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La pasión tenía un precio Sandra Marton ¿Era demasiado alto el precio a pagar por esa pasión? Lucas Vieira necesitaba un traductor para cerrar un importantísimo acuerdo de negocios, y también una mujer que se hiciera pasar por su novia para librarse de la esposa de un colega. Así que, ¿por qué no matar dos pájaros de un tiro? A la lingüista Caroline Hamilton le surgió la oportunidad de ganar un buen dinero de forma decente. Pero cuando conoció a su cliente, se dio cuenta de que no jugaban en la misma división… El príncipe indomable Annie West La pasión que había entre ellos era tan fuerte, que podría durar toda la vida. El príncipe Alaric de Ruvingia era tan salvaje e indómito como el principado que gobernaba. Las mujeres se peleaban por calentar su cama, pero él se aseguraba de que ninguna se quedara. Entonces, llegó la remilgada archivera Tamsin Connors y descubrió un sorprendente secreto de estado… Tamsin consiguió captar la atención de Alaric, que se sintió atraído por su pureza y enseguida la nombró ¡amante de su Alteza! Per tenía que ser sólo un acuerdo temporal… El sabor de la pasión Helen Bianchin Había anhelado hacerla suya... A Lily Parisi unas vacaciones en Milán le parecían ideales. Su mundo se había visto sacudido hasta los cimientos al sorprender a su novio engañándola, sin embargo, ahora estaba decidida a seguir adelante con su vida... ¡sola! Pero en Italia se encontró con Alessandro de Marco y sus planes se modificaron un poco... Hacía tiempo que Alessandro deseaba a Lily, aunque jamás había intentado seducirla. Pero una vez que tuvo a su alcance lo que siempre había anhelado, le resultó imposible mantener el control...
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Seitenzahl: 534
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 466 - enero 2024
© 2011 Sandra Marton
La pasión tenía un precio
Título original: Not For Sale
© 2010 Annie West
El príncipe indomable
Título original: Passion, Purity and the Prince
© 2011 Helen Bianchin
El sabor de la pasión
Título original: Alessandro’s Prize
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-622-0
Créditos
La pasión tenía un precio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
El príncipe indomable
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
El sabor de la pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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LUCAS Vieira estaba furioso. El día no había ido bien. Aunque eso era quedarse corto: había sido un caos. Y ahora se estaba convirtiendo a toda velocidad en una catástrofe.
Había empezado con una taza de café quemado. Lucas no sabía siquiera que algo así pudiera existir hasta que su asistente provisional le preparó algo negro, caliente y aceitoso y le sirvió una taza.
Le dio un sorbo y lo apartó a un lado, abrió el teléfono móvil para ver si tenía mensajes y se encontró con uno del mismo periodista idiota que llevaba intentando entrevistarle desde hacía dos semanas. ¿Cómo había conseguido aquel hombre su número? Era privado, como el resto de su vida.
Lucas valoraba mucho su intimidad. Evitaba a la prensa. Viajaba en avión privado. A su ático de la Quinta Avenida sólo se podía acceder en ascensor privado. Su casa en el mar, en los Hamptons, estaba vallada; la isla del caribe que había comprado el año pasado estaba plagada de carteles de «No pasar».
Lucas Vieira, un hombre misterioso, le había calificado una publicación. No era exacto del todo. Había ocasiones en las que no podía evitar las cámaras, los micrófonos y las preguntas. Era multimillonario, y eso despertaba interés.
También era un hombre que había llegado a lo más alto de una profesión en la que el linaje y la procedencia significaban mucho.
Y él no tenía ninguna de las dos cosas.
O sí, pero no del tipo que se llevaba en Wall Street. Ni tampoco Lucas quería hablar de eso. Las únicas preguntas que llegaba a considerar eran las que se referían a la cara pública de la financiera Vieira, cómo había llegado a convertirse en una empresa tan poderosa, cómo Lucas había alcanzado tanto éxito a la edad de treinta y tres años…
Estaba cansado de que le preguntaran, así que finalmente había ofrecido una respuesta en una reciente entrevista.
–El éxito –había dicho con firmeza–, es cuando la preparación se encuentra con la oportunidad.
–¿Eso es todo? –había preguntado el entrevistador.
–Eso es todo –había contestado Lucas.
Entonces se había quitado el minúsculo micrófono de la solapa, se había puesto de pie, y había salido del estudio pasando por delante de las cámaras.
Lo que no había añadido había sido que para llegar a aquel punto, un hombre no podía permitir que nada, absolutamente nada, se interpusiera en su camino.
Lucas frunció el ceño, apartó la silla de cuero del enorme escritorio de madera de palosanto y miró sin ver a través de la pared de cristal que daba al centro de Manhattan.
Volvió a centrarse en el presente, y en cómo diablos iba a mantenerse firme ahora a aquella premisa.
Tenía que haber una manera.
Había aprendido la importancia de no permitir que nada se interpusiera entre un hombre y su objetivo años atrás, cuando era un niño de siete años, un menino da rua sucio y hambriento que vivía en las calles de Río de Janeiro. Robaba carteras a los turistas, comía de las basuras de los restaurantes, dormía en los callejones y en los parques, aunque en realidad uno no puede dormir demasiado cuando tiene que estar alerta a cada sonido y a cada paso.
Antes de eso, lo único que tenía era a su madre. Y entonces, una noche, un hombre al que ella había llevado a su chabola miró a Lucas, que trataba de hacerse invisible en una de las esquinas de la chabola, y dijo que no pensaba pagar por acostarse con una prostituta con su hijo mirando.
Al día siguiente, la madre de Lucas le llevó a las sucias calles de Copacabana, le dijo que fuera un niño bueno y lo dejó allí.
No volvió a verla nunca más.
