Dulce como la seducción - Algo dulce - Carrie Alexander - E-Book

Dulce como la seducción - Algo dulce E-Book

CARRIE ALEXANDER

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Beschreibung

Ómnibus Deseo 530 Dulce como la seducción Era una auténtica tortura verla todos los días y no poder tenerla... El chef Kristoffer Rex, más conocido como Kit, era cálido, puro y sencillo, pero estaba fuera del alcance de Sabrina Bliss. Por culpa de una apuesta, Sabrina no podía acostarse con ningún hombre durante un año... a menos que se enamorara. No obstante, gracias a una dieta basada en el chocolate, había conseguido suplir los placeres del sexo. Por alguna razón, Sabrina se negaba a acercarse a él, pero Kit no estaba dispuesto a aceptarlo así como así. Estaba claro que le encantaba el chocolate, de hecho lo comía cada vez que él se le acercaba. Así que tendría que valerse del delicioso manjar para seducirla... y sería una dulce seducción. Algo dulce El rebelde estaba a punto de encontrar la horma de su zapato... Mackenzie Bliss se alegraba mucho de que su hermana fuera tan feliz, sólo deseaba tener la misma suerte. Por culpa de su apuesta, acababa de abrir una tienda de caramelos, había dejado a su aburrido novio, y se había cortado el pelo. Pero su nuevo yo no estaba preparado para que el amor de adolescencia apareciera en su casa, por eso Mackenzie no supo cómo reaccionar. Devlin Brandt siempre había sido el rebelde del instituto, pero Mackenzie jamás lo había tratado así. Aunque se negara a admitirlo, Devlin siempre había sabido que ella sentía algo por él y él no había querido hacerle daño. Pero ahora Mackenzie era toda una mujer... una mujer de la que le resultaba muy difícil mantenerse alejado, aun sabiendo que eso los metería en un lío pecaminosamente dulce...

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forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 530 - diciembre 2023

 

© 2003 Carrie Antilla

Dulce como la seducción

Título original: The Chocolate Seduction

 

© 2003 Carrie Antilla

Algo dulce

Título original: Sinfully Sweet

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-516-2

Índice

Créditos

Índice

Dulce como la seducción

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Algo dulce

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–Menuda boda –le dijo Sabrina Bliss a su hermana–. He estado a punto de echarme a reír cuando el pastor dijo eso de: «hasta que la muerte os separe».

Mackenzie entendería lo que le estaba diciendo.

–Por eso te di un pellizco –Mackenzie intentó hacer una mueca de enfado, pero le entró la risa–. Queda tan mal echarse a reír en mitad de una boda.

Sabrina sonrió. A pesar de las dudas que le planteaba el matrimonio, curiosamente estaba alegre.

–Te darías cuenta de que tampoco puse objeción alguna.

Mackenzie pestañeó.

–¿Tenías algo que objetar?

–Mmm… En realidad no.

–Pues no te veo muy optimista.

Sabrina apoyó la barbilla sobre el puño cerrado que encerraba un estuche de terciopelo negro. Debería renunciar… Pero aún no estaba segura de ello.

–Sabes que no creo en los finales felices –le dijo.

Sabrina y Mackenzie habían salido al balcón del Hotel Fontaine para poder charlar tranquilamente un rato. Al salir se habían encontrado a sus padres recién casados, Charlie y Nicole Bliss, bailando bajo el cielo estrellado en uno de los caminos de ladrillo de la rosaleda del hotel.

Sin embargo Sabrina no estaba demasiado convencida de todo aquello. Aunque estaba muy sensible, también sabía disimular sus emociones, y en ese momento miraba fijamente a sus padres con aquellos grandes ojos negros cargados de esperanza.

Un par de meses atrás Charlie y Nicole Bliss les habían confesado a sus hijas que nunca habían dejado de amarse a pesar de su largo divorcio. Por esa razón habían decidido intentarlo de nuevo y volverse a casar. La noticia les había dejado asombradas. Aparte de alguna cena de Navidad o de algún cumpleaños, no habían tenido ni idea de que sus padres se estuvieran viendo. Naturalmente, a Mackenzie todo aquello le había parecido romántico y enternecedor. Pero Sabrina no estaba preparada para olvidar los riesgos de un divorcio hostil, aunque hubieran sido hacía dieciséis años, cuando ella tenía trece. Y desde luego no quería saber nada si las cosas empezaban a ir mal de nuevo.

–Tal vez no sea un cuento –dijo Mackenzie en voz baja–. Tal vez sea real.

–¡Ja! –Sabrina alzó la copa de champán y se la llevó a los labios–. Ya verás cuando se den cuenta de lo que han hecho. Les doy seis meses.

Mackenzie le echó el brazo a su hermana y le dio un apretón, y Sabrina deseó poder retractarse de lo que había dicho. Mackenzie siempre estaba dispuesta a dar ánimos; y era una buena amiga. Llevaban demasiado tiempo separadas. Mackenzie se había establecido en la ciudad de Nueva York, mientras que Sabrina iba de un lado a otro, donde le apeteciera.

–Eres tan cínica, Breen –dijo Mackenzie, utilizando el apodo familiar.

Sabrina se encogió de hombros. Sabía que podía confiar en su hermana. Eran distintas, pero se habían apoyado la una a la otra desde el divorcio de sus padres, y desde entonces habían estado muy unidas, incluso cuando habían estado a miles de kilómetros la una de la otra.

–Pensaba que eras una persona más lógica, Mackenzie.

–Esto no se trata de lógica. Debes tener fe.

–¿Fe? ¿Cómo?

Mackenzie miró a sus padres.

–Míralos. No me digas que no se te derrite el corazón.

Sabrina dio un sorbo de champán mientras miraba con nostalgia a sus padres, que se besaban y hacían arrumacos después de tantos años. Eran tan distintos como sus hijas. Charlie Bliss era alto y de cabellos rubios, dado a la ensoñación y a los planes alocados e irresponsables. Nicole era baja, redondeada y constante como Mackenzie, pero no tan dócil. A veces se ponía como una fiera.

