Hasta que el amor nos separe - C. K. McDonnell - E-Book

Hasta que el amor nos separe E-Book

C. K. McDonnell

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Beschreibung

Los matrimonios siempre son complicados, especialmente si uno de los dos está muerto El irascible editor del peculiar periódico La Gaceta del Misterio, Vincent Banecroft, nunca ha aceptado que su esposa esté muerta, a pesar de las múltiples pruebas de su defunción. Ahora, contra todo pronóstico, parece que tenía razón. ¿Hasta dónde estará dispuesto a llegar para recuperar a su esposa? Con Banecroft distraído, su ayudante, Hannah Willis, decide apuntarse a un lujoso retiro dirigido por una secta de famosos y, por si fuera poco, justo entonces desaparece uno de los antiguos columnistas del periódico, cosa que resulta impresionante porque se trata de un columnista que nunca existió. Pero en La Gaceta del Misterio estas cosas son el pan nuestro de cada día, junto con estatuas flotantes, fantasmas cabreados, querubines asesinos y las extrañas conspiraciones que siempre rodean a sus periodistas.

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Seitenzahl: 573

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Hasta que el amor nos separe

C. K. McDonnell

La Gaceta del Misterio 3
Traducción de Marina Rodil

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Fantasma cancelado
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
En un visto y no visto
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
E. T. llama a casas
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
La judía más rápida del mundo
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Stephen King… ¿un plagiador?
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
El derecho de las armas
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Comic-Con de fantasmas
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Encuentros a alta velocidad en la tercera fase
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Epílogo 1
Epílogo 2
Contenido extra
Agradecimientos
La lluvia
Notas
Sobre el autor

Página de créditos

Hasta que el amor nos separe

V.1: febrero de 2025

Título original: Love Will Tear Us Apart

© McFori Ink Ltd, 2023

© de la traducción, Marina Rodil, 2025

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025

Todos los derechos reservados.

Este libro se ha publicado mediante un acuerdo con Johnson & Alcock Ltd.

Diseño de cubierta adaptado a partir de imágenes de © Getty Images y Shutterstock. Basado en el diseño original de Transworld.

Imágenes de cubierta: Freepik - studiogstock, D-Vectors, sumonsohel86, psvectors, freepik, riswanratta, natalimiasnikova, kjpargeter, callmetak, cpvcreations, marbledesign, fkdesign822, MOSTAFAKAMAL, prettyvectors, seniwent_artwork, Brother studio

Corrección: Jasone Argintzona, Víctor Peche

Publicado por Wonderbooks

C/ Roger de Flor, 49, escalera B, entresuelo, oficina 10

08013, Barcelona

[email protected]

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-10425-09-5

THEMA: FMX

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Hasta que el amor nos separe

Los matrimonios siempre son complicados, especialmente si uno de los dos está muerto

El irascible editor del peculiar periódico La Gaceta del Misterio, Vincent Banecroft, nunca ha aceptado que su esposa esté muerta, a pesar de las múltiples pruebas de su defunción. Ahora, contra todo pronóstico, parece que tenía razón. ¿Hasta dónde estará dispuesto a llegar para recuperar a su esposa?

Con Banecroft distraído, su ayudante, Hannah Willis, decide apuntarse a un lujoso retiro dirigido por una secta de famosos y, por si fuera poco, justo entonces desaparece uno de los antiguos columnistas del periódico, cosa que resulta impresionante porque se trata de un columnista que nunca existió. Pero en La Gaceta del Misterio estas cosas son el pan nuestro de cada día, junto con estatuas flotantes, fantasmas cabreados, querubines asesinos y las extrañas conspiraciones que siempre rodean a sus periodistas.

Best seller del New York Times, no te pierdas la serie adictiva que ya ha enganchado a miles de lectores

«Una novela alegre y desternillante.»

The Herald

«Un no parar de bromas ingeniosas.»

The Times

«Lleno de comedia negra que hará que te rías por lo bajo […], siempre es agradable ponerse al día con la pandilla en Mánchester, verlos hacer nuevas travesuras y enfrentarse a cosas sobrenaturales.»

Nerd Daily

«Reseña en una palabra: ¡Léelo! Reseña en tres palabras: ¿a qué esperas? […]. Mi favorito de la serie.»

The Reader’s Room

«Tan completa y maravillosamente disparatado como los dos libros anteriores de esta serie […]. Un viaje como en montaña rusa […], fantástico, una experiencia desenfrenada que no hay que perderse.»

Writing.ie

«Brillante y disparatado. Nos ha encantado.»

Magic Radio

#wonderfantasy

Capítulo 1

Tristam Bleeker se quedó en blanco. Contemplar el cañón de un arma desde el extremo opuesto suele causar ese efecto. Tenía la boca seca, las manos sudorosas. Era incapaz de formar un solo pensamiento coherente.

Vale que no tenía mucha experiencia con estas situaciones, pero el arma en cuestión tampoco era un arma corriente. En lugar del típico cañón recto, su boca se abría como un trombón y Tristam mantenía la vista fija en ella, como si entre aquella oscuridad pudiera distinguir la chispa que pondría un final memorable a una vida nada memorable. Era como mirar en el interior de la nariz de un dragón irritado, uno que pudiera chamuscarte con una sola respiración.

—¿Tengo que repetir la pregunta? —insistió la voz al otro extremo del arma. Sonaba cansada, como si Tristam fuera la décima persona a la que hubiera tenido que apuntar con el arma ese día y el proceso se estuviera volviendo rematadamente tedioso.

Los labios de Tristam se movieron, pero no salió ninguna palabra.

—Esto no va bien —dijo la voz, chasqueando la lengua.

Y así era. En estas circunstancias, se suponía que la vida debía pasarte a toda velocidad por delante de los ojos, pero eso no era lo que le estaba sucediendo a Tristam: no dejaba de reproducir los primeros diez minutos de la entrevista una y otra vez, como si su mente tratara de dilucidar cómo habían llegado a esta alarmante situación. Tristam debía de haber hecho algo terrible en algún momento, a pesar de que se le daban bien las entrevistas; todo el mundo lo decía. Era agradable, elocuente y un maestro de la brevedad. Le habían avisado de que hoy debía esperar lo inesperado y, hasta ese momento, creía haber sorteado correctamente las preguntas trampa. Pero entonces se descubrió contemplando el cañón de aquella arma tan peculiar.

—La pregunta era —dijo la voz, cada vez más irritada—: ¿qué tal se le da trabajar bajo presión?

—Pues yo… esto… —tartamudeó Tristam.

—Da igual, creo que ya tenemos nuestra respuesta.

Tristam apenas fue consciente del ruido de una de las puertas que se abría a su espalda. Entonces se escuchó una voz femenina.

—¡Vincent!

—Estoy ocupado ahora mismo, Grace.

—Ya lo veo. Baja esa arma horrible de inmediato.

Tras lo que pareció una eternidad, la cabeza del dragón se desvió y dejó a la vista el rostro de un hombre con pinta de necesitar una ducha, un afeitado, una comida decente y un mes entero de sueño reparador. Pertenecía al individuo que había apuntado a Tristam con el arma: Vincent Banecroft, editor de La Gaceta del Misterio y antigua leyenda de Fleet Street.

Contemplar el rostro de Banecroft apenas era una mejora en comparación con el cañón del arma. Tenía los ojos oscuros y hundidos. Por un instante, los cerró y Tristam se preguntó si estaría a punto de quedarse dormido, pero entonces volvió a abrirlos de golpe. Como experto en hacer varias cosas a la vez, Banecroft depositó el arma a su lado, miró con desdén hacia el otro lado de la mesa y se encendió un cigarrillo.

