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Década de los 90, Colombia.En una Bogotá sumida en el caos, asolada por los secuestros y los asesinatos orquestados por los capos del narcotráfico, la familia Santiago vive tranquila. La brutal violencia que inunda las calles no parece pertenecer al mismo universo que habita Chula, de siete años. Pero cuando su madre contrata a Petrona, una sirvienta pobre procedente de un barrio invadido por la guerrilla, su burbuja perfecta se resquebraja. Chula intenta comprender a la joven criada, y entra en contacto por primera vez con la necesidad de sustento, la angustia de la responsabilidad y la impotencia ante una realidad asfixiante. Niña y criada se ven entonces arrojadas a un torbellino de emociones, miedos y secretos que amenaza con destruirlas, mientras sus familias luchan por sobrevivir.
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La fruta del borrachero
Ingrid Rojas Contreras
Traducción del inglés a cargo de
Las brutales atmósferas de «Narcos» unidas a la exquisita sensibilidad de «Roma». Ingrid Rojas debuta con la crónica de una infancia en la era de Pablo Escobar.
«Ingrid Rojas Contreras ha escrito una novela sobre cómo crecer en medio de la muerte.»
The New York Times
«Cuando las mujeres de color escribimos una historia, vemos el mundo como nunca antes lo habíamos visto. En La fruta del borrachero, Ingrid Rojas Contreras honra la vida de las niñas que presencian la guerra. ¡Bravo! Me quedé impresionada con esta historia»
Sandra Cisneros
Para ti, Mami
La fotografía
Posa sentada y encorvada en una silla de plástico delante de una pared de ladrillo. Se ve sumisa con el pelo partido por la mitad. Casi no se le distinguen los labios, aunque por el modo en que muestra los dientes se puede decir que está sonriendo. Al principio, la sonrisa parece forzada, pero cuanto más la observo más resulta descuidada e irresponsable. Entre los brazos trae un bulto con un boquete por donde se asoma la cara del recién nacido, rojiza y arrugada como la de un anciano. Sé que es un varón por el listón azul cosido a la orilla de la cobijita; enseguida miro atentamente al hombre detrás de Petrona. Es deslumbrante y tiene el cabello afro, y pone el peso de su maldita mano sobre el hombro de ella. «Sé lo que hizo», y se me revuelve el estómago, pero ¿quién soy yo para decir a quién debía Petrona permitir aparecer en un retrato familiar como este?
Al reverso de la foto hay una fecha de cuando fue impresa. Y porque, cuando hago la cuenta regresiva de nueve meses, concuerda exactamente con el mes en que mi familia y yo escapamos de Colombia y llegamos a Los Ángeles, volteo la fotografía para mirar a detalle al bebé, para registrar cada arruga y cada protuberancia alrededor del oscuro orificio de su boca vacía, para precisar si está llorando o se está riendo, pues sé con exactitud dónde y cuándo fue concebido y así es como pierdo la noción del tiempo, pensando en que fue culpa mía que con solo quince años de edad a la niña Petrona se le llenara el vientre de huesos, y cuando Mamá regresa del trabajo no me busca pelea (aunque ve la fotografía, el sobre, la carta de Petrona dirigidos a mí), no, Mamá se sienta a mi lado como si se quitara un gran peso de encima, y juntas nos quedamos calladas y apenadas en nuestro mugriento pórtico frente a la Vía Corona en el Este de Los Ángeles, mirando fijamente esa maldita fotografía.
Llegamos de refugiadas a los Estados Unidos. «Deben estar felices ahora que están a salvo», decía la gente. Nos dijeron que debíamos esforzarnos por adaptarnos. Mientras más rápido pudiéramos transformarnos en unos de tantos, mejor. Pero ¿cómo elegir? Estados Unidos era la tierra que nos había salvado; Colombia, la tierra que nos vio nacer.
Había principios matemáticos para convertirse en un estadounidense: se requería conocer cien hechos históricos (¿Cuál fue uno de los motivos de la Guerra Civil? ¿Quién era el presidente durante la Segunda Guerra Mundial?) y tenías que haber vivido cinco años ininterrumpidos en Estados Unidos. Memorizamos los hechos, nos quedamos en suelo norteamericano. Pero, cuando yo alzaba los pies y mi cabeza reposaba en la almohada, me preguntaba: cuando mis pies estaban en el aire, ¿de qué país era yo?
Al solicitar la ciudadanía, limé los puntos débiles de mi acento. Era una manera palpable en la que yo había cambiado. No supimos nada durante un año. Adelgazamos. Entendimos lo poco que valíamos, lo insignificante que era nuestra petición en el mundo. Nos quedamos sin dinero tras pagar el costo de nuestra solicitud, y no teníamos adónde ir. Fue entonces que recibimos la orden de comparecencia, la verificación final de antecedentes, el interrogatorio, la aprobación.
Durante la ceremonia proyectaron un video atiborrado de imágenes de águilas y de artillería, y todos hicimos un juramento. Cantamos nuestro nuevo himno nacional y una vez que terminamos se nos dijo que ya éramos estadounidenses. El nuevo grupo de estadounidenses lo celebraba, pero en el patio a cielo abierto yo recliné la cabeza. Contemplé las palmeras meciéndose, a sabiendas de que era aquí donde yo tenía que imaginar el futuro, y lo brillante que este podría ser, pero lo único en lo que podía pensar era en Petrona, en que yo tenía quince años, la misma edad que ella tenía cuando la vi por última vez.
Encontré su domicilio en la agenda de Mamá, aunque no era un domicilio específico, solo un montón de direcciones que Petrona le había dictado cuando vivíamos en Bogotá: «Petrona Sánchez en la invasión, entre las calles 7 y 48. Kilómetro 56, la casa pasando el árbol de lilas». En nuestro apartamento, me encerré en el baño y abrí la ducha, y escribí la carta mientras el baño se empañaba con el vapor. No sabía por dónde empezar, así que hice como había aprendido a hacerlo en la secundaria.
Encabezado («3 de febrero del 2000, Chula Santiago, Los Ángeles, Estados Unidos»), un saludo respetuoso («Querida Petrona»), un contenido con vocabulario sencillo y preciso («Petrona, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu familia?»), cada párrafo con sangría («Mi familia está bien. / Estoy leyendo Don Quijote. / Los Ángeles es bonita pero no tan bonita como Bogotá»). Lo que seguía era la frase final, pero en su lugar escribí cómo fue huir de Colombia, cómo tomamos un avión, de Bogotá a Miami, después a Houston y finalmente a Los Ángeles, cómo recé para que los oficiales de migración no nos detuvieran y no nos mandaran de vuelta, cómo no dejé de pensar en todo lo que habíamos perdido. Cuando llegamos a Los Ángeles hacía un sol imposible y todo olía a sal del mar. «El olor de la sal me quemaba la nariz cuando respiraba.» Escribí párrafo tras párrafo acerca de la sal, como si estuviera loca («Nos lavamos las manos con sal contra la mala suerte. / Lo único que Mamá compraba cuando temía gastar dinero era sal. / Leí en una revista que la sal envasada contiene huesos molidos de animal, y dejó de darme asco cuando supe que el mar también estaba lleno de ellos. La arena de la playa también contenía huesos»). Al final, todo lo que dije sobre la sal era como un código secreto. «He llegado al punto —escribí— en que ni siquiera puedo oler la sal.» Esta fue mi última frase, no porque quisiera, sino porque ya no tenía nada más que decir.
Nunca le pregunté lo único que quería saber: «Petrona, cuando nos marchamos, ¿adónde te fuiste tú?».
