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¿Por qué Jack Frusciante, guitarrista de los Red Hot Chili Peppers, ha dejado el grupo? Estaban consiguiendo éxito, dinero, fama... ¿Por qué ha renunciado a todo lo que atrae a los demás? El «viejo Alex», el diecisieteañero que protagoniza esta novela, lo entiende perfectamente: él mismo está distanciándose de su previsible futuro, empezando por su familia (siempre ahí, inmóviles ante el televisor). Alex vive en Bolonia, estudia (poco y mal), va en bici (rápido como el viento), sale con sus amigos (compartiendo bebidas y bullicio) y, por encima de todo, está enamoradísimo («cuatro meses sin besos ni sexo») de Aidi, que va a marcharse a otro país. Jack Frusciante ha dejado el grupo es el éxito editorial italiano que se convirtió en el libro clave de una generación. Con más de un millón de ejemplares vendidos, conquistó simultáneamente a la crítica (que apodó a Enrico Brizzi «el Salinger de Bolonia») y los lectores, se publicó en una veintena de idiomas, ganó múltiples premios literarios e inspiró una película. Cita de reseña crítica: «El título de esta historia, escrita en un lenguaje fresco e imaginativo, salpicada de humor y de canciones de grupos punk y rock, hace referencia al guitarrista de los Red Hot Chili Peppers [John Frusciante], que renunció a su puesto en la banda cuando esta llegaba a su mejor momento porque sentía que todo era demasiado estresante (...), un paralelismo con lo que le sucede al protagonista, que también abandona un mundo en el que se sentía a gusto». EL PAÍS
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Seitenzahl: 226
Jack Frusciante è uscito dal gruppo
© 2016 Mondadori libri S.p.A., Milano
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© de las guardas: LinStar/Shutterstock.com
De la traducción:
© Joaquín Jordà, 1997, 2020
© Carmen Artal, 1997, 2020
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: julio de 2022
ISBN: 978-84-17834-92-0
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Para Andrea P. y para T., que han dibujado y escrito
JACK FRUSCIANTE HA DEJADO EL GRUPO
no tardaría en pasar también aquel estúpido febrero y el viejo Alex se sentía profundamente desgraciado, pero de forma distanciada, como si su vida perteneciera —sensación demasiado típica y cruda lo admito— a otra persona.
pero no os riais, por favor, ya que en aquella época el viejo Alex todavía no había cumplido dieciocho años y aquellos días el cielo de Bolonia era tan expresivo como un sordo bloque de hierro colado y de semejante expresividad no deberíais esperar nada exaltante, ni siquiera una de esas impresionantes tormentas definitivas que lavan las calles y desde hacía casi dos semanas la ciudad yacía entumecida bajo una lluvia exangüe y sin nombre
como conocido del viejo Alex y persona informada de los hechos me limitaré a añadir que cierta historia con una chica le resultaba ahora difuminada en el recuerdo, aplastada por la mediocridad acojonante de la vida de todos los días: haber sido terriblemente feliz con ella durante cuatro meses le parecía —esa era otra de sus sensaciones más crudas— que no había servido para nada
veréis: hasta el giro de ciento ochenta grados de los dieciséis años y medio nuestro menor de edad atento peinado superpasivo —un voluntarioso total— había estado pudriéndose a un palmo de la mesa de los profes y tomaba apuntes, ¡el angelito!, ¡diligente! ¡servicial! ¡aplicado! un cadáver de buenos sentimientos escolares bajo innumerables aspectos ¿y las estratégicas entradas en clase a segunda hora? ¡jamás! pues sus alsacianos sentimientos de culpa habrían acabado matándolo, ¿y las ausencias injustificadas? ¡ni en broma!
