Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Desde hace quince años, Jean Ziegler ha centrado todos sus esfuerzos en combatir por de los condenados de la tierra en el seno de las Naciones Unidas. En sus puestos como relator especial para el derecho a la alimentación y como vicepresidente del comité consultivo del Consejo para los Derechos Humanos, no ha dejado de luchar contra el hambre y la malnutrición, en favor de los derechos del hombre y de la paz. Combates muy duros, que han contado con algunos éxitos importantes, pero también con grandes decepciones. Tales son los momentos que relata en este libro, desde un profundo conocimiento del terreno, de las maniobras entre bastidores, de las funestas y nocivas acciones de los depredadores del capital financiero globalizado, preocupados ante todo de maximizar sus beneficios. Un implacable testimonio del sórdido juego de los poderosos de este mundo, con una pregunta crucial: ¿qué hay que hacer para que la utopía que concibieron Rossevelt y Churchill "una organización susceptible de regular los conflictos internacionales y de asegurar el mínimo vital a los pueblos del mundo" renazca del estado de parálisis en el que se encuentra?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 391
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
foca investigación
156
Diseño de portada: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Nota a la edición digital:
Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.
Título original:
Change le monde, il en a besoin! publicado originalmente como Chemins d’espérance.
© Editions du Seuil, 2016
© Ediciones Akal, S. A., 2018 para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
facebook.com/EdicionesAkal
@AkalEditor
ISBN: 978-84-16842-27-8
Impreso en España
Jean Ziegler
Hay que cambiar el mundo
Combates ganados, a veces perdidos,pero que juntos venceremos
Traducción de
Milena Costas Trascasas
Desde hace quince años, Jean Ziegler ha centrado sus esfuerzos en combatir la dictadura de las oligarquías del capital financiero globalizado. En el seno de las Naciones Unidas ha luchado por los parias de la Tierra, contra el hambre y la malnutrición, en favor de los derechos humanos y de la paz. Combates muy duros, que han contado con algunos éxitos importantes…, pero también con grandes decepciones.
Tales son los momentos que relata en este libro, desde un profundo conocimiento del terreno, de las maniobras entre bastidores, de las funestas y nocivas acciones de los depredadores del capital financiero globalizado, preocupados ante todo de maximizar sus beneficios.
Un implacable testimonio del sórdido juego de los poderosos de este mundo, con una pregunta crucial: ¿qué hay que hacer para que la utopía que concibieron Roosevelt y Churchill –una organización susceptible de regular los conflictos internacionales y de asegurar el mínimo vital a los pueblos del mundo– renazca del estado de parálisis en el que se encuentra?
Un libro demoledor en su crítica, amargo en la constatación de la actual postración de la ONU, aunque con un mensaje final que insufla ánimos para continuar y no bajar la guardia en la constante lucha por la libertad y la justicia.
Jean Ziegler (Thun, Suiza, 1934), doctor en Derecho y Ciencias Económicas por la Universidad de Berna, y profesor de Sociología en la Universidad de Ginebra y en la Universidad de París I–La Sorbona, ha sido miembro del Parlamento Federal suizo (1981-1999) y Relator Especial de la ONU para el Derecho de la Alimentación (2000-2008). Actualmente es vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Infatigable luchador por la justicia y la libertad de los pueblos, sus críticas a la banca y al sistema financiero mundial, así como a organizaciones internacionales, le han valido la consideración como una de las voces más autorizadas en la defensa de los derechos humanos. Es autor de diversos libros, entre los que se encuentran varios best-sellers mundiales.
.
¿Con quién no se sentaría el justo
para ayudar a la justicia?
¿Qué medicina sabría demasiado amarga
a un moribundo?
¿Qué bajeza no cometerías
para extirpar la bajeza?
[…]
¿Quién eres tú?
Húndete en la suciedad,
abraza al carnicero, pero
cambia el mundo: ¡lo necesita!
[…]
Bertolt Brecht1
1B. Brecht, «Ändere die Welt: sie braucht es!», de Die Maßnahme (La medida, 1930), en Gesammelte Werke in acht Bänden, vol. I, ed. E. Hauptmann, Frankfurt, Suhrkamp, 1967, pp. 651-652. Trad. cast. de Miguel Sáenz en La medida. Santa Juana de los Mataderos. La excepción y la regla, Madrid, Alianza, 2009.
Este libro está dedicado a la memoria de mis amigos
Sergio Vieira de Mello, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y sus veintiún colaboradores y colaboradoras que fueron asesinados en Bagdad el
19 de agosto de 2003,
Raoul Décaillet,
Martin Sigam,
Jean de la Croix Kaelin,
Patrick de Laubier,
Elie Wiesel.
Prefacio
La visita de la jequesa
Palacio de las Naciones en Ginebra: como una Fata Morgana sobre el mar, se deslizaba a través de la Sala de Derechos Humanos y de la Alianza de las Civilizaciones. Dos pendientes de diamantes azules engarzados en los lóbulos de sus orejas, collar de triple vuelta de oro blanco alrededor del cuello, los dedos adornados por el brillo de sus anillos. Una sorprendente túnica púrpura ceñía su alta silueta, mientras que su cabello castaño desaparecía parcialmente bajo un turbante a juego… La jequesa, Mozah bint Naser al-Misned, segunda esposa del antiguo emir de Qatar, el jeque Hamad ben Khalifa al-Thani, y madre del actual emir, destellaba mil luces.
Se ubicó en el centro de la tribuna.
En la inmensa sala −donación del Gobierno español al cuartel general de las Naciones Unidas en Ginebra− se apretaban embajadoras y embajadores, directoras y directores de organizaciones especializadas, invitados muy variados. Yo me encontraba en la tercera fila, ligeramente desplazado con relación a la tribuna.
A mi lado estaba sentado un hombre achaparrado, de cráneo reluciente y con mirada chispeante. Se trataba de mi amigo Mohamed Siad Doualeh, gran poeta de lengua somalí y embajador de Yibuti. Fascinado, observaba los rasgos extrañamente congelados de la mujer. Inclinándose hacia mí me preguntó: «¿Cuántas operaciones quirúrgicas?». Habían sido muchas según los rumores y, efectivamente, en el bello rostro de la jequesa únicamente los ojos verdes parecían tener vida.
