Los pecados de lord Cameron - Jennifer Ashley - E-Book

Los pecados de lord Cameron E-Book

Jennifer Ashley

0,0
5,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

1881. Los cuatro hermanos Mackenzie son ricos, poderosos, peligrosos, excéntricos y… escoceses. Los escándalos y rumores que les envuelven, las habladurías sobre sus amantes y sus oscuros apetitos, tienen alborotado a todo el país. Cualquier dama sabe que si es vista con uno de ellos perderá la reputación de inmediato. Ainsley Douglas es una mujer con un fuerte sentido de la justicia que vive para ayudar a los demás, incluso aunque para ello deba colarse a escondidas en el dormitorio de un notorio libertino como lord Cameron Mackenzie. Pero la suya es una misión muy importante: recuperar unas cartas de amor que pueden poner en entredicho la reputación de la propia reina Victoria… Según sus amantes, a lord Cameron sólo le interesan los caballos y las mujeres, y en ese orden. Por eso, cuando encuentra a Ainsley en su dormitorio por segunda vez en seis años, decide poner en práctica un intrincando juego para seducirla y culminar, por fin, lo que crepita entre ellos desde que se encontraron por primera vez. Sin embargo, lo que comienza como un juego, una lujuriosa diversión, puede llegar a hacer saltar en pedazos las reglas del propio Cam… y sanar las cicatrices de su oscuro y sombrío pasado.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Jennifer Ashley

LOS PECADOS DE LORD CAMERON

Título original: The Many Sins of Lord Cameron

Primera edición: agosto de 2015

Copyright © 2011 by Jennifer Ashley

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2012

© de esta edición: 2015, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

[email protected]

ISBN: 978-84-16331-37-6

BIC: FRH

Ilustración de cubierta: Franco Accornero

Índice de contenido
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
Epílogo

Gracias a mi editora, Kate Seaver, por todo el apoyo mostrado con esta saga. Además, me gustaría dar las gracias de corazón a todos los lectores que me han dicho que adoran a los hermanos Mackenzie. ¡Gracias!

Para obtener más información sobre ellos y la saga en sí, por favor, entrad en el apartado correspondiente en mi página web : www.jennifersromances.com

1

Escocia, septiembre 1882

«La señora Chase metió la carta en el bolsillo de lord Cameron. Lo hizo casi debajo de mis narices. ¡Maldita mujer!».

Ainsley Douglas se arrodilló, vestida de fiesta como estaba, e introdujo los brazos hasta el fondo en el armario de lord Cameron Mackenzie.

¿Por qué a Cameron Mackenzie? ¿Por qué a él, entre todas las personas? ¿Qué sabía la señora Chase? A Ainsley se le aceleró el corazón e intentó tranquilizarse. No, Phyllida Chase no sabía nada. Nadie lo sabía. Cameron no podía haberle dicho nada, o los rumores le habrían llegado enseguida; era lo que pasaba siempre. Nada se extendía más rápido que los cotilleos entre los miembros de la sociedad. Por lo tanto, lo lógico era pensar que Cameron había mantenido los hechos en secreto.

Se sintió un poco mejor. No había hallado la carta de la reina en el bolsillo de ninguna de las chaquetas que encontró en el vestidor. En el armario estaba topándose con camisas pulcramente almidonadas, cuellos, corbatas guardadas entre papeles de seda. Fino algodón de batista, sedas y suaves terciopelos; géneros caros para un hombre rico.

Removió precipitadamente las prendas, pero no encontró la carta por ninguna parte. No había quedado prendida en ningún pliegue ni caída entre las camisas dobladas. Seguramente, el ayuda de cámara habría registrado los bolsillos de lord Cameron y habría apartado cualquier tipo de nota para devolvérsela a su señor, manteniéndola a buen recaudo hasta entonces. O, quizá, Cameron ya la había encontrado. En ese caso, tal vez la hubiera considerado una necedad propia de mujeres y la habría quemado. Rezó para sus adentros para que fuera eso lo ocurrido; que la hubiera quemado.

Aunque eso tampoco solucionaría el problema. Phyllida, aquella condenada mujer, aún tenía más cartas de la reina escondidas a buen recaudo. Esa era la misión que le había encomendado Su Majestad: recuperarlas a cualquier precio.

El primero que estaba sufriendo las consecuencias era su vestido gris paloma, el primer vestido de un color distinto al negro que se ponía desde que enviudó. Por no hablar de sus rodillas, de su espalda y de su cordura.

Una cordura que se tambaleó todavía un poco más al escuchar un sonido en la puerta de la habitación, a su espalda.

Se retiró con rapidez del armario y se dio la vuelta, esperando ver aparecer a aquel aterrador gitano que hacía las labores de ayuda de cámara para lord Cameron. Pero, en lugar de eso, quienquiera que cerró la puerta, no entró en la estancia principal, ofreciéndole algunos segundos más que estuvieron a punto de provocarle un ataque de nervios.

«Escóndete».

Sí, pero… ¿dónde? La salida hacia el vestidor quedaba muy lejos y el armario estaba demasiado lleno para que cupiera en él una mujer vestida para asistir a un baile. ¿Debajo de la cama? No, no le daría tiempo de atravesar la alfombra y ocultarse allí.

La ventana, con su asiento, quedaba a solo dos pasos. Corrió hacia allí con las faldas levantadas y apartó bruscamente las cortinas.

Justo a tiempo. A través de la ranura que quedaba entre las dos piezas de brocado, vio entrar en la estancia al propio lord Cameron con Phyllida Chase colgada del cuello. Ella había sido una de las damas de honor de la reina.

La repentina opresión que sintió en el corazón la pilló por sorpresa. Hacía semanas que sabía que Phyllida había puesto sus miras en Cameron Mackenzie, ¿por qué le importaba tanto descubrir la evidencia? Era el tipo de mujer que atraía a lord Cameron: guapa, con experiencia y con un marido que se mostraba indiferente hacia ella. Por otra parte, él era el tipo de hombre que gustaba a Phyllida: rico, apuesto y poco dispuesto a iniciar una relación duradera. Eran perfectos el uno para el otro. ¿Qué podía importarle a ella?