Cuando llegó la respuesta de Petrona, traté de encontrar mensajes ocultos debajo de la información que ella me ofrecía voluntariamente: lo agradable del clima, el camino recién pavimentado hacia su casa en la invasión, las lechugas y los repollos de temporada.
Al final no importaba que su carta fuera tan común y corriente pues todas las respuestas que yo ansiaba ya estaban impresas en esa fotografía que ella dobló por la mitad y metió entre los pliegues de su carta antes de ensalivar el sobre y cerrarlo, antes de entregarlo al cartero, antes de que la carta viajara como lo hice yo, de Bogotá a Miami, a Houston, a Los Ángeles, antes de que llegara y trajera con ella todo este desastre a la puerta de nuestra casa.
La niña Petrona
La niña Petrona llegó a nuestra casa cuando yo tenía siete años y mi hermana Cassandra, nueve. Petrona tenía trece años y había cursado solo hasta tercero de primaria. Apareció con su maleta estropeada a la puerta de nuestra casa de tres pisos, con un vestido amarillo que le llegaba hasta los talones. Tenía el cabello corto y andaba con la boca abierta.
El jardín se abrió entre nosotras como un abismo. Cassandra y yo miramos fijamente a la niña Petrona por detrás de las dos columnas de la izquierda de la casa que se elevaban desde la terraza y sostenían el alero del segundo piso. El segundo piso sobresalía como una parte dientona. Era una casa típica de Bogotá, construida para que se asemejara a las antiguas casas coloniales, blanca con ventanas amplias y herrería negra y un techo de adobe con tejas rojo azulado y en forma de medialuna. Formaba parte de una hilera de casas idénticas unidas una a otra por las paredes laterales. Yo no entendí entonces por qué la niña Petrona veía la casa del modo en que lo hacía, pero Cassandra y yo la miramos a ella boquiabiertas con el mismo tipo de asombro. La niña Petrona vivía en una invasión. Había invasiones en cualquier colina alta de la ciudad, tierra del Gobierno tomada por los desplazados y los pobres. Mamá también había crecido en una invasión, pero no en Bogotá.
Desde detrás de la columna Cassandra preguntó:
—¿Viste cómo está vestida, Chula? Tiene un corte de pelo de niño.
Abrió los ojos como platos detrás de sus lentes. Los lentes de Cassandra ocupaban gran parte de su cara. Tenían armazón color rosa, eran demasiado grandes y le amplificaban los poros de las mejillas. Mamá saludó a Petrona haciéndole señas con la mano desde la puerta de entrada de la casa. Avanzó hacia el jardín, taconeando en los escalones de piedra, con el cabello golpeteándole la espalda.
La niña Petrona contempló a Mamá a medida que esta se iba acercando.
Mamá tenía una belleza natural. Eso decía la gente. Hombres desconocidos la detenían en la calle para halagarla por la impresionante amplitud de sus cejas o el magnetismo de sus profundos ojos café. A Mamá no le gustaba sacrificarse por su belleza, pero todas las mañanas se levantaba para aplicarse un grueso delineador negro en los ojos, y cada mes iba al salón de belleza para que le hicieran un pedicure, argumentando todo el tiempo que valía la pena, porque sus ojos eran la fuente de su poderío y sus pequeños pies la prueba de su inocencia.
La noche antes de que la niña Petrona llegara, Mamá formó tres montoncitos con sus cartas del tarot encima de la mesa del desayunador y preguntó: «¿Es confiable la niña Petrona?». Hizo la pregunta de diferentes maneras, imprimiéndole una diversidad de tonos hasta que sintió que había hecho la pregunta del modo más claro; después sacó la primera carta del montoncito de en medio, la volteó y la puso delante de ella. Era la de El Loco. Su mano se detuvo en el aire al contemplar la carta que había volteado al revés. La carta representaba a un hombre blanco sonriente y a medio paso, mirando pensativo al cielo; en una mano llevaba una rosa blanca y, encima del hombro, un hatillo dorado. Vestía mallas, botas y un aprincesado traje con holanes. A sus pies saltaba un perro blanco. El hombre no se daba cuenta, pero estaba a punto de caer por un precipicio.
Mamá recogió el montón de cartas, y barajándolas dijo:
—Bueno, ya estamos advertidas.
—¿Le decimos a Papá? —le pregunté. Papá trabajaba en un distante campo petrolero, en Sincelejo, y yo nunca sabía con certeza cuándo tenía él previsto visitarnos. Mamá decía que Papá se veía obligado a trabajar lejos porque no había empleos en Bogotá, pero todo lo que yo sabía era que a veces le decíamos las cosas a Papá y a veces no.
Mamá se rio.
—Da lo mismo. Cualquier muchacha que uno contrate en esta ciudad va a tener vínculos con ladrones. Nada más ve a Dolores, la de la cuadra de abajo, su empleada era parte de una pandilla y le robaron la casa, imagínate: ni le dejaron microondas. —Mamá vio la preocupación en mi cara. Su delineador le escurrió espesamente por el rabillo de los ojos, que se le arrugaron cuando sonrió. Me picó las costillas con un dedo—. No seas tan seria. Deja de preocuparte.
En el antejardín, Cassandra dijo desde detrás de la columna:
—Esta niña Petrona no va a durar ni un mes. Mírala, tiene el espíritu de un mosquito.
Parpadeé y vi que era cierto. La niña Petrona retrocedió cuando Mamá abrió la reja.
Mamá siempre tuvo mala suerte con las empleadas. A la última, Julieta, la despidió porque, cuando Mamá en mala hora entró a la cocina, vio que de la boca de la niña colgaba un hilillo de saliva y cuando esta levantó la vista la saliva salpicó adentro de la taza de café de Mamá. Cuando Mamá le pidió una explicación, la niña Julieta dijo: «A lo mejor la Señora está viendo visiones». Un minuto más tarde, Mamá aventaba las pertenencias de Julieta a la calle y jalando a la muchacha por el cuello de la blusa le dijo: «No vuelvas, Julieta, no te molestes en regresar», empujándola hacia fuera y cerrando la puerta de golpe.
Mamá contrataba niñas dependiendo de la urgencia de su situación. Buscaba a jóvenes empleadas de otras casas y les daba nuestro número telefónico en caso de que conocieran a alguien que necesitara trabajo. Mamá conocía historias tristes de familias abatidas por la enfermedad, el embarazo, desplazadas por la guerra, y, aunque solo podíamos ofrecerles cinco mil pesos al día, lo suficiente para unas verduras y arroz en el mercado, muchas chicas se mostraban interesadas en conseguir el trabajo. Yo creo que Mamá contrataba a muchachas que le recordaran a sí misma en su juventud, pero nunca resultaron ser como ella quería.
Una de las muchachas casi se roba a Cassandra cuando era bebé.
Mamá no sabía su nombre; solo que era estéril. Tal como nos lo contó Mamá, la joven era «infértil como la arena de una playa durante una sequía». Mucha de la gente a la que conocíamos había sido secuestrada de forma rutinaria: a manos de la guerrilla, siendo retenida por azar y luego devuelta o desaparecida. La forma en que casi secuestran a Cassandra tuvo un punto divertido en lo que era una historia demasiado común. En el álbum familiar había una fotografía de la chica estéril en cuestión. Veía hacia afuera desde el protector de plástico de la foto. Tenía el cabello encrespado y le faltaba un diente frontal. Mamá decía que aún tenía la foto de esa muchacha en nuestro álbum porque era parte de nuestra historia familiar. Incluso las fotos de Papá como joven comunista estaban ahí para que cualquiera las viera. En ellas Papá vestía pantalones acampanados y gafas oscuras. Salía con los dientes apretados y el puño en alto. Se veía sofisticado, pero Mamá decía que no nos engañáramos, porque en realidad Papá andaba tan perdido como Adán de la Biblia en el Día de la Madre.
