Un hombre encantador - C. K. McDonnell - E-Book

Un hombre encantador E-Book

C. K. McDonnell

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Beschreibung

¿Vampiros en Mánchester? Solo La Gaceta del Misterio puede solucionarlo Los vampiros no existen, y a nadie le gusta que aparezcan de repente en Mánchester… Alguien tiene que solucionar el asunto antes de que todo se vuelva una pesadilla: es la hora de que intervenga el equipo de La Gaceta del Misterio, el periódico dedicado a investigar hechos paranormales y misteriosos. Aunque ellos ya tienen bastante con lo suyo: entre deudas de juego, nuevas maneras de insultar al prójimo, una subdirectora que acaba de volver a divorciarse y un inspector de policía con un pasado complicado, la semana en la redacción del periódico no va a ser tranquila.

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Seitenzahl: 606

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Un hombre encantador

C. K. McDonnell

La Gaceta del Misterio 2
Traducción de Marina Rodil

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Hasta que la muerte nos separe
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
La Tierra, ¡cancelada!
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
¡Morrisey está poseído!
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Correcciones y aclaraciones
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Perro malo
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Lo que importa es la obra
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Maridos y alienígenas
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Epílogo 1
Epílogo 2
Contenido extra
Agradecimientos
Notas
Sobre el autor

Página de créditos

Un hombre encantador

V.1: octubre de 2023

Título original: This Charming Man

© McFori Ink Ltd, 2022

© de la traducción, Marina Rodil, 2023

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2023

Todos los derechos reservados.

Este libro se ha publicado mediante un acuerdo con Johnson & Alcock Ltd.

Diseño de cubierta: Marianne Issa El-Khoury/TW

Imágenes de cubierta: © Shutterstock, iStock

Corrección: Lola Ortiz y Carmen Romero

Publicado por Wonderbooks

C/ Roger de Flor, 49, Esc B, Entresuelo, Despacho 10

08013, Barcelona

[email protected]

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-42-1

THEMA: FMX

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Un hombre encantador

¿Vampiros en Mánchester? Solo La Gaceta del Misterio puede solucionarlo

Los vampiros no existen, y a nadie le gusta que aparezcan de repente en Mánchester… Alguien tiene que solucionar el asunto antes de que todo se vuelva una pesadilla: es la hora de que intervenga el equipo de La Gaceta del Misterio, el periódico dedicado a investigar hechos paranormales y misteriosos.

Aunque ellos ya tienen bastante con lo suyo: entre deudas de juego, nuevas maneras de insultar al prójimo, una subdirectora que acaba de volver a divorciarse y un inspector de policía con un pasado complicado, la semana en la redacción del periódico no va a ser tranquila.

Best seller del New York Times, no te pierdas la serie adictiva que ya ha enganchado a miles de lectores

«C. K. McDonnell ha conseguido otro triunfo de su elenco de entrañables perdedores.»

Daily Mail

«De ritmo trepidante, muy bien escrita y con unos personajes para morirse de risa, Un hombre encantador te hará reír a carcajadas una y otra vez.»

The Book-Dragon

«Las novelas de McDonnell se han comparado con frecuencia con las de Terry Pratchett y, con sus diálogos afilados como látigos y su ironía, es una comparación acertada.»

Scotsman

«El autor se deleita con las personalidades [de sus personajes], sus debilidades y defectos mientras te guía con humor a través de un paisaje de fantasía urbana repleto de mitos y magia, a menudo ocultos a plena vista.»

Starburst

«Si buscas una novela que contenga algunos elementos sobrenaturales, pero que también esté ambientada en el mundo real […], con un montón de humor y bromas que te hagan reír, ¡no olvides hacerte con Un hombre encantador!»

The Nerd Daily

#wonderfantasy

En memoria de Ian Cognito

D.E.P. (Descansa Eternamente, Prevalece)

Prólogo

El hambre.

La puta hambre.

Phillip nunca había sentido nada igual. Puesto que había nacido en las comodidades del primer mundo, nunca había conocido el hambre de verdad. Claro que se había saltado alguna comida o que se había sentido famélico buscando la única tienda de fish & chips abierta a las tres de la mañana, pero lo que notaba ahora era algo completamente distinto.

Esto no era esa clase de hambre.

Trató de mantenerse en la sombra mientras caminaba. No quería que nadie le viera y las luces brillantes de la ciudad le dañaban los ojos.

Hacía un calor que no era normal para la estación del año en la que estaban. Solo en Mánchester podrían considerar poco habitual el calor del verano, pero así era. Llevaban seis días de ola de calor y ya empezaba a hablarse de cortes en el suministro de agua a nivel nacional, lo que era todo un logro en una isla empapada por el agua de lluvia.

El hambre había empezado el día anterior. Al principio lo había ignorado casi por completo. Le había dicho a su madre que le daba la impresión de que había cogido algo y, puesto que era sábado, no había tenido que llamar al trabajo para comunicar que se encontraba mal. Les había enviado un mensaje a sus amigos para decirles que no le apetecía salir y le habían tachado de flojo. En cuanto se había despertado esta mañana, sin embargo, se había dado cuenta de que algo no iba bien; nada bien. Notaba algo distinto en la boca. Gritó conmocionado cuando se miró en el espejo y se mordió su propia lengua al hacerlo.

Una rápida consulta en Google solo ofreció como resultado un par de páginas web de broma. No encontraba nada que explicara cómo se podían desarrollar unos dientes así de la noche a la mañana. Además, estaban muy afilados.

Llamó al dentista para que le dieran una cita urgente; iba a costarle una pasta, pero estaba acojonado. Después pidió un Uber para que le llevara. Mientras esperaba de pie en el vestíbulo de su edificio, la luz que se filtraba desde el exterior le hacía daño en los ojos. Se quedó allí, con el teléfono en la mano, contemplando el dolorosamente lento progreso del icono del coche en la pantalla y, a continuación, trató de salir al exterior…

Sus gritos atrajeron la atención de un par de chicas que pasaban por allí, sin duda de camino a tomar el sol en alguna parte, y las sacaron de su animada charla. Se acercaron y lo hallaron tumbado en el umbral de la puerta, retorciéndose en el suelo. Una de ellas le apartó las manos de la cara y su amiga gritó. Phillip subió a toda prisa por la escalera y regresó a su piso, donde cerró las cortinas y trató de calmarse.

Esto tenía que ser una broma. Alguien le estaba gastando una broma y además de muy mal gusto. Pero, ¿cómo lo habían hecho? ¿Le habían echado algo en la bebida? Keith… el muy capullo… Le había asegurado que había dejado de hacer ese tipo de cosas, pero Phillip no lo creía. Enfadado, le envió un mensaje acusatorio pero solo recibió como respuesta lo que parecía verdadero desconcierto. Phillip ignoró sus llamadas. Si no había sido Keith, no quería que se enterara de nada de esto. El imbécil se lo contaría a todo el mundo.

Desesperado, llamó al servicio médico de emergencias. La mujer que le cogió el teléfono se rio de él y le dijo que dejara de hacerles perder el tiempo con bromas de mal gusto.

Phillip volvió a situarse frente al espejo. Su aspecto había cambiado más allá de los dientes: tenía la piel más pálida, salvo en el lado derecho del rostro, donde le había dado el sol y parecía haberse quemado puesto que lo tenía enrojecido, le ardía y le dolía al tocarlo; y, a pesar de estar en mitad de una ola de calor, sentía frío.

Hasta que no se llevó la mano hacia el rostro marcado, no se dio cuenta de lo largos que tenía los dedos. En ese momento fue cuando se acojonó de verdad. Acurrucado sobre la cama, se balanceó adelante y atrás mientras las lágrimas le caían por las mejillas. Cuando terminó de llorar, lo embargó algo de claridad.