Aun así, notó un nudo en la garganta cuando vio que lord Cameron cerraba la puerta con una mano y deslizaba la otra por la cintura de la mujer. Ella le apresó entre sus brazos mientras él se inclinaba y trazaba un lento camino de besos por su cuello.

Había deseo en ese abrazo, un deseo audaz e innegable. Una vez, hacía ya mucho tiempo, ella había sido objeto del deseo de Cam Mackenzie. Recordó lo que era sentir el suave calor que emanaba de su cuerpo, el fuego que ardía en su beso. Habían pasado varios años, pero todavía recordaba la huella de su boca en los labios, el roce de sus manos expertas en la piel.

Cuando vio que Phyllida se derretía contra Cameron con un hambriento gemido, puso los ojos en blanco. Sabía que el señor Chase se encontraba todavía en los jardines, paseando bajo el cielo nocturno tras el baile, por los caminos iluminados con farolillos chinos de papel. Ella lo sabía porque se había escapado de la fiesta cuando la gente se desplazó del salón de baile a los jardines, aprovechando la confusión, para registrar las habitaciones de lord Cameron.

Pero no habían podido dejarla buscar en paz, ¿verdad? No, aquella molesta Phyllida Chase no había sido capaz de mantenerse alejada de ese Mackenzie y tuvo que provocarle para acabar ahí. ¡Vaca egoísta!

La chaqueta de Cameron cayó al suelo. La camisa y el chaleco ceñían duros músculos, producto de los años que llevaba montando y entrenando caballos. Lord Cameron se movía con mucha agilidad para ser un hombre grande, cómodo con su altura y su fuerza. Cabalgaba con aquella misma gracia, y los caballos respondían incluso a su más leve indicación. Por lo que sabía, con las mujeres hacía gala de idéntica habilidad.

Una profunda cicatriz en el pómulo hacía que algunos afirmaran que había perdido su atractivo, pero ella no lo creía. Aquella marca jamás la había puesto nerviosa aunque, sin embargo, su altura la había dejado sin aliento cuando Isabella los presentó seis años atrás. Entonces le dio la impresión de que su mano enguantada se había tragado la suya, mucho más pequeña. Cameron no pareció estar demasiado interesado en la vieja amiga del colegio de su cuñada, pero poco después… «¡Oh, sí, poco después…!».

En el presente, la mirada de Cameron estaba absorta en la morena belleza de Phyllida Chase. Ella sabía que Phyllida mantenía el pelo negro gracias a un tinte, aunque no era tan ruin como para decirlo. No, no era tan mezquina. Puede que Isabella y ella hicieran bromas al respecto, pero: ¿qué mal hacían?

Cameron se desabrochó el chaleco y a continuación se deshizo de la corbata y el cuello rígido, ofreciendo una hermosa vista de su garganta desnuda.

Apartó la mirada con un dolor en el pecho. Se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar antes de poder marcharse; seguramente hasta que ambos cayeran sobre la cama, fascinados el uno con el otro. Entonces no la verían, siempre que fuera hasta la puerta gateando. Interrumpió aquellos pensamientos, sintiéndose más infeliz a cada minuto que pasaba.

Cuando no pudo soportar más la tensión, volvió a asomarse por detrás de la cortina. Phyllida tenía abierto el corpiño, revelando un bonito corsé que contenía sus rotundas curvas, y lord Cameron se inclinaba en ese momento para besar la carne que sobresalía por encima de la camisola. La mujer gimió de placer.

La imagen de lord Cameron presionando los labios contra el pecho de Phyllida le recordó la sensación de su aliento quemándole su propia piel, de aquellas manos en su espalda. Y un beso. Un beso profundo y tierno que había avivado su deseo como ningún otro. Rememoró la presión exacta de aquellos labios, la forma y el sabor de esa boca, el roce de la punta de los dedos de él sobre su cuerpo.

No pudo evitar acordarse del carámbano en que se había convertido su corazón cuando la miró al día siguiente. Había sido culpa suya. Entonces era muy joven y se había dejado embaucar, pero había complicado las cosas un poco más con su conducta.

Phyllida deslizaba en ese momento la mano por debajo del kilt de lord Cameron. Él se movió para facilitarle la labor y la tela subió lentamente. Los firmes muslos masculinos aparecieron ante sus ojos y vio con sorpresa que estaban llenos de cicatrices, desde las corvas hasta las nalgas.

Profundas cuchilladas, viejas heridas que hacía mucho tiempo que se habían curado. ¡Santo Cielo!, jamás había visto nada igual. No pudo contener el jadeo que escapó de sus labios.

Phyllida alzó la cabeza.

—Cielo, ¿no has oído eso?

—No. —Cameron tenía la voz profunda. Aquella solitaria palabra fue casi un latigazo.

—Estoy segura de haber escuchado un ruido. Anda, sé bueno y mira en la ventana.

Ainsley se quedó paralizada.

—¡Maldita ventana! Probablemente haya sido uno de los perros.

—Cielo, por favor… —suplicó la mujer con un coqueto mohín. Cameron emitió un gruñido y, a continuación, escuchó sus ominosos pasos.

El corazón se le aceleró. Había dos ventanas en el dormitorio, una a cada lado de la cama. Tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de que lord Cameron eligiera la otra. Su hermano menor, Steven, diría que, así y todo, era una apuesta peligrosa. Cam podía acercarse a la ventana y abrir la cortina, descubriéndola allí; o no.

A Steven no le gustaban las apuestas. Según afirmaba, eran demasiado arriesgadas para interesarle. Y eso que no era él quien estaba encogido en un asiento, junto a la ventana, esperando a ser descubierta por lord Cameron y la mujer que chantajeaba a la reina de Inglaterra.

Las grandes manos de lord Cameron asieron los bordes de las cortinas ante sus ojos y las separaron unos centímetros.

Ella alzó los ojos hacia Cam, sosteniendo su mirada topacio casi por primera vez en seis años. Cameron la observó como un león de la sabana observaría a una gacela; una gacela que solo quería correr, huir de allí. Sin embargo, la atrevida alumna de la Academia de la señorita Pringle era ahora una altiva dama de honor y le devolvió la mirada de manera desafiante.