Sabrina les deseaba lo mejor de lo mejor. Pero la fe que hubiera podido tener había quedado enterrada en el pasado, después del divorcio de sus padres.

Seis meses era exagerado. No le extrañaría nada que empezaran a discutir en el crucero que iban a hacer de viaje de novios, si por ejemplo Charlie quería hacer vela y Nicole buceo. Siempre se habían peleado por cualquier tontería.

–Sí, se les ve muy enamorados –dijo con sorna.

Se oyó la risa de Nicole cuando Charlie se quitó la chaqueta del esmoquin y se la echó por los hombros. El marido aprovechó el gesto para abrazarla y besarla.

Mackenzie suspiró.

–¿Lo ves?

Sabrina asintió mientras observaba a sus padres. Incluso a ella se le ablandó un poco el corazón. En ese momento se levantó una ligera brisa primaveral, y Sabrina se estremeció levemente bajo aquel fino vestido de gasa.

–¿No te hace pensar, Breen?

–¿Pensar qué?

–A mamá y papá no les da miedo intentarlo de nuevo. A nosotros tampoco debería darnos.

Sabrina se retiró.

–¿De qué hablas? ¿De amor? ¿De matrimonio? ¡Yo, ni loca!

Mackenzie emitió un sonido de desaprobación, se quitó el chal y se lo puso a su hermana. Mackenzie era una chica tranquila, de curvas generosas; Sabrina era alta y esbelta, con un cuerpo de atleta. Mackenzie llevaba el cabello largo; una preciosa melena por la cintura del color del chocolate que llevaba así desde los quince años.

–No, Sabrina, hablo de los cambios. De las trasformaciones, de renovarse, o como quieras llamarlo. Un cambio nos vendría bien a las dos.

Sabrina hizo una mueca.

–Mi política es evitar cualquier cosa que me venga bien. Y me gusta mi vida tal y como es.

Mackenzie arqueó las cejas con evidente sorpresa.

–¿De verdad?

–Sí, de verdad.

–Recuerdo cierta llamada de teléfono a las tres de la madrugada…

–Juraste que no lo utilizarías en mi contra. Estaba despotricando después de una ruptura fatal, rompiendo fotografías y todo eso.

–Sabrina, estuviste con el último chico al menos un invierno entero. Fue más que una relación fracasada. Estás acostumbrada a eso. De no haberte sentido muy dolida no hubieras hecho las maletas para irte a México al día siguiente.

–También estoy acostumbrada a hacer eso –señaló Sabrina.

Mackenzie la miró con obstinación.

–Sólo porque estés acostumbrada a ello no quiere decir que te guste. Recuerdo que antes de la ruptura te preguntabas si no era el momento de sentar la cabeza y de dedicarte a una profesión de verdad.

Sabrina vaciló. Mackenzie tenía razón. Últimamente la agobiaba la sensación de que llevaba demasiado tiempo de un lado a otro, mudándose continuamente de ciudad, de trabajo, de novio. Todo ello le había proporcionado una vasta experiencia, una agenda llena de nombres tachados y un fracaso amoroso en cada estado.

Había llegado el momento de hacer un cambio en su vida; un cambio inteligente.

–¿Y tú? –le dijo a Mackenzie en tono desafiante–. ¿Cuánto tiempo llevas con ese tío tan aburrido? ¿Y tu jefe? ¿No lleva mucho tiempo prometiéndote un ascenso?

Mackenzie frunció la boca.

–Se ve que no estás enterada. Me ascendieron hace casi un mes, cuando tú estabas practicando esquí acuático en Matzalan.

–Vaya. Es estupendo. Felicidades y todo eso.

Sabrina se preguntó cómo su hermana podía soportar esa vida que llevaba tan constante. Debería ofrecerle el anillo de la abuela a Mackenzie; sólo que…

–¿Y cómo está don aburrido? –le preguntó Sabrina.

–Se llama Jason Dole. Es…

–Un tedio. Soporífero.

–Estás equivocada. Tal vez no sea de esos tipos peligrosos que te gustan a ti, pero es bueno.

Sabrina volteó los ojos.

–Ya estás otra vez con eso de «bueno». Una palabra letal, para mi gusto.

–Para mí no. Somos parecidos. Nos llevamos bien.

–No me hablarías de cambios si sólo quisieras llevarte bien.

Desde el divorcio de su padres, Mackenzie se había resistido a los cambios. Había vivido en el mismo apartamento desde que había salido de la facultad, había trabajado en la misma empresa, ascendiendo despacio hasta que había conseguido un puesto de más importancia. Tenía que estar tan cansada de la rutina como Sabrina de los aeropuertos y estaciones de tren.

–Mira –dijo, dándole un codazo a Mackenzie para que mirara a sus padres; el afecto de la pareja era de verdad envidiable–. Dime que lo tuyo con Jason es pura pasión y bailaré con gusto en tu boda.

E incluso le daría el anillo.

–No puedo –reconoció su hermana con demasiada rapidez.

–Pues ahí los tienes –Sabrina ladeó la cabeza; Charlie y Nicole seguían besándose–. ¡Eh, esos chicos de ahí abajo! –se apoyó en la barandilla–. ¿Por qué no os vais a una habitación?

Sus padres se separaron y miraron a su alrededor con sorpresa. Cuando vieron a sus hijas en el balcón se echaron a reír y las saludaron con la mano.

Sabrina alzó la copa por ellos y se bebió lo que le quedaba de un trago.

–Mackenzie, lo tengo. Tú y yo necesitamos intercambiar nuestras vidas.

–Ah, no. No estoy hecha para cambiar de novio cada tres meses. Y no sé patinar sobre ruedas.

El último empleo temporal de Sabrina había sido de camarera con patines en un restaurante estilo años cincuenta en San Luis, una ciudad que había elegido señalando en un mapa con el dedo al pasar por delante del escaparate de una agencia de viajes.

–Pero necesitamos hacer algún cambio –continuó Mackenzie, que aspiró hondo y alzó la cabeza–. Yo lo haré si tú estás dispuesta.

Sabrina entrecerró los ojos.