Fuera lo que fuera esto, se trataba de un asunto médico; debía ir al hospital. No quería llamar para pedir una ambulancia porque le harían más preguntas y no podía soportar que alguien más se riera de él. No, esperaría a que el sol se ocultara e iría andando; solo estaba a quince minutos de distancia.

Tomada esta decisión, se calmó un poco. Al menos ahora tenía un plan.

Se pasó el resto del día hambriento pero sin ser capaz de comer. Además de tener que lidiar con sus nuevas piezas dentales, todo lo que se llevaba a la boca le daba arcadas.

Su teléfono le informó de que el sol se ponía a las 21:26. Esperó hasta que fueron y media y se puso su gruesa sudadera negra con capucha. «Señor Negro», ese había sido su apodo en el grupo.

Mientras se preparaba para salir de casa, se acercó al espejo del vestíbulo para comprobar su aspecto, pero no se vio reflejado en él.

Había evitado, deliberadamente, utilizar la palabra que empieza por uve durante todo el día, incluso en su cabeza. Era absurdo. Una estupidez tremenda. Una…

Pero ahora… No tenía reflejo. ¿Cómo era posible? Todo parecía una pesadilla de la que no era capaz de despertarse.

Se sentó y trató de pensar. En su día, como todos, había visto un par de tontas películas de miedo, pero nunca le habían gustado demasiado. Aun así todo el mundo se sabía lo básico: tenían que morderte. Así es como te convertías en un… Y a él no le habían mordido. Se había liado con una española unos días antes y, vale que estaba un poco salida, pero nadie había mordido a nadie. Y luego estaba la pelirroja del fin de semana anterior. ¿Se trataría de una ETS? ¿Era eso? Si lo era, la solución seguía siendo la misma.

Ante la ausencia de cualquier idea mejor, abandonó el piso y se dirigió al Manchester Royal Infirmary. Además, era lo que el hambre quería que hiciera.

No tardó en llegar al hospital pero, una vez allí, pasó de largo. Se dijo a sí mismo que se estaba armando de valor y que una pequeña caminata lo relajaría. Sabía que tener que explicarlo todo sería complicado, así que se tomaría unos minutos para aclarar la mente y después entraría. Eran médicos, al fin y al cabo, y su trabajo consistía en ser comprensivos. Incluso con algo como esto.

Cuando se quiso dar cuenta estaba en Oxford Road, inmóvil en un portal oscuro que había frente a un bar de estudiantes. Mientras los observaba, se fijó en una chica que salía a la calle tambaleándose. Se le había corrido el rímel y tenía un aspecto terrible, como si fuera a vomitar. Hasta que Phillip no se descubrió a sí mismo preparándose para cruzar la calle y seguirla, no se detuvo.

¿Qué coño estaba haciendo? Conocía bien la respuesta: estaba cazando.

Pero no de la forma habitual en la que uno busca algo de acción; estaba salivando.

Salió corriendo.

Sin saber hacia dónde.

Simplemente corrió, corrió y corrió.

La gente… Las luces… El tráfico atronador y las voces… Todo se volvió borroso mientras corría como si le fuera la vida en ello.

Solo se detuvo cuando se desplomó, agotado.

Estaba tirado en el suelo y sobre él se cernían varias máquinas pesadas. Se encontraba en una obra, pero podría ser cualquier sitio porque no es que precisamente escasearan en la ciudad. La semana anterior se publicó un amplio reportaje sobre ello en el Evening News: «El boom inmobiliario de Mánchester».

—Oiga, señor, no puede estar aquí.

La voz provenía de algún lugar detrás de su cabeza y parecía ser de alguien de Europa del Este. Phillip estaba demasiado cansado para moverse.

—He dicho que… —La figura de un guardia de seguridad con un chaleco reflectante apareció bocabajo sobre Phillip. Llevaba una linterna y le miraba desde arriba. Los ojos del hombre se abrieron de par en par y su voz se suavizó—. ¿Se encuentra bien?

Cuando el guardia iluminó el rostro de Phillip con la linterna, algún instinto en su interior le hizo contener el aliento.

Antes de que fuera consciente de lo que estaba pasando, Phillip se puso en pie.

El guardia de seguridad se tambaleó hacia atrás y la distante luz de las farolas iluminó el terror que había en su rostro.

—¿Qué demonios eres?

Phillip no respondió. Ahora ya lo sabía, lo sabía.

Se quedó contemplando al guardia mientras este entraba en pánico y buscaba a tientas su walkie-talkie, que terminó cayendo al suelo. Phillip había perdido por completo el control. El hambre le había atrapado.

Ahora, Phillip caminaba deteniéndose de vez en cuando y tratando de vomitar. Por mucho que lo deseara, no lo conseguía. El hambre había cesado, dejándole una sensación de repugnancia que lo consumía. Los recuerdos de lo que había ocurrido no dejaban de desfilar por su mente. ¿En qué se había convertido? ¿Cómo podía estar pasándole esto a él? ¿Se trataba de alguna clase de castigo?

Era tarde; apenas las primeras horas de la mañana. Phillip tenía una idea vaga de dónde se encontraba. No era una zona a la que uno le gustara frecuentar, aunque él lo había hecho en una ocasión: cuando Jeffers y él se acercaron en coche para pillar algo de maría, una experiencia que no había resultado agradable. En circunstancias normales, no lo habrían pillado allí ni muerto. Menuda ironía…

Un par de adolescentes salieron de un callejón que tenía delante y lo miraron de arriba abajo. Phillip desvió la mirada y siguió andando.

—Oye, tío, ¿estás bien? —Ahora le estaban siguiendo.

Los ignoró y siguió adelante.

—Solo estamos tratando de ser amables —dijo otra voz.

Aceleró el paso, pero sonó como si ellos también lo hicieran.

—¡Estás siendo un maleducado, tío!

—A lo mejor deberíamos enseñarte buenos modales.

Delante, Phillip distinguió lo que estaba buscando. Su objetivo, aunque ni siquiera quisiera reconocérselo a sí mismo, estaba justo ahí.

Una figura caminaba de forma inestable por la acera: una mujer joven. Se notaba incluso de lejos. Iba descalza, con un par de tacones balanceándose entre los dedos de su mano derecha. Se detuvo en el semáforo de una calle de dos carriles.

Phillip salió disparado.

Aún podía escuchar a los chicos a su espalda, que también echaron a correr para perseguirle, pero no importaba. Ahora era más rápido; mucho más de lo que lo había sido nunca. Sus pies apenas rozaban el suelo.

Delante de él, la joven pulsó el botón del paso de cebra y después abrazó el poste para mantenerse erguida. La carretera era una de las arterias principales de entrada y salida de la ciudad e, incluso a estas horas de la noche, había tráfico en ambos sentidos.

En algún punto de la calzada, un camión pesado hizo un ruido metálico cuando pasó por encima de un bache particularmente grande. Phillip se dio cuenta de que oía mejor.

Y su olfato también había mejorado.

Todos sus sentidos se habían agudizado.

Sabía que la joven que tenía delante llevaba Coco, el perfume de Chanel, y que olía a ron y Coca-Cola. La brisa cálida de la noche también arrastraba un aroma a cigarrillos y a sudor.

El camión seguía avanzando con dificultad y la chica seguía pegada al poste; completamente ajena a su alrededor. Centrada únicamente en el hombrecillo rojo y en que se pusiera verde para poder continuar su agotadora y ardua vuelta a casa. Estos semáforos tardaban siempre un siglo en cambiarse.

La joven estaba desesperada por ir al baño. Phillip lo supo mientras se dirigía rápidamente hacia ella. Pero, ¿cómo era posible?

