Harden - Diana Palmer - E-Book
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Harden E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Unos texanos altos y guapos... Eran duros y fuertes... y los hombres más guapos y dulces de Texas. Diana Palmer nos presenta a estos cowboys de leyenda que cautivarán tu corazón. Harden Tremayne y Miranda Warren se sintieron atraídos nada más conocerse, pero ambos lucharon contra sus sentimientos. Ella había perdido a su marido y al hijo que esperaban en un accidente de tráfico, y todavía no había superado la tragedia. Él odiaba a las mujeres. Jamás podría perdonarle a su madre que fuera hijo ilegítimo ni tampoco que lo obligara a romper con un amor de juventud; porque esa era la razón por la que su joven novia se había suicidado. La batalla iba a ser dura. Pero solo dando una oportunidad al amor, podrían ser felices estos dos corazones solitarios.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1991 Diana Palmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Harden, n.º 1430 - septiembre 2014

Título original: Harden

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4640-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

EL bar del hotel no estaba lleno, pero Harden habría deseado que lo estuviera para no destacar tanto. A pesar de que llevaba un caro traje gris de ejecutivo, era el único cliente con botas y sombrero vaquero.

Se iba a celebrar un congreso de ganaderos en aquel céntrico hotel de Chicago y, antes de que pudiera negarse, su hermano Evan lo había propuesto para dar una charla sobre los nuevos métodos del cruce de razas. De sus tres hermanos era con el que mejor se llevaba, probablemente porque, con sus bromas y su carácter desenfadado, siempre que estaba equivocado o lo cegaba su cabezonería, sabía hacérselo ver sin resultar entrometido y sin molestarlo.

Harden tomó un sorbo de su whisky, sintiéndose alienado. Desde su niñez jamás había llegado a encajar en ninguna parte y, estando ya en la treintena, hasta sus dos cuñadas, que ya estaban acostumbradas a sus modos, parecían todavía algo temerosas de él por la aspereza con que trataba a todo el mundo. No podía evitarlo. Se sentía insatisfecho con su vida y consigo mismo, incompleto, como si le faltara algo. Había bajado al bar con la esperanza de ahogar con un par de tragos el vacío que lo inundaba, pero el estar rodeado de gente charlando y riendo solo estaba logrando deprimirlo aún más.

Sus ojos azules se fijaron en una mujer de unos cuarenta años que estaba flirteando con un hombre que se había sentado a su lado en la barra. La misma historia de siempre, se dijo Harden: una mujer desencantada de su matrimonio, un atractivo extraño... Su propia madre no había sido una excepción. De hecho, él era el resultado de una aventura extramatrimonial, un paria dentro de la familia.

Todo el mundo en Jacobsville sabía que Harden era hijo ilegítimo y, aunque ya no era algo que lo mortificara tanto como durante su niñez y adolescencia, el odio que sentía hacia su madre y el sexo femenino en general, no había disminuido.

Había además otra razón por la que no podía perdonar a la mujer que le diera la vida, pero pensar en ello era tan doloroso que apartó al instante el pensamiento de su mente. A pesar de los años que hacía de aquello, el recuerdo seguía pinchando su conciencia como la punta de un afilado cuchillo. Por eso no se había casado, y probablemente nunca lo haría.

Dos de sus hermanos estaban casados: Donald, el más joven de los Tremayne, que había sucumbido hacía años, y Connal, que lo había hecho el año anterior. Evan y él eran los únicos que seguían solteros, y no porque Theodora, su madre, no se afanara en hacer de casamentera. A Evan tal vez le pareciera gracioso, pero a él no se lo parecía en absoluto. No solo hacía mucho que había dejado de interesarse por las mujeres, sino que incluso había estado considerando hacerse sacerdote, aunque finalmente hasta eso había acabado perdiendo sentido para él. Además, tras la muerte de su padrastro, la responsabilidad del rancho había recaído en sus hermanos y en él, y él no era la clase de hombre que rehuía las responsabilidades.

