III Antología de El Desván de las Palabras - Alejandro Vázquez Ortiz - E-Book

III Antología de El Desván de las Palabras E-Book

Alejandro Vázquez Ortiz

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Como cada año, la página web de El Desvan de las Palabras nos ofrece su antología, la tercera ya. Creemos que para el lector será más que interesante descubrir los textos que se encuentran en su interior. Los escritos van desde los relatos cortos a los muy extensos, de los poemas a las reflexiones. El Desván de las Palabras es un baúl bien cargado de sorpresas en donde todo escritor es bienvenido. OBRAS: Fotos de Lili, Larvastar Añoranza, Angelcaído Solipsismo, Jaime Sola, Aleceia Una mujer que sueña, Yazmín Caram Suárez Navidades en Finlandia, María Cabada Mi vida en el camino, Carlos Manuel Alba Hualde Los arañazos, Jugar Poema IV, Néstor Zaragozá Avilés Espejo, Angelcaído Boutique del yo, Asunción Belarte de la Asunción Si hoy amaneciera mayo en Córdoba, Antonio Briones Torres Basado en una historia real, Néstor Zaragozá Avilés Una carta del Tarot, Daniela Wallffiguer La Sacerdotisa, Daniela Wallffiguer La Emperatriz, Daniela Wallffiguer El Ermitaño, Daniela Wallffiguer El aprendiz de magia, Andrés Almonacid La tierra, nuestro planeta, se siente como Sabina, Silvia La claridad de tu amor a través de mi ventana, Amaya Felices Otal Poema LIV del chamarín enverdinado, Angelcaído El espíritu de la montaña, Silvia Espectador de un segundo, Ivan Ilitch La casa de la Sierra de Amboto, Alejandro Vázquez Ortiz

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EL DESVÁN DE LAS PALABRAS

EL BAÚL DE TUS ESCRITOS

3ª Antología de cuentos, relatos y poemas

VV.AA.

Índice de contenido
Portada
Título
Fotos de Lili
Añoranza
Solipsismo
Sola
Una mujer que sueña
Navidades en Finlandia
Mi vida en el camino
Los arañazos
Poema IV
Espejo
Boutique del yo
Si hoy amaneciera mayo en Córdoba
Basado en una historia real
Una carta del tarot
La sacerdotisa
La emperatriz
El ermitaño
El aprendiz de magia
La Tierra nuestro planeta se siente como Sabina
La claridad de tu amor a través de mi ventana
Poema LIV de el canto del chamarin everdinado
El espíritu de la montaña
Espectador de un segundo
La casa de la sierra de Amboto
Datos técnicos

FOTOS DE LILI

Por Larvastar

Abrió un viejo álbum de fotos y la recordó, como pasaba seguido. Últimamente con más frecuencia, desde que se enteró que se había apolillado y la tiraron a la basura. A pesar del sabor amargo que le producía el saber que la había perdido para siempre, recordaba con nostalgia el momento en que la vio por primera vez, mientras caminaba solo por una calle desierta, azotada por el frío viento de invierno, que le lastimaba la cara. Quizás para protegerse de la ráfaga de aire helado giró el rostro y se encontró con la vidriera de una boutique. Entonces la vio.

Lucía una campera de cuero con un pulóver negro de cuello largo, jeans y zapatos a tono. Pelo rubio y largo, piel lisa y brillante. Se erguía desafiante y orgullosa al pie de una superficie, incitándolo a la locura y susurrándole palabras y melodías de una canción dulce. Justo ahí lo supo.

«Lili.»

Cuando no hay nadie que espera, tampoco hay apuro alguno. El individuo llevaba a Lili como si fuera lo más natural del mundo, como si se viera un hombre corriendo con un maniquí a cuestas en la telenovela de las doce. Muy a su pesar, un par de individuos registraron la escena absurda y le dirigieron una mirada intolerante. Pero el desprecio por el prójimo es común en la ciudad, más aún en invierno, así que pronto lo olvidaron.

