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1881. Los cuatro hermanos Mackenzie son ricos, poderosos, peligrosos, excéntricos y… escoceses. Los escándalos y rumores que les envuelven, las habladurías sobre sus amantes y sus oscuros apetitos, tienen alborotado a todo el país. Cualquier dama sabe que si es vista con uno ellos perderá la reputación de inmediato. El menor, lord Ian, es conocido como el Loco Mackenzie porque ha pasado gran parte de su vida recluido por su tiránico padre en un sanatorio mental. Sin embargo, eso no impide que sea un hombre fuerte y atractivo con una gran inclinación por las tazas de porcelana de la dinastía Ming y las mujeres hermosas. Beth Ackerley es una joven viuda que acaba de heredar una gran fortuna tras una infancia desafortunada y un breve, pero feliz, matrimonio. Ahora, Beth ha decidido que no quiere más sobresaltos; sólo desea vivir en paz, viajar, ayudar a los desfavorecidos y recordar con cariño a su fallecido esposo. Pero entonces, lord Ian Mackenzie irrumpe como un vendaval en su vida y decide que tiene que ser suya…
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Jennifer Ashley
La locura de lord Ian Mackenzie
Título original: The Madness of Lord Ian Mackenzie
Primera edición: julio de 2015
Copyright © 2009 by Jennifer Ashley
© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2011
© de esta edición: 2015, Ediciones Pàmies, S.L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
ISBN: 978-84-16331-34-5
BIC: FR
Ilustración de cubierta: Franco Accornero
Me gustaría dar las gracias a mi editora, Leah, por apoyarme de manera incondicional a lo largo de todo este proyecto. Quiero mostrar también mi gratitud a mi más dura crítica, que leyó el borrador y me ayudó a dar forma al libro. Y a mi marido, que me aguantó durante todo el proceso de revisión y fue mi incansable consejero.
Londres, 1881
—Encuentro un enorme parecido entre las tazas de la dinastía Ming y los pechos femeninos —dijo sir Lyndon Mather a Ian Mackenzie, que sostenía la taza en cuestión entre los dedos—. Estas curvas generosas, la cremosa palidez… ¿No está de acuerdo conmigo?
Ian no creía que ninguna mujer se sintiera halagada al ser comparada con una taza, así que ni siquiera se molestó en asentir con la cabeza.
La delicada porcelana pertenecía al primer período de la dinastía Ming y era tan fina que casi se percibía la luz a través de ella. En el exterior de la taza se perseguían tres dragones de color verde grisáceo y cuatro crisantemos parecían flotar en el fondo.
El pequeño recipiente sólo podría albergar un pecho minúsculo, pero eso era todo lo lejos que Ian estaba dispuesto a llegar.
—Mil guineas —ofreció.
La sonrisa de Mather palideció.
—Por favor, milord, pensaba que éramos amigos.
Ian se preguntó de dónde habría sacado Mather esa idea.
—La taza vale mil guineas.
Pasó el dedo por el borde algo mellado, desgastado por siglos de uso. Mather parecía desconcertado, los ojos azules brillaron con intensidad en aquel rostro bien parecido.
—Pagué mil quinientas por ella. Explíqueme qué pretende.
No había nada que explicar. Ian había percibido cada arañazo y desperfecto en menos de diez segundos y su calculadora mente había echado cuentas en consonancia. Si Mather no conocía el valor de lo que adquiría, que no se dedicara a coleccionar porcelana. En la vitrina de cristal de Mather había al menos cinco tazas falsas e Ian estaba seguro de que el hombre no tenía ni idea de ello.
Ian introdujo la nariz en el interior de la taza y aspiró el limpio aroma que había sobrevivido al pesado humo de los cigarros en casa de Mather. La taza era auténtica, hermosa y él quería poseerla.
—Ofrézcame al menos lo que pagué por ella —suplicó Mather con una nota de pánico en la voz—. El vendedor me dijo que la adquiría por un buen precio.
—Mil guineas —repitió Ian.
—¡Maldita sea, hombre! Estoy a punto de casarme.
Ian recordó el anuncio en el Times. Lo recordaba literalmente, porque todo lo recordaba literalmente: «Sir Lyndon Mather de St. Aubrey, Suffolk, anuncia su compromiso matrimonial con la viuda del señor Thomas Ackerley. La boda se celebrará el día veintisiete de junio del presente año en St. Aubrey, a las diez de la mañana.»
—Felicidades —dijo Ian.
—Con lo que obtenga por la venta de la taza me gustaría comprarle un regalo a mi novia.
Ian no apartó la vista de la porcelana.
—¿Por qué no le regala la taza?
La vigorosa carcajada de Mather resonó en la estancia.
—Mi querido amigo, las mujeres no entienden de porcelana. Ella preferirá un carruaje y unos hermosos caballos, junto con una recua de lacayos que transporten todas las fruslerías que compre. Así que, eso le regalaré. Es una mujer hermosa, hija de un franchute de la aristocracia. Ya no es joven, ¿sabe? Se trata de una viuda.
Ian no respondió. Pasó la lengua por el fondo de la taza, pensando para sus adentros que aquel objeto era mucho mejor que diez carruajes con caballos. Cualquier mujer que no se diera cuenta era tonta.
Notó que Mather fruncía la nariz al verle probar la taza, pero él había aprendido a reconocer la autenticidad de la porcelana de esa manera. Y ese hombre no sería capaz de decir si era auténtica o no aunque la pintaran delante de sus narices.
—Mi prometida posee una gran fortuna —continuó Mather—, la heredó de la señora Barrington, una anciana dama dispuesta a ofrecer su opinión a cualquiera que se la pidiera. La señora Ackerley era su acompañante y no se puede negar que pescó una buena dote.
«Entonces, ¿por qué se casaba con él?».
Ian giró la taza entre sus manos mientras meditaba sobre la cuestión. Si lo que quería la señora Ackerley era compartir la cama con Lyndon Mather, no era necesario que se casara con él. Por supuesto, se arriesgaba a que la cama estuviera demasiado llena. Mather mantenía una casa donde albergaba a varias mujeres a las que proporcionaba sustento a cambio de sus favores; se jactaba de ello a menudo con sus hermanos. Parecía como si quisiera que pensaran que era un promiscuo; sin embargo, en su opinión, Mather comprendía los placeres de la carne casi tan mal como la porcelana de la dinastía Ming.
—Supongo que le sorprende que un solterón convencido como yo haya decidido pasar por la vicaría, ¿verdad? —siguió hablando Mather—. Si se pregunta si voy a renunciar a mis otros placeres, la respuesta es no. Es bienvenido a unirse a mí en el momento que quiera. He ofrecido lo mismo a sus hermanos.
Ian ya conocía a las mujeres de Mather, féminas de mirada vacía dispuestas a complacer las necesidades de su amo a cambio de dinero.
Su compañero cogió un cigarro.
—Iremos a la ópera del Covent Garden esta noche. Acérquese y le presentaré a mi prometida, me gustaría conocer su opinión. Todo el mundo sabe que su gusto es tan exquisito en mujeres como en porcelana. —Se rió entre dientes.
Ian no respondió. Tenía que rescatar la taza de las garras de aquel ignorante.