Todo era cuestión de dar con el momento adecuado. Lo había medido a la perfección; ahora podía hacer esa clase de cosas.

La clave estaba en no pensar; simplemente actuar.

Dejarse llevar.

Lo primero que notó la joven fue la ráfaga de viento que produjo algo que pasó a toda velocidad a su lado y luego saltó.

Lo primero que notó el conductor del camión pesado fue el sonido que produjo algo que chocó, con fuerza, contra la parte frontal de la cabina.

Pisó a fondo el freno, provocando que el remolque se deslizara por toda la carretera. El coche que tenía detrás, que acababa de acelerar para saltarse el semáforo en ámbar, se vio obligado a virar hacia la mediana central para evitar darse de lleno con la parte trasera del camión.

El conductor, al que el corazón le latía con fuerza a medida que la adrenalina se repartía por su cuerpo, agarró firmemente el volante hasta que el camión se detuvo al fin.

¿Contra qué se había golpeado? ¿Contra qué?

Se dejó caer en su asiento y solo entonces se percató de la sangre esparcida por el parabrisas.

Algo estaba ardiendo.

En alguna parte, detrás de él, gritó una chica.

Capítulo 1

Hannah se detuvo a estirar los músculos isquiotibiales.

Aunque no le hacía falta —al menos no más que el resto de su cuerpo—, se dio cuenta enseguida de que si no lo hacía, simplemente parecería la mujer en baja forma y empapada en sudor que, apoyada sobre una valla del extremo del parque, trataba, con todas sus fuerzas, de no vomitar y de no desplomarse. Aquel era el primer día de su nuevo yo. Tenía que admitir que la idea de ir corriendo al trabajo le había parecido mucho mejor dos noches atrás cuando había hecho un trato consigo misma. ¿Qué clase de idiota sigue los consejos de un borracho incluso aunque ese borracho sea uno mismo? ¿Y quién demonios decide empezar a correr en mitad de una ola de calor?

La iniciativa de la «nueva yo» había partido de los acontecimientos vividos durante las dos semanas anteriores: principalmente, tener que cogerse unos días libres para conseguir que la «antigua yo» se divorciara del patético gasto de oxígeno con trajes de Armani con el que había estado casada. Había tenido que viajar a Londres porque allí era donde se encontraba el abogado de Karl. Dado que él era la «parte infractora» y no la «parte perjudicada», cualquiera habría esperado más deferencia por su parte, pero Hannah le conocía bien. Según la visión del mundo de Karl, él siempre era el perjudicado. En su cabeza, sin duda, se había montado una historia de por qué él era la víctima y Hannah se había asegurado de que le prohibieran compartirla con ella.

No había sido tan terrible como había esperado. Bueno, sí y no. No quería prácticamente nada de Karl, pero el muy cabrón aún encontraba formas de complicar las cosas. Según él, ambos habían firmado conjuntamente un montón de préstamos e hipotecas mientras estaban juntos, cosa que ella no recordaba en absoluto. Al parecer las ganas de emanciparse de Hannah eran muy inoportunas y Karl le estaría muy agradecido si dejaba de tocar las narices.

Parecía que todo aquello no iba a acabar nunca, hasta que Hannah estudió una parte de la documentación relativa a estos complejos acuerdos financieros y se percató de algo interesante: su firma no era su firma. Daba la impresión de que Karl llevaba años falsificándola. Como es evidente, él lo negó, furioso, y dijo, de varias formas, que ella debía de haberlo olvidado o de haber estado borracha o bajo los efectos de una adicción inventada a un medicamento que ella, claramente, no tenía. Aun así, las cosas fueron mucho más fluidas después de que se solventara la cuestión de las firmas.

De alguna forma, la situación en conjunto había sido triste. Como mínimo, había recordado que estaba haciendo lo correcto, a pesar del insoportable buen aspecto de Karl. Se había casado con un crío egoísta y, aunque resultara bochornoso reconocerlo, por fin estaba corrigiendo su error. Fin de la historia.

Lo importante, por lo tanto, era seguir adelante. Y Hannah podía decir muchas cosas sobre los tres meses que llevaba trabajando para La Gaceta del Misterio, pero desde luego te ayudaba a ponerlo todo en perspectiva. Durante su primera semana había descubierto que los monstruos existen de verdad, al igual que la magia, y que un grupo de inmortales llamados los Fundadores dirigían prácticamente el mundo entero en secreto, tras haber conseguido su inmortalidad por chuparles, literalmente, la sangre a las personas conocidas como los Antiguos, que eran, básicamente, unos tipos mágicos. Cuando te das cuenta de que has vivido completamente ajeno a cómo es verdaderamente el mundo, de las maravillas que en él habitan, y de la eterna batalla que se desarrolla bajo la superficie, digamos que la mirada lasciva y mujeriega de tu marido —además de las otras partes de su cuerpo— no parece tan importante.

Hannah fingió que estiraba la parte superior del cuerpo. Una de las muchas razones por las que la idea de ir corriendo al trabajo era tan absurda —se estaba dando cuenta de ello ahora—, era porque tendría que atravesar la continua oleada de personas trajeadas que se dirigían a sus brillantes oficinas del centro de la ciudad. Desde su piso cerca de Piccadilly Station había, teóricamente, una ruta razonable, pero no había contado con la cantidad de personas que tendría que esquivar. Y, lo que es peor, con la cantidad de personas que estarían presentes para ver cómo se daba cuenta de lo pésima que podía ser tu forma física tras tragarte tus emociones y bañarlas con cosas que, normalmente, solo te producen más emociones.

Hannah decidió estirar dando una zancada adelante y se arrepintió de inmediato. Su quejido llamó la atención de un veinteañero que se la quedó mirando cuando pasó por su lado. ¿Era eso una sonrisa de burla? Menudo descarado. Lo intentó de nuevo con la otra pierna porque, de lo contrario, estaría demostrando que la primera vez había sido un error de juicio.

En realidad no conocía a ninguna de las personas que pasaban a su alrededor, así que ¿por qué le obsesionaba tanto lo que pensaran? ¡Era absurdo! «Vamos, mujer, supéralo ya. Termina tu carrera hasta la oficina, donde te espera una maravillosa ducha en el precioso cuarto de baño nuevo que los albañiles ya habrán instalado a estas alturas».

Desde que aceptara el puesto de asistente editorial, Hannah se había enfrentado a muchos desafíos. Dejando a un lado la primera semana, con sus múltiples experiencias al borde de la muerte y sus sorprendentes revelaciones, desde entonces habían surgido batallas más importantes, principalmente relacionadas con cómo debía dirigirse una organización profesional. Vincent Banecroft, el editor jefe y capullo al mando, era «complicado» de la misma forma en que, en un santuario para gatos, podrían emplear ese término para describir a un minino que trata de arrancarte la cara mientras duermes.

Había una batalla en curso para evitar que Banecroft tratara a los empleados como si fueran una tremenda inconveniencia cuya presencia le impedía dirigir el periódico como a él le gustaría. Durante su primera semana, Hannah había dado por hecho que Banecroft estaba simplemente de mal humor, dado que, el primer día, se había disparado, literalmente, en el pie. Al parecer eso había sido una muestra de su mejor comportamiento.

Después, Hannah se había visto obligada a estirar el presupuesto del periódico para cubrir las reformas del edificio. La causa había sido Stella, la chica a la que técnicamente consideraban la becaria, que ahora vivía en las instalaciones junto a Banecroft y Manny, el impresor (entre otras funciones más difíciles de explicar). En realidad, ahora que lo pensaba, había cuatro personas viviendo allí, si incluías al espíritu que cohabitaba en el cuerpo de Manny.