un devoto impresionante, creedme, y un buen día, en cambio, una mañana de mayo, casi de madrugada, terminada la lectura de Due di due de Andrea De Carlo aquel loco había decidido con una firmeza juvenil de naturaleza febricitante y aparentemente sobrehumana que nada volvería a ser como antes, porque gracias a Due di due había abierto los ojos sobre demasiadas chorradas, tipo las tablas de los verbos irregulares los cuadros sinópticos y la democracia del culo del consejo escolar y el conformismo y la falacia de los profes, la manera sibilina que tenían de estimular de boquilla la independencia de opinión de los jóvenes y la rabia sutil con la que castigaban la más mínima señal de autonomía los muy cabrones
y en septiembre al principio del segundo curso nuestro converso y el amigo Oscar se habían precipitado escaleras arriba encabezando el grupo de los alumnos sonámbulos y habían ocupado los pupitres más emboscados de la clase meneando el rabo como perros jóvenes a sus anchas ya en los nuevos papeles de neopasotas y asilvestrados, y así el otoño y el invierno habían transcurrido obtusos y lentos entre las paredes amarillentas del instituto Caimani pero eléctricos y rápidos fuera de la puta cárcel en compañía de Depression Tony y Helios Nardini y aquel kráneo fosforescente del viejo Hoge el único hombre del mundo convencido (os juro que se necesitaron meses para sacarle del error) de que la pronunciación exacta de blue jeans era bluyínx con inx final
y a comienzos de marzo resplandecía ya el buen tiempo en la ciudad, y cada mañana Dios desenrollaba un cielo tan azul con unas nubecitas de algodón cande colgadas a lo lejos que era imposible no hacer muecas de felicidad y asomarse al balcón o salir a la calle y resistir a la tentación de gritarle: ¡gracias jefe, no lo olvidaremos!
y el viejo Alex se lavaba los dientes tres veces al día e iba al instituto a calentar el asiento y a escribir director rotaryano de mierda y rotaryanos kapullos cochinos en la puerta de los lavabos y después volvía a casa y comía a toda prisa espaguetis bistec manzana, mejoraba el récord de tetris y enseguida volvía a salir montado en bici y a correr cuesta abajo por la Saragozza avenue porque a partir de ahí la tarde era suya y hasta la mutter estaba superharta de echarle en cara que no daba ni golpe durante todo el santo dies y ya había dejado por imposible a su hijo
al viejo Alex le encantaba el enlosado de la calle Collegio di Spagna el asfalto veloz de las avenidas la superficie de pórfido de la calle Rizzoli y también le encantaba todo lo demás, las puestas de sol naranjas detrás de San Luca llevar una camiseta nueva ir a ver a la abuela Pina y merendar en su casa hablando sin parar de las novedades políticas o televisivas
la dulce Adelaide seguía en la ciudad esencialmente…
como diría el viejo Alex, hubo tardes en que había deseado con una rabia capaz de hacerle daño a esa Adelaide, pero él se había guardado muy bien hasta de
faltaría más
así entre frustradas insinuaciones y sobresaltos y palpitaciones ella había terminado marchándose a América para estudiar un año allí por una de esas demenciales historias de intercambios culturales y vale se había inscrito en una asociación y había pasado la tira de pruebas de aptitud luego el test de inglés finalmente la beca y después de haber superado este montón de cosas le había llegado una carta escrita a máquina por tres pennsylvanos padre madre & son quinceañero simpáticos robustos y abiertos, un koño de familia burguesa entre paredes domésticas en cuyo interior después del trabajo nunca faltaría un lugar para la diversión siempre que fuera sana
vivían en medio del campo, estos gilipollas, a media hora en coche de la escuela a la que asistiría Adelaide durante aquellos doce meses futuros largos larguísimos durante su permanencia allí Alex le había escrito de vez en cuando y también Adelaide había escrito y una vez hasta había telefoneado y en la Saragozza avenue eran las cinco de la mañana y ella lloraba
(y él nunca había amado como ahora)
mientras en la ciudad reinaba el cielo color hierro colado y esta Adelaide ya llevaba fuera un montón de semanas
(ya que se ama de verdad quizá sólo en el recuerdo está escrito) el viejo Alex sólo podía sentirse profundamente desgraciado, aunque de forma distanciada, y tratar de recordar su historia volver a pensarla escribirla, aunque todo aparecía muy liado no encontraba las palabras y acababa viendo sólo detalles y punto, una cita junto al escaparate de Feltrinelli una frase de ella una mirada especialmente risueña y fugaz también de ella
su vida hasta ahí cabía toda en una mochila jollinvicta
Adelaide se había ido al principio del verano y ahora estábamos a mediados de febrero —un jodido febrero que se arrastraba a lo largo de los muros de la calle Porretana como un perro en un domingo lluvioso— y al viejo Alex sólo le quedaba este inútil dolorcillo en el fondo del alma ya me diréis
(luego una tarde más dazed and confused que las demás aquel viejo había reflexionado que era una solemne estupidez el cuento de los perros capaces de llevar el periódico a sus amos y de hecho él nunca había visto ninguno y en cualquier caso justamente llenarían de babas todo el papel)
está bien está bien de acuerdo
con orden sí señor
okay empecemos esta inconexa historia por el principio y
razonemos, sí.