—Mil guineas.
—Es un duro negociador, Mackenzie.
—Mil guineas y nos vemos en la ópera.
—Oh, de acuerdo. Aunque me está llevando a la ruina.
Ya estaba arruinado.
—Su viuda es rica. Se recuperará.
Mather se rió. La sonrisa iluminó su hermoso rostro. Ian había visto sonrojarse y pestañear a mujeres de todas las edades cuando Lyndon sonreía. Aquel hombre era un maestro de la doble vida.
—Cierto, y además es una mujer preciosa. Soy un hombre afortunado.
Mather llamó a su mayordomo y al ayuda de cámara de Ian, Curry, agitando la campanilla. Curry acudió con una caja de madera llena de paja en la que Ian acomodó cuidadosamente la taza de los dragones.
Odiaba ocultar tal belleza a la vista. La tocó una última vez y la miró fijamente antes de que Curry colocara la tapa rompiendo su concentración.
Su anfitrión había ordenado al mayordomo que sirviera unos vasos de brandy. Aceptó el licor y se sentó ante el libro de cheques que Curry había dispuesto sobre el escritorio.
Dejó el brandy a un lado y mojó la pluma en el tintero. Se inclinó para escribir y observó la gota de tinta negra que colgaba en la punta de la plumilla; era una esfera perfecta.
Clavó los ojos en la gotita. Algo en su interior cantó una loa a la perfección de la bola de tinta, la deslumbrante viscosidad que seguía suspendida de la punta de la pluma. La esfera era perfecta, brillante, admirable.
Deseó poder disfrutar eternamente de esa perfección, pero sabía que en menos de un segundo caería y el hechizo se rompería. Si su hermano Mac fuera capaz de pintar algo tan exquisito y hermoso, Ian lo consideraría un genio.
No supo cuánto tiempo estuvo allí sentado, estudiando la gota de tinta, hasta que escuchó que Mather carraspeaba.
—Maldita sea, está realmente loco, ¿verdad?
La gota cayó lentamente hasta alcanzar la página, muriendo en una salpicadura de tinta negra.
—¿Quiere que escriba por usted, milord?
Ian levantó la mirada hacia el rostro de su sirviente, un joven cockney que se había pasado la infancia aligerando la bolsa a los transeúntes de Londres.
Ian asintió con la cabeza y le cedió la pluma. Curry giró la libreta de cheques hacia él y escribió cuidadosamente la cantidad acordada. Sumergió de nuevo la pluma en el tintero y se la devolvió a Ian, sujetándola de tal manera que su amo no viese la tinta.
Él firmó despacio con su nombre, sintiendo el peso de la mirada de Mather.
—¿Hace eso a menudo? —preguntó éste mientras Ian se levantaba para permitir que Curry secara la tinta.
Al criado se le enrojecieron las mejillas.
—No importa, sir
Ian llevó el vaso a los labios y apuró el brandy de un trago, luego cogió la caja.
—Nos veremos en la ópera.
No le ofreció la mano antes de salir. Mather frunció el ceño, pero Ian se despidió con un gesto de cabeza. Era Lord Ian Mackenzie, hermano del duque de Kilmorgan, poseía un rango social superior al de Lyndon Mather y éste era bien consciente de ello.
Una vez en el carruaje, Ian colocó la caja a su lado. Podía sentir la taza en el interior, redonda y perfecta, auténtica por completo.
—Sé que no es asunto mío —dijo Curry, tras ocupar el asiento de enfrente justo cuando el carruaje comenzaba a moverse por las calles lluviosas—, pero ese hombre es un bastardo; ni siquiera es digno de limpiarle las botas. ¿Cómo es que tiene negocios con él?
Ian acarició la caja.
—Quería esa taza.
—Sin duda la ha obtenido, milord. ¿Realmente va a encontrarse con él en la ópera?
—La veré desde el palco de Hart. —Ian clavó la vista en la juvenil cara de Curry y luego se concentró en la tapicería de terciopelo del carruaje—. Averigua todo lo que puedas sobre la señora Ackerley. Es la viuda que se ha comprometido con sir Lyndon Mather. Infórmame antes de esta noche.
—Oh, ¿de veras? ¿Por qué está tan interesado en la prometida de ese bastardo?
Ian pasó la yema de los dedos por la caja una vez más.
—Quiero saber si es una exquisita porcelana o una pieza falsa.
Curry parpadeó.
—Bien, jefe. Veré de qué consigo enterarme.
Lyndon Mather era un hombre guapo y encantador, y todas las cabezas se giraron cuando Beth Ackerley atravesó de su brazo el vestíbulo de la ópera del Covent Garden.
Mather poseía un perfil perfecto, un cuerpo delgado y atlético y una cabellera dorada que todas las mujeres querían acariciar. Sus modales eran impecables y hechizaba a los que le conocían. Disponía de buenos ingresos, una hermosa mansión en Park Lane y era recibido en todos los lugares adecuados. Un excelente partido para una dama como ella que acababa de recibir una fortuna inesperada y quería contraer nuevas nupcias.
«Incluso una dama con fortuna se cansa de estar sola», pensó Beth, entrando en el lujoso palco de Mather detrás de la tía solterona de su prometido y de su acompañante. Le conocía desde hacía muchos años. La señora Barrington, su empleadora, y la tía de Lyndon eran amigas desde la infancia. No es que él fuera el más excitante de los caballeros, pero Beth no quería excitación. «¡Se han acabado los dramatismos!», se prometió a sí misma. Había tenido suficientes para toda una vida.
Ahora quería tranquilidad; había aprendido a encargarse de una casa llena de sirvientes y quizá surgiera la posibilidad de tener los niños que siempre había anhelado. De su primer matrimonio no le habían quedado hijos; el pobre Thomas falleció de fiebres apenas un año después de haber pronunciado los votos matrimoniales. Había enfermado tan de repente, que ni siquiera había podido despedirse de él.
La ópera ya había comenzado cuando se acomodaron en el palco de sir Lyndon. La joven cantante que había salido al escenario tenía una hermosa voz de soprano y el cuerpo adecuado para proyectarla. Beth se dejó envolver por el placer de la música. Mather abandonó el palco apenas diez minutos después del comienzo de la función, como solía hacer siempre. Aprovechaba las veladas en el teatro para relacionarse con toda la gente importante. A ella le daba igual. Se había acostumbrado a sentarse con las matronas y lo prefería a intercambiar banalidades con jóvenes damiselas.
«¡Oh, querida! ¿No se ha enterado? Lady Marmaduke lleva tres cenefas en el vestido en vez de dos. ¿Puede imaginar algo más vulgar? Sus frunces estaban flácidos, querida, absolutamente flácidos.»
Menudas cuestiones más importantes.
Beth comenzó a abanicarse al compás de la música mientras la tía de sir Lyndon y su acompañante cotorreaban sin parar. Se concentró en la trama de La Traviata. Sabía que aquella salida al teatro era insignificante para esas damas, pero para una chica como ella, que se había criado en el East End, era absolutamente extraordinaria. Le encantaba la música y la disfrutaba cada vez que podía, aunque había aceptado hacía tiempo que no era una intérprete demasiado buena. No le importaba, le bastaba con escuchar lo que tocaban los demás; eso era suficiente. A Mather le gustaba ir al teatro, a la ópera, a todos esos sitios donde se interpretaba música, así que en su nueva vida dispondría de muchas oportunidades para disfrutarla.
