Juegos muy peligrosos - Carrie Alexander - E-Book
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Juegos muy peligrosos E-Book

CARRIE ALEXANDER

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Beschreibung

A Lara Gladstone le encantaba jugar... especialmente si se trataba de sexo. Nada más ver a Daniel Savage, tuvo la total seguridad de que a él le ocurría lo mismo. Él estaba a punto de convertirse en el cazador y ella en la presa; y todo indicaba que iba a ser una persecución apasionante. Era increíble lo que aquella mujer conseguía hacer con él con solo una mirada... Solo deseaba tener el mismo efecto en ella, quería provocarle la misma pasión irrefrenable, el mismo deseo arrebatador que estaba volviéndolo loco. Lara creía que lo tenía todo bajo control, pero no sabía que él también sabía jugar... Y jamás perdía.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Carrie Antilla

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juegos muy peligrosos, n.º 130 - septiembre 2018

Título original: Playing with Fire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-908-3

Prólogo

Savage estaba persiguiéndola. Lara presentía su presencia en cada célula de su cuerpo, desde el escalofrío que le recorría la espalda, pasando por el calor que le hacía hervir la sangre, hasta el nerviosismo que le atenazaba los pies. Respiró profundamente y trató de calmarse, de aplacar la necesidad de escapar. Si perdía la cabeza y corría sin rumbo, atraparla sería para él un juego de niños.

Contuvo el aliento y se ocultó entre la maleza para poder escuchar. ¿Estaría cerca? Solo se oían los sonidos habituales del bosque. El viento entre las ramas de los árboles hizo que varias hojas amarillentas cayeran al suelo. A lo lejos, el afán de un pájaro carpintero por abrir un agujero en un tronco se hacía eco del ritmo de su desenfrenado corazón.

Trató de respirar más lentamente. Sus instintos y sus reacciones nunca habían estado más alerta. De repente, un faisán levantó el vuelo casi rozándola lo que hizo que rápidamente Lara se colocara en una posición similar a la de un atleta que está a punto de empezar una carrera. El pulso se le aceleró y el miedo le cubrió la piel.

Savage debía de estar cerca, pero, a pesar de todo, no había rastro de él. Esperar que saltara sobre ella era algo insoportable. Al escuchar que el crujido de una rama resonaba por el bosque, Lara dio un salto hacia delante y echó a correr. Aunque sabía que su huida era precipitada y alocada, no podía quedarse allí parada. Salió huyendo, saltando por encima de los troncos de los árboles, con el cabello rubio volando al viento como un rayo de sol.

—¡Ay-y-y-yiii!

Aquel bárbaro sonido le heló la sangre. Se detuvo en seco y lentamente, se volvió hacia el lugar donde había sonado el grito del cazador.

Savage estaba allí. Su silueta se destacaba sobre un alto del terreno. Tenía las piernas separadas y los brazos colgando relajadamente a los lados, a pesar de que tenía que estar tan tenso como ella, tras haber registrado el bosque para encontrarla.

Lara se lamió los labios. Febrilmente miró a su alrededor para preparar una ruta de huida antes de tener que rendirse al hombre que estaba decidido a reclamarla como suya. Aunque sabía que muy pronto la vería, no podía moverse.

Savage levantó la barbilla. Por el gesto de su rostro, parecía como si pudiera olerla. Lara sintió que las rodillas se le debilitaban, como si fuera a desmayarse. Solo era cuestión de tiempo antes de que...

«Basta ya». Apretó los dientes y cerró los ojos para tratar de vencer a la tentación de ceder a la fuerte atracción, al traicionero e insidioso embrujo de Daniel Savage. Desde el principio, él había despertado algo en Lara. Y ella en Savage. Incluso en aquel momento, cazador y cazada eran, eran... Eran uno solo.

Lara supo el momento exacto en que la vio. Abrió los ojos y el corazón le dio un vuelco de aprensión y... de excitación. Él no se movió. En vez de eso, la observó. Cuando inclinó la cabeza, los rayos del sol le mostraron el brillo predador que tenía en los ojos.

—Lara. Lara...