Lucas aprendió a sobrevivir. A moverse continuamente, a correr cuando aparecía la policía. Pero una noche, Lucas no pudo correr. Estaba medio enfermo, delirante de fiebre, deshidratado tras haber vomitado lo poco que tenía en el estómago.
Estaba condenado.
Pero en realidad no lo estaba.
Aquella noche su vida cambió para siempre.
Con la policía iba aquel día una trabajadora social a la que le gustaba su trabajo. Se lo llevó a una sede que albergaba a una de las pocas organizaciones que veían a los niños de la calle como seres humanos. Allí le atiborraron de antibióticos y zumo de frutas, y cuando fue capaz de comer, le dieron alimentos. Le bañaron, le cortaron el pelo, le vistieron con ropa que le quedaba grande, pero eso no importaba.
Lucas no era ningún estúpido. De hecho, era muy inteligente. Había aprendido él solo a leer y a hacer cuentas. Ahora devoraba los libros que le dejaban, observaba cómo se comportaban los demás, aprendió a hablar apropiadamente, a recordar que debía lavarse las manos y los dientes, a dar las gracias y pedir las cosas por favor.
Y aprendió a sonreír. Eso fue lo más duro. Sonreír no formaba parte de quién era, pero lo hizo.
Pasaron las semanas, los meses, y entonces sucedió otro milagro. Una pareja norteamericana se pasó por ahí, hablaron con él un rato, y lo siguiente que supo fue que se lo iban a llevar a un sitio llamado Nueva Jersey y que ahora era su hijo.
Tendría que haber supuesto que no duraría.
Lucas tenía ahora muy bien aspecto. Pelo negro, ojos verdes, piel dorada. Olía bien. Hablaba bien. Sin embargo, en su interior, el niño que no confiaba en nadie estaba a la defensiva. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer, y la pareja de Nueva Jersey creía que los niños debían hacer lo que se les ordenara cada minuto y cada hora del día.
Las cosas se deterioraron rápidamente.
Su padre adoptivo decía que no era agradecido, y trató de inculcarle la gratitud a golpes. Su madre adoptiva decía que estaba poseído por el demonio, y le exigía que pidiera misericordia de rodillas.
Finalmente dijeron que nunca lograrían nada de él. Cuando cumplió diez años, le llevaron a un enorme edificio gris y lo entregaron a Servicios Sociales.
Lucas se pasó los siguientes ocho años yendo de una casa de acogida a otra. Dos o tres estuvieron bien, pero el resto… incluso ahora, siendo un adulto, apretaba los puños cuando recordaba algunas cosas por las que él y otros habían tenido que pasar. El último sitio fue tan horrible que la medianoche del día que cumplió dieciocho años metió las pocas cosas que tenía en una bolsa, se la echó al hombro y se marchó de allí. Pero había aprendido la que sería la lección más importante de su vida.
Sabía exactamente lo que quería. Respeto. Eso era todo, en una palabra. Y también sabía que el respeto llegaba cuando un hombre tenía poder. Y dinero. Él quería las dos cosas.
Trabajó duramente, recogió cosechas en los campos de Nueva Jersey durante el verano, hizo todo los trabajos manuales que pudo encontrar durante el invierno. Consiguió el diploma de graduado escolar porque nunca había dejado de leer, y la lectura llevaba al conocimiento. Entró en una universidad pública, asistió a clase cuando estaba agotado y muerto de sueño. Si a aquello se le añadían unos modales aceptables, ropa que cubría el cuerpo musculoso y esbelto del hombre en el que se había convertido, el camino a la cima parecía de pronto posible.
Más que posible. Era factible. A la edad de treinta y tres años, Lucas Vieira lo tenía todo.
O casi, pensó con ironía en aquel día que había empezado con un mal café y una secretaria inepta. Y no podía culpar a nadie más que a sí mismo.
Sintió un arrebato de ira al ponerse de pie y recorrer su enorme despacho.
Aquel repentino ataque de furia era una mala señal. Aprender a contener las emociones era también necesario para conseguir el éxito. Pero no era tan malo como el hecho de no haber captado que su actual amante estaba viendo de forma poco realística lo que ella llamaba «la relación».
Para Lucas no había sido más que una aventura.
Pero fuera lo que fuera, ahora estaba al borde del desastre. Iba a perder la oportunidad de comprar la empresa de Leonid Rostov, valorada en veinte mil millones de dólares. Todo el mundo quería los activos de Rostov, pero Lucas más que nadie. Añadirlos a su formidable imperio haría que compensara lo mucho que había trabajado para convertirse en quien era.
Unos meses atrás, cuando corrió el rumor de que Rostov quería vender y que iba a ir a Nueva York, Lucas asumió un riesgo. No le envió a Rostov cartas ni propuestas. No lo llamó por teléfono a su oficina de Moscú. Lo que hizo fue enviarle una caja de puros habanos, porque el ruso salía en todas las fotos con un cigarro puro en la boca. Y una tarjeta de visita, en cuyo anverso había escrito: Cena en el hotel Palace de Nueva York el próximo sábado a las ocho.
Rostov había mordido el anzuelo.
Disfrutaron de una agradable cena en un reservado. No hablaron de negocios. Lucas sabía que Rostov le estaba poniendo a prueba. El ruso comía y bebía abundantemente. Lucas comía poco y hacía que las copas le duraran mucho. Al final de la noche, Rostov le dio una palmada en la espalda y le invitó a Moscú.
Ahora, tras interminables viajes de ida y vuelta y arduas negociaciones a través de traductores, ya que Rostov apenas hablaba inglés, el ruso estaba otra vez en Nueva York.
–Comeremos juntos una vez más, Lucas, con una botella de vodka, y luego te convertiré en un hombre feliz.