El placer que estaba sintiendo se vio interrumpido por el ruidoso regreso de Mather al palco.
—Querida —dijo él en voz alta—, me gustaría presentarte a mi estimado amigo: lord Ian Mackenzie. Salúdale apropiadamente, cariño. Su hermano es el duque de Kilmorgan, ¿sabes?
Beth miró detrás de Mather al hombre alto que había entrado en el palco tras él. El mundo se detuvo en cuanto posó los ojos en el recién llegado.
Lord Ian era un hombre muy grande, sólidamente musculoso, y la mano que le tendía parecía enorme en aquel inocente guante de piel. Poseía pecho y hombros anchos y la luz arrancaba destellos rojizos a su pelo oscuro. Tenía un rostro tan duro como su cuerpo, pero fueron los ojos los que le indicaron que Ian Mackenzie era diferente a cualquier otra persona que ella hubiera conocido antes.
Al principio pensó que eran de un tono castaño claro, pero cuando Mather casi le obligó a sentarse a su lado, percibió que eran dorados. No color avellana, sino de una tonalidad ámbar como el brandy, moteados de chispitas doradas como si el sol danzara en su interior.
—Ésta es mi querida señora Ackerley —informó Mather—. ¿Qué opina, Mackenzie? ¿No le dije que era la mujer más hermosa de Londres?
Notó que Lord Ian lanzaba una mirada rápida a su rostro y que luego fijaba la vista en un punto alejado del palco. Todavía sostenía su mano con tanta fuerza que la presión de los dedos resultaba casi dolorosa.
«Que no se muestre de acuerdo ni en desacuerdo con Mather resulta un poco grosero», pensó Beth. Incluso aunque no llegara al extremo de llevarse la mano al pecho y declarar que era la mujer más hermosa desde Elaine de Camelot, al menos debía dar una respuesta educada.
Pero él permaneció sentado en tenso silencio, con su mano entre los dedos, mientras le pasaba el pulgar por la costura del dorso del guante, deslizando el dedo una y otra vez para trazar rápidos y cálidos patrones que la hicieron estremecer de pies a cabeza.
—Si le dijo que soy la mujer más hermosa de Londres —intervino Beth con rapidez—, mintió. Perdone que le haya llevado a sacar unas conclusiones equivocadas.
Lord Ian la miró brevemente, con el ceño fruncido, como si no supiera sobre qué estaba hablando.
—Mackenzie, no aplaste la mano de esta pobre mujer —aconsejó Mather con aire despreocupado—. Es tan frágil como una de sus tazas de porcelana de la dinastía Ming.
—Oh, ¿le interesan las piezas de porcelana, milord? —intervino Beth con entusiasmo, en un intento desesperado de hablar de algún tema—. Sir Lyndon me ha enseñado su colección.
—Mackenzie es toda una autoridad en el tema —aseguró Mather con un poco de envidia.
—¿De veras? —preguntó Beth.
Lord Ian volvió a mirarla.
—Sí.
No estaba sentado más cerca de ella que Mather, pero era tan consciente de él como si estuviera gritándole al oído. Notaba la dura rodilla masculina contra las faldas, la firme presión del pulgar en la mano, el peso de sus ojos a pesar de que no la estaba mirando directamente.
«Una mujer no debería encontrarse a gusto con este hombre —pensó con un estremecimiento—. Parece como si tuviera cierta tendencia al dramatismo».
Lo notaba en la inquietud de su cuerpo, en la mano grande y cálida que sostenía la suya, en aquellas pupilas que no la miraban. ¿Debería compadecer a la mujer en la que se clavaran aquellos ojos? ¿O debería envidiarla?
—Sir Lyndon posee piezas bellísimas —tartamudeó Beth—. Cuando toco una de ellas sabiendo que estuvo en manos de un emperador chino hace cientos de años siento que… no estoy segura. Creo que me siento cerca de él. Me siento privilegiada.
Percibió unas brillantes chispas doradas cuando lord Ian la miró fijamente.
—Me gustaría que viera mi colección. —Tenía un leve acento escocés y su voz era ronca y grave.
—Nos encantará, viejo amigo —aseguró Mather—. Iremos en cuanto tengamos un rato libre.
Mather levantó sus prismáticos de ópera para observar a la soprano de grandes atributos y lord Ian le miró de reojo. La repugnancia y la antipatía que asomaron a su expresión la sorprendieron. Antes de que pudiera abrir la boca, lord Ian se inclinó sobre ella. La calidez de su cuerpo la atrapó como una intensa ola. Venía acompañada de olor a jabón de afeitar y esencia masculina. Se había olvidado de lo atrayente que resultaba el aroma a hombre. Mather siempre olía a colonia.
—Léalo cuando él no esté cerca.
Notó el aliento de lord Ian en la oreja, calentando una parte de ella que no había despertado de su letargo desde hacía nueve largos años. Él deslizó los dedos por el borde del guante, por encima del codo, y ella notó la rigidez de un papel contra la piel desnuda. Clavó los ojos en las doradas pupilas de lord Ian, muy cerca de las suyas, y observó que se dilataban durante un momento antes de que él apartara otra vez la mirada.
El hombre se incorporó de nuevo con un gesto inexpresivo en la cara. Mather le miró para hacer un comentario sobre la cantante; no se había dado cuenta de nada.
Lord Ian se levantó bruscamente. Beth dejó de percibir la suave presión en su mano y se percató de que él la había retenido todo el tiempo entre las suyas.
—¿Se va ya, viejo amigo? —preguntó Mather con sorpresa.
—Me espera mi hermano.
—¿El duque? —inquirió con ojos brillantes.
—Mi hermano Cameron y su hijo.
—Oh. —Mather parecía decepcionado, pero se puso en pie y repitió la intención de llevar a Beth a admirar la colección de Ian.
Sin siquiera despedirse, Ian anduvo entre las sillas vacías y salió del palco. Beth no pudo apartar la mirada de su espalda hasta que la cortina se cerró tras él. Era demasiado consciente del papel doblado que le presionaba el interior del brazo y de la condensación que se estaba formando debajo.
Mather se sentó más cerca de ella y comenzó a hablarle al oído.
—Querida, Mackenzie es un auténtico excéntrico.
Beth cerró los dedos sobre el tafetán de su falda gris; notaba frío en la mano desde que lord Ian la había soltado.
—¿Un excéntrico?
—Está como una cabra. El pobre tipo se ha pasado la mayor parte de su vida internado en un sanatorio mental, y ahora anda suelto sólo porque su hermano, el duque de Kilmorgan, se niega a encerrarlo de nuevo. Pero no te preocupes —Mather le tomó la mano—, no tendrás que verle a solas. Es una familia escandalosa. No debes hablar con ninguno de ellos si no estoy contigo, ¿entendido?