Grace, la gestora de la oficina y mamá osa del equipo, se había mostrado muy disconforme con esta situación, pero Banecroft había insistido. Entre la plétora de revelaciones a la que Hannah había sido sometida durante su primera semana había estado el descubrimiento de que la becaria tenía poderes; poderes que no podía controlar y que casi derriban la casa de Grace. Ahora la gente sentía interés por Stella y eso ponía a todo el mundo de los nervios. La redacción de La Gaceta del Misterio se encontraba en una vieja iglesia —la Iglesia de las Almas Antiguas— y estaba protegida por lo que eufemísticamente se conocía como «la amiga de Manny». No era una solución perfecta, pero nada lo era.

Esta nueva situación significaba que el baño del periódico —que consistía en un inodoro y un lavabo agrietados y una ducha que parecía que iba a dejarte más sucio que cuando entrabas— no estaba hecho para dicho propósito. Mientras Hannah había estado fuera, habían contratado a unos albañiles para que lo solucionaran todo de una vez. Le había preocupado un poco tener que hacerlo justo en ese momento, pero la disponibilidad de los albañiles era limitada y, puesto que eran los únicos dispuestos a hacerlo por ese dinero, no había quedado más remedio.

Aun así, Hannah había dado por hecho que todo había ido bien. Al menos no había recibido ningún mensaje que demostrara lo contrario. Se había pasado el día anterior leyendo y revisando las dos últimas ediciones de La Gaceta del Misterio.

Antes de marcharse, había trabajado día y noche para conseguir que las secciones con los artículos de las siguientes dos semanas estuvieran prácticamente hechas y editadas. El resto de artículos, a pesar de que todo el mundo le aseguró que arrimaría el hombro con la edición y que Ox volvería a activar el corrector ortográfico en su ordenador, tenían una calidad «variable».

Se habían producido algunos errores desafortunados en lo que respecta a las leyendas, con fotografías que aparecían donde no debían. Hannah estaba segura casi al cien por cien de que el artículo titulado «Bestia misteriosa avistada en el alcantarillado de Londres», que había terminado incluyendo una imagen de Katie Hopkins, una «personalidad de derechas», no había sido un error, sino Stella pasándoselo bien. Aun así, habían sido un par de ediciones razonablemente buenas en general, y Hannah las había leído con sentimientos entremezclados. Como es evidente, había querido que fueran buenas, pero tampoco demasiado (a todo el mundo le gusta saber que se le echa de menos).

Consultó la hora en su reloj; tenía que ponerse en marcha ya. Banecroft era un maniático de la puntualidad, sobre todo la de los demás. Hannah empezó a correr de nuevo, tirando disimuladamente de su conjunto en algunos lugares clave para que no se le pegara con el sudor.

La iglesia apareció ante sus ojos en el extremo más alejado del parque. Tenía que admitirlo: verla hizo que se le acelerara el corazón. Podría haber sido el primer aviso del infarto al que probablemente parecía dirigirse, pero rechazó ese pensamiento. A pesar de todo, disfrutaba trabajando allí. Le gustaban sus compañeros, aunque no Banecroft. A nadie le gustaba Banecroft —probablemente ni siquiera al mismísimo Banecroft—, pero el resto de empleados sí que le caían bien. Además le parecía un trabajo interesante. Fascinante, de hecho, ahora que sabía que ocurrían muchas más cosas en el mundo de las que podría haberse imaginado.

Mientras salía del parque y cruzaba la calle, la emoción de volver se disipó de golpe cuando se vio obligada a tirarse al suelo para que no le golpeara el nuevo inodoro, que acababa de atravesar el cristal de una de las ventanas superiores.

Capítulo 2

Hannah subió atropelladamente hasta lo alto de escalera, esquivando de milagro el maltrecho cuarto escalón desde arriba, y casi se precipita sobre el área de recepción. Un reducido grupo de sus compañeros estaba allí para saludarla a pesar de la notable ausencia de una pancarta de bienvenida. Reginald, Ox y Stella estaban allí, con cara de estar pensando que el edificio podría estar en llamas, pero también de querer asegurarse del todo de que así era antes de evacuarlo.

Reginald, dando muestra de sus reflejos felinos, cogió a Hannah cuando esta se tropezó.

—Qué detalle que te dejes caer por aquí —dijo, moviendo las cejas, antes de darse cuenta de lo sudada que estaba Hannah. La colocó en pie de inmediato, sacó un botecito de gel hidroalcóholico perfumado del bolsillo interior de su chaleco y se limpió las manos.

—¿Qué está ocurriendo? —jadeó Hannah.

—Oh, has vuelto, ¡por fin! —dijo Ox.

—Estaba de vacaciones, Ox.

El grupo se volvió cuando se escuchó otro chasquido proveniente de la oficina principal, también conocida como el toril.

—Eres una vergüenza de ser humano, Vincent Banecroft. ¿Me oyes? Una vergüenza.

Aquella era una opinión muy popular, pero la voz que la expresaba en esta ocasión era la de Grace.

—¡Que el Señor me perdone, pero eres un hombre espantoso!

—Si tu Señor hubiera presenciado el uno trabajo que esos cuatros estaban haciendo, ni siquiera Él los hubiera perdonado.

La segunda voz pertenecía a Vincent Banecroft, aunque la frase que había pronunciado no tenía ningún sentido para Hannah.

—Ni se te ocurra nombrar al Señor en mi presencia, despreciable pagano.

Se escuchó otro ruido estrepitoso.

—¿Nadie piensa separarlos? —preguntó Hannah mientras se volvía.

—Ya lo hicimos las primeras veces —comentó Stella con el rostro cubierto por una cortinilla de pelo morado recién teñido mientras miraba su teléfono móvil—. Ha ocurrido varias veces—. El sonido de algo de madera rompiéndose la interrumpió—. Aunque esta parece ser la peor de todas.

—¿Por qué no me llamasteis? —preguntó Hannah.

—Porque Grace nos dijo que la primera persona que te molestara mientras disfrutabas de tus vacaciones de divorcio respondería ante ella —explicó Ox.

—¿Y qué? —contraargumentó Hannah—. ¿De repente tenéis miedo de Grace?

El grupo dio un paso atrás cuando algo pesado golpeó la pared de la oficina, lo que hizo que se agitara de forma preocupante.

—De repente no —dijo Reggie.

Hannah sacudió la cabeza.

—Esta es la valentía que hace que nuestro equipo periodístico destaque de verdad.

—Recurrir a la violencia —estalló Banecroft— es el último recurso de las mentes débiles.

Todos se encogieron ante aquel comentario. Grace se tomaba particularmente mal cualquier insinuación de que no era una persona inteligente.

—Vaya, ¿no me diga, señor Banecroft?

—Baja eso —dijo Vincent cambiando repentinamente a un tono de voz más conciliador—. Podría… podría considerarse legalmente un arma.

—Oh, eso espero.

—Vale —dijo Hannah dirigiéndose hacia la puerta—. Stella, lo más rápido que puedas, ¿me haces un resumen, por favor?

—Grace ya estaba cabreada porque Banecroft descubrió una forma de sortear su acuerdo de no jurar y decir palabrotas en la oficina, y, para colmo, ayer él despidió a los albañiles.

Hannah se volvió sobre sí misma, encolerizada.

—¿Despidió a los albañiles?

—Eso es lo que dijo Grace justo antes de entrar ahí furiosa.

—Genial… —dijo Hannah, suspirando. Cogió una bocanada de aire, atravesó la sala entera y abrió de par en par las puertas del toril mientras los otros tres se apresuraban a quitarse de en medio.

En su cabeza tenía pensado decir algo agradable y cortés como «¡Qué estupendo volver al trabajo!» o «¿Me habéis echado de menos?». La carnicería que se estaba produciendo, sin embargo, la pilló completamente desprevenida.

—¡Grace, deja inmediatamente ese mazo en el suelo!

