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El robachicos es una especie de centauro, un ser en parte imaginario y en parte emanado de la más dura realidad. Lo hemos visto al doblar la esquina, al colarse en alguna canción infantil o protagonizar películas e historietas, al leer este reportaje en el periódico o escuchar aquellas charlas entre vecinos. Como en la redondilla de sor Juana, en la que uno pone el coco y luego le tiene miedo, este personaje urbano surgió en el México de la primera mitad del siglo XX y poco a poco colonizó la imaginación de padres y autoridades, que en su afán por proteger a la infancia produjeron un continuo clima de alarma que logró expulsar a niños y niñas del espacio público. Susana Sosenski emprende en estas estremecedoras páginas el estudio del secuestro infantil, sus múltiples causas —desde la explotación sexual hasta el afán de algunas mujeres de "realizarse" como madres—, el tratamiento jurídico de un delito que no siempre consideró al menor de edad como su víctima, los efectos que la prensa, los cómics y el cine tuvieron en la creciente población citadina. Gracias a la lectura de expedientes judiciales y publicaciones periódicas, y mediante el análisis de algunos casos emblemáticos, como el de Fernando Bohigas o Norma Granat, la autora describe cómo la sociedad intentó asimilar este atroz fenómeno y cómo los prejuicios alentados por los medios de comunicación sirvieron para culpabilizar a ciertos grupos sociales y crear un caldo de cultivo en el que prosperó el pánico. Conocer la historia del secuestro infantil en nuestro país debería ayudarnos a erradicar de una vez por todas una práctica que aún hoy nos lacera.
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Seitenzahl: 534
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Robachicos
Robachicos
Historia del secuestro infantilen México (1900-1960)
SUSANA SOSENSKI
Primera edición, 2021
Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores.
Cartel de La infame (1953), Colección Filmoteca UNAM.
Figuras 10 (p. 134), 11 (p. 136), 14 (p. 152), 16 (p. 159), 29 (p. 207) y 32 (p. 211): SECRETARÍA DE CULTURA.-INAH.-SINAFO F.N.-MÉX | Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia
D. R. © 2021, Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas
Circuito Mtro. Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria,
Coyoacán, 04510, Ciudad de México, México
D. R. © 2021, Libros Grano de Sal, SA de CVAv. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo, 11200,Miguel Hidalgo, Ciudad de México, Mé[email protected] GranodeSal LibrosGranodeSal grano.de.sal
Todos los derechos reservados. Se prohíben la reproducción y la transmisión total o parcial de esta obra, de cualquier manera y por cualquier medio, electrónico o mecánico —entre ellos la fotocopia, la grabación o cualquier otro sistema de almacenamiento y recuperación—, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-99099-8-7
Agradecimientos
Introducción
Historia del miedo y de la infancia
El robachicos
Breve recorrido legal
La exclusión del espacio público
Políticas hacia la infancia
Estructura del libro
1. Robachicos en acción
Los peligrosos espacios de la ciudad moderna
Tráfico de niños para trabajo forzado
La “plaga”
El miedo es de color negro
Conclusiones
2. Usos de la infancia
Explotación laboral
Venganzas ¿amorosas?
Deseos maternales
Extorsiones
Comercio y abuso sexual
Raptos
Conclusiones
3. Un niño de clase media: el caso Bohigas
Estado de alarma social
Xenofobia
El detective
La secuestradora
La Asociación contra Plagios Infantiles
Conclusiones
4. La “niña millonaria”: el caso Granat
La entelequia de los culpables
Tortura policial
Hombres de poder
Conclusiones
5. Robachicos en los medios de entretenimiento
Transmedialidad
Didáctica del miedo
La culpa es de la madre
El encierro de la infancia
Los villanos
El costal
La violencia
Heroicidad infantil
¡Ya tengo a mi hijo!
Conclusiones
Epílogo
Notas
Referencias
Comencé este libro en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, en el marco del proyecto que dirigí dentro del Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT). Lo continué en la ciudad de Vancouver, Canadá, durante una estancia sabática realizada entre 2019 y 2020 en el Departamento de Historia de la Universidad de Columbia Británica, donde Leslie Paris y Tamara Myers me recibieron generosamente y me facilitaron un cubículo con una hermosa vista al mar y a las montañas de Vancouver Island. Dicha estancia contó con el financiamiento del Programa de Apoyo para la Superación del Personal Académico (PASPA) 2019, de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (DGAPA) de la UNAM, y el Apoyo para Estancias Sabáticas vinculadas a la consolidación de grupos de investigación y el fortalecimiento del Posgrado Nacional del Conacyt. Terminé de escribir estas líneas en un contexto histórico inaudito a escala global, en el cual niños y niñas fueron convertidos en amenazantes agentes virológicos que ponían en riesgo mortal a los adultos y, en consecuencia, encerrados. Para “defendernos” y protegerlos se hizo uso de la exitosa ecuación que analizo en este libro: vincularlos con el miedo y el peligro.
Quiero manifestar mi gratitud a estudiantes dedicadas e inteligentes que colaboraron en la búsqueda de información para esta investigación: Perla Andrea Franco, Diana Arenas, Darién Rosales y en especial Itzel Cruz y Diana Correa. La interlocución que tuve con colegas brillantes en distintos momentos de la investigación me permitió precisar muchas de las líneas argumentativas que sostengo aquí, ya por comentarios directos a avances de este texto, ya por compartir conmigo fuentes o apreciaciones puntuales sobre algunos temas o conceptos. Por ello, estoy muy agradecida con Gabriela Pulido, Gonzalo Soltero, Martha Santillán, Beatriz Alcubierre, Elisa Speckman, Soledad Loaeza, Javier Sanchiz, Daniela Gleizer, María Eugenia Chaoul, Isabella Cosse y Lila Caimari, así como con los colegas del Seminario de Historia de las Transgresiones, el equipo de trabajo de Historia de las Fotonovelas en México, dirigido por Andrés Ríos y Saydi Núñez, y las académicas de la Red de Estudios de Historia de las Infancias en América Latina. Tuztumatzin Soto, directora del Acervo Videográfico e Iconográfico de la Cineteca Nacional, me permitió el acceso a materiales fílmicos difíciles de conseguir. Agradezco el respaldo del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, en especial el apoyo de Ana Carolina Ibarra y Miriam Izquierdo, así como el trabajo de Tomás Granados Salinas para que esta coedición fuera posible.
Cuando inicié esta investigación no era del todo consciente de los precipicios emocionales que tendría que atravesar. En un primer momento pensé que tendría la fuerza para permanecer incólume ante las tragedias que conocería. No salí ilesa, pero pude sortear angustiosos abismos y los miedos que me inundaron al leer las historias de vida de las que se nutre este texto, gracias a los puentes de cuidado y apoyo que se me fueron tendiendo en el camino. El mayor de ellos fue construido por Sebastián Plá. Debería disculparme por haberlo saturado de sórdidas historias de nota roja, por interrumpir sus noches con la pesadumbre y ansiedad que me invadían al tratar de entender y asimilar la historia de las diversas violencias hacia la infancia en México que iba recuperando en las fuentes, pero prefiero agradecer aquí el amor, la paciencia y el intercambio intelectual que me ha dado desde hace tantos años y que ha sido de importancia vital para escribir este libro. Nicolás y María me inundaron de alegría, ternura y amor, y este texto, muchas de cuyas historias escucharon a pesar de su corta edad, está escrito con un deseo enorme, lamentablemente casi utópico, de que puedan vivir su infancia con libertad en un país como México. Espero no haberles transferido los terrores que me asaltaron como madre y como historiadora a lo largo de esta investigación. Este libro debe mucho también a la contención, la solidaridad y la empatía que he encontrado a lo largo de la vida en mi hermana Paula. Jonás Aguirre forma parte de estas querencias que hacen más alegre la vida. Durante mi estancia en la lluviosa ciudad de Vancouver, mientras terminaba el libro, la amistad de Kimberly Berger también fue un apoyo cardinal para mí.