Beth murmuró una evasiva. Sabía muchas cosas sobre la familia Mackenzie y, en especial, sobre el duque de Kilmorgan, porque la vieja señora Barrington adoraba enterarse de todos los chismorreos posibles sobre la aristocracia. Los Mackenzie habían aparecido muchas veces en las gacetas sensacionalistas que Beth leía en voz alta a la anciana durante las tardes lluviosas.
Lord Ian no le había parecido un loco aunque, desde luego, tampoco se parecía a ningún otro hombre que ella hubiera conocido antes. La mano de Mather estaba fría sobre la suya, mientras que la firme presión de lord Ian la había calentado de una manera que no sentía desde hacía mucho tiempo. Echaba de menos la intimidad que había alcanzado en la cama con Thomas y las largas y ardientes noches que había compartido con él. Sabía que dormiría en la misma cama que Mather, pero ese pensamiento no le hacía hervir la sangre. Se decía a sí misma que lo que tuvo con Thomas fue especial y mágico y que era inútil esperar sentirlo con otro hombre. Pero, ¿por qué se le aceleró la respiración cuando notó el rítmico susurro del aliento de lord Ian en la oreja? ¿Por qué palpitó más rápido su corazón cuando él le pasó el pulgar por el dorso de la mano?
No. Lord Ian suponía peligro y Mather, seguridad. Y ella quería seguridad.
Mather permaneció en el palco todavía cinco minutos más, luego volvió a levantarse.
—Debo presentar mis respetos a lord y lady Beresford. No te importa que me ausente, ¿verdad, querida?
—Claro que no —dijo Beth de manera automática.
—Eres un tesoro, cariño. Siempre le dije a nuestra querida señora Barrington lo dulce y educada que eres. —Mather le besó la mano y abandonó el palco.
La soprano inició un aria. Las notas llenaron cada rincón del teatro. Detrás de ella, la tía de sir Lyndon y su acompañante cuchicheaban sin cesar tras los abanicos.
Beth introdujo los dedos en el largo guante y sacó el papel. Enderezó la espalda de manera que las ancianas no vieran lo que hacía y lo desdobló lentamente.
«Señora Ackerley», comenzaba con una escritura firme y limpia.
«Perdone mi atrevimiento, pero me gustaría ponerla sobre aviso con respecto al verdadero carácter de sir Lyndon Mather, algo sobre lo que mi hermano, el duque de Kilmorgan, está bien enterado. Me veo en la obligación de decirle que Mather financia una casa en el Strand, cerca de Temple Bar, donde mantiene no a una, sino a varias amantes. Las llama sus «pichoncitos» y quiere que le traten como a un esclavo. No son prostitutas profesionales, sino mujeres que necesitan tanto el dinero que no les queda más remedio que aguantarle. He contado hasta cinco mujeres y las visita regularmente. Le diré los nombres si desea interrogarlas, o puedo arreglar un encuentro para que hable con el duque. Mi intención es simplemente ayudarla.
Suyo siempre,
Ian Mackenzie»
La soprano abrió entonces los brazos y lanzó la última nota del aria en un crescendo salvaje, que se perdió en una salva de aplausos.
Beth clavó los ojos en la carta, envuelta en el sofocante ruido del teatro. Las palabras allí escritas no cambiaron, permanecieron dolorosamente negras contra el papel blanco.
Notó que se quedaba sin aire, que le ardían los pulmones. Lanzó una rápida mirada de soslayo a la tía de Mather, pero las dos ancianas estaban aplaudiendo y gritando.
—¡Bravo! ¡Bravo!
Beth se levantó al tiempo que volvía a introducir el papel en el guante. El pequeño palco con las sillas acolchadas y la mesita de té pareció balancearse bajo sus pies mientras buscaba la puerta, a tientas. La tía de Mather la miró con sorpresa.
—¿Se encuentra bien, querida?
—Sólo necesito tomar el aire. Me he mareado un poco aquí dentro.
La anciana comenzó a revolver en su bolso.
—¿Necesita las sales? Alice, ven, ayúdame.
—No, no. —Beth abrió la puerta y salió corriendo mientras la tía de Mather comenzaba a sacudir a su acompañante—. No se preocupe, enseguida estaré bien.
El largo pasillo exterior estaba desierto, gracias a Dios. La soprano era muy popular y la mayoría de los asistentes parecían haberse quedado pegados a las sillas, observándola con avidez.
Beth se apresuró por el largo corredor mientras escuchaba de nuevo la voz de la cantante. Se le comenzaba a nublar la vista y el papel le quemaba el brazo en el interior del guante.
¿Qué había pretendido lord Ian al escribirle esa carta? Según había dicho Mather, era un excéntrico. ¿Sería ésa la explicación? Pero, si las acusaciones escritas en la nota fueran divagaciones de un loco, ¿por qué el hombre se ofrecería a arreglar un encuentro entre ella y su hermano? El duque de Kilmorgan era uno de los hombres más ricos y poderosos de Gran Bretaña. El poseedor del título era par de Escocia desde el siglo XIV, pero fue el anterior duque el que consiguió que la propia reina Victoria lo nombrara también miembro del Parlamento de Inglaterra.
¿Qué interés tendría un hombre de tan alta cuna en unos don nadie como Beth Ackerley y Lyndon Mather? Ambos se encontraban en un escalafón muy inferior al suyo.
No, la carta era demasiado impactante. Tenía que ser mentira, una invención.
Y aún así… Beth recordó alguna mirada que había percibido en Mather, como si hubiera hecho algo y se creyera muy listo. Al haber crecido en el East End con el padre que le tocó en suerte, Beth había adquirido la habilidad de saber en quién no debía confiar. ¿Habrían estado presentes las señales en Lyndon Mather y habría elegido simplemente ignorarlas?
Pero no, no podía ser cierto. Había llegado a conocer muy bien a Mather mientras era la acompañante de la anciana señora Barrington. Ambas habían paseado con él y su tía en su carruaje, visitado su casa de Park Lane, acudido con ellos a distintas funciones. Él siempre había hecho gala de la exquisita cortesía que mostraría cualquier caballero hacia la acompañante de una anciana. Tras la muerte de la señora Barrington, él se había declarado.
«Después de que recibieras la herencia», le recordó una cínica vocecita en su interior.
¿A qué se referiría lord Ian con «pichoncitos» y al decirle que «Mather quería que lo trataran como a un esclavo»?
Las ballenas del corsé parecieron apretarse contra sus costillas, privándola totalmente de aire cuando más necesitaba respirar. Unos puntos negros comenzaron a flotar ante sus ojos y alargó la mano para apoyarse en la pared. Entonces notó una fuerte presión en el codo.
—Cuidado —le murmuró una voz con acento escocés al oído—. Ven conmigo.
Antes de que Beth pudiera negarse, lord Ian la obligó a recorrer el corredor casi en volandas. Él abrió bruscamente una puerta oculta tras una cortina de terciopelo y entró, arrastrándola consigo.
Beth se encontró en el interior de otro palco, más grande que el de Mather, con lujosas alfombras y lleno de humo.
—Necesito un vaso de agua. —Tosió.
La llevó hasta un sillón y ella se hundió en aquellas lujosas profundidades. Cogió el frío vaso que le tendió y bebió un sorbo.
