Jerusalén.
La «ciudad soñada» de Else Lasker-Schüler es en realidad Tebas, una ciudad lejana que no puede encontrarse en la Tierra, apenas una silueta. Pero en su obra lo soñado lleva siempre la huella de lo real. Todas las ciudades de su vida, ya se trate de Wuppertal, Berlín, Zúrich o Jerusalén, contienen en su recuerdo elementos de las demás. «Mis sueños invaden el mundo»: la ciudad soñada es una manifestación de la real, del mismo modo que la literatura—de Lasker-Schüler, pero también de Agnón, Amos Oz o Yehuda Amijai—evoca con precisión la ciudad imaginada en su sólida estructura y en su carácter onírico, a menudo terriblemente inquietante.
Había anochecido, y toda la ciudad cambiaba de aspecto. Las calles parecían serenarse; algunas se volvían blancas, otras grises. El aire era negro a la altura del suelo y rosa en lo alto del cielo, mientras que a media altura permanecía indescriptible, casi incoloro. Los árboles de la avenida, así como los hombres y las mujeres en la calle estaban envueltos en un halo de misterio del que no eran conscientes. Es más, ambos parecían decir: no sabéis quiénes somos.
S. Y. AGNÓN, Shira
Rehavia, al caer de una tarde de sábado de principios de la década de 1960. El silencio del sabbat reina en el prado, la Llanura de Dios. La noche del sabbat, las silenciosas calles son aún más silenciosas. Sólo por la noche, en el moza’e sabbat, la ciudad recobra el pulso y se hace más enérgica, más ruidosa, también en Rehavia. Circulan autobuses y coches, se oye música y noticias en la radio, cines y teatros abren sus puertas, los conciertos empiezan a las ocho y media de la noche. Con su estilo Bauhaus, la inconfundible piedra arenisca de Jerusalén, las calles pequeñas, el sonido del piano, que se oye a menudo, con sus eucaliptos, pinos, palmeras y jacarandás, con sus setos meticulosamente recortados, Rehavia parece un barrio de las afueras.
A sus habitantes de Berlín les recuerda a Dahlem, y sin embargo Rehavia no es un barrio de las afueras, sino que está cerca del centro de Jerusalén Oeste, no lejos de las calles de Jaffa y Ben Yehuda, la plaza de Sion, el Machane Yehuda, el mercado judío. Se halla a pocos kilómetros del casco antiguo, pero a principios de la década de 1960 aún está separado por vallas, muros y alambre de espino. La ciudad histórica de Jerusalén pertenece a Jordania. Desde 1948, una frontera separa Jerusalén Este y Jerusalén Oeste; en ella hay constantes tiroteos. Al borde de Rehavia se pueden oír los disparos y ver los focos.
El periódico en lengua alemana Jedioth Chadaschoth ha anunciado un concierto de piano «al final del sabbat, a las 8:30»: Daniel Barenboim interpreta las sonatas de Mozart. Se ofrecen «excursiones populares desde Tel Aviv, Haifa y Jerusalén a Ejlath», la nueva ciudad a orillas del mar Rojo, «dos días: miércoles y viernes», o una «excursión de día a Sodoma el jueves», y promete «precios populares» y que «la actividad se llevará a cabo en las lenguas habituales». Sin duda, eso significa también en alemán. En otro anuncio, se dirige a los «perceptores de restitución»: «Les suministramos, por su 33 por ciento de fondos de indemnización, artículos de marca de primera clase y fama mundial, entre ellos radiocasetes Grundig […] cámaras de fotos Zeiss Ikon. No se deje engañar. Fíjese en nuestras marcas». El 16 de febrero de 1961 se calcula la cantidad de agua recogida «en la temporada de lluvias de este año» en 335,66 milímetros cúbicos. «En la capital reinó ayer un frío bastante notable durante las primeras horas de la mañana». Y a principios de la década de 1960 el maestro Robert Stolz, de más de ochenta años, dirige, no lejos de nuestro barrio, en la gran Casa del Pueblo de Binjanej ha’uma, Una noche en Viena, con la Orquesta Filarmónica de Israel.