Durante un momento, ella se quedó helada. Hipnotizada. Solo recobró la capacidad de moverse cuando vio que Savage empezaba a bajar por la colina para completar su captura. Dio un grito y salió de nuevo corriendo entre los árboles.

Los colores del bosque se mezclaron en un tapiz de dorados, grises y verdes. Las piernas volaban. Llevaba la falda roja recogida entre las manos, dejando al descubierto los muslos desnudos y unos mocasines hasta la rodilla. En aquellos momentos, le costó muy poco esfuerzo localizar a Savage. Iba avanzando entre los árboles, tras ella. Y le ganaba terreno rápidamente.

Lara tenía la ventaja de conocer la zona mejor que él. Giró bruscamente y se dejó caer desde lo alto de un terraplén. Entonces, camufló el rastro que había dejado con hojas secas.

Savage volvió a gritar. El primitivo sonido hizo que sintiera un escalofrío por la espalda, pero aquella vez no la paralizó. Encontró un sendero que rodeaba la base de la sierra y lo siguió hacia el norte, hacia su casa. El terreno estaba tan duro que no dejó ninguna huella. Mientras tanto, oyó que Savage estaba revolviendo las hojas con las que había tapado su rastro. Sabía que en cualquier momento, se asomaría entre la maleza y vería el colorido vestido que ella llevaba puesto.

Rápidamente, dejó el sendero y se internó de nuevo en el bosque. Sin querer, aplastó una piña con el pie. El ruido hizo que se detuviera y contuviera la respiración, por miedo a que el cazador la escuchara.

El silencio era una mala señal. Lara sabía que se había quedado sin opciones. La distancia que la separaba de la casa era de unos setecientos metros, pero no creía que pudiera llegar allí antes que él. Decidió subirse a un árbol. Unos momentos después, cuando había conseguido subir hasta la mitad del tronco, Savage apareció.

Se movía tan silenciosa y rápidamente como un explorador indio. Poco a poco, se fue acercando hasta el lugar donde ella se escondía, pero pasó de largo. Quizá, por una vez, había conseguido derrotarlo.

Mentalmente, contó sesenta segundos y luego sesenta más. Cuando estuvo completamente segura de que ella había seguido con su camino, se apartó un poco de la relativa seguridad del trono. Hojas doradas, tan suaves como la mano de un amante, le acariciaban la cara y los hombros. Se apoyó sobre una de las ramas y se puso a inspeccionar el bosque que la rodeaba. No se veía a Savage por ninguna parte.

Respiró aliviada. Dejó caer la cabeza y susurró una oración. Se había marchado. Había evitado que la capturara. Había ganado el juego, más o menos.

Después de un minuto, una extraña premonición empezó a amargarle el triunfo. Lentamente, levantó la cara y se encontró delante de los ojos de Savage.

Él sonrió. Como un lobo. Como el predador que era.

1

Tres semanas antes...

Lara Gladstone presentía que aquel hombre era un cazador. Lo presentía en su mirada, a pesar de que no era penetrante sino firme e hipnótica, tan visceral que ella se echó a temblar. Era casi como si él la hubiera agarrado de la nuca con su fuerte mano y la tuviera muy cerca de su cuerpo.

—Capturada —se dijo Lara, mientras interrumpía su inquieto paseo por el comedor.

Se tocó la nuca, justo en el lugar donde sentía los ojos de él. «No pienso mirar».

Deliberadamente, levantó la cabeza y admiró el cristal amarillo, rojo y dorado que relucía por encima de su cabeza. De repente, experimentó un sentimiento muy diferente. Sintió tranquilidad. En medio del ruido de la inauguración de aquel restaurante, la visión del caleidoscopio de colores la llevó muy lejos de allí. Soñó con su casa, pero fue una ensoñación bastante inquieta. Era consciente de que aquel hombre llevaba quince minutos mirándola.

Estaba en los bosques, cerca de su casa. Las hojas de otoño relucían a su alrededor, con gloriosos matices amarillos, rojos y dorados. Todo estaba muy tranquilo, pero no estaba sola. Había un hombre. Un hombre misterioso y dominante. Estaba siguiéndola. Debía huir. Sin embargo, aunque corrió hasta que el corazón estuvo a punto de estallarle en el pecho, muy en su interior sabía... sabía...