Cada uno de los días en que escribía pensaba en los interminables recorridos de padres, madres, padres, hermanas, hermanos, abuelos, abuelas, tíos, amigos y familiares que buscan hoy a sus pequeños y amados desaparecidos. Los casos de secuestro infantil en México no se detienen y son una de las heridas más sangrantes que tenemos como sociedad. Espero que este pequeño aporte desde la historia sirva para pensar en lo que hemos hecho y lo que podríamos hacer para erradicar la trata de personas, la explotación, la violencia y la comercialización de la infancia.
En 2017, en el décimo parlamento de los niños que se celebró en la Cámara de Diputados, Axel Yair Valencia Albarrán, representante del estado de Morelos, expresó desde la tribuna: “hoy vengo a hablar de este derecho que me gusta mucho, el derecho a jugar”.
Hoy en nuestra vida —continuó— ya no podemos disfrutar ese derecho, porque ya no podemos, porque tenemos miedo de la inseguridad. Ya no podemos salir a jugar en nuestra privada con otros amigos o simplemente salir a caminar en nuestra ciudad, o ir a jugar a un parque, ya no podemos porque tenemos miedo. Tenemos algo que nosotros queremos expresar, hay mucha gente mala, gente mala que nos puede dañar, nos puede secuestrar, nos puede hacer muchas cosas, pero nosotros los niños debemos de hacer este derecho, porque los niños debemos de ser libres, que ya no haya más inseguridad. Y ya, gracias.1
¿Cuándo las niñas, los niños y los adolescentes mexicanos perdieron la libertad para circular seguros y solos por la calle? ¿Cuáles fueron las causas y los agentes que limitaron su autonomía en el espacio público? ¿Cómo lidiaron las autoridades, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto con el secuestro infantil? Este libro busca plantear respuestas posibles a esas interrogantes.
Porque fueron los adultos, que crearon políticas de protección para la infancia, pero los que también crearon al robachicos, quienes lo sostuvieron gracias a la tradición oral, las representaciones fílmicas y literarias, las canciones y las obras de teatro, quienes llenaron las páginas de los periódicos con sus historias y le permitieron actuar, reproducirse y perpetuarse. Si, como escribió Ignacio Padilla, “cada nación detenta y ejerce el derecho inalienable de espantar a sus hijos como mejor le plazca”,2 en México las historias de robachicos se corporeizaron en seres humanos que cosificaron la vida de niños y niñas, despojándolos del derecho a la libertad, el más elemental de los derechos humanos.
La violencia que implica la privación de la libertad de un niño o una niña es concéntrica: se extiende del sujeto mismo al núcleo familiar, vecinal, social y nacional. El sufrimiento al que se somete a los cuerpos infantiles, su mercantilización y su cosificación (se les considera productos que pueden ser vendidos) evidencia no sólo la vulnerabilidad de la infancia sino las fallas sistémicas en la procuración de su seguridad y bienestar.3
Mis trabajos se han enfocado en la participación, la agencia y las voces infantiles en la historia. Si bien este libro es una continuación de reflexiones anteriores y recupera análisis y replanteamientos que he hecho previamente, estas páginas se dedican ahora a la historia de niños y niñas que fueron privados de su libertad y, en algún modo, silenciados (pienso en los centenares de familias que se quedaron sin volver a escuchar las risas de sus pequeños hijos). He podido rescatar sólo fragmentos dispersos de sus voces, a veces las de quienes lograron escapar o ser rescatados de sus secuestradores, de quienes presentaron su testimonio en los juicios llevados a cabo por el Poder Judicial, o en los reportajes de la prensa, pero éstas aparecen como lejanos murmullos o enmudecidas por las autoridades.
En contraste, en esos mismos archivos resuenan las voces de las madres y los padres que perdieron a sus hijos. Al escribir estas líneas pienso constantemente en ellos, en las “lloronas” que recorren las calles suplicando por sus vástagos, en una ciudad que en la primera mitad del siglo XX parece todavía abarcable. No era raro que caminando todavía se pudiera llegar a encontrar a los niños perdidos. Raúl, de nueve años, fue encontrado en 1945. Una amiga de la madre lo vio vendiendo resistencias en la plaza de La Merced, sin zapatos, con la cara amoratada y un pie vendado; avisó a la madre y a la policía, y así recuperaron al niño.4 Años después, en 1954, una mujer dijo que su hijo jugaba frente a su casa cuando una desconocida se lo llevó. Luego de denunciar los hechos caminó por diversos rumbos de la ciudad hasta que logró encontrarlo.5 A lo largo del siglo XX, la prensa habla de muchos casos similares de madres y padres que recorren las calles llamando a gritos a sus hijos desaparecidos.
La historiografía de la criminalidad ha valorado generalmente “al asesino a expensas de la víctima” y ha convertido al criminal en “el punto focal, si no el protagonista”, de la historia, en gran parte porque los expedientes judiciales y los reportes periodísticos se centran en esos sujetos.6 Los caminos tomados por la historia del delito en América Latina han permitido un conocimiento cada vez más detallado y amplio de la ley y su aplicación, de los criminales, los jueces y las representaciones del crimen. Al concentrarse en los delincuentes, el archivo judicial, marcado por la criminología positivista, terminó por determinar los enfoques de la escritura historiográfica. En un giro crítico de esa tendencia, las víctimas —las personas en quienes recayó la acción criminal, los “grandes olvidados del sistema penal”—7 han cobrado cada vez más atención. En esta investigación transité de algún modo por esos caminos: mi interés inicial fue delinear el perfil social de los robachicos, estudiar su lógica y sus coartadas, pero terminé aceptando que “definir al monstruo es tan quijotesco como querer hacer un censo de los nombres que damos al diablo: tarde o temprano las taxonomías se nos escurrirán entre las manos o nos echarán en cara la ironía de querer vaciar el mar en un agujero en la arena”.8
Decidí que los criminales no serían el centro de este libro, ni los discursos por medio de los cuales justificaron sus actos; tampoco lo sería la historia de la normatividad jurídica y su puesta en práctica. Bajo el supuesto de que la dimensión del riesgo al que está expuesto un individuo habla de su estatus de vulnerabilidad y demarca su posición social,9 en este libro decidí colocar en el centro del estudio a las niñas y los niños, pensándolos como “posiciones determinadas”10 en la sociedad mexicana. Situar a estas víctimas de secuestro en el nodo de la reflexión obliga a establecer múltiples y heterogéneos cruces: entre la historia cultural y la social, la historia del delito y del miedo, la aplicación de la justicia y el papel de los medios de comunicación, la infancia y la ciudad. El secuestro infantil es un tema multidimensional en el que la intersección de categorías como la edad, el género y la clase social son determinantes. Así, ciertos tipos de violencia ocurren en estructuras sociales específicas,11 y mucho dicen sobre las relaciones, los imaginarios, las prácticas y las experiencias en torno a la infancia.