Capítulo 3

Hannah respiró hondo.

—Vale, vamos a hablar de este asunto como adultos.

A sus espaldas, Stella se mofó burlonamente.

—¡Stella! Eso no ayuda. —Hannah se sintió mal por su tono agresivo—. Aunque, por otro lado, me encanta tu nuevo color de pelo.

El cumplido fue recibido con lo que podría ser un «gracias» pronunciado entre dientes.

Hannah estaba en medio del toril. Miró a derecha e izquierda, donde Grace y Banecroft, en lados opuestos de la habitación, se fulminaban el uno al otro con la mirada. En cuestión de un par de minutos, Hannah había conseguido tranquilizar a Grace para que dejara el mazo y, en un movimiento preventivo, había confiscado el trabuco de Banecroft.

—Vale —dijo Hannah—, empecemos por el principio.

—Me estáis haciendo perder un tiempo precioso —se quejó Banecroft—. Soy un hombre ocupado y no tendría que estar lidiando con estos doses.

Hannah dio una palmada.

—Perfecto, empecemos con eso entonces. ¿Por qué da la impresión de que has abandonado el uso del lenguaje en favor de una especie de híbrido numérico?

—¡Stella! —la llamó Banecroft sonriendo.

Stella irrumpió en el despacho de Banecroft y, momentos después, reapareció con un gran tablero de madera con ventanitas numeradas del uno al doce. Parecía algo sacado de un concurso de la tele. Los números del uno al diez ya se habían abierto y mostraban las palabrotas más comúnmente utilizadas. Los números once y doce aún permanecían cerrados.

Hannah estudió el tablero durante unos segundos antes de darse cuenta de lo que era y puso los ojos en blanco.

—A ver si lo adivino… —Pero no consiguió acabar la frase.

Grace señaló en dirección a Banecroft.

—Este hombre odioso está rompiendo las condiciones de nuestro acuerdo.

—Ah —dijo Banecroft—, eso no es cierto, como descubrirás. Si lo prefieres, podemos repasar la terminología exacta del acuerdo.

A juzgar por el sonoro quejido colectivo que se produjo como respuesta, Hannah dedujo que no era la primera vez que Banecroft se ofrecía a hacerlo.

—Vale, vale —dijo Hannah, ansiosa por seguir adelante—. Lo pillo. Has conseguido sortear el acuerdo creando una tabla con palabrotas y después empleando los números que les corresponden.

—Pues sí —dijo Ox desde su posición de relativa seguridad al fondo de la sala—. Lleva dos semanas destapando una nueva cada mañana.

—Eso es —corroboró Reggie—. Y después las usa como nombres, las combina, etcétera.

Hannah miró a Banecroft.

—Qué interesante que lo hayas hecho mientras yo no estaba.

—Quería hacer algo que mejorara la moral mientras estábamos faltos de personal —dijo Banecroft encogiéndose de hombros.

—¿En serio? —preguntó Hannah mientras miraba a su alrededor y contemplaba el efecto causado por Grace al coger algunos de los ladrillos de la obra, que había en una esquina del toril, y tratar de levantar la moral general matando a Banecroft con ellos—. Pues parece que lo has hecho a la perfección.

—Por cierto —añadió Reggie—, quizás este no sea el momento pero, los números ocho, nueve y diez ¿no son esencialmente la misma palabra? Al fin y al cabo, todas hacen referencia a las partes nobles de los hombres.

—Oh, pero tienen usos distintos —dijo Banecroft—. Puedo llamarte directamente un nueve, pero no un ocho o un diez. De la misma forma, podrías ser un tonto de los ochos, pero eso no funcionaría con…

—¡Podemos dejar de hablar de ello, por favor! —les interrumpió Grace.

—Perdona, Grace —dijo rápidamente Reggie.

—Está bien —dijo Hannah—, dejando a un lado este tema un segundo, ¿por qué no han terminado la obra?

Ante esta pregunta, todo el mundo empezó a hablar a la vez, cada uno levantando más y más la voz para acallar a los demás. Hannah les concedió treinta segundos y después les perforó los tímpanos con un agudo silbido.

—Vale, volvamos a intentarlo de nuevo, esta vez de uno en uno. —Hannah miró a Grace—. ¿Te importa empezar?

—Los albañiles se presentaron aquí el pasado lunes y estuvieron trabajando hasta que alguien les dijo que se callaran.

Hannah se volvió hacia Banecroft.

—Estábamos tratando de llevar a cabo la reunión semanal del equipo editorial, en la que, por cierto, no estuviste presente.

—Estaba de vacaciones.

—Excusas, excusas —siguió diciendo Banecroft—. Les pedí que no hicieran ruido mientras estuviéramos reunidos.

—Ya veo —dijo Hannah—. ¿Y cómo se lo pediste, exactamente?

Banecroft se encogió de hombros.

—Tengo un estilo particular de comunicación y aquellos que no están iniciados en su tonalidad pueden considerarlo, de primeras, algo desagradable.

—Hizo un uso extensivo de los números uno al cinco —aclaró Ox.

—¿Y los albañiles le entendieron? —preguntó Hannah.

—Ni jota —dijo Stella—, hasta que me obligó a sacar esta estúpida tabla para que pudiera señalar las palabras mientras las pronunciaba. Entonces las cosas se pusieron un poco feas. Uno de ellos, bueno… no creo que supiera leer muy bien, pero a juzgar por su intento de dejar al señor Banecroft sin conocimiento, creo que lo esencial lo pilló.

—La función de este periódico no solo es informar, sino también educar —dijo Banecroft.

—En fin… —dijo Hannah—. O sea que los albañiles se marcharon, ¿no?

—Sí —confirmó Grace—, pero tras interminables ruegos logré que accedieran a volver y terminar el trabajo durante el fin de semana. Fuera de nuestro horario laboral para que no molestaran a nadie.

Miró intencionalmente a Banecroft, quien asintió.

—Y después, como jefe, decidí despedirlos. Ahora que todos nos hemos puesto al día, ¿podemos seguir adelante con nuestras vidas?

De nuevo, todo el mundo comenzó a hablar a la vez. Hannah lanzó los brazos al aire, momento en el que se percató del fuerte olor que emanaba de sus axilas, por lo que los pegó al cuerpo sintiéndose repentinamente acomplejada. Por suerte, el resto de sus compañeros permaneció completamente ajeno a su problema de olor corporal por dos motivos: o eran Vincent Banecroft o estaban distraídos gritando a Vincent Banecroft. Además de la cantidad de líos que Hannah tenía que solucionar ahora, cayó en la cuenta de que no podría darse esa ducha que tan desesperadamente necesitaba.

Entre todo el barullo, algo llamó su atención. Un sonido agudo. Solo lo había escuchado en una ocasión, pero era la clase de ruido que uno no olvidaba fácilmente gracias a su distintiva e increíblemente irritante naturaleza y a que, cuando lo escuchó, Hannah se hallaba en una situación bastante dramática.

Como esperaba, la doctora Carter se encontraba en la zona de recepción mirándolos. Aquel ruido había sido su risa. Hannah había coincidido con ella en dos ocasiones. La primera había sido muy breve: cuando se la presentaron como la abogada de La Gaceta del Misterio que acababa de sacarla de la celda de la comisaría de Mánchester en la que Hannah estaba encerrada. La segunda fue cuando, rodeada de soldados de asalto, se descubrió su papel como representante de los Fundadores (la camarilla secreta de inmortales que sería el sueño hecho realidad de cualquier loco de las conspiraciones). Una de las muchas razones por las que aquella risita se había grabado en la mente de Hannah era porque la había escuchado, atada de pies y manos y tirada en el suelo, momentos después de encontrarse cara a cara con un psicópata demente.