Esa tarde de sabbat, Gershom Scholem sale de su casa en la calle Abarbanel y va hasta la esquina de King George para, una vez allí, doblar a la izquierda. Va sumido en sus pensamientos, no es un habitual de los cafés; los cafés y todo lo que los rodea—prolongadas lecturas de prensa, conversaciones casuales, tiempo perdido—repelen a su temperamento prusiano. Hoy hace una excepción para ir a reunirse con Martin Buber, que nació en Austria-Hungría y ha pasado en Viena años de su vida y de su formación. Normalmente el anciano caballero, de ochenta y tres años, recibe las visitas en su casa. Pero esa casa de Talbiya, el barrio vecino a Rehavia, no era un buen lugar para encontrarse ese sábado en concreto. Allí, pocas semanas antes, algunos amigos y compañeros de viaje, profesores y editores habían hecho entrega a Martin Buber del último volumen de su traducción de la Biblia, que había empezado junto con Franz Rosenzweig casi cuarenta años antes. Gershom Scholem había dicho: «Querido señor Buber, si hoy nos hemos reunido en su casa es para celebrar la memorable fecha de la conclusión de su traducción de la Biblia al alemán, un poco a la manera de un viejo siyum judío cuando termina sus estudios; para nosotros es una importante oportunidad de volver la vista atrás hacia su obra, su propósito y sus logros».
Y precisamente esas palabras, que pretendían ser elogiosas, habían causado una desavenencia entre Gershom Scholem y Martin Buber que, si bien no era nueva, había rebrotado con fuerza. Estaban en desacuerdo en casi todo: la tradición judía, la forma de interpretarla, las conclusiones que ambos extraían de ella. A primera vista, podía parecer una pequeña disputa entre dos eruditos, pero no lo era. En el fondo, atañía a la relación entre alemanes y judíos, su peso histórico, la manera de abordar un posible acercamiento entre ambos pueblos, la relación entre dos Estados: Alemania e Israel. Que se inflamara esa controversia con motivo de una traducción de la Biblia no era fruto del azar, sino el testimonio de un contexto histórico. Y, a principios de la década de 1960, eso tiene un lugar en el mundo: Rehavia.
Esa tarde, en el café Atara, Anna Maria Jokl, que ha venido de Berlín a visitar Jerusalén, se sienta junto a Buber. Está dándole vueltas a la idea de emigrar a Israel, de arriesgarse a cambiar de vida con más de cincuenta años, de cambiar de casa, de trabajo, aprender un nuevo idioma, acostumbrarse a un nuevo entorno que la atrajo ya en su primer viaje a Israel, en 1957, y que, sin embargo, representa un cambio profundo en todos los sentidos, el desafío de una sexta vida: después de su lugar de nacimiento, Viena, su ciudad, Berlín, la Praga de la emigración, Londres, donde había llegado en barco desde Danzig en 1939, antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Berlín Este y Berlín Oeste, donde aún vivía en ese momento, en la Sächsische Strasse. Fue a visitar a Martin Buber durante su primer viaje a Jerusalén, y están en contacto desde entonces. Él la ha familiarizado, como a tantos otros, con el mundo del yasidismo, sus relatos e historias del judaísmo oriental de los territorios austrohúngaros, de los que provenía Anna Maria. Martin Buber era el mentor de su cambio de Berlín a Jerusalén.