El silencio se alargó. El enorme corpachón de Cameron bloqueaba la habitación a su espalda, pero sería muy fácil para él echarse a un lado y descubrirla. Él no le debía nada y sabía muy bien que estaba escondida en el dormitorio a causa de otra intriga. Podía traicionarla, podía entregarla a Phyllida, y estaría en su derecho.

—¿Qué ocurre, cielo? —se interesó la otra mujer detrás de él—. Te has quedado muy quieto.

—Nada —aseguró él—. Hay un ratón.

—No soporto a esos bichos. Mátalo, Cam.

Él no apartó la vista de ella, que se concentró en seguir respirando a pesar de la presión del corsé.

—Bah, lo dejaré vivir —dijo—. Por ahora. —Cerró las cortinas con brusquedad, volviéndola a encerrar en aquel capullo de terciopelo—. Deberíamos bajar.

—¿Por qué? Si acabamos de subir…

—Hay demasiada gente por la casa, incluyendo a tu marido. Regresaremos a la fiesta por separado. No quiero avergonzar a Beth e Isabella.

—¡Oh, si eso es lo que quieres!

Phyllida no parecía muy contenta, pero debió reflexionar que podría regresar a esa estancia en cualquier momento para disfrutar de las caricias de aquel hombre.

Por un instante, ella experimentó una insoportable envidia.

Susurros, roces; sin duda, arreglos de ropa.

—Ya hablaremos después, cielo —escuchó que decía Phyllida finalmente.

La puerta se abrió e intercambiaron más palabras que no entendió antes de que se cerrara de nuevo. Después solo hubo silencio. Esperó, con el corazón en un puño, asegurándose de que se habían ido antes de correr las cortinas y abandonar el escondite.

Cruzó la habitación. Estaba a punto de cerrar los dedos en torno al picaporte de la puerta cuando escuchó un carraspeo a su espalda.

Se dio la vuelta lentamente. Lord Cameron la miraba desde el centro de la estancia en mangas de camisa y kilt. Sus ojos dorados la mantuvieron inmovilizada en el sitio mientras alzaba la mano para mostrarle la llave que sostenía entre los dedos.

—Dígame, señora Douglas —dijo envolviéndola con el ronco sonido de su voz—: ¿qué demonios está haciendo en mi dormitorio… esta vez?

2

Seis años antes.

«Bueno, ¡qué sorpresa más agradable!».

Cameron Mackenzie se encontraba en el umbral de ese mismo dormitorio, observando a la hermosa desconocida que cerraba el cajón de su mesilla de noche.

La dama en cuestión iba vestida de azul. Un iridiscente vestido azul que dejaba sus hombros al descubierto, se ceñía a su cintura y se abultaba al final de la espalda por encima de un pequeño polisón. Llevaba rosas rosadas prendidas en el pelo y en el escote del vestido. Se había quitado los escarpines, imaginó que para no hacer ruido, revelando unos pies delgados embutidos en unas medias de seda blanca.

Ella no le había oído, así que se apoyó en el marco de la puerta y disfrutó mientras la observaba registrar despreocupadamente el interior de la mesilla.

Acababa de abandonar la interminable fiesta que se desarrollaba en la planta baja de la casa de Hart y estaba algo borracho y muerto de aburrimiento, por lo que no se sentía con fuerzas para permanecer allí ni un minuto más. Sin embargo, en ese momento en concreto, un ardor incontenible comenzaba a sobreponerse al tedio. No recordaba quién era esa joven. Sabía que se la habían presentado, pero hacía mucho tiempo que los invitados de Hart no eran más que una informe masa de humanidad para él.

Pero aquella dama se había separado de golpe de entre la anónima masa, convirtiéndose en un ente individual en tan solo unos segundos.

Cruzó sigilosamente la estancia. El hastío que le inundaba cuando no estaba con sus caballos o con Daniel había desaparecido. Se colocó detrás de la dama de azul y la enlazó por la satinada cintura.

Fue como coger a un gatito… Un grito de sorpresa, un rápido parpadeo, un jadeo. Ella dio un paso atrás y le miró con el corazón a punto de escapar por unos enormes ojos grises abiertos de par en par.

—Milord. Estaba… mmm… solo estoy…

—Buscando algo —finalizó él. Las rosas que llevaba en el pelo eran naturales, y el aroma que emanaba de ellas se mezclaba con su propia esencia. En el cuello solo llevaba un adorno; una sencilla cadena de plata de la que colgaba un guardapelo.

—Lápiz y papel —añadió ella.

No sabía mentir. Pero era suave, olía muy bien y él estaba lo suficientemente borracho como para que le importaran sus mentiras.

—¿Quiere decir que me iba a escribir una nota?

—Sí, por supuesto.

—Dígame lo que pensaba poner en esa nota.

—N-no estoy segura…

Aquella tartamudez era cautivadora. Era evidente que quería iniciar una relación con él. Le apretó la cintura y la atrajo suavemente hacia su cuerpo. El pequeño polisón le presionó la ingle, ofreciéndole un insatisfactorio anticipo de lo que quería.

Cuando ella le miró otra vez por encima del hombro, algo se rompió en su interior. El aroma de la mujer mezclado con el de las rosas, la sensación de tenerla contra la curva del brazo y el cosquilleo de su pelo contra la barbilla despertaron en él emociones que creía muertas para siempre.

Necesitaba a esa mujer, la deseaba. Podría ahogarse en ella. Podría hacerla suspirar de placer, disfrutaría abandonándose con ella durante un breve tiempo.

Inclinó la cabeza y apretó los labios entreabiertos contra el hombro desnudo, saboreando su piel. Dulce y salada a la vez, con un leve deje picante. No era suficiente, quería más.

Cameron no solía besar a las mujeres en los labios. Los besos hacían albergar ciertas expectativas, esperanzas de amor, y él no buscaba amor en sus amantes.

Sin embargo, quería saber a qué sabía aquella joven; esa joven que fingía tanta inocencia. Un nombre flotó en su obnubilado cerebro… ¿Señora Douglas? Recordó vagamente a un marido, de pie junto a ella. Un hombre que le había parecido demasiado viejo para ella. Debía haberse casado por conveniencia. Seguramente hacía años que aquel tipo no la tocaba.

Él, sin embargo, la tocaría y saborearía antes de devolverla saciada y feliz a aquel ineficaz esposo. Y así, al menos durante un rato, aquella condenada fiesta dejaría de ser aburrida.