Aquel seudoprimaveral domingo por la tarde, el viejo Alex había trepado por las escaleras de su casa con el presentimiento en la cabeza, mejor dicho con el flashpresentimiento en la cabeza, de su familia atrincherada en el comedor contemplando las chorradas americanas vía grundig. Un instante después, todavía no se había quitado la parka, se había visto obligado a constatar que el flash, de un realismo acojonante, le demostraba que sus facultades de adivinación estaban alcanzando, con la edad, niveles nigrománticos apabullantes: estaban todos en la sala, y todos distintamente anonadados o absortos ante las forzudas hazañas de Rocky IV; el frère de lait, galvanizado por la pantalla, que ya soñaba con convertirse en un boxeador profesional; la mutter, oscilando peligrosamente entre la visión de aquellas forzudas hazañas y la lectura de las Bolonia’s Chronicles en la Repubblica; el Canciller, semiengullido por la butaca e inútilmente sonriente, acompañando los uppercuts del Stallone enano con frasecitas de sistema nervioso destrozado e imitaciones, depresivas, de la voz robótica de Iván Drago.
«Jesús —había murmurado el viejo Alex, sintiéndose de repente sin fuerzas—. ¿Estos pobres seres constituían, hace años luz, una familia de italianos vivos?». Bueno, le costaba creerlo, koño, aunque la incredulidad espiritual que le devoraba la mente y el corazón no le había impedido sentarse a su vez ante la tele.
Vale, en la pantalla radiactiva del grundig resplandecían las forzudas gestas del tapón culturista —ya no cabía duda, no se trataba de un anuncio, estaban realmente transmitiendo toda la película— y en esas, mientras sobre el Stallone enano se cernía la oscura y quizá definitiva amenaza del robot soviético Drago, había sonado el teléfono. Bien, os diré abiertamente que si el viejo Alex hubiera imaginado, aunque sólo fuese de manera remota, que a través de aquellos pitidos la dulce Adelaide estaba disponiéndose a irrumpir en su vida, no habría ido a contestar de tan mala gana y arrastrando los pies como en realidad fue, sino que se habría adornado con un traje de plumas de colores y unos zapatos de oro macizo.
—¿Sí? —se había limitado a decir en cambio, aunque con el magnífico timbre baritonal y fonogénico que le había deparado una pubertad devastadora.
—¿Casa D.?
—Casa D. —había confirmado el viejo Alex.
—Quisiera hablar con Alessandro, por favor. Soy una compañera suya.
—Soy yo —había dicho aquel viejo, manteniéndose a la espera de los acontecimientos.
—Ah, hola. Oye, soy Adelaide —había contestado la voz al otro extremo del hilo—, la amiga de Francesca de primero C.
Bien, ya lo había ligado: Francesca era una tipa bastante mona del instituto; es decir, incluso habían salido juntos veinte días, hacía algún tiempo, y Adelaide, que venía de Sicilia, era su mejor amiga. ¿Qué más sabía? Ah, sí, que había salido con Federico Laterza, una fiera enfundada en gore-tex que a nuestro amigo le caía fatal, y que tenía una hermana mayor sorprendentemente mona. La hermanita había terminado el instituto el año pasado: iba a la misma clase que Federico Laterza, y ahora ambos deambulaban por el mundo de emmental de la universidad. Francesca siempre le había hablado muy bien de esta Adelaide, eran realmente muy amigas.
