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Colección de artículos sobre los estereotipos alrededor de los sujetos considerados criminales o "peligrosos" en el imaginario colectivo de la Ciudad de México a mediados del siglo XX. Recupera fuentes como medio impresos, películas, programas televisivos, estampas, caricaturas, historietas, cartones y un largo etcétera.
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Seitenzahl: 812
Veröffentlichungsjahr: 2020
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SUSANA SOSENSKI es investigadora titular en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y miembro del SNI. Doctora por El Colegio de México, se ha especializado en la historia de la infancia, del consumo y de la publicidad. Es codirectora del Seminario de Historia de la Infancia y la Adolescencia. Sus trabajos han obtenido el Reconocimiento Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos de la Academia Mexicana de Ciencias y del Comité Mexicano de Ciencias Históricas.
GABRIELA PULIDO LLANO es doctora en historia y etnohistoria por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Investigadora en la Dirección de Estudios Históricos del INAH, es miembro activo de la Asociación Mexicana de Estudios del Caribe, de la cual fue presidenta de 2014 a 2016. Ha publicado numerosos trabajos sobre la vida nocturna, la historia de la nota roja, la presencia cubana en México, el teatro, el cine mexicano y cubano y los estereotipos.
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
HAMPONES, PELADOS Y PECATRICES
SUSANA SOSENSKI GABRIELA PULIDO LLANO(coordinadoras)
Primera edición, 2019 [Primera edición en libro electrónico, 2020]
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel. 55-5227-4672
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar Imagen de portada: Arresto, SINAFO, INAH, núm. de inventario 68995
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-6751-9 (ePub)ISBN 978-607-16-6554-6 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
Prólogo. Gonzalo Soltero
Introducción. Susana Sosenski y Gabriela Pulido Llano
Agradecimientos
Vampiresas. Martha Santillán Esqueda
Exóticas. Gabriela Pulido Llano
Homosexuales. Víctor M. Macías-González
Robachicos. Susana Sosenski
Pistoleros. Pablo Piccato
Policías. Diego Pulido Esteva
Drogadictos y traficantes. Ricardo Pérez Montfort
Ebrios. Nadia Menéndez Di Pardo
Tuberculosos. Claudia Agostoni
Extranjeros. Delia Salazar Anaya
Comunistas. Daniel Luna
Estudiantes. Aymara Flores Soriano
Pobres. Mario Barbosa
Filmografía general
Notas sobre los autores
GONZALO SOLTERO*
Entre 1940 y 1960 el peligro parecía estar en todos lados. Acechaba invisible en el aire, como en el caso de la tuberculosis que uno podía contraer o contagiar sin siquiera darse cuenta. Esperaba tras el jolgorio de las copas bebidas con compañeros de parranda para terminar en homicidios truculentos. Podía ocultarse acurrucado tras el amor, cuando el príncipe azul se transformaba en padrote, o a la vuelta de la esquina, donde una red de robachicos se materializaba para llevarse a los niños. ¿Quién causaba o debía causar más miedo?, ¿los pistoleros a sueldo que trabajaban para políticos, los policías que torturaban en los sótanos o la impunidad absoluta de ambos?
En las dos décadas que abarca este libro ocurrieron algunos de los eventos más decisivos para el siglo XX. Los conflictos entre otros países algunas veces devinieron en fricciones telúricas con réplicas para México, como la segunda Guerra Mundial, en la cual participó como aliado. Las consecuencias del orden geopolítico que le siguieron, e incluso los escenarios posibles que le acompañaron, marcaron la paz posterior a 1945 con una Guerra Fría, incipiente y en ascenso dirigida por dos superpotencias armadas con bombas nucleares.
En lo interno, la estabilidad más firme que vivió el país a partir de la Revolución permitió que en 1946 llegara al poder Miguel Alemán Valdés, el primer presidente civil desde esa lucha armada. En estas décadas, la modernidad industrial y globalizadora se percibía de modo más tangible para las personas: aumentó su presencia y su ritmo en la vida cotidiana y se afincó en las ciudades y los hogares. La cerveza superó al pulque como bebida alcohólica de consumo preferente entre la población, metáfora clara de lo que sucedía en el país; la sociedad mexicana dejó atrás, de manera cada vez más definitiva, lo artesanal, lo rural y algunos vínculos directos con su pasado para adoptar lo urbano, lo industrial, lo extranjero y crear nuevas formas de identidad.
Para este cambio de percepción y de costumbres resultaron fundamentales los productos de las industrias culturales del país y del extranjero, primordialmente de Estados Unidos, que sirven como clave de análisis. David Hesmondhalgh sostiene que los efectos de estas industrias (también incluye a los medios, pues la materia que los vincula son los contenidos protegidos por derechos autorales) como agentes de cambio económico, social y cultural son considerables; al influir sobre el conocimiento de lo que nos rodea y de nosotros mismos, también influyen sobre nuestro ser, algo que aquí se menciona en relación con la consolidación de una identidad o del “ser mexicano”, vigente hasta nuestros días. Los ensayos que forman este libro permiten ahondar históricamente en el significado que el zeitgeist o “espíritu de los tiempos” producía socialmente y comunicaba a través de las industrias culturales.
Las principales influencias surgieron de la prensa, la radio y el cine. La prensa mexicana es precisamente una de las protagonistas de este volumen, pues a partir de ella es posible seguir cómo se fue construyendo la peligrosidad de los sujetos que cada capítulo examina. Aunque la XEW de Emilio Azcárraga Vidaurreta comenzó sus emisiones una década antes, en 1930, el estudio de éstas resulta complicado, cuando no imposible, pues no siempre existe registro de ellas y son más difíciles de documentar.
Un par de años anteriores a estas dos décadas hubo un caso en Estados Unidos que mencionaré de manera sintética, pues resulta un antecedente conocido e iluminador: la transmisión radiofónica de La guerra de los mundos de H. G. Wells en la adaptación de Orson Welles. De los 32 millones de familias en ese país, 27 millones y medio tenían radio. Hadley Cantril estudió las reacciones que la emisión produjo y concluyó que hubo dos factores primordiales para lograr la recepción que se le atribuye: la coyuntura y la forma de transmisión.
En cuanto a la primera, Cantril menciona que desde la depresión económica de 1929 las condiciones sociales crearon un entorno incomprensible para el ciudadano común. Además de que los acontecimientos podían ser difíciles de entender, por lo general estaban fuera del control de la gente, aunque su vida personal pudiera ser drásticamente afectada por ellos. Quienes creyeron que la invasión desde Marte realmente estaba ocurriendo fueron personas que sentían ansiedad por la creciente tensión en Europa, debido a la cual habían estado escuchando atentamente sus radios para la cobertura de noticias, por lo que un radiodrama en formato noticioso que llegaba por el mismo canal contribuyó considerablemente a su difusión y credibilidad.1
En esta obra se puede notar una situación muy semejante con México a mediados del siglo XX. La misma coyuntura mundial provocaba ansiedad entre la población; los cambios, sobre todo si venían desde fuera, eran recibidos con recelo, como amenazas hacia el orden establecido. Por lo tanto, había mayor receptividad hacia todo tipo de información que permitiera identificar las posibles fuentes responsables del peligro, información que venía preponderantemente de las industrias culturales.
El cine, tanto nacional como de Hollywood, dejó una impronta cultural en la era que, en algunos casos, se volvió definitiva. La segunda Guerra Mundial fue en buena medida el origen del cine mexicano de la Época de Oro. Estados Unidos disminuyó considerablemente su producción cinematográfica debido a la adopción de una economía de guerra a partir de su ingreso en el conflicto bélico internacional a finales de 1941. México se vio beneficiado al ser un aliado de este país en la confrontación, pues tendría acceso preferencial y a mejor costo a uno de los insumos más caros para la realización de películas: el celuloide que Hollywood no estaba usando y que le sería negado a otros países a partir de su postura ante los eventos en curso.
