La escuela del alma - Josep Maria Esquirol - E-Book

La escuela del alma E-Book

Josep Maria Esquirol

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Beschreibung

«La escuela del alma» es una fascinante invitación para descubrir, partiendo de los cimientos de la educación, el horizonte de una vida madura, fecunda y espiritual. Paso a paso las realidades que nombran palabras como «lugar», «enseñanza», «compañía», «atención», «mundo», «cuidado», «contemplación», «creación»… van iluminando el camino con luz propia y nos descubren nuevos sentidos: cada ser humano se nos revela como origen, y el encuentro, como «un alma que toca otra alma». Una vez más, Josep Maria Esquirol, en su búsqueda de la esencia de las cosas, nos plantea una propuesta luminosa y esperanzada en tiempos de desorientación, una conspiración singularísima, «la orden filosófica del amor». «Josep Maria Esquirol desmiente que las instituciones educativas hayan de estar al servicio de la sociedad. Desde La escuela del alma apunta un horizonte ambicioso: las instituciones educativas deben "configurar" la sociedad. No "adaptarse", sino "adaptarla"». Sergi Dòria, ABC «Cada nuevo libro de Josep Maria Esquirol constituye una aportación singular, valiosa, que refuerza su filosofía de la proximidad. La escuela del alma es un ensayo primorosamente escrito, que, aun proponiéndose no decir cosas nuevas, sostiene muchas que son fundamentales, lo cual ya resulta algo nuevo, incluso revolucionario». Jordi Llavina, La Vanguardia «Profundidad conceptual, amenidad expositiva y agudeza crítica caracterizan este interesantísimo ensayo, firme en la necesidad de un ético aprendizaje vital». Jesús Ferrer, La Razón «Un libro bello y profundo, un recorrido por los vericuetos de la escuela de los valores que nos enseñaron los clásicos». Jon Kortazar, El Correo «Ojalá las propuestas morales y educativas de La escuela del alma constituyan algún día los cimientos para un nuevo modelo educativo». Darío Luque, Anika entre libros

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JOSEP MARIA ESQUIROL

LA ESCUELA DEL ALMA

DE LA FORMA DE EDUCAR

A LA MANERA DE VIVIR

ACANTILADO

BARCELONA 2024

CONTENIDO

Notas introductorias

I. Felices los que van a la escuela: cruzarán el umbral

II. Felices los que encuentran buenos maestros: se acordarán de ellos

III. Felices los que van contra el destino: ya son origen

IV. Felices los que prestan atención: entrenan su espíritu para recibir

V. Felices los que se hacen amigos de trazos, números, palabras o gestos: serán fuente

VI. Felices los que no hacen mal a los demás: hacen ya mucho bien

VII. Felices los que, al cabo de los años, siguen atentos al mundo: verán el camino

VIII. Felices los que siguen atentos a la vida: verán la manera

IX Felices los que vuelven a la escuela del alma: tomarán apuntes en una libreta

X. El último día de curso

A todas las maestras y a todos los maestros, muchos de los cuales ni siquiera han

sabido que lo eran.

A todos los que se quedan en la escuela

del alma.

NOTAS INTRODUCTORIAS

Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide amparo.

Hay escuela porque hay mundo. Y el mundo pide atención.

Hay casa y hay escuela porque, en el amparo y en la atención, cada uno puede hacer camino y madurar, para dar fruto.

¿Qué tipo de fruto? Más casa y más mundo.

He aquí el humano: quien ha de hacer su camino vital en el camino del mundo. Quien ha de formarse y madurar en la proximidad de los demás y en estrecha vecindad con las cosas del mundo.

Sí, el mundo se manifiesta. Pero hace falta atención. Cuanta más atención, más manifestación de las cosas del mundo y más maduración del alma.