El café Atara, abierto en 1938 en la calle Ben Yehuda por la familia Grinspan como «casa de comidas», se convirtió rápidamente en un punto de encuentro de los yekkes, en el que, junto al Jerusalem Post, editado en inglés, y el Jedioth Chadaschoth, se podían leer el MB, el Pariser Tageblatt o el Jüdische Rundschau de Berlín y el Weltwoche de Zúrich, que traían a sus lectores noticias cada vez más angustiosas de su país natal. Exteriormente, en 1961 el Atara (Corona) era muy similar a como era el día de su fundación, hacía más de dos décadas: la marquesina verde, el grano de café marrón como emblema, las sencillas mesas y sillas, el «café hafuch» o ‘café al revés’, un poco de café con mucha leche, probablemente un invento vienés de los tiempos en que los turcos habían dejado atrás unos cuantos sacos con granos de café al levantar el sitio de la ciudad. O el yerushalmi, que consiste simplemente en echar café en polvo a la jarra y verter agua caliente encima. Como cuenta Gad Granach:
Para los yekkes, el Atara era un trozo de su patria. Se iba al café para ver y ser visto. Todo el mundo conocía a todo el mundo. Arriba, en el primer piso del viejo Atara, se sentaban los más jóvenes. Los mayores, que ya no podían subir las escaleras, lo hacían abajo. Y cada uno tenía su camarera. No eran jovencitas de servicio, sino mujeres hechas y derechas que a menudo habían trabajado allí durante años. Me acuerdo de Stella y Zima, que no sólo sabían exactamente lo que pedían siempre sus clientes habituales, sino que eran también sus confesoras. Es probable que algunos de los clientes hablaran más con ellas que con sus propias esposas.
Gershom Scholem llega al café Atara, abre la puerta de cristal, distingue a Buber y su desconocida acompañante. Buber se la presenta: Anna Maria Jokl, de Berlín; ella mira atenta, amablemente, a ese hombre de elevada estatura, le tiende la mano: «Shalom». Scholem se sienta, pide café y tarta de chocolate en un café por el que raras veces aparece.
—Déjeme decírselo abiertamente, señor Scholem: su denominación de «monumento funerario» para referirse a mi traducción de la Biblia me pesa. —Buber entra enseguida en materia—. Intuyo lo que quería usted decir con eso esa tarde de invierno en mi casa, pero esa dura, áspera y pesada expresión no es adecuada a mis años, a mis décadas de trabajo; no está bien hablar así de eso. —Coge aire, pero aún no deja hablar a Scholem—. El proyecto de traducir la Biblia del antiguo hebreo al alemán se remonta a décadas atrás, cuando empecé con él en Francia junto a Franz Rosenzweig. Fue la fecha de nacimiento de un trabajo vitalicio, no el monumento funerario que a usted le parece ahora.
—Es injusto conmigo, señor Buber: la expresión «monumento funerario» no se refiere a su intención, hacia la que tengo un gran respeto, exactamente igual que hacia Rosenzweig, ni a su trabajo como tal, sino a su efecto a día de hoy, treinta y cinco años después—transige Scholem, y alza el dedo índice—. Aquella velada de febrero, era consciente del peligro de ser malinterpretado. «He de temer (¿o esperar?)», dije en su casa, «provocar su réplica», y sin embargo en mi sentimiento se abre paso la pregunta: ¿a quién va a ir destinada ahora esta traducción, en qué medio desplegará su efecto? Desde el punto de vista histórico, ya no es un regalo de hospitalidad de los judíos a los alemanes, sino (y no me resulta fácil decirlo) el monumento funerario a una relación extinguida en medio de un indecible horror. —Deja caer la mano con el dedo extendido—. Los judíos para los que usted tradujo ya no existen. Los hijos de aquellos que escaparon a ese horror ya no van a leer en alemán. La propia lengua alemana se ha transformado profundamente en el curso de esta generación, como sabemos todos los que durante los últimos años hemos tenido que vérnoslas con la nueva lengua alemana…, y no lo ha hecho en dirección a esa utopía verbal de la que su empresa da tan impresionante testimonio. La distancia entre la lengua real de 1925 y su traducción no se ha reducido, sino que ha aumentado, treinta y cinco años después. —De hecho, ya en la década de 1920 Scholem había criticado con vehemencia la traducción de Buber.