El nuestro era un reino de mujeres, con Mamá a la cabeza, tratando continuamente de encontrar una cuarta mujer como nosotras, o como ella, una versión más joven de Mamá, humilde y desesperada por salir de la pobreza, para quien Mamá pudiera corregir las injusticias que ella misma había sufrido.
En la verja, Mamá extendió su mano firmemente hacia la niña Petrona. La niña Petrona era lenta así que Mamá le atenazó la mano entre las suyas y se la movió de arriba hacia abajo con rigidez. El brazo de la niña Petrona onduló en el aire, suelto y libre como una ola. «¿Cómo estás?», dijo Mamá. Petrona apenas asintió y clavó la mirada en el piso. Cassandra tenía razón. Esta niña no duraría un mes. Mamá puso su brazo alrededor de ella y la encaminó hacia el jardín, pero, en lugar de ir por los escalones de piedra hacia la puerta principal, giraron a la izquierda. Juntas caminaron hacia las flores al final del jardín. Se detuvieron frente al árbol más cercano a la verja y entonces Mamá lo señaló y susurró.
Lo llamábamos el borrachero. Papá se refería a él por su nombre científico: Brugmansia arborea alba, pero nadie entendía de qué hablaba. Era un árbol alto de ramas enrolladas, enormes flores blancas y frutos café oscuro. Todo el árbol, incluso las hojas, estaba lleno de veneno. Una de sus mitades se inclinaba sobre nuestro jardín y la otra daba hacia la acera, soltando una esencia enmelada como un perfume caro y seductor.
Mamá tocó una sedosa flor suelta mientras le susurraba a la niña Petrona, quien veía a la flor oscilar en su tallo. Supuse que Mamá la estaba advirtiendo sobre el árbol, como lo había hecho conmigo: no cortes sus flores, no te sientes debajo de su sombra, no te quedes cerca de él mucho tiempo y lo más importante: que los vecinos no se enteren de que le tenemos miedo.
El borrachero ponía nerviosos a nuestros vecinos.
Quién sabe por qué Mamá decidió sembrar ese árbol en el jardín. Quizá lo hiciera por ese rasgo áspero y antipático que tenía, o quizá porque siempre decía que no se puede confiar en nadie.
En el antejardín Mamá levantó del suelo una flor blanca, le dobló el tallo y la aventó por encima de la verja. La niña Petrona siguió el vuelo de la flor y sus ojos se quedaron suspendidos hasta que la vio caer en la acera del vecindario con su sombra de las dos de la tarde. Enseguida la niña Petrona se miró las manos de las que colgaba su maleta.
Luego de plantar el borrachero, Mamá se rio como una bruja y se mordisqueó un lado de su dedo índice.
—¡La sorpresa que se llevarán todos los vecinos entremetidos cuando se paren a espiar!
Mamá dijo que nada les ocurriría a nuestros vecinos, a menos que se expusieran por mucho tiempo al perfume del borrachero, que bajaría hasta ellos y los marearía un poco, les haría sentir que su cabeza se inflaba como un globo, y tras un largo rato los haría querer acostarse en la acera para tomar una siesta. Nada demasiado grave.
Una vez una niña de siete años se comió una flor.
—Supuestamente —dijo Mamá—. ¿Pero saben qué les dije? Les dije que debían vigilar más cerca a su muchachita, ¿no? Eviten que meta su sucia nariz en mi patio.
Durante años los vecinos habían pedido a la Junta Vecinal que cortara el árbol de Mamá. Después de todo, era el árbol cuyas flores y frutos se utilizaban en la burundanga y en la droga para dormir y violar. Al parecer, el árbol tenía la capacidad excepcional de apoderarse de la voluntad de la gente. Cassandra decía que la idea de los zombis venía de la burundanga. La burundanga era una bebida autóctona hecha con las semillas del borrachero. Alguna vez se la habían administrado a los sirvientes y a las esposas de los caciques de las tribus chibchas, con el propósito de enterrarlos vivos junto al cacique muerto. La burundanga volvía torpes y obedientes a los sirvientes y a las esposas, quienes se sentaban a esperar en una esquina de la tumba voluntariamente, mientras la tribu sellaba la salida y los dejaban con comida y agua, que hubiera sido un pecado tocar (ya que su consumo estaba reservado para el cacique en el más allá). Mucha gente la usaba en Bogotá: los delincuentes, las prostitutas, los violadores. La mayoría de las víctimas reportadas como drogadas con burundanga se despertaban sin recordar que habían colaborado en el saqueo de sus apartamentos y de sus cuentas bancarias, que habían abierto sus billeteras y entregado todo, pero eso era justo lo que habían hecho.
No obstante, Mamá se presentó ante la Junta Vecinal con un montón de documentos de investigaciones, con un horticultor y un abogado, y como la fruta del borrachero era algo en que los expertos tenían poco interés, y porque el pequeño monto de investigaciones no acordaba en definir a las semillas como venenosas o ni siquiera como una droga, la Junta decidió que no se cortara.
Hubo muchos intentos de dañar nuestro borrachero. De mes en mes nos despertábamos para ver afuera de nuestras ventanas que las ramas que colgaban hacia la verja y que daban a la acera habían sido cortadas una vez más y dejadas en el pasto alrededor del tronco como brazos descuartizados. A pesar de todo, el borrachero florecía, persistentemente, con sus provocativas flores blancas pendiendo como campanas y su embriagante fragancia dispersada cada tarde en el aire.
Mamá se había convencido de que detrás de los atentados estaba la Soltera. Le decíamos así porque tenía cuarenta años y seguía soltera y aún vivía con su anciana madre. La Soltera vivía a un costado de nuestra casa y siempre la veía en su jardín deambulando en círculos, con los párpados coloreados en un intenso color púrpura y envuelta en un olor de café viejo y de cigarrillo mentolado. Muchas veces pegué mi oreja a la pared contigua a la de la Soltera para saber qué hacía durante el día, pero lo que casi siempre oía eran discusiones y el ruido de la televisión que habían dejado prendida. Mamá decía que la Soltera era el único tipo de mujer con suficiente tiempo libre como para ir a atacar un árbol ajeno. Así que, en represalia, cuando Mamá barría nuestro patio de baldosas rojas, escobaba la basura a los lados de los grandes maceteros de cerámica y los pinos, hacia el patio de la Soltera.
En el fondo del jardín, Cassandra dijo:
—Rápido, Chula, antes de que te vean.
Cassandra arrastró los pies y deslizó las manos en la dirección de las manecillas del reloj alrededor de la columna para seguir escondida mientras Mamá y la niña Petrona se acercaban a los escalones de piedra hacia la puerta de entrada. Yo hice lo mismo, pero mantuve la cabeza de lado para mirar. Mamá tenía su brazo alrededor de la niña Petrona y la niña Petrona veía al suelo.
—Estas son mis hijas —dijo Mamá cuando se acercaron al patio de baldosas rojas.
La niña Petrona hizo una reverencia, juntando sus largas sandalias y abriendo sus rodillas a cada lado, estirando su falda como si fuera una carpa. Era raro ver a una chica seis años mayor que yo hacer una reverencia. Cassandra y yo nos quedamos escondidas tras las columnas, la miramos y no dijimos nada. Ella nos lanzó una mirada, con sus ojos de un color café luminoso, casi amarillo. Luego se aclaró la garganta, con el vestido amarillo hasta los tobillos y su gastada maleta en la mano.
—Son tímidas —dijo Mamá—. Ya se acostumbrarán.
Caminaron juntas hacia el interior de la casa, la voz de Mamá se iba desvaneciendo lentamente, como un tren que va de salida, diciendo: «Por aquí, ven y te muestro tu cuarto».