Sabía que quería ser capturada.

Aquella mujer era un tormento. A Daniel le gustaba eso. Ausentemente, se llevó una copa de vino tinto a los labios y se los humedeció mientras observaba cómo ella avanzaba por el concurrido restaurante. Cuando la perdió de vista, estiró el cuello para volver a verla. Aquella impaciencia era impropia de él.

¡Ah! Allí estaba, mirando una composición de cristal que estaba suspendida del techo con cadenas. Se tambaleó ligeramente y se llevó una mano a la nuca. Entonces, movió con sensualidad los hombros y se la deslizó por su larga garganta. Daniel creyó sentir aquella caricia en la palma de sus propias manos, como si ya conociera el tacto de su pie.

Un hombre bastante joven se le acercó. Tenía una apariencia muy bohemia y llevaba un piercing que le atravesaba el tabique de la nariz. Daniel decidió que sería muy útil si alguien tenía que convencerlo de que debía marcharse.

El hombre rodeó los hombros de la mujer con un brazo y le susurró algo al oído. Cuando ella se echó a reír, varias cabezas se volvieron para mirarla. Aquella risa provocó que una ligera sonrisa curvara los labios de Daniel. Tendría que haberse imaginado que una mujer como ella se reiría de aquel modo. Revelaba su deseo de vivir. Tenía brío. Y sería una buena rival para él.

El interés que en un primer momento había captado su atención se convirtió en deseo, una sensación que no había sentido desde hacía mucho tiempo. Ya sentía la emoción de la caza en sus venas.

En medio de aquella sala, la mujer parecía una leona, elegante y reservada en medio de un grupo de hienas que ansiaban captar su atención. Iba vestida con un traje dorado. La tela se le ceñía al cuerpo, como una segunda piel, mostrando una figura esbelta y atlética. Llevaba el cabello, que era también dorado como el sol, recogido voluptuosamente sobre la cabeza. Era la clase de melena salvaje y espesa que lucía en todo su esplendor cuando estaba extendida sobre una almohada.

Se la imaginó en su propia cama, con sus largas y bronceadas piernas extendidas en silenciosa invitación, mirándolo provocativamente... Sí. Su deseo se convertiría en realidad. Sin duda.

Después de soltar una carcajada y de tocar ligeramente la mejilla del joven, ella se dio la vuelta hacia donde estaba Daniel.

Por mucho que deseara el cuerpo, el rostro era aún más cautivador. Tenía la cara redonda, con redondeadas mejillas para ser tan esbelta. Daniel habría dicho que parecía un querubín. Sin embargo, tenía los labios carnosos, la nariz estrecha y los ojos... Los ojos eran felinos. Curiosos y a la vez distantes. Llenos de vida.

Por cuarta vez en lo que llevaban de noche, Daniel captó una mirada disimulada. Seguramente ella quería que él supiera que se sentía tan atraída por él como Daniel lo estaba por ella.

Sin duda, la mujer era un tormento.

De repente, volvió a darse la vuelta. El profundo escote que llevaba en la espalda le llegaba casi hasta el inicio del trasero. Una segura abertura a un lado mostraba la pierna derecha casi en su totalidad. Daniel se tomó su tiempo para examinarle la pierna. Nunca se había dedicado tan completamente a las cualidades eróticas de las curvas de una pierna.

Cuando dio un paso en su dirección, ella se alejó rápidamente. Tan rápidamente lo hizo que la falda se le abrió aún más, lo que hizo que el corazón de Daniel diera un salto. Aquella mujer estaba a un paso de provocar un escándalo público.

Decidido a seguirla, dejó la copa de vino sobre la barra del bar. El interior del nuevo restaurante era una maravilla de la arquitectura y un prodigio de la decoración. En realidad, todo era algo pretencioso para el gusto de Daniel. Prefería la historia y lo antiguo antes que el diseño más innovador.

Tamar Brand, su acompañante aquella noche, quiso hablar con él. Daniel le hizo un gesto con la cabeza, que ella pareció entender. Su sonrisa reveló que perdonaba la sequedad de Daniel y lo informaba de que sabía perfectamente lo que él estaba haciendo. Como siempre.