Sólo había un problema. Rostov iba a llevar a su esposa. Ilana Rostov se había unido a ellos la última vez que Lucas estuvo en Moscú. Tenía un rostro bello aunque quirúrgicamente alterado. Se movía en medio de una nube de perfume y de los lóbulos de las orejas le colgaban unos pendientes de diamantes que parecían lámparas de araña del teatro Bolshoi. Hablaba inglés con fluidez y aquella noche había hecho de traductora para su marido.
Y también le había puesto la mano a Lucas en el regazo bajo el dobladillo del mantel.
Lucas se las había arreglado sin saber cómo para superar la cena. El traductor que él había contratado para aquella noche no se dio cuenta de nada, y Rostov tampoco.
Y el ruso iba a volver a llevar a su mujer aquella noche.
–Nada de traductores –aseguró con firmeza–. Los traductores son funcionarios. Pero por supuesto, puedes llevar a una mujer. Aunque mi Ilana se ocupará de ti tan bien como de mí.
Lucas estuvo a punto de reírse, porque tenía un as en la manga.
Se llamaba Elin Jansson. Elin, que había nacido en Finlandia, hablaba ruso con fluidez. Era modelo; era la actual amante de Lucas. Y le serviría de protección contra Ilana Rostov.
Lucas gimió, se acercó a la pared de cristal que había detrás del escritorio y apoyó la frente contra el frío vidrio.
Todo parecía muy sencillo. Tendría que haberlo imaginado. La vida no era nunca sencilla.
–¿Señor Vieira?
Lucas se dio la vuelta. Su asistente temporal sonrió nerviosa desde el umbral. Era joven y hacía un café horrible, pero lo peor de todo era que, dijera él lo que dijera para que se sintiera cómoda, seguía aterrorizada por él. Ahora mismo parecía como si deseara que se la tragara la tierra. Y no era de extrañar. Lucas había dado órdenes precisas de que no se le molestara.
–¿Qué ocurre, Denise?
–Me llamo Elise, señor –la joven tragó saliva–. He llamado pero usted no… –volvió a tragar saliva–. Ha llamado el señor Rostov. Le dije que estaba ocupado, tal y como usted me pidió. Y me dijo que le avisara de que la señora Rostov y él podrían retrasarse unos minutos y…
No siguió hablando.
–Ya me lo has dicho –murmuró Lucas crispado–. ¿Algo más?
–Yo sólo… me preguntaba si debería llamar al restaurante y… avisar de que sólo serán tres para cenar. Aquello iba de mal en peor. ¿Acaso sabía el mundo entero lo que había ocurrido?
–¿Te he pedido que lo hagas?
–No, señor, yo sólo pensé que…
–No pienses. Limítate a hacer lo que te digo.
A la joven se le desencajó completamente el rostro. Diablos, menos mal que iba a controlar sus emociones.
–Siento haberte hablado así, Denise.
–Me llamo Elise –repitió ella con voz temblorosa–.
Y no tiene que disculparse, señor. Yo sólo… quiero decir, sé que está usted triste.
–No lo estoy –aseguró Lucas forzando una sonrisa, como cuando era niño–. ¿Por qué iba a estarlo?
–Bueno, la señorita Jansson… cuando estuvo aquí hace un rato –volvió a tragar saliva–, el señor Gordon estaba en mi escritorio. No pudimos evitar oírlo. No pude evitar que la señorita Jansson pasara por delante de mí y luego, cuando entró en su despacho…
–Así que tenía público –murmuró Lucas entre dientes–. ¿Y qué hay de los trabajadores de las otras plantas? ¿También estaban escuchando?
–No lo sé, señor Vieira. Puedo preguntarlo, si es eso lo que…
–Lo que quiero –la interrumpió él–, es que no vuelvas a mencionar este asunto nunca más. Ni conmigo ni con nadie, ¿está claro?
La joven asintió.
Lucas se dijo que le subiría el sueldo a su secretaria habitual cuando regresara de vacaciones si le juraba que no volvería a dejar su puesto bajo ninguna circunstancia.
–Sí, señor. Y quiero que sepa cuánto lamento que usted y la señorita Jansson…
–Vuelve a tu escritorio –le espetó él–. Y no vuelvas a interrumpirme si no quieres acabar en Recursos Humanos cobrando el finiquito, ¿lo has entendido?
Al parecer. Denise, Elise o como diablos se llamara, se fue y cerró la puerta tras ella. Lucas se dejó caer entonces en la silla, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando al techo.
Maravilloso. En un par de horas iba a encontrarse con un hombre que hablaba poco inglés y con una mujer que sólo quería coquetear con él. No tenía traductor, y ahora su vida privada era tema de discusión entre sus empleados.
¿Y por qué no iba a serlo? Elin había montado toda una escena, exigiendo saber quién era aquella «rubia tonta» mientras arrojaba una foto sobre su escritorio. Había aparecido en Internet, en alguna página de cotilleos, le dijo. A Lucas le bastó una mirada para ver que se trataba de un milagro del photoshop, pero estaba tan bien hecho que la «rubia tonta» parecía estar encima de él.
Lucas alzó la vista sonriendo para decirle exactamente eso a Elin. Pero entonces vio sus ojos fríos, la línea dura de la boca, y de pronto los detalles nimios cobraron importancia.
La bolsa de maquillaje de Elin, que había dejado en un cajón de la cómoda. Los vaqueros, la camiseta y las zapatillas deportivas que había en el armario. Para poder volver a las siete de la mañana a su casa en taxi sin levantar sospechas, le había dicho en un ronroneo.
«Qué estúpido soy», se dijo Lucas. A Elin no le importaba el qué dirán. Además, la mitad de las mujeres de Manhattan se subían a taxis a primera hora de la mañana vestidas con la misma ropa que la noche anterior.