Cassandra y yo siempre nos sentíamos extrañas cuando una nueva niña llegaba a la casa, así que nos quedamos en la habitación de Mamá y vimos telenovelas mexicanas de cabo a rabo, y después Singin’ in the Rain con subtítulos en el canal en inglés.
La película fue interrumpida dos veces en el lapso de una hora por un avance noticioso. Estábamos acostumbradas, pero aun así nos quejamos. Me estiré la cara con los dedos y bajé la cabeza mientras el locutor comentaba el misterioso montón de acrónimos que parecían estar siempre al alcance de la mano —farc, eln, das, auc, onu inl—. Hablaba sobre las cosas que los acrónimos se hacían entre sí, pero a veces mencionaba un nombre. Un nombre simple. Nombre, apellido. Pablo Escobar. En aquel confuso montón de acrónimos, el simple nombre era como un pez saliendo del agua, algo a lo que yo podía agarrarme y recordar.
Más tarde, nuestra película empezó de nuevo. Volvieron las canciones, los impermeables amarillos, las sonrosadas caras blancas. Estados Unidos parecía un lugar limpio y placentero. La lluvia pulía la calle chapoteada y los policías eran caballerosos y tenían principios. Era impactante verlo. Mamá siempre se deshacía de las multas coqueteando, suplicando, y deslizándoles a los policías billetes de veinte mil pesos. A la policía colombiana se la corrompía fácilmente. Al igual que a los oficiales en las notarías y en la corte, a quienes Mamá siempre pagaba para que se le abriera paso en las filas y que a sus diligencias se les diera un lugar preferencial. Cassandra mantuvo la nariz frente a la televisión y habló como Lina Lamont, la hermosa actriz rubia condenada por su horrible voz nasal. Decía: «Y no pueyo sopoltalo», y nos reímos. Lo dijo una y otra vez hasta que quedamos temblando de risa y caímos rendidas.
Mosquita muerta
En nuestra casa Petrona recibió sus primeras lecciones de cómo lavar, planchar y remendar, tallar los pisos, cocinar, tender las camas, regar las plantas, sacudir el polvo y esponjar las almohadas. No parecía de trece años, aunque Mamá dijo que esos tenía. Su cara era cenicienta y los ojos, de vieja amargada, usaba el cabello corto como el de un muchacho, y se ponía un delantal blanco con bordes de encaje como los de un mantel fino. Siempre andaba con las mejillas ruborizadas y los nudillos enrojecidos.
Se iba todos los días a las seis de la tarde, a pesar de que había un cuarto al fondo de la casa, pasando el patio interior, que era todo suyo. Allí, cuando regresábamos del colegio, Cassandra y yo encontrábamos a Petrona, sentada en la cama y escuchando la radio. La veíamos claramente a través de la ventana abierta de su cuarto. Se sentaba sin moverse con las manos juntas sobre el pecho; por la rendija de debajo de la puerta salían las voces amortiguadas de unos hombres cantando con acompañamiento de guitarras.
Cassandra y yo pegábamos las narices a su ventana. Veíamos a Petrona moverse, pero casi siempre se quedaba sentada muy quieta, como una muñeca andrajosa arrojada contra la pared. Yo me preguntaba lo que pensaría Petrona cuando cerraba los ojos. Me imaginaba que algo duro crecía en su interior y que si la dejábamos sola se convertiría en piedra. A veces estaba segura de que empezaba a ocurrirle porque la luz comenzaba a ponerse grisácea en sus mejillas y su pecho no se movía cuando respiraba. A mí, Petrona me parecía una de esas tersas estatuas de yeso que se exhibían en los jardines privados y en las plazas públicas por todo Bogotá. Mamá decía que eran santos, pero Papá decía que eran gente común y corriente que había hecho algo bueno y extraordinario.
En nuestra casa Petrona andaba envuelta en una nube de silencio, fuera adonde fuera. No hacía ruido al caminar. De forma premeditada levantaba un pie tras otro sobre la alfombra, inaudible como un gato. El único sonido que anunciaba su presencia era el chapoteo del agua jabonosa, que ella cargaba en un balde de color verde brillante hasta el segundo piso, agarrando la colgadera con ambas manos, avanzando a paso de elefante.
Podía escuchar sus jadeos cuando llevaba y traía cosas por la casa. Cargaba charolas con comida, trapeadores, bolsas de ropa, cajas con juguetes, limpiadores, desinfectantes. Cuando oí por primera vez el runrún de sus quejidos, dejé a medias mi tarea sobre la cama y me paré junto a la puerta del cuarto que compartía con Cassandra, la cual se abría a la izquierda en dirección a las escaleras. Cuando la miré, Petrona alzó la vista hacia mí y apenas sonrió. Enseguida, carraspeó y se fue por el pasillo hacia la habitación de Mamá.
Siempre imaginé el silencio en la garganta de Petrona como pelajes colgando de sus cuerdas vocales, y cuando carraspeaba, me imaginaba que los pelajes se sacudían un poco, luego se asentaban, suaves como la pelusa de una fruta.
El silencio de Petrona ponía nerviosa a Mamá.
Mamá invertía toda su energía en hacer hablar a Petrona y compartía muchas historias acerca de nuestra familia en el noreste, de su infancia, de su abuela indígena, de todas las veces que se le apareció un fantasma, pero Petrona nunca contaba historias suyas, solo recalcaba las de Mamá con un «Sí, Señora Alma», «No, Señora Alma», y movía la cabeza cuando quería expresar sorpresa o incredulidad.
A Cassandra y a mí nos intrigaba el silencio de Petrona. Andábamos cerca para ver si por fin había dicho algo. Llegamos a la conclusión de que era como un gato callejero cuando un extraño le ofrecía un plato de leche. Convertimos en un tema de investigación contar las sílabas que Petrona utilizaba al hablar. Presionábamos las yemas de los dedos contra los pulgares y pronunciábamos sus sílabas en nuestra cabeza. Las contábamos obsesivamente y poco a poco nos dábamos cuenta de que nunca utilizaba más de dieciséis sílabas. Nos dio por pensar que quizá Petrona era poeta o quizá estaba embrujada.
No le dije a Cassandra que bajo cierta luz Petrona me parecía una estatua, que cuando estaba quieta y callada los pliegues de su delantal parecían transformarse en los drapeados de piedra de los santos en la iglesia. Yo sabía que a Cassandra mi idea le parecería ridícula y se reiría de mí toda la vida. En privado, yo inventaba nombres de santos para Petrona. Petrona, Nuestra Señora de las Invasiones. Petrona, Santa de Nuestra Niñez Secreta.
De noche, cuando Petrona no estaba, buscábamos alguna pista de ella en su cuarto. Había revistas de modas apiladas cerca de la cama y un labial rojo en posición vertical en el alféizar. Su cuarto olía a jabón para lavar ropa. En la pared blanca del baño había dibujado, con tinta negra, corazoncitos a un lado del dispensador del papel sanitario. Los corazones negros flotaban en un diseño humoso hasta desaparecer tras la pintura de una colmena, que Mamá había colgado antes de que Petrona llegara. Yo creía que los corazones negros eran la prueba de que Petrona era poeta, pero Cassandra decía que las revistas y el lápiz labial no eran el tipo de cosas que una poeta guardaría. Ninguno de los objetos parecía pertenecer tampoco a una santa.
En casa, Mamá vigilaba a Petrona de cerca. Sus ojos la rondaban como dos brillantes lunas, profundas con mirada de muerte. Cassandra y yo nos sentábamos en el suelo con los libros de la tarea sobre una mesa de centro. De vez en cuando apartábamos la mirada de ellos y por encima del sofá de la sala veíamos a Mamá fumar sus cigarrillos en la mesa del comedor, siguiendo a Petrona con la mirada.