La puerta de la escuela está abierta. Para todos, de cualquier edad. Dentro hay alguien. Quizá alguien como ese anciano que había sido esclavo y que después enseñaba a los demás a ser libres, a hacer el bien y a disfrutar de la fiesta del mundo. La puerta está abierta. Dentro, no hay paredes ni techo. Hay amplitud, e hileras curiosas: de nubes y de letras, de números y de herramientas, de pájaros y de sueños…

Una escuela de verdad es un lugar donde se entrena el prestar atención a las cosas del mundo y a los demás. Puede llevar el nombre de escuela o no llevarlo. Puede tratarse de una escuela de primaria en un pueblecito del Mediterráneo o de un monasterio budista en las montañas del Tíbet; de la escuela que tenía Epicteto en Nicópolis hace dos mil años o de lo que, a pesar de todo, sigue ocurriendo hoy en alguna aula universitaria. Dado que el cultivo de la atención es siempre oportuno y beneficioso, podría haber—tendría que haber—escuela toda la vida. Sobre todo si se tiene en cuenta que hay cosas que se hacen esperar, como una revelación del mundo, que suele llegar al cabo de los años.

Prestar atención y estudiar—que es la atención reiterada—, aunque tengan sentido por sí mismos, suscitan crecimiento, mayor madurez y, poco a poco, la articulación de una respuesta.

La vida humana es una respuesta interminable. En la escuela puede producirse un encuentro que, al dar confianza, dé también un buen impulso. Educar es ayudar a esbozar algunos de los trazos de esa respuesta.

Fácil de decir: educar tiene que ver con indicar e iniciar el camino que lleva hacia la madurez. Y ¿qué es la madurez? Pues también fácil de decir: dar frutos. Todo ser vivo tiende a la madurez. Pero principalmente, y de manera especialísima, el humano, porque pronto se sabe venido a la vida y mortal. La educación se relaciona con el proceso de maduración de las personas y, por tanto, con el fruto que termina dándose. Pero, entonces, cabe preguntar: ¿de qué clase es el fruto principal? Y, después, ¿qué lo hace madurar? Descubrir el gusto de este fruto y los elementos más apropiados para su cultivo es encontrar el sentido de la educación.

El fruto maduro suele ser dulce. Buena pista. Y de esto podemos estar seguros: la quintaesencia de la educación o bien ha de coincidir, o, por lo menos, estar estrechamente relacionada con la de la vida. Ahora bien, la quintaesencia de la vida, de la vida humana, es la claridad y la calidez. Par indisociable que también puede decirse de otro modo: la no indiferencia. Como veremos, este concepto, raíz única de la dimensión cognitiva y de la moral, contiene todo un programa educativo. La no indiferencia es el cultivo del umbral. La no indiferencia es el cultivo del encuentro. La no indiferencia es el cultivo del origen. La no indiferencia es el cultivo de la atención. La no indiferencia es el cultivo de la forma. La no indiferencia es el cultivo de la bondad. En resumen: la no indiferencia es el cultivo de la vida espiritual y comunitaria. La amenaza viene de la indiferencia: es la amenaza de la inhumanidad, de la frialdad, de la insensibilidad, de la oscuridad, de la confusión y de cualquier tipo de totalitarismo.

Que la escuela tenga que ver con la educación, con la enseñanza y con el encuentro la convierte en una bendición: un lugar y un gesto que hacen bien. Lo cual será oportuno subrayar de varias maneras, pero, ante todo, repitiendo que la escuela de verdad rechaza cualquier sombra de violencia. La acción de educar se da en el seno de nuestro mundo, de nuestras afueras. Y aquí, en las afueras, la desolación proviene principalmente—aunque no sólo—de las toneladas de sufrimiento que los humanos hemos sido y somos capaces de infligir a otros humanos. La educación no puede permanecer ajena a esa invasión tan perturbadora y persistente de la barbarie. Por eso, la primera determinación es negativa: sobre todo, no incrementar el infierno. Determinación negativa equivalente al «No matarás» bíblico y al «No hacer mal» socrático. Tener cuidado de no hacer mal ya es hacer bien. Lo que significa estar despierto y, quizá, tener como referente alguna de las incontables buenas personas de este mundo, la mayoría humildes y cuidadosas, y sobre las que tantísimas veces se ha querido poner énfasis en la literatura, en el teatro o en el cine. Si todos fuéramos como ellas, entonces el mundo giraría de otro modo. Mientras tanto, un solo rostro sufriente, debido a la indiferencia, nos pone a todos y a todo en cuestión y en evidencia.