Y tal vez la parte más obvia de aquella mentira era que podía contar con los dedos de una mano el número de veces que Elin o cualquier otra mujer había dormido en su cama la noche entera.
Lucas no era partidario de eso. El sexo era sexo, y el sueño, sueño. Una cosa se hacía con una mujer, y la otra, solo.
–¿Te parece divertido haberme engañado?
–Elin se había puesto en jarras–. Estoy esperando una explicación.
Lucas se puso de pie. Elin era alta, pero él, con su metro noventa, la sobrepasaba con creces.
–Yo no engaño –dijo con frialdad–. Y yo no doy explicaciones. Ni a ti ni a nadie.
Ella se había quedado muy quieta, lo que para Lucas supuso un avance. Y entonces le explicó con calma cómo eran las cosas entre ellos. Estaban disfrutando de una aventura, pero nada más.
Elin le había gritado algo en finlandés. Algo que sin duda no era un cumplido. Y un segundo más tarde, se había marchado.
No pasaba nada, se dijo Lucas. De hecho hacía ya tiempo que tendrían que haberse dicho adiós. Pero entonces se impuso la realidad.
La cena. Leonis Rostov. Su esposa. Durante un instante, Lucas pensó en ir tras Elin y preguntarle si eso significaba que no iba a ir a cenar con él aquella noche…
Se dirigió hacia el armarito de madera de palosanto que había al otro lado del despacho, lo abrió y sacó una copa de balón y una botella de whisky escocés de malta.
Todo era culpa suya. Tendría que haber evitado mezclar los negocios con el placer, pero en su momento le pareció perfecto. Una mujer bella y sofisticada que sabría qué tenedor utilizar mientras traducía del ruso al inglés y del inglés al ruso. ¿Dónde diablos podría encontrar a una mujer así a aquellas horas de la noche?
–Se… señor Vieira.
–Maldición –murmuró Lucas dirigiéndose hacia la puerta.
Su asistente estaba temblando. A su lado, maldita sea, se encontraba Jack Gordon. Lucas le había contratado hacía un año. Gordon era brillante e innovador. Sin embargo, Lucas se preguntaba a veces si no había en Gordon algo más de lo que se veía a simple vista.
O tal vez menos.
Lucas giró la cabeza. Denise–Elise dio un paso atrás y cerró la puerta. Lucas miró con frialdad a Gordon.
–Más vale que esto sea bueno.
Gordon palideció, pero se mantuvo firme. Lucas no pudo evitar admirarlo por ello.
–Señor, creo que cuando escuche lo que tengo que decir…
–Dilo y luego sal de aquí.
Gordon aspiró con fuerza el aire.
–Esto no es fácil –volvió a tomar aire–. Sé lo que ha ocurrido entre usted y la señorita Jansson. Pero un momento, no estoy aquí para hablar de eso.
–Más te vale.
–Se suponía que ella iba a ir con usted esta noche. A esa reunión –se apresuró a explicarse Gordon–. El lunes por la mañana mencionó que Rostov no quería traductores profesionales, así que él hablaría con usted a través de su mujer y…
–Ve al grano.
–Conozco a alguien que habla ruso con fluidez.
–Tal vez no escuchaste bien todo lo que dije el lunes –aseguró Lucas con fría precisión–. Rostov no quiere que haya ningún funcionario presente esta noche. Así es como considera él a los traductores oficiales.
–Dani puede fingir que es su pareja.
Lucas torció el gesto.
–No creo que consiga hacerle creer al ruso que de pronto me gustan los hombres.
–Dani es una mujer, señor. Una mujer preciosa. Y también es inteligente. Y habla ruso.
Lucas sintió una punzada de esperanza. Pero entonces se enfrentó a la realidad. ¿Una mujer a la que no conocía para una velada tan importante como aquélla? De ninguna manera.
–Olvídalo.
–Podría funcionar, señor.
Lucas sacudió la cabeza.
–Es un acuerdo de veinte mil millones de dólares, Jack. No puedo arriesgarme a que esta mujer lo ponga en peligro.
Gordon se rió. Lucas entornó los ojos.
–¿He dicho algo gracioso?
–No, no, por supuesto que no. Conozco a Dani desde hace años. Es exactamente lo que necesita para esta situación.
–Y si estuviera lo suficientemente loco para decir que sí, ¿por qué razón lo haría ella?
–Porque somos viejos amigos. Lo haría como un favor.
Lucas apretó las mandíbulas. ¿Un acuerdo de veinte mil millones de dólares que dependía de un hombre que bebía demasiado vodka, una mujer que tenía las manos más largas que un pulpo y de otra mujer a la que no conocía?
Imposible. E imposible dejarlo pasar.
–De acuerdo –dijo bruscamente–. Llámala. Dile a…
–Dani. Dani Sinclair.
–Dani. Dile que la recogeré a las siete y media. ¿Dónde vive?
–Ella se reunirá con usted –se apresuró a decir Jack.
–En el vestíbulo del Palace. A las ocho en punto. No, que sea a menos diez –así tendría tiempo para pagar el taxi de la señorita Sinclair y librarse de ella si resultaba no ser adecuada para el trabajo.
–Dile que se vista de manera apropiada –se detuvo un instante–. Puede hacerlo, ¿verdad?
–Irá vestida de manera adecuada, señor.
–Y por supuesto, déjale claro que le pagaré por su tiempo. Digamos mil dólares por toda la velada.
Se dio cuenta de que Gordon contenía otra vez una carcajada. Lucas pensó con frialdad que si aquello no funcionaba, le despediría con cajas destempladas.
–Muy bien, señor
–Gordon extendió la mano–. Buena suerte.