Hay siempre una poderosa tentación de ver a los seres humanos convertidos en números, gráficas, tablas o diagramas, pero en este libro no aparecerán en esa forma, porque las historias de vida de los expedientes son en gran parte desconocidas e irrecuperables, pues no sabemos cómo terminaron y si hijos y padres se reencontraron algún día. No conocemos, por ejemplo, qué sucedió con Ana María, de 13 años, que salió de su casa en una fría mañana de noviembre de 1941 y nunca llegó a donde trabajaba como empleada doméstica.12 Tampoco conoceremos el final de la historia del hijito de Juana Elizalde, de apenas dos años, que fue secuestrado por una cabaretera.13 Los expedientes que quedan hoy en los archivos judiciales son sólo los de aquellos robachicos que fueron “captados por el sistema penal”, los que fueron encontrados, detenidos, capturados in fraganti, acusados injustamente o cuyo proceso penal se interrumpió por una gran variedad de causas. Aunque la prensa informaba cotidianamente de desapariciones y extravíos de niños y niñas, en la mayor parte de esos casos tampoco es posible saber si fueron localizados, si las desapariciones fueron forzadas, si fueron extravíos en la gran ciudad o decisiones para huir del maltrato o en búsqueda de aventuras. Hay más datos que ignoramos: cuántas desapariciones se denunciaron, cuántos expedientes se guardaron, cuántos desaparecidos se encontraron. Todo esto imposibilita elaborar una historia cuantitativa y motiva a generar otras vías de interpretación.
En el campo de estudios de historia de las emociones, el miedo es probablemente la que más ha llamado la atención. Se le ha entendido como una construcción histórica, social y cultural en cuanto que su expresión, reproducción y formas de difusión dependen de contextos determinados.14 El miedo como formador de comunidades emocionales no obvia que al mismo tiempo sea una experiencia individual, corporeizada, que encoge el cuerpo y produce constricción física en quien lo sufre. El miedo, como muestro en este libro, puede limitar las acciones de los individuos, acorralarlos y oprimirlos; al mismo tiempo, puede provocar reacciones de autoprotección, precaución y cuidado, pero también puede ser contagioso, divulgarse, diseminarse y ser utilizado con distintas intenciones.
La historia de las emociones se ha concentrado en los adultos, como lo ha hecho en general la historiografía, pero varios trabajos han comenzado a explorar este fecundo camino para entender la historia de las infancias.15 Stephanie Olsen ha planteado cómo la intersección entre estas dos líneas puede aportar mayor rango y profundidad de análisis, y multiplicar la riqueza interpretativa sobre el pasado.16 Si el miedo, como fenómeno social y como todas las experiencias emocionales, tiene que ver con los encuentros, porque media y define los límites entre el individuo y lo social, entre un individuo y otro, entre una comunidad y otra,17 es lógico que la infancia, como relación social,18 sea un lugar donde las emociones también den cuenta de los vínculos de niños y niñas con el colectivo social.19
En ese sentido, éste es un libro que entrecruza la historia de la infancia con la historia del miedo y, como explicaré más adelante, con los medios de comunicación. Intento mostrar cómo el proceso de urbanización, el aumento poblacional en la ciudad, la apertura de nuevas vialidades y la presencia de cada vez más desconocidos en los rumbos de los citadinos generaron discusiones, producciones culturales y a su vez imaginarios y temores sobre los nuevos peligros que enfrentaban niños y niñas.
Los niños aprenden a sentir con lo que sus padres transmiten en casa; con lo que escuchan platicar a los vecinos, a los vendedores en el mercado y a las empleadas domésticas; con lo que reciben de la cultura popular y en la escuela, y con las restricciones que les ocasionan las emociones de los adultos, que los educan para tener miedo a la calle, al espacio público y a los desconocidos.20 La literatura, las narraciones orales, los cómics, la radio, el cine, la televisión, las fotonovelas y los periódicos forman parte importante de la educación sentimental.21 Por eso, en este libro estudio cómo y en qué medida los medios de comunicación masiva y de entretenimiento fueron maquinarias de producción y reproducción del miedo colectivo en torno a la infancia, cómo incidieron tangencial o directamente en las políticas de Estado vinculadas con los menores de edad, y cómo expusieron la ineficacia, el desinterés y la corrupción de jueces, policías y funcionarios gubernamentales.
En México, como en Estados Unidos o en Argentina, fueron los relatos que hizo la prensa sobre los secuestros los que convirtieron ese fenómeno en una preocupación pública.22 Fueron los medios los que contribuyeron a la definición y la constitución de los problemas sociales, y a la difusión de pánicos entre la población.23 En este libro muestro cómo periódicos y revistas en especial suscitaron fascinación por las historias de secuestro infantil, aprovecharon y acrecentaron el miedo, y se encargaron de transmitir a los lectores historias criminales explotadas sentimentalmente hasta el extremo y narradas con un toque de suspenso cuyo motor se centraba en la agonía de las familias y en el énfasis de la vulnerabilidad de los niños.24 Los casos de secuestros narrados por la prensa sirvieron además para divulgar estereotipos sobre la extranjería, incitar al público a buscar justicia por propia mano, reproducir las ideas tradicionales de la maternidad, crear nuevas ansiedades en torno al cuidado de los niños e insistir en su posición vulnerable ante la dinámica urbana, coartando su autonomía y su derecho a la ciudad.
Cultivar el miedo supone una forma de control, de ejercicio del poder y de dominio sobre el otro; es una forma de violencia simbólica.25 Para David L. Altheide, el miedo es un elemento clave en la creación de “la sociedad del riesgo” organizada en torno a la comunicación y orientada a la vigilancia, el control y la prevención de riesgos, en la que niños y niñas serían un objetivo importante de tales esfuerzos.26 En la medida en que las emociones median los límites entre el “espacio corporal” y el “espacio social”,27 el discurso del miedo colaboró con el fortalecimiento de aquella división anhelada por las élites entre espacio privado y espacio público, así como con la idea de que un nuevo orden familiar —centrado en la familia nuclear— supondría mayor seguridad para las infancias. El miedo difundido por los medios de comunicación masiva, sumado a la carencia de políticas públicas efectivas en la protección de la infancia, se decantó en discursos en favor de la exclusión de las comunidades infantiles del espacio público y su replegamiento al espacio privado, considerado como sinónimo de estabilidad y seguridad.
Como sostiene Altheide, los esfuerzos de control social siempre son más fáciles de justificar si afirman proteger a la infancia de riesgos en expansión.28 Mientras que en países como Estados Unidos o Canadá el miedo fue diseñado para condicionar los cuerpos de niños y niñas, y sus reflejos para poder evaluar el riesgo y aprender a reaccionar ante el peligro de manera segura, educarlos cívicamente y desarrollar independencia, autonomía y responsabilidad, así como las competencias necesarias para manejarse con seguridad en las calles,29 en México el miedo se utilizó para limitar su presencia en el espacio público, para depositar la responsabilidad estatal de la protección y el cuidado de la niñez en padres y madres, y no implicó iniciativas para ayudarlos a construirse como sujetos autónomos, independientes y capaces de sobrevivir ante los retos que planteaba la moderna vida urbana. El Estado mexicano, constituido en el siglo XX como el administrador del espacio público, poco hizo para garantizar la autonomía infantil en la ciudad.30
Los avances que traería el siglo XX en la defensa de los derechos de la infancia y su transformación, a finales de siglo, en el reconocimiento de niños y niñas como sujetos de derecho, paradójicamente corrieron a la par de su pérdida de independencia y de autonomía, de la acentuación de las ideas que defendían su fragilidad, indefensión, inmadurez y dependencia, y del impedimento de poder asumir responsabilidades por sus acciones y por sus personas.31 El hecho de tener que tomar decisiones para impedir el riesgo del secuestro determinó las vías por las que se orientó la experiencia infantil en el espacio urbano y contrajo la participación de niñas y niños en éste.32
En este libro concentro mi mirada en la ciudad de México como espacio de análisis, por ser el eje en el que se concentraron las más grandes ansiedades en torno al secuestro de niños, niñas y adolescentes, y por ser donde sucedieron dos de los casos de mayor alcance mediático —abordados en el tercer y el cuarto capítulos—, que se tradujeron en transformaciones normativas y en tema de varias producciones de las industrias culturales. La ciudad de México provocaba miedo a propios y extraños. Además de temer el secuestro infantil, los habitantes de la capital y de otras ciudades del país tenían miedo a las enfermedades, a la falta de trabajo, al desamor, a la noche y a la sensualidad, a la pérdida de una moralidad familiar, a los nuevos comportamientos juveniles.33 Para quienes tenían hijos, el miedo más intenso era a perderlos, verlos atacados por enfermedades o atropellados por automóviles34.