La escuela de la no indiferencia no es pura utopía. Ha habido intentos discretos y la mayoría anónimos a lo largo del tiempo. Hay utopías que son de ese mundo. Cuando la verdadera paz empapa las relaciones de una vida comunitaria, la utopía acontece. A la escuela que en verdad lo es, y que lleva al mundo una migaja de utopía, la llamaré altertopía.

Por definición, la escuela del alma cuida y cultiva el alma. Ha de ser un buen lugar para el alma; allí donde el alma empiece a hacer camino; allí donde siga haciendo camino; y allí donde, haciendo camino, llegue hasta los penúltimos umbrales. Por lo pronto, pues, mejor utilizar la palabra escuela en su registro amplio y vago. A veces hay escuela en algunas de las escuelas—valga la redundancia—, institutos o universidades, o en otros lugares insospechados. Ahora bien, el criterio está claro: una escuela sin alma no es escuela; una escuela sin alma nunca podrá ser la escuela del alma. Habría que tener escuela toda la vida. Al igual que casa. Cuando la escuela cultiva lo humano, hace de escuela, enciende una luz, y se suma a la conspiración del desierto. De pequeños y jóvenes es bueno ir cada día a la escuela y volver a casa; de mayores, es bueno volver todos los días a casa y, de nuevo, ir algunos días a la escuela.

Eso sí, hay sitios que parecen escuelas pero que no lo son. Y al revés: hay sitios que no parecen escuelas y que, sin embargo, lo son. No se trata de poner etiquetas de calidad. Etiquetas nos sobran. En la era de la confusión, esforzarse por la verdad es hacer que las cosas sean lo que son. Que el mundo sea mundo, que la vida sea vida. En esto hay verdad. Y que la escuela sea escuela. La reflexión filosófica ha de poner de relieve el sentido de la escuela y, al mismo tiempo, nutrir ese sentido.

Aunque conozco los usos supuestamente más rigurosos y específicos de palabras como educación y enseñanza, aquí las utilizaré en su sentido casi literal. Educar significa ‘ayudar a alguien a conducirse, a orientarse’. Y enseñar significa ‘indicar, mostrar’. Por decirlo figuradamente, se educa más bien con el corazón y se enseña más bien con las manos. Se educa con el corazón, porque el corazón es símbolo de lo que acompaña y cuida. Se enseña con las manos o, mejor, con la mano y con el dedo, porque mano y dedo indican, señalan, se dirigen a las cosas. Enseñar, entonces, forma parte de la maravilla de la manifestación: hay mundo y el mundo se nos manifiesta. En el seno de la manifestación, la enseñanza.

Justo a partir de esta significación emerge la estrategia docente de la escuela que conspira—esto es, que se inspira bien y con las demás—. Estrategia que cabe expresar bastante abreviadamente: se trata de acompañar al alumno hacia las cosas y, luego, con el tiempo, hacia la hondura. Es decir, primero, muy pacientemente, llevar al alumno hacia la proximidad de lo visible para, después, dirigirse un poco hacia lo invisible que está detrás.