El viejo Alex también había hablado con ella una vez. De poesía, entre otras cosas.
—Hola —le dijo, y no le salió todo lo entusiasta que habría querido, pero sabía que los atrincherados estaban detrás de él con las orejas tiesas y la cosa no le facilitaba una actuación en directo—. ¿Qué tal?
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Regu. —Es lo que decía siempre.
—¿Cómo? —No había dios que lo entendiera.
—Regu —repitió—. Nada va demasiado mal, pero tampoco hay nada entusiasmante. —Sabía que el Canciller estaba sonriendo sardónico ahora.
—Ah, regu. Oye, Alex, ¿te acuerdas de cuando hablamos de Cummings, aquel poeta fenomenal que te conté?
—¿Cummings? ¡Cómo no! —le dijo—. Claro que me acuerdo.
Era de lo único que habían hablado: Cummings. Se hablaba de poetas como modelos de vida, como mitos, como palancas con las que reventar la mediocridad de la vida de todos los días e ir a hacer volar la cometa al prado que estaba del otro lado. Ella había sacado a Cummings y el viejo Alex, al kráneo inmenso de Baudelaire. No tenía ni idea de qué hacía en la vida el tal Cummings, pero ella le había hablado de él como de un genio, prometido que le prestaría para leer la opera omnia, si quería.
—Aquel libro que te decía, la antología… Quiero decir, la tengo, te la puedo traer.
«Increíble —se dijo el viejo Alex, empuñando el auricular con las dos manos—. Cristo». Notaba que había crecido varios centímetros.
—Sí, por qué no —le contestó. Decidió ganar tiempo para no dar la impresión de ser un ansioso—. El viejo Cummings —suspiró—. ¿Por qué no nos vemos más tarde? Quiero decir dentro de media hora. ¿Te va bien dentro de media hora?
—De acuerdo —había contestado ella.
—¿Digamos dentro de media hora en el centro?
—De acuerdo. Te llevo el libro.
«Cristo», se dijo el viejo Alex. Controló el reloj de pulsera con la expresión más tigresca que consiguió encontrar, respondió:
—Ahora son las tres cuarenta y cinco las tres cincuenta. ¿Pongamos a las cuatro y cuarto cuatro y veinte delante de la Feltrinelli?
—A las cuatro y veinte, de acuerdo.
—Delante de la Feltrinelli —repitió, para estar seguro de que no había dudas—. Al lado de las dos torres.
—Al lado de las dos torres —dijo la voz en el otro extremo del hilo.
—Bien —consideró el viejo Alex—. Nos vemos allí dentro de media hora. —Se notaba las palmas de las manos insensatamente húmedas; esperó a que ella colgara, después controló de nuevo el reloj.
«Cristo», se dijo, con los ojos brillando con una considerable luz mezclada con una extraordinaria esperanza.
Cruzó la sala con su expresión de tigre. Anunció:
—Voy un momento a la Feltrinelli.
El enano forzudo de la pantalla estaba corriendo con la lengua fuera por una superficie de nieve del Wyoming quizá.
—La Feltrinelli está cerrada —observó el Canciller desde el interior de la butaca.
—No voy a la librería —dijo él—. Sólo tengo una cita delante.
—¿Será posible? —protestó la mutter, sin apartar los ojos de las Bolonia’s Chronicles—. ¿Acabas de llegar y ya vuelves a salir?
—Ya te lo he dicho. Tengo una cita.
—¿Una cita con quién?
—Con una compañera, mutter.
—Una compañera. ¿Eso qué quiere decir?
—No la conoces. ¿Qué más te da si te digo un nombre? No la conoces, de todas formas.
—¿Cómo se llama? —insistió ella—. ¿Ya has estudiado bastante para mañana? —le dijo.
Autocontrol. Fuerza de voluntad, fuerza de voluntad.