Se quedó sin respiración al saborear whisky en vez de agua, pero el líquido, al bajar hasta el estómago, dejó un ardiente rastro y comenzó a aclarársele la vista.
Cuando recobró un poco el sentido, se dio cuenta de que estaban en un palco que quedaba casi encima del escenario. Dada la inmejorable posición, supuso que debía de ser el palco del duque de Kilmorgan. Era muy lujoso, con cómodos muebles, mesas brillantes y lámparas encendidas a medio gas. Pero aparte de ellos dos, estaba vacío.
Ian le quitó el vaso de la mano y se sentó junto a ella; demasiado cerca. Él se llevó la copa a la boca y, poniendo los labios en el mismo sitio en el que acababa de beber ella, apuró el contenido. En su labio inferior quedó una brillante gota del licor y Beth sintió el repentino deseo de lamerla.
Decidida a alejar de su mente semejantes pensamientos impropios, sacó el papel del guante.
—¿Cuál era exactamente su intención al darme esto, milord?
Ian ni siquiera miró la carta.
—Que lo supieras.
—Son unas acusaciones muy serias. —«E inquietantes».
La expresión del hombre decía que no le importaba nada lo serias e inquietantes que pudieran resultar.
—Mather es un sinvergüenza, deberías librarte de él.
Beth arrugó el papel en la mano mientras intentaba organizar sus pensamientos. No le resultaba fácil, sentada como estaba a medio metro de Ian Mackenzie; poseía una poderosa presencia que casi la hacía caer de la silla. Cada vez que tomaba aire, inhalaba su aroma a whisky, cigarros y hombre, y no estaba acostumbrada a oler nada parecido.
—He oído decir que los coleccionistas se envidian unos a otros hasta el punto de ser capaces de cometer cualquier locura —dijo ella.
—Mather no es un coleccionista.
—¿No? Me ha enseñado sus porcelanas. Las guarda en una vitrina en una habitación privada, a la que no deja entrar siquiera a los sirvientes para limpiar.
—Su colección no vale un comino. No sabe distinguir una pieza auténtica de una falsa.
La mirada de Ian se deslizó sobre ella, tan cálida y abrumadora como su roce. Ella se removió en el asiento con nerviosismo.
—Milord, estoy comprometida en matrimonio con sir Lyndon desde hace tres meses y ninguno de sus otros conocidos ha mencionado comportamientos tan peculiares.
—Mather mantiene en secreto sus perversiones.
—Pero, ¿por qué sabe usted que tiene esas inclinaciones? ¿Por qué conoce tan privilegiada información?
—Porque él creyó que podría impresionar a mi hermano.
—Santo Cielo, ¿por qué impresionaría a un duque semejante cosa?
Ian se encogió de hombros, rozándola con el brazo. Estaba sentado demasiado cerca, pero ella no era capaz de levantarse y sentarse en otra silla.
—¿Lleva usted notas como ésta en el bolsillo por si las necesita? —preguntó ella.
Él la miró con rapidez y luego apartó de nuevo la vista, como si quisiera centrar la atención en ella y no pudiera.
—La escribí antes de salir, por si acaso al conocerte consideraba que eras digna de ser salvada.
—¿Debo sentirme halagada?
—Mather es ciego e idiota, y sólo quiere tu fortuna.
Exactamente lo que aquella vocecita interior acababa de decirle.
—Él no necesita mi dinero —arguyó—. Tiene sus propios ingresos. Posee una casa en Park Lane, una hacienda enorme en Suffolk y muchas más propiedades.
—Y está de deudas hasta las cejas. Por eso me vendió la taza.
Beth no sabía nada de ninguna taza, pero la humillación se unió en su estómago con el whisky. Había tenido mucho cuidado al sopesar las ofertas matrimoniales que le hicieron tras el repentino fallecimiento de la señora Barrington. Se había reído para sus adentros al considerarse una joven viuda heredera de una gran fortuna —por citar incorrectamente a Jane Austen—, en busca de marido.
—No soy tonta, milord. Sé que mucho del encanto que ahora me atribuyen proviene del dinero que poseo.
Él tenía una mirada ardiente, dorada como el whisky.
—No, eso no es cierto.
Esas palabras la desarmaron.
—Si lo que pone la nota es verdad, me encuentro en una posición inaceptable.
—¿Por qué? Eres rica. Puedes hacer lo que quieras.
Beth se mantuvo en silencio. Su mundo se había puesto patas arriba el día en que la señora Barrington murió dejándole su fortuna, su casa en Belgrave Square con todos sus sirvientes y el resto de sus bienes mundanos, debido a que la anciana no tenía parientes vivos. Podía hacer lo que quisiera con todo aquello.
Poseer riqueza significaba ser libre. Ella no había conocido la libertad en su vida y la razón para aceptar la propuesta de Mather había sido que su tía y él podían ayudarla a relacionarse con la sociedad londinense y a no sentirse una esclava. Ya lo había sido durante demasiado tiempo.
Se suponía que las mujeres miraban hacia otro lado cuando se trataba de los asuntos de sus maridos. Sin embargo, Thomas siempre había dicho que eso era un disparate, que aquellas reglas habían sido establecidas por caballeros cuyo único objetivo era hacer lo que quisieran. Pero Thomas había sido un buen hombre.
El que estaba sentado a su lado no podría ser considerado así ni haciendo un gran alarde de imaginación. Sus hermanos y él poseían una reputación horrible. Incluso Beth, que había vivido bajo el ala protectora de la señora Barrington durante los últimos nueve años, era consciente de ello. Había escuchado infinidad de sórdidas murmuraciones sobre la escandalosa separación de lord Mac Mackenzie de su esposa, lady Isabella. También le habían llegado rumores de que los Mackenzie se vieron envueltos, cinco años atrás, en la muerte de una cortesana; pero Beth no recordaba bien los detalles. El caso había atraído incluso el interés de Scotland Yard y los cuatro hermanos habían abandonado el país durante una larga temporada.
No, no podía decirse que los Mackenzie fueran hombres «buenos». Entonces, ¿por qué Ian Mackenzie se había tomado la molestia de advertir a Beth Ackerley de que estaba a punto de casarse con un adúltero?
—Podrías casarte conmigo —ofreció lord Ian bruscamente.
Beth parpadeó.
—¿Perdón?
—He dicho que podrías casarte conmigo. Tu fortuna me importa un comino.
—Milord, ¿por qué razón me pide que me case con usted?
—Porque tienes unos ojos hermosos.
—¿Cómo lo sabe? No me los ha mirado ni una sola vez.
—Lo sé.
A Beth le costó respirar, no sabía si reír o llorar.
—¿Hace esto a menudo? ¿Advierte a una dama sobre su prometido y luego se ofrece a casarse con ella? Es evidente que su táctica no ha funcionado hasta ahora o tendría una recua de esposas persiguiéndole.
Ian apartó la mirada a un lado y se llevó la mano a la sien para masajearla, como si estuviera sintiendo un fuerte dolor de cabeza. Se recordó a sí misma que estaba loco. Al menos había estado encerrado en un manicomio. ¿Por qué no sentía miedo allí, a solas con él, a pesar de que nadie en el mundo sabía dónde se encontraba en ese momento?