Quien hace camino es uno mismo. Y esto es la reflexividad. Educar es guiar a alguien para que, por sí mismo, recorra un camino que lo lleve más allá, que lo eleve por encima de dónde está, y que le dé una fuerza y una madurez que al principio no tenía. Educar es ayudar a que alguien se eduque, de la misma manera que orientar es ayudar a que alguien se oriente; es cultivar la reflexividad, el sí mismo. El educador no puede recorrer el camino por el alumno. La reflexión del educador no ahorra la del alumno. La del educador convoca la del alumno y la acompaña, pero el centro de gravedad reside en la flexión y en la reflexión del alumno. El centro de gravedad reside en quien debe orientarse, madurar y generar.

En cuanto al modo de desarrollar este libro, debo pedir alguna benevolencia. La meditación sobre la forma de educar y la manera de vivir no es sistemática, pero está ordenada. Aunque sé en cada momento a quién me dirijo, puede parecer que se solapan las referencias a la educación en edades más tempranas con la de jóvenes, y con la de adultos. Sin embargo, a menudo el contexto ya ayuda a discernir. A veces lo que se dice vale para cualquier edad y a veces está más circunscrito. También pido benevolencia por la insistencia, casi obsesiva, en querer repensar las cosas. Pensar es deshacer definiciones para así poder redefinir. Pero redefinir con prudencia, de forma ostensible y en el suelo de la experiencia. No hay nada más apropiado y urgente que llevar el sentido genuino al presente. Esto nos orienta.

Pensamos en diálogo. Por eso, en ocasiones, hablo de la educación epimeleica—educación del cuidado—porque tengo muy presente la recuperación que del tema griego del cuidado del alma han realizado autores contemporáneos como Jan Patočka, Pierre Hadot o Michel Foucault. Y también porque con esta expresión puedo insistir en que es necesario tomar la perspectiva amplia de la educación como algo adecuado a lo largo de toda la vida. Lo único que debo hacer notar es que, aun inspirándome en la temática clásica del cuidado del alma, este libro no consiste en recuperar ninguna de las formulaciones de la Antigüedad helenística o cristiana, sino, a través del diálogo, en articular una de cosecha propia, que trato de exponer, principalmente, en los últimos capítulos, mediante la presentación de las cinco reiteraciones de la vida espiritual.

La reflexión filosófica siempre se realiza en una clave, como la interpretación de una pieza musical. La clave de la filosofía que estoy articulando es la de la proximidad. El cambio de clave lo cambia todo. Si, por ejemplo, se identifica con el dominio, como hacen algunos autores contemporáneos, entonces la pregunta decisiva es: ¿qué nos amansará?, ¿qué nos domará? En efecto, si el humano se concibe como una bestia salvaje domesticada, se tratará de articular nuevas técnicas de doma, ahora que la civilización de la escritura parece, según estos mismos autores, condenada a la obsolescencia. Pero, como digo, mi convicción es muy distinta: creo que el humano es, sobre todo, el ser traspasado por lo infinito, y que la pregunta no es qué lo contendrá, sino qué puede ayudarlo a responder.

Con la clave de la proximidad he ido desplegando una comprensión de la situación humana fundamental que, en pocas líneas y empezando por un contraste, tal vez podría sintetizarse así: Sartre decía que somos pequeñas lagunas, agujeros de no-ser. En medio del magma del mundo, de las cosas «llenas», la conciencia humana sería una especie de vacío. Se trata, sin duda, de una imagen muy sugerente, que encabeza todo su discurso filosófico.

Por mi parte, manejo otro concepto y otra figura: la de pequeñas verticales precarias definidas sobre la horizontalidad de la tierra.

Ninguna de estas pequeñas verticales se sostiene de pie sola, aisladamente. Nos mantenemos de pie gracias a los demás.

Mutua interdependencia que no debe entenderse como un defecto o como una limitación, sino más bien como un regalo y una suerte.

El infierno es solipsista y narcisista.

Cada una de las pequeñas verticales, ligeramente inclinada y, ante todo, muy sensible, resulta estar constitutivamente conmovida y traspasada por cuatro infinitudes: la vida misma, la muerte, el tú y el mundo.