–¿Qué tenías en mente?

Como su hermana no solía ser temeraria, se vio obligada a mostrarse cautelosa. De un modo u otro, siempre se equilibraban.

–Tú te establecerás en una ciudad, y alquilarás una casa durante un tiempo.

Eso no estaba tan mal.

–Entonces tú tienes que romper con ese tío tan aburrido.

Mackenzie asintió.

–Puedo hacerlo. Si tú consigues un empleo; un empleo que te guste lo suficiente para quedarte trabajando al menos durante un año.

–Todo un año… –Sabrina tragó saliva, entonces levantó un dedo a la altura de la cara redonda de su hermana–. De acuerdo, pero tú tienes que dejar la empresa de dulces.

–¿Dejar Regal Foods? ¿Por qué? Acabo de contarte que me han ascendido.

–Siempre has dicho que te gustaría dirigir tu propio negocio. Sé que has estado ahorrando para ello. ¿Por qué no intentarlo ahora? Cuanto antes, mejor.

Mackenzie se había puesto pálida, pero asintió. De mala gana, claro.

–Me arriesgaré si prometes renunciar a los hombres –dijo.

¿Celibato? Sabrina se quedó pensativa. ¡Eso era absurdo! ¡Imposible! Pero respondió sin revelar sus dudas.

–De acuerdo. Pero sólo si te cortas el pelo.

–¿Como cuánto?

–¿Hasta cuándo?

–Hasta que encuentres el amor verdadero –respondió Mackenzie.

Sabrina apretó el estuche que tenía en la mano.

–Entonces córtatelo a la altura de las orejas.

Su hermana se calló, momentáneamente sorprendida por el tema de conversación.

–¿El pelo? –susurró Mackenzie, tocándose con una mano la melena oscura y sedosa.

–¿Nada de hombres? –dijo Sabrina en tono débil.

Le resultaría imposible. Le encantaban los hombres. Estaba adicta a la testosterona.

Mackenzie la miró con intensidad.

–Un año para cambiar nuestras vidas. ¡Yo digo que nos demos un buen apretón de manos!

Y dicho eso sacó la mano sin tomarse la semana que normalmente tardaba en tomar decisiones.

Sabrina vaciló.

–Yo…

–¿Te acobardas?

–Pues claro que no. ¿Qué nos jugamos?

–La experiencia es la única recompensa.

–¿Y qué hago con esto?

Sabrina alzó la mano y le mostró el estuche de terciopelo. Mackenzie se quedó helada, mirando el estuche que ambas conocían tan bien. Finalmente levantó la tapa y dejó ver el anillo de diamantes que Nicole Bliss se había quitado el día de su divorcio y que había guardado en su joyero diciendo que no quería volver a verlo. De vez en cuando, cuando la madre no había estado en casa, las hijas habían sacado el anillo para probárselo. Sabrina había pensado siempre que su gusto por el anillo había sido la típica atracción de adolescente por las cosas brillantes. Pero toda vez que ya era suyo, sabía que significaba más que eso. Significaba enamoramiento, amor, matrimonio; algo en lo que se suponía que ella no creía.

–¿El solitario de la abuela? –dijo Mackenzie, impresionada.

–Mamá me lo dio antes de la ceremonia.

Charlie le había regalado a Nicole un anillo nuevo para simbolizar un nuevo comienzo.

–Pero no estoy segura de quererlo. Quiero decir, tú te casarás antes que yo. Yo no tengo intención de…

–No, no, tú eres la mayor –Mackenzie miró el anillo con vehemencia–. Debes quedártelo tú.

–Bueno, sabía que serías así de noble. Por eso quiero ponerlo como premio de nuestra apuesta. La que lleve a cabo cambios más decisivos en su vida de aquí a un año, se queda con el anillo. Lo decidiremos cuando nuestros padres celebren su primer aniversario, si es que duran tanto.

Se dieron la mano antes de cambiar de opinión, con el estuche de terciopelo entre sus manos.

Tal vez, pensaba Sabrina mientra veía a sus padres tan enamorados, aceptando esa pequeña parte de sí que aún creía en el amor. Tal vez en esa ocasión…

Capítulo Uno

 

Seis semanas después.

 

Brazos musculosos y chocolate por todas partes; Sabrina Bliss estaba en la gloria. A menudo se decía que podría acostumbrarse a aquello, inmensamente complacida de haber dado con un aspecto de su nuevo empleo que seguiría pareciéndole divertido cuando llevara un año… si acaso duraba tanto.

Ver hombres haciendo uso de sus músculos mientras preparaban chocolate en las ollas o lo mezclaban con las batidoras era algo diario en Decadencia. En su primera semana de jefa de restaurante había aprendido a calcular sus descansos para poder ver durante diez minutos a Kristoffer, «llámame Kit», Rex preparando los postres del día. El conocido chef de repostería casi siempre utilizaba chocolate, su especialidad.

Ese día Kit estaba preparando unos triángulos de coco y chocolate. Quitó la tapadera de la mezcladora para mezclar el chocolate francés que insistía en utilizar, aunque desequilibrara notablemente el presupuesto para postres del restaurante. Añadió mantequilla reblandecida al chocolate y el coco tostado a la mezcla.

–Por favor, pásame el cuchillo –le dijo a Sabrina, que por un instante se distrajo con la voz aterciopelada y sonora de Kit, e imaginó que tenía el cuerpo cubierto de chocolate templado.

Al ver que ella no reaccionaba, fue por el cuchillo; y al pasar junto a ella le rozó el brazo con el suyo. El contacto fue eléctrico, y tan sensual como una cucharada de chocolate con crema de amaretto. Sólo de escucharlo podría ganar peso. En realidad ese mero roce de su brazo había estado a punto de provocarle el orgasmo.

De pronto pensó en su pacto con Mackenzie y pensó que no debería estar allí. La tentación era demasiado grande.