Grace, la simpática mujer negra de mediana edad a cargo de la recepción, apareció tras el hombro de Banecroft con una bandeja con dos tazas y un plato de galletas.

—Perdona todo esto, Tristam, el señor Banecroft puede ser un poco…

—Perspicaz —terminó Banecroft.

Grace frunció el ceño.

—Estoy convencida de que esa no era la palabra que estaba buscando.

—Pues tendría que haberlo sido —Banecroft levantó un par de hojas que Tristam reconoció como su currículum—. Aquí el señor Bleeker, que ha venido por el puesto de asistente editorial de esta publicación, se graduó en Periodismo con notable alto en la Universidad de Leeds; tiene siete años de experiencia, en los que ha trabajado para publicaciones de diversa índole, desde periódicos nacionales a revistas más especializadas, y trabajar aquí es su sueño porque siempre le ha interesado lo paranormal. Sus artículos son verdaderamente sobresalientes y sus referencias tan brillantes que quien las lee tiene que ponerse unas gafas protectoras o se arriesga a que le dañen las retinas.

—Lo sé —dijo Grace, antes de añadir oportunamente entre dientes—, es perfecto para el puesto.

—Exacto —dijo Banecroft mientras tiraba el currículum de Tristam a la papelera que tenía junto al escritorio y dejaba caer un poco de ceniza del cigarrillo sobre él—. Lo que quiero decir es que, si parece un pato, camina como un pato y grazna como un pato, desconfío enormemente de por qué se ha presentado para el puesto de esa ave acuática aficionada al pan que estamos desesperados por cubrir.

Grace arrugó el rostro unos segundos antes de negar con la cabeza.

—No. No te sigo.

Tristam tosió y se sorprendió al darse cuenta de que había recuperado el habla.

—Creo que lo que el señor Banecroft intenta decir es que estoy demasiado cualificado para el puesto.

—No, no estoy intentando decir nada. Lo digo: es usted perfecto para el puesto. Demasiado perfecto. Así que lárguese antes de que pierda la paciencia y hágale saber a sus intermediarios que si vuelven a intentar algo así, la próxima vez no me lo tomaré con tan buen humor. Y hablando de eso…

Banecroft agarró la botella de whisky irlandés que había sobre su mesa y, tras servirse una cantidad sana y razonable, siguió echando hasta sobrepasar dicha medida y alcanzar la de «tendencias suicidas».

—Claramente se ha producido un malentendido —dijo Tristam, tratando de sonar afable—. No me ha enviado nadie.

—Ya, claro —Banecroft le dio unas palmaditas al arma—. Tiene hasta que termine de contar hasta diez, después le dispararé. Si pasada una semana nadie viene a reclamar su cuerpo, me humillaré y le pediré a su cadáver mis más sinceras disculpas.

—¡Vincent! —exclamó Grace—. Te estás mostrando irrazonable incluso para ser tú. Y eso ya es decir mucho.

—Cuatro —anunció Banecroft.

—Vale —dijo Tristam—. Lo pillo, me está poniendo a prueba.

—Para nada. Cinco.

Tristam no logró alejar el pánico de su voz.

—¿Qué ha pasado con el uno, el dos y el tres?

—Le he dicho que le daba hasta que terminara de contar hasta diez, no que fuera a empezar desde el uno. Seis.

Tristam levantó la mirada hacia Grace.

—Está bromeando, ¿verdad?

La mujer encogió marcadamente los hombros, lo que provocó que unas gotas de té se precipitaran por el borde de una de las tazas.

—Con Dios Todopoderoso como testigo, no puedo prometerle que no lo diga en serio.

—Siete.

Tristam se puso en pie.

—¡Están todos como cabras!

Banecroft cogió el arma.

—A palabras necias, oídos sordos, pero Chéjov aquí presente te acercará más al Creador que la buena de Grace. Ocho.

—Los denunciaré a la policía.

Banecroft alzó el arma mientras levantaba la mirada hacia Grace.

—Acercarte al Creador. ¿Lo pillas? A mí me ha parecido muy bueno.

—Pues no lo ha sido.

—No sabes apreciar los juegos de palabras, ese es tu problema. Nueve.

Tristam se dio la vuelta y echó a correr hacia la salida más cercana. En su apresurada huida, tropezó con uno de los muchos montones de libros que había en el suelo y cruzó de cabeza el umbral de una puerta que no era por la que había accedido al despacho. Se encontró tirado sobre la alfombra raída de una zona con mesas de oficina.

Tres personas estaban sentadas a dichas mesas, bebiendo té en sus tazas: un hombre blanco, rollizo, con un traje de tres piezas confeccionado con tela escocesa; otro hombre, asiático, jugando con un yoyó; y una adolescente negra con el pelo morado, que no levantaba la vista del móvil.

Tristam señaló a su espalda, en dirección al despacho de Banecroft.

—Ese hombre es un monstruo.

Después de que sus palabras fueran recibidas con gestos indiferentes de asentimiento, el hombre rollizo con el traje de tres piezas se volvió hacia sus compañeros y dijo:

—Me parece que las galletas nuevas están un poco secas.

Capítulo 2

Mientras Banecroft se desplomaba en la silla que tradicionalmente ocupaba para estas reuniones, Grace abrió su libreta por una página en blanco. En ese instante también cayó en la cuenta de que, si perdían a algún empleado más, no podrían obligar a un malhumorado Banecroft a salir del despacho al toril para las reuniones, sino que tendrían que ser ellos los que se trasladaran allí.

—Vale —comenzó Banecroft—. Empecemos ya con vuestras ineptitudes. Grace, por favor, haz los honores.

—Reunión editorial semanal —dijo esta mientras escribía—. Presentes: los empleados de La Gaceta del Misterio.

—Los empleados restantes de La Gaceta del Misterio —murmuró Ox entre dientes, aún trasteando con su yoyó.

—¿Qué has dicho? —ladró Banecroft.

—Solo recalcaba que, puesto que hemos perdido a Hannah, somos los empleados restantes.

—¿Perdido? No la hemos perdido —dijo Banecroft—. No se la ha tragado el sofá. Dejó de trabajar con nosotros y volvió arrastrándose con el falo mujeriego ese del que se suponía que se estaba divorciando.

—Ya, pero, ¿por qué? —preguntó Reggie recolocándose el chaleco.

Banecroft, exasperado, alzó las manos en el aire.

—Ya lo hemos hablado varias veces estas últimas tres semanas. Me informó de que se marchaba y después… se marchó. Parece que todos tenéis problemas para comprender estos dos conceptos tan principales.

—Pero, ¿qué le dijiste? —preguntó Stella.

—¿Qué tiene eso de relevante?

—Pues verás, jefe, al igual que la gente tiende a respirar, tú tiendes a decir unas groserías tremendas —dijo Stella, apartándose el pelo morado de los ojos.

Banecroft la fulminó con la mirada.

—Y aun así, no me digas cómo, se me sigue viendo como un jefe adorable y de trato fácil al que una reportera en prácticas puede poner a caldo en una reunión y seguir conservando, inexplicablemente, su trabajo.

—No puedes despedirme. No te queda suficiente personal. Ahora mismo soy la segunda en la lista para cubrir el puesto de asistente editorial.

—Espera —dijo Ox, señalándose a sí mismo y después a Reggie—. ¿Cuál de los dos te piensas que está por debajo de ti en esa lista?

—Los dos —interrumpió Banecroft encogiéndose de hombros—. Grace es claramente la primera.

La sola idea hizo que Grace se mareara.

—Ni se te ocurra —le advirtió—. A lo mejor simplemente deberías llamar a Hannah y disculparte.

—¿Por qué?