Como menciona Octavio Getino, el desarrollo de las industrias culturales en América Latina durante el siglo XX se relaciona con los deseos de la ciudadanía de verse representada en los bienes culturales que producían, lo cual contribuyó a su papel en la construcción de las identidades y los imaginarios colectivos. En este punto coincide el análisis de varios de los capítulos del presente libro, pues el cine de la Época de Oro es la criba de muchos aspectos culturales de lo mexicano, que van desde la formación de estereotipos hasta los modos de hablar y de actuar, e incluso remite a identificaciones de género todavía vigentes (es posible que la masculinidad mexicana contemporánea que se vive en las calles todavía provenga de ese molde). Más allá de su proyección cinematográfica, la transmisión ininterrumpida de esas películas por televisión abierta en las décadas siguientes permitió que varias generaciones de mexicanos compartieran los mismos bienes culturales y los valores que de éstos se desprenden.
En cuanto a Hollywood, George Yúdice asevera que, tras la guerra, el cine tuvo una nueva transformación debido al empuje en Estados Unidos de otra industria cultural, la televisión, así como por los juicios antimonopólicos que se llevaron a cabo. Los estudios cinematográficos se internacionalizaron al subcontratar en el extranjero compañías independientes para disminuir sus costos de producción y adquirieron salas de proyección en otros países para buscar nuevas audiencias y vías de ingreso. La influencia de Hollywood se notó, por ejemplo, en la juventud, pues en el capítulo correspondiente de este libro se observa cómo en la década de 1950 los jóvenes dejaron sacos y corbatas para adoptar la indumentaria deportiva y universitaria que estilaban los actores estadunidenses en las películas.
El ciclo de influencia constante y recíproca entre diversos textos y su entorno, entre bienes culturales y realidad, parece acelerarse y volverse más presente a partir de estas décadas. Asimismo, la opinión colectiva que los medios y el cine formaron encaminó la percepción de problemas nacionales en la esfera pública y, con ello, el rumbo del país mediante políticas públicas o medidas que tomaron ciudadanos, grupos e instituciones. La construcción de los sujetos peligrosos no está exenta de intereses ulteriores; la injerencia hegemónica de Estados Unidos se notó en la actitud hacia los comunistas y diferentes extranjeros durante el conflicto bélico mundial y en la Guerra Fría que le siguió.
Es posible constatar que, mientras esta nueva oleada de modernidad abrazaba al mundo con diligencia, se cumplían algunos puntos establecidos por Aristóteles en su Poética más de dos milenios antes. Él menciona que el funcionamiento de la tragedia parte de su capacidad para evocar la desgracia mediante las acciones que imita y así suscitar dos emociones básicas: la piedad y el miedo. La primera surge en el público cuando presencia una desgracia inmerecida, mientras que el miedo despierta ante la desgracia de otros que podrían haber sido ellos mismos. De entonces a la fecha lo que nos mueve interior y socialmente es la desgracia inmerecida de personas como nosotros y la posibilidad de que seamos los siguientes. En buena medida, sobre esto nos alertan las notas de prensa y las películas comentadas en estas páginas, desde la nota roja hasta el melodrama.
No está de más mencionar que a lo largo del presente volumen se vuelve evidente un centralismo acendrado. Lo que sucedía en la capital era lo que sucedía en el país, o al menos ésa era la percepción (como sucede todavía con frecuencia). En este caso específico, lo que amenazaba a la nación era ante todo lo que acechaba a los capitalinos. Se hablaba de problemas nacionales o sujetos peligrosos en México cuando en realidad las menciones fuera de la urbe central son contadas. Los sujetos peligrosos, o tal vez el registro que hay de ellos, ya sea ficticio o no, son primordialmente urbanos durante un lapso en que la mayoría de la población aún residía en el medio rural. Es justo al final de este periodo que la balanza demográfica se inclinó, apenas, hacia las ciudades, pues en 1960 el 50.7% de la población se volvió urbano. Aunque algunos de estos actores sociales de riesgo se presentaran o percibieran en otras regiones del país, los estudios cinematográficos, así como los principales diarios de circulación y las radiodifusoras, se encontraban en la capital, en una clara dinámica de centro y periferia.
El trance que implicaban estos sujetos peligrosos tenía que ver frecuentemente con la amenaza que representaban para la integridad física de los ciudadanos, pero también era evidente el malestar que suscitaban por amenazar los valores tradicionales que regían a la sociedad. Un dato que subraya lo anterior es que el delito de disolución social, que en las siguientes décadas sería el comodín legal de la represión del Estado contra movimientos sociales y de disidencia política, se promulgó por propuesta presidencial en 1941. Los sujetos peligrosos lo eran ante todo para el statu quo.
Mary Douglas exploró el significado de la suciedad en diferentes sociedades a través de las ideas opuestas pero complementarias de pureza y peligro. Douglas afirma que en cualquier grupo humano lo sucio es lo que se considera que está fuera de lugar. Para comprender las diferencias entre lo que se considera limpio y lo impuro, y por qué, es necesario tener en cuenta el contexto social e histórico particular. Los valores asignados de pureza y peligro a menudo tienen un significado social simbólico, ya que cuando se examinan las creencias que existen acerca de la contaminación se halla que el tipo de contactos considerados peligrosos tienen una carga simbólica. Algunas contaminaciones pueden utilizarse como analogía para expresar una visión del orden social. Tal vez el riesgo más grande que implicaban los sujetos peligrosos era el de contaminar a la sociedad mexicana de manera irreversible.
La suciedad, muchas veces moral, se asociaba con estos sujetos, tal vez aún más con las sujetas peligrosas, como exóticas, vampiresas, extranjeras —incluso homosexuales—, o cuando había una diferencia de clase, como podía ser con los pobres o los trabajadores que se afiliaban a la izquierda. Esto indicaría que se trataba casi siempre de miedos respetables, como los definió Geoffrey Pearson al analizar en el Reino Unido la percepción según la cual, tras siglos de paz doméstica, sus calles se habían precipitado al desorden. El autor desarrolló esta expresión para comprender cómo los grupos privilegiados de la sociedad responsabilizan a otros grupos por ese sentido de declive social; es decir, cómo el centro culpa a la periferia.
Los miembros de los grupos hallados responsables del desorden en Gran Bretaña generalmente eran varones jóvenes, a veces inmigrantes, como los negros en el momento en que se publicó el trabajo de Pearson, pero antes eran irlandeses y con frecuencia adolescentes de clase trabajadora. Pearson contrasta históricamente la explicación que culpa a estos grupos con la imagen nostálgica de paz y orden que cultivan los segmentos privilegiados. Repasa un siglo en periodos de 20 años, como lo hace este libro, para comparar esas percepciones con la situación real que se vivió. En general, la noción del pasado y su realidad histórica no coinciden. En cada uno de estos momentos precisos, separados entre sí por dos décadas, la percepción social expresada por los políticos y los medios de comunicación es que el estado de desorden está en su apogeo, a diferencia de 20 años antes. Y a través de sus voces institucionalizadas, el centro culpabiliza a los miembros de la periferia antes mencionados, como los inmigrantes y los jóvenes de la clase trabajadora.