Martin Buber alza la vista hacia su acompañante con gesto de disculpa, pero no puede dejar así las cosas. Anna Maria Jokl asiente, siente curiosidad por la respuesta, y Buber dice:
—Pero usted sabe, señor Scholem, que para mí el diálogo es la auténtica empresa: la conversación, el intercambio, la controversia, incluso por encima del abismo, tanto su logro como su fracaso forman parte de la conversación; el desencuentro, parte del encuentro; el diálogo es un principio motor, trascendente, no sólo un acontecimiento puntual. Por eso volví a Alemania muy poco después de 1945, haciendo frente a fuertes resistencias, también a la suya; hablé con alemanes, conversé con políticos como Theodor Heuss, recibí distinciones como el Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán. La vida es encuentro.
—Por eso, señor Buber, califiqué su traducción de regalo de hospitalidad de los judíos a los alemanes en el momento de separarse, antes de 1933, un regalo, naturalmente, que los anfitriones han rechazado.
Ambos caballeros, tanto el mayor como el más joven, hablan alemán, el uno con un deje vienés; el otro, berlinés; un alemán que ya no se oye hoy y entonces raras veces se oía en Alemania, selecto, erudito, elevado, serio y carente de ironía, con un toque de distancia que los mantiene a ambos separados y, sin embargo, los une en la forma.
La disputa se alarga, Anna Maria Jokl la sigue, pero la cortesía le exige, en última instancia, ponerle coto. Habla ahora de su vida en Berlín, de su trabajo como psicoterapeuta. Entretanto, el café se ha llenado. Hannah Arendt se ha sentado a otra mesa. Acaba de llegar de Nueva York, se ha instalado en Rehavia para informar acerca del proceso contra Adolf Eichmann, que empieza el 11 de abril de 1961 ante los tribunales de Jerusalén, un proceso que va a revolver y tener ocupada durante mucho tiempo a la sociedad israelí; sigue ocupada hoy. Adolf Eichmann, uno de los principales responsables de la Shoah, fue apresado y encarcelado en Argentina en mayo de 1960 por el Mossad, el servicio secreto israelí. The New Yorker ha enviado a Israel a Hannah Arendt para que informe acerca del proceso en cinco entregas. Eichmann en Jerusalén se titula la crónica que publicará en 1963 en inglés y poco después en alemán. El libro provocará una encarnizada controversia entre la autora y sus colegas israelíes, también estadounidenses, y entre Gershom Scholem y Hannah Arendt, cuya relación terminará en el silencio, un silencio elocuente con un punto final señalado en claras cartas de ambos. Pero, esa tarde de sabbat, esos hechos se encuentran aún en su futuro, ya para nosotros el pasado.
Mascha Kaléko entra en el café con pasos rápidos. Sabe quién es Hannah Arendt, la conoce fugazmente de Nueva York, pero a las dos mujeres las separan abismos en su respectiva percepción del mundo, en su escritura y en su origen. Así que Mascha Kaléko no se dirige hacia ella. «Un café en Jerusalén—escribió a un amigo de Estados Unidos—es un ligero eufemismo». Ella nunca se sintió en casa en Jerusalén desde que se mudó a Rehavia en 1959 junto a su marido, el compositor de música yasídica Chemjo Vinaver, esperando que aquel clima suave proporcionara alivio a su dolencia asmática. En realidad, el clima les sentó mal a ambos, sobre todo el jamsin, un viento caliente del desierto que—como ilustra su denominación en árabe—cubre la ciudad con un soplo de fuego cincuenta días al año, sobre todo al principio de la primavera y en otoño. Mascha Kaléko seguirá siendo una extraña en Jerusalén, lo mismo que Berlín, su ciudad natal, no volverá a serle familiar después de la guerra. Sólo que el Grunewald de Oriente está aún más lejos de Nueva York, donde vive su único y querido hijo. Todos los días espera una carta de Steven, que escribe rarísimas veces, y las llamadas telefónicas intercontinentales cuestan una fortuna. Así que Mascha Kaléko vive en Rehavia con mil pensamientos de Nueva York y recuerdos de la Bleibtreustrasse y la manzana en torno a la Savignyplatz de Berlín. Por esa época, le escribe a una amiga desde Jerusalén:
He oído en la radio una canción de finales de los años veinte en Berlín, ha sido como un relámpago irrumpiendo en mis adormiladas sensaciones, de pronto volvía a tener el corazón como antes, igual de joven, de susurrante, de enamorado… «Así era yo antaño», pensé, casi asombrada.