Aquello significaba que andaba buscando pruebas incriminatorias. Sucedió igual que cuando Papá regresó de vacaciones y ella creyó que la engañaba. «Su cosa olía a pescado, no es normal», decía mientras Cassandra y yo la mirábamos impactadas. Cuando Papá desayunaba, leía el periódico, jugaba al solitario, Mamá lo seguía con la mirada y decía por lo bajito «sucio», hasta que un día dejó de hacerlo por completo, y me pregunté cómo había hecho Papá para convencer a Mamá de que lo dejara en paz.
En la sala, yo trataba de mantener la vista en mi libro de matemáticas, pero al mirar los números no podía comprenderlos, y al verlos solo recordaba los ojos de Mamá, los sentía, oscurecidos con aire a muerte, rondando a Petrona. Petrona también los sentía y por eso tropezaba con las cosas y derribaba los hermosos jarrones con el mango de su plumero.
Mamá se acariciaba el pico de viuda. Daba una calada a su cigarrillo y decía:
—Petrona, ¿cómo está tu madre?
El humo blanco de su cigarrillo se elevaba en una espiral sinuosa hacia el techo, donde se expandía en círculos. Un poco del humo seguía saliendo de la boca de Mamá. Petrona volvía la vista hacia ella. Se la veía pasmada, luego aliviada.
—Bien, Señora, gracias —decía, les imprimía un mayor volumen a las s en sus palabras, enterrando todo bajo su silbido. Se escabullía hacia la puerta de vaivén y respiraba profundamente antes de meterse en la cocina.
Si las cartas del tarot habían dicho que Petrona era como El Loco al revés y Mamá no confiaba en ella, yo no entendía por qué Mamá no la echaba. En cambio, Petrona se volvió la niña cuyo nombre burbujeaba por debajo de nuestras horas.
Viendo mi libro de matemáticas en la sala, pensaba en que probablemente las cualidades de santa de Petrona eran lo que calmaba la desconfianza de Mamá.
Mamá apagaba su cigarrillo.
—Dios sabrá cómo sobrevive en las invasiones.
—Chist, Mamá. —Cassandra volteaba a ver la quieta puerta de vaivén—. Te va a oír.
Mamá manoteaba el aire.
—Uf. ¿Ella? Ella no es nada más que una mosquita muerta.
Como había crecido en una invasión, Mamá se enorgullecía de ser abiertamente combativa, de modo que la gente que aparentaba ser débil le repugnaba. Por eso es que llamaba mosquita muerta a cualquier persona que no fuera violenta, alguien cuya estrategia de vida era hacerse la muerta y actuar como cadáver insignificante. Entre las mosquitas muertas estaban nuestros profesores, nuestros vecinos, los locutores de televisión y el presidente.
Mamá le gritaba al televisor: «¡Virgilio Barco piensa que engaña a este país con su cara de mosquita muerta, pero yo sé que no es más que una serpiente! ¿A quién cree que está engañando? ¿Que no tiene nexos con Pablo Escobar? Esta que ven aquí no nació ayer».
Cuando Papá estaba en casa, también le gritaba al televisor, pero él decía: «¿Somos ratones o somos hombres, no me joda?».
Yo quería gritarle al televisor como Mamá y Papá, pero tenía que aprender a hacerlo correctamente. Deducía que ser un ratón era mejor que ser una mosquita muerta, y que ser una serpiente era mejor que ser hombre, porque a las moscas que se hacían pasar por muertas podrían aplastarlas, los ratones eran asustadizos, y a los hombres se les perseguía; pero todo el mundo evitaba siempre a las víboras.
Mamá había intensificado sus gritos frente al televisor a causa de un hombre llamado Luis Carlos Galán. Galán se había postulado para presidente y Mamá era una fanática empedernida. Dijo que al fin había llegado el futuro de Colombia y que lo había hecho con el más hermoso paquete posible. «¿Sí o no, princesas?» Estábamos viendo los debates presidenciales en la habitación de Mamá.
Petrona se sentó en el suelo. No parecía tener una opinión, lo cual estaba bien porque yo tampoco la tenía. Le dije a Mamá que Galán no parecía ser diferente de cualquier otro hombre que aparecía en la televisión y Mamá hizo como que escupía en el aire, diciendo: «¿Ves? Esto es lo que pienso de lo que acabas de decir». Con su dedo pulgar presionó un botón del control remoto hasta que la voz de Galán retumbó en la habitación, luego alzó la suya más que el volumen de la televisión, preguntando si yo estaba ciega, si no podía ver cómo todos los políticos eran estatuas de sal comparados con Galán.
Mamá estaba haciendo una referencia a la Biblia, hasta donde pude entender. Cassandra y yo asistíamos a un pequeño colegio católico que un sacerdote visitaba una vez al año y nos contaba historias elementales, pero nuestro conocimiento de la Biblia era superficial cuando mucho. Yo sabía que hubo una mujer que huyó de su pueblo en llamas y que al volver la vista atrás Dios la había pulverizado convirtiéndola en una montañita de sal, pero no sabía por qué había sido castigada, y no entendí esa historia que tenía que ver con los políticos. De todos modos, no importaba. Mamá siempre salía con sus metáforas raras. Una vez dijo: «La confianza es agua en un vaso; si la derramas, se va para siempre», como si no supiera que había trapeadores o que existía el ciclo de la lluvia y la evaporación. Me gustaba más lo que decía Papá: que todos los presidentes de Colombia estaban salados, ninguno tenía suerte. Volteé a ver a Petrona y le sonreí, pero ella no me devolvió la sonrisa. Hice círculos con mi dedo índice en la sien y le apunté a Mamá. Petrona apretó los labios y desvió la mirada haciendo una mueca.
Papá se interesaba en la guerra como Mamá se interesaba en Galán. Cuando estaba en casa, Papá recortaba artículos acerca del conflicto armado, subía el volumen de la televisión cuando aparecían las noticias, y luego corría al teléfono para chismosear con sus amigos. «¿Ya supiste lo último?» Hablaba del escándalo político más reciente, y luego se explayaba en relatos de los años ochenta, que era su década favorita de la historia de Colombia.
Así fue como yo empecé a interesarme en la política. Algún día, yo quería ser como Papá. Papá era como una enciclopedia andante. Presumía de que podía nombrar al menos una tercera parte de los 128 grupos militares en Colombia: «Los Tiznados, Águila Negra, Antimás, Alfa 83, Los Grillos, Prolimpieza del Valle de Magdalena, Menudo, Rambo…». Decía también saber de los grupos que formaban parte de los escuadrones de la muerte, los narcoparamilitares («Muerte a Revolucionarios, Muerte a Secuestradores»), de las guerrillas habituales («farc, eln»), pero su especialidad eran los paramilitares. Hice un gran esfuerzo para ser como Papá, pero no importaba cuánto empeño le pusiera, no lograba entender el más simple de los conceptos. ¿Cuál era la diferencia entre los guerrilleros y los paramilitares? ¿Qué era un comunista? ¿Por qué luchaba cada grupo?
Mamá no se avergonzó al admitir que no sabía nada de política.
—Véanme —gritó, parpadeando—, estoy aprendiendo. ¿Han visto cómo le queda a Galán su camisetita roja? Aprenderé todos los temas que quieran. —Cassandra movió la cabeza, luego Mamá dijo—: Galán es todo un espécimen, ¿no? —Cassandra le pidió que se callara porque no la dejaba oír el discurso de Galán, pero Mamá la ignoró y le suplicó al televisor—: Enséñame a interesarme, Galán, querido.