Es muy elocuente percibir el grado de vigencia e incluso la circularidad de los riesgos y los sujetos peligrosos que nos amenazaban hace poco más de medio siglo, pues lo hicieron desde mucho antes y lo siguen haciendo ahora. Sucede igual con los medios por los cuales recibimos alertas de su presencia y asechanzas, desde los rumores cuya existencia precede a la historia hasta las series televisivas que tanto se consumen en nuestro tiempo. Algunos estudios han rastreado leyendas urbanas y teorías conspiratorias desde la Roma clásica, que en ese entonces ponían como amenazante al grupo minoritario y reciente que desafiaba el statu quo: los cristianos. Hoy notamos el influjo de las industrias culturales incluso en los modos de reacción institucional ante el riesgo; que en todo el país se adopte el número telefónico 911 para reportar emergencias no tiene que ver con que sea más eficiente, ni siquiera con que sea el que se utiliza en Estados Unidos, sino con que es el número que se marca en las películas y programas televisivos de ese país ante una emergencia y, por ende, es tal vez el que la mayoría de los ciudadanos mexicanos más ha visto marcar.
El estudio sistemático del medio de alerta más antiguo que existe, los rumores, comenzó justamente en el periodo que estudia este trabajo, durante la segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos se instalaron “clínicas de rumores” para tratar de evitar sus daños en las filas aliadas y utilizarlos como herramienta de propaganda ante los enemigos (la Agencia Central de Inteligencia —CIA, por sus siglas en inglés— llevaría esto último a un arte macabro posteriormente, por ejemplo, en la campaña utilizada para derrocar a Jacobo Árbenz, presidente de Guatemala, en 1954). Uno de los psicólogos que inició la tarea, Robert Knapp, menciona que, en tiempos de ansiedad e incertidumbre, cuando el riesgo está por todos lados, es mejor tener un enemigo, una causa concreta del peligro, pues cualquier definición del origen es mejor que ninguna. Los sujetos peligrosos, más allá de su existencia real, son también y tal vez ante todo ese enemigo necesario.
En la larga entrevista que François Truffaut le hizo a Alfred Hitchcock, los dos notables directores de cine concuerdan en que entre mejor sea el villano mejor será la película. Parte de lo que hace tan fascinante la lectura de las páginas que siguen es que se trata de una especie de congreso nacional de la maldad, un aquelarre de villanos magníficos: padrotes, pecatrices, pistoleros y un inquietante etcétera.
Ahora que las industrias culturales inundan todo tipo de pantallas con las interminables secuelas y precuelas de diversos superhéroes, cabe pensar que se podría hacer algo semejante con la presente línea de investigación. Este libro podría crecer por los mismos cauces en las décadas previas y posteriores a las de 1940 y 1960, con precuelas y secuelas de los peores antagonistas de la sociedad mexicana. Estudiar la condensación personificada de nuestras peores pesadillas puede ser de gran utilidad para comprendernos mejor, así como a nuestro siglo XX.
Aristóteles, Poética, Madrid, Aguilar, 1957.
Cantril, Hadley, The Invasion from Mars. A Study in the Psychology of Panic, Nueva York, Harper and Row, 1996.
Douglas, Mary, Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Madrid, Siglo XXI, 1973.
Getino, Octavio, “Apuntes sobre la economía de las industrias culturales en América Latina y el Caribe”, en Industrias culturales y desarrollo sustentable, México, SRE / Conaculta / OEI, 2004.
Hesmondhalgh, David, The Cultural Industries, Londres, Sage, 3ª ed., 2013.
Knapp, Robert H., “A Psychology of Rumor”, The Public Opinion Quarterly, vol. 8, núm. 1, 1944, pp. 22-37.
Pearson, Geoffrey, Hooligan. A History of Respectable Fears, Londres-Basingstoke, Macmillan, 1983.
Pooley, Jefferson, y Michael Socolow, “The Myth of the War of the Worlds Panic”, en Slate, 28 de octubre de 2013, disponible en http://www.slate.com/articles/arts/history/2013/10/orson_welles_war_of_the_worlds_panic_myth_the_infamous_radio_broadcast_did.html (consultado el 15 de mayo de 2017).
Yúdice, George, El recurso de la cultura, Barcelona, Gedisa, 2002.
SUSANA SOSENSKI GABRIELA PULIDO
La Ciudad de México es un crisol de identidades muy particulares que reúne elementos convencionales tomados de imaginarios construidos en un tiempo largo, e incorpora discursos y rasgos nuevos que se integran cada día a las imágenes de siempre. En este libro se estudian los discursos, los imaginarios, las representaciones y las prácticas en torno a los hombres y las mujeres que fueron considerados riesgosos en la capital mexicana entre 1940 y 1960.
En estas dos décadas, la superficie urbanizada de la metrópoli se duplicó y su población se multiplicó. La ciudad tenía 1.6 millones de habitantes en 1940 y 20 años después había llegado a 4.8 millones. Al compás de este crecimiento, las identidades urbanas se diversificaron. Hubo proyectos relacionados con la expansión y administración del territorio que plantearon una ruptura con la imagen que la capital había mantenido hasta ese momento.1 Para diseñar la ciudad “moderna” se necesitaba ejercer un control social más organizado y puntual que en tiempos anteriores. Dicho control se puso en manos de las áreas encaminadas a procurar la “higiene social”, por ejemplo, los organismos policiacos y el sector salud.
Hay una idea de que la modernización es imparable, que supone riesgos, cambios en los comportamientos, en la sexualidad, en los hábitos públicos y privados, en las relaciones familiares o vecinales.2 Muchas veces, en el México de aquellos años se deseó la modernización de la ciudad, pero no algunas de sus consecuencias en las conductas; por ende, ciertas formas en que las personas asumieron y se apropiaron de la urbe se estigmatizaron y, al mismo tiempo, generaron nuevas ansiedades sociales.
La rápida urbanización que tuvo la Ciudad de México hizo detonar nuevas preocupaciones entre los capitalinos.3 Los magros efectos del “milagro económico” entre los sectores populares, sumados a la expansión de las clases medias, el surgimiento de nuevas colonias, la multiplicación de los transportes, el aumento de la población estudiantil, el despliegue de los medios masivos de comunicación, la vigencia del discurso nacionalista oficial que coexistía con una gran admiración por los hábitos y las formas de vida estadunidenses, la explosión de la publicidad gráfica y audiovisual, así como de la sociedad de consumo, entre otros muchos factores, dieron nacimiento a emociones, angustias, percepciones e ideas sobre el peligro social. La sensación de estar en riesgo físico, moral e incluso político fue compartida por los habitantes de la metrópoli. Los medios de comunicación fueron vehículos idóneos para configurar, transmitir y propagar esta atmósfera.
La expansión urbana provocó la definición de una cartografía social que sirvió a las autoridades de la capital mexicana para establecer reglas y parámetros con los cuales ejercer medidas de control, discrecionales y a modo. Los espacios que surgieron en esta nueva ciudad fungieron como territorios en los que se desarrollaron diversos sujetos que encarnaron ideas del riesgo y del peligro social. En ellos se concentraron los más profundos miedos en torno a la moralidad, la criminalidad, la enfermedad o las ideologías. Varios de estos sujetos no surgieron en la década de 1940, pero sí crecieron exponencialmente como símbolos de los riesgos urbanos, en especial los que sucedían en la Ciudad de México. Otros tenían relación con imaginarios anteriores, alentados por la literatura, la música o el teatro.
Las grandes industrias culturales, en especial la prensa, las publicaciones periódicas, la radio y el cine, abundaron en la recreación estereotipada de ciertos hábitos y costumbres, así como en las formas de hablar y de vestir. Para los sujetos “peligrosos” se creó una amplia terminología que los describía, denostaba, acusaba, catalogaba o criminalizaba con vocablos que hoy se han perdido en el habla de los citadinos y que han quedado en desuso con el transcurrir de las décadas, pero que cualquiera que haya vivido en la ciudad entre 1940 y 1960 recordará. Aquí se recupera parte de la historia de la chota, las devoradoras, vampiresas, robachicos, pistoleros, raqueteros, toxicómanos, tuberculosos, piñeros, guitarreros, paqueros, lilos, chotos, raritos, larailos, invertidos, polveados, perfumados, comehombres, macaneadoras, pachucos, cinturitas, tarzanes, chulos, epicenos, apaches, pichis, pelados, patarrajadas, líderes de petate, tigresas, exóticas, libertinas, comunistoides, rebeldes sin causa o agitadores, que con sus acciones generaron prácticas como el tongolelismo, el ombliguismo, el pistolerismo o el gansterismo, entre otras.