Figueroa vivía en un departamento viejo en la zona de Villa Crespo, donde día a día se acumulaban propagandas de supermercados chinos y boletas para pagar. En el tumulto de papeles, alcanzó a distinguir una carta documento: «Sr. Figueroa, tenga a bien presentarse…»

La separó del resto y la guardó en su abrigo, como quién reserva algo en una caja fuerte para después olvidarlo. Lo efímero de lo realmente importante.

Ya en la oscuridad de su departamento, Figueroa se sintió en libertad de hablar con su nueva adquisición.

—¿Estás bien, tenés hambre? —le preguntó mientras colgaba el saco.

«No me vendría mal un sándwich de salame, si no es mucha molestia» repuso Lili, desde su irreversible inercia.

—¿Cómo va a ser molestia para mi chica especial?

«Qué dulce.»

Figueroa se apuró a buscar el teléfono de la rotisería. Mientras esperaba que lo atendieran, miró de reojo a su nuevo amor. Estaba allí sentada en la mesa sin moverse, con los brazos erguidos como si tratara de agarrar algún vaso o una botella. Un momento después se cayó hacia un costado, sin ningún motivo aparente. Figueroa observó la acción con una especie de ternura paternal.

—Rotisería «Los Hermanos», ¿le puedo tomar el pedido?

—Sí, dos sándwiches de salame completos, por favor.

No. Un poco antes. Cuando la vendedora del negocio de ropa le preguntó por qué quería comprarse el maniquí.

—No sé… ¿Nunca sintió que tiene la necesidad de comprarse algo?

—Sí —le dijo la vendedora—, pero no precisamente un maniquí. No le veo lo divertido.

—¿Para usted las cosas son importantes en la medida que cumplan con sus requisitos de diversión? ¿Así elige a la gente con quien quiere pasar el resto de su vida?

La vendedora lo miró un largo rato sin entender cuál era la relación de todo lo que estaba diciendo Figueroa, pero siguió sin encontrarla. Lo miró perpleja hasta que se dio cuenta que simplemente no creía en el amor a primera vista.

Punto. Fueron 200 pesos que gastó. Ahora sí.

«¿Me podrías ayudar con los sándwiches, mi amor?, estoy famélica.»

—Claro, Lili, para eso estoy acá. Considérame tu esclavofull time.

Figueroa acercó un sándwich a la boca de Lili tratando de meterlo en algún agujero que por supuesto no existía, y solo consiguió llenar de grasa los labios del maniquí que chocaban una y otra vez con las fetas de salame.

«¡Qué rico!»

Quizá en éxtasis, Figueroa empujó aún más el sándwich contra la boca de Lili, logrando que la comida se convirtiera en casi una bola roja, amarilla y marrón.

—¿Así te gusta? ¿Querés tomar algo ahora?

«No me vendría mal un jugo exprimido de naranja.»

Figueroa respondió al instante y corrió a la cocina en busca de una naranja y el exprimidor manual. Actuaba de forma tal que parecía estar concursando en un programa televisivo donde premiaban al que servía más rápido.

Finalmente llegó con el jugo a la presencia de su amada, y volcó el contenido del vaso sobre el pecho y el regazo del maniquí, convirtiendo todo en la pesadilla pegajosa, líquida y semillosa de cualquier ama de casa. Satisfecho por hacer feliz a Lili, Figueroa respiró aliviado. Luego dijo:

—¿Ahora te puedo tocar?

«No veo porqué no.»

Figueroa palpaba los pechos del maniquí con demasiada delicadeza y un dejo de timidez que lo convertía casi en un adolescente torpe. Una sonrisa boba adornaba su cara iluminada por el deseo, mientras apretaba una teta como si fuera una antigua bocina de bicicleta. Comprendiendo quizá lo ridículo de la situación, Figueroa entendió que su patetismo era casi extremo.

—Mirá Lili, me parece que tenemos que hacer algo más, ¿no? ¿estás nerviosa?