De pronto, una risa argentina, como de cascabeles, atrajo su atención. Giró el rostro hacia la puerta y la vio. Ni siquiera su hostilidad hacia todo lo que llevara faldas logró hacer que despegara los ojos de ella. Era preciosa, la criatura más hermosa que había visto en toda su vida. El cabello, negro y ondulado, le caía en cascada sobre la espalda, y su figura era realmente exquisita, desde los elevados senos hasta la cintura de avispa que abrazaba el vestido plateado que llevaba. Las piernas, envueltas en unas medias de seda, eran tan perfectas como el resto de ella.

Y entonces, como si hubiera sentido que la estaban observando, la joven volvió la cabeza hacia él, y Harden pudo verle los ojos: grises, casi plateados, como su vestido de noche, y terriblemente tristes, a pesar de la sonrisa en sus labios.

Parecía que lo encontraba tan fascinante como él a ella, porque siguió mirándolo un buen rato con aire ausente antes de darse cuenta y apartar el rostro.

La joven y su acompañante se sentaron en una mesa cerca de la suya. Ella debía haber bebido ya alguna copa de más, porque parecía demasiado animada.

—Dios, Sam —le dijo al tipo que iba con ella, mientras el camarero que les había llevado las bebidas se retiraba—, nunca imaginé que el alcohol supiera tan bien... Tim nunca me dejó beber.

—Tienes que tratar de dejar de pensar en él —le contestó él con firmeza—. Anda, toma unos cacahuetes.

—No soy un elefante —se quejó ella, dejando escapar una risita ebria y tirándole uno a la cara.

—¿Quieres parar? No debería haberte dejado pedir ese martini.

—Eres un aguafiestas, ¿sabes? —farfulló ella frunciendo las cejas y haciendo un mohín infantil con los labios.

—¿Y tú no sabes que...? —de repente se oyó un pitido intermitente, y el hombre sacó un busca de su bolsillo—. ¡Vaya por Dios! —masculló apagándolo—. Voy a telefonear un momento, pero volveré enseguida, Mindy.

Harden rodeó su vaso con ambas manos y observó a la joven, de espaldas a él, preguntándose de qué nombre sería Mindy el diminutivo. Ella se giró un poco en su asiento para mirar a su acompañante, que estaba en el otro extremo de la sala, hablando por el teléfono público colgado de la pared. La sonrisa se había borrado del rostro de la chica, siendo reemplazada por una expresión sombría, casi de desesperación.

El hombre colgó y regresó a la mesa, consultando su reloj de pulsera mientras se detenía a su lado.

—Diablos —farfulló—. Escucha, Mindy, tengo que irme corriendo al hospital. Hay una emergencia. Vamos, te llevaré a casa antes.

—No hace falta, Sam —repuso ella—, puedo tomar un taxi.

—No creo que sea muy recomendable que una chica sola y medio bebida tome un taxi a estas horas.

—Pues llamaré a Joan y le pediré que venga a recogerme. Además no te pilla de paso, y tendrías que desviarte mucho. Anda, márchate.

—¿Seguro que no te importa? —inquirió él inseguro.

—Por supuesto que no. Vete ya, vamos.

Su acompañante frunció los labios, pero finalmente claudicó.

—De acuerdo. Te llamaré luego.

Se agachó y la besó, pero no en los labios, como Harden había esperado, sino en la mejilla.

La joven lo observó mientras se alejaba, y luego se volvió hacia Harden y, sin esperar una invitación, se levantó y fue a sentarse en su mesa con una sonrisa seductora.

—Me he fijado en que lleva mucho rato mirándome —le dijo mirándolo a los ojos.

—No creo que sea el primer hombre que lo hace —contestó él en un tono que no desvelaba ninguna emoción—. Es usted muy hermosa.

La joven enarcó las cejas, claramente sorprendida.

—Y usted muy atrevido.

—Directo —matizó él con cinismo, levantando su vaso en un brindis antes de apurar su contenido—. Nunca me ando por las ramas.

—Yo tampoco —contestó ella—. ¿Me desea?

Harden ladeó la cabeza. No le sorprendía esa actitud en una mujer, pero en aquel caso se sintió extrañamente decepcionado.

—¿Perdón?

—¿Quiere acostarse conmigo?

Harden la miró fijamente antes de contestar con aspereza:

—La verdad es que no, pero gracias por la oferta.

—No estaba haciéndole ninguna oferta —replicó ella en un tono igualmente cortante—. Iba a decirle que no soy esa clase de mujer —masculló, levantando la mano izquierda para enseñarle su alianza matrimonial.