El robachicos,35 un mexicanismo con el que se designó al secuestrador de niños, encarna quizás el miedo más profundo del ser humano: la desaparición de los hijos. La figura atraviesa tradiciones símiles en varias culturas. Personajes análogos —el coco, el cucuy, el cuco, el hombre del costal, el hombre del saco, el sacamantecas, el bogeyman— asoman en leyendas orales y narraciones clásicas, y en una literatura infantil poblada de padres devoradores, ogros, ogresas y brujas.36
La costumbre tradicional de asustar a los niños mediante un personaje misterioso se extiende por toda la región extremeña, Europa e Hispanoamérica. El nombre del asustador varía según las regiones y las localidades. Incluso en una misma población puede recibir denominaciones muy diferentes. En Puerto de Santa Cruz se recurre al “bobo”, a “camuña”, al “hombre del saco”, al “tío del sebo”, al “pobre”, al “médico”, a la “bruja coruja”, a la “pantaruja” y a otros personajes variopintos que las nodrizas crean en un momento determinado y que van recogiendo a los niños que no se duermen o se portan mal. […] Se encuentra el coco en cancioneros del siglo XV.37
Los robachicos son personajes que permiten la catarsis de las emociones asociadas al miedo de la desaparición de los niños38 y conllevan prescripciones emocionales de obediencia, de comportamientos correctos y una formación emocional en torno al miedo y a la culpa. Las historias de los robachicos han pasado de generación en generación, más por su utilidad como forma de disciplinamiento que por su veracidad, especialmente en momentos históricos en los que el énfasis en la obediencia infantil ha sido un componente central de la crianza. Peter Stearns ubica la cúspide de este contexto en el siglo XVIII, cuando en Estados Unidos la disciplina basada en el miedo era un correctivo vital. Luego los padres se concentrarían en educar en el control de las emociones negativas, como el enojo, el miedo, la angustia, con otras herramientas.39
El término robachicos nació con el siglo XX, por lo que la periodización de este libro arranca con la llegada del siglo. El periódico El Mundo decía a finales de 1896: “ya es verdaderamente alarmante la frecuencia con que se están dando casos de que los niños de todas las clases sociales sean arrancados de sus hogares para llevar luego una vida de desgracia e ignominia”. Luego de hablar de la calidad camaleónica de los secuestradores, sujetos capaces de no infundir “sospechas de ninguna especie”, se hacía una directa asociación de los robachicos con los mendigos, que podían estar disfrazados o no, pero que así se acercaban a las víctimas. El diario narraba el caso de María de los Dolores, hija de un acaudalado caballero michoacano a la que una chica de 18 años, vestida de mendiga, intentó secuestrar en el patio de una casa. “¡Mucho cuidado con los mendigos robadores de niños!”, concluía la nota.40 La asociación entre robachicos y mendigos no era casual. Robert Castel recuerda cómo las sociedades preindustriales ubicaban el origen de los riesgos siempre en el exterior de las comunidades. Por eso la figura del vagabundo, “el individuo desafiliado por excelencia”, movilizó “una cantidad extraordinaria de medidas de carácter dominantemente represivo”; como representación de alteridad, fue siempre percibido como “potencialmente amenazador”.41
La palabra robachicos aparecerá inicialmente como un término compuesto, “roba-chicos”, pero pronto se lexicalizará, perdiendo el guion.42 Aunque su aparición puede situarse en los albores del siglo XX, el año de los robachicos en México fue 1945.43 Fue entonces cuando el vocablo alcanzó el cénit de su uso. Carlos Fuentes se referirá así a ese año:
cuando todo fue hablar de los robachicos, se han soltado los robachicos, deben ser las gitanas, las brujas, las lloronas, los rateros con sus ganzúas, los bandidos que cortan los dedos a los niños, los envuelven en masa de tamal y los venden en el mercado, los cirqueros que los convierten en payasos, y los entrenan para saltimbanquis, les deforman los rostros y les hacen cargar baúles para que se queden enanos y luego explotarlos en las carpas ambulantes, ha de ser Caracafé, el monstruo sin rostro, el fantasma necesario de estas casas quietas y sombrías; cuando llegó la época de los robachicos, tan puntual como la época de la Purísima Concepción, abandoné los aleros demasiado próximos a las ventanas y las manos largas que metí debajo de la cama.44
José Emilio Pacheco escribirá también sobre ese momento en “Tenga para que se entretenga”:
Otro periódico sostuvo que hipnotizaron a Olga y la hicieron creer que había visto lo que contó. En realidad, el niño fue víctima de una banda de “robachicos”. (El término, traducido literalmente de kidnappers, se puso de moda en aquellos años por el gran número de secuestros que hubo en México durante la segunda Guerra Mundial.) Los bandidos no tardarían en pedir rescate o en mutilar a Rafael para obligarlo a la mendicidad.45
1945 fue el año del secuestro del niño Fernando Bohigas, un caso seguido minuciosamente por policías y periodistas. La noticia, difundida en varios países del mundo, dio a conocer internacionalmente el término robachicos como una creación mexicana. Si los secuestros infantiles, como ha estudiado Paula Fass, se influyen unos a otros históricamente, dejan residuos de expectativas acerca del crimen, patrones de comportamiento de los padres, de la policía, de los criminales, de las leyes y las organizaciones dedicadas a los niños, así como distintas formas de entender los peligros para la infancia,46 podemos entender el de Bohigas —que estudio en este libro— como un caso culturalmente resonante.
En el otoño de 1945 había terminado finalmente la segunda Guerra Mundial. En México eran los tiempos del llamado “milagro mexicano” económico y del ascenso de las clases medias y, dentro de ellas, del modelo de familia nuclear. La prensa mexicana se obsesionaría con hacer sentir que la ciudad de México, esa que recibe a los más famosos artistas de Hollywood pero en la que se reprimen las manifestaciones de los trabajadores organizados, engulle a sus habitantes más pequeños haciéndolos desaparecer en las fauces del monstruo moderno de grandes avenidas por las que circulan miles de peligrosos automóviles, donde constantemente se crean nuevas calles y se derrumban edificios antiguos. A la ciudad de México de los años cuarenta llega gente nueva todo el tiempo, proveniente de estados de la república o del extranjero, que ocupa los nuevos hoteles de ciudades como Cuernavaca o Acapulco. Mientras tanto, la vida oscilante de la modernidad citadina ocurre entre las barriadas pobres, con calles sin asfalto ni drenaje, o en las modernas colonias ya iluminadas por los faroles. Son tantos los cambios y han sucedido con rapidez, que quizá por eso provocan temor y acrecientan la sensación de inseguridad y riesgo. Hay una suerte de caldo de cultivo para el surgimiento de nuevas ansiedades paternas: las familias se empequeñecen, las mujeres salen cada vez más a trabajar fuera del ámbito doméstico, los espacios habitacionales concentran más vecinos y los nuevos discursos en favor de la protección y el cuidado de la infancia se diseminan por todos los medios. En ese contexto, la familia nuclear de clase media encarnará lo que el nuevo régimen requiere: la transmisión y el fomento de los valores deseables, como la obediencia de los hijos, la división entre lo privado y lo público como esferas antagónicas, el papel de la familia como “institución primaria en la búsqueda de la felicidad y la realización personal”, el matrimonio monogámico con el fin de la reproducción, los separados papeles de género patriarcales y autoritarios, el amor al trabajo, la fe en Dios.47 Ése es el momento en el que se aloja en la conciencia colectiva el gran miedo a los robachicos. De ese modo, como escribe Cindi Katz, no será en la esfera privada, sino en la relación entre infancia y espacio público, donde los discursos de miedo exhibirán los desplazamientos políticos, el desarrollo desigual, el estrechamiento de la libertad, la pérdida de autonomía y el deterioro de la vida cotidiana de los niños.48
El secuestro es un delito definido por la apropiación del cuerpo del otro; es un acto que podríamos calificar de caníbal, corporeizado, “mediante el cual el otro perece como voluntad autónoma”.49 El gran coco parece ser esa ciudad caníbal que se traga a los niños, a la que hay que reconocer día con día porque siempre aparecen nuevos comercios, bares, cabarets, cines; nuevos personajes: pachucos, cinturitas, ruleteros, choferes, cabareteras; espacios y sujetos que se convertirán en “protagonistas distinguidos de la nota roja”.50 El vertiginoso proceso de urbanización agudiza los riesgos conocidos, los reconfigura y los resignifica; trae consigo su propio saco lleno de miedos, que la prensa y los demás medios de comunicación y entretenimiento aprovechan para ofrecer a los citadinos producciones baratas y masivas que consolidan no sólo la gran industria nacional sino también un amplio conjunto de imaginarios y estereotipos.