Quizá porque había visto a muchos perturbados cuando ayudaba a Thomas en sus obras de caridad en el East End, desgraciados que debían ser cuidados por familias que apenas podían controlarlos. Algunas de esas pobres almas habían tenido que ser incluso atadas a las camas. Lord Ian era muy distinto de aquellas personas.
Se aclaró la voz.
—Es usted muy amable, milord.
Ian cerró los dedos sobre el reposabrazos de la silla.
—Si te casas conmigo, Mather no podrá tocarte.
—Si me casara con usted provocaríamos el escándalo del siglo.
—Sobreviviría.
Beth clavó los ojos en la soprano que cantaba en el escenario, recordando de repente que los más chismosos decían que aquella señorita de grandes pechos era la amante de lord Cameron Mackenzie, uno de los hermanos mayores de Ian.
—Si alguien me ha visto entrar aquí con usted, mi reputación ya está arruinada.
—Entonces ya no te quedaría nada que perder.
Beth podía ponerse en pie de inmediato, alzar la nariz como le había enseñado la señora Barrington y salir de allí. Su empleadora le había contado con frecuencia que, en su momento, había abofeteado a unos cuantos pretendientes, pero Beth preferiría omitir la bofetada. De todas maneras no imaginaba a lord Ian desconcertado por ningún golpe que ella pudiera darle.
—¿Qué haría usted si yo le dijera que sí? —preguntó ella por curiosidad—. ¿Mostrar sus reticencias y decirme que deberíamos hablar de ello en profundidad?
—Buscaría a un obispo y le obligaría a redactar una licencia especial, luego conseguiría que nos casara esta misma noche.
Ella agrandó los ojos con fingido horror.
—¿Qué me dice? ¿Casarme sin vestido de novia? ¿Sin damas de honor? ¿Sin flores?
—Ya has estado casada antes.
—¿Significa eso que tengo que haber satisfecho ya mi ansia por vestidos blancos y lirios del valle? Debo advertirle que las mujeres somos muy particulares con nuestras bodas, milord. Le vendrá bien saberlo en el caso de que decida declararse a otra dama en la próxima media hora.
Ian cerró los dedos en torno a su mano.
—Vuelvo a preguntártelo: ¿sí o no?
—No sabe nada sobre mí. Podría tener un pasado sórdido.
—Lo sé todo sobre ti. —Su mirada se volvió lejana y le apretó la mano con más fuerza—. Tu apellido de soltera es Villiers. Tu padre era francés y se vino a Inglaterra hace treinta años. Tu madre era hija de un terrateniente, que la desheredó cuando se casó con tu padre. Éste murió en la pobreza, dejándoos en la calle. Tu madre y tú acabasteis en un asilo de beneficencia cuando tenías diez años.
Beth le escuchó llena de asombro. No había mantenido en secreto su pasado ante la señora Barrington o Thomas, pero escucharlo de labios de un caballero de tan alta cuna como Ian Mackenzie era inquietante.
—Cielos, ¿todo esto es del dominio público?
—Le ordené a Curry que obtuviera información sobre ti. Tu madre murió cuando tenías quince años. Finalmente acabaron contratándote como maestra en ese mismo asilo. Cuando tenías diecinueve años, llegó un nuevo vicario al lugar, Thomas Ackerley, os conocisteis y os casasteis al poco tiempo. Él murió de fiebres un año después. Más tarde, la señora Barrington, de Belgrave Square, te contrató como acompañante.
Beth parpadeó al ver su dramática vida expuesta en tan breves frases.
—¿Ese tal Curry es detective de Scotland Yard?
—Es mi ayuda de cámara.
—Oh, por supuesto… Su ayuda de cámara. —Beth se abanicó con vigor—. Le prepara la ropa, le afeita e investiga el pasado de jóvenes a las que no conoce. Quizá debería advertir a sir Lyndon sobre mí y no al revés.
—Quería saber si eres auténtica o no.
Beth no supo qué quería decir.
—Pues entonces ya tiene su respuesta. No soy precisamente un diamante en bruto, sino más bien un guijarro sin pulir.
Ian le tocó un mechón de pelo que había caído sobre su frente.
—Eres auténtica.
La caricia provocó que se le acelerara el corazón y que una intensa sensación de calor inundara todas sus extremidades. Estaba sentado demasiado cerca y las yemas de sus dedos resultaban calientes a través de los guantes. Sería muy sencillo inclinar la cabeza hacia él y besarle.
—Su posición está muy por encima de la mía, milord. Si me casara con usted, la nuestra sería una unión desgraciada que jamás sería pasada por alto.
—Tu padre era vizconde.
—Oh, sí, me había olvidado de mi queridísimo padre.
Beth conocía en profundidad la autenticidad del título de vizconde de su padre y lo bien que había desempeñado su papel.
Lord Ian sostuvo un rizo entre los dedos y tiró de él, estirándolo. Lo soltó de nuevo, sin detener la mirada más que un breve instante en ningún lugar. Tiró de nuevo del tirabuzón y observó cómo se volvía a rizar. Repitió el gesto una vez más. La concentración que mostraba la ponía nerviosa; la cercanía de su cuerpo la enervaba todavía más. Pero sin embargo, su lascivo cuerpo respondía a él.
—Acabará deshaciéndolo —dijo—. Mi doncella se sentirá muy decepcionada.
Ian parpadeó, luego llevó de nuevo la mano al brazo de la silla con rigidez, como si tuviera que forzarse a hacerlo.
—¿Amabas a tu marido?
Aquel extraño encuentro con lord Ian era el tipo de situación de la que se habría reído con Thomas. Pero su marido ya no estaba con ella desde hacía años, ahora se encontraba sola.
—Con toda mi alma.
—No espero amor de ti. No podría corresponderte.
Beth comenzó a mover el abanico con el corazón desbocado para aliviar el súbito calor que se apoderó de sus mejillas.
—Eso no es muy halagador, milord. A las mujeres no nos gusta oír decir a un hombre que no va a enamorarse de nosotras. Preferimos creer que seremos objeto de devoción eterna.
Mather le había dicho que siempre sentiría devoción por ella. La arrugada nota le ardió en la mano.
—No, no sería posible. No puedo amar.
—¿Perdón? —«¿Cuántas veces había dicho esa palabra esta noche?»
—Soy incapaz de amar. No te mentiré al respecto.
Beth se preguntó qué era más desolador, si las propias palabras o el tono lacónico de su voz cuando las decía.
—Quizá eso sea porque no ha conocido aún a la mujer adecuada, milord. Todo el mundo se enamora tarde o temprano.
—He tenido algunas amantes, pero jamás las he amado.
Beth se ruborizó.
—Milord, me resulta incoherente. Si no quiere mi fortuna ni mi amor, ¿cuál es la razón por la que desea casarse conmigo?
Ian alargó la mano hacia el rizo otra vez como si no lograra contener el impulso.
—Quiero acostarme contigo.
Beth supo en ese instante que ella no era realmente una dama y que nunca lo sería. Una dama de verdad se habría desmayado en la silla o gritado hasta hacer caer el techo del teatro. Pero ella se limitó a inclinarse hacia Ian, en una actitud casi provocativa.
—¿De veras?