—Por todo —dijo Stella.

—Por lo que sea —propuso Ox.

—Por ser tú —concluyó Reggie.

—Vale, a ver —dijo Banecroft, inclinándose hacia delante—. Primero, todos parecéis peligrosamente a punto de amotinaros. Segundo, resulta que ya he intentado llamar a Hannah. No para disculparme, me apresuro a añadir, sino para ver si esa mujer ha recuperado la cordura. Y no deja de saltarme el contestador. —Estudió al grupo con la mirada—. ¿Alguno ha tenido suerte tratando de localizarla?

Los empleados restantes del periódico evitaron mirarle a los ojos. Grace había intentado llamar a Hannah varias veces al día, pero no había recibido ninguna respuesta más allá del «lo siento» que su antigua compañera le había mandado en un mensaje la mañana que no apareció por el trabajo. Grace sabía de buena tinta que ninguno de los demás había conseguido dar con ella.

Banecroft se cruzó de brazos mientras se recostaba en su silla.

—Eso me parecía —dijo—. No hacéis más que fingir que esto, por lo que sea, es culpa mía, pero la realidad es que fue ella la que nos dejó tirados.

Nadie tuvo nada más que añadir a esas palabras.

Desde la sorprendente marcha de Hannah, la moral había caído en picado en el periódico. Solo había trabajado allí unos meses, pero de alguna forma se había convertido en el nexo que los mantenía a todos unidos. Durante las semanas siguientes, el nubarrón de tristeza que se cernía sobre todos ellos se había manifestado en forma de discusiones absurdas y comentarios hirientes. Reggie había reñido hasta con Manny, el rastafari permanentemente relajado que se encargaba de la imprenta de la planta baja. Discrepar con Manny era como tratar de darle un puñetazo a una nube.

Todo el mundo se sentía como si hubiera perdido una amiga. Y peor que eso era caer en la cuenta de que la persona que pensaban que era una buena amiga en realidad no lo era. Los amigos de verdad no se levantan un día y desaparecen de tu vida como si nada.

—Ahora bien —dijo Banecroft—, si todos hemos terminado con nuestras pataletas, tenemos un periódico que publicar.

—Para eso necesitamos desesperadamente un asistente editorial —replicó Grace.

—Podemos apañárnoslas otra semana más hasta que aparezca el candidato adecuado.

—¿En serio? La edición de la semana pasada tenía dos páginas siete.

—Además de un crucigrama con definiciones de hace tres semanas que se reimprimieron junto al que no correspondía.

—Así es —coincidió Grace, que llevaba contestando llamadas de lectores enfurecidos desde entonces. No tenía ni idea de que la gente se tomara los crucigramas tan en serio. Técnicamente, incluso habían recibido una amenaza de muerte. «Técnicamente», según palabras de Ox, porque o no había nadie en la intersección del diagrama de Venn entre los individuos que terminaban los crucigramas y los que ponían bombas en los edificios, o porque la raza humana ya estaba condenada—. Por no mencionar el artículo sobre que el fantasma del señor Adam Wallace frecuentaba ese club de striptease de Chinatown y tocaba de forma inapropiada a las chicas.

—Ah, vale, eso encaja —dijo Ox—. Entonces el tipo que había fuera esta mañana…

—Era la versión completamente terrenal del señor Wallace —confirmó Stella—. Acompañado por su mujer, que estaba muy cabreada.

—Admito que la información que me llegó sobre esa historia no era nada buena —dijo Reggie—. Sin embargo, aunque las noticias sobre su muerte se habían exagerado sobremanera, creo que las que versaban sobre su comportamiento eran acertadas.

—Ya, pero aun así no eran estrictamente paranormales.

Reggie puso cara de sentirse insultado.

—Mira quién habla. Al menos yo sé escribir sin faltas de ortografía. Tú entregaste un artículo de media página sobre un objeto bolador no identificado en Bolton.

—Eso ni siquiera es tan grave como… —Ox se detuvo. Miró al otro extremo de la sala, donde Banecroft había dejado caer la barbilla hacia delante y había cerrado los ojos.

De las muchas cosas que preocupaban a Grace, esta era la primera de la lista. Vincent Banecroft nunca había sido lo que llamaríamos una persona sana, pero en las últimas semanas iba de culo y cuesta abajo. Quedarse dormido en mitad de una conversación era la inquietante novedad. Su aire distraído y apático también la asustaba y, aunque decir que Vincent Banecroft estaba más irritable de lo habitual era como decir que el agua moja, así era. Lo estaba. Su ira, aunque a menudo injustificable, siempre daba la impresión de tener cierto propósito. Ahora, sin embargo, parecía completamente absurda.

Y aun dejando todo eso a un lado, los efectos de lo que le estuviera pasando se apreciaban en el propio periódico. El que Grace empezaba a considerar el «antiguo» Vincent Banecroft nunca habría consentido todas las meteduras de pata recientes. Era como si solo estuviera medio presente. Como si lo hiciera todo por inercia.

Grace miró a su alrededor y vio que los rostros de sus compañeros reflejaban la misma preocupación que el suyo. Pero entonces Banecroft se tiró un pedo tan fuerte que, del ruido, cortó la tensión del ambiente y pareció despertarse porque abrió los ojos de golpe.

—Bueno —dijo, sin perder el ritmo—, si todos habéis terminado, me gustaría recordaros que señalar las cagadas de los demás no es vuestro trabajo. Como editor, es tanto mi función como mi privilegio.

Stella, de mal humor, se cruzó de brazos.

—La función del asistente editorial es que las cagadas ni siquiera lleguen a producirse. Por eso necesitamos uno.

—Y lo tendremos… cuando toque.

—Pensaba que sería la mujer esa de los miles de chales que olía a pachuli.

—Tuvimos un desencuentro importante.

—Qué sorpresa —dijo Reggie, lo que le valió una mirada particularmente asesina por parte de Banecroft.

—No le veía la necesidad a las consonantes dobles.

—¿Perdona?

—Pensaba que palabras como «marrón» no deberían escribirse con dos erres. Que las dos erres eran un derroche. Dañaban el medio ambiente.

Todos recibieron esta información con caras de desconcierto.

—Yo no… —empezó a decir Stella.

—Y no solo eso —continuó Banecroft mientras situaba sobre la mesa los pies con las zapatillas e inclinaba la silla hacia atrás para equilibrarse sobre las patas traseras—. También pensaba que las letras mayúsculas eran elitistas y que la puntuación resultaba divisiva.

Se sucedieron unos largos minutos de silencio en los que todo el mundo trató de imaginarse la aplicación de esas normas. Al final fue Ox el que habló.

—Eso es inverosímil hasta para este sitio.

Stella levantó la mano.

—¿Y el señor mayor tan agradable que estaba en recepción la semana pasada? El de la gran barba blanca que se parecía a Papá Noel.

Banecroft se volvió hacia Grace y arqueó una ceja.

—¿Te gustaría explicarlo a ti?

Grace se santiguó.

—Dijo que no podía trabajar con luna llena porque tenía que… —su rostro se retorció con una expresión avinagrada— hacer un sacrificio de sangre. —Volvió a santiguarse.

—Correcto —dijo Banecroft—. Se parecía a Santa Claus pero al que le tenía cariño era a Satán.

—Pero… —Stella vaciló—, llevaba coderas de cuero en la chaqueta. ¡Coderas de cuero! —repitió con tristeza.

—¿Y el tipo de esta mañana? —preguntó Ox.

Banecroft lo miró sin comprender.

—¿En serio? —continuó Ox sin creérselo—. Salió volando de tu despacho hará unos veinte minutos asegurando que habías amenazado con dispararle.