«…»

—¿Por qué no me hablás?

El hombre bajó la mano lentamente por el cuerpo de Lili, sintiendo a flor de piel la exquisita sensación de lo artificial. La piel del deseo pero en plástico.

El recorrido sensorial terminó en la entrepierna del maniquí, donde Figueroa sintió nuevamente de expresar su éxtasis con una sonrisa boba. Aunque no duró mucho. De pronto se dio cuenta que había algo que no estaba bien.

—Ya entiendo, pobre… ¿Porqué no me dijiste que tenías este problema? Conozco un montón de mujeres que pasaron por lo mismo. Vos no te preocupes, esperame acá un segundo que voy a buscar el cutter que tengo en mi escritorio.

«…»

Figueroa finalmente se durmió. Consumado el hecho de su deseo, el hombre se entregó a los artificiales brazos de su amada, pensando feliz que cuando la vida intenta detenernos, simplemente hay que abrirse paso.

El despertador. Con tantos acontecimientos juntos, Figueroa olvidó que trabajaba. Las cosas de pronto se volvieron confusas y un tanto tristes, ya que volver a la vida rutinaria del patetismo administrativo lo ponía de mal humor. El traje, la corbata, el reloj de titanio, el maletín de cuero importado, el perfume imitación, el sobretodo, el abono de tren.

Todo listo.

Lili yacía tendida mirando a un costado, con los brazos eternamente apuntando hacia alguien imaginario. Los primeros rayos de sol se filtraban por la persiana entreabierta, reflejando el rígido cuerpo del maniquí, que a simple vista parecía el cuerpo sin vida de alguna víctima o una burda muñeca inflable. Quizá un poco de ambas. El aire en la habitación se tornaba enrarecido. Suerte para ella que no respiraba, ya que estaría en la misma posición todo el día.

Tercer piso. Figueroa abrió la puerta del ascensor y caminó los veinte pasos que lo separaban de su oficina. Lo odiaban, o mejor dicho, lo despreciaban. Cuando estaba en ese lugar no conseguía ni siquiera hablar con claridad, parecía un púber tartamudo hablando con su amor imposible todo el tiempo. Con suerte algún día lo iban a echar de aquel lugar. Por lo pronto —como en alguna típica comedia— su maletín se abrió en la entrada de la oficina y desparramó todos los papeles en el suelo.

Nadie lo miró. O mejor dicho, a nadie le asombró lo que acababa de ocurrir. Natalia Loria, una chica nueva, se acercó para ayudarlo.

—Deje que lo ayude.

—Está bien, perdóname, ayer me olvidé de arreglar la traba, porque se zafa seguido.

El supervisor estaba viendo la escena y se acercó rápidamente para decir algo.

—Loria, vuelva a trabajar. ¿Usted qué hace?

—Disculpe, señor, pero se me cayó todo… y usted está encima de…

—Ya se lo que pasó, Figueroa. ¿Usted se piensa que venir a trabajar es así nomás? ¿Cuánto tiempo antes se despierta?

—Una hora antes, señor.

—Bueno, a partir de mañana quiero que se levante a las cinco de la mañana. Se pone en condiciones y viene.

El supervisor se alejó de Figueroa y se acercó a otro empleado. Todos en el lugar volvieron a trabajar, aunque se percibía un aire incómodo. Figueroa podía sentir la risa disimulada de sus compañeros de trabajo, que lo miraban pasar como si fuera lo que era: un verdadero idiota. «¿Por qué me tengo que despertar más temprano? Ahora mismo le digo al tipo este que no me puede tratar así», pensó. Pero no hizo nada de lo que pensaba. Solamente se sentó y dejó pasar el tiempo como podía.