Incluso con los tacones, la doctora Carter no medía más de metro y medio. En su rostro mostraba una gran sonrisa y lucía la clase de peinado rubio al que uno podría atacar con una palanca y un soplete sin hacerle ni un rasguño. Además iba ataviada con un traje que parecía pertenecer a la sección más cara de la ropa hecha a mano y llevaba un maletín de piel.

El resto del personal de La Gaceta del Misterio se fue quedando gradualmente en silencio a medida que se percataba de la presencia de la doctora. Hannah cayó en la cuenta de que solo Banecroft, Stella y ella sabían quién era realmente.

La sonrisa de la doctora Carter se ensanchó hasta tal punto que le cubría una sección de la cara más amplia de lo que se consideraba humanamente posible.

—¿Llego en mal momento?

—Para nada —respondió Banecroft—. Has llegado en el momento perfecto. Stella, por favor, descubre la palabra de la ventanilla once.

Capítulo 4

Puesto que en el despacho de Banecroft solo había dos sillas y tres personas, Hannah se puso a buscar algo en lo que apoyarse para que su «invitada» se quedara con el segundo asiento. Esta tarea le resultó más complicada de lo que había imaginado dado que todo lo que había en la habitación parecía estar a punto de colapsar, incluido el propio Banecroft.

Hannah llevaba dos semanas sin aparecer por allí. Ahora, trataba de decidir si, en los meses previos a sus vacaciones, había desarrollado una inmunidad a la agresión multisensorial que suponía entrar en la guarida de su jefe, o si realmente olía y tenía peor aspecto que antes. La luz cegadora del sol golpeaba la espectacular vidriera que había sobre el escritorio de Banecroft, pero para cuando los rayos alcanzaban el otro extremo de la estancia, parecían agotados, sucios y desanimados con el destino que les había tocado en la vida. Como Grace había señalado en numerosas ocasiones, el espacio no atraía ni a las ratas, lo que demuestra que incluso las alimañas tienen principios.

Tras un par de tentativas de dar con un buen sitio para apoyarse, Hannah se situó junto a la ventana que había en uno de los lados. Esta posición implicaba estar de pie en uno de los laterales del escritorio a cuyos lados estaban sentados, respectivamente, Banecroft y Carter. Era como un árbitro en un partido de tenis verbal.

La doctora Carter había entrado directamente y, sin mirar, se había sentado en la silla que sobraba. No había hecho ningún ruido al dejarse caer sobre algún posible resto de comida (o peor), lo que resultó irritante. La gente como ella siempre parecía tener perfectamente bajo control todo lo que les rodeaba, y era algo increíble y jodidamente molesto.

Banecroft se lanzó sobre su propia silla y le echó un vistazo rápido a una taza antes de beberse su contenido con una mueca. Podría haber contenido tanto té frío como whisky caliente.

—Doctora Carter —empezó a decir Banecroft—, ¿a qué debemos el placer de esta visita? Bueno, no… ¿acaso no existe alguna norma por la que tengamos que invitarte a pasar para que entres?

—Vinny, querido, soy vuestra abogada, no un vendedor de puerta en puerta —respondió mientras se recostaba en su silla e inspeccionaba la habitación.

—Hablando de eso, me gustaría despedirte oficialmente como nuestra abogada.

—¡Oh! —replicó ella poniendo cara triste de payaso—. ¿Es por algo que he dicho?

—En absoluto, es más bien que el hecho de que trabajes para un imperio demoníaco no encaja del todo con la declaración de intenciones de este periódico.

—¿Tenéis una declaración de intenciones? Hasta donde había oído, ni siquiera disponéis de un baño que funcione.

Banecroft se inclinó hacia delante.

—¿Cómo lo sabes?

—Si quieres mantener algo en secreto, querido, ¿puedo sugerirte que no te pelees a voces con tus empleados sobre ello?

Banecroft se recostó y asintió.

—Tienes razón.

Entonces se quitó las zapatillas y colocó los pies sobre el escritorio tirando una pila de libros al suelo. Sus calcetines tenían tantos agujeros y manchas inapropiadas que parecían un par de marionetas pasando por una mala racha, posiblemente una adicción a las drogas y algún encontronazo con una trilladora.

—Esperaba que pudiéramos hablar en privado —comentó la doctora Carter.

—Me temo que no es posible. En estos tiempos en que nuestra organización se muestra más cautelosa, tenemos una política que dicta que si cualquiera de nosotros tiene que reunirse con seres puramente malignos, otro miembro del equipo tiene que estar presente. Cuestión de corrección política llevada al extremo.

Mientras la doctora Carter se reía entre dientes, Banecroft no hizo ningún esfuerzo por ocultar su gesto de dolor. Hannah no pudo evitar preguntarse si la mujer la emplearía deliberadamente como un arma para descolocar a la gente.

—¡Ay de mí! ¿Le da miedo a Vincent Banecroft la ancianita moi?

Banecroft introdujo su dedo meñique brevemente en el oído y se lo rascó.

—Hablando de eso, por curiosidad, puesto que eres una de los Fundadores, ¿cuántos años tienes exactamente, ancianita?

La doctora Carter chascó la lengua.

—Bueno, Vinny, sabes que no está bien preguntarle eso a una dama.

—No estiremos tanto el lenguaje como para poder aplicarte ese término, podría romperse.

La doctora Carter se volvió hacia Hannah.

—¿Por qué será, señorita Willis, que, a pesar de sus espantosos modales y su verdaderamente horrorosa higiene personal, las mujeres siguen encontrando a nuestro Vincent tan atractivo?

Hannah volvió la mirada hacia Banecroft, que se estaba mordiendo la uña del dedo gordo del pie que asomaba por la parte superior de su calcetín izquierdo, y después hacia la doctora Carter de nuevo.

—Es uno de los grandes misterios de la vida.

—Eso es cierto —confirmó la doctora Carter—. Aun así —dijo, volviéndose hacia Banecroft—, si prometo portarme bien, ¿podrías, tal vez, excusar a tu secretaria para que podamos hablar en privado?

—Para empezar —respondió Banecroft—, es mi asistente editorial.

Hannah tenía que reconocerle algo a Banecroft: no dejaba que nadie se metiera con sus empleados. A no ser, claro está, que esa persona fuera él.

—Y para terminar, de todos los que estamos en este despacho, su presencia no es la que me resulta más molesta.

—Por supuesto que no —replicó la doctora Carter con suavidad—. Simplemente me refería a que quizá la señorita Willis desea disculparse para ir a cambiarse de ropa.

—¿Por qué motivo? —preguntó Banecroft, desconcertado.

—He venido corriendo al trabajo —explicó Hannah.

—¡Bien por usted! —dijo la doctora Carter sin ninguna intención de no parecer condescendiente.

—A ver —dijo Banecroft—, no todos podemos mantenernos jóvenes bebiendo sangre de vírgenes o lo que mierdas hagáis los monstruos como tú. —Sacó una botella de whisky del cajón inferior y se echó un buen chorro en su taza antes de dar un sorbo directamente de la botella—. Te ofrecería una bebida pero… No, en realidad no es cierto. Bueno, ¿qué podemos hacer por ti?

La doctora Carter chasqueó la lengua de nuevo.

—En serio, Vincent, no tienes que esforzarte lo más mínimo para resultar ofensivo.

—Tienes razón, no me hace falta: tú solita te has cruzado en mi camino. Ahora bien, estoy teniendo una mañana complicada, así que, ¿podemos ir a la parte en la que me pides lo que quieres para que pueda responderte que no y así los dos podemos seguir adelante con nuestras vidas?

Carter asintió.

—Muy bien; tengo una historia para ti.

—Organizamos el Día del Tonto una vez al mes; vuelve el próximo martes.

