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El mal acecha en Mánchester y un grupo de frikis es la única esperanza. La Gaceta del Misterio es un semanario dedicado a resolver los misterios paranormales e inexplicables que tienen lugar en la ciudad de Mánchester. Al menos, a eso aspiran los miembros de su redacción. La realidad, no obstante, es mucho menos prometedora: el editor es un borracho pendenciero y sus periodistas, una pandilla de desubicados a los que nadie toma en serio. Pero cuando Hannah Willis, la nueva asistente editorial, descubre que algunas de las ridículas noticias que sus compañeros han descartado son, de hecho, terroríficamente reales, toda la redacción deberá enfrentarse a las fuerzas oscuras que se abren paso desde los callejones más recónditos de Mánchester y que amenazan con acabar con ellos...
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Seitenzahl: 522
Veröffentlichungsjahr: 2022
V.1: enero de 2022
Título original: The Stranger Times
© McFori Ink Ltd, 2021
© de la traducción, Núria Romero Hill, 2022
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022
Todos los derechos reservados.
Este libro se ha publicado mediante un acuerdo con Johnson & Alcock Ltd.
Diseño de cubierta: Marianne Issa El-Khoury/TW
Imagen de cubierta: © Shutterstock y Getty Images
Corrección: Isabel Mestre y Olga López
Publicado por Wonderbooks
C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª
08009, Barcelona
www.wonderbooks.es
ISBN: 978-84-18509-29-2
THEMA: FMX
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
La Gaceta del Misterio es un semanario dedicado a resolver los misterios paranormales e inexplicables que tienen lugar en la ciudad de Mánchester. Al menos, a eso aspiran los miembros de su redacción. La realidad, no obstante, es mucho menos prometedora: el editor es un borracho pendenciero y sus periodistas, una pandilla de desubicados a los que nadie toma en serio.
Pero cuando Hannah Willis, la nueva asistente editorial, descubre que algunas de las ridículas noticias que sus compañeros han descartado son, de hecho, terroríficamente reales, toda la redacción deberá enfrentarse a las fuerzas oscuras que se abren paso desde los callejones más recónditos de Mánchester y que amenazan con acabar con ellos...
Best seller del New York Times, no te pierdas la serie adictiva que ya ha enganchado a miles de lectores
«Una comedia sobrenatural para los amantes de Terry Pratchett.»
The Times
«Maravillosamente oscuro y extremadamente divertido.»
Adam Kay
«Una obra divertidísima y cinematográfica con personajes increíbles, una narración trepidante y una premisa irresistible.»
Eric Brown, The Guardian
«He leído La Gaceta del Misterio del tirón. Una novela divertida donde los mundos de Mick Herron y Charlie Stross colisionan.»
Christopher Brookmyre, autor best seller
«Cosas extrañas suceden en Mánchester; suerte que están los borrachuzos y disfuncionales periodistas de La Gaceta del Misterio, un periódico dedicado a investigar sucesos paranormales e inexplicables.»
Robbie Millen, The Times
«Una lectura fresca y genuinamente divertida.»
SFX
«A McDonnell le encanta crear personajes, y le encantan los personajes que crea. […] Un libro sumamente divertido.»
Irish Times
#wonderfantasy
Para Mánchester: por la magia y el caos
Los dos hombres estaban en el tejado observando la ciudad agitarse mientras dormía. El más bajo echó un vistazo a su reloj. Ya eran las cuatro de la mañana. Por experiencia propia, sabía que ninguna ciudad podía descansar realmente. Incluso a esta hora había indicios de actividad: el ocasional caminante solitario y las luces de los taxis, que intentaban encontrarse el uno al otro. Aun así, no había momento en que reinase un silencio mayor que este en la ciudad; esa fracción de tiempo antes de que el día se apoderase de la noche.
—¿Y seguro que no hay ninguna otra forma?
El hombre más bajo suspiró.
—No. —Se ajustó el abrigo. Según internet, el tiempo en Mánchester sería «suave», lo que resultó un eufemismo para «permanentemente espantoso».
—Solo que… —empezó a decir el hombre alto.
—Solo que ¿qué? No estamos aquí para negociar.
El alto se giró para fulminar con la mirada a su compañero.
—No es fácil, ¿sabes?
—Créeme, mi parte es considerablemente más difícil que la tuya.
—¡Joder, son cuarenta y dos plantas!
—Ya, pero es de la última de la que realmente tienes que preocuparte.
Un destello de ira brilló en los ojos del hombre alto.
—¿Acaso te parece gracioso?
—No, nada de esto me lo parece. No tienes ni idea de cuánto me ha costado darte esta oportunidad, y, ahora que hemos llegado hasta aquí, resulta que eres un cobarde. Créeme, no me hace ni la más remota gracia.
—Y… ¿puedo tomarme algo para calmarme?
El hombre más bajo se giró y se alejó varios pasos. Alzó la mirada para ver la luna llena que flotaba por el bajo horizonte. Ironías de la vida, necesitaba mantenerse calmado en ese momento. No podía expresar lo que realmente quería decir: al último, le había dejado tomarse algunas pastillas para «calmarse» y había acabado por convertirse en un desagradable cráter en el suelo. Esta vez tenía que funcionar, por lo que el chico no debía saber nada del último hombre. Le había costado todo su ingenio encontrar a otro candidato adecuado en tan solo una semana, pero el tiempo se agotaba. Se dio media vuelta, extendió los brazos y sonrió. Al final, todo depende de cómo uno se venda.
—Mira, es muy sencillo. Para que esto marche, tienes que hacerlo por voluntad propia. Tus niveles de adrenalina deben alcanzar cierto nivel crítico para que reaccione con la mezcla que te he dado; de lo contrario, la transformación no funcionará. —Evitaba usar la palabra «poción»; no tenía el efecto adecuado. Avanzó hasta quedarse a su lado y bajó el tono de voz—. Has visto lo que puedo llegar a hacer y sabes que quiero ayudarte. Solo necesitas poner de tu parte.
El hombre alto volvió a guardar silencio.
Hasta aquí había llegado. Era hora de convertirse en el poli malo. Tenía que conseguirlo.
—De acuerdo. Dejémoslo por hoy. Sé que cuando alguien dice «Haré lo que sea» no lo dice de verdad, es solo una expresión. Simplemente pensé que eras diferente, pero veo que me equivoqué. Puedo tomar un vuelo de vuelta a Nueva York en tres horas. Hasta la vista.
El más bajito se volvió para marcharse, pero el otro lo agarró firmemente del brazo.
—Espe…
El hombre bajo miró a la mano que le agarraba el bíceps.
—Créeme si te digo que no quieres hacer eso.
Al cabo de un momento de indecisión, le soltó el brazo.
Miró a los ojos llorosos del más alto, donde la ira se mezclaba con el miedo y con una gran cucharada de odio. Nada que no hubiera esperado.
—Me dijiste que querías hacerlo. Es más, me lo suplicaste. Es ahora o nunca.
El más alto hurgó en el bolsillo y sacó una fotografía. La miró detenidamente durante unos segundos, la lanzó al aire y empezó a correr lo más rápido que pudo.
El viento paralizó la fotografía en el aire durante un instante: una mujer rubia abrazaba a una niña con pecas en las mejillas, los mismos brillantes ojos azules y una sonrisa desdentada; al siguiente, desapareció, arrastrada en la noche.
El más alto no redujo su marcha al llegar al borde del edificio, por donde desapareció. Sorprendentemente, no se oyó ningún grito durante la bajada y, si lo profirió, se perdió en el viento.
El más bajito se dirigió como si nada hacia delante y miró por el bordillo; cuarenta y dos plantas más abajo, el pavimento estaba maravillosamente intacto. El hombre alto no estaba muerto; simplemente se había transformado. Ahora, era algo diferente. Algo útil.