Lucas miró hacia la mano extendida, reprimió una sensación de repugnancia que sabía que era absurda y aceptó el apretón de manos.
Jack Gordon regresó a toda prisa a su propio despacho antes de sacar el móvil y marcar un número.
–Dani, cariño, tengo un trabajo para ti.
Se lo explicó lo más rápidamente posibles. Dani Sinclair no era de las que hablaban mucho, pero tampoco los hombres le pagaban por ello. Cuando hubo terminado la escuchó suspirar.
–A ver si lo he entendido. Dices que un tipo…
–No es un tipo cualquiera, cariño. Es Lucas Vieira. Tiene más dinero que nadie. –¿Le has dicho que tendré una cita con él?
–Sí, pero no ese tipo de cita. Esto es una cena con
Vieira, un tipo ruso y su mujer. Tienes que actuar como si Vieira y tú tuvierais algo. Y tienes que traducir
–Jack se rió suavemente–. Supongo que sacarse ese título en lenguas cirílicas fue una buena idea después de todo.
–Estoy estudiando el postgrado –aseguró Dani–. Una chica tiene que pensar en su futuro –guardó silencio un instante–. ¿Cuánto has dicho que me va a pagar?
–Mil dólares.
Ella se rió.
–¿Has olvidado cuál es mi tarifa, Jack? Son diez mil por noche. Pero te haré un descuento especial. Cinco mil.
–Cielos, ¿por una cena?
–Y por supuesto, mi tarifa habitual si tu señor Vieira quiere algo más.
Jack Gordon se rascó la cabeza.
–Si quiere algo más puedes negociar directamente tú la tarifa.
Dani se rió entre dientes.
–Jack, eres un zorro. No le has dicho lo que soy. ¿Quieres que le dé un patatús?
–Quiero que me deba una –aseguró Jack Gordon con tono súbitamente frío–. Y así será, salgan como salgan las cosas.
–Estupendo. De acuerdo. Entonces, ¿cuándo va a ser esto?
–Creí que te lo había dicho. Esta noche. En el vestíbulo del Palace. Diez minutos antes de las ocho.
–Oh, pero yo…
Dani guardó silencio. Estaba muy bien cenar en un sitio increíble, hablar un poco de ruso y fingir que era la pareja de Lucas Vieira, el tipo duro, sexy y atractivo de Wall Street. Y mejor todavía si al final de la cena quería prolongar la velada.
Resultaba muy tentador. Si es que podía hacerlo. El problema era que ya tenía una cita aquella noche con un magnate del petróleo texano que venía a la ciudad una vez al mes como un reloj. Tenía que haber una manera de…
–¿Dani? Y la había. Podía conseguir cuatrocientos cincuenta sin hacer nada más que una llamada telefónica.
–Sí –dijo bruscamente–. Muy bien. En el vestíbulo del Palace a las ocho menos diez.
Colgó, buscó en la agenda del móvil y marcó un botón. Una voz femenina respondió al tercer timbre. Parecía tener prisa.
–¿Caroline? Soy Dani, la del seminario de Chejov. Escucha, tengo un trabajo de traducción para el que no tengo tiempo y he pensado al instante en ti.
Caroline Hamilton utilizó la cadera para cerrar la puerta de la cocina y se sujetó el móvil entre la oreja y el hombro. Dejó las bolsas de la compra para poder liberar una mano y cerrar los tres pestillos de la puerta.
¿Dani del seminario de Chejov? Caroline trató de recordarla mientras recorría los dos metros cuadrados que su casero insistía en llamar cocina. De acuerdo, Dani, una compañera del master de estudios rusos y eslavos. Alta, impresionante y vestida a la última moda. Nunca se habían dirigido la palabra más que para decirse «hola» y darse los teléfonos por si necesitaban intercambiar apuntes en alguna ocasión.
–¿Un trabajo de traducción, dices? –preguntó Caroline.
–Así es. Uno poco habitual. Implica cena.
A Caroline le rugió el estómago. No había comido. No tenía tiempo ni mucho menos dinero.
–Como supuesta novia de un tipo rico. –¿Cómo?
–Como te he dicho, es una cena. Te encuentras en el vestíbulo del hotel Palace con este guapísimo hombre de negocios y finges ser su novia. Hay otra pareja y ellos son rusos. Tu novio no habla ruso, así que tú le haces de traductora.
Caroline se quitó la chaqueta, se apartó la lisa melena de la cara y abrió mucho sus ojos de gacela.
–Gracias, pero paso. Suena muy, muy raro.
–Cien dólares.
–Dani, yo…
–Doscientos. Y la cena. Luego se acabó la noche y te vuelves a casa con doscientos dólares en el bolsillo de los vaqueros. Aunque por supuesto, no puedes llevar vaqueros –se apresuró a aclarar.
–Pues no hay nada más que decir, porque yo desde luego no tengo…
–Yo tengo una talla treinta y seis. ¿Tú?
–También, pero…
–Y treinta y siete de zapatos, ¿verdad?
Caroline se dejó caer sobre el taburete de madera de la cocina.
–Sí. Pero sinceramente…
–Trescientos –la interrumpió Dani–. Y voy de camino. Vestido, zapatos y maquillaje. Va a ser muy divertido.
En lo único en que Caroline podía pensar era en los trescientos dólares. No hacía falta ser lingüista para traducirlo en un buen pedazo del alquiler del próximo mes.
–Necesito tu dirección, Caroline. Se nos acaba el tiempo.
Caroline se la dio. Se dijo que debía ignorar el escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Y volvió a decírselo dos horas más tarde, cuando Dani la giró hacia el espejo y vio a…
–Cenicienta –dijo Dani riéndose ante la expresión de asombro de Caroline–. Oye, una última cosa, ¿de acuerdo? Deja que el tipo piense que eres yo. Verás, el amigo que me ha buscado esto cree que soy yo la que va a hacer el trabajo, y será más fácil para todos si lo dejamos así.