—Sí, he estudiado. Si acaso, esta noche repaso. Se llama Adelaide, ¿vale?
—Adelaide. ¿Y a qué hora volverás?
Fuerza de voluntad. Fuerza de voluntad.
—A la hora de cenar, ¿vale?
—Canciller, ¿estás oyendo eso? El principito quiere volver a la hora de cenar… Oye, tú te crees que vives en un hotel, ¿no?
—Pues dime tú a qué hora —replicó el viejo Alex, poniéndose la parka—. Y, además, no, no creo vivir en un hotel, mutter. Sólo tengo una cita en la Feltrinelli.
—¿Cuál sería para ti una hora decente? —dijo el Canciller, que seguía hundiéndose imperceptiblemente.
Fuerza de voluntad, fuerza de voluntad.
—¿Qué tal si vuelvo a las siete?
—¿Está bien, Fran? —Fran era el nombre de la mutter.
—Tú crees que aquí todos nos chupamos el dedo, ¿verdad? Piensas que puedes mangoneamos a tu antojo —dijo la mutter.
Vale.
—Está bien, sal.
Vale.
—Pero el problema no consiste en salir o no salir hoy, el problema es que tú sólo estás en casa cuando te conviene.
Fuerza de voluntad. Si levantas la voz acabarán prohibiéndote salir.
—Las seis y media. Me parece una hora más que razonable —dijo el viejo Alex, extrayendo de las profundidades tectónicas de la parka todos los recursos diplomáticos de que disponía.
En esas, el frère de lait, recuperándose por un breve instante de sus sopores preadolescentes rigurosamente asexuados, pero todavía visiblemente dentro de la corriente de Rocky IV, dijo:
—¿Adónde vas, tío?
—Sale, pobrecito —había comentado irónico el jefe de los atrincherados—. Se va porque aquí se aburre.
Si el viejo Alex pedaleaba con la energía desesperada de un Girardengo un pelín más bajo y rock, no era sólo para acudir a una cita, sino para alejarse del ring, como comprenderéis. De todos modos, no dejaba de estar yendo a ver a Adelaide y por eso aquel loco pedaleaba dinámico como nadie y, mientras pedaleaba, cantaba «White Man in Hammersmith Palais» en voz baja y desafinada.
Viejo Alex. De haber intuido qué clase de musical estaba a punto de comenzar, al desmontar de la bici no habría hecho la típica entrada con el paso atontado de cowboy y la típica cara descolocada de domingo…
Vespino blanco ya aparcado, Adelaide estaba justo delante de la Feltrinelli mirando las cubiertas de los libros en el escaparate con un jersey verde y una sonrisa zen inescrutable pero muy omnicomprensiva.
No, si el viejo Alex hubiera intuido qué clase de musical estaba a punto de, no habría aparecido con la típica cara etcétera, sino que habría sacado de la chistera la garra heavy de un Nicholson, de un De Niro, como mínimo la glacialidad llena de urgencia de un Swan en Los amos de la noche… «Hola, qué tal», le había dicho en cambio, semiarrodillado sobre la bici, forcejeando con la cadena antirrobo. Respiraba con la boca abierta y la jodida cadena en la mano. «Ya ves, y tú ¿qué tal?», le había dicho de una forma un poco apagada.
Después, paseando por el centro, ese par que entre los dos no sumaban ni treinta y tres años y medio habían empezado a contarse lo que les gustaría hacer en la Vida, de cómo todo, hasta allí, les había parecido un poco irreal, cómodo y falso. Adelaide —Aidi, para los amigos— (lo sé, lo sé, se pronunciaba casi como la tipa de los dibujos animados que vivía en la cabaña suiza) habría querido vivir en la India, pero no sabía si como misionera o fotógrafa o.
Al viejo Alex le habría gustado hacer algo tipo periodista, ya que ser periodista era también una forma de juntar las dos cosas más bonitas; viajar y escribir.
—Me gustaría ser reportero —le había dicho, inmerso en una seriedad impresionante—. Irme a Cuba o a Mozambique, con el carné de prensa plastificado colgando sobre la camiseta de los Ramones. Te juro que si me voy de reportero me corto el pelo a cepillo y me compro unas Clark’s. No está mal, ¿eh?