Era una mañana fresca del otoño de 2015. El secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, había encargado a la jequesa una importante misión: presentar a los dignatarios de la sede europea la Agenda 2030 de la ONU.
Una nota histórica. En septiembre de 2000, en el umbral del nuevo milenio, el entonces Secretario General, Kofi Annan, había convocado en Nueva York a los jefes de Estado y de Gobierno de los 193 Estados miembros de la ONU. Un total de 165 se habían desplazado. Se trataba de hacer una lista con las 8 principales tragedias que asolaban a la humanidad y de plantear estrategias eficaces para superarlas. El documento se llamaba: Millenium Development Goals (Objetivos de Desarrollo del Milenio). Se había establecido un plazo de quince años, si no para erradicar tales tragedias completamente, por lo menos para reducirlas de modo significativo. Por ejemplo, el objetivo número uno exigía reducir a la mitad el número de víctimas del hambre y de la subalimentación en el mundo antes de finales de 2015.
Pues bien, pasados esos quince años, el resultado obtenido es amargo: muy pocos de los Estados azotados por una o más de las tragedias señaladas en la lista −especialmente del hemisferio sur− habían sido capaces de superarlas. En particular el objetivo número uno se había incumplido totalmente.
La Agenda 2030, preparada bajo la dirección de Ban Ki-moon, invita a los Estados miembros a que sigan combatiendo sobre las bases ya establecidas recurriendo a su vez a nuevas fórmulas. Esta vez, se han identificado 17 tragedias. Para acabar con cada una de ellas se ha definido una estrategia específica.
Un tanto sorprendido, le pregunté a mi vecino: «¿Por qué Ban Ki-moon ha confiado a la jequesa de Qatar la prestigiosa misión de hacer esta presentación?». Siad Doualeh, quien a lo largo de dos años había contribuido a la elaboración de la Agenda 2030, me respondió con sobriedad: «Los qataríes pagan».
Qatar es una península de poco más de 10.000 kilómetros cuadrados situada en el golfo Pérsico. Comparte con Irán su meseta occidental así como las fabulosas reservas de gas y petróleo que alberga.
Entre 250.000 y 300.000 qataríes, repartidos en tribus que conviven juntas a duras penas, pueblan la meseta. Desde el fin de la ocupación inglesa, en 1971, la familia Al-Thani reina en el país como si fuera su dueño absoluto.
Qatar es el primer exportador de gas natural licuado del mundo. Sus plataformas offshore producen diariamente un millón de barriles de petróleo. El país tan sólo dispone de una frontera terrestre, con Arabia Saudí. Dentro de su territorio, los jefes de Doha practican un islam wahabí riguroso y aplican la sharia, que es la ley del país.
Dominada durante mucho tiempo por los persas y, después, por los otomanos, la península de Qatar no es más que una inmensa llanura seca, cubierta de arena. Cerca de 1,8 millones de trabajadoras y trabajadores inmigrantes, provenientes principalmente de Bangladesh, del norte de la India y de Nepal, hacen funcionar su economía. La jequesa y su hijo, el emir actual, los tratan como si fueran esclavos.
A su llegada, los emigrantes deben dar su pasaporte en depósito. Los trabajadores domésticos sufren innumerables abusos sexuales, accidentes laborales, maltratos… Los patrones qataríes ejercen un derecho de vida y muerte sobre sus esclavos extranjeros.
En materia de política exterior, el emirato es un auténtico mercenario de Estados Unidos. En Qatar se encuentra la mayor base militar americana fuera de los Estados Unidos, Al Udeid, que es incluso la base militar aérea más grande del mundo. Sus cuarteles, talleres, aeropuertos, refugios para submarinos, hangares, depósitos y centros de comunicación se extienden a lo largo de casi un tercio del territorio nacional qatarí.
En Oriente Medio, en el Magreb, allí donde quiera que actúen los agentes de los servicios secretos, los financieros o los traficantes de armas qataríes, lo hacen bajo el control estadounidense.
Comparados con los jefes de Doha, los atridas de la mitología griega serían amables filántropos. El asesinato de opositores procedentes de las tribus rivales y los golpes de Estado entre los miembros de la tribu reinante son habituales.
Una mañana de verano de 1995, el emir reinante tuvo la torpeza de irse a veranear a una de sus suntuosas propiedades en las orillas del lago Lemán, próxima a Ginebra. Uno de sus hijos aprovechó la oportunidad para derrocarlo. El emir ya había cometido una primera imprudencia, pues poco antes lo había nombrado ministro de Defensa y jefe de los servicios secretos. De hecho, también el emir había sido un usurpador. Él mismo había ocupado el trono tras haber echado a su tío del poder mediante la violencia. En 2013, el usurpador de 1995, probablemente para evitar ser derrocado, transfirió el poder a su hijo Tamim, actual jefe de esclavos en Doha e hijo favorito de la jequesa.
Como resultado de un proceso de selección completamente opaco, la FIFA en 2010 ha encomendado al país de la jequesa la organización de la Copa del Mundo de Fútbol de 2022. Tal decisión garantiza a la familia reinante un enorme prestigio. Desde entonces, se extienden por el emirato inmensas obras –construcción de autopistas, estadios, hoteles de lujo, instalaciones de abastecimiento de agua, plantas desalinizadoras, etc.–. Estas obras faraónicas engullen a los hombres. Desde 2010, sobre el altar de la FIFA y de las desmesuradas ambiciones del emirato, ya han sido sacrificados 1.400 trabajadores bangladesíes, indios, nepalíes. El 23 de marzo de 2016, Amnistía Internacional publicó un comunicado. En este se pedía a los burócratas de la FIFA en Zúrich que cumpliesen con lo prometido, exigiendo que los wahabíes de Doha concedieran una protección mínima a los trabajadores de las obras y que pagaran a las familias de las víctimas de accidentes laborales las indemnizaciones que les habían prometido. Amnistía Internacional ha hecho este cálculo: si el desastre continúa al mismo ritmo, de aquí a 2022 más de 7.000 hombres y mujeres migrantes habrán muerto en las obras qataríes.
