Sueños de libertad - Carrie Alexander - E-Book
SONDERANGEBOT

Sueños de libertad E-Book

CARRIE ALEXANDER

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

eLit 369 Érase una vez una corona… La princesa Lili Brunner estaba deseando comportarse como una estadounidense normal y corriente entre los invitados a la inauguración de aquel museo. Y, aunque tenía algunos compromisos oficiales que debía cumplir, pensó que tampoco eran tan importantes. El problema fue que, en lugar de dedicarse a comer hamburguesas, Lili se sintió más atraída por Simon Tramyne, el conservador del museo. Desde el primer momento supo que aquel hombre escondía mucho más de lo que revelaba su aspecto. ¿Podría el beso de una princesa convertir a aquella rana en príncipe?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 177

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2002 Carrie Antilla

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sueños de libertad, ELIT 369 - enero 2023

Título original: Once Upon a Tiara

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416054

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

CREMA de cacahuete», pensó Lili. Pronto probaría la crema de cacahuete, se dijo mientras el avión descendía para aterrizar.

Le había prometido a su familia comportarse, pero lo cierto era que no sabía qué haría una princesa de verdad en una situación como aquella.

Y fuese infantil o no, se moría por meter el dedo en la crema de cacahuete y probarla.

Aquel deseo le hizo recordar su infancia en el castillo de Spitzenstein. La muerte de su madre por un alud en los Alpes suizos había cambiado su vida. Tenía nueve años entonces. Su padre se había sumido en una gran tristeza que le había durado años. Y luego se había puesto muy estricto en relación a lo que les estaba permitido a sus tres hijas. Lili y sus dos hermanas mayores, Natalia y Andrea, habían crecido protegidas del mundo moderno.

A pesar de la trágica muerte de su madre, Lili había seguido siendo optimista y vitalista. Había intentado ser buena para complacer a su padre, sobre todo cuando Natalia, la mayor de sus hermanas, se había puesto rebelde, y Andrea se había hecho una inconformista. Pero ser buena era terriblemente aburrido. Lili amaba la vida. Y quería experimentarlo todo.

Aquella era la primera vez que viajaba a América en su vida de adulta, y estaba muy excitada ante lo que pudiera sucederle allí.

Se reprimió una risita tonta, porque no iba a quedar muy bien que una princesa se riera sola…

Luego pensó: ¿Por qué tenía que portarse bien solo ella? Al fin y al cabo, su padre estaba pasando unas vacaciones con su amante, aunque se suponía que ella no debía saberlo, mientras que Andrea, la menos femenina, y Natalia, modelo de todo lo que no se debía hacer, asistían a una boda que se celebraba en el suroeste de América. Se les había encomendado aleccionar a Lili acerca de cuál debía ser su comportamiento, pero realmente sus hermanas no tenían autoridad para ese papel.

Lili era la menor, de veintidós años. Lo suficientemente mayor, en su opinión.

No obstante, su padre, el príncipe Franz, no la compartía. Se la consideraba inmadura para cumplir con sus obligaciones de princesa. Pero en aquella oportunidad su padre le había encargado la tarea de representar a la familia real en una exposición de joyas reales en América. Se trataba de una misión inofensiva y segura, pero a Lili le había dado igual, con tal de viajar sola.

América era mil veces mayor que Grunberg, un principado ubicado entre los Alpes suizos y la frontera austríaca, y cuyos ciudadanos estaban aferrados a sus tradiciones.

Incapaz de quedarse callada al ver la tierra allí abajo, Lili le habló a su compañera de viaje, la señora Amelia Grundy.

—Esto es lo más excitante que me ha podido pasar.

La señora Grundy, una típica inglesa poco dada a las hipérboles, agitó la cabeza y dijo:

—No creo que sea más excitante que la ocasión en que el jeque Abu Dibadinia le ofreció al príncipe Franz doscientos camellos y un rubí por su mano, Princesa.

—Mucho más excitante. Sabes que el rojo no es mi color favorito.

—¿Y qué me dice de la vez que se escapó con aquel joven escocés, terrateniente de Kirkgordon, a hacer topless a las playas de Mónaco?

La señora Grundy había censurado aquella escapada.

—Podría haber sido muy excitante —comentó Lili—. Pero el pobre Johnnie, con aquel cabello pelirrojo y todas esas pecas… No estaba preparado para el sol abrasador de la Riviera.