Caroline volvió a mirar su reflejo. El acondicionador de cincuenta dólares de Dani había hecho que su pálida melena adquiriera un brillo dorado. Los ojos le brillaban gracias a la sombra dorada que se había aplicado en los párpados. Tenía los pómulos y la boca de un delicado rosa, y el vestido era casi transparente, de color negro, y mostraba más pierna de la que ella había enseñado nunca sin estar en bañador o en pantalones cortos. En los pies llevaba puestas unas sandalias doradas con un tacón tan alto que se preguntó si sería capaz de caminar con ellas.
Ya no parecía ella misma, y eso la aterrorizaba.
–Dani, yo no… no puedo…
–Vas a encontrarte con él dentro de media hora.
–No, de verdad, esto no está bien. Mentir, fingir que soy tú, que soy la novia de ese tal Luke Vieira…
–Lucas –la atajó Dani con impaciencia–. De acuerdo. Quinientos. Caroline se la quedó mirando fijamente. –¿Quinientos dólares?
–Se nos acaba el tiempo. Dime sí o no. Caroline tragó saliva. Y dijo lo único que podía decir.
–Sí.
LUCAS volvió a casa, se duchó y se cambió de ropa. Camisa blanca, corbata azul y traje gris. Desenfadado y al mismo tiempo formal. Ahora lo único que tenía que hacer era calmarse.
El hotel estaba entre la Quince y Madison y el vivía en la Quinta Avenida, a sólo un par de manzanas. No le hacía falta llevar coche. Como cualquier neoyorquino, sabía que la mejor manera de cubrir aquella distancia era caminando.
Además, andar le daría tiempo para calmar su furia. Estaba que echaba humo, pero sólo él era responsable del lío en el que estaba metido. Había cometido un error al no darse cuenta de que Elin estaba intentando que su aventura fuera más lejos.
El elegante vestíbulo del Palace estaba abarrotado. Lucas encontró un lugar relativamente despejado que le ofrecía una buena vista de la entrada y luego consultó su reloj. Eran las siete cuarenta y cinco. Por si Dani Sinclair había llegado antes, miró a su alrededor en busca de la mujer de veintimuchos años, alta y de cabello castaño que le había descrito Jack Gordon.
–No se le pasará por alto su cuerpo –le había dicho a Lucas por teléfono hacía una hora cuando lo llamó para darle una descripción–. Una auténtica muñeca. Hecha para la acción, usted ya me entiende.
Lucas apretó los labios. No le gustaba el tono cada vez más zalamero de Gordon, y no tenía interés en saber si conocía íntimamente a aquella mujer. Siempre y cuando tuviera un aspecto presentable, pasara por su pareja y hablara ruso, se daba por satisfecho.
Había muchas mujeres en el vestíbulo. Algunas casaban con la descripción de Gordon, pero ninguna estaba sola. Lucas frunció el ceño y volvió a consultar su reloj. Habían pasado cuatro minutos.
A las ocho menos cinco, Lucas sintió cómo se le tensaban los músculos de la mandíbula. Sí, Rostov había dicho que su esposa y él llegarían tarde, pero si esa tal Sinclair no aparecía pronto…
Una mujer entró en el vestíbulo. Estaba sola. Lucas sintió una punzada de esperanza hasta que se dio cuenta de que no podía ser la mujer que estaba esperando. No había nada en ella que casara con la descripción de Gordon.
Tenía el cabello dorado, no castaño. No podía distinguir desde allí el color de sus ojos, pero sí que tenían forma felina. El rostro era ovalado y la boca de un suave rosa.
Incluso en la distancia se veía que era impresionante.
Lucas torció el gesto. Estaba allí para cerrar un importante trato de negocios. Además, pasaría algún tiempo antes de que deseara volver a estar con una mujer. El asunto de Elin le había dejado un mal sabor de boca.
Alzó la vista, miró de nuevo a la mujer a la cara… y vio que ella lo estaba mirando. Sus miradas se cruzaron durante un instante, y Lucas sintió algo parecido a un nudo en el estómago. Dio un paso adelante… y entonces la mujer apartó la vista.
Lucas se pasó la mano por el pelo y volvió a mirar la hora. Eran las ocho menos cinco pasadas. Podía llamar a la suite de Rostov, fingir una enfermedad repentina. No. Eso era el camino fácil. Además, él quería dejar las cosas arregladas aquella noche. Su única opción era seguir con la cena, dejar que Ilana Rostov hiciera de traductora, tratar de ignorar su mano en el regazo y…
–Disculpe, señor…
–¿Sí? –gruñó Lucas dándose la vuelta al sentir una mano en el brazo.
Entonces vio a la rubia de ojos de gata mirándolo. Tan de cerca descubrió que tenía los ojos color avellana y que era todavía más adorable de lo que le había parecido en un principio.
Era una mujer al acecho. Había muchas como ella en Nueva York, pero no estaba interesado. Nunca había pagado por tener relaciones sexuales y nunca lo haría.
–Yo… me preguntaba si usted… si usted…
–No.
Ella dio un respingo y palideció. Lucas sintió una punzada de culpabilidad.
–Mire, es usted una mujer muy guapa –dijo–. Me halaga que quiera tomar una copa conmigo, o cenar, o lo que sea…
–No –le interrumpió ella–. No es eso lo que…
–He quedado con alguien. Un asunto de negocios. Su tiempo se ha terminado, ¿de acuerdo?
Aquellos ojos color avellana lo miraron con frialdad.
–Tiene usted una interesante opinión de sí mismo, señor.