Hasta el momento de escribir estas líneas, la petición de Amnistía Internacional no ha provocado ninguna reacción por parte de los apparátchiks de Zúrich ni de los wahabíes de Doha.
El sol de mediodía estaba ya alto cuando, por fin, la jequesa acabó de leer su discurso y se termina la ceremonia onusiana[1]. A la salida de la sala, me crucé con un hombre elegante, de cabellos canosos cortos y mirada amable. Tenía unos sesenta años. Se trataba de Guy Ryder, originario de Liverpool, sociólogo graduado en Cambridge. Había sido dirigente de TUC (Trade Union Congress) y posteriormente de la Confederación Sindical Internacional, en Bruselas. Al término de una memorable batalla electoral en 2012, pasó a ser director general de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuya sede se encuentra en Ginebra. Formamos parte del mismo sindicato local, UNIA Ginebra. Según la tradición del TUC, se dirige a sus amigos utilizando el bonito, aunque un tanto arcaico, término «brother».
Ryder me dijo: «El Gobierno de Doha viola de manera continuada la práctica totalidad de los convenios de la OIT… Si continúan las muertes y los casos de obreros mutilados en las obras de construcción, en 2022, no habrá Mundial de Fútbol… te lo prometo». Ryder hablaba con calma. Vi su mirada y no dudé por un momento de que mantendría su palabra.
Durante aquellos días memorables del 9 al 12 de agosto de 1941, una tempestad alzaba el océano. La lluvia golpeaba la superficie del agua. El viento bramaba. El crucero de la marina de guerra estadounidense USS Augusta atracaba frente a las costas de Terranova. Se encontraban a bordo el presidente americano Franklin D. Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill.
El mundo estaba entonces a sangre y fuego. Los monstruos nazis y los imperialistas japoneses devastaban Europa y Asia.
Obstinados, visionarios, Churchill y Roosevelt creían firmemente en la victoria definitiva de los aliados. En el USS Augusta, zarandeados y remojados, se estaban sentando las bases de un nuevo orden mundial. El bonito término de «Naciones Unidas» aparece por primera vez en la Carta del Atlántico proclamada tras su encuentro el 14 de agosto de 1941. Fue precisamente esta Carta la que prefiguró e inspiró la carta fundacional de las Naciones Unidas firmada luego en San Francisco el 26 de junio de 1945.
Ese nuevo orden mundial se sostenía sobre cuatro pilares: el derecho de todo pueblo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir; la restitución de los derechos soberanos a los que fueron privados de ellos por la fuerza; la prohibición de la guerra entre Estados a través de un mecanismo coercitivo que garantizase la seguridad colectiva; y la garantía universal del disfrute y la protección de todos los derechos humanos, y la realización de la justicia social en todo el mundo.
Sin embargo, en los decenios que seguirían a la adopción de esta Carta se desarrollaría un proceso que no había sido previsto por ninguno de los dos líderes: la subida al poder de las oligarquías del capital financiero cada vez más universalizado, que progresivamente ha ido reduciendo, para después destruir sin más, la soberanía de los Estados, actores principales, estos últimos, del nuevo orden que se proyectaba.
A diferencia de los Estados cuya misión consiste en proteger el bien público y en perseguir el interés general, el capital financiero solamente se guía por una ley: producir el máximo de beneficios en el menor tiempo posible.
Las 23 organizaciones onusianas, instituciones especializadas y otras agencias y órganos conjuntos han de presentar, cada año, ante el Consejo Económico y Social de la ONU, un informe de gestión: la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la lucha contra las epidemias y enfermedades endémicas; la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (en inglés Food and Agriculture Organization of the United Nations, FAO) y el Programa Mundial de Alimentos (PAM), encargados de combatir la subalimentación y el hambre; la Organización Meteorológica Mundial (OMM), que se ocupa de remediar los estragos causados por el clima; el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUE, en inglés United Nations Environmental Programme, UNEP), que lucha contra la desertificación de las tierras cultivables; UNICEF (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, originariamente en inglés, United Nations International Children’s Emergency Fund), que se encarga de reducir la mortalidad infantil, etcétera.
Tan sólo en el año 2016, el número de víctimas que han caído en todos esos campos de batalla, supera los 54 millones. En comparación, la Segunda Guerra Mundial produjo, en seis años, 57 millones de víctimas mortales, tanto civiles como militares.
La «tercera guerra mundial», cuyas principales víctimas son los pueblos del hemisferio sur, ha comenzado hace ya mucho tiempo.
Este orden caníbal del mundo se ha impuesto de manera prácticamente subrepticia. Pequeñas oligarquías capitalistas, con un poder casi sin límites −y que escapan, casi por completo, a cualquier tipo de control ya sea estatal, sindical o social–, acaparan hoy la mayor parte de las riquezas del planeta y dictan su propia ley a los Estados.
La ONU está anémica. Se ha roto el sueño que la impulsaba, esto es, el deseo de instaurar un orden público mundial. Sus medios de combate se han revelado ampliamente ineficaces frente a la omnipotencia de las oligarquías privadas.
¡Y, sin embargo, bajo la brasa aparentemente agonizante, aún hay fuego! Entre las ruinas de la ONU merodea la esperanza. Porque el horizonte último de la historia es la organización colectiva del mundo, bajo el imperio del derecho, con la justicia social, la libertad y la paz planetaria como objetivos primordiales.
Y no hay otro.
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.» Tal es la exigencia que aparece formulada en el primer artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, suscrita por todos los Estados miembros de las Naciones Unidas.
Por mucho que las conciencias colectivas puedan estar hoy alienadas a causa de la mentira neoliberal que difunden las oligarquías reinantes, en todas ellas está presente la idea de una identidad común, compartida por todos los seres humanos.
Resulta misterioso constatar que, cuanto más dominan el horror, la negación y el menosprecio hacia el prójimo en el mundo, más crece la esperanza. La insurrección de las conciencias está próxima. Otra vez.