—¡Ah, ese! Sí, ese era demasiado bueno para ser verdad.

Ox miró a los demás con los ojos bien abiertos antes de volverse de nuevo hacia Banecroft.

—¿Qué quieres decir?

—Era un evidente caballo de Troya enviado por nuestros enemigos en un indudable intento por destruirnos.

—Mira que son tontos —soltó Ox—. Como si necesitáramos ayuda para eso.

Reggie se revolvió en su asiento y se colocó el chaleco.

—¿No te parece un poco paranoico?

Banecroft bostezó antes de responder.

—¿Has estado por aquí estos últimos meses? Uno no puede estar paranoico si tiene pruebas documentadas de que la gente va literalmente a por él. Sigue habiendo una abolladura en la pared por el hombre-lobo, y no puedo ser el único que, cada vez que va a cagar, se acuerda de la cámara que aquella secta de chalados nos instaló a escondidas en el baño nuevo.

—Puede ser —concedió Grace—. O puede ser que todos los candidatos te parezcan inadecuados porque ninguno de ellos es Hannah.

—Justo, eso es, me has pillado. Estoy enamorado de la mujer esa con la que no dejaba de pelearme.

—A juzgar por tu tono sarcástico —respondió Grace—, voy a dar por hecho que jamás en tu vida has visto una comedia romántica.

—¿Os habéis puesto a comer brownies con el rastafari o qué? Vamos a ver, si así consigo que dejéis de parlotear como insoportables cotorras, confesaré que tengo el problema del asistente editorial controlado.

Grace elevó las cejas hasta la frente.

—¿Ah, sí?

—Sí. Voy a pedirle a Stanley Roker que venga para que hablemos.

—¿Stanley? —repitió Stella—. ¿El tío al que llamaste «la peor clase de parásito de los tabloides de pacotilla»? ¿Ese tío?

—Sí.

—Stanley es majo —murmuró Ox.

—No digo que no lo sea —respondió Stella—. Pero él —ladeó la cabeza en dirección a Banecroft— dijo que no se fiaba ni un pelo.

—No hace falta que nos guste o que nos fiemos de él —dijo Banecroft—. A todos os gustó y confiasteis en la última asistente editorial y mirad dónde hemos terminado. Stanley Roker es muchas cosas y, aunque varias son censurables, una de ellas es que es un individuo con amplia experiencia en el mundo de los periódicos. Puede haber escrito una sarta de chorradas a lo largo de los años, pero siempre iban sin faltas de ortografía y estaban bien contrastadas. Ahora sigamos con la reunión.

—Estoy completamente de acuerdo.

Todos se giraron al unísono hacia el rincón de la sala del que había salido aquella voz. Banecroft, de hecho, se meneó de tal forma que voló por encima del respaldo de la silla y terminó en el suelo, lo que provocó que se le saliera una zapatilla y le golpeara en la cabeza.

Se puso en pie y, como sus compañeros, observó a la mujer que, sentada al fondo de la sala en uno de los escritorios, pelaba una mandarina. Era regordeta, rondaría los sesenta años y llevaba puesta una parka de efecto encerado y un gorro de cazador al estilo Sherlock Holmes. Su rostro tenía forma de corazón y las mejillas sonrosadas; y daba la impresión de que la mujer se sentiría más en su salsa trotando con un par de collies por su finca en el campo que sentada en la redacción de un periódico de Mánchester. Como saludo, les dedicó una alegre sonrisa.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó Banecroft.

—Elizabeth Cavendish III, pero por favor llámenme Betty.

A los oídos de Grace, aquella mujer sonaba como una de esas personas pijas con inquietudes que salían de vez en cuando en televisión. De la clase que poseía muchas tierras pero que no le importaba meterle una mano en el culo a una vaca si la situación lo requería.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí sentada?

—El suficiente.

—Y, lo que es más importante, ¿cómo narices ha entrado sin que ninguno la viéramos?

Se encogió de hombros, se metió un gajo de mandarina en la boca y lo masticó brevemente antes de contestar.

—Soy una mujer de cierta edad. El mundo se ha vuelto un experto en ignorarnos, Hollywood en particular. A menos que seas Meryl Streep o Helen Mirren, no te queda más remedio que sentarte a esperar a que alguien necesite alguna abuela en algún momento. Y no me obligue a hablar sobre la disparidad de género entre los lectores de los periódicos.

—¿Cómo? —preguntó Banecroft.

—¿Me quedo con cualquiera de las mesas libres? —preguntó Betty haciendo un barrido con la mano—. ¿O siguen algún sistema de organización?

—¿Cómo? —repitió Banecroft, con cara de estar a punto de perder los papeles en cuanto se percató de qué iba todo aquello.

—Perdón —dijo Betty—. Creo que he vuelto a precipitarme. Tiendo a irme por las ramas. Les pido disculpas. La cotorra de Betty, así es como me llamaban las niñas en el colegio. Los niños pueden ser un poco crueles, ¿no creen? Una chica, Dorothy Wilkins, me pegó una vez un chicle en la silla. Menudo horror de criaturita. Me pregunto dónde estará ahora… Probablemente casada con un ministro. Las peores siempre se casan con los ministros. En fin, bueno, mis disculpas al tipo de los tabloides que usted mencionó antes y cuya descripción sonaba verdaderamente espantosa, pero yo soy la nueva asistente editorial.

—Por encima de mi cadáver —bufó Banecroft.

Betty arrugó la nariz.

—Bueno, eso explicaría sin duda el olor.

—A ver si lo he entendido bien: ¿se pensaba que la mejor manera de presentarse al puesto era entrando sin permiso en el edificio, colándose en una reunión a la que no está invitada e insultándome?

Betty parecía verdaderamente desconcertada.

—¿Que yo le he insultado? Estoy bastante segura de que el que ha insultado a la mayoría de los presente durante la reunión ha sido usted, pero no recuerdo que ni ellos ni yo nos hayamos metido con usted. —Se metió otro gajo de mandarina en la boca y lo masticó de manera reflexiva—. Si que es usted sensible.

—Deje que le ahorre algo de tiempo: no ha superado la entrevista ni de lejos. Así que veamos, ¿se marcha usted sola o voy a por Chéjov y le muestro la salida? Así es como llamo a mi…

—Trabuco —terminó Betty—. Sí, lo sé. Muy ingenioso. Pero no será necesario. No me iré a ninguna parte porque me temo que no ha entendido bien algo importante: no me estoy presentando al puesto de asistente editorial, ya me lo han dado. —Sacó una carta de uno de los bolsillos de su chaqueta y la sostuvo en alto—. Aquí tengo una misiva de la propietaria de este periódico, la señora Harnforth, en la que así me lo expone. Y ha enviado una copia al correo electrónico de… —Betty señaló— ¿Grace? ¿No?

Grace asintió.

—Hola, encantada. Solo he oído cosas buenas de usted.

—Imposible —dijo Banecroft.

—¿Perdona? —dijo Grace, ofendida.

—No me refería a eso. —Banecroft hizo un gesto de rechazo con la mano y centró su atención en Betty—. Usted no puede ser la asistente editorial porque yo, y solo yo, soy el que tiene la facultad de contratar y despedir a la gente.

Betty se comió otro gajo de mandarina.

—Está usted completamente equivocado —dijo.

—Aparece en mi contrato.

—Usted no tiene contrato.

—Tengo un contrato verbal.

Betty enarcó una ceja y paseó la mirada por la sala.

—Oh, vaya por Dios. ¿Y tiene testigos de ese contrato, puesto que la señora Harnforth claramente no lo recuerda?

—Era un contrato implícito.

Banecroft recibió una mirada de sorpresa de Betty como respuesta.