Galán se movía con brío en la pantalla, gritando a través de un manojo de micrófonos: «¡El único enemigo que reconozco es el que recurre al terror y a la violencia para callar, intimidar y asesinar a los protagonistas más importantes de nuestra historia!».
Mamá se reacomodó en su asiento.
—¿No les parece divino cuando dice nuestra historia?
Cassandra puso los ojos en blanco.
Las ventanas de la habitación de Mamá estaban cubiertas por completo con pósters rojos y a medio tono de Galán. El aire mismo de su cuarto se teñía de rojo con la luz que salía de las caras de Galán en hilera: Galán mirando al cielo y paralizado a medio grito, su cabello hecho una tempestad. Petrona doblaba servilletas en triángulos. Su ceja derecha pareció flotar y se le hizo una arruga en la frente.
Llegué a la conclusión de que los debates presidenciales eran tediosos.
Me deslicé por debajo de un póster y apoyé la frente contra la ventana. Miré hacia abajo a la acera vacía y me puse a espiar a los vecinos. A la derecha, la Soltera sostenía una manguera por encima de sus flores marchitas. A la izquierda, unos niñitos vaciaban unos baldes con tierra sobre el suelo. Un viejo cruzaba la calle. Cuando me vio, se apoyó en su bastón y se detuvo. Hasta ahora pienso en lo simbólico que pudo haber sido ver a una niña de siete años asomándose hacia afuera desde debajo de una de las caras de Galán, gigantesca y exaltada, anunciando un futuro inalcanzable.
Más tarde, a solas en nuestra habitación, le conté a Cassandra lo de la ceja levantada de Petrona durante el discurso de Galán. Cassandra dijo que era una prueba insignificante, pero probablemente apuntaba al hecho de que Petrona era apolítica. Así se le llamaba a la gente a la que no le caía bien Galán: eso fue lo que aprendimos del tutor de Cassandra, el profesor Tomás, que decía que si a uno no le simpatizaba Galán era porque era apolítico o estaba en coma. Cuando le contamos a Mamá, ella no puso en duda la teoría de Cassandra y nos explicó que Petrona era apolítica por sus antecedentes. Mamá bajó la voz y nos dijo que la niña que había recomendado a Petrona había dicho que Petrona era el sostén principal en su casa. «Imagínense, una niña de trece años el sostén de una casa.» Mamá nos dijo que, cuando se tenía ese tipo de responsabilidad, era difícil estar interesada en cosas abstractas como la política.
Cassandra asintió. Yo no supe si estar de acuerdo o no. Lo que yo sabía era que sentía lástima por Petrona, así que le dije a Cassandra que estaba entre nuestros intereses en común llevarse bien con Petrona, pues ella no solo controlaba los dulces, también tenía el poder de encubrirnos si hacíamos algo malo, y podía escupir en nuestras bebidas y en nuestra comida sin que lo supiéramos. Así que, cuando Cassandra y yo fuimos a jugar al parque, llevamos a Petrona. Creímos que jugaría con nosotras, pero se sentó sola en los columpios, sin decir palabra. Cuando la invitamos a construir una montaña de arena, dijo que estaba reposando los pies, y, cuando nos cansamos y nos acercamos a ella para conversar, nuestros esfuerzos fracasaron.
—¿Cuál es tu color favorito? —dijo Cassandra.
—El azul.
El silencio después de su única palabra fue ensordecedor.
—El mío es el morado —dije yo—. ¿Cuál es tu programa de televisión favorito?
Este era el procedimiento universal para hacer amigos, pero Petrona se ruborizó, y se le llenaron los ojos de lágrimas, después se volvió fría como si estuviera enojada. Yo no sabía qué hacer, así que me fui corriendo a subirme a un árbol y Cassandra me siguió. De lejos, muy alto entre las ramas, observamos a Petrona. Petrona se restregaba la nariz con la manga de su suéter. Estornudó. Cassandra dijo:
—Quizá Petrona no tiene un televisor.
Me encogí de hombros.
Sabíamos lo que era sentirse diferente. Había niños que no jugaban con nosotras porque sus padres se lo tenían prohibido. Corría el rumor de que Mamá «se había vendido». Una madre de familia dijo: «Las mujeres pobres no salen de la pobreza únicamente con su inteligencia», y cuando fuimos a contarle a Mamá se enojó tanto que llegó corriendo al parque gritando a todo pulmón que no había tenido oportunidad de vender nada, porque lo suyo estaba hecho de oro y los hombres caían a sus pies automáticamente, antes de que a ella se le pudiera ocurrir levantar un dedo para cobrarles.
Cassandra sabía lo que significaba venderse, pero no me quería decir, y la tensión en su cara me hizo desistir de seguir preguntando. Por eso es que Cassandra y yo jugábamos solas. Nos perseguíamos la una a la otra en los columpios, jugábamos a los encantados, hacíamos castillos de arena en la arenera, y los pisoteábamos. Ignorábamos a los niños que saltaban tomados de la mano y se sentaban en círculo cerrado, haciendo como si Cassandra y yo no estuviéramos presentes.
En Boyacá, teníamos un lote con verduras y algunas vacas. Mis hermanos mayores mataban conejos y yo los asaba. Mami nos mandaba a la escuela lejos de los problemas, mantenía la finca en orden y la mesa llena de verduras recién cosechadas.
En los Cerros, en Bogotá, no teníamos lote ni había animales que cazar. Comprábamos la comida en el mercado. Yo hacía un fogón pequeño adentro de la casa. Mantenía a Mami cómoda en la única silla de plástico que teníamos y, cuando la comida estaba lista, hervía hojas de eucalipto para ayudarla con su asma. Pero yo no servía para cuidar niños. Los más chiquitos se raspaban las rodillas estando bajo mi cuidado. Se descalabraban tirándose piedras. Tenían los ojos moreteados. Mami quería saber en qué andaba yo si los niños se desperdigaban cuando yo los cuidaba. Yo trataba de que estuvieran limpios. Colocaba una palangana con agua en un rincón y un trapo para pasarlo por sus mejillas, pero se me olvidaba mirarlos, a los pequeños, cuando volvían.
El día en que sangré y manché nuestro colchón, Mami dijo: Ya eres mujer. Cásate o ponte a trabajar. Yo no tenía pretendientes. En los Cerros sabía que las mujeres trabajaban limpiando casas. Mami decía que ya sabía limpiar y niñar, lo hacía desde que tenía cinco años, y que hacer la limpieza para una familia rica sería fácil. Me paraba en el camino principal de los Cerros a esperar a que las mujeres volvieran de sus empleos. Todas se veían acabadas y cansadas, a excepción de una. Gabriela era unos años mayor que yo, quizá tendría dieciocho. Era fuerte, cargaba grandes bolsas del mercado. Me le puse enfrente. Le pregunté si sabía de algún trabajo para una muchacha como yo. Me vio de la cabeza a los pies. Una muchacha como tú… Cuando sus ojos se detuvieron en los míos, pareció como si hubiera tomado una decisión. Dijo que iría a visitarme, y me preguntó si vivía en la casita sostenida por el poste de electricidad.