—Parece que el juego continúa.
Se dio la vuelta y se marchó mientras silbaba una alegre melodía.
En algún lugar cercano, aulló lo que parecía un perro enorme.
Hannah miró lo más rápida y discretamente que pudo a su alrededor antes de vomitar en la papelera. No estaba siendo un buen día y, aunque ni siquiera era la hora del almuerzo, hoy parecía que sería uno de los peores días de su vida. En realidad, lo habría sido de no ser por el hecho de que últimamente todos los días lo eran y cada vez resultaba más difícil diferenciarlos. La vida se había convertido en un largo letargo estresante y parecía que no podía despertarse de él.
En el bolso llevaba el libro de autoayuda Solo hay una dirección, de Arno van Zil, un coach sudafricano. «El pasado es equipaje sobrante que no necesitamos llevar con nosotros». Hannah se aferraba a algunas de las citas como si fueran una balsa salvavidas. La sonrisa cálida del autor en la portada empezaba a parecer una mueca burlona. «Lo que importa es el siguiente paso». No podía mirar atrás, debía seguir avanzando.
Dicho esto, después de vomitar tuvo que sentarse unos segundos para rebuscar en el bolso y encontrar, si Dios lo quería, el caramelo de menta que debería de tener ahí dentro. Hannah estaba encaramada a una papelera que había al lado de un banco. Se encontraba en un parque no muy lejos del centro de Mánchester. De fondo, se oían los chillidos y el alboroto de las niñas y los niños que se divertían en la zona de juegos, mezclados con el sonido sempiterno del tráfico. Guardó el móvil en el bolsillo del abrigo. Empezaba a odiar aquel maldito cacharro.
Cuando tomó la decisión de dejar atrás su antigua vida y sus cosas, el móvil había sido una de las excepciones. No quería ni el dinero ni las propiedades, pero sí que seguiría necesitando comunicarse con el mundo.
Por desgracia, el móvil incluía las redes sociales y a Hannah, por lo que parecía, se le hacía imposible no explorarlas todas. Eran una ventana al pasado que le permitía rememorar los veranos en Londres y el resto del año en Dubái; la riqueza y el evidente consumismo. La función que enseña las fotos de lo que estabas haciendo ese mismo día un año antes era especialmente cruel. Por una parte, le recordaba el vacío de su alma y la soledad que había sentido en aquella época, pero, por otra…, Dios, lo había tenido muy fácil. Era muy cómodo.
Al escuchar la canción «Common People» de Pulp en una tienda la semana anterior, había estado a punto de romper a llorar. Estaba allí plantada, mirando latas de guisantes sospechosamente baratas en un supermercado (mientras se preguntaba durante cuánto tiempo podría subsistir alimentándose principalmente de ellas) cuando Jarvis Cocker, el líder del grupo, metió el dedo en la llaga. Se sintió como la chica hipócrita descrita en la canción.
Acababa de volver de una entrevista para el trabajo de sus sueños que no había ido bien. Estaba absolutamente segura de que soñaría con la entrevista, aunque en forma de pesadilla que se repetiría una y otra vez.
Storn era una marca noruega de muebles exclusivos, de factura artesanal y exquisita, y concepto minimalista y elegante que rápidamente se había puesto de moda entre todas aquellas personas que se lo podían permitir. A Hannah le encantaban; ya había decorado dos casas con ellos, pero lo más seguro era que no podría mirar otra pieza de Storn sin sentir el estómago revuelto.
Al ver la oferta de trabajo, a Hannah le había parecido una señal divina, como si Dios le dijera que iba a salir de esta y que, a pesar de lo que todo el mundo le decía, estaba tomando la decisión correcta.
Se había armado de valor y había llamado a Joyce Carlson. Entre todas las amistades que Hannah tenía de su «vida anterior», ella era una de las únicas a las que consideraba una «amiga de verdad». Al cabo de un tiempo de conocerla, se había dado cuenta de que Joyce tenía un gran sentido de la realidad, lo que le permitía identificar las ridiculeces en su vida al tiempo que las vivía. También era una de las únicas mujeres que había encontrado un trabajo de los de verdad. Había conocido al primer ejecutivo de Storn a través de su marido y la habían contratado para ocupar un puesto en el departamento de marketing al abrir la tienda de Londres. Joyce conocía a la gente adecuada y organizaba las fiestas adecuadas, y le había dado a la empresa la visibilidad ostentosa que buscaba. Tanto era así que ahora también habían abierto una tienda en Mánchester para atender a la selecta área del Triángulo de Oro de Cheshire, y buscaban personal.
Así que Hannah se tragó el poco orgullo que le quedaba y llamó a Joyce.
La charla inicial resultó tan incómoda como había esperado. Joyce fue solidaria con Hannah y tuvo la prudencia de no hacer ninguna pregunta personal. No obstante, Hannah estaba segura de que Joyce sabía todo lo que le había pasado, ya que los detalles más obscenos habían llegado a los periódicos. Sin duda alguna, desde hacía tres semanas, la caída en desgracia de Hannah era la comidilla de todas las conversaciones durante la hora del almuerzo en las oficinas de Cheshire. Mientras hablaba con ella por teléfono, había sido plenamente consciente de que le estaba dando a Joyce un sabroso bocado que podría compartir si lo quería: «Oh, sí. Me ha llamado. ¡Está buscando trabajo!».
Pero le daba igual, necesitaba ayuda sí o sí. Desde el momento en que había mencionado el tema del empleo, Joyce sabía adónde quería ir a parar y había sido lo más sincera posible al decirle que haría todo lo que estuviera en sus manos para ayudarla. Después de todo, Hannah había sido una de sus primeras y más fieles seguidoras en el venerado Storn. Hacia el final de la llamada, Hannah estaba más que segura de que conseguiría el trabajo. Al colgar, se había sentido mareada al pensar que no solo volvería a ser capaz de mantenerse, sino que, al menos, tendría una amiga de verdad. Parecía que, después de todo, no había desperdiciado por completo los últimos once años.
Había ido a la entrevista con total confianza.
—Lo siento mucho, señora Willis, creo que mi asistente ha cometido un error al imprimir su currículum.
—Ah, ¿sí?
—Sí, según esto, estudió Estudios Ingleses en la Universidad de Durham.
—Correcto.
—Pero no se graduó.
—Sí, es que…
—Después de eso, no aparece nada más salvo sus hobbies y algún trabajo de voluntariado. Si me da un momento, la llamaré para que imprima el documento completo. Disculpe las molestias. ¿Quiere un café, un espresso, té, agua con pepino…?
—Em…, lo cierto es que ese es todo mi currículum.
—Vaya, ya veo…
Aquello había sido terrible, pero no tanto como cuando la otra persona que la había entrevistado había reconocido su nombre. Hannah miró el reloj al dejar atrás los edificios de Storn. Su primera entrevista de trabajo de verdad había durado exactamente diecisiete insoportables minutos.
Sentada en el banco del parque, encontró en el fondo de su bolso lo que seguramente era un Tic Tac y se lo metió en la boca. Quienes mendigan no pueden ser quisquillosos.
Además de la entrevista en Storn, hoy tenía otra, básicamente porque se había olvidado de cancelarla. El anuncio en la web era…, bueno, diferente de lo habitual: «Periódico busca a un ser humano desesperado con habilidad para formular frases en su propio idioma. Se busca a gente que no sea imbécil ni optimista, y que no sea Simon».
Estaba segura de que no era un anuncio de verdad, pero envió el currículum de todos modos. Una amable señora llamada Grace, con una mezcla de acento mancuniano y africano, se puso en contacto con ella para proponerle una entrevista. La aceptó, pero, al día siguiente, surgió lo de Storn, por lo que su conciencia no le dio importancia alguna. Incluso esa misma mañana había considerado la posibilidad de llamarla para explicarle que no podría ir, pero prefirió no hacerlo. Tener un plan B es siempre una buena idea.