—Dejemos que esa frase se asiente un poco, ¿le parece?

Banecroft dio un pisotón.

—Muy bien, pues dimito.

Betty asintió.

—Aunque evidentemente nos entristece su partida, el periódico le agradece sus servicios. Viéndolo por el lado positivo, resulta admirable lo dinámica y rápidamente que funcionamos como organización. No llevo aquí ni cinco minutos y ya me han ascendido. Ni un atisbo de techo de cristal, ¡qué refrescante! Las noticias de las seis podrían aprender mucho de nosotros. —Se metió los dos últimos gajos de la mandarina en la boca, los masticó lentamente y se los tragó antes de dedicarle una sonrisa bondadosa a todos los presentes.

Grace miró a sus compañeros y después a Banecroft, al que le palpitaba la vena de la frente, y sintió la imperiosa necesidad de salir corriendo de allí y llevarse consigo todos los muebles que pudieran romperse.

Betty tragó.

—Veo que sigue aquí. ¿Hemos de presuponer que lo de su dimisión era una broma sin gracia?

—Quiero hablar con la señora Harnforth ahora mismo —contestó Banecroft apretando los dientes.

Betty se puso en pie.

—Me temo que eso es imposible, pero, puesto que estoy aquí como su representante, estaré encantada de comentar con usted todas sus preocupaciones. —Hizo un gesto con la mano en dirección al despacho de Banecroft.

Los dos quedaron mirándose a los ojos durante un rato incómodo. Cualquier casquete de hielo que hubiera tenido la mala suerte de flotar entre ambos se habría convertido en una nube de vapor. Betty no dejó de sonreír en ningún momento y Banecroft, finalmente, dio un paso hacia el despacho.

—Maravilloso —dijo Betty alegremente—. Y mire el lado positivo: soy una fan incondicional de las reglas de puntuación.

Fantasma cancelado

El que se dice que es el primero del mundo, el fantasma de Arnold Franklin, asociado desde hace tiempo con el pub La rana y la trompeta de Stoke-on-Trent, asegura que lo han cancelado. Por medio de una médium, el señor Franklin comunicó lo siguiente: «Llevo apareciéndome en este pub cuarenta años, desde que tuve un ataque al corazón mientras contaba chistes quitar la noche de micrófono abierto, y soy muy popular entre los clientes. Después apareció la dueña nueva —una mujer, no sé si sabe a qué me refiero— y lo siguiente que supe es que había llamado a un exorcista».

Como respuesta, la dueña del bar estos últimos quince años, Mabel Clarke, dijo: «Para ser sincera, ya empezaba a ponerse pesado. Ponía “acentos” que según él son graciosos, pero que a mí me parecen racistas, aunque son tan difíciles de identificar que es imposible estar segura. Se pasaba la mayor parte del tiempo en el baño de señoras y hemos tenido que dejar de colgar muérdago por su pervertido espíritu burlón. Eso además de los chistes. Si vuelvo a escuchar el de las dos monjas y la pastilla de jabón una vez más, me pongo a gritar. Aunque por lo menos ese no es ofensivo».

«No para de dar la brasa con que ya no se puede decir nada», prosigue la dueña, «pero lo cierto es que no tiene nada nuevo que decir. Son los mismos cuatro chistes de siempre repetidos una y otra vez. Dice que se mete con todo el mundo, pero le hemos preguntado a los clientes y según ellos, más allá de las monjas, “todo el mundo” son mujeres, personas negras y enanos con un solo ojo».

Capítulo 3

La campiña pasó de largo como un borrón sin que Hannah, que miraba por la ventanilla de la furgoneta perdida en sus pensamientos, le prestara atención. Con una punzada de arrepentimiento, se dio cuenta de que los lunes a esa hora de la mañana normalmente estaba en la reunión semanal del equipo editorial, tratando de dar forma al reguero de destrucción que Banecroft solía dejar a su paso y de hacerse una idea de qué aspecto tendría la edición de esa semana.

Parpadeó un par de veces. Ahora no podía pensar en eso. Para bien o para mal, había tomado una decisión.

Diecisiete días antes, un viernes por la tarde, se dirigía a casa desde el trabajo tras otra semana de esfuerzos para conseguir publicar una nueva edición de La Gaceta del Misterio. Pero para cuando alcanzó su piso, todo había cambiado y al día siguiente dimitió.

Hacía una semana, había aceptado una invitación del que todavía no era su exmarido, Karl, para cenar. Hasta hacía un mes aproximadamente, había intentado hablar con ella con cierta insistencia después de que Hannah decidiera (cierto que a última hora) que sí, que quería una parte del dinero que le correspondía según el acuerdo de divorcio. Este cambio de opinión se produjo cuando se dio cuenta de que, al rechazarlo, podría dar la impresión de que Karl merecía quedárselo.

Y lo que era más importante, se percató de que, gracias a él, podría apoyar varias causas solidarias. Le agradaba pensar que podía salir algo bueno de los años que le había dedicado a esa farsa de matrimonio. También tenía que admitir que una pequeña parte de ella disfrutaba con lo mucho que le molestaría a Karl.

Su marido no había sido siempre así, pero, incluso antes de la ruptura, Hannah se sintió turbada cuando se dio cuenta de que Karl se había vendido a sí mismo la historia de que, de alguna manera, había salido de las calles y había conseguido todo lo que tenía gracias a su esfuerzo. Como si una educación privada y una herencia considerable no hubieran jugado un papel importante en su éxito. No era más que un espejismo, como las declaraciones de la renta de ambos, que mostraban los absurdos extremos a los que había llegado Karl para evitar pagar nada que pudiera considerarse una cantidad razonable de impuestos. La primera vez que Hannah vio las cuentas fue durante las negociaciones del divorcio y, cuanto más pensaba en ellas, más avergonzada se sentía por haber estado casada con alguien que se comportaba de esa manera y por haberlo ignorado deliberadamente hasta llegar a no darse cuenta. Había asumido, tontamente, que sus constantes lamentos sobre los gorrones que vivían de sus impuestos implicaban que ambos los estaban pagando.

No tenía ningún interés en hablarlo con Karl porque sabía que recurriría a cualquier treta posible para convencerla de que no donara su dinero. Así que cuando dejó de mandarle mensajes, fue un alivio. Hannah se había tirado casi un mes sin saber nada de él. Pero cuando volvió a ponerse en contacto con ella, hizo algo que la desconcertó por completo: se disculpó. Y Karl nunca se disculpaba. Hasta ese momento, Hannah estaba convencida de que ni siquiera sabía lo que era. Y, por si fuera poco, había sido una disculpa en toda regla.

Gracias a la constante alteración del concepto, las disculpas se estaban convirtiendo rápidamente en un arte perdido. Estaba la disculpa del «lo siento si alguien se ha sentido ofendido»; la del «lo siento si alguien se ha pensado que he dicho algo que no he dicho»; y su gemela prácticamente idéntica, la del «lo siento si alguien ha malinterpretado mis palabras». Había diversas variantes, pero todas tenían en común que la persona no lo sentía en absoluto.

Karl lo había sentido profundamente y no solo por el dinero, sino por todo. Le había pedido a Hannah que cenara con él una última vez para, al menos, terminar su matrimonio de manera amistosa. Hannah no era idiota (ya no, al menos) y ese hombre siempre había sido un mentiroso de marca mayor, pero algo parecía haber cambiado. Además durante esas pocas semanas sin ningún contacto habían pasado muchas cosas, así que Hannah acudió a la cena.

Durante los entrantes, Karl había expresado arrepentimiento por su terrible comportamiento a lo largo de su matrimonio. Le avergonzaba la clase de hombre que había sido y la forma en que la había tratado.