Harden volvió a sentirse decepcionado... e increíblemente estúpido. Estaba casada. ¿Qué había esperado? Lo raro hubiera sido que una mujer tan hermosa no hubiera estado casada. Sin embargo, aquel tipo que había estado con ella no tenía pinta de ser su marido. Casada y saliendo con otro hombre... Entornó los ojos azules, observándola con desprecio.

—Ya veo —murmuró al cabo.

La joven advirtió el desdén en su mirada y se sintió dolida.

—¿Está usted casado? —inquirió.

—Ninguna mujer ha tenido el valor necesario —contestó Harden con una fría sonrisa—. Les ataco los nervios, o eso dicen todas.

—¿Es un donjuán?

Harden se inclinó hacia delante.

—No, soy un misógino. Detesto a las mujeres —explicó entre dientes.

El tono en que lo había dicho hizo que a la joven se le erizara el vello de los brazos.

—Oh —musitó por toda respuesta.

—¿No le importa a su marido que salga con otros hombres? —inquirió él con sarcasmo.

—Mi esposo... está muerto —balbució ella con voz temblorosa, bajando la vista a su copa. Harden la miró, espantado por su imperdonable metedura de pata, y vio que sus ojos grises se estaban llenando de lágrimas—. Ya hace casi tres semanas —gimió mordiéndose el labio inferior. Su rostro se contrajo de pronto—, pero sigo sin poder soportarlo... —las primeras lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, pero antes de que él pudiera decir nada, se levantó y salió corriendo del bar, olvidando su bolso de mano tras de sí.

Harden se había quedado de piedra, y sentía deseos de abofetearse. En cuanto fue capaz de reaccionar se puso de pie y, agarrando el bolsito de la joven, pagó su bebida y salió en su busca.

No le llevó mucho encontrarla. A pocos metros del hotel había un puente sobre el río Chicago, y allí estaba, agarrada a la barandilla, la espalda rígida, mirando hacia abajo.

Harden corrió hacia ella.

—¡Oh, cielos, no! ¡No se le ocurra saltar! —la interpeló, agarrándola por el brazo y alejándola de la barandilla—. ¡Cálmese, por amor de Dios! ¡No haga una tontería! —casi le gritó, sacudiéndola por los hombros.

Solo entonces pareció ella darse cuenta de dónde estaba. Giró el rostro hacia las oscuras aguas del río y se estremeció.

—Yo... no pretendía tirarme —murmuró confusa—. No creo que hubiera podido hacerlo —balbució—. Es solo que... es tan duro... es tan duro seguir adelante... No tengo apetito, no puedo dormir...

—Pero el suicidio no es la respuesta —insistió él mirándola fijamente.

Los ojos enrojecidos de la joven se alzaron hacia los suyos.

—Las cosas casi nunca son perfectas —prosiguió Harden al ver que estaba escuchándolo—. Esta noche, este minuto... es todo lo que tenemos. No importa el ayer, ni el mañana. Lo único que cuenta es el presente.

Ella se secó los ojos con el dorso de la mano y bajó la cabeza.

—Mi presente no es demasiado feliz.

—Tiene que ir paso a paso, adelantando un pie antes que el otro, vivir de un instante al siguiente. Lo conseguirá, estoy seguro.

—Perder a Tim, mi marido, ya fue bastante terrible —murmuró ella tratando de explicarle—, pero perder también a mi bebé fue peor aún —añadió con voz temblorosa—. Estaba embarazada cuando tuvimos el accidente, y yo iba... yo iba al volante —alzó el rostro, pálido como una sábana, hacia él—. La carretera estaba muy resbalosa, y perdí el control sobre el vehículo. ¡Lo maté! ¡Maté a mi bebé y maté a Tim...!

Harden la tomó de nuevo por los delgados hombros y le dijo con tono quedo.

—No es cierto. Dios decidió que les había llegado el momento de morir —replicó, intentando consolarla.

—¡No hay ningún Dios! —gimió ella, apartándose y sacudiendo la cabeza.

—Sí que lo hay —le susurró él, poniéndole una mano en el hueco de la espalda—. Él le dará fuerzas para seguir viviendo. Vamos, la llevaré a su casa.