—Creo que esta te interesará. Anoche, un hombre saltó delante de un camión en la autopista de Princess Parkway. Murió al instante y no hubo ninguna otra víctima, aunque creo que el pobre conductor tiene secuelas por el shock.

—¿Y?

—Y… —continuó la doctora Carter—. Digamos que este hombre era… inusual. Los informes preliminares indican que tenía muy desarrollados los incisivos, la piel pálida, las uñas de las manos alargadas, iba vestido de negro…

Banecroft entrecerró los ojos.

—Espera, espera, ¿me estás diciendo que era un…?

—No, eso no es lo que estoy diciendo.

—Pues lo parece.

—No existen, así que te estoy pidiendo que lo investigues.

—No trabajo para ti.

—Considéralo un favor.

Banecroft miró a la doctora Carter y después a Hannah.

—Cualquiera diría que la buena de la doctora ha malentendido por completo la naturaleza de nuestra relación vis a vis, teniendo en cuenta que es una de los villanos.

—Me parece que todos sabéis bien que la vida nunca es ni tan blanca ni tan negra. Y créeme, Vincent —dijo la doctora Carter contemplando los altos tacones que llevaba puestos como si de repente le sorprendiera y fascinara su existencia—, en las aguas en las que estás a punto de sumergirte, resulta recomendable que te deban un favor.

—¿A modo de salvavidas? —bromeó Banecroft.

—Precisamente.

—Porque en estas aguas hay tiburones.

—Así es.

—Y, por lo visto, vampiros.

La doctora Carter no respondió, pero su sonrisa se disipó y mantuvo la mirada de Banecroft durante un buen rato.

—No sé nadar —dijo Banecroft—, así que me gustaría cobrarme ese favor ahora mismo.

—Perfecto —dijo la doctora Carter—. Conozco a un excelente albañil de baños.

—Estoy seguro de ello, pero no, no necesitamos ninguno.

—El aroma corporal de la señorita Willis sugiere lo contrario.

Hannah se encogió ante el comentario; había sido un golpe directo. Esta mujer tenía un sexto sentido para las debilidades.

—Mi condición para investigar esto —señaló Banecroft— está relacionada con otra de nuestras empleadas: Stella. Quizá la recuerdes.

La doctora Carter enarcó ambas cejas.

—¿La adolescente que exhibió unos inauditos e inexplicables poderes la última vez que nos vimos? No, no la he olvidado.

—Estupendo —dijo Banecroft—, porque quiero que lo hagas; quiero que la olvides. Pero no solo tú. Toda tu organización olvidará por completo su existencia y jamás volverás a mostrar interés por ella o por sus habilidades.

—Según los términos del Acuerdo…

—¿Vale o no vale? —la apremió Banecroft.

La doctora Carter cogió aire y después lo soltó.

—Está bien. No nos interesaremos por la chica siempre y cuando no se convierta en una molestia.

—E imagino que tengo que fiarme de tu palabra y ya está, ¿no?

—Eso creo.

—Vale, pero te aviso: no me gustan nada las personas que renegocian los pactos.

—Oh, Vincent —dijo la doctora Carter—, ¿amenazas con darme unos azotes?

—No, amenazo con atravesarte con una estaca ese corazón frío e inerte que tienes.

La duración y la ferocidad del cruce de miradas que se produjo fue tal que, a pesar de estar en una estancia sofocante en mitad de una ola de calor con un atuendo deportivo empapado de sudor, un escalofrío recorrió a Hannah de arriba abajo. Banecroft fue el que lo rompió con un eructo.

—Una pregunta.

—¿Solo una? —preguntó la doctora Carter.

—De momento, sí.

Ella asintió.

—Dado que perteneces a una organización que, cualquiera asumiría, dispone de recursos considerables, ¿por qué quieres que nosotros investiguemos esto?

—Porque, por su naturaleza, es posible que sea algo relacionado con los Antiguos. Digamos simplemente que tras ciertos acontecimientos recientes, mantenemos una relación tensa con ellos y viceversa. Por lo tanto, en este asunto en particular, preferiríamos no ser nosotros los que vayamos husmeando. —Abrió su maletín, sacó un delgado sobre marrón y lo colocó sobre la mesa—. Aquí tienes una copia del informe preliminar de la policía.

Banecroft asintió.

—Ahora bien, Vincent, querido, si hemos terminado, tendrás que perdonarme. Estoy bastante ocupada hoy y tengo que quemar este conjunto ya que ha estado en contacto con esta oficina. ¿Puedo enviaros a un comité de expertos en saneamiento?

—No, gracias.

—¿Os regalo mejor, entonces, un lanzallamas? ¿Para ver si así alegras este sitio?

—Es una oferta muy amable, pero no.

La doctora Carter se puso en pie.

—Muy bien, que no se diga que no lo he intentado. Vincent, siempre es un placer. Señorita Willis, no se olvide de estirar. Las personas que no están acostumbradas al ejercicio físico a menudo se lesionan al tratar de hacerlo.

—Gracias —respondió Hannah—, lo haré.

Tras decirlo, Hannah se dio cuenta de que no había nada en esas palabras que sirviera de réplica para lo que había estado sucediendo. A pesar de ello, había empleado un tono de voz que daba a entender que así había sido.

La doctora Carter se detuvo un instante, sonrió a Hannah y después abandonó el despacho.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Banecroft.

—Qué inesperado —concedió Hannah—. ¿Estás seguro de que ha sido buena idea?

—Probablemente no, pero quería ver cómo reaccionaba cuando nombrara a Stella. —Se puso en pie—. Ven conmigo, tenemos que bajar al sótano.

—¿Tenemos sótano?

Banecroft empujó unos papeles sobre su escritorio.

—Si eso te sorprende tanto, lo que viene ahora va a hacer que te explote ese diminuto cerebro. —Se dirigió hacia la puerta y se detuvo—. Pero antes de bajar, ¿tienes desodorante? No es por nada, pero la mujer tenía razón: te vendría bien una ducha.

No era la primera vez que Hannah se maravillaba ante aquel hombre que parecía tener, al mismo tiempo, el mejor y peor sexto sentido para intuir a las personas. El peor, porque nadie que estuviera en sus cabales —en general, y en el caso particular del apestoso olor a humo de Banecroft— se atrevería a hacerle semejante comentario a otra persona. Y el mejor porque, sin mirar, se agachó para esquivar el libro que Hannah se sintió obligada a tirarle a la cabeza.

Capítulo 5

Hannah logró interceptar a Grace adelantando a Banecroft por el pasillo que rodeaba el toril y que unía, directamente, la guarida de este con la recepción. Había escuchado, desde lo lejos, el tintineo de aviso de las pulseras de la gerente de la oficina, que sonaban como una manada de engalanados bisontes enfadados descendiendo por una montaña.

Hasta donde Hannah sabía, Grace tenía todos los motivos del mundo para estar furiosa con Banecroft. Aquella mujer era una santa por llevar tanto tiempo soportándolo, incluso antes de que este rompiera la regla de oro. Al darle la vuelta al acuerdo que tenían sobre las palabrotas y haber despedido a los obreros, no solo había traicionado la confianza de Grace una vez, sino dos. La paz entre una mujer temerosa de Dios y un editor jefe considerado por la mayoría como el Demonio se mantenía únicamente porque Banecroft sabía dónde estaban los límites. O al menos así había sido hasta ahora.

Grace sostenía firmemente una carta en su mano derecha y lucía una dramática expresión en el rostro.

—¡Grace! —entonó Hannah alargando los brazos para detener a la lanzada gerente de la oficina—. Justo la persona con la que quería hablar.

Banecroft señaló las escaleras.

—Se suponía que íbamos a…

—Sí, sí —le espetó Hannah—. Dame un minuto.