Cuando Gabriela fue a visitarme, quise demostrarle que yo era competente, así que le ofrecí una gaseosa. Cuando entraron mis hermanitos, armé un alboroto por lo impresentables que estaban. Hice como si fuera mi costumbre arrastrarlos hasta la palangana con agua cuando llegaban. Les limpié los cachetes. Gabriela volteó a ver a Mami, Petrona me dice que usted sufre de asma. Yo no se lo había dicho, pero en los Cerros todo se sabía. Vivíamos tan cerca. Mandé a mis hermanitos a otra parte y nos sentamos en una piedra. Gabriela dijo que sabía de una familia en el barrio donde ella trabajaba que necesitaba ayuda. Todo lo que Petrona tendría que hacer es cocinar y tender las camas. Mami me dio su bendición, y en pocos días me preparé con mis mejores ropas para conocer a la señora. Gabriela me llevó en bus. Trata de no sorprenderte, me dijo, estas personas viven en una casa grande de ciudad. La última vez que yo había estado en la ciudad fue cuando llegamos mi familia y yo y tuvimos que pedir limosna en los semáforos. Gabriela dijo: la mujer se llama Alma, pero para ti será la Señora Alma. Me jaló de la manga. ¿Me estás poniendo atención? Gabriela traía su cabello arreglado con un moño en la punta de la cabeza. Tenía las mejillas redondas y llenas de pecas. La miré a los ojos. Siguió diciendo: no te preocupes, ya le conté todo de ti. Solo di que eres buena cuidando la casa pues ya lo haces con tu familia. Te contratarán de inmediato.
Me puse muy nerviosa. El barrio de los Santiago era limpio, y todo estaba planificado, incluso los árboles. Hasta los hacían crecer en fila.
Mami dijo que tendría que entrenar a Aurorita para que pudiera hacer las tareas del hogar. Los niños eran mayores, pero Mami quería que se concentraran en la escuela. Decía que con que uno de ellos se hiciera médico o sacerdote, conseguiríamos nuestro pase de salida de la invasión. Todas las madres de la invasión decían lo mismo, pero yo no había visto que le funcionara a alguien.
Enseñé a Aurorita a cuidar de sus hermanos. También a tenerles limpia toda la ropa y a lavarla en una tina de plástico. Le enseñé a cortar con cuchillos las verduras y a preparar papaya verde para cuando sus hermanos tuvieran lombrices. Así es como agarras la papaya para sacarle las semillas, le dije, agarrando la papaya por en medio, colocando la cuchara para remover la pulpa a la fruta. Aurora me arrebató la cuchara y la hundió en la papaya.
A veces mi mente divagaba por lugares que yo quería olvidar. Como el aspecto de nuestra casa en Boyacá después de que le prendieran fuego los paramilitares. Todas las paredes de la casa se desplomaron.
Ahora pica, decía yo. Aurorita presionaba sus nudillos contra la tabla de picar como le había enseñado. Balanceaba el cuchillo sobre las semillas negras y resbalosas. Las partía en pedacitos cada vez más pequeños. Cuando terminó, recogí las semillas en una servilleta, limpié el cuchillo en mis pantalones y lo devolví al vaso de plástico donde teníamos nuestros cubiertos.
Lo único que quedó en pie de nuestra casa fue la escalera.
Hasta la madera de la barandilla se puso negra.
El lugar del Purgatorio
Fue después del apagón mensual en la ciudad que el misterio de Petrona empezó a develarse. En nuestro vecindario los apagones eran como un carnaval. Cassandra y yo sacamos nuestras linternas de los cajones de las medias, llenamos bombas con agua y corrimos aullando por las calles. Alumbramos con nuestras linternas los árboles, las casas, a los demás, el cielo. Encontramos a niños sin linternas y les tiramos bombas y salimos corriendo. Nos escondimos de nuestras víctimas desprevenidas entre los adultos, que se congregaban en las aceras quejándose y bailando. Nos agachamos detrás de unos hombres que jugaban damas. Había farolas improvisadas en el suelo con bolsas de papel de estraza llenas con tierra hasta la mitad y una vela encendida enterrada en cada una. Luego, canalizamos nuestra atención al oscuro parque para escuchar algún sonido que nos ayudara a localizar a los niños sin linternas. De repente, una mujer me puso la mano en el hombro y nos informó a Cassandra y a mí de que fumar era de mal gusto y nos advirtió que no nos volviéramos como «aquellos jóvenes perdidos».
Tenía puesta una mano sobre un cochecito de bebé y apuntaba con su linterna a un grupo de adolescentes acurrucados en el parque que sostenían en sus bocas cigarrillos encendidos. Llevaban jeans y botas. Estuve a punto de decirle a la mujer que no se preocupara; que nosotras no seríamos así, cuando justo atrás de ellos, sentada en los columpios, delante de los adolescentes, vi a Petrona. Estaba agarrada a las cuerdas del columpio y se inclinaba hacia delante con un cigarrillo entre los labios, agachaba la cabeza hacia la mano ahuecada de una chica, donde resplandecía una llama anaranjada.
—¿Es…?
—Ah, ya entiendo —dijo Cassandra—. Petrona es adolescente.
—Ay, Dios mío —bufé—. Tienes toda la razón. —Asentí con la cabeza—. ¿Cómo es que no nos dimos cuenta?
—Ven, Chula, acerquémonos.
Cassandra me jaló hacia ella, avanzamos de puntitas, y la madre nos gritó:
—¿Qué les he dicho? ¡No se acerquen! ¡Van a caer en el pecado!
Caminamos sin hacer ruido en la oscuridad del parque, dejando que las puntas rojas de los cigarrillos nos guiaran. El cielo era de un azul grisáceo oscuro. Las puntas de los cigarrillos parecían brasas voladoras. De pronto, nos vimos sumergidas en un alboroto de niños que corrían en círculos alrededor de nosotras, apretando sus linternas y gritando gustosos. Prendí mi linterna y entonces descubrí la misma cara dos veces.
Cassandra y yo nos sorprendimos tanto que olvidamos adónde íbamos. Giramos nuestras linternas hacia sus caras. Asombrándonos de sus narices idénticas, y de que entrecerraban igual los ojos. Se llamaban Isa y Lala y tenían el poder de leerse la mente la una a la otra, pues de bebés habían compartido la placenta. Traían también sus linternas y, mientras hablábamos, todas las dirigimos al suelo. Las luces alumbraron un par de zapatos negros, un par de zapatos Converse. Los niños y su algarabía resonaban estruendosamente alrededor de nosotras, pero escuché a Isa decir claramente:
—Es como si supiera lo que Lala está pensando incluso antes de que lo piense.
—Pero solo podemos hacerlo al mirarnos a los ojos —dijo Lala. No había luna y, aunque yo sabía de dónde surgían sus voces, no podía ver sus siluetas. Isa bajó la voz. Dijo que en el próximo apagón ella y su hermana irrumpirían en algunas casas para poner a prueba sus poderes—. Estamos haciendo una carrera como la de Houdini, ¿el mago? —dijo Lala.
—A excepción de que —remarcó Isa—, en lugar de salir de una caja, vamos a colarnos en una casa y saldremos sin un rasguño y sin ser vistas. Se llama Escapología.
—Y, aunque nos vieran, estará oscuro y nadie nos podrá identificar —aclaró Lala.
Cassandra dijo que entrar en una casa era un delito, pero yo argumenté que solo lo era si te llevabas algo. Isa dijo que yo tenía razón y Lala agregó que su intención era solo mirar.
—En fin —dijo Isa.
Prosiguió Lala:
—Nuestro plan en caso de que alguien nos descubra es prender nuestras linternas frente a sus ojos y cegarlos con la luz.
Cassandra señaló que, mientras estuviera lo suficientemente oscuro como para que nadie pudiera verlas, Isa y Lala tampoco podrían mirarse a los ojos, así que no habría manera de que pudieran usar sus poderes telepáticos. Giré mis pies en el silencio largo e incómodo y luego volvió con un gran destello toda la electricidad.