Después de picar las almendras, Kit tapó la mezcladora y unió el chocolate a los demás ingredientes mientras sonreía con sensualidad a su público formado por una sola persona. Ella le devolvió la sonrisa sin intentar ocultar su interés. Que pensara que era una aspirante a chef o una adicta al chocolate. Cualquier cosa menos la verdad: que era una célibe muerta por practicar el sexo y lista para quitarle su chaqueta blanca de chef y comérselo entero.

Kit sólo era un par de centímetros más alto que Sabrina, pero sus pectorales bien desarrollados, sus brazos fuertes y sus muslos esbeltos compensaban la ligera falta de altura. Tenía el pelo negro algo largo por detrás, unos ojos azules muy penetrantes y un mentón fuerte al que la barba de dos días favorecía a rabiar. Afortunadamente para la población femenina de Manhattan, solía afeitarse cada cuatro o cinco días.

Sabrina se abanicó. Desde luego aquel hombre era un bombón. El aro de oro que llevaba en la oreja izquierda le daba un aspecto de pirata. Hasta su mirada era tierna y sensual. No hablaba mucho cuando cocinaba, ni en ningún otro momento, pero tenía una sonrisa fácil y le gustaba hacer bromas. Además se preocupaba por los demás; se había fijado cómo preguntaba por la madre de uno, por la hija de otro.

Kristoffer Rex la había fascinado desde que había entrado a trabajar en Decadencia, uno de los restaurantes de moda de Manhattan. Ni uno solo de los demás cocineros o de los camareros había dicho de él una palabra mala; aunque desgraciadamente ninguno de ellos sabía mucho de su vida. Le había preguntado a todo el mundo sobre Kit; pero si quería saber más cosas tendría que acercarse a él.

Y después de la apuesta que había hecho con Mackenzie, eso sencillamente no iba a ocurrir. Sabrina gimió para sus adentros. Tendría que contentarse viendo a Kit preparar sus postres de chocolate. Aunque eso le llevara la temperatura corporal casi a ebullición.

Había extendido una tira de hojaldre sobre la encimera donde trabajaba, y en ese momento la estaba untando con mantequilla derretida.

–¿Quieres ayudarme? –se volvió a mirarla.

Ella se mordió la lengua y asintió.

–Claro.

–Ponte aquí a mi lado.

Se bajó del taburete y se colocó de pie junto a él. Kit olía a chocolate amargo y delicioso, pensaba mientras su proximidad le causaba estremecimientos.

–Tú puedes doblarlo.

Kit puso una cucharada de la mezcla de chocolate en una esquina de la tira de hojaldre, le enseñó a doblar la esquina para hacer un triángulo, y luego sobre sí misma toda la tira, hasta que el relleno quedó envuelto en las finas capas de pasta de hojaldre.

–No está mal –dijo Sabrina mientras pasaba el dulce a una de las planchas del horno.

–Se te da como hongos, chica.

Lo miró a los ojos, y vio su expresión divertida. Sabía que le estaba tomando el pelo; aun así sintió una especie de descarga. Los demás jefes de cocina tendían a estar nerviosos y a contrariarse por nada, de modo que Sabrina había aprendido a evitarlos. Pero la zona donde trabajaba el chef de repostería estaba en un lado de la cocina, y a Kit no parecía importarle que ella se pasara por allí de vez en cuando.

Pero eso de que la hubiera llamado «chica» no le había hecho ninguna gracia. Cierto era que no tenía intención de enrollarse con Kit, pero no parecía muy correcto por su parte que hubiera rechazado la posibilidad tan pronto.

–Dobla –volvió a decirle.

Sabrina se dio cuenta de que había colocado otra tira de pasta, en uno de cuyos extremos había puesto otro poco de chocolate.

Trabajaron juntos en silencio hasta que la bandeja del horno quedó llena de bonitas filas de triángulos. De vez en cuando se daban codazos sin querer y se rozaban las manos, y según iban pasando los minutos Sabrina se iba enrabietando más al ver que Kit no reaccionara mientras que ella estaba intentando controlar su imaginación.

Una de los camareras, Charmaine Piasceki, entró en ese momento por las puertas de acero inoxidable que daban al comedor.

–Sabrina, ha venido tu hermana –le miró las manos a Sabrina, que las tenía llenas de mantequilla, y luego a Kit–. Le digo que estás pegoteada con uno de los chefs.

Sin que Kit la viera Sabrina le echó una mirada de advertencia a Charmaine, de quien se había hecho amiga en cuanto se habían dado cuenta de que tenían distintos gustos para los hombres.

Sabrina se limpió las manos en un paño.

–En cuanto termine esto salgo.

Charmaine empujó las puertas con el trasero. Miró a Kit y se echó a reír, mostrando así el pendiente de plata que llevaba en la lengua.

–Claro. No querríamos que os perdierais el relleno.

Sabrina le echó una mirada a Kit, que le sonrió de nuevo. Tragó saliva, consciente de que se estaba poniendo colorada.

–Bueno, ha sido divertido, pero tengo que volver fuera.

–Os llevaré a tu hermana y a ti unos cuantos cuando los saque del horno.

–Estupendo.

Tal vez si Mackenzie viera a Kit en persona, aquella persona fuerte, sensual y atractiva, permitiría a Sabrina que se saltara la parte del trato que le impedía estar con los hombres. Mackenzie era razonable. Entendería que su hermana no podría resistirse tanto.

Salir al comedor limpio y diáfano fue un alivio después del calor de la cocina. Sabrina se acercó a la barra y sacó un par de botellas de agua de un frigorífico pequeño. Abrió una de ellas y dio un buen trago para calmar la sed mientras observaba la actividad de la sala. Los camareros con sus uniformes blancos y negros inmaculados se movían de una mesa a otra, preparándolas para cuando la gente empezara a entrar a comer.

Mackenzie estaba sentada junto a una de las ventanas que daban a la zona oeste de Broadway. La situación inmejorable del local contribuía a la composición de un menú especial, a la fama de moderno y a la clientela compuesta por señoronas adineradas a quienes les gustaba mezclarse con una clase de público más creativo.

–Eh, hermanita –Sabrina dejó las botellas de agua sobre la mesa y ocupó una de las sillas de diseño moderno–. ¿Qué ha pasado? Sigues teniendo el pelo largo. ¿Es que no has ido a la cita con el salón de peluquería que me consiguió Dominique Para?