Ella se revolvió inesperadamente, mirándolo con un ruego desesperado en el rostro.

—¡No! ¡No quiero ir allí, no puedo! Allí estoy a solas con mis recuerdos, y me atormentan...

Harden la observó unos instantes en silencio, pensando.

—Si quiere, puede quedarse conmigo esta noche —le ofreció finalmente—. Me hospedo en el hotel del que acabamos de salir, y en mi suite hay una cama de sobra.

No podía creer lo que estaba diciendo. Él, que odiaba a las mujeres... Sin embargo, aquella joven parecía tan frágil, tan indefensa... Además, no estaba sobria, y podía cometer alguna insensatez como casi acababa de hacer. Si la abandonara a su suerte y le ocurriera algo, pesaría sobre su conciencia el resto de su vida.

Ella se había quedado mirándolo asombrada.

—Pero yo... no me conoce de nada —balbució.

Si ese era el problema...

—Me llamo Harden Tremayne —contestó tendiéndole la mano.

La joven dudó un momento antes de estrechársela tímidamente.

—Miranda Warren —murmuró.

—Bueno, ya no somos extraños, Miranda. Vamos, marchémonos de aquí.

Mientras caminaban de vuelta al hotel, la joven se fijó en que las ropas que llevaba parecían bastante caras, y se paró en seco. Él se detuvo también, mirándola contrariado.

—¿Qué ocurre?

—Es verdad, debería irme a casa —dijo ella, sorprendiéndolo.

—¿Por qué?

—Pues porque... porque parece usted una persona acomodada, y yo no soy exactamente rica, y no quiero que piense que he hecho todo esto deliberadamente para tratar de seducirlo.

Harden enarcó las cejas.

—Ese pensamiento ni se me había pasado por la cabeza —contestó—, y por favor, deja de hablarme de usted —le dijo esbozando una leve sonrisa—. Además, no podré dormir tranquilo sin estar seguro de que no vayas a intentar tirarte de algún otro puente esta noche. Vamos, Miranda, no pienso que seas una ladrona, ni una cazafortunas.

Ella lo miró indecisa.

—¿Seguro que no seré un estorbo?

—Por supuesto que no —contestó él meneando la cabeza.

Siguieron caminando, y al llegar al hotel, Miranda lo siguió hasta el ascensor. Se bajaron en el ático y se dirigieron a una de las suites de lujo. Harden abrió la puerta y la dejó pasar.

La suite tenía una sala de estar enorme con dos habitaciones a los lados. Había sido Evan quien la había reservado, porque iba a haber acompañado a Harden al congreso, pero en el último minuto había surgido un contratiempo en el rancho, y había tenido que quedarse para solucionarlo.

Miranda estaba empezando a sentirse algo nerviosa. La verdad era que no sabía nada de aquel hombre, y ella misma no tenía demasiado control sobre sí misma, habiendo bebido de más, pero había algo en su mirada que la tranquilizó. Irradiaba fuerza interior y confianza en sí mismo, y eso era lo que necesitaba ella aquella noche: alguien en quien apoyarse, alguien que cuidara de ella.

Tim se había comportado siempre más como un adolescente inmaduro y egoísta que como un marido, esperando siempre de ella que se encargara de todo: las facturas, las reparaciones, las compras, la limpieza de la casa... Tim trabajaba como redactor en un periódico local, y ella como secretaria en un bufete, pero cuando él regresaba al hogar contaba con tener la comida en la mesa, con que no lo molestara mientras veía la televisión, y con que hicieran el amor cuando se le antojara. Para ella el sexo con él no había sido algo placentero, sino una obligación desagradable que cumplía con la misma resignación que cualquiera de sus otras tareas. Y entonces ocurrió: se quedó embarazada. Tim se puso furioso, y cuando empezó a hincharse le decía que cada día la encontraba más repulsiva. Al menos aquello había sido una mejora, porque ya no le impuso más que hicieran el amor, pero después... después había perdido al bebé. La joven se llevó la mano al vientre sin darse cuenta, y su rostro se contrajo de dolor.