En las décadas señaladas, los medios hicieron el juego a las instituciones en la estigmatización y criminalización de una amplia gama de sujetos diseminados en la geografía urbana construyendo discursos ad hoc. Las industrias culturales reforzaron los aspectos más “mundanos” de los casos o sujetos, sin atender (o minimizando) las causas por las cuales éstos existían y actuaban. Éste era un problema de la época: el sistema no se cuestionaba a sí mismo. Había una frontera ambigua entre la legalidad y la ilegalidad. La administración de la justicia era, muchas veces, una decisión política. Los pistoleros y los policías, como sujetos peligrosos, muestran que no sólo los ciudadanos de a pie eran riesgosos, sino también los representantes del Estado.
Estas mencionadas grandes industrias culturales, sobre todo las publicaciones periódicas, la radio y el cine, expusieron de manera constante a estos sujetos ante un público mexicano ávido de historias melodramáticas y truculentas. Los medios de comunicación cumplieron una función primordial en lo que Pablo Piccato identifica aquí como una “alfabetización criminal” de los mexicanos. El poder educativo de los medios masivos, a través de la difusión de los estereotipos, provocó interesantes procesos de recepción en una población en la que existían nueve millones de analfabetas.4 Las historias contadas en este trabajo muestran, por ejemplo, cómo el cine dio cuenta de ciertos comportamientos, visibilizando lo invisible, difundiendo prácticas y generando determinados usos de ciertos espacios urbanos.
Los capítulos de este libro ofrecen una mirada caleidoscópica que permite apreciar tanto la construcción de representaciones sobre ciertos sujetos peligrosos, como los usos sociales de estas imágenes e ideas, y la recepción que tuvieron entre los mexicanos. Por ejemplo, en los salones de baile podían verse parejas vestidas a la usanza de los pachucos y las vedetes que aparecían en las películas. Las vampiresas fílmicas, por su parte, proporcionaron modelos de sexualidad que en las revistas adquirieron un tono de “degradación moral” (especialmente en la nota roja), pero que provenían de casos criminales. El estereotipo era una imagen sintética, pero polivalente en tanto se nutría de distintos horizontes de enunciación: sociológicos, médicos, periodísticos, policiacos, fotográficos y fílmicos que lo dotaban de significados diversos.5 Para crear estereotipos sobre sujetos riesgosos, el cine y la prensa se realimentaron de ciertas prácticas y situaciones de la vida cotidiana que luego masificaron no sólo como imaginarios, sino como comportamientos, mostrando la capilaridad entre la vida cotidiana y las representaciones sociales.
En estas décadas las industrias culturales consolidadas ya como medios de entretenimiento, de información y como herramientas de control fueron maquinarias que capitalizaron las ideas acerca del riesgo social convirtiéndolas en materia de distracción y consumo masivo. En ese sentido, creemos que esta obra aportará elementos para construir una historia social del morbo. Al mismo tiempo, los grandes medios masivos, en tanto poderosos recursos didácticos, se convirtieron en un actor central para la difusión de atmósferas de vulnerabilidad, un aspecto importante de la educación sentimental de los mexicanos.
Es por todo ello que este trabajo identifica a algunos de los sujetos a los que se temía entre 1940 y 1960, y nuestro objetivo es especialmente entender cómo y desde dónde se construyeron las ideas y las representaciones sobre ellos. Las exóticas, las vampiresas, los robachicos, los policías, los pistoleros, los drogadictos y distribuidores, los proxenetas, los alcohólicos, los comunistas, los pobres, los extranjeros, los tuberculosos, los estudiantes y los homosexuales, entre muchos otros, fueron percibidos como actores que ponían en riesgo a una comunidad que se caracterizaba cada vez más por su heterogeneidad. Los peligros que acechaban a los capitalinos ocuparon decenas de páginas en revistas y periódicos, fueron tema de películas, canciones, historietas y novelas, y se transmitieron en los programas de radio y de la naciente televisión. De tal forma, los textos que integran este trabajo reconstruyen los territorios de los sujetos peligrosos de la Ciudad de México, su paso por distintos barrios urbanos, sus relaciones, su forma de vestir y andar, así como los medios desde los cuales se elaboraron los discursos que los definieron, estigmatizaron y construyeron como tales. Cada uno de los autores nutre su texto no sólo con distintas fuentes documentales, como archivos judiciales, películas, periódicos, fotografías, revistas, literatura, carteles, caricaturas, historietas, canciones, cartas, nota roja, timbres postales y publicidad, sino también con reflexiones que retoman las discusiones de diversos campos epistemológicos, lo que dota al libro de pluralidad y de una enorme riqueza interpretativa. Podemos decir que desafortunadamente este volumen no logra abarcar la inmensidad y la heterogeneidad de otros muchos sujetos considerados peligrosos, pero esperamos que despierte inquietudes para que en el futuro muchos otros sujetos puedan ser estudiados desde esta perspectiva.
Los sujetos “peligrosos” se negaron a respetar una geografía oficialista de la ciudad que pretendía zonificar los espacios urbanos en términos de clases sociales. Su presencia en la gran metrópoli mexicana multiplicó los espacios del peligro. Robachicos y pistoleros, vampiresas y drogadictos traspasaron continuamente las porosas y ficticias fronteras que pretendieron imponer las autoridades para contener el riesgo social. Así los sujetos peligrosos convivieron en los mismos espacios urbanos, ya fueran cabarets, cantinas, plazas, mercados, calles, casas de huéspedes, teatros, vecindades u hospitales, donde las personas de distintas clases sociales se encontraban tanto de día como de noche.6 En los casos recuperados aquí se evidencia que los espacios privados, domésticos o cerrados también resultaron inseguros para los citadinos.
Muchos de estos sujetos fueron definidos como peligrosos en tanto suponían riesgos morales y atentaban contra el orden de una ciudad en la que las políticas se definían tomando como modelo a la clase media.7 La decencia, el pudor, la familia nuclear, los valores tradicionales o los usos del cuerpo sirvieron como variables hegemónicas para definir y catalogar los comportamientos de los individuos como riesgosos, aunque existiera al mismo tiempo una vida de disimulo y doble moral. Los homosexuales, por ejemplo, fueron sujetos riesgosos en un plano moral. El peligro de las vampiresas y de las exóticas radicaba también en su trastocamiento de un supuesto y pretendido orden moral: eran mujeres liberadas y tanto su actitud seductora como su declarada sexualidad supusieron amenazas morales. Las mujeres eran fatales en tanto subvertían los roles de género y sometían al varón.
Hay otro grupo de sujetos vinculados al mundo del hampa citadina cuya peligrosidad se ubicaba en la frontera del riesgo moral y de la seguridad personal. Acerca de los robachicos, pistoleros o traficantes de drogas hay centenares de expedientes judiciales que retratan su peligrosidad y el drama de las víctimas. Las industrias culturales se apropiaron de estas historias y, mediante el uso de la comedia y el melodrama, trivializaron las motivaciones de los criminales, así como su impacto social. Muchos de estos personajes adquirieron en las representaciones no sólo un lugar central, sino también un tono jocoso que desdibujaba su cara criminal, corrupta, decadente y explotadora, porque el humor, en estos casos, se utilizó como un catalizador de emociones. Los medios, en tanto “mediadores”, dirimieron tensiones o las disminuyeron a través del humor, pero también las provocaron y acrecentaron, lo que evidencia el desfase entre representaciones, estereotipos y prácticas.