Durante el plato principal, le había explicado que, tras acudir a un retiro dirigido por el Instituto Pinter, ahora era un hombre nuevo. Aquella institución era ocurrencia de Winona Pinter, icono de Hollywood convertida en magnate de los negocios new age del siglo xxi. Pinter colmaba las páginas de la prensa de los últimos años y casi nunca por sus proyectos como actriz. Aunque a los medios populares les encantaba informar sobre las últimas chorradas de Pinter —ya fueran velas con olor al espacio o estudios de yoga para mascotas—, también fomentaban deliciosamente que se hablara de ella a todas horas.

Además de los productos, aparecieron las exitosas líneas de comida y de libros, seguidas de los cursos online y, por último, para los pocos pero grandes afortunados, los retiros. Eran lugares exclusivos o, dicho de otra manera, escandalosamente caros. Tanto que, para irritación de los periódicos, ninguno sabía exactamente cuánto costaban. Antes de que los candidatos fueran admitidos en cualquiera de los retiros debían cumplir ciertos requisitos. Aunque el Instituto lo negaba, claro está, solo se ofrecían plazas a las personas para las que el dinero no era un problema o para las que, al menos, fingían que no lo era.

Lo cierto es que a Hannah toda la cena le había resultado perturbadora. Sí, solo había sido una noche, pero Karl no se había parecido a Karl. Durante su matrimonio, Hannah se había vuelto insensible al hecho de que los ojos de su marido deambularan constantemente por el ambiente que le rodeaba. Tras un tiempo, incluso había llegado a preguntarse si él mismo sería consciente de que lo hacía. Había resultado, por lo tanto, muy extraño que no mostrara ningún interés por el escote bajo de la camarera o por el resto de comensales que se movían por el restaurante. Al comienzo de su matrimonio, cuando Hannah sacaba a colación este comportamiento, Karl le aseguraba que eran imaginaciones suyas. Pero a toro pasado Hannah se dio cuenta de que había aceptado excusas pobres en lugar de defender su postura.

Con esta versión de Karl, sin embargo, su mirada errante no había sido un problema. En una sola comida había mantenido el contacto visual con Hannah probablemente más que en todo su matrimonio. Y lo que es más, lo había hecho mientras admitía que era un narcisista que había ido en busca de relaciones sexuales sin sentido para aumentar su autoestima, en lugar de tratar de valorarse a sí mismo y a las personas que de verdad lo querían. Hannah se había preparado para los ruegos y los intentos de engatusarla y manipularla, como ya había ocurrido muchas otras veces, pero, o estaba siendo completamente sincero, o Karl había profundizado de tal forma en sus dotes actorales que hasta Winona Pinter habría sentido celos de él.

Antes del postre, Hannah se excusó para ir al cuarto de baño. Sin que esa fuera su intención, se escondió tras una planta cerimán y se puso a espiar desde la distancia al «nuevo» Karl, que permaneció sentado, aguardando pacientemente su regreso, con los ojos fijos en la mesa. Ni siquiera intentó tontear con la camarera, algo que, anteriormente, le habría salido de forma tan automática como respirar.

Durante el café, Karl propuso la idea de que quizá, pero solo quizá, podrían volver a intentarlo. Hannah se había mostrado reticente. Pero también había sido Karl el que propuso que tal vez debía tomarse un tiempo para pensar en qué quería hacer con su vida. A lo mejor ella también podría acudir a uno de los retiros del Instituto Pinter. Para aclararse.

Y aquí estaba.

Hannah salió de su ensoñación cuando la furgoneta dio un giro brusco a la derecha para salirse de la carretera y se detuvo delante de una verja con dos grandes puertas metálicas. Unas vallas altas y electrificadas rodeaban los límites de la finca y lucían llamativos carteles de aviso sobre lo poco divertido que podría ser una descarga de alto voltaje. Tras un par de segundos, las puertas se abrieron. A su derecha, Hannah localizó los Peninos, que solo se veían por encima de las apretadas filas de altas coníferas que poblaban ambos lados de la carretera. El Instituto Pinter valoraba hasta tal punto la privacidad que lo rodeaban varias hectáreas de bosque. La única forma de fotografiarlo era desde el espacio exterior.

La propiedad se había renombrado como sede central del Instituto Pinter principalmente porque sus dueños parecían ansiosos por que la gente dejara de asociarla con su pasado. Hannah había dedicado un par de horas la noche anterior a investigar la historia del lugar, precisamente por ese interés en no mencionar su nombre anterior: Ranford House.

Los Ranford habían hecho fortuna por el método más antiguo que se conoce: la conquista. La familia había disfrutado de un rango alto en el Ejército británico incluso antes de que se denominara de esta manera y su especialidad era asegurarse de que, cuando destinaban a alguno de sus encolerizados miembros a alguna parte, el siguiente hermano en la línea de sucesión le siguiera de inmediato para preguntar si a alguien le importaba lo más mínimo que se quedara con ese pedazo de tierra que nadie —al menos nadie relevante— parecía estar utilizando. De esta forma, los Ranford se fueron apoderando de pedazos de todos los nuevos territorios que adquiría el Imperio británico: plantaciones en América, minas en África, ferrocarriles en la India… poseían amplios conjuntos de activos en todo el mundo. El sistema Ranford funcionaba, a pesar de que de vez en cuando sufría la pérdida de uno o dos de sus hijos en el frente o a manos del lugareño de turno con un mal perder.

Ansiosos por exhibir su inmensa riqueza, los Ranford habían construido Ranford House a los pies de los Peninos para aprovechar el de sobra conocido amor de la familia por la naturaleza (principalmente para dispararla o perseguirla con perros).

Si Wikipedia estaba en lo cierto, el lugar tenía un pasado turbio. Durante la edificación de la casa, varios constructores murieron en desafortunados accidentes, lo que fomentó la reputación de que la casa estaba maldita. Una vez completada, se convirtió en una de las mansiones más gloriosas de toda Gran Bretaña, a pesar de que la familia Ranford apenas pasaba tiempo en ella para disfrutarla. Lord Albert Ranford perdió a su joven esposa al dar a luz en 1896. El bebé, William, su único vástago, sobrevivió. Según se dice, el señor de la casa se sumió en una pena tan profunda que prácticamente ignoraba a su hijo.

A William se lo consideraba una persona rara incluso para ser aristócrata. Lo expulsaron de Eton por su «comportamiento poco caballeroso», algo prácticamente inaudito. Después, sus años de donjuán se vieron brevemente interrumpidos cuando siguió la tradición belicista de la familia y se puso desastrosamente al mando de un batallón durante la Primera Guerra Mundial. Un informe que envió un superior desde el frente contenía la condenatoria frase de: «Nunca he conocido a un hombre con menor aprecio por la vida humana que William Ranford».

Aunque la carrera militar del joven Ranford trajo consigo un alto número de muertes y destrucción, él regresó a casa sin ningún rasguño y retomó la labor de seguir avergonzando a su padre. Ambos se mantuvieron distanciados durante gran parte de la vida adulta de William, pero debieron de solucionar sus diferencias en algún momento porque, tras la prematura muerte del padre, William se convirtió en lord Ranford. El viejo fue víctima de un extraño accidente de caza y falleció, según los informes, en brazos de su hijo desconsolado.

La mala suerte se mantuvo y, dos años después, William quedó lisiado tras caerse de un caballo. Tras dicho accidente, los acontecimientos se fueron volviendo cada vez más turbios. William se obsesionó con recuperar la movilidad de las piernas fuera como fuera y, cuando la ciencia médica le falló, empezó a explorar nuevas rutas.