Lucas alzó las cejas.
–Eh, yo no soy quien ha…
–No estoy interesada en una copa. Ni en una cena –la mujer se puso muy recta–. De hecho preferiría tomar algo con Bob Esponja que con alguien tan maleducado y ególatra como usted.
Lucas parpadeó y se rió a pesar suyo.
–Tiene usted razón. Le debo una disculpa. Estoy de mal humor, pero no tengo por qué pagarlo con usted. ¿Hacemos una tregua? –le preguntó tendiéndole la mano.
Ella vaciló. Luego sus labios se curvaron en una sonrisa. Le estrechó la mano y Lucas sintió algo parecido a una descarga eléctrica.
–Tregua.
–Bien –él le sonrió–. Mire, de verdad que éste es un mal momento. ¿Por qué no le dejo mi teléfono? Llámeme mañana. O mejor todavía, déjeme su número y…
La rubia retiró la mano.
–No lo entiende –su voz volvía a ser fría–. No estoy tratando de… ligar con usted. Se supone que tengo que encontrarme aquí con un hombre. Un asunto de negocios, igual que usted.
Lucas entornó los ojos.
–¿Y qué aspecto tiene ese hombre?
–Ése es el problema. No lo conozco. Pero estoy segura de que es de mediana edad. Y seguramente sea feo. Y… ¿por qué me mira así?
–¿Cómo se llama ese tipo?
–No creo que eso sea asunto suyo –contestó la rubia alzando la barbilla. –¿Es por casualidad Lucas Vieira? Ella abrió la boca.
–Oh, Dios mío –murmuró–. Oh, Dios mío…
–No me lo diga –dijo Lucas–. Usted no puede ser…
¿Dani Sinclair?
–Tiene usted razón –parecía que la mujer se fuera a desmayar–. No puedo serlo, pero lo soy.
¿Éste era Lucas Vieira? ¿Este tipo alto, moreno y absolutamente espectacular? Se había fijado en él al instante. Y no había sido la única. Todas las mujeres del vestíbulo le habían lanzado miradas más o menos discretas a aquel hombre tan guapo que estaba allí solo, mirando hacia la puerta como si esperara a alguien.
Caroline se dio cuenta entonces de que Lucas tenía los ojos clavados en ella. El corazón le latió con fuerza; sintió una oleada de calor en el pecho, en el vientre, en la sangre. Así se sentía desde que había salido de su apartamento, como si hubiera entrado en una realidad diferente al asumir la identidad de otra mujer, al ponerse su ropa, al quedar con un desconocido y fingir que era su novia…
–Tendrías que haber estado aquí hace veinte minutos –le espetó entonces él.
–Lo sé. Pero el tráfico…
–Hubiera querido tener tiempo para que nos conociéramos un poco.
Caroline ya le conocía un poco. No era rico, sino inmensamente rico. No era guapo, sino tremendamente guapo. Encantador cuando quería y frío cuando pensaba que lo necesitaba.
El tipo de hombre que le gustaba a su madre.
Aunque no tan rico, por supuesto. Pero sí con demasiado dinero, demasiado poder y demasiada arrogancia.
Caroline nunca lo había entendido. Su madre era muy inteligente, muy lógica para todo lo demás. Había que serlo para criar a una hija sin dinero y sin marido. Pero se enamoraba una y otra vez del mismo tipo de hombre. Lo único bueno era que Caroline había aprendido de sus errores. Evitaba a ese tipo de chicos en el instituto y en la universidad.
Entonces, ¿qué diablos estaba haciendo allí aquella noche? No podía seguir adelante con aquello. No podía fingir que era la novia de Lucas Vieira ni la novia de nadie en un ambiente así.
–Señor Vieira –dijo precipitadamente–, creo que he cometido un error.
–Estoy de acuerdo. Pero las personas con las que hemos quedado no han aparecido todavía, así que…
–No debería estar aquí. No soy… no lo voy a hacer bien.
–Lo harás estupendamente.
Había un tono desesperado en su voz. ¿Cómo podía estar desesperado un hombre así? Le bastaba con chasquear los dedos para que cualquiera de las mujeres que había allí acudiera corriendo. De acuerdo, necesitaba una traductora. Eso podía hacerlo, pero nunca podría fingir que tenía una relación con él.
–Puedo hacerle de traductora. Pero lo demás…
–Lo demás es la parte más importante.
Caroline frunció el ceño.
–No lo entiendo. ¿Por qué es importante que finja que soy su pareja para esta noche?
–No sólo eso –él apretó los labios–. Mi amante. Tenemos que dar una sensación de intimidad, Dani. ¿Lo entiendes?
Caroline parpadeó. De acuerdo, ése era su nombre aquella noche. Dani.
–Pero, ¿por qué? –preguntó vacilante–. Si esto es una cena de negocios…
Para su sorpresa, se le tiñeron las mejillas de color.
–El hombre con el que tengo que hacer negocios tiene una esposa. Es una mujer… muy segura de sí misma. Agresiva, digamos. Cuando quiere algo, va a por ello –su sonrojo se hizo más intenso.
–¿Va a por usted?
–Se puede decir que sí –reconoció Lucas–. Por eso cuento con tu presencia para evitarlo.
Caroline tragó saliva.
–Señor Vieira…
–Lucas.
–Lucas, yo no puedo… no hay forma de que yo…
–¡Maldición! –miró por detrás de ella. Su expresión pasó de dura a grave.
Caroline se puso tensa.
–¿Qué ocurre? –trató de mirar hacia atrás, pero él le puso la mano en el hombro para evitarlo.
–No. Sigue mirándome. Son los Rostov, la pareja con la que hemos quedado. Vienen hacia aquí.