—Tuvo suerte de que el muchacho fuese alérgico al sol, jovencita. Gracias a ello, se marcharon enseguida de la playa. Lo que los libró de los papparazzi, primero, y de los guardaespaldas del palacio, que llegaron cinco minutos más tarde que los periodistas.

—Ni siquiera llegué a quitarme la parte de arriba del bikini.

La señora Grundy puso los ojos en blanco.

—¡Por Dios, no! Recuerde, querida mía, lo que ha prometido: que no hará ninguna travesura en este viaje.

—Pero…

—Sin peros. Recuerde cuál es su papel.

—He oído decir que los americanos son muy puritanos en esas cosas. No creo que Blue Cloud, Pennsylvania, me dé la oportunidad de desnudarme —suspiró Lili—. ¡Qué pena!

—Si no supiera que me está tomando el pelo…

—Por supuesto, que te estoy tomando el pelo, Amelia. Sabes que soy pura como la nieve.

«A pesar de mis intentos», hubiera agregado.

La cara de Amelia pareció dudarlo. Tenía unos sesenta años, alta y fuerte, ojos azules y pelo cano. Era viuda, y llevaba toda la vida con la familia real, desde que Lili había nacido, trabajando primero como niñera de las tres hermanas, y luego, como una mezcla de dama de compañía, escolta, secretaria y criada.

—Tal vez sea pura en cuanto a los hechos, pero me temo que no con el pensamiento.

Tenía razón, pensó Lili. Amelia la conocía bien.

—Estamos en el siglo veintiuno, señora Grundy. Hoy en día ninguna chica llega virgen al matrimonio.

—Excepto si es la hija de su Alteza el príncipe Franz Albert Rudolf de Grunberg. No olvide que miran con lupa todo lo que hace —asintió Amelia complacientemente, como si el tema estuviese zanjado. Y se puso a leer la novela que había estado leyendo durante el viaje.

Lili suspiró. Desde su presentación en la alta sociedad europea, la prensa amarilla las llamaba «Las tres joyas». Aunque su país era minúsculo y su padre había evitado siempre a la prensa, esta no había dejado de dedicar atención y de difundir rumores acerca de las tres hermanas.

El avión estaba a punto de aterrizar. En pocos minutos sería libre. Todo lo libre que podía ser con Amelia Grundy y Rodger Wilhelm, el guardaespaldas que su padre había querido que la acompañase. Natalia y Annie tenían permiso para viajar solas. A Lili, por ser la menor, la trataban como a un bebé, más de lo que ella hubiera deseado.

Pero eso se terminaría. Estaba decidida. Aquel viaje sería el principio de algo importante para ella. Liliane Marja Graf Brunner tendría una nueva vida, llena de experiencias.

¡No rechazaría ni a una aventura con un playboy americano!

 

 

—¡Con todo el trabajo que tengo en el museo, lo que me faltaba era una princesa malcriada de un pequeño país de Europa! —exclamó Simon Tremayne.

—Quítate las gafas —dijo Cornelia Applewhite, la alcaldesa de Blue Cloud, que tenía tendencia a ignorar las quejas—. Tendrás más aspecto de autoridad.

Simon le hizo caso. Limpió las gafas con la punta de la corbata y las guardó en un bolsillo.

—¡Supongo que le tendré que besar la mano y todo! —se quejó.

—¿No has leído el fax de protocolo que te envié al museo?

—Tenía intención de hacerlo.

Juraba que lo tenía en la lista de cosas que hacer, después de «ponerse ropa interior limpia».

—¡Simon! —lo regañó la alcaldesa con su voz de trueno.

Cornelia era una mujer bajita, pero muy enérgica.

—Ahí vienen —dijo Cornelia—. Mirad con distinción, como si supierais de qué se trata. Y tú, Simon, ajústate la corbata. ¿No podrías haber elegido una más discreta? —le dijo, después de mirarlo más detenidamente.

—Demasiado tarde —contestó él.

Se oyó el murmullo de excitación de la gente. La princesa había bajado primero. Entre los trajes oscuros de hombres altos que rodeaban a la princesa, apenas pudo verla. Solo algo rosa y un atisbo de cabello rubio.

La cabeza rubia se movió en señal de saludo varias veces.