La información escaseaba después de aquello, basándose más en los rumores que en los hechos documentados. Una joven murió en Ranford House. La familia recibió una indemnización y el asunto quedó olvidado, pero no tardaron en aparecer informes regulares sobre sucesos extraños e individuos poco comunes que frecuentaban el lugar. Un gran número de empleados, muchos de los cuales pertenecían a las familias que habían servido a los Ranford durante generaciones, se marcharon y fueron sustituidos por desconocidos. Entonces estalló la Segunda Guerra Mundial.

William Ranford no fue, ni de lejos, el único aristócrata que proclamó su admiración por Hitler, pero la mayoría de sus contemporáneos supieron recular mucho mejor que él cuando se declaró la guerra. Ranford era demasiado rico como para enfrentarse a un internamiento o a cualquier castigo similar por sus inclinaciones políticas, pero también era demasiado cabezota como para realinearse con la visión predominante. En 1942, la deslealtad de uno de sus empleados condujo al descubrimiento de lo que la prensa denominó «el alijo».

Ranford, convencido de que la victoria nazi era inevitable, había acumulado y ocultado amplias reservas de suministros en su finca como regalo para Hitler, para así ayudar a la máquina de guerra nazi cuando desembarcara en las costas británicas. El descubrimiento provocó un escándalo y Ranford huyó a Suiza, donde pasó el resto de sus días en el exilio. Ranford House fue confiscada y, tras servir durante una temporada como hospital para soldados convalecientes que regresaban del frente, se convirtió brevemente en un colegio privado. Pasó por unas cuantas manos antes de quedarse vacía durante varios años y después la adquirieron sus dueños actuales.

Cuando el bosque a un lado de la carretera se disipaba para dejar al descubierto la austera grandeza victoriana de Ranford House, Hannah cogió aire. Enmarcada por las montañas que tenía detrás, la casa era mucho más grande de lo que nadie pudiera necesitar y sus muros estaban construidos con la clase de granito grueso que podría soportar un asedio por fuego de artillería. Unas gárgolas se asentaban en las almenas, luchando contra la hiedra mientras contemplaban el mundo con el ceño fruncido. La inmensa extensión de césped que la rodeaba se interrumpía por la presencia de varias fuentes ornamentadas (probablemente para ofrecer un sitio donde posarse a los pavos reales y el resto de aves de caza que deambulaban por el lugar).

La furgoneta frenó al final del largo camino de acceso, donde una docena de empleados del Instituto Pinter —todos vestidos con camisas o camisetas negras y pantalones o faldas blancas— aguardaba, en fila, al nuevo huésped del retiro a ambos lados de la amplia escalera que conducía a la puerta principal. En cuanto el vehículo se detuvo, se abrió la puerta del asiento del acompañante.

Un hombre parecido a un muñeco Ken se acercó e inclinó la cabeza.

—Hola, señora Drinkwater. Soy Anton, su coordinador personal de experiencias.

Hannah abrió la boca para corregirle, pero se detuvo. Willis era su apellido de soltera, pero teniendo en cuenta las razones por las que estaba allí, Drinkwater volvía a ser el adecuado, por mucho que le chocara.

Contempló la fila de empleados con expresiones impasibles. A Hannah nunca la había recibido ningún comité y era una experiencia bastante desconcertante. Como si estuviera en Downton Abbey. No estaba segura de si debía darle la mano a todo el mundo, ignorarlos, presentarse, hacer una reverencia o…

Su repentina ansiedad social sobre cómo debía gestionar esta inesperada situación se adueñó de ella de tal forma que, sin quererlo, terminó causando una gran impresión en todos los presentes. Mientras se bajaba del vehículo, el tacón se le enganchó en el umbral de la puerta del coche y cayó de bruces sobre la gravilla.

Un comienzo maravilloso.

Capítulo 4

Stanley Roker estaba incómodo.

Para empezar llevaba varias horas apoltronado en el asiento de su furgoneta y tenía que estirar constantemente zonas del cuerpo para evitar que se le durmieran. El tobillo, aunque aparentemente curado de la rotura que sufrió cuando un ser mágico cabronazo con la cara dividida en cuartos —y que aún le visitaba con regularidad en sus pesadillas— le tiró al vacío desde lo alto, aún le dolía como a un condenado si se apoyaba en él mucho o muy poco (Stanley no había seguido adelante con la fisioterapia).

Como era uno de los peores días de agosto, también estaba incómodo por el calor de la furgoneta, sobre todo teniendo en cuenta que no podía bajar las ventanillas por todas sus alergias. Y después estaba la incomodidad del «malestar digestivo» que padecía principalmente en forma de acidez, a pesar de que se había pasado la última hora preguntándose si no existiría alguna clase de inodoro portátil que pudiera instalar en la furgoneta. Una botella vacía de Snapple, aunque fuera una inestimable herramienta de trabajo, daba de sí lo que daba.

Aunque todos estos factores eran posibles explicaciones para la incomodidad de Stanley y, a pesar de que intentaba convencerse de lo contrario, no eran la única causa de su mal humor. No. Stanley Roker se sentía incómodo porque lo que Stanley Roker estaba haciendo —que era lo que mejor se le daba a Stanley Roker—, le resultaba incómodo.

Estaba recostado en su asiento para evitar que el dueño del BMW plateado de la otra acera le viera. El vehículo estaba aparcado frente a las oficinas de una productora cuyo copropietario era una importante celebridad. Un habitual de los sábados por la noche en la televisión; alguien a quien cualquiera reconocería. Incluso aunque nunca hubiera visto ninguno de sus programas, seguro que habría pillado alguno de los anuncios en los que, junto a su mujer famosa y sus tres queridos hijos, les vendían a los ingleses de clase media la promesa implícita de que, si empezaban a comprar en cierto supermercado, ellos y sus familias se volverían tan extremadamente atractivos y serían tan dichosamente felices como don y doña Celebridad. Stanley vigilaba las oficinas porque sabía de buena tinta que, en algún momento de la mañana, la mencionada celebridad se escabulliría un par de horas para encontrarse con el hombre con el que llevaba viéndose varios años.

Los días en los que se consideraba una noticia sacar a alguien del armario habían quedado claramente en el pasado. Aun así, la gente todavía quería saber estas cosas. ¡Vamos si querían saberlo! Todos, salvo los más chapados a la antigua, entendían que no se podía reconocer o, peor aún, dejarse llevar por ese instinto. Por suerte, eso no importaba en este caso. Aquí había una mujer malograda y un hombre violando los lazos sagrados del matrimonio. Lo de que fuera gay era puramente accidental (en realidad no lo era, pero todo el mundo podía fingir lo contrario).

Para los estándares de Stanley Roker, se trataba de una gran historia que podría traducirse en un cuantioso cheque. Uno que le hacía mucha falta teniendo en cuenta que les debía bastante dinero a personas bastante serias y bastante extrañas. Estar en deuda con un gánster sobrenatural le trastornaba el sueño, pero las pesadillas eran otro tema aparte.

Inconscientemente, se frotó el hombro derecho en el punto en el que tenía el tatuaje que no era un tatuaje. El dinero que le caería del cielo por este trabajo sería suficiente como para saldar su deuda con Ferry y dejar de dormir en el coche. Era, por lo tanto, un momento particularmente inoportuno para que Stanley Roker experimentara su primera crisis de valores.

Solo habían pasado unos meses desde aquella fatídica noche en la que su vida cambió para siempre. Stanley era una víctima, una que había tenido la suerte de escapar con vida. Aun así, se había convencido de que, en el enorme paradigma de las cosas, él era de los que siempre salían perjudicados y recibían su merecido (por todas las mierdas que había hecho a lo largo de los años). Lo del karma era un coñazo. Así que hoy en día se pasaba bastante tiempo preguntándose si sería demasiado tarde para salvar su alma. La cosa es que hacerlo mientras hacía lo que estaba haciendo no era una buena combinación.