Daniel no se detuvo. No necesitaba palabras. Después de once años juntos, Tamar lo conocía muy bien. Si se veía en la situación, ella tomaría un taxi para volver a casa sin dedicarle después reproche alguno. Seguramente cargaría el importe del trayecto, junto con una carísima botella de vino y una cena de uno de los mejores restaurantes de comida para llevar de toda la ciudad, a su cuenta de gastos.

«Chantaje», pensó Daniel. Sin embargo, el silencio y la clase de Tamar se lo merecían todo.

Al girar una esquina, solo sus rápidos reflejos impidieron que se chocara con su presa. La leona estaba justo delante de él. Entonces, se dio cuenta de que no había habido persecución alguna. Estaba esperando. ¿A él? Por supuesto.

Lo vio en sus ojos y luego en la sonrisa que se le dibujó en los labios. Sin embargo, tenía una cierta tensión en los hombros que agradó a Daniel. Aunque estaba segura de sí misma, no estaba completamente segura de él. Estupendo.

Le preguntó lo primero que se le vino a la cabeza.

—¿Dónde tiene el piercing?

—¿Tan seguro está de que tengo uno?

—Todos los que tienen menos de treinta años llevan uno.

—Sin embargo, yo tengo exactamente treinta años. Estoy en la cúspide de su hipótesis antropológica.

—En ese caso, su piercing debe de estar oculto.

—¿Y el suyo? —replicó ella, sin contestar.

—Soy demasiado viejo.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó ella.

Entonces, lo miró de arriba abajo, inspeccionando el impecable traje que Daniel llevaba y por el que había pagado una desorbitada cantidad. La mirada de la mujer se detuvo lo suficiente como para que él se preguntara si estaba mirando el traje o el cuerpo que había debajo.

—Treinta y seis —respondió él, tranquilamente, a pesar de que la sangre le hervía de necesidades básicas.

—¿Casado?

—Usted no ha respondido la pregunta que yo le hice antes.

—¿Esa mujer no es su esposa? —replicó ella.

—¿Qué mujer? —preguntó Daniel. Estaba seguro de que ella había llegado después de que lo hicieran Tamar y él. No podía haberlos visto juntos, dado que se habían separado casi enseguida. Sus ojos verdes, tanto como las aguas de un mar tropical, miraron los de él. Entonces, sonrió.

—No es mi esposa.

—¿Una compañera de hace mucho tiempo?

—No.

—Ha dudado.

—¿Importa eso?

—Sí. Yo no me divierto con hombres casados —contestó ella, muy seria.

Daniel trató de no traicionar su sorpresa. Ni sus conclusiones. Parecía que ya había decidido que quería jugar con él.

—Entiendo.

—Creo que sí. Es lo más conveniente para los dos.

Un repentino silencio los envolvió. Daniel, por una vez, se sintió inseguro. ¿Habían acordado tener una aventura sexual? Si era así, no le bastaba. Quería más. Mucho más.

—En la lengua —dijo él.

Ella frunció el ceño. Entonces, pareció entender a lo que él se refería.

—Se equivoca —replicó. Además, sacó la lengua para demostrar que no estaba perforada por un pendiente.

La tenía rosada y jugosa, tan larga y esbelta como el resto de su cuerpo. Aquel gesto resultó muy íntimo. Tal vez por eso Daniel se la imaginó enseguida recorriéndole el centro del pecho. El aire pareció adquirir cierta electricidad.

Le miró los pezones; se le dibujaban claramente contra la fina tela del vestido. Allí nada.

—Entonces, ¿dónde...?

—No vaya tan rápido, señor —respondió ella, doblando los brazos para acariciarse la garganta.

—Me había dado la impresión de que le gustaba.

—Mmm... De hecho, así es. Y ya he decidido lo que pienso sobre usted.

Daniel sonrió con confianza. Entonces, ella se dio la vuelta y se marchó.

—¿Vienes con el rabo entre las piernas? —le preguntó Tamar, cuando regresó.

—No —replicó Daniel, frunciendo el ceño.

Evidentemente, Tamar estaba disfrutando con aquel fracaso, pero sabía que no debía excederse con sus comentarios.