Así que allí estaba, sentada en un parque cualquiera de una ciudad que no conocía, chupando algo que cada vez estaba más segura de que no era un Tic Tac y a punto de dirigirse a una entrevista de trabajo de la que no sabía absolutamente nada, pero que necesitaba con desesperación. Echó un vistazo al reloj. Mierda, iba a llegar tarde. Sacó de nuevo el móvil del abrigo. Según el mapa, el lugar al que debía dirigirse se encontraba detrás de una vieja iglesia en el lado opuesto del parque.
Se levantó y se sacudió la ropa. Un vagabundo con un parche en el ojo y una barba morena que le llegaba hasta el pecho pasó junto a ella en ese momento, se acercó a la papelera y miró dentro. Arrugó la nariz y negó con la cabeza, disgustado.
—Te lo digo yo, cariño, por aquí andan sueltos unos malditos monstruos.
Hannah se apresuró a doblar la esquina mientras miraba la calle de lado a lado. A su espalda estaba el parque; a la derecha, un campo de fútbol y, a su izquierda, una iglesia. El resto eran páramos con algún terreno de propiedad residencial. La parcela tenía una señal que indicaba que iba a ser edificada con apartamentos de lujo, pero estaba tan abollada y cubierta de grafitis que plasmaba la gran idea que alguien había tenido hacía tiempo y que había quedado obsoleta.
Hannah rebuscó en el bolso hasta encontrar el trozo de papel donde había escrito la dirección. ¿Era posible que la hubiese guardado mal en el móvil?
—Disculpa, querida, ¿te importaría moverte?
Hannah se disculpó de inmediato, aunque, al mirar a su alrededor, no supo de dónde procedía la voz. Estaba totalmente sola en la calle.
—Arriba, cielo. Siempre hay que mirar arriba.
Dio un paso atrás, hacia la carretera, y obedeció. La iglesia era de ladrillos rojos y tenía barrotes en la mayoría de las ventanas. Poseía una belleza desgastada y abandonada. El enladrillado escalaba hasta el tejado de pizarra negra. Más arriba todavía, Hannah vio un vitral redondeado sin barrotes. Para su ojo no entrenado, aquella debería haber sido la característica más notable de la iglesia, de no haber sido por el hombre corpulento en un traje de tres piezas de tartán que estaba de pie en el tejado.
—Dios mío —murmuró Hannah.
—No, cariño. Definitivamente, no soy Dios. —El hombre hablaba con un acento engolado, como el de un actor de la Royal Shakespeare Company—. Querida, ¿te importaría apartarte un poquitín?
Hannah reparó entonces en que estaba justo debajo del hombre y se alejó rápidamente de su trayectoria.
—¿Te… te encuentras bien?
—Muy amable por preguntar, pero eso demuestra tu espantosa habilidad para evaluar una situación. Aun así, no tienes por qué preocuparte. Hala, ya puedes irte.
El hombre se aclaró la garganta y alzó la voz para dirigirse al mundo en general.
—Adiós, mundo cruel. ¡Reginald Fairfax Tercero dejará de ser tu juguete!
Hannah lo miró mientras buscaba las palabras. Sin embargo, fracasó estrepitosamente.
—Oh, no, por favor. ¡No lo hagas, Reggie! —dijo una voz, enfatizando las vocales, algo que estaba aprendiendo a identificar como una característica del acento mancuniano.
Hannah dio unos pasos hacia atrás y descubrió a quién pertenecía la voz: un hombre asiático con una barba desaliñada que se asomaba a una ventana y miraba al otro hombre.
—Tienes muchas razones por las que vivir —añadió.
A Hannah le pareció extraño que el hombre asiático utilizara un tono tan calmado, como si leyera un guion con muy poco entusiasmo. Parecía mucho más entusiasmado con la gran bolsa de patatas fritas que tenía en la mano.
—No, Ox, mi querido amigo. Me liberaré de este yugo mortal y de esta carne mancillada. A ti te dejo todas mis posesiones terrenales.
—¡Vaya, genial! —contestó Ox, casi más para sí mismo que para los demás—. Una colección de chalecos y un fregadero lleno de platos sucios que aseguraste que limpiarías a primera hora.
—¿Qué has dicho?
Ox elevó la voz.
—Nada.
El otro hombre, Reggie, parecía absolutamente ofendido.
—¡Mira quién habla! El que hace que toda la casa huela permanentemente a comida china.
—En mi familia lo llamamos comida, sin más —respondió Ox.
—Encantador. Mis últimos momentos de vida y tú te burlas de mí. Qué típico de ti, joder.
—¿Quieres relajarte? No tienes por qué hacer de todo un…
Ox dejó de hablar al percatarse de Hannah.
—¿Te importa, querida? Esto es una conversación privada.
Hannah miró a los dos hombres antes de señalar al que estaba en el tejado.
—Es que… se va a suicidar.
Ox asintió con la boca llena de patatas.
—Sí, pero la mayoría de las religiones del mundo creen que la muerte no es el final, así que…
—Pero…
El hombre que estaba en el tejado volvió a hablar.
—Por favor, dulce dama, líbrate de presenciar esta escena. No podría perdonarme que mi muerte te perturbase de por vida.
—Sí —coincidió el otro hombre—. Sigues en la zona de salpicaduras, cariño.
—Eres una bestia burda.
—Solo lo digo porque lleva un traje bonito. Seguramente vaya a algún sitio importante, y no creo que quiera que tu sangre y tus tripas le manchen el modelito.
El hombre del tejado se limitó a negar con la cabeza con indignación.
—Ignóralo, pero, por favor, prosigue tu camino, dulce dama.
Hannah lo miró y, después, echó un vistazo a su móvil. Tal escena —ella hablando a un hombre de pie en un tejado— le parecía tan irreal que sintió que se observaba a sí misma desde el exterior.
—Esto, bueno…, no sabrás dónde está la redacción de La Gaceta del Misterio, ¿verdad?
Ox estalló en carcajadas.
—¿Tienes una entrevista de trabajo? —Miró hacia atrás y gritó—: Grace, ¿has traído a alguien para que sea la nueva Tina?
Hannah escuchó una voz contestar, pero no descifró qué decía.
—Sí —contestó Ox—, está en la trayectoria de Reggie.
Se oyó algún grito más, en un tono mucho más contundente.
—Vale, vale… ¿Cómo puede ser esto culpa mía?
La mujer profirió otro grito.
—Bueno, relájate. —Ox miró a Hannah de nuevo. Sorprendente, ahora sí que parecía preocupado—. Estás en el lugar correcto, cariño. La puerta de entrada está a la vuelta de la esquina. —Señaló con la cabeza hacia el otro hombre—. Estás de suerte, vamos a disfrutar de un gran estreno.
—¡Eres un cabronazo, Ox! —chilló Reggie.
—Ya veo, ¿no puedo lidiar con el dolor a mi manera? Siempre estás diciéndome cómo debo actuar.
—Eso no es lo que estaba haciendo. Simplemente apuntaba que…
Hannah miró al móvil en su mano y soltó:
—¿Debería llamar a alguien?
—¿Para qué? —preguntó Ox.
Ella apuntó con la cabeza en dirección adonde se encontraba el suicida.
—No te preocupes. La situación está bajo control.
El hombre del tejado se mofó.
—¡Eso es lo que tú crees! —Se giró hacia ella—. Vete, querida mía. Mucha suerte en tu entrevista. Créeme, la necesitarás.
Hannah miró a los dos hombres, quienes, a su vez, la miraban con impaciencia.
—Vale…
Se guardó el móvil en el bolsillo y continuó por la acera a toda prisa, aunque miró hacia atrás un par de veces para asegurarse de que no se había imaginado lo que acababa de ocurrir.