Inclinó la cabeza hacia ella y rozó suavemente su boca con los labios. La señora Douglas pareció sorprendida, pero no se apartó. Él comenzó a lamer sus labios poco a poco, intentando que los abriera para profundizar el beso.

Un agradable fuego le inundó cuando la señora Douglas le introdujo la lengua, con indecisión y cierta curiosidad. La dama parecía inexperta, como si hiciera mucho tiempo que no besaba a nadie, pero era evidente que lo había hecho alguna vez. Colocó la mano sobre su cabeza y le permitió explorar.

Luego interrumpió el beso para volver a lamerle los labios y la humedad que encontró en ellos le supo tan dulce como la miel. Deslizó la boca hasta su garganta mientras desabrochaba los corchetes de la espalda del corpiño. La seda se abrió con facilidad y él la empujó con las manos para poder besarle los pechos. El suave gemido de placer que emitió la señora Douglas le hizo palpitar de excitación y la necesidad de apresurarse atravesó su cerebro. Pero no quería apresurarse. Quería ir lentamente, saborear cada instante.

Arrugó el corpiño en la cintura y, con la facilidad que da la costumbre, llevó la mano a los cordones del corsé.

Ainsley pensó que iba a consumirse en llamas y desaparecer. Aquello no era lo que ella quería que ocurriese… Su intención había sido estar muy lejos de esa habitación cuando lord Cameron regresara. Y, sin embargo, allí estaba él… Haciéndole sentir cosas que pensó que no volvería a sentir nunca más.

El collar que había cogido de la mesilla de Cameron estaba a salvo en el bolsillo de la enagua. Había estado a punto de guardarlo en el corpiño, pero las esmeraldas eran voluminosas y temió que el contorno fuera perceptible a través de la seda. Sí, era una suerte que hubiera cambiado de idea, de lo contrario, los errantes dedos de lord Cameron ya las habrían encontrado.

El collar pertenecía a la señora Jennings, una viuda amiga de su hermano. La señora Jennings le había confiado entre lágrimas que se lo había dejado en la habitación de Mackenzie tras mantener un affaire con él, y que aquel malvado hombre no quería devolvérselo. Afirmaba que la chantajeaba con él. La señora Jennings temía las habladurías, el escándalo. Perturbada por aquel poco caballeroso comportamiento, se había ofrecido a recuperarlo.

Ya comprendía por qué la señora Jennings se había visto tentada por la seducción de lord Cameron. Su alto y corpulento cuerpo la hacía sentirse pequeña, sus manos eran tan grandes que se perdía en ellas. Pero en lugar de tener miedo, parecía adaptarse a la curva de sus brazos como si hubiera nacido para ello.

Aquellos pensamientos eran peligrosos. Muy peligrosos.

Lord Cameron comenzó a besarle el cuello. Ella le acarició el pelo, asombrada de la sedosa aspereza. Su aliento era cálido y su boca provocaba tal fuego en su interior que sintió que se quemaba.

Los cordones del corsé cedieron y él deslizó la mano en el interior de la camisola, bajándola por la espalda.

La realidad la golpeó con fuerza. El desgraciadamente famoso lord Cameron Mackenzie la estaba desnudando con manos expertas y seductoras, y se disponía a llevarla a la cama. Pero Ainsley Douglas no era una cortesana, ni una mujer que viviera de manera salvaje, libre para tomar sus propias decisiones. Se había casado respetablemente, gracias a la rápida intervención de su hermano, y su anciano marido la esperaba en sus habitaciones.

John estaría sentado ante el fuego con las zapatillas puestas. Posiblemente se habría quedado dormido sobre los periódicos. Se le habría ladeado la cabeza con el sueño y las gafas habrían resbalado por la nariz. El amable y paciente John Douglas, seguro de que su joven esposa tenía cosas más importantes que hacer que estar con él. Aquel pensamiento le rompió el corazón.

—No puedo. —Se forzó a decir las palabras, sus pensamientos la obligaron—. No puedo seguir, milord. Lo lamento.

Cameron detuvo la boca en su cuello, pero siguió acariciándole la espalda desnuda de arriba abajo.

—Mi marido es… Es un buen hombre —susurró—. Un hombre muy bueno. No se merece esto.

«¡Maldición!», gritó una parte de Cameron. «¡Maldito sea el infierno!».

Todo su cuerpo se rebeló cuando apartó las manos de ella. Cameron conocía bien a las mujeres, sabía cuándo deseaban con anhelo las caricias de un hombre. La señora Douglas quería que siguiera tocándola, era evidente a pesar de la angustia que brillaba en sus ojos grises. Le llegaba el olor de su excitación envuelto en el aroma de las rosas y supo que, si la tomaba, la encontraría ardiente y resbaladiza.

Su esposo no había estado satisfaciendo sus necesidades. No importaba si no quería o no lo podía hacer. No lo estaba haciendo, o aquella dama no habría respondido a él de esa manera.

Y, aun así, la señora Douglas le rechazaba por aquel marido. Se requería poseer un raro temple para tomar esa decisión, una fuerza que no poseían las mujeres con las que estaba habitualmente. Esas féminas querían satisfacción y no les importaba a quién tuvieran que pisotear para obtenerla.

Subió el corsé de la señora Douglas y lo ató antes de hacer lo mismo con el corpiño. Luego la giró entre sus brazos para mirarla de frente. Le pasó el dorso de los dedos por la mejilla.

—Vaya a decirle a ese buen hombre lo afortunado que es, señora Douglas.

—Lo siento mucho, milord.

¡Santo Dios!, había intentado seducirla y era ella la que se disculpaba. Cameron solo había buscado un poco de placer, pura y simple satisfacción, abandonarse a aquel fuego que nubla la mente. Nada más. Y había imaginado que era eso lo que ella buscaba también. Ahora parecía preocupada por si había provocado alguna inconveniencia.

Se inclinó y depositó otro beso en sus labios entreabiertos, demorándose en ellos hasta el último instante.

—Váyase.

Ella asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa de gratitud.

Gratitud, que Dios le ayudara.

La escoltó hasta la puerta y volvió a besar sus labios húmedos después de abrirla, antes de darle un empujón para que saliera. Cuando ella se giró para decirle algo, él meneó la cabeza y cerró, girando la llave en el cerrojo.