Los niños son los primeros desorientados en esas cambiantes calles donde transita gente a la que no conocen. Los robachicos pueden ser sujetos cercanos a los niños, pero generalmente son extraños. Son artistas del disfraz, imposibles de reconocer a simple vista: de día mendigos, escribe José Emilio Pacheco, “de noche un millonario elegantísimo”. Su figura era polifacética, por lo que no había forma de elaborar su perfil; podían ser hombres, mujeres, hasta niños y adolescentes, sin vínculo específico con una clase social determinada. Aparecían en el mercado, en el quicio de una vecindad o en un parque público.51 El escritor Agustín Cadena los ficcionaliza así:
Gracias a su ubicuidad, el Coco acechaba en todos los rincones oscuros: en la vivienda que se derrumbaba lentamente a la entrada del edificio y que ya no se podía rentar, en las azoteas, en los roperos. De noche, sus dominios se extendían a la vieja escalera de piedra y al patio del fondo, donde se tendía la ropa. Por supuesto, en cualquiera de estos sitios podía ser conjurado, ya fuera apretando los ojos o, en los casos más graves, haciendo con los dedos la señal de la cruz. Pero donde sí era señor absoluto era en la calle. Las calles le pertenecían por completo. En ocasiones, si no andaba muy ocupado comiendo niños, atendía un puesto de tiliches en Correo Mayor. Era desobligado, como mi padre, y le gustaba empinar el codo. Ya borracho, le pegaba a la pobre de la Cocatriz. Esto me lo contó mi hermana, que nunca le tuvo miedo. Cuando crecimos fue la primera en dejar de creer en el Coco.52
Los robachicos son actores criminales, pero también representaciones del miedo construidas para los niños y sobre los niños. Oscilan entre una práctica criminal (el secuestro) y una práctica cultural (miedos construidos por los adultos mediante diversas producciones culturales) para controlar y someter a la infancia. El robachicos producía un miedo que terminó integrándose a las experiencias, a las prácticas de maternidad y paternidad, y a los discursos para reducir las andanzas de los niños en la ciudad.
Los casos criminales y el relato que de ellos hicieron los medios de comunicación y entretenimiento fueron provocando “cambios de la conducta y en los patrones de convivencia social al limitar la circulación, disfrute y permanencia en los espacios públicos urbanos”.53 Como figura del miedo, el robachicos encarnaba una “experiencia individualmente experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida”.54 No sólo acrecentó la sensación de desconfianza hacia los extraños, sino que mostró también la fragmentación de las relaciones y los vínculos sociales aparejados a la vida urbana, la incapacidad del gobierno para garantizar la seguridad de los habitantes del país, los sentimientos de vulnerabilidad de los citadinos y las nuevas relaciones de los niños y las niñas con el espacio público.
Si bien en los primeros años de la década de los sesenta las noticias de los robachicos se redujeron, el secuestro infantil, como todos sabemos hoy, no se detuvo. En el primer año de su aparición, la revista de nota roja Alarma! aseguró de manera triunfalista que la época de los secuestradores de niños y niñas estaba “superada” y que sólo “ocasionalmente hacen su aparición las y los robachicos”.55 Probablemente lo que disminuyó fue el número de noticias en la prensa sobre este tema. Situación que los productores de cine mexicano aprovecharon para realizar películas en las que los robachicos podían ser presentados en comedias de enredos y humor blanco, como Un par de robachicos (1967), con Viruta y Capulina. Sin embargo, en 1968, un nuevo caso cimbró la nota roja capitalina: el secuestro del pequeño Ramoncito Palafox, que fue encontrado en la casa de la banda de secuestradores un año después, luego de meses de investigación policial y angustia de su familia.
Por lo menos hasta los primeros años de la década de los sesenta, la prensa exhibió nítidamente la forma en que atizó el pánico social, las reacciones sociales ante el secuestro infantil, la xenofobia, el racismo, la corrupción, los íntimos nexos entre reporteros y policías, la utilización de niñas en el comercio sexual, el secuestro con fines de maternidad, el papel de los medios de comunicación y entretenimiento en la legitimación de la violencia hacia niños y niñas. Por todo eso el análisis histórico que presento en este libro tiene este corte temporal. No hay, evidentemente, en la época de este estudio, ningún caso de niños o niñas vinculados con el tráfico de órganos, fenómeno que comenzaría en las dos últimas décadas del siglo XX, en función de los avances de la medicina.56
Aunque mi acercamiento a este tema no es desde el punto de vista normativo, sino desde las prácticas sociales y las representaciones culturales, es importante entender que el secuestro, como todos los delitos, se ha transformado con el tiempo.57 Se le utiliza como sinónimo de plagio y se refiere a los crímenes que atentan contra la libertad física y que tienen un ánimo de lucro. Se consideraba como un atentado al patrimonio, no a la libertad; “por ello a lo largo del siglo XX se le asoció con el robo, en cuanto se entendía a los niños y las niñas como parte de una familia, en una calidad de posesión, de objeto”. Por décadas se aludió al secuestro infantil como “robo de infantes”, un término erróneo, “pues el robo sólo procede contra cosas y no personas”.58 En el Código Penal de 1871, para el delito de “robo de infante” se determinaron ocho años de prisión para quienes secuestraran a menores de siete años. No entregar al plagiado era un agravante del delito. El Código Penal de 1929 ya no habló de “robo de niños” pero sí de secuestro de menores de 21 años, y consideraba su venta o disponer de ellos para rescate y para extorsión. El Código Penal de 1931 volvió a retomar el término robo y definió la edad de la víctima en siete años, señalando en su artículo 366 lo siguiente:
Artículo 366. Se impondrán de cinco a veinte años de prisión y multa de cien a mil pesos, cuando la detención arbitraria tenga carácter de plagio o secuestro, en alguna de las formas siguientes:
I—Cuando se trate de obtener rescate, o de causar daños o perjuicios al plagiado o a otra persona relacionada con éste;
II—Cuando se haga uso de amenazas graves, de maltrato o tormento;
III—Cuando la detención se haga en camino público o en paraje solitario;
IV—Cuando los plagiarios obren en grupo o banda, y
V—Cuando cometa robo de infante menor de siete años un extraño a la familia de éste.