Mackenzie levantó la vista y la miró con culpabilidad.

–Lo siento. Me acobardé en el último momento.

–¿Que no? ¿Sabes que tuve que darle a Dominique mis botas favoritas para conseguir esa cita?

–No pude hacerlo –dijo Mackenzie con su mirada de perrillo perdido.

–¿Es que tengo que acompañarte para darte la mano?

–Sí, por favor.

Sabrina sacudió la cabeza.

–¿Qué te pasa con el pelo? Has hecho todo lo demás. Dejaste tu empleo, pronto inaugurarás tu nueva tienda de golosinas y finalmente has largado a Jason Dole –vio que su hermana la miraba con la expresión perdida–. Se ha largado, ¿no?

–Más o menos. No es culpa mía que no deje de enviarme flores.

Sabrina hizo un gesto de desdén con la mano.

–Jason no tiene imaginación. Quiere volver contigo porque eres fácil.

–De eso nada, más bien eso es lo que eres tú –dijo Mackenzie sonriendo de medio lado mientras desenroscaba el tapón de la botella de agua.

–Sabes que con «fácil» me refería a que estar contigo le viene muy cómodo –Sabrina se movió con inquietud sobre el asiento–. En mi caso el hecho de no ser «fácil» en el otro sentido de la palabra me está matando.

Mackenzie estaba muy ocupada mirando a su alrededor en el restaurante. Decadencia era tan chic y elegante como su dueña, Dominique Para, y decorado con una extraña combinación de diseño años cincuenta con accesorios más modernos. Pasados unos segundos Mackenzie se volvió a mirar a su hermana.

–Pensé que el restaurante te mantendría tan ocupada que no tendrías tiempo para pensar en hombres.

–Ese debería ser el objetivo –dijo Sabrina–. Sólo que aún no te he hablado de Kit Rex.

–¿Kit Rex? ¿No es una estrella de rock?

–Ese es Kid Rock –dijo Sabrina antes de percatarse de que Mackenzie le estaba tomando el pelo.

–Estupendo. Qué raro que no apareciera un hombre –Mackenzie fingió un suspiro–. Vale, vale –dijo al ver la cara de Sabrina–. ¿Estás muy pillada?

Sabrina se abanicó la cara.

–Muchísimo.

Mackenzie se quedó callada y pensativa un buen rato. Su hermana tenía solución para cualquier problema si le dejaba meditarlo un poco.

Mackenzie entrecerró los ojos y estudió a su hermana, ante lo cual Sabrina bajó la vista y se puso a mirarse las uñas primero, y después a quitarse una gota de relleno de chocolate que se le había quedado pegada en el vestido lila sin mangas.

Finalmente Mackenzie levantó un dedo.

–Chocolate –anunció.

–¿Chocolate? El chocolate es lo que me está metiendo en este lío.

–No lo entiendo.

Sabrina se inclinó hacia delante y bajó la voz.

–Kit es el chef de repostería. Su especialidad son los postres de chocolate. Varias veces a día tengo que entrar en la cocina atraída por la fuerza de su magnetismo animal para verlo trabajar. Es… bueno… encantador primero, y después callado y sereno. También me parece que tiene una sensualidad natural de la que creo que él ni siquiera es consciente. No hago más que fantasear con él –Sabrina se calló y aspiró hondo para tranquilizarse–. Así que, confía en mí, el chocolate no es la respuesta.

Mackenzie cerró la boca.

–Vaya –miró a su alrededor, seguramente buscando a Kit–. Hacía mucho tiempo que no te veía tan ansiosa.

Sabrina tenía la respuesta a eso. Normalmente no era una persona demasiado introspectiva, pero no había podido evitar pensar en las últimas siete noches que había pasado sin dormir.

–Eso es porque normalmente suelo satisfacer mis necesidades según me vienen. Nunca he tenido que negarme el placer; y de usarla tan poco, mi fuerza de voluntad es casi nula.

Se apoyó el mentón sobre la mano, maldiciendo el día que habían hecho la apuesta con Mackenzie. Si el anillo no estuviera en juego, si no sintiera aquel extraño vínculo que le unía a él a pesar de lo negativo que le parecía el matrimonio…

–Pero no has cedido –dijo Mackenzie en tono dubitativo.

–Aún no. Ni siquiera sé si Kit siente interés.

Mackenzie se echó a reír.

–Claro. Y yo voy y me lo creo.

–¿Y por qué no?

–¿Has conocido alguna vez a un hombre que no te deseara? Eres la mujer con la que todos los americanos sueñan: alta, rubia, bonita, de piernas largas…

–Pero de delantera, nada –dijo Sabrina mirándose los pechos–. Tal vez a Kit le gusten los pechos…

Mackenzie soltó una risilla.

–A todos los hombres les gustan los pechos. Afortunadamente, todas las mujeres tenemos, sea cual sea el tamaño.

–No importa. Además, Kit parece muy discreto.

–¿Gay?

–Ni hablar.

La mitad de los chefs lo eran, pero no Kit.

–Tal vez haya percibido tu empeño de permanecer célibe y quiera respetar esa decisión.

–Sí, pero la cosa es que… no tengo tanto empeño, Mackenzie.

–Me lo prometiste, Breen.

–No empieces con el rollo ese de Breen. Me tocaste la fibra sensible en la boda de papá y mamá, pero no va a volver a funcionar.

–No importa –dijo Mackenzie en aquel tono plácido que utilizaba ella–. El trato sigue en pie.

–Sí, pero…

–Nada de peros.

–Aún no has conocido a Kit. Él es un pero muy grande –Sabrina alzó una mano–. No te rías. Como tú no te has cortado el pelo…

–La semana que viene… No, mañana. Lo haré mañana.

–… tengo derecho a retractarme. Si Kit me hace la más mínima señal, me voy a desnudar y a tirarme encima de él mientras pone el lavavajillas.

–Bien –Mackenzie sonrió–. Siempre he soñado con conseguir el anillo de la abuela.