Él tomó más tirabuzones entre los dedos, deshaciendo el trabajo de la doncella.
—Has estado casada con un vicario. Eres una mujer respetable que cree en el matrimonio. Si no fuera así, te propondría otro tipo de arreglo.
Beth contuvo el deseo de frotar la cara contra el guante masculino.
—No sé si le he entendido bien. Quiere llevarme a la cama, pero como he sido una respetable señora casada, ¿considera que tenemos que pasar por la vicaría para conseguirlo?
—Sí.
Ella emitió una risa medio histérica.
—Mi querido lord Ian, ¿no cree que eso es un poco exagerado? Y después de haberme llevado a la cama, ¿seguiría casado conmigo?
—Pienso acostarme contigo más de una vez.
En sus labios incluso sonaba lógico. La profunda voz se colaba entre sus sentidos; tentándola, encontrando a la apasionada mujer que había descubierto hacía tiempo que le gustaba acariciar el cuerpo de un hombre y recibir el mismo tipo de tratamiento en el suyo.
Se suponía que las damas no disfrutaban del sexo o, al menos, eso le habían dicho. Thomas siempre consideró que no se trataba más que de disparates y le había enseñado lo que una mujer podía sentir. Si no lo hubiera hecho, meditó, quizá no se encontraría allí sentada, en un estado de pura efervescencia por el deseo que sentía por lord Ian Mackenzie.
—¿Se da cuenta, milord, de que estoy comprometida con otro hombre? Sólo tengo su palabra de que él es un mujeriego.
—Te daré tiempo para hacer averiguaciones respecto a Mather y para poner en orden tus asuntos. ¿Prefieres vivir en Londres o en mis propiedades en Escocia?
Beth lo único que quería era echar la cabeza hacia atrás y reírse a mandíbula batiente. Aquello era demasiado absurdo y, al mismo tiempo, patéticamente tentador. Ian era un hombre atractivo y ella estaba sola. Era lo suficientemente rico como para que no le importara su fortuna y no ocultaba que quería disfrutar con ella de los placeres carnales. Pero si era cierto que sabía poco sobre Lyndon Mather, no era menos cierto que no sabía nada sobre Ian Mackenzie.
—Estoy muy intrigada —logró decir—. Una advertencia amistosa sobre sir Lyndon es una cosa, pero ofrecerme matrimonio sólo unos minutos después, es otra. ¿Siempre toma las decisiones con tanta rapidez?
—Sí.
—¿Una cuestión de, «si hay que hacerlo, cuanto antes mejor»?
—Puedes rechazarme.
—Creo que debería.
—¿Porque estoy loco?
Ella emitió otra risita entrecortada.
—No. Porque su proposición me resulta demasiado atractiva y porque he bebido whisky y debería regresar con sir Lyndon y su tía.
Se levantó con un susurro de faldas, pero lord Ian la cogió de la mano.
—No te vayas.
Era una orden, no una súplica. Pero aquellas firmes palabras debilitaron sus rodillas y se sentó otra vez. Hacía calor allí y la silla era muy cómoda.
—No debería quedarme.
Él le apretó la mano con la suya.
—Disfruta de la ópera.
Beth se obligó a mirar hacia el escenario, donde la soprano cantaba con pasión sobre su amante perdido. En la cara de la prima donna brillaban las lágrimas y ella se preguntó si la mujer estaría pensando en lord Cameron Mackenzie.
Quienquiera que fuera el objeto de sus pensamientos, las notas del aria flotaban vibrantes en el aire.
—Es preciosa —susurró Beth.
—Puedo tocar esta pieza nota por nota —dijo Ian, calentándole la oreja con su aliento—, pero no puedo capturar su alma.
—Oh. —Ella apretó su mano, dejando que fluyera la pena que sentía en su interior.
Era casi como si le hubiera dicho «Enséñame a sentirla como tú».
Pero él sabía que aquello era imposible. Pensó que esa mujer era como una porcelana rara, una delicada belleza con un corazón de acero. La porcelana barata se convertía en polvo o se rompía, pero las mejores piezas sobrevivían hasta llegar a las manos de un coleccionista que cuidaría de ellas.
Beth cerró los ojos para escuchar; los tentadores mechones de su pelo temblaron en su frente. A él le gustaba tocarle el cabello, era sedoso como las hebras de un tapiz.
La soprano elevó la voz alargando otra cristalina nota final. Vio que Beth aplaudía espontáneamente, sonriendo, con las mejillas ruborizadas de placer. Mac y Cameron le habían enseñado a aplaudir cuando acababa un aria, pero jamás entendió por qué debía hacerlo. Beth no parecía tener problemas para ello y respondía al goce que le transmitía la música.
Cuando la vio mirarle con aquellos ojos azules llenos de lágrimas, Ian se inclinó y la besó.
Ella se puso rígida y llevó las manos a sus hombros para empujarle, pero en cambio, acabó apoyando las manos en él antes de rendirse con un suave murmullo.
Él necesitaba sentirla bajo su cuerpo esa noche. Quería observar cómo sus ojos se suavizaban por el deseo, cómo sus mejillas se sonrojaban por el placer. Quería frotar el dulce brote entre sus piernas para que se mojara por él. Anhelaba sumergirse en ella hasta encontrar la liberación y, entonces, volver a comenzar desde el principio.
Despertarse con la cabeza de Beth en su almohada y besarla hasta que abriera los ojos. Le llevaría el desayuno a la cama y admiraría su sonrisa mientras ella comía de su mano.
Le pasó la lengua por el labio inferior. Sabía a miel y whisky; dulce y picante a la vez. Notaba el pulso de la joven bajo la punta de los dedos, su respiración como agua hirviendo sobre la piel. Quería sentir ese cálido aliento en su pene, que se había endurecido por ella. Quería que le acariciara allí con la boca igual que le acariciaba ahora los labios.
Ella deseaba eso tanto como él… No se alejaba como una joven inexperta. Beth Ackerley sabía lo que era estar con un hombre y le gustaba. El cuerpo de Ian palpitó al imaginar las posibilidades.
—Deberíamos detenernos —susurró ella.
—¿Quieres detenerte?
—Ahora que lo menciona, no mucho.
—Entonces, ¿por qué deberíamos hacerlo? —Le rozó los labios con los suyos mientras hablaba. Ella notó el firme roce, paladeó el gusto a whisky de su lengua, la aspereza de la barbilla. Él tenía una boca muy masculina, unos labios firmes y dominantes.
—Estoy segura de que existen docenas de razones por las que deberíamos detenernos. Pero le confieso que en este momento en concreto no se me ocurre ninguna.
Él la acarició con dedos firmes.
—Ven conmigo a casa esta noche.
Beth lo deseaba. Oh, claro que quería. Una sensación de alegría la recorrió como un relámpago, un palpitante dolor que había pensado que no volvería a sentir otra vez.
—No puedo —casi gimió.
—Claro que puedes.
—Deseo… —Beth imaginó los titulares a toda plana en los periódicos del día siguiente, difundiendo la noticia por todo Londres. «Heredera abandona a su prometido para iniciar un sórdido romance con lord Ian Mackenzie.» Los orígenes de Beth eran bastante turbios, ¿sorprendería a alguien aquella noticia? Dirían que se trataba de la fuerza de la sangre e irían todavía más lejos: «¿Acaso su madre era mejor?»