Dobló la esquina para encontrarse con lo que originalmente debía de haber sido el pórtico de la iglesia. En los ladrillos se leía un grabado: iglesia de las almas antiguas. Colgando del pórtico de manera precaria, había un letrero con las palabras la gaceta del misterio escritas en él. Debajo había garabateado: esto ya no es una iglesia. por favor, vete a molestar a dios a otra parte.
Junto a la puerta había un joven de unos dieciocho años sentado en una silla de camping con una cámara, que parecía cara, colgando del cuello. Era alto y delgado, y su silueta desgarbada quedaba acentuada todavía más por llevar solo una camiseta y unos vaqueros. Era un día en el que el tiempo requería vestir, al menos, tres capas, y él solo llevaba dos, como mucho.
—¡Hola! —Saltó para saludarla tan rápido que sus gruesas gafas cayeron al suelo—. ¡Ahí va! —añadió en una voz alegre—, no te preocupes. Las tengo, las tengo. —Se agachó para palpar el suelo en su busca y derribó un termo y una pila de libros.
Hannah dio un paso adelante y cogió las gafas antes de que el chico las rompiera. Se las ofreció.
—Aquí tienes. —La manó del joven flotó alrededor de las gafas hasta que encontró la de Hannah. Claramente, apenas veía sin ellas.
—Muchas gracias. —Enseguida se levantó y se puso las gafas—. ¡Hola, otra vez!
El chico agarró la cámara que tenía al cuello y le hizo una foto a Hannah, quien se estremeció de la sorpresa.
—Buenas —respondió Hannah—. Hay un hombre amenazando con tirarse al vacío ahí, a la vuelta de la esquina.
El joven sonrió y asintió.
—Sí, yo también me he dado cuenta. Estar atento a los acontecimientos es parte del trabajo de un periodista. Hablando de eso… —Tomó una libreta de la mesa que había junto a la silla y empezó a garabatear en ella—. ¿Cómo te llamas y qué edad tienes?
—Me llamo Hannah, Hannah Drinkwater… Mierda, quiero decir Willis. Hannah Willis.
—De acuerdo —comentó el chico mientras garrapateaba con furia—. ¿Y cuántos años tienes?
—Bueno… —dijo, e intentó continuar la frase en un tono jocoso—, hacer esa pregunta es de mala educación, ¿no?
—¿Sí? Ay, madre mía, seguramente sí que lo es, ¿verdad? —Se enderezó por completo, sonrió y le extendió la mano—. Hola, soy Simon Brush. Encantado de conocerte.
Hannah le estrechó la mano. De cerca, vio en su piel un triste testimonio de la cruel adolescencia. Parecía lo bastante mayor para haber sobrevivido a lo más duro, pero nadie le había dicho a su cara que lo peor ya había pasado.
—Igualmente.
—Entonces —continuó—, ¿cuántos años dices que tienes?
Hannah dio un paso atrás y se fijó en la camiseta que llevaba puesta, en la que se leía «Trabajo para La Gaceta del Misterio».
—Vaya, ¿así que trabajas aquí?
Simon negó con la cabeza.
—No, todavía no. Creo en el refuerzo positivo, así que, ya sabes, viste para el trabajo que quieras, o eso dicen.
—Ya veo. Yo también he venido para la entrevista.
—No estoy aquí por eso —respondió Simon—, ahora mismo no me permiten entrar al edificio. En palabras del señor Banecroft… —dijo, y cogió la libreta con rapidez y pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba—: «No dejéis entrar a este monstruo solitario cuatro ojos bajo ninguna circunstancia». Tiene un don para las palabras, ¿verdad?
—Eso parece, aunque me resulta un poco mezquino.
—Para nada. Verás, esto es como la escena de Doctor Strange donde él quiere estudiar en un templo, pero no le dejan entrar, así que se sienta enfrente. Es lo que estoy haciendo yo aquí. Creo que el señor Banecroft está poniendo mi determinación a prueba y yo le demuestro lo decidido que estoy. Es uno de mis objetivos en la vida, y no voy a dormir hasta que lo consiga. Por eso estoy practicando la taquigrafía.
—Ya veo. —En ese momento la oferta del anuncio volvió a su mente: «Se busca a gente que no sea imbécil ni optimista, y que no sea Simon». Madre mía…
—Estoy haciendo todo lo posible para estar preparado cuando la oportunidad se presente. —Simon estiró la camiseta para que Hannah leyera el mensaje estampado en ella—. ¡Visualiza el objetivo; conviértete en el objetivo!
Hannah releyó el mensaje y se detuvo, sin saber qué decir.
—¿Ocurre algo?
—Nada, solo que…, bueno.
Hannah se dio cuenta de que la primera vez que lo había leído sus ojos la habían engañado para que leyese lo que el cerebro esperaba ver ahí, en vez de lo que realmente había ahí.
—¿Qué pasa? —repitió Simon.
—A tu camiseta… le falta una «e», ¿no?
—No, qué dices… —Simon miró hacia abajo y leyó el mensaje del revés mientras Hannah se limitaba a sonreír con incomodidad y se arrepentía de haberlo mencionado.
—«Trabajo para La Gaceta del Mistrio». —Simon se veía abatido—. ¿Mistrio? Pero ¿qué…? Maldita dislexia. ¡Me la he puesto durante semanas! ¿Por qué nadie me ha avisado?
—¿Llevas aquí semanas? —preguntó Hannah.
—Sí, al menos ahora ha parado de nevar. Fueron unos días duros.
—Claro. Lo siento, no debería haberlo mencionado.
—No es culpa tuya. —Simon le ofreció una sonrisa todavía más grande que antes—. Cada error que cometes es solo una oportunidad más para triunfar la próxima vez.
—Esa no ha sido mi experiencia —contestó Hannah.
—¿Qué?
—Olvídalo. Debería irme.
—Te deseo mucha suerte en la entrevista.
Hannah le sonrió al pasar por su lado para dirigirse hacia la puerta principal. El chico permaneció con los dos pulgares hacia arriba, como si fuera un monumento tembloroso al optimismo mal aprovechado.
Las dos puertas de madera que Hannah suponía que daban paso a la nave central de la iglesia estaban firmemente cerradas, pero, al lado, había una escalera desvencijada que llevaba al nivel superior. Las paredes estaban húmedas; la pintura, resquebrajada y descolorida. El cuarto escalón desde arriba estaba roto, así que Hannah tuvo que saltar por encima de él.
Entró por una puerta que daba a la recepción de La Gaceta del Misterio. Era una habitación larga y estrecha en la que se encontraba sentada una mujer de color, bajita y rechoncha. Estaba detrás de la mesa de recepción y tecleaba con vehemencia en un ordenador que todavía tenía uno de esos monitores antiguos cuadrados. Era la primera vez en décadas que Hannah veía uno. Había un montón de sillas plegables apiladas en una esquina y un sofá de cuero andrajoso contra la pared que seguro que había conocido tiempos mejores.
La mujer miró hacia arriba y mostró una sonrisa amable.
—Hola, ¿estás aquí para la entrevista?
—Sí, em, soy Hannah Drinkwater… Willis, quiero decir. —Miró el reloj. Eran las doce y quince—. Lo siento, llego tarde.
La mujer movió la mano para quitarle importancia al asunto.
—No te preocupes por eso, todavía no se ha despertado. Soy Grace, la gerente de la oficina.
Le extendió la mano y Hannah cruzó el espacio para tomarla. Se dio cuenta de que había un par de imágenes enmarcadas en el escritorio: una de Jesús y otra de Phillip Schofield, el presentador de televisión. Grace tenía largas uñas pintadas y las pulseras de su brazo colgaban, lo que hacía que cada uno de sus movimientos fuera acompañado por una melodía. Tenía una sonrisa muy cálida y reconfortante.