El humano vive, obra y crea a partir de esa cuádruple conmoción. Responde. Vive poiéticamente, vive actuando, vive generando, como respuesta a la conmoción. Esto significa poder ser obrero de mundo (capaz de crear más mundo en el mundo), obrero de vida (capaz de intensificar la vida), obrero de fraternidad (capaz de crear más vínculos con el tú) y obrero de sentido (capaz de encontrar sentido, crearlo y esperarlo).

Momentos especialmente reveladores de la respuesta humana son la celebración y la plegaria. El humano canta y celebra vivir junto a los que viven. Y pide paz y bien para todos: para los que viven y para los que han vivido.

La escuela del alma reúne y cultiva todas las dimensiones del responder—de la poiesis, del hacer bien—.

El hilo conductor de este recorrido también nos lo proporciona la clave de la proximidad. Cada capítulo procura expresar uno de sus aspectos. Ir a la escuela. Encontrar a alguien. Que te ayuda a ver que eres alguien que puede, y que eres origen. Prestar atención a las cosas y empezar a atisbar la profundidad del mundo. Hacerte amigo de trazos, números, palabras o gestos bellos, y convertirte en fuente, poeta y obrero de mundo. Apoyar a los demás y tratar en todo momento de no hacer mal. Persistir y responder a la revelación del mundo y de la vida. En el reposo y el testimonio. Y así ir encontrando la buena manera de vivir. En mi opinión, concreciones bellas, buenas, admirables y, por tanto, motivo de felicidad. Porque no es feliz quien supuestamente está en un estadio de plenitud, sino quien responde bien a la situación, quien se orienta bien en ella. En definitiva, quien va bien. La felicidad y la bienaventuranza son una bienandanza. Felices, bienaventurados, los que van a la escuela. Por eso me pareció oportuno hacer como si los capítulos fueran una versión de las bienaventuranzas. Felices los que van bien…

Por un lado querría, como ya he anticipado, evitar etiquetas innecesarias y, por otro, ir a lo fundamental. Ambas cosas son necesarias para resistir los apresuramientos característicos de la era de la confusión. Por eso, no busco decir cosas nuevas, sino decir, de nuevo, alguna cosa. La originalidad no consiste en buscar agitadamente la novedad, sino en repetir lo esencial. Pero repetir no por nostalgia. Repetir el origen, no temporal, sino básico. Sí, se trata de «repetir». Eso que tan mala prensa tiene entre los estudiantes, ahora podemos tomarlo como el remedio que más nos conviene. No obligar a repetir cursos, sino saber repetir las experiencias valiosas, y la del pensamiento es una de ellas. En realidad, la principal, dado que, para el humano, la vida es la vida que se piensa.

Repetir lo más básico. De lo contrario, la confusión crece y todo lo engulle. Entender el sentido de las cosas es ya una resistencia efectiva frente a la confusión. Y debemos subrayarlo: nada de nostalgias ni de conservadurismos ideológicos. La escuela es una creación que siempre ha estado asediada y pervertida por elementos distorsionadores que varían históricamente—¿hay que hacer el listado de las barbaridades que se han producido en las «instituciones educativas» a lo largo del tiempo?—. Poner de relieve el sentido de la escuela no es ir ni atrás ni adelante; no es recuperar ni anticipar; no es añoranza de un pasado áureo ni fuga hacia delante; es querer hacer buen camino, aquí, justo aquí.

La filosofía de la proximidad no es pesimista ni optimista. Estas palabras es mejor no llevarlas en la mochila; no forman parte del vocabulario de los peregrinos. Dado que todos los logros son provisionales, es necesario trabajar para volver a alcanzarlos; es necesario abrir nuevos horizontes de acción, pero no evadirse en la ideología del futuro; es necesario trabajar para que mañana se pueda seguir trabajando. Esto es ser obrero de mundo. La amenaza de la barbarie y de la oscuridad es muy grande; proviene de muchas partes, y también de perniciosos modelos de vida.