–No tan deprisa. Tal vez sea débil, pero de momento sigo aguantando –Sabrina cruzó los dedos, esperando poder aguantar de verdad.

–Sólo unos diez meses más –dijo Mackenzie con sorna–. Recuerda, debes durar hasta el aniversario de nuestros padres.

–Claro que tú vas a perder mucho antes si no te cortas el pelo y no mandas a don Aburrido aquí a Decadencia a conocer a Charmaine.

Mackenzie silbó.

–¡Espera un momento! ¿Qué es eso de Charmaine?

–Jason es su tipo. En cuanto le afloje la corbata y le ponga unos calzoncillos de cuero, jamás volverá a molestarte. A no ser que prefieras quedarte con él que ganar la apuesta.

–Claro, preséntale a Charmaine –Mackenzie hizo un gesto como que le importaba poco–. Además, has metido la pata porque Jason nunca fue el hombre de mis sueños.

Sabrina pensó inmediatamente en Kit.

–¿Pero qué he hecho, Dios mío? ¿Si no voy a aguantar ni un mes, cómo voy a aguantar diez? No estoy segura siquiera de poder soportalo un día más.

Mackenzie ladeó la cabeza y le sonrió con suficiencia.

–Podrás si te atiborras de chocolate.

Sabrina se quedó sorprendida.

–Mejor que mejor. Me pondré el chocolate por encima y él podrá quitármelo a lametazos.

–No me entiendes, hermana. El chocolate será un sustituto del sexo.

Sabrina se quedó boquiabierta, pero antes de poder cuestionar las palabras de su hermana, vio a Kit cruzando la sala con un plato en cada mano.

–Bienvenida mi tortura –le susurró a Mackenzie justo antes de que llegara él.

–Señoritas –Kit asintió con la cabeza y un mechón le cayó sobre la frente.

Colocó un plato delante de cada una y las miró con sus ojos de un azul brillante.

Sabrina tuvo que desviar la mirada. Se quedó mirando al plato. El triángulo de hojaldre había sido horneado hasta adquirir un tono dorado, colocado sobre un puré de frambuesas y decorado con finísimas tiras de chocolate fundido. Dos bolas de helado de vainilla y frambuesa completaban el postre.

«Demasiada tentación para una mujer débil», pensó antes de presentarle a Kit a su hermana.

–Mackenzie, te presento a Kristoffer Rex.

Mackenzie lo estaba mirando sin pestañear.

–Me lo había figurado.

–Llámame Kit –le dijo él.

–Kit, me gustaría presentarte a mi hermana, Mackenzie Bliss.

Mackenzie sonrió demasiado.

–Encantada de conocerte –le ofreció la mano.

Kit se la estrechó.

–El placer es el mío.

–Oh, no, el placer es mío –Mackenzie miró a Sabrina y arqueó las cejas, después bajó la vista al plato–. Esto tiene una pinta deliciosa.

–Triángulos de hojaldre rellenos de chocolate, coco y almendras. Por favor, tomáoslo antes de que se derrita el helado.

Mackenzie desdobló su servilleta.

–¿No quieres sentarte con nosotras?

A Sabrina se le encogió el estómago.

–No puede, está preparando…

–Me encantaría –dijo Kit–. Sólo un momento –miró a Sabrina buscando su gesto de aprobación.

Ella asintió y corrió un poco la silla.

–Los dos deberíamos volver al trabajo.

–Tienes tiempo para probar mi postre. Eso también es estar trabajando, ¿no?

Para fastidio suyo, Kit sonrió a Mackenzie.

Sabrina pinchó la pasta y el relleno caliente empezó a salir. Mackenzie tomó un bocado y volteó los ojos.

–Mmm, delicioso.

Kit sonrió con agradecimiento y después miró a Sabrina.

–¿Qué te parece, jefa?

Se llevó un pedazo a la boca mientras se preguntaba qué habría pasado con «chica». Kit sabía que ella no era su jefa. Ella estaba a cargo de los camareros e informaba al gerente del restaurante cada mañana.

–Muy bueno –dijo Sabrina–. Aunque yo no soy muy golosa.

Kit se arrellanó en el asiento y apoyó las manos sobre el estómago.

–¿Ah, sí?

–Es cierto –dijo Mackenzie con sinceridad–. A Sabrina le gusta más lo salado. Pero yo estaba diciéndole que debería empezar a comer más chocolate.

Sabrina tuvo ganas de darle una patada a su hermana por debajo de la mesa, pero las piernas de Kit estaban entre medias.

–Mi hermana lo dice porque está en el negocio de los dulces –le dijo a Kit.

–Qué interesante –se volvió hacia Mackenzie–. ¿A qué te dedicas?

–Hasta hace muy poco trabajaba para Regal Foods en la sección de dulces. Ahora voy a abrir mi propia tienda de golosinas en el Village. Se llamará Cosita Dulce –Mackenzie le echó una mirada maliciosa a su hermana–. Sabrina tendrá que llevarte a la inauguración.

Kit miró a Sabrina.

–Me encantaría.

–A mí también.

–Entonces hecho; tenemos una cita.

Sabrina miró a su hermana con fastidio, pero Mackenzie continuó ignorando su mirada asesina.

–¿Y tú, Kit? ¿Cómo empezaste a trabajar en Decadencia?

Él se encogió de hombros.

–Curt y Dominique me conocieron cuando yo trabajaba en un complejo hotelero en Tahití. Les gustaron mis postres y me ofrecieron el empleo. Como nunca había vivido en Nueva York, decidí intentarlo.

–¿Te mueves mucho?

–Hasta ahora siempre lo he hecho.

–Sabrina también. Creo que vosotros dos tenéis mucho en común.

De nuevo Sabrina sintió que Kit la miraba, pero esa vez no fue con la misma dulzura.

–¿Es eso cierto?

–Me gustan los cambios.

Al dejar la cuchara sobre el plato se dio cuenta de que lo había dejado limpio sin percatarse. La dulzura del postre permanecía en su boca, y se dijo que era un sabor de lo más delicioso el de aquel postre. Además, parecía como si el chocolate le estuviera haciendo sentir un calor por dentro.