—Toma asiento. ¡Stella!
Grace chilló la última palabra con tanta fuerza que Hannah dio un respingo del susto.
—Lo siento —se disculpó Grace—. Por favor, toma asiento. Enseguida estaremos contigo.
Grace volvió a hacer sonar el teclado con sus largas uñas. Hannah asintió y se sentó en el sofá, que descubrió que era uno de esos en los que te hundes lo quieras o no, lo que hacía casi imposible encontrar una maldita posición cómoda. Se movió para intentar llegar a un acuerdo mutuo con el sofá para mantener su dignidad, pero el cuero lo hacía imposible al emitir ruiditos embarazosos mientras se le iba subiendo la falda y de alguno de los agujeros de la tapicería se iba saliendo el relleno.
—¿Has tenido algún problema para encontrar el sitio?
—No…, bueno, en verdad sí, y… hay un hombre a punto de saltar de vuestro tejado.
Ni se molestó en mirarla.
—Bueno, hoy es lunes.
—Claro.
De camino a la entrevista en Storn esa mañana, Hannah había estado tan nerviosa que se interpuso en el camino de un coche, el cual la saludó con un pitido furioso y un chirrido de sus neumáticos. Estaba empezando a considerar la idea de que había muerto y todo lo que le había pasado hasta ahora era, de hecho, el infierno, lo que explicaría muchas cosas.
En la pared tras el sofá, había portadas de La Gaceta del Misterio colgadas en marcos sucios. «El monstruo del lago Ness es el padre de mi hijo» acompañaba a «La Virgen María detiene un ataque terrorista» y a «Suiza no existe». Al leer estos titulares, Hannah se dio cuenta de algo: no estaba para nada preparada para esa entrevista, ya que no sabía absolutamente nada sobre el trabajo que estaba intentando conseguir. La Gaceta del Misterio parecía ser un periódico, aunque decir eso quizá era algo exagerado.
Hannah saltó al oír a Grace chillar «¡Stella!» de nuevo.
Se escuchó un golpe seco detrás de las puertas dobles enfrente del sofá, seguido de pisadas fuertes en el suelo de madera. Poco después, la cara de una chica bonita, con una expresión agria coronada por un pelo verde mal teñido, apareció por la puerta.
—¿Por qué me chillas?
Grace ni levantó la cabeza.
—Porque te necesito para una cosa.
—No hay necesidad de chillar.
—Si no chillo, no vienes.
La chica reaccionó a ese comentario chistando.
—Tratándome como un burro de carga, ¿eh? —dijo molesta.
—Eso es exactamente lo que eres; y no me chistes, jovencita.
—¿Qué, ya ni expresarme puedo? ¿Quieres un robot?
—Si limpiase esta habitación, sí. Esta es la señorita Drinkwater…
—Willis —interrumpió Hannah.
—Eso mismo.
La chica joven, que asumió que era la gritada Stella, evaluó a Hannah.
—¿Ta intentando ser la nueva Tina?
—Habla bien. Y, sí, tiene una entrevista con Vincent.
Stella negó con la cabeza.
—Le doy dos minutos.
Grace dejó de teclear y fulminó a Stella con la mirada.
—No te he preguntado tu opinión, quiero que la acompañes.
—Solo estoy siendo realista.
—Entonces, ¿qué tal volver a la realidad y hacer lo que se te manda?
Stella puso los ojos en blanco.
Grace puso los ojos en blanco.
Hannah sonrió nerviosamente a todos los presentes en la sala y se sintió más incómoda que nunca.
Stella abrió la puerta y se hizo a un lado.
—Bien, vamos, entonces.
Hannah se colocó bien la falda al levantarse y siguió a Stella por las puertas dobles.
—Buena suerte —dijo Grace.
—Gracias.
Grace dijo algo más, pero sus palabras se perdieron por el ruido que produjo Stella al cerrar las puertas con más fuerza de la estrictamente necesaria al pasar, aunque casi podría jurar que dijo: «La necesitarás».
Hannah se encontraba en un largo pasillo con vitrales al lado derecho de la pared, que emitían explosiones de colores sobre las cajas de cartón apiladas de cualquier manera en la pared opuesta.
Sonrió nerviosamente a Stella.
—Mi madre y yo también discutíamos siempre.
—Claro, todos los negros somos parientes. Grace es mi madre, Oprah Winfrey es mi tía y Barack Obama es mi primo, ¿no?
—Dios, no. Lo siento. No pretendía…
—Lo que tú digas. —Stella recorría el pasillo a pisotones, luego paró y se dio la vuelta—. No es buena idea hacer esperar al jefe.
—Claro.
Hannah aceleró el paso para ir a la par con Stella.
—Es un blanco, así que probablemente sea tu hermano o algo.
—De verdad, yo… Solo ha sido una…
—Lo que sea, hipotética nueva Tina.
Hannah supuso que la chica no tendría más de quince años. Vestía vaqueros rotos, botas Dr. Martens y el clásico lenguaje corporal enfadado que podría divisarse desde el espacio.
Hannah tropezó con una caja de periódicos amarillentos que se desparramaron por todo el suelo.
—Cuidado, que estoy archivándolos.
—Lo siento. Así que… ¿cuándo se marchó Tina?
—Ni idea, no la conocí. Solo he tenío contacto con las siete u ocho personas que han intentao ser la nueva.
—Pero…
—Nadie ha durao tanto para que me aprendiera sus nombres.
—Quieres decir que…
Stella levantó la mano para pedir silencio. Habían llegado al final del pasillo. Se hizo a un lado y se inclinó hacia delante para llamar con fuerza a la puerta tres veces.
Se escuchó un tenue gemido en el interior.
—Jefe, tenemos a alguien nuevo pa ser la nueva Tina.
No hubo respuesta.
—A lo mejor ahora no es el mejor momento —comentó Hannah.
—Nunca lo es —dijo Stella—. A la de tres, voy a abrir la puerta y tú entras corriendo. Te aconsejo que te mantengas agachada y que te muevas rápido.
—¿Qué quieres…?
—¡Undostrés! —Stella lo dijo como una sola palabra antes de extender la mano, agarrar el pomo de la puerta y abrirla del todo en un solo movimiento. Se apartó rápidamente, como si esperase que un chorro de agua fuera a salir disparado.
—¿Tengo que…?
—¡Entra, entra, entra!
Hannah entró y la puerta se cerró con un portazo tras ella.
Una nueva Iglesia se ha fundado en Lancaster basada en la premisa de que el mesías de los agnósticos, Richard Dawkins, es realmente el hijo de Dios. La suma sacerdotisa —y trabajadora a tiempo parcial como estilista a domicilio— Veronica Gift, de 41 años de edad, ha dicho que tiene todo el sentido del mundo: «Hay revelaciones que manifiestan claramente que solo caben 144 000 personas en el cielo y, como consecuencia de ello, Richard el Divino está haciendo todo lo que está en su mano para conseguir que el número de creyentes disminuya y prevenir así la superpoblación».
Hannah se encontraba en lo que técnicamente era una oficina grande. La razón por la que era «técnicamente grande» en vez de «grande de verdad» era por el número de cajas de archivadores y montones de periódicos que ocupaban casi todo el espacio disponible. La única luz que entraba a la habitación lo hacía por un vitral y los rayos de luz dejaban a la vista el polvo en suspensión, lo que daba a la habitación un encanto ruinoso. Aunque era una delicia para la vista, no lo era tanto para los otros sentidos, sobre todo para el del olfato. El hedor que emanaba de la habitación era como el de un montón de abono de alguien que fuma sesenta cigarrillos al día.
—¿Hola?