Entonces apretó la frente contra la fría madera mientras escuchaba el cada vez más lejano taconeo de sus zapatos.

—Buenas noches, muchacha —susurró.

Cameron pasó el resto de la noche en sus habitaciones, completamente vestido, apurando una copa tras otra de whisky. Desperdició mucho tiempo intentando no imaginarse a la joven y hermosa señora Douglas rendida a sus encantos, pero fracasó estrepitosamente.

Aquellas fantasías le envolvían en un cálido resplandor cuando la vio al día siguiente. Su marido era alto y huesudo, se mostraba torpe con ella, aunque en ningún momento se alejó demasiado; era como si se sintiera reconfortado por su presencia. Se fijó en que la señora Douglas era amable con él, no lo trataba con desdén. También observó que evitaba meticulosamente cualquier contacto visual con él.

Cameron estaba convencido de que podrían mantener una ardiente relación, disfrutar de algo nuevo cada noche. Le compraría joyas con las que cubriría su cuerpo desnudo y embriagadores aceites que extendería por su piel. Incluso estaba dispuesto a ser discreto, algo en lo que rara vez perdía el tiempo. La convencería de que su marido jamás se sentiría traicionado por las habladurías. Se reunirían en secreto, quizá en su propio carruaje, para explorarse y saborearse, para aprenderse de memoria el uno al otro. Su acuerdo sería maravilloso; algo que recordar durante los años venideros.

Aquella agradable fantasía explotó a la noche siguiente como una burbuja. Estaba en la terraza, junto al salón de baile, bebiendo whisky con su hermano Mac. Una de sus antiguas amantes, Felicia Hardcastle, que poseía un hermoso cuerpo pero un carácter inaguantable, salió enfurecida y se plantó delante de él.

—¡Le has dado mi collar!

«¿Collar? ¿Qué collar?».

La gente del interior del salón de baile les miraba fijamente y Mac observaba la escena con una mezcla de asombro y diversión.

—¿De qué demonios hablas? —exigió.

Felicia señaló con un rígido dedo a la señora Jennings, otra antigua amante, al otro lado de la puerta de la terraza. La dama en cuestión estaba en mitad de la pista de baile con un escotado vestido y un collar de esmeraldas alrededor del cuello. Unas esmeraldas que él había comprado para Felicia, y que ella se había dejado descuidadamente en su habitación a principios de semana. Él las había guardado en el cajón de la mesilla de noche, pensando en dárselas a su ayuda de cámara, Angelo, para que se las entregara a la doncella de la dama en cuestión.

Sin embargo, ahora el collar rodeaba el cuello de la señora Jennings, que acertaba a saludar en ese momento a Ainsley Douglas, tomando su mano con un cariñoso gesto. La señora Douglas, la dama que había encontrado la noche anterior revoloteando cerca de la susodicha mesilla.

«¡Maldición!».

Felicia regresó al interior para verter escandalosas acusaciones sobre la señora Jennings y Ainsley. Él observó que la señora Douglas abría la boca y le buscaba con la mirada a través de la habitación.

Su expresión reflejaba confusión, sorpresa, traición. ¿Sería real o fingida?

No importaba. Aquella dama le había mentido, le había utilizado, le había embaucado con sus lloros hasta hacerle sentir culpable por traicionar a su marido… Y todo para robar un estúpido collar que era el protagonista de una ridícula intriga femenina. Y él, tonto entre los tontos, se había dejado enredar; tan feliz.

Entró en el salón de baile y atravesó la multitud, esforzándose con todas sus fuerzas por ignorar a Felicia, a la señora Jennings y a la gente que le miraba boquiabierta. Ainsley Douglas se interpuso en su camino y casi la atropelló.

Sus ojos grises le suplicaban que la entendiera, que la perdonara. El olor de las rosas que tenía prendidas en el pecho inundó sus fosas nasales, acompañado de aquel dulce aroma que era solo de ella, y se dio cuenta de que todavía la deseaba.

Se obligó a mirarla con absoluta indiferencia, endureciendo el corazón ante las lágrimas que brillaban entre sus pestañas. Se dio la vuelta y continuó atravesando la multitud hasta alcanzar la salida del salón. Abandonó la casa y se dirigió a los establos.

Los cálidos olores de los animales le consolaron un poco, pero comunicó a Angelo que se marchaba, ensilló un caballo y se alejó. Subió en el tren nocturno con destino a Londres, y al llegar allí, a la mañana siguiente, embarcó en un navío que le llevó al Continente.

Habían pasado seis años entre ese día y el actual. Esa misma noche, Cameron había regresado a su habitación escapando de una aburrida fiesta, medio borracho, y había vuelto a encontrar allí a la hermosa Ainsley Douglas.

Algo mordaz y salvaje irrumpió en su ebriedad. Hizo bailar la llave en el aire y la atrapó con el puño mientras el silencio retumbaba de manera ominosa a su alrededor.

—¿Y bien? —preguntó él—. ¿Todavía no se le ha ocurrido ninguna explicación al respecto?

3

 

Ainsley Douglas se humedeció los labios, rojos y tentadores.

—¡Claro que sí! —dijo ella—. Docenas… Pero estoy intentando decidir cuál de ellas se creerá.

Ella estaba parada junto a la puerta, con aquel vestido gris que dejaba al descubierto la mitad de sus pechos. En su escote brillaba el mismo guardapelo de plata que lucía seis años antes. El elaborado peinado para el baile se había deshecho y la espalda de su vestido se había arrugado sin remedio. Parecía muy inocente mientras le observaba con aquellas pupilas dilatadas, pero Cameron sabía mejor que nadie que la inocencia de Ainsley Douglas no era real.

—Le propongo un trato, muchacha —planteó él—. Usted me cuenta la verdad y yo abro la puerta y la dejo salir.

Ainsley clavó en él, durante un largo rato, aquellos ojos grises que le conmovían. Luego se volvió hacia la puerta, tomó una horquilla del pelo y, doblando la cintura, se inclinó frente al cerrojo.