—Miranda, deja de mortificarte —le dijo Harden de repente, sorprendiéndola—. Eso no hará que cambien las cosas —añadió arrojando la llave de la habitación sobre una mesita y ofreciéndole asiento en uno de los sillones—. Voy a pedir que nos traigan café.

Tomó el teléfono, y momentos después una camarera les dejaba una bandeja con un elegante servicio de café y unos emparedados. Cuando se hubo marchado, apenas se había sentado Harden, cuando Miranda se levantó apresuradamente para tomar la cafetera.

—No hace falta que lo sirvas tú —le dijo Harden frunciendo el entrecejo, y deteniéndola con un gesto de la mano—. Ya lo hago yo. Eres mi invitada.

La joven se sentó de nuevo, algo azorada.

—Lo siento. Tim siempre esperaba que yo le sirviera.

Harden la miró un instante. Estuvo a punto de responderle que su Tim no parecía que hubiera sido un tipo muy caballeroso, pero no quería incomodarla más.

—¿Cómo lo tomas? ¿Solo... con leche?

—Solo, gracias —murmuró ella.

Miranda no había estado nunca en una habitación tan lujosa como aquella. Los amplios ventanales se asomaban a los modernos edificios iluminados de la ciudad. Era una vista magnífica, y repentinamente sintió deseos de salir a la terraza a tomar un poco de aire fresco. Se puso de pie y se dirigió a la puerta, pero antes de que pudiera abrirla, Harden se había levantado e iba hacia ella a grandes zancadas.

—¡Por amor de Dios, otra vez no! —exclamó con voz enfadada. Le rodeó la cintura con un brazo, y sin ningún esfuerzo la levantó, llevándola de vuelta a su sillón—. Quédate ahí quietecita. No voy a consentir más episodios suicidas por esta noche, ¿entendido?

Miranda asintió, tragando saliva. Era muy alto, e intimidaba bastante. Aunque Tim podía ser caprichoso e infantil, siempre había logrado controlarlo cuando estaba de mal humor, pero no le parecía que aquel hombre fuera controlable en absoluto.

—No iba a saltar —protestó—. Solo quería tomar un poco el aire y admirar la vista.

Harden la cortó tendiéndole la taza de café.

—Ten. No creo que te deje totalmente sobria, pero al menos te animará un poco.

La joven tomó la taza y la levantó del platillo, pero el pulso le temblaba un poco.

—Ten cuidado —murmuró Harden—, no vayas a manchar ese bonito vestido.

—En realidad es bastante viejo —contestó ella con una sonrisa triste—. Hasta ahora siempre había tenido que preocuparme porque la ropa me durara bastante tiempo. Tim se puso furioso cuando me lo compré, pero es que quería tener al menos un vestido bonito para las ocasiones especiales.

Harden encendió un cigarrillo para controlar la irritación que se estaba apoderando de él, cuando se dio cuenta de que debería haberle pedido permiso a ella antes. Había sido una descortesía.

—Perdona. ¿Te molesta que fume?

—No, no —le aseguró ella meneando la cabeza—. De hecho, cuando nos casamos yo fumaba... Soy secretaria y, bueno, ya sabes como es eso: todo el mundo fuma en la oficina, y con el estrés yo acabé fumando también, pero Tim me obligó a dejarlo porque decía que era algo poco femenino.

Harden estaba empezando a formarse una imagen de su difunto marido que no le gustaba nada. Estaba claro que aquel tipo había sido un déspota con ella. Dio una calada a su cigarrillo y soltó una bocanada de humo.

—¿Para qué clase de empresa trabajas? —inquirió.

—Para un bufete de abogados —respondió ella—. Es un buen empleo. Además recientemente me han ascendido —dijo orgullosa—. Ahora soy ayudante personal de uno de los letrados. Es estupendo, porque ya no me limito solo a mecanografiar cartas, archivar, y cosas así, sino que también le ayudo a reunir información para los casos, y así no tengo que estar todo el día encerrada en la oficina.

Harden no pudo evitar ser curioso.

—Y ese hombre que estaba contigo en el bar esta noche...

Miranda se rio ante la implicación por su tono de voz.

—No es lo que estás pensando. Ese hombre era Sam, mi hermano.

Harden enarcó las cejas.

—¿Tu hermano te lleva por ahí de bares?

La joven frunció los labios divertida.