Rousseau, Voltaire, Diderot, D’Alembert, Montesquieu son a fin de cuentas los inspiradores de la Carta de la ONU. Los principios sobre los que se fundamenta la diplomacia multilateral se han nutrido del Siglo de las Luces. Así, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 constituye una copia casi literal de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que fue proclamada en 1789 por los revolucionarios franceses.
Ernst Bloch lanza este llamamiento enigmático: «¡Adelante, hacia nuestras raíces!»[2].
Tengo la intención de participar en ese combate. En nombre del renacimiento de la ONU, ahora moribunda, mi libro pretende armar a los hombres y a las mujeres de buena voluntad.
Y este es el plan.
El primer capítulo se refiere al orden caníbal del mundo actual y recuerda los objetivos que la ONU se ha fijado para subvertirlo a través de la Agenda 2030, adoptada en 2016. La práctica mortífera de los «fondos buitre» se presenta como un síntoma de dicho orden.
El segundo capítulo es más personal. Explica por qué, tras la publicación, hace más de un cuarto de siglo, de Le Bonheur d’être suisse (La suerte de ser suizo)[3], un libro de fuerte connotación autobiográfica, hoy me concedo una nueva pausa al borde del camino. Deseo hacer balance sobre los combates que he librado, los que he ganado, los que he perdido, los que nos esperan y los que tendremos que librar juntos. En el curso de estos últimos veinticinco años, particularmente tras mi nombramiento en el año 2000 como relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, dichos combates se libran principalmente en los campos de batalla de la ONU.
Los capítulos tercero y cuarto recuerdan los principios fundacionales de la ONU y su génesis histórica. Existen dos estrategias políticas, en el sentido amplio de los términos, que dominan a escala mundial y que se oponen entre ellas: la estrategia imperial (bajo el impulso de Estados Unidos) y la diplomacia multilateral, más modesta y más paciente, tal como se promueve desde la ONU. El capítulo quinto se dedica a describir los fundamentos ideológicos de la estrategia imperial.
En los capítulos sexto y séptimo, titulados «Guerra y paz» y «Justicia universal», intento mostrar cómo los cascos azules de la ONU se esfuerzan, en tres continentes, por mantener, e incluso instaurar, la paz y de qué manera aplican el derecho los jueces que se sientan en los distintos tribunales internacionales creados por la ONU.
Un espectro acecha la diplomacia multilateral contemporánea: el trágico destino de la Sociedad de Naciones (SDN), organización creada tras la Primera Guerra Mundial en virtud del Tratado de Versalles, por tanto por los aliados, a iniciativa del presidente americano Thomas Woodrow Wilson (y, en menor medida, de Léon Bourgeois, el político francés que fue el primer presidente del Consejo). La creación de la SDN fue ratificada por un total de 63 Estados (si bien nunca por Estados Unidos, puesto que el Senado norteamericano se opuso a la ratificación del Tratado de Versalles, habiendo de hecho votado en contra de la adhesión a la SDN). Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial se firmó su acta de defunción. El octavo capítulo se consagra a la SDN, cuyo fracaso todavía hoy obsesiona a los dirigentes de la ONU, incluido yo mismo.
Relator especial en el pasado y hoy vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, mi trabajo se encuentra ampliamente cuestionado por los Gobiernos de Washington y de Tel Aviv, así como por numerosas organizaciones aparentemente «no gubernamentales» y creadas bajo su iniciativa. Responderé a esas campañas de difamación en el capítulo noveno, titulado «Palestina».
¿Dónde reside la esperanza? Entre otras cosas, en el proyecto de rehabilitación de la ONU y en la puesta al día de los instrumentos de lucha que la misma proporciona. En los Hermanos Karamazov, Fiódor Dostoievski escribe: «Cada uno es responsable de todo ante todos los demás». El capítulo de conclusión dirá en qué consiste la tarea de cada uno de nosotros.
En el curso del verano de 1961 tuvo lugar en Roma el primer encuentro entre Jean-Paul Sartre y Frantz Fanon, psiquiatra de las Antillas y combatiente de la Revolución argelina. Sartre escribía después sobre Fanon: «Nosotros hemos sembrado el viento; él es la tempestad»[4].
Conocer al enemigo, combatir al enemigo.
Un libro puede ayudar a desenmascarar al enemigo, a liberar las conciencias, a sembrar el viento. Pero son los pueblos los que, en el mañana, destruirán el orden mortífero del mundo y harán reflorecer la esperanza que nació entonces, en 1941, en el USS Augusta.
[1] De la ONU. El uso de este término se encuentra ampliamente reconocido en la jerga de los funcionarios y expertos que trabajan en las organizaciones internacionales. [N. de la T.]
[2]Le Principe Espérance (1954-1959), París, Gallimard, 1976-1991, vol. II [ed. cast.: El principio esperanza, vol. II, Madrid, Trotta, 2007].
[3] J. Ziegler, Le Bonheur d’être suisse, París, Seuil/Fayard, 1993, «Points Actuels», 1994; «Points Essais», 2016.
[4] A. Cohen-Solal, Sartre 1905-1980, París, Gallimard, 1985, p. 556.
I. Los oligarcas contra los pueblos
Warren Buffet es uno de los hombres más ricos del mundo según la revista económica americana Forbes. Hace algunos años, este declaraba a la CNN: «There’s class warfare, all right, but it’s my class, the rich class, that’s making war, and we’re winning» («Hay una lucha de clases, de acuerdo, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que lleva la iniciativa, y esa guerra la estamos ganando»)[1].
El preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas comienza con las siguientes palabras: «We the People of the United Nations…» («Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas…»). Corresponde, por tanto, a la ONU −más precisamente a los Estados aliados que firmaron su carta en San Francisco el 26 de junio de 1945– la tarea de proteger y garantizar los intereses colectivos de los pueblos, el bien público universal.
Pues bien, esos intereses actualmente están siendo atacados desde todas partes por la clase de los ricos, esa a la que pertenece Warren Buffet. Los Estados han sido desposeídos de su capacidad normativa y de su eficacia. De alguna manera, se han dejado noquear por los dueños –estos sí, ultraeficaces– del capital financiero globalizado.