La producción de las atmósferas asociadas al riesgo incidió para intentar mantener un orden social buscando intervenir en las decisiones individuales relativas al cuerpo y su salud. Las nociones de higiene del orden médico, como en el pasado, se utilizaron para acompañar la construcción de estereotipos de los sujetos peligrosos. Por ende, tuberculosos, drogadictos y alcohólicos, definidos en términos médicos, adquirieron características de peligrosidad por su capacidad de contagio y por su falta de productividad en un país inserto en la lógica capitalista.
Hubo otro grupo de sujetos que fueron considerados riesgosos no tanto por transgredir un orden moral, sino político. En este grupo puede identificarse a los jóvenes, “rebeldes sin causa”, estudiantes, comunistas, pobres y extranjeros. Desde la propaganda oficial se afinaron esquemas ideológicos de criminalización. Los modelos estadunidenses permearon este proceso. De esta manera, circularon estereotipos trasnacionales alimentados de narrativas compuestas por imágenes y textos que subrayaban las características de ciertos personajes en tanto traidores o revoltosos. Pobres, comunistas y estudiantes, a diferencia del resto de los personajes, operaban de manera organizada y colectiva, y precisamente en ello radicaba su peligrosidad. Sin embargo, en el caso de los pobres o de los estudiantes no se les representó como agentes críticos ante los problemas. Por el contrario, se les restaba agencia o se les concebía como personajes románticos. La peligrosidad del pobre estaba en su asociación mediática con la delincuencia.
En esos momentos de marcado nacionalismo, México reprodujo comportamientos xenófobos. En el estereotipo del extranjero el riesgo se colocó en un “otro”. Así, los padrotes eran señalados como judíos, las exóticas como francesas, los robachicos como gitanos o chinos, y los pistoleros como estadunidenses.
Otra temática importante que arrojan estos estudios está relacionada con la perspectiva de género. Los estereotipos retratan y al mismo tiempo proponen modelos de feminidad y masculinidad, tanto en el comportamiento de los cuerpos como en su vestimenta. El atuendo era parte de la performatividad del sujeto: existía un arte del disfraz y de la vestimenta, que permitía reconocer a los sujetos riesgosos. Un cinturita era reconocido por su saco de hombros altos, su pantalón holgado y a la cintura, y sus zapatos bicolores; su vestimenta era también un rasgo de jerarquía en el ámbito de la trata. Los estudiantes, a su vez, eran fácilmente distinguibles en los contextos colectivos por su forma de vestir.
Las representaciones sociales no sólo son atisbos “construidos” o imaginados, sino que tienen un vínculo estrecho con la clase política, las industrias culturales y las producciones populares. Esta relación permite entender por qué se construyen ciertas representaciones sobre ciertos sujetos. Este libro puede ser una suerte de espejo para mirarnos en el pasado y vernos hoy como actores, agentes, capaces de transformar nuestro medio, y también para advertir las múltiples identidades que nos cruzan, la forma en que nos apropiamos y resistimos a los estereotipos que nos imponen, en tanto éstos sintetizan un cúmulo de prejuicios sociales acerca de nosotros y de otros sujetos. Los discursos y las narrativas sobre los sujetos considerados “peligrosos” están interconectados, no existen unos sin los otros. Todos los emisores pretenden tener el control de los relatos y en algún sentido presentarlos como “la verdad”. Todos somos potencialmente sujetos riesgosos, pero también todos somos susceptibles de caer en las garras del peligro. Sirva este texto acerca del riesgo y el miedo en la ciudad para exorcizar tal vez algunos de nuestros más profundos temores.
Bataillon, Claude, Las regiones geográficas en México, México, Siglo XXI, 1988.
Bauman, Zygmunt, Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores, Barcelona, Paidós Ibérica, 2007.
Berman, Marshall, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Andrea Morales Vidal (trad.), México, Siglo XXI, 1988.
Gubern, Román, Del bisonte a la realidad virtual. La escena y el laberinto, Barcelona, Anagrama, 1996.
Luna Elizarrarás, Sara Minerva, Modernización, género, ciudadanía y clase media en la Ciudad de México: debates sobre la moralización y la decencia, 1952-1966, tesis de doctorado en historia, México, UNAM-Facultad de Filosofía y Letras, 2017.
Ruiz Chiapetto, Crescencio, “El desarrollo del México urbano: cambio de protagonista”, Revista de Comercio Exterior, vol. 43, núm. 8, México, Bancomext, agosto de 1993, pp. 708-716.
La riqueza de los libros colectivos radica en gran medida en las múltiples voces y miradas que los componen. En primer lugar, debemos agradecer a los autores por la confianza en nuestro proyecto y el gran compromiso que asumieron en éste. Por otro lado, fueron fundamentales las miradas y las lecturas que acompañaron a los textos; al respecto, estamos muy agradecidas con Gonzalo Soltero, Julia Tuñón, Beatriz Alcubierre, Jacinto Barrera, Rebeca Monroy, Lila Caimari, José Ronzón, Cristiana Schettini, Gretchen Kristine Pierce, Patrick J. Iber, Luis Fernando Granados, María Rosa Gudiño, Jaime Pensado, Sara Luna, José Mariano Leyva, Claudia Arroyo, Leopoldo Gaytán Apáez, Laura Moreno Rodríguez y Josefina MacGregor. Alejandra Leal nos mostró que nuestra hipótesis de que los indígenas también debían ser parte de este libro no era factible, en tanto que en los años que estudiamos no formaron parte de los estereotipos sobre lo riesgoso en la ciudad. Ana Carolina Ibarra, Elsa Aguilar Casas y Rosa María del Carmen Martínez Azcobereta nos abrieron los espacios de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para establecer un conversatorio público alrededor de las primeras versiones de estos trabajos, que se anunciaron a través de un cartel espectacular elaborado por Angie Santa María Daffunchio. Diana Correa se encargó de parte de la logística que acompaña la hechura de este libro. Agradecemos a Enrique Florescano y Bárbara Santana Rocha el entusiasmo con el que acogieron esta publicación. Este libro se realizó gracias al Programa UNAM-PAPIIT, “Espacios para la infancia en la Ciudad de México, peligros y emociones”, número IN401917. El esfuerzo académico que implicó este libro abarcó tiempos familiares, y por eso queremos agradecer el apoyo que recibimos de Pedro y Pablo Salmerón, Nicolás, María y Sebastián Plá.
MARTHA SANTILLÁN ESQUEDA1
PARA la década de 1940, México comenzaba a mostrar otro rostro y también sus mujeres. El mito de la mujer fatal o vampiresa, construido en el arte y la literatura en la segunda mitad del siglo XIX en Europa,2 fue recuperado por el cine europeo y el film noir estadunidense.3 Este género, desarrollado entre 1930 y 1950, se caracterizó por abordar temas en torno al crimen, presentando una faceta violenta de la sociedad y personajes cínicos, entre los que destacan la femme fatale, mujeres sin escrúpulos dispuestas a, y capaces de, reducir a los hombres a una total insignificancia.4
En México fue en la siguiente década cuando este personaje femenino encontró un ambiente propicio para su desarrollo y auge: la Época de Oro del cine, pero también de modernización y cambios, de más oportunidades laborales, educativas y de participación política para las mujeres.5 Del mismo modo, en aquellos años se evidenciaba de manera generalizada un recelo respecto a las transformaciones urbanas y sociales, y su conexión con la relajación de la moral y la modificación de las conductas femeninas. Las élites en el poder temían que la incorporación de las mujeres a espacios ajenos al hogar pudiera provocar en ellas el rechazo al estereotipo de docilidad y sumisión, así como el completo abandono de las obligaciones promovidas según los esquemas patriarcales existentes.