Aidi, en cambio le había hablado de sus exnovios, un par de historias que la habían dejado más o menos decepcionada. Pero no lo decía con ese aire de gilipollas, tío yo he estado con Chicos Mayores que tú, ni tampoco se enrollaba en el otro sentido, tío yo no he tenido Experiencias Serias, aunque habría podido. No. Su sinceridad tenía un toque alucinante y, cada vez que decía alguna cosa —cualquier cosa—, conseguía nebulizar interés y fascinación a su alrededor y se veía a un montón de kilómetros que lo suyo no era una pose.
«Dios mío —pensaba Alex, caminando a su lado. Se notaba varios centímetros más alto, caminaba a su lado y pensaba—: Pero esto no es una chica, es todo un disco de Battisti».
A veces, cuando dejaba de hablar, ella le sonreía como un amanecer de invierno.
«Cristo», pensaba Alex.
«Dios mío», se decía.
Y después se había descolgado con la historia de que se iría a América aquel verano; iba a estudiar allí cuarto curso y este hecho ocupaba el centro de sus pensamientos. Normal. Hablaba del tema como de la primera gran experiencia de su vida; en una ocasión había llamado al momento de la partida «el gran vuelo» —eso tampoco estaba nada mal, ¿no?—, pero todo lo que ella decía tenía algo específicamente poético. Le gustaba Bolonia, le gustaban las callejas del gueto en torno a la universidad, en torno al conservatorio y al teatro, las mismas callejas que le encantaban al viejo Alex.
En un momento dado habían llegado a la calle Zamboni, y aquel domingo por la tarde ya hacía buen tiempo; los chicos llevaban cogidas de la mano a las chicas y paseaban con las mangas de la camisa remangadas.
A lo largo de la calle Zamboni, Adelaide le había preguntado de manera más bien directa y casi brutal por qué en el instituto él parecía siempre el príncipe de los cabreados. ¿Qué hacía por las tardes?, ¿se sentía solo, se agobiaba?, ¿qué demonios hacía, eh?
Vale. Francesca no debía de haberle hablado de él en términos cien por cien entusiastas, pero ellos dos igualmente habían ido a sentarse en los bancos delante de la pintada NO AL RACISMO, cerca de la pinacoteca.
Mirando el azul del cielo ¿se notaba que estaba volviendo la primavera? No, no creo. Pero él lo notaba. Y en fin, os lo juro, al margen de la imagen que pudiera dar desde fuera, el menda se sentía abierto y espontáneo como nunca en su vida. El viejo Alex era un tipo al que le gustaba fingir a veces. Sorprender. Quizá fuera también un poco gilipollas a veces; y en cambio aquel domingo por la tarde él y Aidi hablaban de las cosas que se habían guardado durante años, con una naturalidad y un entusiasmo especiales, mágicos: las paranoias de Aidi por sus padres separados, el miedo de Alex a que sus padres le consideraran una especie de prolongación suya y punto… Ya me entendéis. Era como si allí, sentado contra el respaldo de aquel banco, él ya hubiese estado antes, como si a Aidi ya la hubiera conocido. Entre los recovecos de la memoria, en los vídeos de archivo de la escuela primaria, le parecía que ya había algo de ella: Villa Spada, donde iba a jugar con el uniforme de scout; las comidas con los tíos de Casalecchio los domingos; el Renault azul que el Canciller había comprado cuando él tenía seis años; el espejo del baño, empañado de vapor, sobre el que el frère de lait había escrito con el dedo «W Inter»; y luego algunos riff distorsionados de Fender Jaguar en la memoria… Pues bien, en todo eso había algo de ella, y el viejo Alex conseguía estar más que simpático y más que natural, pero sin cálculo y, en fin, estaba casi seguro ahora: le parecía conocer a Aidi desde siempre, porque cuando hay buen feeling, es la hostia.