—¿Nos vamos entonces? —le preguntó, mientras dejaba una copa de champán en la bandeja de un camarero que pasaba por allí—. Bairstow ya se ha marchado y nosotros ya hemos cumplido con nuestro deber.

—Eres libre de marcharte.

Ella negó con la cabeza, haciendo que las puntas de su cabello le rozaran los huesudos hombros. Iba vestida con una camiseta sin mangas de color negro y unos pantalones de seda del mismo color. Tamar tenía un pendiente en el ombligo, que mostraba gracias a que la cinturilla de los pantalones le caía unos centímetros por debajo de las caderas. Era el tipo de mujer de escasa belleza pero cuyo impecable estilo y seguridad en sí misma hacía que no pasara desapercibida para el resto de las mujeres.

—Como un perro con un hueso —comentó secamente, mientras sacaba una polvera del bolso.

Daniel se la arrebató. Con el pulgar acarició las iniciales que llevaba grabadas. Recodaba aquel objeto. Se lo había regalado hacía dos años. Ella había ido a Tiffany’s para escogerla y había hecho que se la enviaran a Daniel a su despacho. Él había querido comprarle algo personal, pero, como siempre, Tamar se le había adelantado. Era demasiado eficiente.

La joven esperó en silencio. Podía ser inescrutable cuando así lo quería. Daniel le devolvió la polvera.

—Vete.

—Gracias, jefe.

—Llévate el coche.

Habían acudido a la fiesta en un coche alquilado, cortesía de la empresa para la que trabajaba Daniel, Bairstow & Boone, una correduría de Bolsa de Wall Street. La hija de Frank Bairstow, Ophelia, era una de las propietarias de aquel restaurante, gracias al dinero de papá. Como Daniel acababa de ser nombrado socio, su asistencia a la gran inauguración había parecido obligatoria y había convencido a Tamar para que fuera su pareja.

—¿Y tú no necesitas el coche? ¡Dios mío, Daniel! Esa mujer te ha dado en la diana. ¿Estás sangrando? —le preguntó, examinándolo como si estuviera buscando heridas—. ¿Ha sido mortal el golpe que se ha llevado tu ego?

—Mi ego está perfectamente...

—¿Será que tal vez estés perdiendo cualidades?

Nunca se había vuelto loco por las señoras. Si había tenido éxito con ellas, había sido porque las mujeres no parecían poder resistirse a un hombre que pudiera resistirse a ellas.

—Tengo suficientes cualidades para los dos. Mira, ese tipo del bar, el del Rolex, te ha estado mirando toda la noche...

—No digas más —lo interrumpió ella, con desdén—. Me voy.

Sin más, se dio media vuelta y se dirigió hacia las puertas del restaurante. Daniel la observó con curiosidad, para ver si se marchaba sola. Sin embargo, nadie, a pesar de que varios hombres la habían cortejado aquella noche, se le acercó.

Daniel se aproximó a la ventana para asegurarse de que estaba bien mientras esperaba el coche. Por fin, el vehículo llegó. Tamar era un enigma incluso para él. Aunque en cierto modo era su mejor amiga, no sabía mucho sobre ella. Siempre había querido mantener su vida personal fuera de la oficina. Desde el principio, le había dejado muy claro que no le gustaban las preguntas ni las complicaciones. Tal vez por eso se llevaban tan bien. Aquella era exactamente la misma imagen que transmitía Daniel.

«No esta noche», pensó. Aquella noche lo habían hecho cambiar de opinión. Quería zambullirse con abandono en una aventura imprevista y dejarse llevar.

Pensó en la leona que se había negado a ser su botín y sonrió. Sabía que la tendría.

De repente, una mano le tocó el hombro.

—Se suponía que usted tenía que ir detrás de mí —le dijo al oído, tocándole ligeramente la espalda con los pechos, como si él necesitara invitación.

—Planeaba hacerlo dentro de un minuto.

—Siempre me adelanto cuando no debo hacerlo —replicó ella, con una sensual voz. Daniel siguió sin volverse.

—No importa. Sin embargo, prefiero adelantarme a ojear la caza antes que impedir que esta se lleve a cabo.