La marcada incomodidad que sentía se vio reemplazada por sobresalto cuando la puerta del copiloto se abrió y una mujer esbelta, de unos sesenta años, con un abrigo burdeos de corte antiguo, se subió y se deslizó sobre el asiento. Llevaba el pelo juguetonamente corto y teñido de rosa claro, aunque, por lo que fuera, en ella resultaba elegante.

—Pero, ¿qué…?

—Hola, Stanley.

—¿Quién demonios es usted?

La mujer le tendió una mano de uñas arregladas.

—Alicia Harnforth, encantada de conocerte. Aunque, como soy la propietaria de La Gaceta del Misterio, en teoría ya has trabajado para mí.

—No, qué va.

La señora Harnforth enarcó una ceja.

—Oh, venga, Stanley. —Introdujo una mano en el bolsillo interior de su inmaculada chaqueta a medida y, con dos dedos, sacó un recorte de periódico que sostuvo en alto—. El relato en primera persona de una noche en la que atracaron a su autor y una enfermera le ofreció amablemente su ayuda, llevándoselo a su apartamento cuando este se negó a ir al hospital, solo para terminar transformándose en… ¿qué era? —Desdobló el artículo y ojeó el texto—. Ah, sí: «en un aterrador ser demoníaco parecido a una araña decidido a consumir a su víctima de todas las formas posibles». Qué dramático. Eso no lo escribirías tú, ¿no?

—Era anónimo —protestó Stanley, sin ánimo.

—Para el público tal vez —replicó la señora Harnforth, guardándose el artículo de nuevo en la chaqueta—. Aprecio, por cierto, tu ayuda con la situación aquella de hace un par de meses. Gracias.

—Ya, bueno, es igual. ¿Qué hace usted aquí? No, mejor dicho, ¿cómo sabía que estaba aquí? Y, ya puestos, esa puerta estaba cerrada, ¿cómo la ha abierto?

—Qué de preguntas. Respondiéndote, al menos, a algunas de ellas… —Giró el dedo índice de la mano izquierda como si nada y los envoltorios vacíos de los sándwiches, los paquetes de dulces, las latas de refresco y la basura en general que se amontonaba en el espacio para las piernas del asiento del acompañante se elevaron en el aire y flotaron hacia la caja vacía de dónuts junto a Stanley, que se cerró rápidamente cuando todo estaba dentro—. Listo —dijo—. Así mucho mejor. —Echó un vistazo a la furgoneta y chascó la lengua—. Aunque a esta cosa tampoco le vendría mal una limpieza a fondo… o que le prendieran fuego para cobrar el dinero del seguro.

Stanley se cruzó de brazos, decidido a no mostrarse nada impresionado.

—¿Ha venido para ofrecerme sus servicios de limpieza?

—No, he venido por dos razones: una, para ayudarte, y dos, para pedirte que me ayudes.

Stanley asintió.

—Ya veo. Un poco de quid pro quo, ¿no?

—En realidad, no —dijo la señora Harnforth—. Sé que quieres localizar desesperadamente a la cosa esa que te atacó para demostrarle a tu mujer que tu versión de los hechos es cierta. Con respecto a eso, puedo decirte que la criatura que estás buscando es una balarig. Es una bestia inmunda que actúa prácticamente como una viuda negra, como ya has experimentado. Si tu mujer no os hubiera interrumpido cuando lo hizo, da por hecho que hubieras sufrido una de las muertes más insoportables de la historia. Por desgracia, las balarigs son unas maestras del camuflaje. Pero la buena noticia es que puede que exista una forma de rastrear a esta en concreto. —Se llevó la mano al otro bolsillo interior de la chaqueta y sacó una tarjeta de visita—. Este es el número de un caballero que se llama Jackie Rodriguez.

—Aquí pone que es pintor y decorador.

—Y lo es —confirmó la señora Harnforth—. Uno algo mediocre. Pero también es el mejor rastreador que he visto nunca.

—Y a ver si lo adivino… él me ayudará si yo la ayudo a usted, ¿no?

La señora Harnforth negó con la cabeza.

—No, te ayudará porque yo se lo he pedido. Qué desconfiado eres, Stanley.

—No sabría decirle por qué. —Stanley examinó la tarjeta de nuevo y miró a la señora Harnforth a los ojos—. Entonces, ¿por qué quiere mi ayuda?

—A causa de la extraordinaria situación en la que me hallo, necesito llevar a cabo una investigación. No es que no lo haya hecho nunca, porque he dirigido muchas, pero ninguna como esta. Me gustaría contar con tus particulares habilidades.

—¿Y qué habilidades son esas?

—Necesito a alguien que pueda averiguar cosas y que sepa eludir las leyes para conseguirlo. Alguien con unas habilidades tan perfeccionadas que sepa identificar puntos débiles y aprovecharlos. En definitiva, te necesito a ti, Stanley.

Stanley suspiró.

—Para serle sincero, estoy completamente harto de ser quien soy.

—Bueno, entonces aquí está la buena noticia: harás la clase de cosas que llevas tiempo haciendo, pero en esta ocasión estarás en el lado de los buenos.

—¿Y los buenos pagan bien?

La risa de la señora Harnforth sonó suave y melodiosa.

—Depende de cómo lo definas. No quiero presionarte, pero me temo que andamos un poco justos de tiempo, así que necesito que empieces de inmediato.

Stanley se dio unos golpecitos con la tarjeta sobre la rodilla.

—¿Stanley?

—Estoy pensando.

—Ya me imagino —dijo la señora Harnforth—, pero eso no es lo que te he pedido. —Señaló al hombre que salía de las oficinas en la acera de enfrente—. No soy la telespectadora más ávida del planeta pero, ¿no es ese el fulano de no sé qué programa?

Stanley contempló al hombre que se montaba en el BMW, después bajó la mirada hacia la tarjeta y volvió a levantarla.

—Eso… no es de su incumbencia.

Capítulo 5

Aunque Banecroft solo conocía a Betty desde hacía unos minutos, ya había elaborado una larga lista con las cosas que le irritaban de ella. Dejando a un lado el hecho de que se había colado en su reunión sin avisar, como salida de la nada (algo que a Banecroft le molestó particularmente y que había provocado que se cayera de culo delante de toda su plantilla, lo que era más molesto aún), también le había contradicho, desautorizado y puesto en evidencia. Y todo mientras se comía una mandarina de la que no le ofreció, ni a él ni a nadie, un solo gajo. Banecroft no soportaba los malos modales, al menos si venían de otras personas.

Como si esa retahíla no fuera suficiente, Betty se había presentado como Elizabeth Cavendish III. Banecroft esperaba nunca conocer a las otras. Sí, Reggie se denominaba a sí mismo Reginald Fairfax III, pero era tan evidente que se trataba de un artificio adoptado por alguien que se había cambiado el nombre para dejar atrás su vida anterior que Banecroft lo dejaba pasar. Seguramente ni existiera un Reginald Fairfax a secas.

Banecroft dejó pasar primero a Betty al despacho. La mujer alcanzó el escritorio y cogió a Chéjov antes de que él cerrara la puerta, lo que provocó que Banecroft tuviera que añadir su irritante habilidad para ser rápida a la lista.

—Por favor, no toque cosas que no entiende.

—Menuda regla más espantosa —dijo Betty, sin levantar la vista de Chéjov y girándolo entre sus manos—. ¿Cómo va a conseguir entender las cosas si no las toca?

—Es un arma muy valiosa.