Mascha Kaléko lucha por conseguir una reedición de sus libros, antes tan populares, y sus nuevos títulos en la editorial Rowohlt. Tiene lectores en Berlín, Hamburgo o Múnich; en Israel no la conoce nadie. En el café de la calle Ben Yehuda, se dirige a la mesa de Scholem, Buber y Anna Maria Jokl. El acento berlinés del primero le llega al corazón, Martin Buber es conocido suyo, ambos han intercambiado cartas. Puede que Anna Maria Jokl conozca los poemas de Kaléko. Intercambian algunas palabras.
La tarde avanza, los clientes dispersos, que se conocen entre sí, deciden juntarse. Las camareras acercan mesas y sillas, Hannah Arendt se sienta entre Gershom—al que simplemente llama Gerhard; él la llama Hannah; ambos mantienen el usted—y Martin Buber. Enfrente, Anna Maria Jokl y Mascha Kaléko. Werner Kraft se une al grupo y se sienta también junto a ella, aunque sus poemas le parecen demasiado ligeros, actuales, demasiado cercanos a la vida. Kraft se dedica a Stefan George, Rudolf Borchardt, los clásicos de Weimar. Pero se sientan juntos.
Alrededor de ellos se agrupan otros clientes, repartidos por varias mesas. Lea Goldberg ha entrado al café. Enseña Literatura Comparada en la Universidad Hebrea. En Jerusalén, se trata de una asignatura destacada, porque la mayoría de los estudiantes tienen junto al hebreo otra lengua materna, polaco, ruso, alemán. La primera lengua de Lea Goldberg fue el ruso, pero se siente en casa en todas las lenguas de cultura, traduce del ruso, del italiano, escribe e ilustra libros infantiles, compone poemas, ensayos. Se sienta al lado de Yehuda Amijai, el poeta de Wurzburgo, que acaba de cumplir treinta y siete años y se convertirá más tarde en la voz poética del país. Gad Granach, el hijo de Alexander Granach, temperamental cronista de su generación, emigrado a Palestina en la década de 1930, toma un café. Y, un poco apartado, un estudiante tímido se sienta solo a una mesa. Su kibutz lo ha enviado a estudiar a su ciudad natal, un privilegio que sólo se concede a kibutzniks especialmente dotados. Ha nacido con el nombre de Amos Klausner. Cuarenta años después, con el de Amos Oz, escribirá la novela más importante acerca de Jerusalén, Una historia de amor y oscuridad.
El azar ha reunido en el café a esa gente llegada hasta allí por muy distintas vías, desde muy lejos, por algún tiempo, para siempre, por convicción, por convicciones sionistas, por necesidad.
Los platos de tarta han sido retirados, se toma café o té, la mundana Hannah Arendt ha pedido un whisky, pero no tienen, así que le traen brandy israelita de la marca Carmel; hay sándwiches en la mesa, rellenos de las dos clases de queso que pueden conseguirse en Israel, el amarillo y el blanco; hay ensalada; el humus y el tahini, la pasta de garbanzo y la de sésamo, procedentes de la cocina árabe.