Cornelia lo hizo callar en el momento en que la princesa exclamaba:

—¡Pero no puedo ver nada!

La gente se acalló mutuamente.

Una mano pequeña se posó sobre el ancho hombro de un guardaespaldas. Y seguidamente una cabeza rubia con pelo corto se asomó mirando en todas las direcciones. La princesa miró al grupo. Pestañeó varias veces.

El público le devolvió la mirada en absoluto silencio.

—¡Dios mío! —dijo—. Espero que no me hayáis hecho callar a mí. No me hacen callar desde que estuve en el internado, aunque supongo que a muchos les habría gustado hacerlo —sonrió la princesa.

Y Simon sintió un cosquilleo.

Afortunadamente, Corny, como llamaban a Cornelia, empezó con el discurso de bienvenida y él pudo clasificar aquella sensación eléctrica que había sentido al ver a la princesa, como resultante de ondas sonoras demasiado intensas. La voz de Corny era conocida por registrarse en la escala de Richter.

Él no tenía tiempo ni ganas de ocuparse de princesas rubias criadas entre algodones. La sola idea le resultaba absurda, sobre todo cuando recordaba quién era: Simon Stafford Tremayne, director del museo. Antes de ocuparse de tareas para las que necesitaba esmoquin y una cortesía que lo incomodaba, su mayor éxito con las mujeres había sido un baile lento con Valerie Wingate en la fiesta de fin de carrera, y eso solo había sido porque ella estaba furiosa con su novio y había agarrado al primero que se le había cruzado para vengarse. Ese único baile le había valido una nariz rota, cuando ni siquiera le había sacado algún provecho.

Una mujer de mediana edad con un abultado maletín, estaba dándoles la mano, tomando sus nombres y presentándoselos a la princesa.

—La señora Amelia Grundy —le dijo a Simon.

Simon le dio la mano y le dijo:

—No, en realidad soy Simon Tremayne —dijo él haciendo un chiste, como si ella lo estuviera presentando a él con el nombre de la señora Grundy.

La mujer no sonrió. Nada de humor. Le dio la mano.

—Cor-ne-li-a —oyó decir a la princesa con un brillo pícaro en los ojos—. Cornelia Applewhite. ¡Uh! ¡Es un nombre muy largo! Te llamaré… —miró a Simon, arqueó una ceja y dijo—: Nell. Tienes aspecto de Nell, nacida y criada en una granja americana.

Simon se reprimió la risa. Cornelia se sentía orgullosa del origen de su familia. Pero iba contra el protocolo contradecir a una princesa.

Amelia miró a Lili como censurándola. La princesa la miró y se puso seria de repente. El efecto fue cómico.

—Es decir, a no ser que prefiera que la llame alcaldesa. ¿O señora alcaldesa mejor?

—¿Y usted …? —preguntó la señora inglesa dirigiéndose a Simon.

—Estoy anonadado.

La señora Grundy frunció el ceño.

—¿Es esa una desagradable palabra de la jerga americana?

—No, es inglés de la Reina —nunca había sido tan irreverente en su vida, pero no lo pudo resistir—. Su definición es estar impresionado por el susto o la sorpresa.

—¡Ah!

Simon miró a la princesa. Parecía más relajada en aquel momento en que no la miraba Grundy.

—Soy el director y conservador del museo en memoria de la princesa Adelaide y Horacio P. Applewhite —dijo Simon. La gente lo llamaba simplemente Addy-Appy para acortar su nombre—. Es un honor para nosotros ser los anfitriones de la exposición de las joyas de la familia Brunner.

—Será un honor para la princesa ser su invitada —dijo Grundy.

—Indudablemente —dijo Simon, porque le sonaba muy inglés.

Los labios de Grundy se torcieron al presentárselo a la princesa.

—Señor Tremayne, le presento a Su Alteza, princesa Liliane Brunner del principado de Grunberg.

La princesa le dio la mano. Él hizo una reverencia instintivamente, un gesto que no tenía ni la menor idea de que poseía. Y le dio un beso en la mano. Le gustó su tacto suave, y su perfume: fresco, a primavera, a rosas…

En aquel momento se le cayeron las gafas del bolsillo y fueron a dar a los pies de la princesa.

—¿Oh, Dios! —se sobresaltó ella y se echó para atrás.

El enorme guardaespaldas se movió y pisó las gafas de Simon antes de que este pudiera impedirlo.