Hannah guio a Grace de vuelta al escritorio de la recepción, situado en el extremo de la habitación, mientras Banecroft murmuraba algo sobre las mujeres y su cháchara insulsa.

—Ese hombre no me deja más opción —dijo Grace.

—Lo sé —dijo Hannah—. Tienes razón; tienes toda la razón.

Dos minutos después, Hannah se encontró con Banecroft en la planta baja, al final de la escalera.

—Ya era hora.

—Perdona —dijo Hannah levantando el sobre que Grace le había dado—. Estaba hablando con nuestra encargada de la oficina, que quiere renunciar a su puesto porque eres un capullo insoportable.

—Bueno, organizaremos entrevistas para sustituirla mañana mismo entonces —dijo él.

—Oh, por supuesto —dijo Hannah—. ¿Y cómo lo haremos exactamente?

—Pues pregúntale a… —Banecroft se detuvo.

—¿A Grace? —sugirió Hannah—. ¿Era eso lo que ibas a decir? Porque si tú y yo nos quedamos atrapados en este sótano que al parecer tenemos, quizá el número de esta semana se retrase un poco o contenga errores ortográficos, pero si perdemos a Grace, lo más probable es que hacia el mediodía nos quedemos sin electricidad y sin agua corriente.

—En realidad, puesto que puse a los albañiles de patitas en la calle con efecto inmediato —dijo Banecroft—, creo que ahora mismo no tenemos agua.

Hannah sacudió la cabeza.

—¿En qué mundo crees que ese comentario te da la razón? Y hablando de eso, necesitamos un baño que funcione a la perfección y tendrás que pedirle perdón a esos obreros.

—¿Ah, sí?

Sin mediar otra palabra, Banecroft atravesó el pasillo hacia lo que había sido su antiguo baño y lo que actualmente se suponía que sería el nuevo y mejorado. Para ampliarlo, habían tirado la pared de un almacén sellado en cuyo interior se habían descubierto doscientas treinta y dos latas de carne de la marca Spam, sin fecha de consumo preferente, y sin ninguna explicación de cómo habían terminado allí dentro. Hannah sabía que eran doscientas treinta y dos latas porque, cuando por fin se habían dado por vencidos tratando de localizar la llave y habían derribado la puerta unas semanas antes, Ox las había contado antes de ponerlas en eBay. Por suerte, no se habían vendido. Pensando en ello, Hannah no tenía ni idea de qué había hecho Ox con ellas, lo que resultaba un poco preocupante.

Banecroft señaló la puerta y Hannah la abrió. Había esperado encontrarse con un trabajo chapucero o al menos a medio terminar, pero eso no era lo que Hannah descubrió: delante tenía el baño de sus sueños. Sí, era así de triste, pero había soñado con aquel baño. Claro que en su sueño no había un agujero en el suelo donde se suponía que iba el inodoro.

Los azulejos presentaban un diseño en azul y blanco brillante y el lavabo parecía más bonito que el que ella había escogido del catálogo. La ducha era de muy buen tamaño y tenía dos alcachofas. Si acaso, daba la impresión de que los obreros habían empleado materiales de mejor calidad que los que Hannah había pagado. Aquel baño la hizo emocionarse un poco, así que apartó ligeramente la cabeza para que Banecroft no la viera. Quería trasladar allí su escritorio. De hecho, se habría mudado permanentemente y con toda la ilusión del mundo a aquel baño.

—Es… es precioso —consiguió decir.

—Sí —coincidió Banecroft—. Además mira los acabados. Para ser los del presupuesto más bajo, han hecho un trabajo espectacular. Es casi demasiado bueno para ser verdad.

Conocía a Banecroft desde hacía el suficiente tiempo como para saber que tramaba algo.

—¿Y…?

—¿Qué? —preguntó Banecroft con cara de inocencia—. Han hecho un trabajo increíble. ¿Puedo preguntarte si el presupuesto que nos dieron era sorprendentemente más bajo que el de los demás?

—Tal vez.

—Y, según tu experiencia, ¿cuántos trabajadores de este oficio te han dado un presupuesto tan bajo y después han hecho un trabajo que excedía sin límites tus expectativas en lo referente a la calidad de su trabajo?

Hannah puso los brazos en jarras.

—¿Podemos saltarnos la parte en la que demuestras que estabas en lo cierto al despedirlos? Al menos en tu cabeza, me refiero.

Banecroft se encogió de hombros.

—Le quitas la gracia a todo. —Tiró de uno de los azulejos de la pared y lo levantó triunfante—. ¡Tachán!

Hannah se acercó para examinar la zona en la que había estado el azulejo y sus ojos descubrieron un pequeño agujero en los ladrillos. Lo estudió y se volvió hacia Banecroft.

—Vale, evidentemente la colocación de los azulejos no es perfecta.

—¿Eh? No, no me refiero a eso. —Banecroft se dio unos golpecitos en los distintos bolsillos de su traje—. Espera, un segundo… ¡aquí está! —Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta—. No se trata de los azulejos sino de lo que hay detrás del diminuto agujero entre ellos.

Con una floritura, sacó un objeto del tamaño de una pila alcalina tamaño AAA. A Hannah empezaron a revolvérsele las tripas.

—¿Eso es una…?

—¿Una cámara? —concluyó Banecroft—. Sí, así es.

Hannah se encorvó sobre la pared y miró a su alrededor. Aquel Edén de porcelana acababa de ser mancillado para siempre. Claro que, si lo pensaba bien, Banecroft habría hecho lo propio eventualmente —de una forma u otra—, aunque quizá no con tanto dramatismo.

—¡Por Dios! —dijo Hannah—. He contratado a unos mirones pervertidos para que nos arreglen el baño.

—Qué va —dijo Banecroft alegremente—. Eso no es lo que has hecho.

En contra de toda su experiencia, Hannah se atrevió a sentirse esperanzada.

—¿Ah, no?

—No, es mucho peor que eso, ¡ven conmigo!

Mientras Banecroft la conducía afuera y rodeaban el edificio, Hannah tuvo que protegerse los ojos del brillante sol de la mañana. Banecroft estaba tan entusiasmado que parecía a punto de ponerse a bailar.

—Venga, vamos. Tan rápido como puedas. Tenemos muchas cosas que ver.

Hannah tenía que reconocer que nunca le había prestado mucha atención al exterior de la Iglesia de las Almas Antiguas. Sabía de la existencia del garaje-cobertizo en el que Banecroft mantenía su sorprendente Jaguar. También era consciente de la gran cantidad de partes del edificio que necesitaban reparaciones, porque Grace le había pedido amablemente a Manny su ayuda con ellas, y él la había correspondido subiendo al tejado a arreglar alguna de las tejas y goteras más persistentes. Aun así, Hannah se sorprendió cuando Banecroft apartó los cubos de basura y un gran pedazo de lona amarilla y aparecieron un par de puertas metálicas en ángulo. Parecían una trampilla para el carbón. Banecroft las abrió con una floritura y aparecieron unos escalones de piedra.

—Acabo de darme cuenta de a quién me recuerdas —dijo Hannah—. A Willy Wonka.

—¿Por mi maravillosa inocencia infantil y mi don de gentes?

—No, por tu inestable naturaleza y tu aire de que no sales mucho a la calle.

—Para ser una mujer que contrata mirones, eres muy mordaz.

—Creía que habías dicho que no eran unos mirones.

—Y no lo eran, pero intento acostumbrarte a ese concepto para que lo que viene ahora no te resulte tan espeluznante. —Hizo un gesto con la mano hacia los escalones—. Después de ti.

Hannah descendió por ellos a regañadientes. Banecroft encendió un interruptor junto a la puerta, y una bombilla con una luz pálida iluminó la habitación.