A él comenzó a palpitarle el corazón y se le espesó la sangre. No había vuelto a abrocharse la camisa ni el chaleco, que llevaba abiertos hasta la cintura, pero aún así no notaba la frialdad del aire. Tenía la piel caliente y la boca seca. Necesitaba otro trago. Uno bien generoso.

La posición que había adoptado Ainsley le ofrecía su trasero, mostrándole un leve movimiento de volantes fruncidos y la espalda arqueada. Uno de los rizos sueltos había caído sobre los omóplatos desnudos. El pelo era un poco más oscuro de lo que él recordaba, aunque conservaba algunos mechones más claros. El cabello rubio solía oscurecerse con la edad y calculó que ella tendría ahora unos veintisiete años.

Su anciano marido había muerto, y ella, según le había contado Isabella, dividía su tiempo entre ser una de las damas de honor de su severa Majestad y vivir con su hermano mayor y su respetable cuñada. La ingenua señora Douglas era una dama que había puesto su vida al servicio de los demás.

¡Pobre palomita!

Cameron se dejó caer en la cama y apoyó la espalda en el cabecero tras coger un cigarro de la mesilla de noche.

—Es una cerradura muy antigua —indicó al desnudo ovalo de la espalda femenina—. Buena suerte con ella.

—No se preocupe —repuso ella, escarbando en el cerrojo—. Todavía no me he topado con una puerta que no lograra abrir.

Cameron encendió el cigarro y el olor a azufre y a tabaco inundó sus fosas nasales.

—Sí, me olvidaba de que es usted toda una criminal. La última vez que estuvo aquí robó un collar. ¿Para qué ha venido esta vez? ¿Para chantajearme?

Ainsley volvió la cabeza hacia él con rapidez, tenía la cara sonrojada.

—¿Para chantajearle?

—No le aconsejaría que lo intentara con Phyllida Chase, paloma. Se la comería con patatas.

Ainsley le lanzó una última mirada de desdén y volvió a concentrarse en la puerta.

—¿Chantajear a la señora Chase? Seguro. Y le expliqué a Isabella lo del collar; realmente pensaba que era propiedad de la señora Jennings.

Cameron lanzó la cerilla apagada a una taza.

—Dejé de preocuparme por ese maldito collar hace mucho tiempo. Los malintencionados ardides femeninos no me interesan.

—Me alegra oír eso, lord Cameron —dijo Ainsley, centrando su atención en el cerrojo.

¿Por qué su nombre sonaba como música celestial en esos labios? Se reclinó en la cama y dio una larga calada. Debería de estar saboreando el aroma del cigarro, la mezcla del humo del tabaco con el brandy, pero podía haberse tratado de un palo encendido y no se hubiera dado ni cuenta.

Si no estuviera medio borracho, se limitaría a abrir la puerta para que saliera y se olvidaría de ella. Pero seguían llegándole destellos de aquella noche, seis años atrás; el ardiente calor de su piel, las caricias indecisas pero anhelantes, la respiración entrecortada cuando él le besó el pecho.

Ainsley Douglas era seis años mayor y aquel vestido gris no podía ser más horrible, pero el tiempo solo había servido para incrementar su belleza. Los exuberantes pechos amenazaban ahora con desbordar el corpiño, y sus caderas, más rotundas si cabe, le tentaban desde debajo de la falda. En su cara se reflejaba más experiencia sobre el mundo, lo que hacía que aquellos ojos grises le miraran ahora con un cierto escepticismo y que su control sobre sí misma hubiera adquirido cierta firmeza.

Si lograba convencerla de que se quedara esa noche, podría saborear por fin la sensual pasión de Ainsley Douglas, algo que le había obsesionado durante todos esos años. Ardiente, picante, suave… La presionaría contra la puerta, lamería su piel húmeda de sudor y le diría lo que en realidad quería a cambio de dejarla salir. Lo único que tenía que hacer era terminar lo que había iniciado seis años antes, entonces le ofrecería la llave y la dejaría en libertad.

Se obligó a apartar la vista de ella y a dar otra calada. Su errante mirada cayó sobre la chaqueta que había dejado caer antes sobre la cama; en la esquina de papel que sobresalía del bolsillo.

Se había olvidado de aquella nota, o lo que fuera que Phyllida le había deslizado en el bolsillo un rato antes. Le había susurrado que la guardara, y él lo había hecho sin prestar atención. Su ayuda de cámara, Angelo, debía de haberla encontrado y haber pensado que era lo suficientemente importante como para metérsela en el bolsillo de la chaqueta de gala.

Sacó el papel y lo desdobló. Era parte de una carta en la que no constaba ni encabezamiento ni firma. Arqueó las cejas cuando comenzó a leer. Era una tierna loa, repugnante para cualquier hombre viril, llena signos de exclamación y palabras subrayadas. El estilo era sentimental y exagerado y no parecía responder a la imagen que se había hecho de Ainsley Douglas.

Sostuvo el escrito en alto.

—¿Es esto lo que estaba buscando, señora Douglas?

Ainsley volvió a mirarle y se puso en pie lentamente. La sorpresa y la repentina desilusión en su rostro le dijeron todo lo que necesitaba saber.

—Eso no es suyo —afirmó ella.

—¡Dios del cielo!, eso espero. «Su honesta frente está coronada con una mirada de miel y sus músculos son iguales a los que luce Vulcano en su forja». ¿Cuánto tiempo le llevó inventar esta bobada?

Ainsley cruzó por encima de la alfombra y se detuvo junto a la cama con el brazo extendido.

—Démela.

Cameron miró la palma enguantada, que tan rígidamente le tendía, y se echó a reír. ¿De verdad esperaba que le devolviera la carta sin más? Quizá también esperaba que la escoltara a la puerta y se disculpara por hacerla sentir incómoda.

—¿A quién se la escribió? —Fuera quien fuera, no era digno de que esa hermosa mujer se tomara ese trabajo. Ni siquiera aunque se tratara de una carta tan patéticamente sentimental como aquélla.

Ella enrojeció.

—No es mía. Es de… una amiga. ¿Podría devolvérmela, por favor?

Él dobló la carta por la mitad.

—No.

La vio parpadear.

—¿Por qué no?

—Porque la quiere tener.