Si el plagiario pone en libertad a la persona secuestrada, espontáneamente antes de tres días y sin causar ningún perjuicio grave, sólo se aplicará la sanción correspondiente a la detención ilegal, de acuerdo con los dos artículos anteriores.
A todos los que exceptuaran estos puntos se les castigaría sólo con una pena de tres días a un año de prisión y una multa de cien pesos. Es decir, si el secuestro era de niños mayores de siete años, los secuestradores podían pasar sólo unos días en la cárcel o pagar cien pesos. Este tema del sentido de propiedad de un niño fue objeto de algunos juicios.
Los delitos acumulables al de secuestro infantil generalmente eran el de corrupción de menores, rapto y estupro, y continuamente se superponían; las fronteras entre uno y otro eran porosas.59 Era difícil que una persona fuera acusada sólo de secuestro, acusación que en general prosperaba cuando los niños eran muy pequeños y eran utilizados con fines de adopción ilegal o de venta.
En México, la legislación relacionada con el secuestro de menores de edad se modificó en función de los “secuestros de alto impacto público”. No fue la cantidad de niños secuestrados sino su “calidad” lo que fue determinando las acciones para elevar las penas a los secuestradores.60 Los dos casos más importantes en términos de repercusión jurídica fueron el de Fernando Bohigas en 1945 y el de Norma Granat en 1950. La gran campaña mediática que acompañó al caso Bohigas suscitó la primera reforma penal, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 9 de marzo de 1946, con la que se suprimió la fracción V del artículo 366, “concerniente al llamado ‘robo de infante’, para darle a dicha materia mayor autonomía. Con esta idea se le ubicó en un párrafo independiente, aunque continuó formando parte del mismo artículo. Para ampliar la protección de los niños y niñas se aumentó la edad, de siete a diez años, y se agravó la pena de prisión: si antes era de cinco a veinte años ahora se estipuló de diez a treinta años.”61 Además, se reformó el artículo 85, que señalaba que “la libertad preparatoria no se concederá al condenado por robo de infante, ni a los reincidentes, ni a los condenados”. El caso de Norma Granat detonó una segunda reforma penal, esta vez publicada el 15 de enero de 1951. En esa reforma se otorgó el título de “privación ilegal de la libertad” y
se incrementó el máximo de la pena de prisión para todos los supuestos de secuestro: de veinte años de prisión se pasó a treinta años, y nuevamente se introdujo una fracción V para reincorporar el “robo de infante menor de doce años por quien sea extraño a su familia y no ejerza la patria potestad sobre él”. Se elevó nuevamente la edad, ahora de diez a doce años, y se agregó el dato de que el activo “no ejerza la patria potestad”. Esto último hace ver, de forma muy clara, que se trata de un delito contra la familia, aunque también concurra como bien jurídico la libertad personal.62
Poco después, “a escasos cuatro años, la reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación del 5 de enero de 1955 agrava, por tercera ocasión, la pena de prisión: era de cinco a treinta años y se ordenó de cinco a cuarenta años”.63 De esa forma, para 1955 la fracción V del artículo 366 quedó así: “Se impondrán de 5 a 40 años de prisión y multa de cien a diez mil pesos cuando la detención arbitraria tenga el carácter de plagio o secuestro en alguna de las formas siguientes […] IV—Cuando se cometa el robo de infante menor de doce años por quien sea extraño a su familia y no ejerza la patria potestad sobre él.”64 El delito se equiparó a un delito mayor, el homicidio calificado. En 1970, una nueva reforma al Código Penal modificó la multa de mil a 20 mil pesos y agregó un tema que hablaba del nuevo contexto de la historia sociopolítica mexicana: la toma de rehenes, los secuestros políticos y el secuestro de niños y niñas por familiares.65 Respecto de las políticas de Estado, tenemos un incremento de la pena corporal para los criminales. En 1988 se añadió un nuevo párrafo al artículo 366 por el que “la pena sería hasta de 50 años de prisión si el secuestrado era privado de la vida por sus captores”.66 Hoy en día, en un país en el que en la última década han desaparecido casi 7 mil niños y niñas,67 el delito se penaliza con 70 años y penas acumulables de hasta 140 años. Aunque es evidente que hubo un esfuerzo jurídico por contener esta práctica, “se ha optado, como acontece en la mayoría de los casos, por la respuesta demagógica y simuladora de modificar la normatividad correspondiente: se incluyen nuevos tipos penales, se amplían los ya existentes, se elevan irracionalmente las punibilidades”.68
Las políticas públicas de protección a la infancia y el comportamiento social han ido por otro camino. Estas leyes no han logrado garantizar el derecho a la libertad del que deberían gozar niños y niñas. Olga Islas de González Mariscal explica que el problema “radica en el deteriorado sistema de justicia en que se ha caído. En él tienen su asiento el abuso de poder, la diferente preparación del personal (Policía y Ministerio Público) y, sobre todo, la impunidad”, que cancela la justicia.69 El destacado jurista Sergio García Ramírez escribió que “la sanción penal, consecuencia de una conducta reprochable, en general, y reprochada, en particular, de ninguna manera es —ni debiera pretenderse que sea— el instrumento decisivo en la lucha contra el delito”.70
Uno de los argumentos que sostengo en este libro es que la respuesta ante los secuestros de niñas y niños no sólo provocó un incremento de las sanciones judiciales, sino especialmente un clima de miedo y de construcción de pánicos morales respecto a ciertos sujetos y espacios, constriñendo la circulación infantil en el espacio público. Este proceso modificaría primero las experiencias de las clases medias y después, en menor medida, las de los de sectores populares, que hasta el día de hoy hacen de las calles su lugar de juego, trabajo, vivienda y tránsito. Es decir, si bien se inició un proceso de exclusión de niños y niñas del espacio público, éste estuvo marcado por la clase social.71
El concepto de espacio público es amplio y ambiguo. Se le suele contraponer con el espacio privado, una dicotomía que varios autores cuestionan en la medida en que muchos espacios considerados públicos son propiedad privada y en que no son esferas opuestas o antagónicas y mucho menos disociadas,72 además de que cada vez hay más regulación pública sobre lo que se consideraría privado.73 El espacio público se entiende idealmente como aquel que es abierto, democrático y libre para todos. No obstante, el término público no termina de abarcar totalmente lo público respecto de que en dichos espacios existe la exclusión de la otredad.74 Es decir, la idea de que el espacio público está abierto a todos existe sólo en principio, como un ideal, porque los usos cotidianos de tales espacios ocurren en una sociedad fragmentada en que diversos grupos compiten entre ellos.75 Eso implica que el espacio público exhiba no sólo identidades sino relaciones de poder en las que se imponen usos públicos del espacio urbano que son controlados, permitidos o prohibidos. En todo caso, el espacio público es un escenario en el que se exhiben los conflictos sociales de las urbes y los resultados “de la acción colectiva de los sujetos sociales urbanos” y, si bien puede ser un espacio de aprendizaje y libertad, también lo es de control.76
Tim Cresswell sostiene que en el espacio público el lugar de un individuo estaría vinculado a su relación con los otros; en él habría expectativas respecto del comportamiento y las acciones que deben guardarse y esas expectativas servirían a quienes están más arriba en las jerarquías sociales.77 Por todo ello, no es fortuito que el espacio público sea objeto de múltiples disputas entre clases sociales y produzca ciertas ansiedades, en especial entre las clases medias y altas, que constantemente demandan su derecho a una ciudad que consideran tomada por las clases populares.78 En esas batallas entran los discursos del miedo, que muchas veces incitan a la privatización o al estrechamiento de los espacios públicos para unos u otros. Para el caso colombiano, Max S. Hering ha analizado como en torno a las cosas y las personas, incluyendo a niños y niñas, “la idea de protección se convertía así en un principio maleable que traducía voluntad política siempre dependiendo de una relación de poder y un interés. Con ello, la protección de algunos podía implicar la desprotección de otros.”79
Los reportes de violencia o de peligros hacia la infancia inciden en los temores paternos y la imaginación pública;80 en el caso mexicano, los miedos se decantaron a limitar la autonomía de niños y niñas en el espacio público en aras de su protección. Así, un espacio que en teoría debía ser para todos y todas81 terminó asociándose al riesgo y delineando las relaciones entre menores de edad y adultos, así como las sociabilidades infantiles.