Como se habían quedado muy callados, Mackenzie decidió cambiar de tema.

–¿De dónde eres, Kit?

–De una pequeña población de Ohio. Pero he vivido en todas partes.

–Tienes algo de acento. Pero no me parecía de Ohio.

–Es una mezcla. Un poco del Medio Oeste, un poco de Nueva Inglaterra, un poco de francés y de italiano… Y todo ello mezclado con un toque isleño.

Mackenzie estaba enterándose de más cosas acerca de él en cinco minutos de lo que Sabrina se había enterado en una semana. Pero lo cierto era que habían pasado muy poco tiempo juntos charlando. Sólo mirando, al menos ella.

–Mackenzie y yo nos criamos a las afueras de Nueva York.

–En Scarsdale –Mackenzie asintió–. Nuestros padres siguen allí.

–¿Qué queréis decir con siguen? –dijo Kit.

–Mamá y papá se divorciaron cuando yo tenía doce años y Sabrina trece. Se volvieron a casar hace seis semanas.

Sabrina volteó los ojos.

–Es un cuento de hadas de un suburbio americano.

–Eso parece –Kit se puso de pie y les retiró los platos–. Tengo que volver al trabajo.

–Demasiado tarde –le dijo Sabrina mientras levantaba la cabeza levemente con gesto sensual–. Ya he informado de ti a la dirección.

Kit se inclinó hacia delante.

–La dirección tendrá que castigarme.

Ella se quedó mirándolo fijamente.

–Cincuenta latigazos con una espátula.

–Muy sexy –dijo antes de darse la vuelta en dirección a las puertas que daban a la cocina.

–Encantada de conocerte –dijo Mackenzie en voz alta, y esperó unos instantes a que desapareciera por las puertas de acero para continuar hablando–. ¡Qué bombón!

Sabrina se desplomó visiblemente.

–¿Ves a lo que me enfrento?

–¿Y tú crees que ese hombre no te desea?

–No se me ha insinuado ni una sola vez.

Mackenzie miró hacia las puertas por donde había pasado Kit.

–Parece de los que les gusta la seducción lenta y provocativa –le dijo en voz baja–. Qué suerte tienes.

–¿Suerte? ¿Quiere decir eso que me dejas abandonar el trato?

Mackenzie se sobresaltó. Parecía estar pensando algo totalmente distinto.

–Ah –miró a su hermana–. Esto, no.

–¿Cómo puedo resistirme a él? –dijo Sabrina con un gemido cargado de sentimiento.

–Ya te lo he dicho. Con chocolate.

–Eso no tiene sentido. Hace dos minutos que me he comido un postre de chocolate y te aseguro que Kit me sigue pareciendo igual de atractivo.

–Necesitas que los componentes químicos del chocolate se acumulen en tu cerebro y en tu sangre.

–¿Cómo?

–Míralo así. ¿Cómo te ha hecho sentirte ese postre de chocolate? –Mackenzie se limpió los labios–. Desde luego Kit sabe lo que hace. Estaba fabuloso.

Sabrina pensó en cómo había dejado el plato limpio a pesar de que nunca había sido una fanática del chocolate.

–Supongo que me siento satisfecha. Cálida y feliz. Parece como si el chocolate te diera una subida emocional –entonces miró a su hermana y entrecerró los ojos–. No estarás sugiriéndome que me atiborre de chocolate como sustituto del sexo.

–Algo así.

–Olvídalo –Sabrina se puso a hacer aspavientos como un árbitro–. Me voy de aquí –pero no se marchó.

–¿Qué alternativa tienes, Sabrina? No sólo perderás la apuesta y el anillo, sino que continuarás pasando de una relación a otra –Mackenzie puso esa cara de «lo estoy haciendo por ti»–. Conoces a un tipo, te gusta y crees que es el hombre de tu vida. Un mes después ya me estás llamando para decirme que no te deja respirar. ¿Te suena?

–Sí –Sabrina apoyó los codos sobre la mesa y suspiró–. ¿Y bien?

–Lo mismo te pasará con Kit si no eres capaz de controlar tus deseos.

–Acabas de decirme que crees que me seduciría despacio.

–Eso no quiere decir que no pueda resistirse si una noche te vuelves loca y empiezas a quitarle el mandil. Después de todo, es un hombre. Eres tú la que tienes que decirle que no.

Sabrina levantó la cabeza con desesperación.

–Nunca se me ha dado bien decir que no.

–Por eso hay que recurrir al chocolate. Recuerda, he visto el programa de investigación. Los elementos químicos del chocolate producen un efecto en tu cuerpo similar al placer que obtienes haciendo el amor. Se liberan endorfinas –Mackenzie sonrió–. Para ser justos, algunos científicos dicen que tendrías que comerte una libra de chocolate para que te hiciera efecto pero… Sea como sea, estoy segura de que te ayudará un poco.

Sabrina se miró las manos con escepticismo.

–¿Entonces cada vez que tenga ganas de darle un beso a Kit debería dárselo a una piruleta de chocolate?

–Algo así. ¿Qué malo hay en ello?

–Mi factura dental. Y en poco tiempo no me entrarían los vestidos de Dominique.

–Tú puedes permitirte unos cuantos kilos.

Sabrina comía bastante, pero tenía un metabolismo rápido que lo quemaba todo; a diferencia de Mackenzie, que tenía tendencia a sentarse en el sofá con un buen libro y una bolsa de caramelos de café con leche.

–¿Estás de acuerdo?

Sabrina se encogió de hombros. No tenía nada que perder.

–Supongo. Pero tienes que cortarte el pelo en cuanto te consiga otra cita con Costas.

Mackenzie no vaciló.

–Lo haré, te lo prometo.

–¿Tengo que aguantar todo el año?

Eso suponiendo que Kit estuviera interesado.