A las tres horas tenía hambre. Abrió el maletín para sacar el sándwich de salame que le había sobrado, pero se dio cuenta que no estaba. Justo en ese mismo momento, como si hubiera estado esperando aparecer, sintió olor a salame cerca suyo. Miró con desconcierto como su supervisor comía el sándwich, mirándolo desafiante como en una pelea de box. Abrió la boca para decir algo, pero al instante se dio vuelta y volvió a mirar el monitor que tenía como paisaje. Estiró un brazo para acomodar el maletín y este se volvió a abrir desparramando todo. Había olvidado trabarlo de nuevo.

A veces todo lo peor que le podía pasar sucedía las veces necesarias para humillarlo.

Le sucedía tan seguido que parecía vivir dentro de una comedía absurda, donde era el payaso gordo.

Este sería un fragmento del libre discurrir de ideas dentro de la mente de Figueroa:

«Odio el hecho que nadie me quiera entender. Que todos se fijen en mí de una manera vaga e imprecisa. Que ninguno de ellos se pregunte por qué no puedo contestar a determinadas preguntas. Que se rían cuando intento sociabilizarme. Que quiera pararme de la silla y prefiera quedarme sentado, sintiendo el frío yugo de la impotencia golpeando en mi cabeza, como miles de abejas en mi cerebro, tratando de salir para algún lado, tratando de escapar. Ojalá yo mismo conozca la salida, pero lo único que puedo hacer es sentarme y esperar en este silla que pase algo milagroso que me sacuda. Una especie de suceso que de repente transforme mi vida. ¿Será Lili?, la amo, pero no creo que sea suficiente para terminar con todo. ¿Quién es esa idiota que me ayudó, y ahora me está mirando? Siente lástima por mí, no más que eso. Es como todas las demás. Me repugna la gente que intenta hacer caridad, que siente una especie de necesidad por ayudar a todo el mundo. ¿De dónde sale eso? ¿Quién se siente lo suficientemente importante como para jugar al superhéroe? A nadie puede importarle que no pueda dormir, que necesite de pastillas para seguir con vida, que me pongo el traje todas las mañanas como una especie de disfraz para ocultarme de la miseria que me persigue, que vive adentro de mí. No tengo traumas infantiles, mi mamá no se drogaba, no me abusaron. Pero por alguna razón extraña vivo una pesadilla de la que no puedo despertar, y esta estúpida me sigue mirando. ¿No fue suficiente con verme arrodillando juntando papeles inútiles del suelo? ¿Qué más pretende?»

La voz del supervisor interrumpió todo.

—Figueroa, necesito que venga a mi escritorio. La chica nueva, también. Vengan los dos.

—Sí, señor.

Segundos de silencio y pasos cansinos por la alfombra.

—La cosa es así. Ella le va a controlar el trabajo, ¿entiende Figueroa? Como es nueva quiero ponerla a prueba supervisando gente.

—¿Por qué me eligió a mi?

—¿Eso fue una pregunta, Figueroa?

—No, señor.

No hubo más palabras. La chica nunca levantó la vista del escritorio del supervisor, como avergonzada. Figueroa se veía sonrojado, y la sangre de la cara era un termómetro que indicaba «Peligro Inminente de Explosión».

El día terminó poco después. Le pareció que Natalia Loria intentó hablar con él antes de partir, pero hizo como que no la vio. Salió apurado de la oficina sosteniendo con fuerza el maletín para que no se abra de nuevo. El solo hecho de pensar en el aire fresco de la calle le hizo acelerar el paso. Ni siquiera miraba alrededor. Si una mísera persona más le hablaba se iba a poner a llorar.

Finalmente salió a la vereda y se apresuró a llegar a la estación de tren. El reencuentro con Lili se le antojaba vital, como si fuera lo único que lo salvaría del suicidio por ese día. Pensó en comprarle flores, o una caja de bombones, o algo mayor. No tenía que permitir que su amada se diera cuenta de su incapacidad humana, de la forma en que el mundo lo veía. Se sentía un mero punto solo en medio del vacío, donde la sociedad pasaba un poco más lejos, allí donde nunca podía llegar. Ni lo dejaban.

Dentro de su casa olía a encierro, no del tipo a naftalina o ropa vieja. Encierro de oscuridad, una especie de olor húmedo.