Mi combate más reciente, el librado contra los fondos buitre, ilustra de un modo paradigmático esta situación, si bien es cierto que en un campo de batalla limitado.
El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas es el campo de batalla en cuestión. Integrado por 47 Estados elegidos por la Asamblea General, a prorrata del número de Estados de cada uno de los cinco continentes, el Consejo de Derechos Humanos es la tercera instancia más importante de la ONU –tras la Asamblea General (el Parlamento de la ONU) y el Consejo de Seguridad (su Gobierno)–. Su competencia es doble: examinar periódicamente la política de derechos humanos que llevan a cabo los 193 Estados miembros de la ONU, y crear nuevas normas de derecho internacional cuando así lo requieran situaciones de carácter inédito.
El Consejo de Derechos Humanos posee un órgano subsidiario, el Comité Asesor. Integrado por 18 expertos (tres de ellos son originarios de Estados occidentales), se ocupa de hacer estudios sobre temas concretos y plantea propuestas al Consejo. No tiene poder de decisión, pero ejerce una influencia considerable, puesto que no es común que los embajadores y embajadoras que se sientan en el Consejo sean expertos en materia de derechos humanos.
Los miembros del Comité Asesor son nombrados por el Consejo a propuesta de su Estado de origen. No obstante, su mandato no es vinculante y actúan con completa libertad. En virtud del reglamento del Comité se les exige objetividad, neutralidad e independencia.
En cuanto que miembro de dicho Comité desde 2008, confieso no ser «neutral» en mi trabajo ni tan sólo por un instante. Los derechos humanos representan un arma formidable en manos de los que quieren cambiar el mundo, aliviar el sufrimiento ajeno y quebrar los brazos a los depredadores. Y para avanzar, este combate implica hacer alianzas. La independencia es sinónimo de soledad. Pues bien, un combate no se vence en solitario. La alianza con los Estados miembros del Consejo, con este o ese colega en el seno del Comité, es una condición previa para lograr la victoria.
En la lucha de clases mundial, en la guerra de los ricos contra los pueblos promovida por los Warren Buffet, es preciso elegir bando.
Los pueblos de los países pobres se matan a trabajar para financiar el desarrollo de los países ricos. El Sur financia al Norte, y especialmente a las clases dominantes de los países del Norte. Actualmente, el modo más poderoso de dominación del Norte sobre el Sur es el servicio de la deuda.
Los flujos de capitales procedentes del Sur-Norte exceden a los del Norte-Sur. Anualmente, los países pobres transfieren a las clases dirigentes de los países ricos mucho más dinero del que reciben de ellos en forma de inversiones, de créditos a la cooperación, de ayuda humanitaria o de la pretendida ayuda al «desarrollo».
En la estructura de la deuda externa de un país, se distingue entre la deuda soberana –la que ha sido contraída por el Estado− y la deuda global. Esta última engloba, además de la deuda soberana, la que se ha comprometido a iniciativa de las empresas privadas del país en cuestión.
A fecha de 31 de diciembre de 2015, la deuda soberana de los países en vías de desarrollo –sin contar los BRICS (en inglés, Brazil, Russia, India, China, South Africa[2])− ascendía a 1.539 millardos de dólares, siendo la deuda total de 3.170 millardos de dólares[3].
El servicio de la deuda perpetúa la esclavitud de los pueblos del Sur.
Periódicamente, los países que se han endeudado excesivamente se declaran en quiebra. Al resultar insolventes, son incapaces de abonar a sus acreedores los intereses y los correspondientes tramos de amortización de la deuda. Las reservas de divisas en poder de sus bancos centrales se agotan. Dichos países se consideran entonces «en suspensión de pagos».
En las Bolsas del mundo, sus obligaciones se desploman. No pueden contraer más préstamos. Tampoco pueden importar nada más. La crisis se instala en la economía, las exportaciones decaen, las divisas dejan de entrar y la tasa de paro se dispara. Las monedas nacionales se desploman.
En tema de deudas y de quiebras, son las respectivas legislaciones nacionales las que se encargan de establecer los procedimientos específicos a seguir. También ofrecen una multitud de soluciones, que van desde la moratoria sobre las deudas hasta la declaración de quiebra ordenada de la empresa (privilegiando a los empleados, etc.). No existe nada similar en el ámbito internacional, donde se produce un verdadero pulso entre los países deudores y los banqueros internacionales.
En los últimos decenios han surgido nuevos actores en este terreno: los fondos buitre, llamados así por su carácter rapaz y carroñero. Los fondos buitre son fondos de inversión especulativos, que se hallan registrados en paraísos fiscales y que se especializan en la compra de deuda, muy por debajo de su valor nominal, en el mercado secundario[4] para así obtener los máximos beneficios posibles. Escapan a cualquier control público.
¿Cómo actúan los fondos buitre?
Los Estados que se encuentran sofocados por la deuda se ven obligados a negociar periódicamente una reducción de las obligaciones emitidas. En caso de producirse, esas negociaciones llevan, técnicamente, a la retirada de las obligaciones originales y a la puesta en circulación de nuevos títulos (nuevos créditos), denominados «reestructurados». El valor de los créditos puede de esta manera reducirse, por ejemplo, un 70%. En este caso, el banquero recibirá un nuevo título con un valor equivalente al 30% del crédito anterior. Sin embargo, los viejos títulos no desaparecen y siguen disponibles en el mercado secundario.
Los fondos buitre pertenecen a personas extremadamente ricas. Estos disponen de tesoros de guerra que ascienden a miles de millones de dólares. Ejercen su mando sobre batallones de abogados capaces de entablar procesos en los cinco continentes, durante diez o quince años si es necesario. ¿Cómo lo consiguen? Pues bien, compran las antiguas obligaciones en el mercado secundario a precios irrisorios. Luego atacan a los países deudores denunciándolos ante las jurisdicciones extranjeras para reclamar el reembolso de las deudas al 100% de su valor.