Se trata de atender a una cosa, o a pocas, pero que sean oportunas, que ayuden, que hagan bien, que despierten vocaciones dormidas y que desbrocen metas perdidas bajo las ramas y la hojarasca. Poco es mucho. Cuando se escucha o se vislumbra una buena señal, se la guarda y se la sigue.

Por último. Estas páginas son también una forma de dar las gracias. Haber dedicado la vida a la docencia y al estudio ha sido, y sigue siendo, un regalo y un regalo enorme. Toda una vida confiada en la bondad de la reflexión. Y toda una vida dedicada a compartir con los demás el fruto del estudio. Nunca podré agradecer lo suficiente haber gozado de este privilegio.

Pero, aun así, todavía he tenido un privilegio mayor. El de ser testigo de la bondad increíble de ciertas personas. Ellas me han dado el sentido y la fuerza para resistir frente a todas las embestidas del absurdo. Por ellas he sabido que el alma es la vida de la vida; y por ellas he sabido, también, qué es el cuidado del alma y cómo puede ser la escuela del alma.

I

FELICES LOS QUE VAN A LA ESCUELA:

CRUZARÁN EL UMBRAL

Quítate las sandalias, porque estás pisando un lugar sagrado.

Éxodo 3, 5

Cada lugar tiene su luz. Pero la luz no sólo se percibe por los ojos. Se nota en el aire que se respira y en la tierra que se pisa. En los olores y en el silencio. Lo homogéneo carece de luz. El espacio abstracto carece de luz. Los grandes pasillos de trasiego masificado tampoco la tienen. ¿Por qué cada lugar tiene su luz? Pues porque además de la que viene de arriba, hay otra que fulgura en la cosa misma. La luz de las cosas.

La vida humana es afín a los lugares. Y esto por la sencilla razón de que el ser humano es un ser situado. No es una esencia a partir de la cual se establecen una serie de relaciones (no es alguien aterrizado aquí, viniendo de no se sabe dónde), sino alguien esencialmente vinculado con las cosas, con los lugares y, sobre todo, con los demás. Alguien, inimaginable sin esos vínculos.

Sí, cada lugar tiene su luz.

EL LUGAR Y EL UMBRAL

Así como la casa es el lugar al que se vuelve, la escuela es uno de los primeros lugares a los que se va.

Por suerte, hay lugares diferentes, lugares que lo son de verdad. Los visitamos, los conocemos: el teatro (lugar donde se presenta o representa la vida), el Parlamento (lugar donde se hablan las cosas—o deberían hablarse—), el cementerio (lugar donde los muertos descansan), el hospital (lugar donde los enfermos son atendidos), la casa (lugar de la calidez y del recogimiento)… Y la escuela es también un lugar: aquel donde se cultiva el alma mediante la atención a las cosas del mundo.

Un lugar es un enclave, un sitio donde ocurre algo que se diferencia del entorno, y que tiene sentido. Todos los que acabamos de citar son enclaves con sentido.

Ir es ir a algún lugar. Una obviedad que, sin embargo, conviene destacar: no se podría ir a ningún lugar si no hubiera ningún lugar al que ir, lo que sería asfixiante, insoportable. Afortunadamente, el mundo humano no es un espacio idéntico, sino una articulación de lugares. Pero la mayoría no son el resultado de una generación espontánea. Son obras—instituciones—humanas, obras cuya intención requiere ser alimentada reiteradamente, para evitar su decadencia y retorno a lo indiferenciado.