En ese contexto, el cine fue delineando a detalle la imagen de la vampiresa mexicana o mujer fatal como aquella que, sirviéndose de una sexualidad activa y provocadora, subvertía el rol femenino de pasividad y sumisión al utilizar su belleza para “devorar” hombres y conseguir bienes materiales. Pero este personaje no era una simple ficción cinematográfica: la nota roja utilizaba páginas y páginas para mostrar a mujeres reales, generalmente homicidas, que ostentaban tales características. Así, mediante la vampiresa o mujer fatal se develó un fuerte temor con dos caras: la modernización de las mujeres y la debilidad masculina frente a ellas.
En este orden de preocupaciones, enfocaré el análisis en la comprensión de la construcción de la vampiresa o mujer fatal fundamentalmente en el cine, entendido éste como un aparato discursivo que colaboraba con la prolongación de los temores existentes respecto a las malas mujeres en una época de cambios y resistencias sociales y culturales vinculados con los esquemas de género tradicionales.
Utilizaré como punto de partida la trilogía del director Fernando de Fuentes: Doña Bárbara (1943), La mujer sin alma (1944) y La devoradora (1946), cintas que presentan personajes que, a la postre, se mimetizarán con la imagen pública de la actriz protagonista: María Félix. Como punto de cierre me serviré del díptico de Miguel Morayta, El vampiro sangriento (1962) y La invasión de los vampiros (1963), y del filme Santo vs. las mujeres vampiro (1962), de Alfonso Corona Blake. Me apoyaré a la vez en otras películas, nota roja y casos judiciales.
Carmen Mejía tenía 18 años, vivía con su madre por Peralvillo, era irredenta y de conducta “libertina”, hacía trabajos pasajeros que la mantenían lejos de la casa por temporadas, como ser asistente de un mago ilusionista. Al caer una tarde de 1940, ataviada con un vestido azul y zapatos blancos, fue a la cantina La Ciudad de México. Aceptó varias “cubas libres” que le ofreció el dueño del establecimiento; cuando él quiso abordarla con caricias, ella tomó un tubo de fierro tirado en el suelo y lo golpeó (el cadáver presentaba dos heridas mortales en la cabeza y nueve en el resto del cuerpo). Colocó en una caja de refrescos cerca de 2 000 pesos en billetes y monedas corrientes, de plata y de oro, salió cargando la pesada caja y paró un taxi.
Un mes después, tras ver en los periódicos la imagen que se construía de ella, ya apodada La Feroz Tigresa o La Macaneadora, Carmen se entregó a la policía y aseveró no ser la autora del homicidio, aunque luego de exhaustivos interrogatorios por parte de la policía judicial se declaró culpable. Este asesinato llenó páginas enteras por su peculiaridad. Los comandantes de la policía judicial aseguraron que “el caso es por sí solo interesante por ser un delito que por la forma y circunstancias en que se cometió y que puede decirse que es el primero en su género cometido por una mujer no profesional y joven”.6
El diario La Prensa comentaba que era una joven de “estupendos atractivos físicos”, que revelaba “cierta cultura” y un “léxico correctísimo” y de “amena conversación”.7 Por su parte, Excélsior la presentaba como “la amante”, una “pérfida que le había mentido cariño”,8 una “sanguinaria hembra” que demostraba una “sorprendente sangre fría”.9 Refinamiento, belleza y crueldad eran sus señas destacadas en las páginas de los diarios.
Al ser interrogado el hermano de Carmen, los comandantes judiciales insistían en saber si Carmen había sido amante del occiso; dijo no saberlo, pero lo que sí aseguró fue que su hermana era una “majadera con todos, incluso con su mamá”. Los jueces la condenaron a 20 años de prisión, la pena máxima por homicidio calificado y robo, apoyándose, entre otros argumentos, en su mala conducta y carácter disipado.10
Las décadas que siguieron al triunfo de la Revolución mexicana estuvieron marcadas por la renovación del marco legal y por una serie de modificaciones en las dinámicas de la esfera pública y privada en la capital, lo que alteró el orden de la vida cotidiana y repercutió en los comportamientos femeninos. Sin embargo, eso no provocó una modificación abrupta de las conductas ni tampoco un resquebrajamiento sustancial de los patrones de género existentes. En realidad, al avanzar el siglo XX se habían ido afianzando con bastante fuerza esquemas patriarcales, heredados del siglo anterior, que instalaban a las mujeres social y políticamente como madres y como responsables del desarrollo físico y mental de sus hijos.11 De este modo, continuaba sosteniéndose que el lugar apropiado para las mujeres era el hogar, aun cuando se desenvolvieran exitosamente en otros espacios.
En este sentido, y ante el hecho de no poder negar las transformaciones sociales, a consecuencia de la modernización, que repercutían en las conductas femeninas, se estigmatizaban las maneras como la mujer “se modernizaba”.12 De tal modo, se fortaleció una serie de discursos que aseguraban que la liberación femenina era un peligro para la sociedad, lo cual no sólo se fundamentaba en el posible abandono de las “obligaciones femeninas”, sino también en la multiplicación de mujeres “liberadas” o “libertinas”: seductoras, atrevidas, codiciosas, delincuentes, etcétera.
La discordancia y las tensiones entre las transformaciones sociales que atañían a las mujeres se evidencia en un artículo de Ana Salado Álvarez, publicado por Excélsior en 1941; la autora aseguraba que la “chica moderna”, además de tener ideas sanas, también ostentaba “las más torcidas y enfermas”, y se le reconocía porque
trabaja, estudia, es desenvuelta, viaja sola, habla idiomas, tiene ideas, deseos de conquistar derechos, que lee, que discute, que es inconforme, que lanza su actividad a todas direcciones y proyecta su personalidad en las demás mujeres, como la que fuma, bebe, es indolente, mal educada, sale sola con los amigos, es libre y frívola, viste con desvergüenza, desprecia el hogar y el matrimonio y cree en el control de la natalidad, en el divorcio y en iguales derechos, absolutamente hablando para hombres como para mujeres.13A principios de 1940 la capital nacional era cada vez más cosmopolita y se presentaba al mundo como el rostro de aquel México moderno. Para entonces, el cine era, en opinión de Julia Tuñón, el escenario preciso para ostentar aquella modernización, y fue María Félix su mejor representante femenina al conjuntar los atributos necesarios: “una figura alta, elegante, delgada, que habla de modernidad y potencia; es morena, tiene ojos negros, claramente una mujer mexicana, pero una mujer mexicana de los nuevos tiempos”.14 No obstante, esa “mujer de los nuevos tiempos” era una figura conflictiva: atraía y repelía.
María Félix representaba un desafío para hombres y mujeres; a través de sus personajes y de su propia figura pública demostraba que era posible ser otro tipo de mujer: segura de sí, dominante, cínica, liberada, que manipula a los hombres, que hace con ellos lo que quiere en función de su propio interés, de su carrera, de su propia vida, de acuerdo con Paulo Antonio Paranaguá.15
Cuenta María Félix que, en la antesala de la producción de Doña Bárbara, Rómulo Gallegos, escritor de la novela homónima, la vio por primera vez en una comida y dijo: “¡Aquí está mi doña Bárbara!”, y le quitaron el papel a Isabela Corona.16 Mucho se ha dicho en torno a la mímesis de la actriz con sus personajes:
En el año 1943, en su tercera película, María Félix se encuentra con Doña Bárbara, heroína central de la literatura latinoamericana, y se mimetiza con ella; Doña Bárbara fagocita a su intérprete y la convierte en la Doña. En ese modelo de mujer descubrió a otra mujer, imitable, capaz de servirle de caparazón, una hembra fuerte y dominadora.17María Félix y sus personajes representaban a una mujer autosuficiente y que era peligrosa precisamente por ser irresistible, ése era su poder. En Doña Bárbara, primer filme de la trilogía de Fernando de Fuentes donde comenzó a construirse la imagen de la vampiresa o mujer fatal, se muestra claramente la personalidad de estas féminas desafiantes y peligrosas. La protagonista, tras ver cómo matan a su novio y ser violada por varios hombres, se vuelve una poderosa y temida terrateniente que logra tener a su servicio a hombres y autoridades.