Se apresuró a llegar a su cuarto, donde la volvió a ver. Por un segundo temió que no estuviera, que ella también lo abandonaría. Sin embargo, Lili seguía ahí.

«Hola mi amor, ¿Cómo estuvo el trabajo?»

—Mejor no hablemos de eso. Vamos, salgamos un poco.

«¿Estás loco?»

—¿Porqué?

«Estoy desnuda, no puedo salir así a la calle.»

Figueroa comprendió que tenía razón. Sin decir nada más, salió nuevamente a comprar ropa. Solo caminó, sin pensar. Su mente se dirigía muy lejos de él, caminando a toda velocidad en dirección contraria. No reconoció caras, ni direcciones, solo caminó.

De pronto se dio cuenta que estaba parado en el mismo local donde conoció a Lili, y se desconcertó cuando vio a su amada en la vidriera nuevamente. ¿Cómo había llegado hasta ahí antes que él? Entró al local furioso, pidiendo explicaciones en su mente.

Por supuesto que nunca lo expresó.

—Disculpe, señorita.

La empleada lo reconoció al instante. Había contado la anécdota a todos sus amigos, parientes, y hasta a su psicóloga. La historia siempre terminaba de la misma forma: «¿Podés creer que existan tipos tan enfermos?»

—Si, señor. ¿Qué se le ofrece?

—Quisiera saber que hace mi novia en su vidriera, señorita. Ya no necesita trabajar más, ¿la están obligando?

—No sé a qué se refiere, señor.

—¡Ahí, la vidriera!

La empleada se giró sin saber lo que oía. Lo único que veía era el nuevo maniquí que tuvo que comprar el dueño luego que… de pronto comprendió todo. ¿Novia? se dijo que el hombre estaba mucho más enfermo de lo que ella creía.

—Esa no es su novia, señor. Es un maniquí nuevo.

—¡Pero es igual!

—Todos los maniquíes son iguales, señor.

Figueroa de pronto se dio cuenta que estaba llorando. Eran lágrimas de desesperación, no podía controlar la intensidad de sus temores. Por un segundo creyó que todo había terminado.

—Bueno, entonces deme la ropa que tiene puesto ese maniquí.

Pagó y salió corriendo.

Cuando cruzó la calle, cayó en la cuenta de que ya era de noche. O por lo menos, no podía distinguir con facilidad el contorno de las cosas. Ya que el paseo por el parque se había suspendido, Figueroa volvió lentamente a su departamento.

Lili lo estaba esperando acostada-tirada en el suelo. Se había olvidado de prender las luces delliving, y la casa estaba completamente a oscuras. Aun así pudo ver a Lili. Se dijo que simplemente Lili vivía en su mente, o en algún un lugar donde la luz no es necesaria.

«¿Donde estabas, mi amor?»

—Te fui a comprar ropa, Lili. No podés salir desnuda así nomás.

«Pero ya es tarde para ir a pasear.»

—No te preocupes, te invito a comer afuera.

Lili no contestó, pero Figueroa alcanzó a oír un sonido gutural parecido al de una sonrisa, o algo que hace la gente cuando se ríe con timidez. Se sentía complacido con lo que estaba pasando. Invitó a comer a una mujer por primera vez. Siempre se había preguntado como se sentirían esos tipos que aparecían en las películas tan sonrientes, hablando con su amada de cosas triviales y cruzando sus manos de vez en cuando. Las copas de vino, las mesas elegantes… todo parecía salir de un sueño, que justamente estaba a punto de cumplir.

Natalia

Era diferente.