Tuve que cerrar los ojos, pues todo estaba muy brillante. El pasto se veía azul. Las banquetas, blancas. Los adolescentes se tambalearon, una chica buscaba el hombro de alguien. Una mujer pestañeó y apretó la boca. Entonces vi a Petrona de pie a la distancia, no tambaleándose como todos, sino con la vista fija en nosotras. Parpadeé con rapidez, tratando de ver. Estaba quieta con su abrigo de lana, que le llegaba debajo de las rodillas. Traía las piernas descubiertas. Se veía pequeña, pero su quietud entre tanta confusión la hacía verse afilada como una espada. Me pregunté si solo me la estaba imaginando.
Lala me agarró de un brazo.
—¿Ven a esa niña parada ahí?
Cassandra parpadeó y se restregó la cara.
—Almas Benditas del Purgatorio, sálvennos —dijo Isa—. Es un fantasma.
Cassandra se rio a carcajadas cuando vio quién era.
—¡Es la niña de nuestra casa! Y tú creíste que era un fantasma.
Isa se abrazó a su hermana.
—No es cierto.
Cassandra me jaló de la mano.
—Vámonos, Chula. Seguro quiere que la sigamos.
—Con cuidado —gritó Lala—. Podría ser un fantasma. —Y, justo cuando Cassandra y yo comenzamos a caminar hacia Petrona, ella se dio la vuelta rumbo a nuestra casa. Cassandra y yo nos miramos, después vimos a Petrona caminando por delante.
—¡Petrona, espéranos! —le gritó Cassandra, pero Petrona ni redujo el paso ni se volteó.
—Es superrara —musité, acoplando mi brazo al de Cassandra—. ¿Con quién crees que estaba fumando?
—Tiene una amiga —dijo Cassandra.
Avanzamos el resto del camino en silencio, viendo a Petrona que arrastraba los pies entre los charcos de luz de las farolas.
Al día siguiente Isa dijo que, si queríamos descartar la posibilidad de que Petrona fuera un fantasma, teníamos que consultar a las Almas Benditas del Purgatorio. Isa agarró una galleta salada y se la metió entera a la boca y Lala asintió con gran reverencia. Estábamos sentadas en la habitación de Isa y Lala. Era fin de semana y desde el día anterior Cassandra y yo habíamos pasado todo nuestro tiempo con ellas, pero no las habíamos invitado a casa por si acaso su mamá se diera cuenta de quién era nuestra madre y les prohibiera ser nuestras amigas. Agarré una galleta y la mordisqueé por las orillas. Lala nos preguntó si sabíamos quiénes eran las Almas Benditas del Purgatorio y entonces Isa explicó que eran personas que habían pecado un poco, pero no lo suficiente como para irse al infierno. Se encontraban varadas en la tierra y tenían que arrastrar cadenas pesadas, pero si alguien rezaba por ellas (especialmente un niño) sus cadenas se volvían más ligeras. Era por eso que las Almas Benditas del Purgatorio ansiaban cumplir cualquier petición que se les hiciera. Isa dijo que nosotras debíamos negociar las condiciones para que nos dijeran qué o quién era Petrona, pero probablemente nos costaría cinco padrenuestros, diez a lo mucho. El único problema era que teníamos que encontrarlas.
Isa dijo que sabía de un lugar en el vecindario donde se podía ver a las Almas Benditas del Purgatorio abriéndose camino desde el Quién sabe dónde hasta el Solo Dios sabe. Isa dijo que las Almas Benditas tenían la piel transparente y que uno solo podía verlas por un momento, lo cual significaba que, mientras te quedabas allí observando, podías ver un Alma Bendita aparecerse en un paso y desaparecer al siguiente.
Caminamos por cada calle de nuestro vecindario buscando el lugar del Purgatorio. Las calles se alineaban en casas blancas idénticas y algunas se conectaban entre sí como un laberinto, mientras que otras conducían al parque, y otras más terminaban en puestos de vigilancia o portones. Los puestos de vigilancia eran de madera. Se encontraban a la mitad de la calle y tenían brazos mecánicos automáticos a los lados. Los brazos se abrían y cerraban como poderosas mandíbulas de cocodrilos. Eran largos y de acero, y rayados como bastoncillos de dulce. Nuestro vecindario estaba patrullado las veinticuatro horas por guardias uniformados que se sentaban adentro de los puestos de vigilancia de madera, con dos pistolas colgadas de sus cinturones. Cada vez que fuimos a la pequeña ventana, oímos boleros o música salsa, y vimos a los guardias dando vueltas con sus dos radios. «Alerta roja», oímos que dijo un guardia, y en un principio yo me emocioné porque quizá había un asesinato en curso, pero luego vi que el guardia miraba fijamente a una mujer de falda roja que salió a regar las plantas de su jardín.
Los guardias con quienes hablamos no sabían del lugar del Purgatorio. Me sorprendió que no se rieran de nosotras. Cassandra dijo que era porque Mamá los conocía a todos por su nombre y les había dado canastas de comida en Navidad y Año Nuevo, y que hubieran sido unos tontos si se hubieran burlado de nosotras.
El único guardia que a todas nos caía bien era Elisario, el del turno vespertino en nuestra calle. Elisario llevaba paletas en los bolsillos y nos contaba historias de balaceras en el vecindario.
Un lunes después de clases, le preguntamos a Elisario sobre el lugar del Purgatorio y nos respondió que debíamos olvidarnos de todo eso porque si dábamos con él las Almas Benditas nos perseguirían. Luego, para distraernos, Elisario nos dio caramelos amargos y nos contó chistes. Miró hacia sus dos costados antes de levantarse la chaqueta café de su uniforme. Sostuvo el lado de la chaqueta abrochada a la altura de las costillas para que pudiéramos ver. Allí, cerca de su peludo ombligo, tenía una abultada cicatriz rosada con una cresta pálida. El año anterior le habían dado un tiro mientras defendía la casa de un vecino de los ladrones. Podía hacer que la cicatriz hiciera malabarismos al inflar el estómago. Elisario dijo que había robos todo el tiempo. Tenía la cara demacrada y una verruga encima del labio.
Estábamos a punto de rendirnos en nuestra búsqueda del lugar del Purgatorio cuando llegamos a una casona. Yo creía que todas las casas de nuestro vecindario eran iguales, pero esta era como el equivalente de cuatro casas de tamaño normal. Nos paramos frente a ella, evaluándola, hasta que Cassandra dijo: «Esa es una mansión», y entonces la vimos bajo la luz de esta nueva definición.
La mansión tenía cuatro pisos y una torre puntiaguda a un costado. Era la única mansión que yo había visto fuera de las que aparecían por televisión. Se hallaba en el cruce de tres calles, rodeada por un jardín muy grande con pasto crecido. Había pinos viejos, lechos de rosas, y todo estaba muy silencioso y quieto.
A Isa le sorprendió que no la hubiéramos visto antes. Dijo que nadie estaba seguro de cuántas personas vivían ahí, pero la mamá de Isa y de Lala había visto una vez a una mujer. Era una mujer a la que nadie había escuchado hablar porque, la mamá de Isa y de Lala pensaba, era una nazi con acento alemán.
—¿Qué es una nazi? —pregunté.
—Las mismas personas que quemaban brujas en la hoguera, ¿cómo es que no sabes? —dijo Lala.
—Eso no es todo —dijo Isa y nos contó que su papá había dicho que podía asegurar, por buenas fuentes, que la mujer que vivía en la mansión no era nazi, sino una bailarina exótica que, tras burlar a un capo de la droga e irse con su dinero, se hacía pasar por una alemana que ocultaba sus raíces nazis.
—De todos modos, la mujer es una oligarca —dijo Isa.
Cassandra dijo que ser una oligarca significaba tener sangre azul.
—¿De qué color es nuestra sangre? —pregunté, pero nadie respondió.