Ainsley notó una opresión en el pecho. Lord Cameron volvió a dejar caer la espalda sobre la cama riéndose de ella. En sus ojos brillaron destellos dorados mientras jugaba con la carta con dedos firmes. El chaleco y la camisa abiertos mostraban una V de piel cubierta por vello oscuro. Era un hombre que se había puesto cómodo para estar con su amante. El kilt se plegaba en torno a sus rodillas, bajo el dobladillo asomaba una de las cicatrices que había visto cuando la señora Chase alzó la tela.

Era rudo, poco caballeroso, bruto y peligroso. La gente decía que Lord Cameron coleccionaba material erótico, que acumulaba tanto libros como piezas de arte. Ella no veía señales de que fuera mentira. De hecho, la pintura que había sobre la mesilla, una mujer sentada en el borde de la cama poniéndose las medias, rezumaba una desvergonzada sensualidad.

Pero, a pesar de que cualquier dama debería mirar a lord Cameron con desaprobación, e incluso con aprensión, conseguía que le hirviera la sangre en las venas. Avivaba sensaciones que llevaban muchos años muertas en su interior.

—Por favor, lord Cameron, deme esa carta. Es un asunto importante.

Cameron dio una calada al cigarro y le lanzó el humo a la cara. Ella tosió y agitó la mano.

—Está usted medio borracho —aseguró ella.

—No, estoy como una cuba. Y pienso seguir bebiendo. ¿Le gustaría acompañarme y tomar conmigo una copa de whisky, milady? Es el mejor que puede encontrarse en las bodegas de Hart.

Los Mackenzie poseían una pequeña destilería donde se producía el más fino whisky que se podía encontrar en Escocia y que suministraban a escogidos clientes en Inglaterra. Todo el mundo lo sabía. El negocio había sido muy modesto hasta que Hart tomó las riendas del ducado. Según le había contado Isabella, a partir de ese momento, Hart e Ian lo habían convertido en una provechosa fuente de ingresos.

Imaginó a Cameron bebiendo lentamente el whisky, lamiéndose una gota de los labios. Tragó saliva.

—Si tomo una copa de whisky con usted, ¿me devolverá la carta y me dejará marchar?

—No.

Ainsley emitió un suspiro exasperado.

—Es el demonio en persona, lord Cameron. El más enloquecedor y miserable…

Intentó hacerse con la carta con un brusco gesto, pero él la puso fuera de su alcance.

—No, no, señora Douglas. De eso nada.

Ella entrecerró los ojos y volvió a estirar el brazo, pero no para intentar hacerse con el papel, sino para darle un manotazo al cigarro. Este voló de los dedos de Cameron y cayó sobre el cubrecama, consiguiendo que él se apartara con un gruñido.

—¡Condenada mujer!

Ainsley se arrodilló sobre el colchón y agarró la carta que él había soltado para recuperar el cigarro. Al instante, se encontró tumbada sobre el lecho. Lord Cameron la cubría con su cuerpo y le apresaba las muñecas con mano firme por encima de la cabeza. Puede que estuviera borracho, pero era muy fuerte.

—Muy lista, señora Douglas. Lástima que no fuera lo suficientemente rápida.

Sin soltarle las muñecas, Cameron lanzó el cigarro a la taza, en la mesilla de noche, y le arrebató la carta. Luchó contra él, pero no consiguió nada; la mantuvo inmovilizada sin apenas inmutarse.

Observó cómo guardaba la carta en el bolsillo del chaleco antes de inclinarse sobre ella, quemándole la piel con el aliento. Iba a besarla, y ella había soñado con sus besos durante todos aquellos solitarios años transcurridos desde su primer encuentro. Había vuelto a revivir una y otra vez la agradable presión de su boca, el calor de su lengua. Ahora le permitiría que la besara otra vez. Sí, sin duda iba a ser un placer.

Más cerca. Más cerca. Cameron le acarició con la punta de la nariz la línea del nacimiento del pelo al tiempo que le rozaba la frente suavemente con los labios.

—¿A quién está destinada esta carta? —susurró él.

Ainsley apenas podía hablar.

—No es asunto suyo.

La sonrisa de Cam empujaba al pecado.

—Es usted demasiado inocente para tener amantes. Sin embargo, sé que mentir se le da de fábula.

—Ni miento ni tengo amantes. La carta pertenece a una amiga, ya se lo he dicho.

—Debe de ser una amiga muy querida para que no le importe arriesgar su reputación de esta manera. —Tomó la llave del bolsillo y le rozó los labios con ella—. Quiere que le dé esto, ¿verdad?

—Sí, nada me gustaría más que salir de aquí.

Él le lanzó una ardiente mirada.

—¿Está segura?

—Sí. —«O eso creo».

Cameron dibujó el contorno de sus labios con la fría y dura llave metálica.

—¿Qué estaría dispuesta a hacer para conseguirla, señora Douglas?

—No lo sé. —Esa era la verdad, pura y simple. Cualquier cosa que fuera lo que Cameron le pidiera, estaba dispuesta a dársela sin pensar.

—¿Me besaría?

Clavó los ojos en sus labios al tiempo que se humedecía los suyos.

—Sí. Sí, creo que sí.

—¡Qué dama tan atrevida está resultando ser!

—Eso parece. No he gritado ni le he abofeteado. Ni siquiera le dado un rodillazo entre las piernas.

Cameron le lanzó una mirada alarmada antes de estallar en carcajadas. Fue una risa sincera, tan ronca como su voz. La cama se estremeció. Sin dejar de reírse, alzó la mano y dejó caer la llave en su boca.

—¿Qué está…? —Las palabras de Ainsley quedaron interrumpidas cuando Cameron le cubrió la boca con la suya y saqueó su interior. Tenía los labios expertos y firmes, y su lengua se internó en su interior de manera indagadora.

Al poco, él alzó la cabeza otra vez, todavía con una sonrisa.

Notó que le había soltado las manos y ella se sacó la llave de la boca.

—Podría haberme atragantado, milord.

—No lo habría permitido. —Su tono fue de repente muy suave, el que usaba para convencer a los caballos más renuentes de comer en su mano. En aquel instante, ella percibió una gran soledad en sus ojos, un enorme vacío que parecía llenar cada resquicio de él.