Renovar el sentido institucional es cultivar el umbral. Y esto, hoy, es más acuciante que nunca. El umbral es el límite que marca la diferencia. Sin umbral, todo sería igual, todo sería indistinto, todo sería lo mismo. Y mientras que la diferencia nos orienta, la homogeneidad nos deprime. Cuando la niebla cae, los caminos se borran y todo parece igual. En cambio, cuando despeja, de nuevo se vislumbra el horizonte—que es diferencia y juntura—y se recupera el sentido, la orientación. Una parte importante del malestar de la sociedad actual tiene que ver con la homogeneidad y el ahogo que subrepticiamente provoca. Todo igualmente blanco, o todo igualmente negro, no importa. Lo que nos deprime es el adverbio, el «igualmente».

De ahí que, en la era de la confusión, lo primero que debe cultivarse para que haya escuela es el umbral. Sin umbral, el enclave deviene confuso y va desapareciendo. El umbral ofrece discretamente la bienvenida y, después, el adiós. Hay lugares en los que no se debería poder entrar como si nada. Habría que hacerlo cuidadosamente, en concordancia con su sentido subyacente. Al cruzar el umbral de una iglesia o de un templo, cambia la mirada y la actitud, por lo menos, en consideración de los miles de personas que allí han desnudado su alma y han elevado sus plegarias al cielo. Tampoco al cruzar el umbral de un jardín se levanta la voz: se ralentiza el paso, mientras el espíritu se baña en el color de las flores o en el oleaje del verde cultivado.

La filosofía busca la diferencia, para entender, y la vida busca los umbrales, para orientarse. Ahora bien, la filosofía del umbral pone tanto énfasis en la diferencia como en la juntura. Porque el umbral es, a la vez, separación y juntura. Juntura sin confusión. El niño va de casa a la escuela, y de la escuela a casa, gracias al umbral. ¡Qué suerte poder ir a la escuela y poder volver a casa! Significa que hay escuela y casa. En algunas distopías literarias y cinematográficas, el ambiente es inhóspito y hostil porque no existe ni el umbral de la casa, ni el de la escuela, ni ningún otro. Felices, pues, los que van a la escuela y vuelven a casa.

El cultivo del umbral no es trabajo ni automático ni esporádico. Y, por supuesto, no se reduce a colocar un simple adorno. Sólo una manera de vivir—diferente—permitirá la emergencia del umbral. Sí, suele haber puerta y algo que indica la bienvenida, pero estos elementos materiales son sólo una señal. Detrás de la puerta, tiene que haber una vibración vital distinta, y una luz también distinta.

LA ALTERTOPÍA, QUE RESISTE

Hay dos tipos de resistencia: la que equivale a proteger un privilegio económico o social, y la resistencia revolucionaria. Esta segunda es la resistencia política propiamente dicha, siendo revolucionaria porque la diferencia que salvaguarda es potencialmente fecunda. De no ser así, el esfuerzo y el sacrificio no tendrían sentido. Esta resistencia incluye un doble gesto: el del baluarte protector y el del cambio revolucionario.

Paradójicamente, hay cambios revolucionarios que no son el resultado ni de movimientos masivos ni de grandes acontecimientos, sino de gestos y acciones muy sencillos en los que, sin embargo, hace falta perseverar. A veces, sólo «medio palmo» lo cambiaría todo.

Existe una resistencia revolucionaria de naturaleza educativa: la altertopía. A pesar de las grandes diferencias que cabe indicar, y que no ignoro, es posible detectar un elemento que, cuando de veras se da—y sólo entonces—, permite que la academia de Platón, o que el jardín de Epicuro, o que el portal de los estoicos, o que un monasterio benedictino, o que una escuela, un instituto o una facultad de nuestros días, puedan ser consideradas una altertopía.

El cuidado del alma mediante la atención a las cosas del mundo sobrepasa el ámbito infantil o juvenil. Junto con esta misma observación, Foucault habla de un «desenclave» del cuidado de sí del ámbito pedagógico, entendiendo que puede haber escuela toda la vida.1 En efecto, el desenclave del ámbito pedagógico significa que, además de las instituciones educativas más adecuadas para los niños y para los adolescentes, habría otras para los adultos. Puerta abierta para todos: eso es lo que también decía Epicuro, que para la filosofía nadie llega tarde. Hay algo, detrás del umbral, que a todos nos corresponde, que a todos nos concierne. El cultivo de uno mismo es cometido de todas las edades. Esto implica, primero, entender de otra forma el lugar educativo y, después, extenderlo para que, así, pueda haber escuela toda la vida.