—No te preocupes, Rodger —dijo la princesa Liliane, palmeando el brazo de su guardaespaldas.

El guardaespaldas se dio la vuelta para mirar a Simon.

—¡Dios santo! ¡Sus gafas! —exclamó la princesa

Simon y la princesa se agacharon al mismo tiempo.

—Por favor, déjeme… —ella alzó las gafas destrozadas como si se tratase de un pájaro con el ala rota—. Me temo que se han estropeado.

Él las tomó y dijo:

—Tengo otro par en el museo, Su Real… Mmm… Princesa…

—Por favor, llámeme Lili.

—Lili —repitió él, pestañeando.

—¿Ve bien de cerca?

—Veo bien de lejos.

—Entonces estoy muy cerca… —dijo ella, pero se acercó más.

—¿Para qué?

Su piel era suave como la mantequilla, su sonrisa fresca, y su boca… Daban ganas de besarla.

—Para que pueda verme bien —dijo ella de pronto.

En ese momento la señora Grundy se metió por medio, y tiró de ella hasta ponerla de pie, sin ceremonia alguna, y le rodeó los hombros como queriendo protegerla, como si fuera una inválida.

Simon también se puso de pie.

En medio de tanta gente, no se había dado cuenta de que el séquito de la princesa eran solo Amelia Grundy y el gorila que lo miraba con recelo, como si fuera un tipo peligroso.

Por entre las voces oyó decir a la princesa dirigiéndose a «Nell», que no había vuelto a América desde que era pequeña. Al parecer, su padre creía que aquel país era un erial lleno de vaqueros y estrellas de cine.

—¡Es ridículo! —dijo Corny—. Su abuela era americana.

—¡Perritos calientes! —exclamó la princesa, señalando un plato que había en el restaurante del aeropuerto, y corrió hasta él—. Me encantaría probarlos.

—Claro —respondió Cornelia.

Seguramente estaba pensando en la mesa de té y tartas que habían preparado para recibir a la princesa en Blue Cloud.

—Créame, princesa Liliane, no coma de esos —interrumpió Simon—. Tenemos mejores perritos calientes en el bar para coches de Blue Cloud.

—¿Bar para coches? ¿Como el de American Graffiti? —preguntó Lili agrandando sus ojos marrones almendrados—. ¿De verdad?

Antes de que Simon pudiera fijar la cita, puesto que lo ordenaba el protocolo, Grundy la interrumpió diciendo:

—Debemos ceñirnos a la agenda, Princesa.

Simon se reprimió una sonrisa.

—Sí, tienes razón —respondió Lili.

Simon se encogió de hombros. Debía de haber perritos calientes en Grunberg. Estaba cerca de Alemania, cuna de las salchichas, pensó él.

En la era de los ordenadores e Internet, aun una princesa protegida del mundo no podía ser tan ingenua. Y a juzgar por los diamantes de sus pendientes y el diseño exclusivo de su traje rosa que envolvía sus deliciosas curvas, y su espontáneo encanto, muy bien aprendido quizás, debía ser más sofisticada de lo que aquella burbujeante personalidad le hacía creer.

Sería por su juventud, prácticamente una niña, pensó él, con toda la madurez de sus veintinueve años. Una criatura radiante y entusiasta. ¡No podía quedarse prendado de una criatura!

 

 

—Parece sacado de una postal —dijo Lili mientras atravesaban los campos verdes y dorados.

Después de una decepción pasajera al ver que solo la habían acompañado en la limusina la alcaldesa, un hombre calvo llamado Spotsky, Grundy y Rodger, la princesa volvió a disfrutar.

El muchacho del museo se había quedado con los demás que la habían ido a recibir.

Había escuchado el discurso de Nell acerca de la historia de la ciudad con toda la atención de la que había sido capaz, pero estaba segura de que de haber ido el muchacho del museo, habría puesto más de una cara malévola al oírla. No era guapo, pero tenía algo, aunque aquella horrible corbata no lo ayudaba, ni ese traje arrugado… Simon Tremayne… No era un nombre típicamente americano, pero le había caído bien instintivamente.

—Mi abuelo, Horace P.Applewhite, fundó la Sociedad de Honorables Ciudadanos…

Lili dejó de escucharla nuevamente, aunque puso cara de interés.