En 2015, 227 procesos iniciados por 26 fondos buitre seguían activos en 48 jurisdicciones diferentes contra 32 países deudores. El porcentaje de éxito conseguido por los fondos buitre en esos diez últimos años, entre 2005 y 2015, asciende al 77%. Las ganancias obtenidas durante este periodo oscilan entre el 33% y el 1.600%.
Las jurisdicciones británicas y estadounidenses son las más requeridas por los fondos buitre. Un estudio del Wall Street Journal demuestra que entre 1976 y 2010 un total de 120 procesos contra 26 países deudores han tenido lugar ante los tribunales de estos dos países. El 89% de ellos han terminado con una decisión favorable para los fondos buitre.
Los fondos buitre matan. Un ejemplo. En 2002 –como consecuencia de una terrible sequía−, decenas de miles de seres humanos murieron en Malawi a causa de una hambruna. De los 11 millones de habitantes del país, 7 se encontraban gravemente subalimentados. El Gobierno fue incapaz de asistir a las víctimas, debido a que unos meses antes se había visto obligado a vender en el mercado libre sus reservas de maíz (¡40.000 toneladas!) de la National Food Reserve Agency (NFRA). Previamente, Malawi había sido condenado por un tribunal británico al pago de decenas de millones de dólares a un fondo buitre…
El editorialista del Financial Times, Martin Wolf, no es precisamente un revolucionario. Sin embargo, escribe: «It is unfair to the real vultures to name the holdouts such since at least the real vultures perform a valuable task!» («Denominar a estos fondos “buitres” es un insulto a los verdaderos buitres, puesto que ¡estos últimos al menos desempeñan un servicio útil!»)[5]. Tiene razón: los buitres limpian los despojos de la carroña en las sabanas evitando de este modo que se extiendan epidemias…
Los propietarios de los fondos buitre se encuentran entre los predadores más terribles del sistema capitalista.
He aquí algunos de sus especímenes.
Michael F. Sheehan, llamado Goldfinger por sus colegas de la City de Londres (en referencia al «malo», obsesionado por el oro, en las aventuras de James Bond), posee Donegal International, domiciliada en las Islas Vírgenes. En 1979, Zambia importa de Rumanía un total de 30 millones de dólares en equipos agrícolas. Sin embargo, en 1984 Zambia se declaró en suspensión de pagos. Donegal International entonces compró por 3 millones de dólares la deuda rumana y Goldfinger decidió introducir una demanda ante la justicia londinense pidiendo el pago de los 30 millones originarios. Una vez ganada la causa, hizo embargar por todo el mundo las exportaciones de cobre zambiano, los inmuebles propiedad del Gobierno zambiano, los camiones zambianos que entraban en Sudáfrica, etc. Finalmente, el Gobierno de Lusaka cedió. Tras llegar a un acuerdo extrajudicial, se comprometió a abonar 15,5 millones de dólares a Goldfinger.
Por su parte, Peter Grossman, propietario de FG Capital Management, registrado en el paraíso fiscal del estado de Delaware, puso de rodillas a la República Democrática del Congo. EnergoInvest era una empresa de la antigua Yugoslavia que proveia a la RDC (entonces conocida como Zaire) de equipos eléctricos destinados a la construcción de una presa sobre el río Congo. A finales de 1980, el Gobierno de Kinshasa suspendió sus pagos. Grossman compró entonces a EnergoInvest, en esa época propiedad del Gobierno de Bosnia, el conjunto de las deudas por un valor de 2,5 millones de dólares. Después presentó al Gobierno de Kinshasa la orden de pagar 100 millones de dólares. La Cámara de Comercio Internacional validó su crédito. Tras ello, Grossman hizo embargar por todo el mundo los cargamentos de minerales procedentes del Congo, las cuentas extranjeras de empresas congolesas, etcétera.
Cabeza redonda y calva, ojos de pez, miope, Paul Singer es el dueño de Elliot Management y de NML Capital, y posee una fortuna personal estimada en 17 mil millones de dólares[6]. En 1996, una crisis económica sacudió Perú y los bancos quebraron. Singer compró sus distressed debts (deuda problemática o de alto riesgo) por 11 millones de dólares. Puesto que el Gobierno peruano había actuado como garante de la deuda de los bancos, Singer denunció al Gobierno de Lima en Nueva York. En 2000, obtuvo 58 millones de dólares de este Gobierno.
En 2001, Argentina, tercera economía de América Latina, después de Brasil y México, se declara en quiebra. Dejó entonces de pagar las cuotas de amortización de intereses correspondientes a su deuda soberana, que se elevaban a 81 mil millones de dólares. El paro superaba por esa época el 20% de la población activa. La moneda se devaluó alrededor del 75% en relación al dólar. Las reservas de divisas del banco central se agotaron. El 47% de la población se sumió en la más extrema pobreza. Esta catástrofe fue ante todo una consecuencia de la dictadura militar, que había legado a Argentina la más terrible deuda soberana jamás conocida en la historia.
El Gobierno argentino convocó entonces a los banqueros crediticios. La negociación duró dos años. Deseosos de recuperar al menos una parte de sus haberes, los banqueros aceptaron en última instancia reducir sus créditos al 70%.
El Estado argentino emitió entonces nuevos títulos reestructurados por el 30% del valor inicial. Sin embargo, los antiguos títulos continuaron circulando por el mercado secundario. Los fondos buitre, y particularmente los de Paul Singer, compraron las antiguas deudas a un precio irrisorio.
Un acuerdo firmado en 2003 concedió un respiro a Argentina. El presidente Néstor Kirchner, elegido por el Partido Justicialista (peronista), asumió entonces el compromiso de luchar contra la miseria extrema. A partir de 2004, el porcentaje de las personas «extremadamente pobres» disminuyó del 47% al 16% de la población. En los años previos a 2003, el Gobierno había invertido el 9,5% del producto nacional bruto en programas sociales (salud, escuelas, subvenciones a los alimentos básicos, etc.). Tras la reducción masiva de la deuda, dichas inversiones subieron hasta el 15,6%.