La observación sobre el desenclave pedagógico ha de diferenciarse de la reflexión que, bastantes años antes, el propio Foucault había realizado sobre «los lugares otros», para los que había acuñado el término heterotopía. Con el fin de ahorrar confusiones, y porque doy una definición diferente a la suya, he optado por utilizar el híbrido grecolatino altertopía. Entiendo que el lugar educativo es una altertopía en el sentido de ‘lugar de una resistencia fecunda frente a lo que domina’.

Cultivar el umbral de una escuela es, por una parte, hacer frente a las fuerzas hegemónicas que aspiran a colonizarla y, por otra, fomentar lo propio. Mantener la diferencia no tiene nada que ver con el aislamiento o el ensimismamiento. Hay puentes porque hay ríos que drenan las montañas y separan las tierras. Establecer una relación—crear un puente—significa que, al menos, hay dos elementos. La relación presupone la diferencia y, por tanto, la no confusión. El cultivo del umbral y de la diferencia es el cultivo de la altertopía. En resumen, esto es lo que ahora mismo quiero subrayar: para que haya lugar debe mantenerse la diferencia y resistir a lo homogéneo que siempre amenaza; y cultivar el lugar no es aislamiento, sino, por el contrario, la condición de posibilidad de las relaciones con otros lugares.

Procurar que no todo sea lo mismo es procurar que haya lugar para lo otro. Evitar quedar colonizado por el elemento que despliega sus dominios exige apartarse. Apartarse hacia otro lugar donde, por ejemplo, no haya saturación, y apartarse hacia otra experiencia del tiempo donde, por ejemplo, no haya prisa. La altertopía ya incluye la altercronía. En la escuela, es necesario tener tiempo. Y tener tiempo es abrir un paréntesis. En cierto sentido, un paréntesis para poder ocuparse de las cosas mismas, y de su hacerse visibles, pues sólo así se dejarán señalar.

Hoy, el dominio de lo que domina es muy inquietante y, a modo de aluvión, amenaza con arrasar las pocas resistencias que todavía quedan. Tal vez estos reductos estén destinados a desaparecer por completo, o tal vez germine en ellos algo que más adelante brotará y florecerá. No se sabe. Estos reductos son altertopías, lugares de la resistencia revolucionaria. Lo que en ellos ocurre podría ocurrir más aún: justo esto es la utopía.

NO ASIMILARSE A…

La retórica empleada por las fuerzas hegemónicas suele basarse en el «realismo» de la actualidad. Demagógicamente, se va repitiendo que ahora lo que hay—y lo que viene—es tal y cual y que conviene que nos adaptemos lo antes posible. Cultivar el umbral es denunciar esta retórica y resistir su empuje. El cultivo del umbral sigue aquí este lema: no asimilarse. Muchas veces, para favorecer y cuidar la riqueza del mundo humano conviene mantener un hiato, y para hacer un buen servicio, mantener la diferencia.

Dado que el «realismo» de la actualidad traiciona el espíritu de la escuela, es necesario que la escuela se defina por su no realismo y, sobre todo, como decimos, por su resistencia a la asimilación. Eso mismo también lo subrayaba Adorno a su manera:

En la medida, en efecto, en que el proceso de adaptación se ve tan masivamente forzado por el entorno general en el que viven las personas, éstas tienen que dirigir dolorosamente hacia sí mismas la exigencia de adaptación, tienen que autoaplicarse el realismo e identificarse, por decirlo con Freud, con el agresor. La crítica de ese realismo sobrevalorado me parece una de las tareas educativas más decisivas.2