Las seis personas conversan, hablan de su procedencia, de su llegada y vida en Rehavia, de Alemania, de las tensiones entre árabes e israelíes, de la política del país, del tema eterno: la ciudad dividida. Scholem escucha al principio, luego habla mucho: «Hablo de lo que aquí se habla», como se dice en Berlín. Werner Kraft, con su gran olfato para la literatura, habla de una lectura, probablemente a principios de la década de 1940, en la que se evoca el hoy olvidado poema «Allerseelen», ‘Día de difuntos’, de Hermann von Gilm.
—Recuerdo que, al final de su intervención, antes de una lectura en Jerusalén, Else Lasker-Schüler declamó la primera estrofa y toda la Alemania destruida resucitó en aquellos versos:
Stell auf den Tisch die duftenden Reseden
Die letzten roten Astern trag’ herbei
Und lass uns wieder von der Liebe reden
Wie einst im Mai
[Pon encima de la mesa las aromáticas resedas | trae los últimos crisantemos rojos | y volvamos a hablar del amor | como aquel día de mayo].
Como de pasada, se pone de manifiesto la importancia de la cultura alemana para Rehavia, un pasado que se cita, muy alejado del presente del alemán oral y escrito de la época.
Else Lasker-Schüler ha contribuido a fundar, a inventar ese lugar desde el punto de vista literario; su Jerusalén imaginaria era la Rehavia real, su asentamiento. Tenía tanto trato con el adón, es decir el ‘señor’, Scholem como con el adón Buber.
—Una gran poeta. ¿Sabe que vive a la vuelta de la esquina?—cuenta Mascha Kaléko—. Los paisajes vespertinos son reales, los intuía antes de conocerlos, es como si Lasker-Schüler los hubiera inventado. Creo que escribió «Abendfarben Jerusalems» [‘Colores vespertinos de Jerusalén’] mucho antes de conocer la ciudad (salvo por la Biblia y la pintura). Pero qué es un poeta sino alguien que intuye, no que imita.
2. El arquitecto Erich Mendelsohn escribe en 1936: «Ayer estuve en Schocken […]. La obra bruta de la biblioteca está lista. Muy buena. Los espacios interiores son espléndidos. Por fuera es sencilla y solemne. La obra bruta del edificio está terminada hasta el primer piso. Espléndida. Es como si llevara mil años allí. La señora Schocken le dijo, cuando fuimos el sabbat por la mañana a visitar las obras, que realmente no había nada que objetarle».
Todas esas personas habrían podido encontrarse esa tarde de sabbat en el café, pero no lo hicieron. Gershom Scholem, por ejemplo, viajó varios meses a Londres durante la primavera de 1961 y se perdió la estancia en Jerusalén de Hannah Arendt, conoció desde lejos el arranque y el progreso del proceso contra Eichmann. Anna Maria Jokl estuvo allí unos años antes, y después, antes de mudarse del todo a Jerusalén en 1965.
Estaban ausentes por casualidad, y sin embargo forman necesariamente parte de una imagen de Rehavia de principios de la década de 1960.
Se ha hecho tarde, las camareras empiezan a poner las sillas encima de las mesas, el café se vacía, los reunidos dejan el Atara. Acompañan a Buber a un taxi, el camino a pie hasta su casa sería demasiado largo para él. Los otros cinco caminan por una Rehavia que duerme en silencio. Primero juntos, luego separados. Scholem dobla hacia la derecha, hacia la calle Abarbanel; Hannah Arendt se despide en la calle King George y se va a su hotel. En el número 33 vive Mascha Kaléko («A la vuelta de la esquina vive Buber, y gente así»), y Werner Kraft, que ha acompañado aún un trecho a Scholem, dobla hacia la calle Alfasi, donde está su casa. Anna Maria Jokl ha encontrado alojamiento cerca de la calle Balfour, donde más tarde vivirá muchos años frente a la biblioteca Schocken, justo al lado de la residencia del primer ministro israelí.
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