—Sí, ya me pareció que era usted de esa clase —ronroneó ella, apoyándole la barbilla en el hombro, dejando así que Daniel sintiera con más fuerza su cuerpo—. De acuerdo, le permito que me persiga. Incluso tal vez deje que me atrape.

Al oír aquellas palabras, él soltó una carcajada.

—¿Lo convertimos en un desafío? —añadió ella, agarrándolo de los antebrazos.

—Por supuesto.

—No me gustaría ser una más de sus chucherías.

Daniel aún no se había vuelto a mirarla, pero podía contemplar ligeramente su reflejo en el cristal de la ventana.

—¿Chucherías?

—Sí, como las piruletas. Caramelos que solo duran una hora.

—¿Qué le hace pensar que soy goloso?

—Los hombres como usted...

—¿Y qué es lo que quiere usted?

—¿Se trata de una negociación en vez de un desafío? —preguntó ella, pasándole ligeramente la mano por el hombre. Entonces, cambió la cabeza de lugar y comenzó a hablarle por el otro oído—. ¿Qué le parece si, en ese caso, redactamos una lista de reglas? ¿Le parece eso bien?

La nuez de Daniel empezó a subir y bajar nerviosamente cuando ella extendió la mano y empezó a juguetear con la corbata. Si ella supiera... Se estaba excitando, tanto que tuvo que meterse una mano en el bolsillo para que su erección no se hiciera aparente. Volvió a tragar saliva.

—Supongo que usted siempre sigue las reglas —añadió ella.

—No siempre.

—¿No? Por el día un nombre de negocios completamente legal y por la noche... un bribón que no sigue regla alguna.

—¿Un bribón?

—Un calavera, si lo prefiere.

Daniel se echó a reír.

—¿Un libertino? ¿Un seductor? —sugirió ella, poniéndose a su lado, mientras trataba de mirarlo a los ojos.

—Está muy equivocada.

—¡Oh! ¡Qué desilusión! Estaba contando con ese ramalazo salvaje para que me hiciera pasarlo bien.

Daniel se volvió rápidamente y la agarró por los codos.

—No tiene ni idea —dijo él, sorprendido por su propia ferocidad. El deseo que sentía por ella se estaba haciendo insoportable—. ¿Qué es lo que sabe usted sobre mí? Ni siquiera mi nombre.

—Es Daniel. He oído cómo lo llamaba así su esposa.

—Tamar es mi ayudante.

—¿Su ayudante? Ajá. Claro. La sustituta de una esposa. Ahora lo entiendo —replicó ella, colocándole las palmas de las manos contra el pecho—. Usted es uno de es tipos de Wall Street completamente absortos por su trabajo. No tiene tiempo para la familia, pero lleva años con su secretaria. Ella sabe lo que a usted le gusta y lo que no. Dirige su vida profesional y personal con una eficiencia espeluznante. Y lo cuida como si fuera una esposa.

—Tamar no cuida de mí —afirmó Daniel, acariciándole suavemente los codos con los pulgares—. Por lo demás, su deducción es completamente exacta. No me había dado cuenta de que me había convertido en algo tan parecido a un cliché.

—Entonces, ¿tiene usted otras facetas?

—Por supuesto.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos. De repente, se dio la vuelta y se soltó de él.

—¿Qué le parece la decoración del restaurante? —preguntó, levantando la cabeza para contemplar el panel de cristales de colores que colgaba por encima de sus cabezas.

Distraído por los mechones que le caían a ella sobre la nuca, Daniel casi no miró hacia el techo. Deseaba apartárselos, acariciarle la parte posterior de las vértebras hasta llegar hasta el final de la espalda. El vestido era tan abierto, tan provocativo, que le parecía que podía meter las manos y...

—¿Daniel?

—Me parece que estaría mejor en una iglesia que en un restaurante.

—¿De verdad? —preguntó ella, algo desilusionada.

Él se maldijo. Se había equivocado. Efectivamente, era una pieza muy hermosa. Se fijó un poco más y se dio cuenta de que contenía miles de cristales de colores, en tonos verdes, dorados, marrones anaranjados y azules.