Sin embargo, en el frente de la lucha contra los fondos buitre los fracasos se encadenaban. Veamos algunos ejemplos.
El tribunal federal del distrito de Nueva York condenó así al Gobierno de Buenos Aires a pagar una suma de 1,33 miles de millones de dólares a Paul Singer por una deuda que este había adquirido a un precio irrisorio. ¡Singer consiguió, con este golpe, un beneficio del 1.600%! Desde la Casa Rosada, Néstor Kirchner dirigió una carta a Nueva York en la que decía que se negaba a reconocer la sentencia. Pero las derrotas se sucedían una tras otra, ya que los jueces norteamericanos daban sistemáticamente la razón a los fondos buitre.
Argentina se mantuvo firme en su negativa a pagar.
Las sentencias neoyorquinas, naturalmente, eran ejecutivas. Así dio comienzo la caza del tesoro. Singer intentó que se embargaran las reservas de oro del banco central de Argentina depositadas en Estados Unidos. También la fragata La Libertad, buque-escuela de la marina de guerra argentina, que por ese entonces surcaba las aguas del golfo de Guinea. Cuando atracó en el puerto de Acra, el Gobierno de Ghana la hizo embargar a petición de un juez neoyorquino. Por todo el mundo, los abogados de los fondos buitre hacían embargar los valores patrimoniales del Estado argentino: barcos cargados de trigo en el puerto de Hamburgo, aviones que aterrizan en Miami. Por todas partes, los abogados pagados por los fondos buitre intentaban ejecutar los embargos, en muchos casos con éxito. De tal manera que, en el año 2015, hasta 40 procedimientos de ejecución contra el Estado argentino estaban en curso solamente en Francia[7].
En 2007, el mandato de Néstor Kirchner llegó a su fin. Le sucedería su mujer Cristina Fernández de Kirchner, al igual que él, miembro de la izquierda peronista. Si bien esta cambió de estrategia. Siguió sin ceder ante los fondos buitre, pero decidió llevar su resistencia ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Pretendía conseguir que se adoptara una nueva norma internacional que pusiera fin de una vez por todas a las actividades de los depredadores.
La presidenta designó para la misión de Ginebra a uno de sus más prestigiosos diplomáticos, Alberto Pedro d’Alotto. Este había sido viceministro de Asuntos Exteriores y posteriormente embajador en Nueva York. Elegante, reservado, de alta estatura, con una mirada irónica tras sus gafas, es el perfecto intelectual porteño, al estilo de Jorge Luis Borges. El diplomático rápidamente impuso su liderazgo como el principal coordinador del grupo de Estados latinoamericanos en el Consejo de Derechos Humanos, del que pronto sería su vicepresidente.
En 2013, presenté mi candidatura con vistas a obtener un segundo mandato como miembro del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos. Los Gobiernos estadounidense e israelí orquestaron una virulenta campaña de difamación en mi contra. Más adelante me referiré a los motivos.
En esa época, Suiza tenía en Ginebra un embajador sutil y de gran competencia, Alexandre Fasel. Él me reprochaba mi falta de moderación «diplomática», era muy crítico con mi trabajo. A pesar de ello, era un amigo de confianza. Una noche, me dijo: «El embajador argentino está haciendo una campaña entusiasta y muy hábil a tu favor. Nadie entiende por qué». Me había cruzado con el embajador argentino en algunas recepciones, y en algunas ocasiones por los pasillos, pero no lo conocía realmente.
A pesar de ello, Alberto d’Alotto contribuyó de manera decisiva a mi reelección.
Comprendí un año más tarde las razones de su compromiso a mi favor: estaba preparando un ataque contra los fondos buitre. Necesitaba tener dentro del comité un relator de confianza en el que apoyarse; y había leído mis libros El imperio de la vergüenza[8] y El odio a Occidente[9].
Por medio de la resolución 27/30, del 26 de septiembre de 2014, el Consejo de Derechos Humanos pidió al Comité Asesor que elaborara un informe analítico dando respuesta a la siguiente doble cuestión: «¿En qué medida los fondos buitre violan los derechos económicos, sociales y culturales de los pueblos atacados? ¿Cuál es la norma de derechos humanos que debe desarrollarse, llegado el caso, para poner fin a sus actividades?».
Fui nombrado relator del Comité para contestar a esta doble cuestión y para proponer, en caso necesario, nuevas normas.
Cierta noche, estaba en el restaurante Tiffany de Ginebra. Miguel Ángel Estrella, pianista argentino mundialmente conocido, acababa de ofrecer un concierto en el Victorial Hall. El embajador D’Alotto y su esposa, mi esposa Erica y yo, habíamos sido invitados a la cena que se celebraba después. Nos encontramos todos sentados en la misma mesa. Fue una cena que jamás olvidaré.
Habiendo huido de la dictadura de Buenos Aires, instaurada por el golpe de Estado del general Videla, Estrella fue capturado en Montevideo por los agentes de la Operación Cóndor en 1976. Esta organización coordinaba las actividades asesinas de los agentes secretos de las dictaduras militares chilena, argentina, boliviana, brasileña y uruguaya. Una campaña dirigida por Yehudi Menuhin y otros artistas consiguió salvar la vida a Estrella, que fue puesto en libertad en 1980. Después pudo exiliarse en Francia.
Pregunté a Estrella sobre el tiempo pasado en cautividad. Alberto d’Alloto, que escuchaba en silencio, empezó a hacer algunos comentarios, aportando detalles a lo que Estrella decía… Resultó que también él era un superviviente. Estudiante de la Universidad de Buenos Aires, apenas iniciado el golpe de Estado se había unido a la resistencia junto con una decena de camaradas suyos. Pero sobrevivir en clandestinidad pronto resultó insostenible. Uno tras otro, sus camaradas «desaparecían»…
En ese tiempo, «desaparecer» significaba ser capturado, torturado y, finalmente, asesinado, como, por ejemplo, arrojando con vida a una persona desde un helicóptero a las corrientes del Río de la Plata. Alberto consiguió hacer llegar un mensaje a su padre, un renombrado médico de Buenos Aires. Este había operado y salvado de la muerte a la esposa de un comisario de policía que ahora ocupaba un puesto importante dentro del régimen. El comisario le profesaba una infinita gratitud. El padre fue a verlo. A cambio de la promesa solemne de que su hijo no era un «terrorista» el comisario le facilitó un pasaporte y acompañó personalmente a Alberto hasta la misma pasarela de acceso al avión de Air France.