No hubo repuesta. Hannah se quedó quieta y aguzó el oído. Le parecía escuchar un leve ronquido procedente del escritorio, pero no veía quién había tras las pilas de libros, documentos y otros desperdicios que ocultaban al ocupante. Dio un paso hacia delante con indecisión y evitó con cuidado un envase de aluminio que seguramente había contenido comida india para llevar, pero que ahora se parecía más a un fascinante avance en el campo de la guerra biológica.
Al dar unos pasos, pudo ver detrás de los inmensos montones de documentos una mata de pelo de alguien que estaba tumbado en el escritorio roncando con fuerza.
Hannah se aclaró la garganta, lo que no produjo ningún efecto.
—¿Hola?
Nada.
Se aclaró la garganta de nuevo, al máximo volumen, pero siguió sin tener éxito.
Miró a su alrededor y se sorprendió al coger un libro de encima de una de las pilas y ver que se trataba del libro Peerage de Quirk. Lo dejó caer al suelo con un sonoro golpe.
—¡Grrrr!
El hombre se enderezó; tenía un papel enganchado en la cara por culpa de su propia saliva.
—¡Aaah, estoy ciego! ¡Ciego!
Agitó los brazos por encima de su cabeza, como si estuviera tratando de ahuyentar un ataque de avispas invisibles. El papel cayó al suelo justo cuando su codo chocó con una botella medio llena de whisky que había en la mesa y la envió al borde. Aun así, con unos insospechados reflejos, el hombre alargó el brazo a tiempo para coger la botella antes de que cayese al suelo.
—¡Gracias a Dios!
Un interfono invisible cobró vida en algún lugar de la estancia y se oyó la voz de Grace.
—Ese es uno.
El hombre miró alrededor.
—¿Cómo que uno? No puede contar. Si lo digo cuando estoy yo solo en la habitación, entonces es básicamente que estoy pensando en alto. ¡No puedes negarle a un hombre el derecho a pensar!
—No estás a solas.
—Sí, lo…
El hombre alzó la vista y se percató de la presencia de Hannah.
—¿Quién es esa?
—Hola, soy…
El hombre levantó la mano para silenciarla.
La voz de Grace siguió por ella.
—Se llama Hannah Drinkwater…
—Willis —corrigió Hannah.
—Willis —continuó Grace—, y está aquí para una entrevista.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Quién lo ha permitido?
—Tú. Necesitamos a una nueva Tina.
—Pero si ya tenemos a una nueva.
—Dimitió, ¿recuerdas? Te tiró una grapadora a la frente.
—Ya veo —dijo el hombre mientras se llevaba las manos a la cabeza—, eso explicaría el terrible dolor de cabeza que tengo.
—De eso hace dos semanas, y falló.
—Ah, sí, le dio a como se llamase ese en vez de a mí. Fue divertido.
—Le dio a Ox, y para él no fue divertido. La razón por la que tienes ese terrible dolor de cabeza es la de siempre.
—Sí, lo sé. —El hombre hizo una mueca.
—¡No me hagas una mueca, Vincent Banecroft!
Banecroft miró a su alrededor.
—¿Cómo puedes saber que estoy…?
—Lo sé.
—Oh, por el amor de…
—Van dos.
El hombre alzó las manos con indignación.
—¡Pero si no he dicho nada!
—Estaba implícito.
—Eso es ridículo.
—Las reglas son las reglas.
—Y esas reglas son ridículas.
—¿Te gustaría que te enseñara el acuerdo que firmaste, Vincent? ¿Otra vez?
—No, no quiero. Tampoco estoy muy seguro de que fuera legal, estaba borracho cuando lo hice.
—Si tuviera que esperar a que no estuvieses borracho…
—Sí, sí, sí —interrumpió Banecroft—. Gracias, Grace. No necesito que me avergüences delante de nuestra candidata. —Analizó a Hannah por primera vez y entrecerró los ojos como si se estuviera concentrando.
—Ja —rio Grace—, en este punto ya no puedes impresionar a nadie.
—Vale, se acabó. En cuanto esto termine, voy a encontrar dónde demonios está el interfono y lo voy a arrancar.
—Suerte para encontrarlo en esa pocilga.
—Suficiente. Apágalo inmediatamente, Grace. Estoy a punto de realizar una entrevista a la señorita…
—Drinkwater —lo completó Grace.
—Willis, en realidad —interrumpió Hannah.
—Sí a todo lo anterior —dijo Banecroft—. Apágalo.
—Con mucho gusto.
Hubo un largo pitido.
Banecroft sacudió su cabeza con frustración, lo que hizo que se le cayera frente a él un cigarrillo que tenía en el pelo.
—Excelente. —Lo cogió y empezó a rebuscar en el escritorio—. Bien, entonces, veamos… —Le lanzó una mirada de irritación a Hannah y señaló con la cabeza la silla que había enfrente de él—. No tengo todo el día, soy un hombre ocupado. ¿Dónde está mi puñetero mechero?
La miró esperando una respuesta. Hannah se encogió de hombros.
—Bueno, ya has fallado la primera prueba. La observación es una habilidad clave. ¿Grace?
Desde la otra punta del pasillo, se escuchó el grito de Grace.
—No puedo oírte. Me dijiste que apagara el interfono.
—Entonces, ¿cómo has…? Olvídalo. —Banecroft puso las manos alrededor de su boca y gritó—: ¿DÓNDE ESTÁ EL MECHERO?
—¡NO LO SÉ!
Hannah movió la silla que le indicó Banecroft.
—Apuesto a que lo ha robado. Siempre está deshaciéndose de cosas que no le gustan. Probablemente por esa razón ha tenido tres maridos. ¿Tienes un mechero?
Hannah no respondió.
—Holaaaa. —Banecroft, irritado, chasqueó los dedos—. Tierra a rubia. Adelante, rubia.
—Lo siento, no estaba escuchando. Hay cosas en la silla.
—Bueno, apártalas y siéntate. Vamos, vamos, vamos. No tengo todo el día.
Hannah arrugó la nariz.
—Hay un trozo de pizza aquí.
—Perfecto. —Banecroft se estiró por encima de la mesa y cogió el trozo de donde estaba colgando, encima de una pila de libros. Al cogerlo, encontró debajo el mechero perdido hasta entonces—. Dos por uno. El día parece que va mejorando.
Hannah quitó el montón de libros cuidadosamente y los dejó en el suelo. Lo hizo lentamente para evitar tener que mirar a Banecroft y confirmar así la firme sospecha de que se estaba comiendo el trozo de pizza.
Hannah despejó la silla y se sentó mientras intentaba no pensar en las manchas que había visto en el asiento y que muy probablemente se iban a transferir a su mejor traje.
Una vez sentada, miró bien a Vincent Banecroft por primera vez. Debajo del destruido nido de pájaros que parecía su pelo, tenía los ojos gris verdosos inyectados en sangre y una piel pálida y sin afeitar. Vestía un traje que cualquier tienda de caridad agradecería como donación muy educadamente, pero que quemarían en cuanto salieras por la puerta. Seguramente tuviera alrededor de unos cuarenta años, pero su higiene descuidada hacía a Hannah dudar de su estimación. De algún modo, conseguía parecer delgado y gordo al mismo tiempo. Su cara tenía un aire de perro, aunque podría deberse al gomoso y prehistórico trozo de pizza que estaba masticando con esfuerzo. En resumen, lucía como si su propio cadáver estuviera esperando su gran momento.
Banecroft tragó con dificultad, eructó, se recostó en la silla y puso los pies en la mesa. Luego, recuperó el cigarrillo que había descubierto antes y se lo puso en la boca.
—¿Se permite fumar en este edificio? —preguntó Hannah.
—Bueno, eso depende. Tú no puedes. Yo, en cambio, estoy positivamente incentivado a hacerlo. Es una de las ventajas que tengo al haber naufragado en esta confederación de cabezas huecas. —Lo pronunció con un acento irlandés, aunque gruñó más que usó el característico ritmo que tiene esta lengua gaélica.