—Parece un bosque —dijo, repentinamente conmovido por su belleza—. Es como si la luz del sol brillara a través de las hojas. Son hojas de otoño.

—¿Le gusta? —preguntó ella. Parecía mucho más contenta.

Daniel estaba seguro de que lo había estado probando, aunque no sabía por qué. Recordó que ella había estado con un grupo de personas que habían estudiado aquella pieza como si hubieran sido expertos en arte. Todos habían entornado los ojos y habían asentido con la cabeza. Todos menos ella, que había presentado un aspecto escéptico.

—Sí, claro que me gusta —respondió Daniel, cuya curiosidad se había renovado.

La mujer le habló una vez más al oído, con una profunda voz.

—Vayámonos.

—Como usted quiera.

—Tal vez no como yo quiera. ¿Podemos empezar por el modo más normal?

«¿Con la del misionero?», se preguntó Daniel, al tiempo que trataba de olvidarse de la imagen mental que se había creado al oír aquellas palabras y que le había calentado la parte inferior del cuerpo.

—Andando —añadió ella, sonriendo.

Daniel asintió y le hizo un gesto para que empezara a caminar. Cuando ya habían sorteado a todos los invitados y estaban casi en la puerta, un hombre muy alto se acercó corriendo a ellos para impedirles que salieran.

—Un momento, querida —dijo un hombre de aspecto muy distinguido. Al oír aquella voz, la acompañante de Daniel hizo un gesto de dolor. A pesar de todo, cuando se dio la vuelta, llevaba una agradable sonrisa en los labios—. No puedes marcharte tan pronto. Han llegado los Peyton —añadió, agarrándola por el codo—. Y ya sabes que son muy importantes.

—En otra ocasión —replicó ella, apartándole la mano.

Al oír su respuesta, Daniel abrió la puerta y miró al otro hombre con desafío.

—Sé que no te gustan este tipo de actos, pero has accedido y...

La leona besó al hombre sonoramente en ambas mejillas y se apresuró a salir, seguida de Daniel, antes de que el otro hombre tuviera la oportunidad de responder.

—Deprisa, deprisa —dijo, agarrándolo de la mano. Entonces, empezó a avanzar muy rápidamente por la acera.

—No nos sigue —comentó Daniel, tirando de ella.

—Supongo que ya estamos a una distancia bastante segura —replicó ella, mirando hacia atrás.

—¿Quién era?

—Kensington Webb.

—¿Y tú eres?

—Camille.

—Camille, ¿qué?

—Por el momento, conformémonos con el nombre de pila.

—De acuerdo.

A Daniel le pareció bien. Por el momento. Se sentía profundamente intrigado por aquella mujer. Mientras le rodeaba la cintura con el brazo, pensó que no había nada mejor que una buena caza, a excepción, por supuesto, de la captura y de la dulzura que se experimentaba a continuación.

2

El SoHo en una noche de viernes era un lugar familiar, aunque estaba tan lejos de casa como Lara Gladstone pudiera imaginar. Había llovido antes, lo suficiente como para refrescar un poco el ambiente. A pesar de todo, la mezcla de luces, peatones y tráfico constituía un flujo animado que se movía continuamente por la estrecha calle.

Lara levantó la mirada. Se había olvidado de que las estrellas allí no eran visibles, como en casa. El brillo de las luces de la ciudad flotaba como una gasa sobre el cielo color carbón. Recordar el profundo cielo nocturno y los olores del bosque de su casa, en las montañas Adirondack, la hizo temblar.

—Tienes frío —dijo Daniel, soltándole la cintura para quitarse la chaqueta. Cuando se la colocó sobre los hombros, ella tembló y se arrebujó en ella—. ¿Mejor?

—Tenía un chal, pero me lo dejé en el restaurante.

—¿Quieres que vuelva para recogerlo?

—¡No! —exclamó ella.

Se alegraba de no haber tenido que llevar a cabo una segunda ronda de saludos con su marchante Kensington Webb y sus clientes, los coleccionistas de arte. Sin duda, Kensington se habría sentido muy desilusionado con ella, pero Lara sentía que no podía soportar más tener que explicar su visión a la élite de la gran ciudad.