La limusina entró en el pueblo. Ella se excitó. Tenía ganas de experimentar con su vida, no solo de observarla pasar. Tenía la impresión de estar mirando la vida siempre por la ventanilla, desde la distancia.

Blue Cloud parecía un típico pueblo americano. Había una iglesia blanca, una oficina de correos con una bandera… Luego una zona de tiendas, sobre todo tiendas de regalos con souvenirs para los turistas…

Lili bajó la ventanilla.

—¡Princesa! —exclamó Grundy.

Pero Lili no le hizo caso y sacó la cabeza por la ventanilla.

Su pelo voló con el viento. ¡Era una delicia!, pensó.

Al ver la cantidad de coches que brillaban al sol, Lili dijo:

—Quiero venir a comprar aquí.

—Pero ese es el mercado de rebajas. Es barato y no hay cosas de calidad —dijo la alcaldesa.

—Perfecto.

Quería una camiseta con un eslogan vulgar, como cualquier otro turista.

Había gente por todos lados. Una tienda roja y blanca ocupaba el centro del terreno.

—Hemos llegado —dijo la alcaldesa—. El museo a la memoria de la princesa Adelaide y Horace P.Applewhite.

Rodger le dio la mano y la ayudó a salir del coche, junto con el dueño del taller de reparación de coches, el señor Rockford Spotsky, que no había dicho nada en todo el recorrido. Solo había mirado a Lili.

La señora Grundy sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y le quitó una mancha de la mejilla a Lili.

—Recuerde, mi niña, usted representa no solo a la familia real, sino a su país.

Lili se puso nerviosa de pronto.

—¿Hay periodistas? ¿Cámaras de fotos?

—Siempre hay fotógrafos.

No siempre, pensó Lili. Alguna vez había logrado burlarlos. Pero pocas veces.

Lili miró por la ventanilla. Había muchas caras sonrientes que concentraban su atención en ella.

Lili se movió inquieta.

Rodger abrió la puerta de la limusina.

La alcaldesa Cornelia Applewhite se quedó de pie esperando.

—Damas y caballeros, les presento…

Los aplausos empezaron en cuanto Lili salió de la limusina.

—…Alteza princesa Liliane de Grunberg.

Lili se quedó de pie aguantando los flashes. Aumentó el aplauso del público.

Ella saludó con la mano y sonrió, pero esta vez más afectadamente.

En aquel momento descubrió a Simon Tremayne, de pie, al lado del callado señor Spotsky. Y entonces sin saber por qué se empezó a relajar.

Un niño se acercó con un ramo de flores. Lili habló con él, agradeciéndole el gesto. Luego se irguió y respiró profundamente para oler las flores.

Sintió el placer de aquella fragancia. Sus labios se entreabrieron en un suspiro de placer, hundió la nariz en los frescos capullos un segundo, y entonces se echó hacia atrás, sobresaltada por una extraña sensación. Algo zumbaba en su boca y se chocaba contra el paladar.

Había tragado una abeja.

Lili se movió desesperadamente hacia Amelia. ¿Debía mantener la boca cerrada? ¿Debía escupir? ¿Era mejor tragársela? ¿Podría tragarse una abeja aunque quisiera?

Una picadura en la lengua zanjó la cuestión.

Con un gemido de dolor, Lili abrió bien la boca y la abeja salió volando.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

ESTOY bien —dijo la princesa con palabras casi ininteligibles por la hinchazón que le había producido el aguijón—. No soy alérgica —la señora Grundy hizo la traducción.

Simon la había llevado al museo para curarla, dejando a la alcaldesa en la fiesta de bienvenida sin su invitada de honor. Lili le había dicho que no se preocupase por ella.

—Ya está —dijo Edward Ebelard.

Edward era el médico de la Clínica de Blue Cloud. Los había acompañado al despacho de Simon. Había conseguido hielo y lo había metido en una bolsa de plástico.

—Saque la lengua, querida.

Lili miró al médico. Luego a Simon. Este puso el pulgar hacia arriba en señal de que todo iba bien. Ella cerró los ojos y sacó la lengua. La punta estaba muy roja e hinchada.

El médico le sujetó la lengua con un lápiz que Simon había sacado de un cajón, y le puso el hielo en la punta.

—Ya está. Pronto desaparecerá la hinchazón, princesa y se encontrará mejor —dijo el médico.