No por las razones obvias por las que cualquiera se sentiría distinguido, sino por pequeñeces que la convertían en una persona bastante particular. Cuando volvió del trabajo esa tarde, por ejemplo, agarró el ticket de la lavandería que estaba pegado en la heladera y volvió a salir para buscar la ropa limpia. Cualquier persona se hubiera tirado a descansar al menos diez minutos, o por lo menos se hubiera sentado en la cocina a tomar un vaso de algo. Ella no. La responsabilidad estaba primero en todo lo que le concernía, a pesar de ser una persona bastante tratable. Su último novio, por ejemplo, la había abandonado no por ser obsesiva, sino por su falta de carácter. Era el tipo de mujer que nunca podía decidir nada, todo le parecía perfectamente bien. Muchas veces se preguntó si era por conformidad, pereza o una condición innata de la que no podía escapar. Cuando su novio la dejó, lloró unos cinco minutos, no más que eso. Se enjugó las lágrimas y se fue a trotar con su perra Bernarda. Otra vez parecía obsesiva, pero no. Solo tenía que trotar a esa hora, y por el solo hecho de haber sido abandonada no iba a suspender su actividad. Sin embargo, se sintió muy triste durante horas. ¿Tan diferente la convertía el hecho de ser indecisa? O mejor dicho, una indecisa responsable.

Cuando estaba a dos cuadras de la lavandería, le pareció ver de lejos a Figueroa. Otro tipo raro. Se estremeció al comprobar que efectivamente era él, debía vivir cerca de su casa. ¿Adónde iría? su nueva tarea de supervisarlo le recordó que debería averiguarlo. Quizá le preguntaría cuando lo viera en la oficina. Por lo pronto se limitó a mirarlo. Tan frágil, tan obsceno y vulnerable. Le daba pena en cierta forma, aunque no del todo. Sabía que la misericordia estaba reservada a personas egoístas, ella no lo era. Sin embargo no podía dejar de mirarlo, como en una especie de fascinación abstracta, como si Figueroa estuviera corriendo en su intento de escapar de un cuadro surrealista.

Recordó el ticket y siguió camino.

Noche.

Abrió la heladera y se quedó mirando el vacío. En verdad no tenía hambre, era solo un acto reflejo de supervivencia, cosa que no tenía en meses. Quizás estaba mejorando, quién sabe. Lo concreto es que cerró la puerta nuevamente y se dirigió al teléfono para escuchar los mensajes. Odiaba hablar, o mejor dicho, sostener el tubo para oír una voz lejana de alguien que no quería escuchar. Tampoco quería oír los mensajes de esa misma gente, pero lo tomaba como un deber de buen ciudadano.

pip

«Hola Nati, soy mamá… me apena que no me contestaste el llamado. ¿Qué te pasa? ¿Seguís con el chico bueno ese? me…»

pip

«Hola Natalia, me parece que tenemos que hablar. La última vez estaba un poco confundido, además te extraño. Son las dos de la mañana y no puedo creer que no…»

pip

«…ese fue su último mensaje.»

Odiaba a su familia. No tanto a su ex, sí a su familia. ¿No tenía nada que hacer su madre que llamarla a ella? ¿Dónde había estado los últimos años? Si mal no recordaba, cuando empezó a estudiar en la facultad tuvo que alquilarse un departamento para no viajar tanto, le molestaba mucho el hecho de sentir el aliento a vino de los obreros a la madrugada.

Ella había nacido para algo mejor, un futuro que siempre se esforzó por encontrar mediante su capacidad para enfrentar las cosas, el estudio, la vida, el trabajo. Nunca nadie de su familia estuvo ahí en ninguna decisión, ni siquiera en apoyo moral.

Estaba realmente cansada de todo.

Se preparó un té y se sentó a la mesa para estudiar. Calculó que le quedaban dos horas más de lucidez antes de quedarse dormida por completo. Antes, por alguna razón inexplicable, pensó en Figueroa. Tenía que buscar la manera de enfrentarlo, ya que parecía un tipo raro. Sabía que su jefe la estaba poniendo a prueba, le había pasado antes. Cada vez que alguien la probaba, ella respondía. Era cuestión de pensar las cosas con calma y no dejarse llevar por los impulsos nerviosos histéricos como pueden ser los de llamar a alguien por teléfono.