En la figura 1 se observa cómo la cacique afirma su poderío frente a los hombres del pueblo; así lo denotan la postura distante del cuerpo y el gesto firme y altivo del rostro que parecen acusar cierta indiferencia hacia las demandas que le plantean. La composición del fotograma establece una relación de jerarquía entre la mujer y los varones que se expresa en la altura superior a la que ella está colocada respecto al conjunto, esto es, parada tres escalones arriba.
Doña Bárbara se sirve de su belleza, su frialdad, su codicia y su avidez de poder, pero también de hechizos y brujerías para lograr sus fines. Aquella suerte corrió Lorencito, un sujeto pusilánime presa del alcoholismo, que perdió toda dignidad y “hombría” tras haberse relacionado con esta mujer a quien culpa de su desgracia y que no deja de llamar “devoradora” y sin alma. La escena que mejor demuestra esta situación de sumisión es cuando Lorencito se planta frente a doña Bárbara, quien va montando, para hacerle una petición referente a la hija que comparten; no obstante, ella con impaciencia y enojo lo quita del camino dándole un golpe en la cara con el fuete.
FIGURA 1. Doña Bárbara (1943), Filmoteca Nacional, UNAM.
Pero todo cambia el día que Santos Luzardo regresa a la región y busca recuperar las tierras de su familia, que habían sido tomadas por doña Bárbara. Uno de los peones duda de que él vaya a ser capaz de enfrentarla, que sea un verdadero “hombre macho”. Sin embargo, Luzardo es un hombre firme e íntegro que no se intimida frente a la corrupción de las autoridades, pero, sobre todo, que no sucumbe ante los encantos ni ante las brujerías de aquella “devoradora”. En síntesis, su entereza hace que doña Bárbara se rinda y abandone para siempre la región.
Esta imagen femenina emancipada portaba características netamente viriles, para algunos especialistas simbolizada con el uso de pantalones:18poder, dinero y sexualidad abierta; ello hacía peligrar la vida de los hombres que se desdibujaban a sus pies al ser devorados por estas mujeres sin alma. Estas vampiresas son peligrosas porque los “distraen de sus pensamientos; los descontrolan emocionalmente, cuestionan su autoridad; pero, sobre todo, les engañan”. Así, la fortaleza y la seguridad, atributos masculinos, quedan en entredicho y los “hombres pasan a ser víctimas”;19 son las mujeres las responsables de esa debilidad. Sin embargo, a doña Bárbara le faltaba algo para ser del todo autosuficiente, para ser una vampiresa total: no depender de la brujería.
En febrero de 1938, años antes del estreno de Doña Bárbara, se cerraba un apartado en la vida de la más célebre vampiresa mexicana de carne y hueso, cuando fue sentenciada a casi 30 años de prisión (periodo máximo contemplado por el Código Penal) por homicidio calificado, robo y asociación delictuosa. María Elena Blanco, al escuchar el castigo imputado, dijo: “saldré en libertad cuando tenga 50. ¿Por qué no son más galantes conmigo? De plano pónganme 100”.20 María Elena era una mujer al estilo de María Félix: muy bella, de tez blanca, alta, cabello negro, ojos oscuros y grandes pestañas, cejas bien depiladas, vestía con ropa ceñida… era una mujer moderna; en efecto, una vampiresa.
Así se le dio a conocer en los diarios. “¿Por qué me dicen vampiresa?”, inquiría a uno de sus entrevistadores.21 También fue mentada como una “cínica”, “siniestra”, “cruel verdugo”, “lujuriosa tigresa”, “mujer fatal”, “desalmada”, etc.; en síntesis, características todas de una vampiresa. Para Elisa Speckman, María Elena Blanco “fue una de las homicidas más célebres del México posrevolucionario, la asesina por ambición más seductora y glamorosa y la única, entre otras asesinas igualmente seductoras y glamorosas, que no mató por amor y desamor”.22 El tratamiento periodístico y judicial de este caso da cuenta del miedo existente en el periodo ante el supuesto incremento de la criminalidad y la violencia, así como de la ambición y frivolidad que supuestamente comenzaban a albergar las mujeres a raíz de la “emancipación femenina”.23
Dos años antes de recibir sentencia, María Elena Blanco, su amante Gonzalo Ortiz y un par de cómplices secuestraron a Francisco Silva, joyero y corredor de valores de 50 años de edad, y lo asesinaron brutalmente: fue atado con alambres, golpeado con macanas, puños y puntapiés, hasta que finalmente alguien descargó una enorme piedra en su cabeza que le desfiguró la cara.24
Esta célebre vampiresa tuvo varios maridos y amantes; para ella “todos esos sujetos que se inclinaban ante mi más mínimo capricho y me llevaban, en la medida de sus posibilidades, dinero, alhajas, ropa y me trataban con todo cuidado, eran unos monigotes”. María Elena recorría la avenida Madero “en busca de hombres que le dieran una buena posición”;25 así conoció a Silva, quien la llenó de ropa fina, perfumes y afeites. Ella lo abandonó a las pocas semanas por celoso y se relacionó con el dueño del cine Ermita, Fernando Marín, quien le puso una mejor casa. Pero siempre estuvo en contacto con su amante “de cabecera”, Gonzalo Ortiz, con quien urdió el asesinato de Silva.26
A diferencia de los personajes del cine, los de la nota roja eran “los verdaderos protagonistas del drama” de crímenes muchas veces “horrendos” que realmente sucedieron.27 En opinión de Dominique Kalifa, la sensación de inseguridad o el miedo ante un peligro se construye, desde varios ángulos, en torno a fenómenos que efectivamente acontecen, a las percepciones sobre el mismo, a las configuraciones discursivas que lo llevan y lo prolongan, y a las prácticas sociales “a las que da cuerpo”.28
A partir de la década de 1930, el afianzamiento de disciplinas como la criminología, la medicina o la psiquiatría buscó entender y explicar las conductas humanas relacionadas con los cambios y las transformaciones sociales producto de la modernización. A la par, la profesionalización y la proliferación de una prensa dedicada al crimen y a los asuntos policíacos,29 así como de un cine mexicano en pleno esplendor en la década de 1940, se convirtieron en importantes espacios de divulgación de una variedad de temas, entre ellos, las mujeres peligrosas.
La exacerbación de los discursos en torno a estas devoradoras se presentaba como lo que Ariel Rodríguez Kuri llama políticas de la ansiedad, pues se convierten en mecanismos a través de los cuales se racionaliza, se da sentido y se responde a “ciertas novedades […] que aparecen en el dominio social”; son los dispositivos que muestran un testimonio “de las dificultades experimentadas por algunos sectores para enfrentar el cambio social”,30 en este caso, las transformaciones acaecidas en la capital que beneficiaban de manera importante a las mujeres y que, en consecuencia, desafiaban los valores de la familia tradicional y, fundamentalmente, la autoridad patriarcal; lo que en última instancia evidenciaba una posible crisis de los esquemas de masculinidad dominante y poderosa.