Desde esa velada que pasamos en el restaurante Tiffany, nos une una solidaridad profunda, una estima recíproca y una sólida amistad. El plan de batalla que rápidamente elaboramos juntos era complicado. Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Canadá y Australia mantenían una férrea oposición a que se pusiera cualquier tipo de cortapisa a las actividades de los fondos buitre. Paul Singer, propietario de NML Capital, es, según se rumorea, uno de los principales donantes del Partido Republicano. No tuvo, por tanto, ningún problema en movilizar contra D’Alotto al Tesoro Público y al Departamento de Estado. El argumento de Wall Street era inapelable: los fondos buitre son un instrumento del libre mercado, y la libertad de mercado es sagrada.
Pocas veces en mi vida he trabajado tanto como durante esos dos años, 2014 y 2015. ¿Cuántas sesiones de trabajo pasé con mi colaboradora Milena Costas Trascasas, una joven jurista española de gran talento, cuántas discusiones con diplomáticos de los países expoliados, cuántos encuentros con economistas de la CNUCYD (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo), discusiones con mis colegas universitarios, especialistas en los mercados financieros, Marcelo Kohen, Marc Chesney, etc.? Un trabajo fascinante, aunque agotador.
Entregué mi informe el 15 de febrero de 2016[10]. En él, explicaba que las actividades de los fondos buitre, por definición, infringen el principio de la buena fe que aparece enunciado en prácticamente todas las legislaciones de todos los países del mundo. Así lo demuestra, por ejemplo, el Código Civil suizo: «Cada uno debe ejercer sus derechos y ejecutar sus obligaciones según las reglas de la buena fe. El abuso manifiesto de un derecho no se encuentra protegido por la ley» (art. 2B, párr. 1 y 2).
Pues bien, una vez acabada la reestructuración de la deuda soberana y emitidos los títulos reestructurados, las actividades de los fondos buitre violan la buena fe. Por ese motivo recomendaba la elaboración de una nueva norma de derecho internacional formulada como sigue:
Cuando un deudor persigue una ventaja ilegítima por medio de la compra de un préstamo o de un crédito de un Estado, sus derechos en relación al Estado deudor se verán limitados al precio pagado al readquirir dicho préstamo o dicha deuda. No puede, por tanto, pronunciarse ninguna decisión ni darse efecto a ninguna sentencia arbitral ni a ninguna sentencia condenatoria extranjera que pretenda el reembolso de préstamos o deudas consentidas por el Estado, más allá del límite fijado por la presente norma.
La búsqueda de una ventaja ilegítima se deduce de la existencia de una desproporción manifiesta entre el valor de la readquisición del préstamo o la deuda por parte del acreedor y el valor nominal[11] del préstamo o deuda, o bien entre el valor de la readquisición del préstamo o deuda por parte del acreedor y las sumas cuyo pago reclama[12].
El Palacio de las Naciones en Ginebra, y la ONU en general, están repletos de espías.
Todos los servicios secretos del mundo, especialmente los vinculados a las grandes potencias –estadounidenses, chinos, rusos (y en menor medida los franceses)− escuchan las conversaciones confidenciales, incluso las más protegidas; fotocopian documentos; pagan a los funcionarios, y frecuentemente actúan camuflados bajo la diplomacia acreditada. Nada más normal, por tanto, que los agentes de los servicios occidentales estuvieran informados sobre la más insignificante de mis conversaciones con Alberto d’Alotto y el desarrollo de todas mis sesiones de trabajo.
El voto en el Consejo de Derechos Humanos estaba previsto para la sesión de septiembre de 2016. En la fortaleza de la embajada estadounidense en Pregny, a pocos cientos de metros del Palacio de las Naciones, sonó la señal de alarma. Nuestros enemigos eran perfectamente conscientes de que se arriesgaban a una derrota. Conocían mis recomendaciones. Sabían que, muy probablemente, Alberto d’Alotto había reunido los votos necesarios para que el Consejo las adoptara.
Nuestros enemigos cambiaron entonces de táctica. Abandonando el terreno onusiano, retomaron una táctica ancestral mucho menos complicada y de eficacia probada: la corrupción. Las elecciones presidenciales en Argentina tuvieron lugar en diciembre de 2015. El candidato designado por la coalición de izquierda, apoyado por Cristina Kirchner y que debía continuar el combate contra los fondos buitre, era presentado como el favorito por casi todos los centros de encuestas. Sin embargo, al final fue derrotado por un político local de derechas, que había gastado cifras astronómicas para conseguirlo.
Tan pronto como asumió sus funciones, Mauricio Macri manifestó que pretendía dar cumplimiento, sin dilación alguna, a todas las peticiones hechas por los fondos buitre. ¡Y fue eso lo que hizo! A lo largo de los seis primeros meses de su mandato abonó a dichos fondos alrededor de 10 mil millones de dólares que financió mediante una reducción masiva del gasto social ya comprometido por sus predecesores. De forma casi inmediata, los mercados financieros se abrieron a Argentina. El país se endeudó de nuevo y, a partir de marzo de 2016, adquirió 5 mil millones de dólares en créditos internacionales. En un abrir y cerrar de ojos, Argentina pasó de ser un país paria al cliente mimado de los mercados financieros.
Dentro del país, a partir de 2016, Macri puso en marcha la política ultraliberal exigida por sus tutores extranjeros. Suprime el impuesto a las exportaciones agrícolas, así como a las sociedades multinacionales mineras. Durante los primeros seis meses de la nueva presidencia, el ministro de Energía, Juan José Aranguren, hasta 2015 director general de Shell Argentina, firma hasta ocho importantes contratos energéticos en nombre de Argentina, siete de ellos a favor de Shell.