Conocía muy bien aquella emoción, la sentía a menudo a pesar de estar rodeada de gente, aunque tenía familia y amigos que estarían a su lado en un momento si los necesitaba. Lord Cameron también tenía a su familia, los notorios Mackenzie; cuatro hermanos que no lograban mantenerse alejados de las portadas de los periódicos sensacionalistas, y un hijo, Daniel, que pasaba la mayor parte del tiempo en el colegio. Los dos hermanos menores de Cameron estaban casados y sus familias les mantenían ocupados; el hermano mayor, Hart, se había volcado en el ducado. Pero, ¿qué tenía Cameron?

Una punzada de compasión le oprimió el corazón y le acarició la cara.

Al instante, Cameron rodó sobre sí mismo, privándola de su intoxicante calor. Ella se encontró sentada en el borde de la cama, con la llave firmemente encerrada en su puño, antes de que él le empujara por el trasero para obligarla a ponerse en pie.

—Váyase —dijo él—. Ya tiene lo que quería. Váyase, quiero dormir.

Le tendió la mano.

—¿Y la carta?

—Olvídese de la carta. Váyase de una vez, mujer, y déjeme en paz.

Las barreras que les separaban estaban otra vez alzadas. Lord Cameron era duro e imprevisible. Tenía una nueva amante cada pocos meses, era ambicioso en las competiciones y ferozmente protector con sus caballos y su hijo.

«Caballos y mujeres», había oído decir a alguien con respecto a él. «Eso es lo único que le importa. Y por ese orden».

Pero, cuando escuchó aquello, todavía no había visto aquel brillante anhelo en sus ojos.

Cameron seguía conservando la carta y ella había perdido aquella batalla, pero habría otra. Tendría que haberla.

—Buenas noches, lord Cameron.

La mano que le sostenía el brazo ya no era juguetona. Cameron la acompañó hasta la puerta y esperó mientras metía la llave en la cerradura antes de, prácticamente, empujarla fuera de la habitación. Sin mirarla, cerró la puerta a su espalda y ella escuchó el clic del cerrojo.

«Bien».

Contuvo el aliento antes de respirar hondo y se apoyó en la pared más cercana. Temblaba de pies a cabeza, notaba una enorme opresión en el pecho, y no solo por el obligado corsé. Todavía sentía el peso del largo cuerpo de Cameron sobre ella, la fuerza de su mano en las muñecas, la huella de su boca en la suya.

En aquellos seis años no había olvidado la sensación que le provocaba su contacto, el calor de su beso, lo fuerte que era. Ese hombre estaba prohibido para ella, fuera de su alcance, y no le importaban nada ni ella ni sus problemas. Todavía tenía la carta y tenía que recuperarla antes de que él se la devolviera a Phyllida o, peor todavía, se la diera a su hermano Hart. Si Hart Mackenzie supiera el tesoro que Cameron llevaba en el bolsillo con tanto descuido, el cruel duque no dudaría en usarla. Estaba segura.

Pero, en aquel momento concreto, solo podía pensar en la dura longitud de Cameron presionándola contra el colchón, en el calor de su aliento en la boca. ¿Qué se sentiría siendo su amante?

Maravilloso, pecaminoso; demasiado intenso para la sencilla Ainsley Douglas. Recordó que la había llamado ratón cuando la encontró acurrucada en el asiento, escondida junto a la ventana.

Cuando por fin se movió, alejándose de la pared, para dirigirse a la escalera de servicio, recordó algo que había visto muy claramente cuando él tenía sujetas sus manos por encima de la cabeza.

La floja manga se deslizó por el antebrazo revelando unas cicatrices en el interior del brazo. Unas marcas que, aunque se habían difuminado con el paso del tiempo, seguían siendo perfectamente redondas, de medio centímetro de diámetro. Reconoció la forma porque uno de sus hermanos tenía una marca similar a resultas de un accidente. Pero Sinclair solo había sufrido una quemadura.

Alguien, hacía mucho tiempo, se había divertido quemando repetidamente la carne de lord Cameron con un cigarro encendido.

 

La mañana se presentó perfecta para que Angelo montara a Jazmín y la dejara galopar en el único prado que no estaba demasiado anegado de agua para los caballos. Él los observó a lomos de uno de sus campeones, ya retirado de las carreras, mientras su hombre daba rienda suelta a la yegua.

Cameron sintió el poder del caballo que montaba, el aire en el rostro, la urgencia de la velocidad… Todo pareció funcionar para arrancarlo de aquel estado de atontamiento en que se hallaba. Solo se sentía realmente vivo a lomos de un caballo u observando su elegancia y su poder mientras galopaba. Algunas veces sentía la misma oleada de vida cuando se encontraba enzarzado en mitad de la pasión con una mujer. Pero, durante el resto del tiempo, llevaba una existencia a medias. Caminaba por la vida pero apenas disfrutaba de ella.

Había una excepción: las dos veces que se había topado con Ainsley Douglas en su dormitorio. Las dos veces que la tocó sintió aquella urgencia, un sonoro rugido de excitación cuando la euforia inundó su cuerpo a raudales.

No había dormido después de que ella se marchara. Había intentado apaciguar la lujuria y la cólera con whisky y tabaco, pero no había funcionado. Por eso estaba allí, con la cabeza palpitante y la boca seca, intentando entrenar al caballo más desafiante que se le hubiera presentado en su vida.

Jazmín era una potrilla de tres años, capaz de alcanzar una velocidad increíble, a la que casi habían destruido cuando la obligaron a correr en las grandes carreras antes de que estuviera preparada. Su dueño, un estúpido vizconde inglés que respondía al nombre de lord Pierson, la había pasado de un entrenador a otro en rápida sucesión, encontrando defectos en la labor de cada uno de ellos y transfiriendo el animal al siguiente sin mirar atrás. Pierson le despreciaba y no lo disimulaba. Cameron se dedicaba a entrenar sus propios caballos y, en ocasiones, los de otros caballeros. Pierson, según él mismo había dicho, opinaba que un caballero debía contratar a gente para que realizara aquellos trabajos serviles.

Pero él no le veía la lógica a poseer caballos si no podía entrenarlos. Sabía desde que era muy joven que tenía un don con las bestias. No solo podía extraer lo mejor de cada una de ellas, sino que hasta los garañones más salvajes le seguían por los prados como corderitos y se mostraban contentos cada vez que entraba en un establo.