Vestido amarillo. Color de aros y collar a tono. Maquillaje, perfume Cacharel. Se miró al espejo y sonrió, como hacía todos los días. «Hoy es el mejor día de mi vida.»

Antes de cruzar la puerta hacia la calle, se acordó que tenía que dejarle comida a su mascota y sacar un pollo delfreezer. Con suerte, cuando volviera se descongelaría.

Apagó las luces y salió.

A veces se preguntaba por qué no la irritaba la rutina, o el hecho de hacer todos los días de su vida lo mismo. Una y otra vez. Una y otra vez. Como un robot, moviendo cosas de allí para acá, hablando, sonriendo, buscando cosas, siempre buscando algo. ¿Era parte de ser práctica? ¿Todo tenía que ver con su personalidad? Algo dentro de ella le respondía que sí, pero no estaba del todo conforme. Según una estadística que había escuchado en un programa de televisión, la mayoría de los jóvenes escapa de la rutina. ¿Por qué eso no se ajustaba a ella? Miraba el paisaje por la ventanilla del tren con desconcierto. ¿Es que no se sentía viva? Descartó ese pensamiento tan rápido como apareció. A veces le daba por ponerse melancólica, era solo eso. No tenía nada que ver con su concepto de practicidad obsesiva. Era cuestión de dejar pasar el tiempo.

En la oficina todo era diferente. Se sentía a pleno y confiada en lo que debía hacer. Llegó temprano. Tuvo que prender las luces porque no había nadie todavía, y el empleado de limpieza (Jorge) se había olvidado de su tarea. Ese era un ejemplo de las cosas que no entendía. ¿Es que Jorge tenía algo más en qué pensar? Ya había averiguado todo lo que podía sobre Figueroa y estaba impaciente por empezar a trabajar con él.

Se sentó en su escritorio y por un momento apoyó la cabeza sobre sus manos, pensando en algo fugaz. Tan rápido como pasó, comenzó a mover las manos nerviosa, golpeando los dedos siguiendo algún ritmo imposible o mirando una y otra vez el papelito que colgaba de la boca de refrigeración. ¿Qué le pasaba a todo el mundo? Miró el reloj. Faltaba algo más de 15 minutos para que empezaran a llegar.

Allí estaba, entonces, cuando llegó el supervisor. Estática, sonriendo, en una postura delicada que recordaba justamente a un maniquí. El jefe la miró sorprendido, no tanto por su apariencia plástica, sino más bien por el horario.

—¿Se cayó de la cama, Loria?

—No señor, es que tomé el tren un poco antes, calculé mal.

Claro, como iba a decirle que en verdad no podía dormir por el solo hecho de controlar a Figueroa. Ahora que lo pensaba, los únicos tres motivos que la sociedad acepta para no dormir de noche son: el estudio, el sexo y la diversión (que estaban relacionados entre sí). Encima, los últimos dos motivos no se podían mencionar en el trabajo, al menos no de forma abierta. Por eso eligió mentir sonriendo, como un buen político.

Silencio incómodo por alrededor de diez minutos.

—¿A qué hora entra Figueroa?

—Ya tendría que haber llegado, señor. Su horario de entrada es a las siete.

El supervisor balbuceó algo insultante pero no se entendió. Natalia estaba tentada de comerse las uñas. ¿Por qué tanta ansiedad? ¿Qué le estaba pasando?

Entonces apareció el hombre. Como suele suceder, justo cuando Natalia estaba a punto de confrontarse consigo misma.

Figueroa lucía destruido: ojeras, corbata arrugada, traje arrugado, pelo sucio mal disimulado con gel. Natalia se fijó en el maletín: estaba atado con hilo de barrilete. No podía decidir si hacer eso era de mal gusto o simple estupidez. Se levantó de su escritorio (no sin antes echarse una fugaz mirada en el monitor de la computadora) y se apresuró a saludarlo.

—¿Cómo está, Figueroa? Soy Natalia Loria, la encargada de ayudarlo con el control.

—¿El control de qué?