Con este telón de fondo se construía la imagen de la vampiresa o mujer fatal cinematográfica de estos años como una “mujer sin alma”, quien sin compasión alguna devoraba hombres tras anularlos sirviéndose de su excepcional belleza y sexualidad. De acuerdo con Julia Tuñón, en el cine de oro “la relación entre hombre y mujer, el amor sexual, se construye como un sistema de binomios opuestos: dominación-opresión, iniciativa-pasividad, apropiación-pérdida, imposición-concesión”.31 Obviamente, este esquema no era una práctica exacta, pero favorecía la adecuación de estrategias por parte de las mujeres a través del ejercicio de la coquetería, de la “táctica del instinto sexual”.32
Esto se ejemplifica muy bien en la película Nosotras las taquígrafas (1950) de Emilio Gómez Muriel,33 donde se narra la cotidianidad de las empleadas en una oficina de gobierno, y se centra la atención en una serie de comportamientos licenciosos: varias secretarias tienen amoríos con los jefes (en general casados o comprometidos), al salir del trabajo van a cafeterías, al cine o a bailar donde conviven con cualquier hombre que se les acerque, pues buscan seducir al mejor postor. Por supuesto, todas esas conductas, consideradas el franco resultado de la corrupción del espíritu femenino, derivaban en transgresiones morales y delitos diversos como adulterio, aborto, lesiones e intento de homicidio.
La incursión de las mujeres en el ámbito público, y en particular en el laboral, tenía un carácter conflictivo.34 Susie Porter asegura que tanto para quienes estaban en favor como en contra de la creciente incorporación de empleadas a la administración pública, éstas
representaban todos los atributos de la mujer moderna: independiente de las normas tradicionales, callejera y poco apta para la esfera doméstica. Además, según los opositores, las mujeres en la administración pública no pertenecían legítimamente a la clase media, tanto por sus orígenes como por sus prácticas culturales, por ejemplo, los lugares donde hacian sus compras, cómo se vestían, o cómo se portaban con los hombres con quienes trabajaban.35Uno de los asuntos más cuestionados de las mujeres que trabajaban, sobre todo las de clase media en ascenso, era que tenían “aspiraciones de clase que no les pertenecían”, y se deslizaban hacía la “inmoralidad” con el afán de escalar laboral o socialmente. Por ello, los detractores del empleo femenino aseguraban que las mujeres sólo utilizarían sus ingresos para compras frívolas y no para su manutención o la de sus hijos.36 Belleza, coquetería y seducción, elementos deseados en una mujer por un hombre… pero peligrosos.
La seducción a través de la sexualidad se convertía, pues, en una poderosa herramienta para obtener todo aquello que la sociedad no facilitaba a las mujeres. Por ello, la sexualidad femenina era temida.37 El criminólogo Félix Pichardo sostenía que a las mujeres
les corresponde mayormente que el hombre mismo, su conducta transgresora, sin disputa a Eros, determinante casi fatal de su vida misma en todas las edades, […] toda historia clínica […] acusa, si se hurga en ella, una motivación próxima o remota, directa o indirecta, de origen sexual, aun en los delitos […] patrimoniales, cuando no se trata de un robo de famélico, son con vista a una libido más o menos acentuada, ya que se roba para o en función de los hijos, del amante, etc., o para sí misma, en última instancia servirá para vivir mejor, vestir mejor y, en consecuencia, ser más codiciada por el sexo opuesto, o más envidiada por las competidoras de su mismo sexo.38Y aun cuando existían visiones más matizadas al respecto, la sexualidad femenina activa era considerada un riesgoso factor de degradación personal. La médica feminista Matilde Rodríguez Cabo reconocía que situaciones sociales y económicas adversas eran el contexto de muchas jovencitas criminales en que la falta de educación, desorganización familiar, promiscuidad y vicios las llevaba a no poder controlar sus instintos sexuales. Estas mujeres encontraban en el uso de su sexualidad un “arma de combate, objeto de vida y de industria, órgano de su triunfo cotidiano”; incluso consideraba que, en los robos cometidos por sirvientas, “el factor sexual [era] causa, si no determinante, cuando menos adyuvante del delito”.39
María Elvira Bermúdez criticaba acremente las conductas de mujeres pertenecientes a las clases media o alta que utilizaban la unión de pareja como terreno sólo de manutención y carente de amor, en la que el hombre se convertía para ellas sólo en proveedor.40 No obstante, a pesar de la amarga queja de la escritora, es importante reconocer que, aun cuando aumentaba la fuerza de trabajo femenino, al menos en las grandes ciudades, también es cierto que en general era bastante difícil social, moral y laboralmente para muchas mujeres ser económicamente autónomas.41 La situación de desventaja laboral en que se encontraba el sexo femenino, sumado a que la norma social establecía que el varón era el responsable del sustento del hogar (incluso algunos se vanagloriaban de “sacar de trabajar” a sus mujeres), complicaba la situación económica de muchas que se veían abandonadas por las parejas, sobre todo en el caso de las familias pobres.
Felícitas Klimpel, feminista y periodista chilena conocida en México, aseguraba que la forma en que estaba conformada la sociedad daba pocas opciones a las mujeres en sus actitudes hacia a los hombres, ya fuera por “amor verdadero” o por dinero, “el temor al abandono les hace aumentar la coquetería, en la creencia de que éste es un medio para traer definitivamente a su compañero y si cometen infidelidades es sólo con el objeto de asegurar su porvenir económico”.42 De ahí la sexualidad como táctica.
De acuerdo con Julia Tuñón, las mujeres del cine de la época que evidencian su sexualidad “genital”, esto es, sin placer, son las madres y las prostitutas; en ambos casos, no hay un deseo sexual femenino explícito, sino designio o infortunio respectivamente. Pareciera que la modernización de la mujer implicaba su sexualización erótica: sexo por puro placer.43 Las mujeres eróticas, las devoradoras, eran peligrosas porque gozaban de su sexualidad, pero, sobre todo, porque la utilizaban para controlar y destruir.
Para 1941, el noviazgo de Cuauhtémoc, de 21 años, y María Antonieta, de 22, comenzaba a toparse con serias desavenencias.44 Ella tenía, al igual que María Félix y la homicida María Elena Blanco, tez blanca, pelo castaño oscuro, ojos cafés, cejas delineadas, boca chica, nariz recta, 63 centímetros de cintura y 1.75 metros de altura.
La tía del joven consideraba que la novia de su sobrino, por ser “bonita y mayor, ejercía mucha presión sobre el muchacho hasta sacarlo de sus quehaceres y obligaciones”. Le disgustaba que ella fuese “demasiado libre” y “en exceso insinuante”, tanto que se había atrevido a entrar a su casa a “hurtadillas una ocasión a tomar copas y pasteles” cuando ella no estaba.
El día que María Antonieta rompió la relación por la conducta celosa, iracunda y violenta de Cuauhtémoc, él le rogó inútilmente que lo perdonara: “Ya no me quieres, Toña”, sentenció, y le dio tres tiros por la espalda. En la autopsia se develó que tenía ocho semanas de embarazo y llevaba colocada una sonda para abortar. En prisión, Cuauhtémoc escribió algunas notas para hacer una novela:
Sólo una nuve [sic] negra ensombrecía el cielo de la dicha que disfrutábamos ambos […] Ella, poniéndose a la altura de la mujer moderna, era devota del deporte, de la Bicicleta, y fumaba […] no sabía hacerlo, pero creía que la mujer elegante, la mujer chic, la mujer moderna, debía fumar para ponerse a la altura de las mujeres de nuestra sociedad.Contaba Cuauhtémoc al perito psiquiatra que llevaba su caso que cuando ella no lo quería ver más, él vagaba por las calles, hablaba solo, sufría enormemente; entonces iba al cine para distraerse, pero nada más “la veía a ella [a su Toña] en la pantalla”.45