—Para tu información, es médico, cirujano, y apenas bebe. Joan, su esposa, y él me han dejado que me quede con ellos desde... desde el accidente. Pero esta noche le dije a Sam que no quería importunarles más, que iba a ir a casa. En realidad venía de una fiesta de la oficina. Yo no tenía ánimos para ir, pero al final Marge, una compañera, acabó arrastrándome. Me dijo que unos tragos me harían bien, pero es la primera vez que bebía, y con solo dos o tres ya esta demasiado «bien», así que Marge llamó a Sam para que fuera a recogerme. Mi hermano quería llevarme directamente a casa, pero a mí me entró una pataleta con que quería entrar en el bar del hotel para tomar una última copa, y accedió para que yo no montara una escena. El pobre... —murmuró sonriendo—. En el fondo es un pedazo de pan. Cuando se casaron, nuestros padres ya eran bastante mayores. Mi padre murió cuando Sam estaba todavía en la facultad de Medicina, y mi madre un año después. Sam es diez años mayor que yo, así que prácticamente puede decirse que me crió. De hecho, cuando se casó, me fui a vivir con Joan y con él.

—¿Y a su esposa no le importó?

—Oh, no —contestó ella, recordando la amabilidad de Joan y sus instintos maternales—. No pueden tener hijos, y Joan siempre dice que para ella he sido más como una hija que como una cuñada. Ha sido muy buena conmigo.

Harden no podía imaginar que alguien no pudiera ser bueno con ella. No se parecía en nada a las mujeres que había conocido hasta entonces. Miranda, a diferencia de ellas, parecía tener corazón. Además, a pesar de haber estado casada, había en ella una cierta inocencia que lo desconcertaba.

—¿Has dicho antes que tu marido era redactor? —inquirió tomando un emparedado.

Ella asintió con la cabeza.

—Escribía una columna en la sección de deportes, casi siempre sobre rugby —explicó—. ¿A qué te dedicas tú, Harden?

—A la compraventa y cría de ganado —contestó él—. Mi familia posee un rancho en Jacobsville, Texas, y mis hermanos y yo nos encargamos de sacarlo adelante.

—¿Cuántos hermanos tienes?

—Tres —respondió él brevemente. La pregunta lo incomodaba, porque realmente no eran sus hermanos, sino sus hermanastros, pero no quería entrar en detalles personales. Alzó la muñeca y miró su reloj de pulsera—. Es casi medianoche. Creo que haríamos bien en irnos a descansar. Ha sido un día difícil para los dos. Puedes acostarte en esa habitación —le dijo señalando la de la derecha—. La puerta tiene pestillo, por si así te sientes más segura.

La joven meneó la cabeza suavemente.

—No tengo miedo de ti, Harden —respondió—. Has sido muy amable conmigo, y espero que algún día, si lo necesitas, halla una persona que también lo sea contigo.

Él entornó los ojos, preocupado por hasta qué punto le afectaba la dulzura de la joven.

—Esperemos que no sea necesario —dijo—. Vete a la cama, Cenicienta.

—Buenas noches —musitó ella poniéndose de pie.

Harden respondió con un breve asentimiento de cabeza mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero.

—Oh, por cierto —dijo cuando ella se estaba dando la vuelta. Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y le arrojó su pequeño bolsito de mano—, te dejaste esto en el bar.

La joven atrapó el objeto y lo miró sorprendida: ¡lo había olvidado por completo! Aquella era una prueba más de la honestidad de aquel hombre.

—Gracias —murmuró con una sonrisa.

—De nada. Buenas noches.

La joven entró en la habitación de la derecha, y cerró despacio la puerta tras de sí. No tenía nada que ponerse para dormir, así que se quitó el vestido y se acostó en combinación. Estaba muerta de cansancio.

Solo cuando el sueño estaba haciendo presa de ella recordó que no había telefoneado a Joan ni a Sam para decirles donde estaba, pero su hermano no volvería a casa hasta la mañana siguiente, y Joan pensaba que ella se iba a su propia casa a dormir, así que no la echarían de menos. Llamaría en cuanto se levantase, se prometió. Cerró los ojos y se dejó arrastrar en brazos de Morfeo, durmiendo por primera vez sin una sola pesadilla desde el día del accidente.