–Eso sería ideal. Por supuesto, podría ser generosa y darte un margen si él te propusiera algo antes del año… –Mackenzie se echó a reír al ver la expresión horrorizada de su hermana–. Pero sé que eso es pedir mucho. Si la amenaza de perder el anillo de la abuela no es suficiente para pararte, al menos podías rogar no meterte en la cama con Kit hasta que haya entre vosotros un sentimiento real y sincero. Conócelo primero como amigo. Tal vez te sorprenda lo distinto que es hacer el amor con alguien por quien ya sientes cariño.

–Bueno, tú siempre decías lo buen amigo que era Jason, pero nunca recuerdo que dijeras que te hiciera el amor apasionadamente.

–Nuestra vida amorosa era satisfactoria.

Sabrina hizo una mueca y miró a Mackenzie hasta que esta se ruborizó. Cualquiera cuya vida sexual fuera sólo satisfactoria bien podría atiborrarse de chocolate, y ambas lo sabían.

–No te preocupes –dijo Mackenzie–. Kit y tú tenéis otra dinámica.

–Sea cual sea, seguramente se agotará antes de que lleguemos al dormitorio en cuanto ponga en práctica este plan tuyo de comer chocolate –se quejó Sabrina.

Mackenzie se puso de pie y retiró el bolso del respaldo de la silla.

–Entonces es que no estáis hechos el uno para el otro.

Sabrina la miró de hito en hito.

–Ahora sí que estás hablando como papá y mamá cuando nos daban explicaciones de por qué su divorcio no funcionó.

–Cuando nuestros padres celebren el primer aniversario de su segundo matrimonio, todos sabremos si los cambios en nuestras vidas han sido satisfactorios.

–Un año es mucho tiempo.

Mackenzie le apretó el hombro.

–No cuando la recompensa vale la pena.

Capítulo Dos

 

Kit intentaba preguntarse por qué había accedido a ayudar a Sabrina a mudarse. Ella no se lo había pedido. La idea se le había ocurrido a un par de chicos que trabajaban en la cocina cuando ella les había comentado que había conseguido encontrar un apartamento después de llevar un mes entero buscando. Ellos habían liado a Kit, y él había aceptado acompañarlos por la curiosidad que sentía.

Ella solía mirarlo mientras trabajaba, y aunque se sentaba y no hablaba, Sabrina le hacía perder totalmente la concentración.

Kit, Parker y Vijay salieron del taxi en Chelsea y le pidieron al conductor que esperara. Sabrina se había quedado con su hermana mientras buscaba casa. Mackenzie Bliss tenía un apartamento en el bajo de un edificio de piedra marrón con las paredes cubiertas de hiedra. Cuando llegaron la puerta de la calle estaba abierta. Kit entró en el portal y llamó al timbre del 1º A.

La puerta se abrió al momento.

–Esto, hola, Kit, ¿qué tal?

–Este es Parker –le dijo Kit presentándole al segundo chef, un hombre con cara de querubín–. Y este es Vijay –añadió, refiriéndose a un indio muy guapo cuya especialidad eran las salsas–. Hemos venido para ayudar a Sabrina con la mudanza.

Excepto algunas similitudes faciales, Mackenzie era lo contrario a su hermana: más baja y más redondeada, más suave y de facciones más amable. Sabrina tenía los ojos más brillantes, las facciones más angulosas y era extrovertida. Menos cuando estaba con él, que se mostraba callada, observando, y algo nerviosa. Sus ojos de mirada curiosa le hacían sentirse demasiado consciente de sí mismo.

–Sabrina no os espera, ¿verdad? –Mackenzie los invitó a pasar.

Accedieron a un pasillo estrecho en el que había dos cajas de zapatos, un futón enrollado y una maleta. Habían llegado demasiado temprano; apenas habían empezado la mudanza.

–Ha sido un acto de amabilidad espontáneo –le explicó Vijay–. Sabrina me dijo que se mudaba esta mañana, de modo que vinimos a ayudarla.

–Pero qué agradable –comentó Mackenzie muy sonriente mientras les conducía al salón–. Sabrina, los tipos de tu mudanza han llegado.

En ese momento Sabrina entró en el salón,; iba secándose el pelo con una toalla. Al verlos la tiró sobre el sofá y puso las manos en jarras.

–Hola, banda. ¿Qué pasa?

–Han venido a ayudarte a hacer la mudanza.

Mackenzie se sentó en el sofá y miró a su hermana con expresión divertida.

–Vaya –dijo Sabrina–. ¿Los tres?

–Así unimos músculos –respondió Kit.

–Unas damas tan bellas no deben levantar peso –dijo Vijay.

–Cuantos más seamos, más rápidamente lo haremos –Parker se olvidó de sus miradas obscenas–. Tu casa nueva está en un tercer piso, ¿no? Menudo trabajo.

–No tanto –comentó Mackenzie.

–Agradezco el gesto, chicos –Sabrina le dio una palmada a Vijay en la mejilla.

Kit pensó que muchas de sus reacciones ante Sabrina no eran necesarias. Después de pasarse años viajando, sentía que había llegado el momento de establecerse y formar un hogar. Por esa misma razón debía sentirse atraído por Mackenzie, ya que ella parecía ser una mujer que se adaptaría a su nueva visión de la vida. Pero era a Sabrina a quien no conseguía quitarse de la cabeza.

–Ya que estamos aquí –dijo Kit–, será mejor que te aproveches de nosotros. Tenemos un taxi esperando fuera, pero también podríamos contratar una furgoneta.

Sabrina ladeó la cabeza y le sonrió, pero no le rozó la mejilla como a Vijay. En ese momento le vio el tatuaje del pimiento de chile que llevaba toda la semana volviéndole loco, asomándose bajo los tirantes de su vestido sin mangas, sin terminar de revelarse del todo.

–El caso es que voy ligera de equipaje. ¿Habéis visto las cosas que hay en el pasillo a la entrada? Eso es todo lo que tengo, aparte de una bolsa con unos trajes y de unos botes de productos de limpieza que mi hermana va a usar para limpiarme mi apartamento nuevo.

–¿No tienes muebles? –le preguntó Vijay, visiblemente decepcionado.

Parker estaba contento.

–Tío, es la mejor mudanza que he hecho en mi vida.