Las restricciones a la movilidad infantil no comenzaron con el siglo XX. Las reformas borbónicas, por ejemplo, impulsaron redadas para encerrar en hospicios y casas de corrección a los niños que mendigaban en las calles. Bandos en el siglo XIX censuraban que los “muchachos” estuvieran en la calle por el ruido y el desorden que provocaban; resultaban molestos y, para algunos, hasta peligrosos. Quizá la ciudad moderna nunca fue de los niños, pero hacia mediados del siglo XX en la ya declarada metrópoli se intensificó el acompasado proceso de exclusión de niñas y niños, así como la supremacía adulta en el espacio público. La desconfianza hacia el prójimo se incrementó y diversos espacios públicos y privados, como la casa, la vecindad y la calle, suscitaron nuevas ansiedades paternas. En el siglo XX se acentuó lo que sería un proceso gradual de “encierro de la infancia”, no necesariamente consciente ni organizado, pero sí estimulado por los discursos estatales y mediáticos, seguido por los imaginarios y las experiencias vividas por los habitantes de la ciudad, el cual terminó colocando gradualmente a niños y niñas que usaban la calle con autonomía en un “fuera de lugar”, según la opinión pública.
He planteado que la exclusión de la infancia del espacio público estuvo fuertemente determinada por las ideas hegemónicas sobre la clase y el género. En 1945, por ejemplo, casi 6 mil niños trabajaban en las calles de la ciudad de México, “solos, sin depender de padres, tutores o parientes”; otros datos de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social hablaban de 43 654 trabajadores menores de 18 años en el Distrito Federal pero nadie parecía alarmarse por su seguridad.82 Las notas periodísticas subrayaban más bien cómo todos ellos anunciaban “con gritos chillones su escuálida mercancía, en los trenes, en los camiones, en las afueras de los cines, de los teatros, del toreo, en los cafés a la hora del ‘lunch’, en los mercados”.83 Para los periodistas, los niños de clases populares no sufrían de los peligros callejeros que podían sufrir sus congéneres de los sectores medios y altos, en especial si estaban solos. Los niños de los sectores populares eran en sí mismos construidos como el riesgo: ensuciaban las calles con su presencia, con su vagancia y mal vivencia, con su vida errática.
A pesar de la heterogeneidad de los usos y las experiencias infantiles en el espacio público, los efectos de la urbanización hicieron que experiencias que hasta entonces se consideraban relativamente sencillas y seguras se volvieran arriesgadas.84 Si se acostumbraba a jugar, caminar y transitar por la calle sin compañía, ahora se recomendaba hacerlo con algún adulto. Como sostuvo Nikolas Rose, la infancia ha sido una de las fases más intensamente gobernadas de la existencia personal,85 se ha buscado someter a los cuerpos infantiles a un uso del espacio público supervisado, que empobrece su movilidad y coarta su sociabilidad y su conocimiento del entorno urbano.
El espacio público es de importancia vital para los niños como espacio social.86 ¿Cómo puede un menor de edad constituirse en un sujeto colectivo? ¿Cómo afecta la exclusión del espacio público la creación de culturas infantiles no supervisadas ni orientadas por adultos? Hoy sabemos que niños y niñas requieren que se les provea de espacios alejados de los adultos y de sus miradas vigilantes para construir su autonomía y su independencia. Se reconoce que deben tener derecho a jugar, experimentar, tomar riesgos para poder elaborar argumentos e incluso para aprender a resolver conflictos.87 Mehta Vikas ha explorado cómo las calles han sido espacios para congregar, encontrarse, expresarse, disfrutar la pertenencia a una comunidad; cómo establecen plataformas para comportamientos y experiencias, aunque no todas sean íntimas, intensas o excepcionales, pero sí significativas para construirnos como seres sociales.88 Las calles como espacios públicos, agrega este autor, ofrecen múltiples lecciones para los niños, por ejemplo sobre los usos del espacio y la observación del ambiente, la gente y sus actividades. Las experiencias en el espacio público son una valiosa fuente de educación ya que muestran que hay un mundo más allá de la casa; contribuyen a desarrollar habilidades físicas y psicológicas, un conocimiento del mundo, habilidades especiales y de orientación, conocimiento de materiales; enseñan a aceptar y ser aceptados, responsabilidad y cuidado, compasión, empatía, oportunidades de exploración y juego, habilidades motrices, confianza, autonomía; proveen experiencias y muestran incluso cómo son usados los objetos.89 Con todo esto en mente, podemos tener una idea más amplia de lo que implica una historia de exclusión del uso autónomo de la calle por niños y niñas, es decir, la posibilidad de ocupar y transitar por el espacio público sin depender del cuidado y la vigilancia de los adultos.
Se suele reconocer al siglo XX como el siglo de los niños, por el lugar central que cobraron en la vida familiar y la gran cantidad de políticas que se emprendieron para la protección de la infancia. El número de menores de 19 años estuvo la mayor parte del siglo cerca de ser la mitad de la población mexicana (figura 1). Una vez que finalizó la etapa armada de la Revolución, el incremento de este sector poblacional se aceleró, debido al crecimiento macroeconómico que el país logró durante el llamado “milagro mexicano”, hasta que las campañas contra la explosión demográfica, a mediados de los años setenta, en las que se insistía en que “la familia pequeña vive mejor” y “vámonos haciendo menos”, lograron una reducción en la tasa de fecundidad de siete a dos hijos por mujer.90
Las iniciativas en favor de la infancia se multiplicarían a partir de la Constitución de 1917 y sus normativas en torno a la educación pública y el trabajo infantil. Ese mismo año, la Ley de Relaciones Familiares marcó la pauta jurídica en varios aspectos de la vida cotidiana de las familias mexicanas. La creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921 signó las extensas y heterogéneas medidas que se implementaron a lo largo y ancho del país: escuelas, bibliotecas, misiones culturales, casas para estudiantes indígenas, campañas de alfabetización, proyectos de teatro guiñol y proyecciones de cine, entre muchas otras. Durante los años veinte también comenzaron a instalarse tribunales para menores de edad, para separarlos de los adultos en el sistema penitenciario, al tiempo que los especialistas en infancia —docentes, médicos, psicólogos y abogados—concurrían en los Congresos Panamericanos o Mexicanos del Niño, para discutir y tomar decisiones sobre los principales problemas que afectaban a la niñez mexicana.
FIGURA 1. Participación de los menores de 19 años en la población. Elaboración propia con base en los censos nacionales de población 1910-2020, INEGI.