Se habían despedido en un crepúsculo ultracoreográfico al pie de las dos torres, al final, y mientras él forcejeaba para soltar la bici de la cadena, Aidi había vuelto sobre sus pasos, le había besado en una mejilla y había salido corriendo sin mirar atrás.
Bien, entendámoslo: el viejo Alex había experimentado en aquel momento la alucinante sensación de que había comenzado algo infinito, algo que merecía la pena ir a celebrar a solas al bar de debajo de casa arrastrado por pelotazos de alegría, aunque en la infinidad del todo, al menos en la primera semana, nuestro rockero no había pensado de manera especialmente delirante o demencial o.
Vale. No habían pasado ni dos días desde aquella sensación cuando nuestro amigo —ya se había leído todos los poemas del Fenomenal Cummings, evidente— hablaba de ella por teléfono con el viejo Helios Nardini. Alex había puesto por delante desde el principio su incertidumbre por el hecho de que ella, dentro de cinco meses, estaría lejos. Si se lo tomaba demasiado en serio —y ya le parecía que era el caso—, la separación le haría daño. Y el viejo Nardini —pero ya sabemos cómo van esas cosas entre amigos, y Alex nunca había sido un picajoso; al contrario, era el típico vacila— había soltado el clásico:
—Aquí hay que ver si funciona la Regla, ¿vale? Ya sabes a qué me refiero. Tres días para la lengua, tres semanas para la paja y tres meses para el coño. Así es la Regla, perdona, sigamos la Regla…
Pero nuestro amigo le había parado los pies ipso facto:
—Oye —había replicado a aquel cínico—, para mí es importante, ¿de acuerdo? O sea que menos coña.
Bueno, estas eran las novedades.
Y naturalmente el viejo Nardini no había perdido un puto segundo en pasárselas a Depression Tony y a los demás amigos catholic punks, poniéndolo verde al pobrecillo desde Bolonia al cantón del Ticino. Pero putadas y gilipolleces no nos importan. Lo que cuenta es que el viejo Alex realmente había acusado el golpe: no me atreveré a decir que estaba —Dios mío— enamorado, pero desde luego había quedado un poco tocado, joder.
En aquellos días le había escrito su primera carta —fruto de una tarde, cinco o seis páginas repletas de emociones y esperanzas muy tardoadolescentes— y por primera vez nuestro rockero se dejaba llevar, se abría. De acuerdo, había entendido enseguida que con Aidi no era como con las demás pijorras del instituto tipo: «Alex, quería decirte que siento algo por ti, pero no sé qué», y él ¡ñaca! dispuesto a bajarse los pantalones para sugerir la respuesta. En fin, a Alex jamás le había importado una puñetera mierda lo que las chicas pensaran o dejaran de pensar y, al margen de la convención social de no bostezar en la cara de quien habla, había mantenido siempre un desinterés total respecto a las cábalas, las aspiraciones y las paranoias de sus —Dios mío— partners.
Y, en cambio, ahora… Quiero decir, él era el más frío de todos, ¿y de la noche a la mañana nos lo encontramos poeta y desertor de las tardes nihilistas tumbados sin zapatos en la alfombra de los Nardini, hablando de sus malos rollos con los Urban Dance Squad y los Rollins Band que dan mucha más caña que las vueltas a la pista el viernes por la noche?
Lo que hay que ver.
Por lo demás, también pasaban los días en el asfixiante y cenizo instituto Caimani, y las inútiles horas de clase discurrían entre el materialismo hobbesiano y la crítica al marinismo. Los castigos esgrimidos por los profes y los anunciados ajustes de cuentas entre estos y los indolentes de la clase no llegaban nunca, y nuestro amigo, en la duda, no se molestaba en abrir los libros. Estaba sentado en la última fila y leía una colección de Frigidaire que le había prestado aquel kráneo eléktriko del viejo Hoge —cómics y rock de los primeros ochenta— los mismos que Alex cogía de los estantes de su tío Sandro, en casa de la abuela, y hojeaba, inconsciente de todo, inmerso en la gélida edad de los cinco años, tumbado bocabajo en la cama, mientras el tío Sandro recitaba en voz alta su patología médica.