—Puedes —repitió Ian con firmeza.
Beth cerró los ojos para intentar contener la dulce tentación.
—Deje de decirme eso.
La puerta del palco se abrió con un fuerte ruido y el lugar se vio inundado por el brusco y atronador sonido de los aplausos del público.
—¡Maldita sea, Ian! Se suponía que tenías que encargarte de Daniel. Está jugando otra vez a los dados con los cocheros, y sabes que siempre pierde.
Un gigante entró en el palco. Era todavía más grande que Ian y tenía el mismo pelo rojo oscuro e idénticos ojos, dorados como topacios. En su mejilla derecha había una profunda cicatriz; parecía haber sido causada por un cuchillo hacía mucho tiempo. Era fácil imaginar a ese hombre peleándose con los puños o con cuchillos, como un matón. No tuvo ningún problema para inmovilizarla con una penetrante mirada.
—Ian, ¿quién demonios es esta mujer?
—La prometida de Lyndon Mather —respondió Ian.
El hombre clavó con asombro los ojos en Beth antes de estallar en carcajadas. La risa era tan abrumadora como él, retumbante y profunda. Algunas personas del público le miraron con irritación.
—Bien por ti, Ian. —El gigante dio una palmada a su hermano en la espalda—. Así que le estás birlando la prometida a Mather. Bueno, le haces un gran favor a la muchacha. —Examinó a Beth con atrevimiento—. No deberías casarte con Mather, cielo —le aseguró—. Es un degenerado.
—Parece que lo sabe todo el mundo menos yo —dijo Beth en voz baja.
—Ese sucio bastardo está desesperado por pertenecer al círculo de amistades de Hart. Cree que nos caerá mejor si nos cuenta que disfruta reviviendo los días en que le zurraban en el colegio. Estarás mejor sin él, muchacha.
Beth apenas podía respirar. Debería salir pitando de allí como alma que lleva el diablo, no quedarse a oír cosas que ninguna dama debería escuchar, pero Ian todavía le sostenía la mano con firmeza. Además, no intentaban confortarla diciendo banalidades ni mentiras piadosas. Podían estar haciendo todo eso para separarla de Mather pero, ¿por qué demonios iban a hacer tal cosa?
—Ian nunca se acordará de presentarnos —aseguró el gigante—. Yo soy Cameron, ¿y tú?
—La señora Ackerley —tartamudeó Beth.
—No pareces muy segura de ello.
Beth se abanicó.
—Bueno, lo era cuando entré aquí.
—Si eres la prometida de Mather, ¿por qué estás aquí besando a Ian?
—Eso mismo me pregunto yo.
—Cam —intervino Ian. La palabra resonó sobre el murmullo del público que esperaba el inicio del siguiente acto. El espectáculo no estaba ahora en el escenario, sino en el palco de los Mackenzie—. Cállate.
Cameron miró fijamente a su hermano. Luego arqueó las cejas y se dejó caer en una silla al otro lado de Beth. Sacó un cigarro de la caja cercana y encendió una cerilla.
«Un caballero debe pedir permiso a una dama antes de fumar», las palabras de la señora Barrington resonaron en su cabeza. Pero ni Cameron ni Ian parecían seguir las rígidas reglas sociales de su empleadora.
—¿No ha dicho que alguien llamado Daniel estaba jugando a los dados con los cocheros? —preguntó Beth.
Cameron acercó la llama a la punta del cigarro y aspiró.
—Daniel es mi hijo. No le pasará nada si no hace trampas.
—Debería irme a casa. —Beth intentó levantarse de nuevo, pero la mano de Ian en su brazo la detuvo.
—No con Mather.
—No. Claro que no. No quiero volver a verle.
Cameron se rió entre dientes.
—Es una mujer inteligente, Ian. Puedes regresar a tu casa en mi carruaje.
—No —intervino Beth con rapidez—. Le ordenaré a un mozo que me busque un cabriolé de alquiler.
Ian presionó los dedos en los brazos de la silla.
—En un cabriolé, no. No, si vas sola.
—Subirme a un coche con ustedes sería el escándalo del año. Incluso aunque nos acompañaran los arzobispos de Canterbury y York.
Ian la miró como si no supiera de qué hablaba. Cameron echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Por esta mujer bien vale la pena arriesgarse, Ian —dijo, tras exhalar el humo del cigarro—. Pero tiene razón. Pediré un carruaje de alquiler y le diré a mi ayuda de cámara que la acompañe. Si puedo encontrarlo, claro está. Ha sido un error contratar a un gitano. Son difíciles de domar.
Beth supo que Ian no quería que se fuera sola; era patente en sus ojos. Pensó en cómo había jugado con sus rizos… Había sido tan posesivo con ella como Mather con sus porcelanas chinas.
Haría averiguaciones sobre la información de la nota de Ian. Enviaría al chismoso mayordomo de la señora Barrington a enterarse de todos los cotilleos que pudiera. Los hermanos Mackenzie podían formar parte de una loca e improbable conspiración para arruinar a Mather, pero tenía el horrible presentimiento de que decían la verdad.
En el escenario comenzó el siguiente acto con un arpegio. Ian se frotó la sien como si le doliera la cabeza. Cameron apagó el cigarro y abandonó ruidosamente el palco.
—¿Milord? ¿Se encuentra bien?
Ian permaneció con la mirada perdida mientras seguía frotándose distraídamente la frente. Beth le puso la mano en el brazo. Él no respondió, pero dejó de friccionarse la sien y puso una de sus enormes manos sobre la de ella.
Ella observó que no parecía seguir la trama que se desarrollaba en el escenario, tampoco intentó continuar conversando ni volvió a besarla. Era como si su mente se hubiera desplazado a un lugar al que ella no tenía acceso. Sin embargo, su cuerpo seguía muy presente. Le apretaba la mano con fuerza. Beth estudió el afilado perfil de su rostro, los pómulos altos, la mandíbula cuadrada. A cualquier mujer le gustaría aferrarse a esos espesos cabellos cuando le abrazara en la cama. Se sintió ardiente y sudorosa mientras él continuaba con la mano apoyada pesadamente sobre la suya. Alargó el brazo y le apartó el pelo de la frente.
Ian la miró. Por un instante la inmovilizó con los ojos. Luego, desplazó la vista aleatoriamente a otro lado. Beth volvió a acariciarle el pelo. Él permaneció quieto bajo su roce, palpitando de tensión como un animal salvaje.
Permanecieron así, sentados. Beth siguió alisándole ligeramente el pelo e Ian se mantuvo inmóvil hasta que Cameron regresó acompañado de un hombre de tez oscura. Cam miró a su hermano, sorprendido, y éste se levantó en silencio por lo que Beth se vio obligada a dejar de tocarle.
Ella escudriñó el teatro antes de que Ian la condujera afuera con rapidez, seguido de Cameron. En otro palco, en el otro extremo de la sala, Mather seguía conversando con lord y lady Beresford. No percibió la mirada de Beth ni la vio marcharse.
—¡Mackenzie! Le mataré, ¿me oye?