—Tengo asma.
Banecroft se encogió de hombros.
—Todos tenemos nuestra cruz que soportar. Yo mismo tengo pie de atleta incapacitante. —Encendió el cigarrillo—. Así que acabemos con esto, ¿de acuerdo? ¿Dónde te ves dentro de cinco años?
—Bueno, yo… —La pregunta descolocó a Hannah. Intentó recordar lo que había leído muy detenidamente en Respuestas explosivas a preguntas de entrevista la noche anterior—. Espero desarrollar mis habilidades y forjar mi…
—Pregunta trampa. Nadie que viene aquí tiene un futuro. Aquí es donde el futuro muere. Te lo dice alguien que sabe del tema.
Banecroft se estiró y cogió dos papeles A4 de una de las pilas del escritorio, lo que hizo que varias de ellas cayeran a una pila más grande en el suelo.
—Echemos un vistazo al viejo curriculum vitae entonces, ¿no?
Hannah reconoció su CV, aunque no recordaba que tuviera tantas manchas de comida y bebida cuando lo envió.
—Página uno: has ido al colegio. Bien por ti al finalizar un requisito legal básico.
—Bueno, sí, he… —Banecroft pasó la página.
—Página dos: estudiaste Inglés en la Universidad de Durham.
—Sí, siempre me ha…
—Que no finalizaste. Y después… desapareciste.
—Estaba…
—No, espera, «mintamos un poco». Organizaste un par de fun runs benéficas y un baile. Vaya, vaya. Fun runs. Eso seguro que está al mismo nivel que «fuego amigo» y «comida vegetariana» en la lista de contradicciones.
Hannah no dijo nada. Banecroft alzó la vista del currículum.
—¿Nada que quieras añadir?
—¿Puedo hablar? Me daba la impresión de que querías hacer un monólogo.
—Anda, la gatita tiene garras. Es bueno saberlo. Así que ¿quién fue?: ¿la niñera?, ¿la entrenadora personal?
—¿Perdona?
Banecroft quitó los pies de la mesa y cogió la botella de whisky.
—¿A quién se estaba tirando?
Hannah se movió en el asiento.
—No sé qué quieres decir.
Banecroft extrajo un vaso sucio de uno de los cajones del escritorio y lo llenó con una cantidad generosa, rozando el nivel suicida, de whisky.
—Sí que lo sabes. —Dejó la botella en el último cajón del escritorio y miró a Hannah—. Dejaste la universidad a medias y desapareciste. No pudo ser la prisión, ya que no se pueden organizar bailes benéficos desde chirona, a no ser que las leyes se hayan vuelto mucho más laxas. Lo que significa que fue otro tipo de encarcelamiento: el matrimonio. Como no has tenido trabajo, supongo que era él quien tenía uno bueno. ¿Chico de ciudad? Muerto no está, porque entonces aún llevarías puesto el anillo y no estarías aquí, ya que venir aquí es de desesperados, y la mayoría de los trabajos bien pagados cuentan con buenos seguros de vida de los que chupar del bote si tu esposo estira esa patita que llevaba metida en mocasines Gucci. Estabas casada, ahora estás separada, por lo menos, y el traje que llevas denota que tenías dinero, aunque ya no lo tengas. Probablemente diste la espalda a todas sus ganancias mal obtenidas para empezar una nueva vida sin ese mierdas. Eres una mujer fuerte e independiente que no lo necesita, aunque te has guardado alguno de los conjuntos. Así que, ¿a quién se tiraba? ¿A la niñera? ¿A la entrenadora personal? ¿Todavía se hace lo de tirarse a la secretaria? Suena un poco a cliché.
Banecroft y Hannah se miraron a los ojos durante un largo rato.
—Simplemente nos distanciamos.
—Chorradas.
—¿Chorradas?
Fue el turno de Banecroft para mostrarse irritado.
—Tengo un acuerdo con mi recepcionista.
—Gerente de la oficina —interrumpió Grace desde el interfono invisible.
—Pues ayúdame, Grace, ¡desconecta el maldito interfono ya!
Hubo otro largo pitido.
Banecroft tomó un trago del vaso de whisky.
—He firmado un acuerdo con mi… gerente de oficina por el que no puedo maldecir o usar el nombre del Señor en vano más de tres veces al día.
—¿Qué pasa si lo haces?
—Se va, y parece ser que este sitio no puede funcionar sin ella. En este contenedor de ineptitudes, sueños rotos e historias de desgracias propias, ella es la más peligrosa. Una empleada de buena fe. Hablando de irse… —Banecroft se interrumpió a sí mismo al toser violentamente, y Hannah tuvo que agacharse para esquivar el cigarrillo encendido que voló de su boca directamente hacia su cabeza—. Joder. Excelentes reflejos. Bien hecho, has superado la prueba física.
Hannah miró detrás de ella para buscar el cigarrillo, pero era imposible localizarlo entre tantos montones de periódicos. Volvió a mirar a Banecroft, que estaba a punto de encender otro.
—¿No deberías buscarlo?
—No pasará nada. El edificio entero está plagado de humedades, es imposible que prenda. ¿De qué estábamos hablando? —Se reclinó en el asiento una vez más y puso los pies en la mesa.
—Me estabas explicando de qué trata este trabajo.
—No suena como algo que yo hiciera.
—Estabas explicando cómo has sido castrado por tu jefa de oficina.
—Antes de eso.
Hannah ahora no lo miraba en absoluto.
—Lo siento, ¿es que no tengo tu completa atención?
Hannah le sonrió a través del escritorio.
—Disculpa, la oficina en llamas me ha distraído. —Se hizo a un lado para que viera el humo que salía de uno de los montones de periódicos.
—Oh, por el amor de… No hay razón para alarmarse, no es demasiado intenso. ¡Grace! ¿Puedes traer…? ¡Necesitamos un antifuego de esos!
La puerta de la oficina se abrió de par en par y Stella entró con un extintor.
—Sí, uno de esos. Perfecto.
Stella roció con el extintor los papeles humeantes al mismo tiempo que le lanzaba una mirada de reproche a Banecroft. Cuando acabó, se aseguró de que el fuego no se avivara con un buen pisotón de sus Martens.
—Excelente. ¿Conoces a mi protegida?
Hannah los miró a ambos y asintió.
—Stella. Sí, la conozco.
—Es un saco de alegría, ¿verdad, Stella? Es una gran fan de los edificios antiguos como en el que estamos. La primera vez que la conocí estaba escalando una de nuestras ventanas para aventurarse en un tour nocturno.
—Tío, esta mierda otra vez no.
—¡¿Grace?!
—Ella no firmó el acuerdo, fuiste tú —se oyó decir a Grace.
—¿Cómo puede ser eso justo? —Banecroft se giró hacia Hannah—. De todos modos, ese día me pilló puliendo mi preciada posesión.
—Eso no es verdad.
Banecroft se agachó y cogió un objeto que Hannah solo podía describir como un arma, aunque tenía una forma única que nunca antes había visto. La empuñadura parecía la de un rifle normal, pero, al observar la punta, parecía más una trompeta. Banecroft lo sujetó en alto.
—Un trabuco Balander, único en el mundo. Pasó de lord Balander en lord Balander durante generaciones hasta que el último de la descendencia lo perdió al creer erróneamente que un full house gana a una escalera de color.
—Es, hum, muy bonito.
—Sí, pero la adolescente malhumorada aquí presente no pensó eso la primera vez que lo vio; pero es normal, a la mayoría de las personas no les caigo bien en el momento en que me conocen. A mi joven aprendiz le presenté dos ofertas: ir a prisión o una emocionante carrera en el mundo del periodismo.
—Sí —confirmó Stella—. Si hubiera sabido lo que me esperaba, le habría pedido que me disparase.