En el México posrevolucionario, la alta mortalidad infantil y la carencia de un sistema de salud público hicieron de la higiene y la alimentación dos de los grandes retos nacionales. Para resolverlos se crearon los primeros centros de higiene infantil y en 1924 se inauguró la Junta Federal de Protección a la Infancia, presidida por el entonces secretario de Educación, José Manuel Puig Casauranc, y poco después el Departamento de Psicopedagogía e Higiene Infantil. Para entonces en México se llevaba a cabo una movilización importante en torno a la protección de la infancia, alimentada por la estabilidad política, el crecimiento económico y la inversión estatal.91 El desarrollo de la pediatría llevó a la fundación en 1930 de la Sociedad Mexicana de Pediatría, a la que se sumaría la Sociedad Mexicana de Puericultura, coetánea de la Sociedad Educadora de la Casa del Niño, la Sociedad Mexicana de Eugenesia y el Pabellón Infantil en el manicomio de La Castañeda, creado en 1932 para reconocer y cuidar la especificidad infantil en el tratamiento de las afecciones mentales. Hubo decenas de iniciativas en favor del mejoramiento de la infancia. Los centros de higiene se fusionaron con la Secretaría de Salubridad, que divulgaba programas como la Gota de Leche para abastecer de ese alimento y de atole a la población infantil. Durante el cardenismo se crearon programas de desayunos infantiles en jardines de niños en el Distrito Federal, que incluían una pieza de pan, un vaso de leche y fruta. En 1944 se creó la Asociación Nacional de Lucha contra la Desnutrición Infantil. Fueron esos mismos años los que vieron edificarse los cimientos de la institucionalización de los servicios de salud en México con proyectos como el Hospital Infantil de México y el IMSS.
El maternalismo hizo que las mujeres tomaran en sus manos varias iniciativas de organización para la protección de la niñez. En 1929 se creó la Asociación Nacional de Protección a la Infancia, con oficinas en el castillo de Chapultepec y cuya directora era Carmen García de Portes Gil, la esposa del presidente. A pesar del ensanchamiento de la red de instituciones para la atención infantil y de la creación de organismos gubernamentales como la Secretaría de Asistencia Pública, para mediados de los años cuarenta algunos grupos de mujeres menos vinculadas a las élites del poder denunciaban las terribles condiciones de pobreza en las que se encontraban los niños en los barrios pobres de México; 60 por ciento de los niños del barrio de Atlampa en la ciudad de México, por ejemplo, no asistía a la escuela; se calculaba que 80 por ciento de los niños en todo el país se encontraba en “completo abandono, con una mortalidad altísima”.92
Hubo también varios proyectos para intentar resolver las paupérrimas condiciones de vida de miles de niños en el país y se propusieron cruzadas de protección para madres y niños, desayunos escolares, dispensarios, fondos de seguridad y la exigencia a los jueces de hacer cumplir a los padres con sus deberes.93 “Es inconcebible —decía la primera mujer magistrada del Poder Judicial, María Lavalle Urbina, a finales de los años cuarenta— la forma en que se trata a los niños en México.” Esta abogada propuso un Código del Niño para proteger a los menores de edad desde la etapa prenatal, excluirlos del Código Penal, constituir un patronato que obtuviera fondos de la iniciativa privada, crear tribunales para menores infractores en todos los estados y hacer campañas de alimentación y contra el analfabetismo o el alcoholismo, establecer un seguro social y otorgar becas para obreros.94 Durante el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952) surgió el Instituto de Bienestar de la Infancia y la Oficina Nacional del Niño.
De forma paulatina, la iniciativa privada secundó algunos de los grandes proyectos estatales; la filantrópica Fundación Rockefeller, por ejemplo, apoyó a la Asociación Pro-Nutrición Infantil además de financiar numerosas campañas de educación para la salud infantil, en asociación con Walt Disney;95 el millonario Henry Ford extendió cheques a los establecimientos asistenciales, como el Hospital del Niño;96 lo mismo hizo la famosa soprano estadounidense Lily Pons.97
Luego del Congreso Nacional de Protección a la Infancia de 1952 se elaboró un Anteproyecto del Código de Atención a la Infancia y se inauguró la Oficina Nacional del Niño, para atender la salud y la asistencia materno-infantil. En 1961 se creó el Instituto Nacional de Protección a la Infancia (INPI), dirigido por la esposa del presidente Adolfo López Mateos, que organizaba desayunos escolares. En 1963, entró en vigor el Código de Protección a la Infancia. En 1974, el INPI se transformó en el Instituto Mexicano para la Infancia y la Familia, que tres años después se transformaría en el Sistema Nacional para el Desarrollo de la Familia.
En el primer capítulo de esta obra estudio el arranque, entre 1900 y 1920, de la preocupación por los secuestros infantiles, que a principios de siglo eran esporádicos y poco frecuentes, pero que evidenciaron el uso de niños para el trabajo forzado, especialmente en las haciendas henequeneras de Yucatán y Valle Nacional en Oaxaca. Mientras la prensa denunciaba tibiamente estos hechos, construía un estereotipo clasista del robachicos como hombre pobre, andrajoso y con un costal, y abría espacio a la expresión de construcciones racistas que se enfocaban en los peligros que suponía la población negra para la infancia.
En el segundo capítulo delineo una historia de los usos y la trata de niños, niñas y adolescentes entre 1920 y 1960, a partir de decenas de expedientes judiciales de casos de la ciudad de México, que revelan que las principales causas de secuestro infantil fueron el abuso sexual y la prostitución de niñas y adolescentes pobres. Algunos eran secuestrados para pedir limosna o para explotación laboral, otros para cumplir deseos de maternidad, varios para obtener rescates monetarios por medio de extorsiones. Es llamativa la tolerancia del abuso sexual de niñas y niños pobres; se transita por los usos y los abusos de los cuerpos infantiles sin que se ofrezca consuelo, sin que se lamente el dolor experimentado; afecta más la vulneración al honor familiar que a los cuerpos infantiles.
El capítulo tercero trata del secuestro de Fernando Bohigas, que detonó narrativas muy potentes en torno a la infancia y los peligros urbanos que la acechaban. Este caso paradigmático es una ventana que permite observar las reacciones hacia un ataque que se consideró dirigido a las clases medias, a las que se imaginaba como la fortaleza del México contemporáneo. El caso fue un parteaguas no sólo porque llevó a la primera reforma al Código Penal, sino porque inauguró un clima de ansiedad respecto a la ocupación de los niños de los espacios públicos y evidenció las ansiedades culturales respecto a la maternidad.
En el capítulo cuarto estudio el secuestro de la pequeña hija de una de las familias más acaudaladas del México de los años cincuenta, la familia Granat. Éste muestra la infancia como algo valioso en el mundo de los corruptos negocios durante el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952). Si en el caso Bohigas la policía apareció como una corporación comprometida, dedicada y diligente, en el caso Granat los expedientes la muestran obrando en beneficio de los responsables del secuestro, gente ligada al poderoso negocio de los cines en México. La atención mediática que recibieron los casos Bohigas y Granat fue excepcional: ningún otro caso entre 1900 y 1960 logró tanta repercusión, aun cuando durante esos años las redacciones de periódicos, las estaciones de radio y las oficinas de policía y del Ministerio Público recibieron decenas de denuncias de niños y niñas secuestrados o extraviados. Los secuestros de esos dos niños blancos, capitalinos, de clase media y alta, fueron los principales nutrientes del clima de pánico moral generado por los medios de comunicación alrededor de los robachicos en México.
En el último capítulo analizo cómo los medios cubrieron el tema de los robachicos, retomando los estereotipos construidos por la prensa policial y masificándolos por medio del melodrama y el humor, géneros que se utilizaron para dar salida y elaborar las ansiedades sociales respecto de la infancia. Los medios de comunicación observaron y expusieron el secuestro infantil, crearon y atizaron miedos entre la población, y contribuyeron a crear un clima de ansiedad en torno a la seguridad de los niños, al sugerir que la mejor solución era limitar la autonomía y la circulación infantil en la ciudad. En contraste, evadieron el tema del abuso sexual y la comercialización sexual de niñas y adolescentes, que si bien era un tema explotado por la nota roja en los periódicos, fue tabú en películas, cómics o fotonovelas.