—Oh, no lo dice en serio.
Stella salió de la habitación dando un portazo, no sin antes despedirse con una peineta.
Banecroft volvió a sentarse en la silla.
—Me gusta esa niña. Tiene una maravillosa aura enfadada, como si hubiera decidido que la vida es una mierda y que simplemente estamos pasando el tiempo hasta que nos encontremos con una suave y dolorosa muerte. Es muy madura en ese tema. A su edad, yo todavía tenía esperanzas en algo. Bueno, ¿por dónde íbamos?
—Estabas insultándome y después prendiste fuego a la oficina.
—Eso sí que suena como algo que yo haría. Un momento…, hablando de fuego, ¡Drinkwater!
A Hannah se le cayó el alma a los pies.
—Y el puesto, ¿en qué consiste exactamente?
Banecroft repicó en la mesa, excitado.
—Ahora recuerdo. Saliste en los periódicos: la mujer que prendió fuego a la casa de su marido infiel. Ahora veo por qué te gusta tanto la prevención contraincendios.
Hannah sintió cómo aumentaba su ira.
—No le prendí fuego. Estaba quemando su ropa en el jardín trasero y de repente el viento cambió.
Le costó muchas discusiones evitar una acusación de incendio provocado.
—Ya veo —dijo Banecroft—. ¿Y eso fue antes o después del, como era, «simplemente nos distanciamos»?
Hannah cruzó los brazos.
—¿Estoy aquí solo para que me humilles?
—No, pero es un plus de diversión. Así que, volviendo a la primera pregunta, ¿la niñera o la entrenadora personal?
Hannah sintió que algo se rompía dentro de ella y, antes de darse cuenta, ya estaba en pie.
—Al diablo contigo. ¿Quién eres tú para juzgar a alguien, sentado aquí en tu propia basura? ¿Qué clase de lugar es este, de todos modos? Escúchate a ti mismo, tú, hombre asqueroso. ¿Niñera o entrenadora personal? Pues, para que lo sepas, la consejera matrimonial. Así es, lo pillé tirándose a la mujer que, se suponía, iba a arreglar nuestro matrimonio después de que ya se hubiera tirado a su entrenadora personal, a la niñera de los vecinos, a un par de mis supuestas amigas y, sí, a una secretaria, cosa que todavía se lleva, al menos en mi mierda de vida. Así de mal están las cosas. Mi última oportunidad laboral es suplicarle a un borracho inútil al que sus propios empleados odian tanto que tienen que chantajearlo para que firme acuerdos que lo obliguen a comportarse con un mínimo de decencia, e incluso uno de ellos está fuera ahora mismo, amenazando con tirarse del tejado.
Banecroft se paralizó, con el vaso de whisky a medio camino de sus labios.
—¿Está a punto de qué?
Hannah hizo una respiración profunda e intentó recuperar algo de compostura.
—Sí, y pensar que fui tan tonta como para persuadirlo de que no lo hiciera.
—Malditos lunes. Si me permites un momento.
Banecroft, con el trabuco aún en la mano, se giró y abrió el vitral de detrás de él y se asomó.
—Perfecto —gritó—. ¡Se acabó!
—¡Aléjate de mí, monstruo! —respondió la voz de Reggie, el hombre del traje tartán de tres piezas que Hannah había conocido antes, aunque la palabra «conocer» no parecía correcta dadas las circunstancias.
—¡Cada maldito lunes! —chilló Banecroft—. Ya basta, te voy a disparar. —Hannah vio cómo se colgaba de forma precaria de la ventana y apuntaba con el trabuco hacia el tejado.
—Llegas tarde, voy a saltar.
—Mejor, me gustan los blancos en movimiento. Hace tiempo que no mato a un hombre, pero supongo que es como ir en bicicleta: nunca se olvida.
Banecroft quitó el seguro del trabuco y apoyó la culata en su hombro.
—Déjame en paz, monstruo. El arma probablemente no está ni cargada.
—¿En serio? Soy un alcohólico sin nada por lo que vivir, ¿de verdad crees que tendría un arma sin cargar?
—Bueno…
—Y ten por seguro que dispararé. ¿Sabes por qué? Porque no soportaría la idea de que te hubieras suicidado, ya que eso significaría que has conseguido algo. No puedo vivir en un mundo donde alguien con tu ineptitud tiene la más mínima sensación de realización. Así que vuelve dentro y escríbeme esas mil doscientas palabras sobre las banshee de donde sea.
—Nunca.
—Muy bien, entonces salta. He tenido una idea mejor, no te voy a disparar. En vez de eso, voy a dejarte saltar y después publicaré tus artículos.
—¿Qué artículos?
—Ya sabes, en los que admites que todo esto de los fantasmas es una tontería.
Hannah escuchó a alguien quedarse sin aliento.
—No te atreverías.
—Y tanto que sí. Incluso después publicaré uno explicando que todo esto de los ovnis también son chorradas.
Hannah escuchó la voz del hombre que antes había visto asomado en la ventana. Ox, creía recordar que se llamaba.
—¿Y yo qué he hecho?
—Bueno, cuando aquí tu alma gemela dé el salto, asumo que tú lo seguirás en un gran gesto romántico.
—Por última vez, ¡solo somos compañeros de piso!
—Vale, suficiente. —La voz de Grace retumbó por encima de todas—. Todos vosotros, adentro, ya. Nadie va a saltar desde ningún sitio y nadie disparará a nadie. Hay una joven e influenciable chica en el edificio, ¿os habéis olvidado?
—No me importa —dijo la voz de la anteriormente mencionada influenciable chica desde algún lugar.
—¡Cállate, Stella! —continuó Grace—. No os lo repetiré. Sigamos, estoy haciendo los pedidos de la comida. ¿Ox?
—Una hamburguesa con queso, patatas y salsa gravy.
—¿Reginald?
—Yo…
—¿Reginald? —repitió Grace.
—Ensalada de halloumi, por favor.
—Por supuesto.
—Yo un desayuno inglés —chilló Banecroft.
—Te dije que no tendrías comida si amenazabas con disparar a alguien otra vez.
—No está ni cargada.
—Vale, muy bien.
Banecroft se apoyó en la ventana y miró a Hannah.
—¿Y tú?
—¿Perdona?
—Comida. No me digas que no sabes qué es eso. ¿Has hecho toda clase de mierdas menos comer durante una década?
Hannah abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Espera, ¿estás contratándome?
Banecroft suspiró.
—Sí. Tu currículum quizá no contenga absolutamente nada, pero, de los treinta y ocho aspirantes, el tuyo era uno de los dos que contenía menos de tres faltas de ortografía. Este periódico puede que sea un montón de excrementos, pero, mientras yo esté aquí, será un montón de excrementos correctamente escrito.
—Pero…
—A propósito, el otro aspirante con menos de tres errores escribió su currículum con su propia sangre.
—Me sorprende que no le dieras el trabajo a él.
—Lo intenté, pero nos rechazó. Aceptó un trabajo en Subway, al parecer. Así que, ¿qué dices?
Hannah miró por la habitación y cogió aire.
—Sí, de acuerdo, acepto.
—¿El qué? —preguntó Banecroft—. ¿El trabajo? Pues claro que lo coges. No estarías aquí si tuvieras otra posibilidad. Por última vez, qué quieres para comer, por el amor de Dios.
—¿Un bocata de pollo?
Banecroft volvió a sacar su cabeza fuera de la ventana.
—La nueva Tina quiere un bocata de pollo.
Se recostó dentro y cerró la ventana.
—Bien, si eso es todo, es casi la hora de comer y todavía no he bebido ni desayunado. Me es imposible enfrentarme a una reunión de redacción sobrio.
Volvió a sentarse pesadamente en la silla y arrojó el trabuco a la esquina, donde cayó bruscamente y se disparó.