–Esto no está bien, señor Vieira…
–Por el amor de Dios, llámame Lucas. ¡Lucas! Los amantes no se tratan de usted.
–Pero yo no soy tu amante, y no quiero que nadie piense que…
–¡Lucas!
Una mano regordeta le dio una palmada en el hombro. El dueño de la mano también era regordete, pensó Caroline. Tenía los ojos pequeños, la nariz grande y una sonrisa de oreja a oreja.
–Leo –le saludó Lucas–. Me alegro de volver a verte.
Leo Rostov dirigió la vista hacia Caroline.
–Ah, ésta es tu mujer
–No –contestó Caroline–. Yo soy…
–Sí –la atajó Lucas con una risotada que no tenía ninguna relación con la presión de sus dedos sobre su piel cuando la atrajo hacia sí agarrándola de la cintura–. Pero es una de esas mujeres liberadas, Leo, ya sabes. Se enfada cuando la llaman «mi mujer» –miró a Caroline–. ¿No es verdad, cariño?
¿Había una nota de desesperación en la voz de Lucas Vieira? ¿Un brillo de agobio en sus ojos verdes? Bien, él solito se había metido en esto.
–¡Lucas!
Una mujer salió de detrás de la abultada figura de Rostov. Bastó una mirada para que Caroline lo entendiera todo. Ilana Rostov era espectacular. Gran melena. Grandes diamantes. Y por el modo en que estaba mirando a Lucas, sin duda se trataba de una leona cazadora.
–Lucas, Oh, cariño. Qué maravilloso volver a verte.
–Ilana
–Lucas apretó con más fuerza a Caroline contra sí–. Me gustaría presentarte a mi…
–Hola, ¿cómo estás? –dijo Ilana sin apartar los ojos de Lucas. Sonriendo y batiendo las pestañas, se acercó a él y le rozó el torso con los senos.
–Un beso, cariño. Ya sabes que así es como los rusos saludamos a los viejos amigos –sonriendo, se puso de puntillas y le rodeó el cuello con los brazos.
Lucas reculó, pero dio lo mismo. No iba a detenerse ante nada. O sí, pensó Caroline. Su tacón de aguja dorado clavándose en el pie de Ilana.
La rusa gritó y dio un paso atrás. Caroline le dirigió una mirada de perversa inocencia.
–Dios mío, ¿te he pisado? ¡Cuánto lo siento!
–Caroline ocupó el lugar que Ilana había dejado libre y la miró.
La expresión de su rostro valía oro; tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a reír.
–Lucas, cielo, estoy encantada de conocer a tus amigos, pero, ¿qué hay de la cena? –sin dejar de sonreír, se acercó todavía más a él–. Estoy muerta de hambre, cariño.
Caroline observó cómo una miríada de emociones le cruzaba el rostro cuando la sorpresa dio paso a la alegría… y luego a algo más oscuro y mucho más peligroso. Lucas la abrazó. Ella le puso las manos sobre el pecho y sintió el fuerte latido de su corazón.
–Sí –dijo él–. Yo también.
No estaba hablando de comida. Caroline sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿En qué momento se había hecho Lucas con el control del juego?
–Señor Vieira –dijo ella–. Quiero decir, Lucas…
Él se rió, inclinó la cabeza y tomó posesión de su boca de forma apasionada.
EL pequeño desliz de Dani llamándolo «señor Vieira» podría haber sido el final para Lucas. Ésa era la razón por la que la había besado. La única razón. Para convencer a los Rostov de que tenía una relación íntima con la mujer que estaba entre sus brazos.
¿Por qué otra razón iba a haberla besado? No la conocía, ni ella a él. No tenía ningún deseo de conocerla; había renunciado a las mujeres durante un tiempo.
Pero la mujer tenía los labios de seda. Y sabía a menta. Entonces dejó de pensar.
Todo lo que había a su alrededor desapareció. El ruido. La gente. Los Rostov. Era como si todos y cada uno de sus sentidos estuvieran únicamente concentrados en la mujer que tenía en brazos.
La estrechó más contra sí. Deslizó una mano hacia la base de su espina dorsal y la levantó ligeramente, lo justo para apreciar los contornos de su cuerpo mientras le cubría el rostro con la otra mano.
Sintió la suave presión de sus senos contra su pecho. El delicado arco de su pómulo bajo los dedos. Sintió cómo se ponía duro como el granito.
Le abrió los labios con los suyos. Ella emitió un gemido y Lucas pensó: «Eso es, bésame tú también». Y durante un instante la joven lo hizo. Luego se puso tensa. Iba a apartarse.
Lucas se dijo con admirable lógica que no podía permitirlo. Si eran amantes, tenía que recibir de buena gana sus besos en cualquier momento y circunstancia, no sólo en la cama.
Lo que le llevó a imaginársela en la cama con el dorado cabello alborotado sobre la almohada y los ojos ardientes por el deseo mientras entraba en ella…
Dani le clavó los dientes en el labio.
–¡Dios!
–Lucas se echó hacia atrás. Se tocó con un dedo. No había sangre, sólo furia. Rostov soltó una carcajada. Ilana subió las cejas hasta el nacimiento del pelo. Y Dani… Dani parecía a punto de echar a correr de allí. Maldición, no podía permitir que eso sucediera.
La vida le había enseñado muchas cosas a Lucas. Recuperación rápida. Control. Necesitaba poner todo aquello en práctica ahora. Consiguió sonreír mientras le pasaba la mano por la cintura.
–Vamos, cariño –dijo con una sonrisa seductora–. Sabes que no jugamos a estas cosas en público.
Otra carcajada de Rostov. Se hizo otro silencio y luego Ilana suspiró. Y lo mejor de todo fue el tono carmesí que cruzó el hermoso rostro de su traductora.
–No –dijo–. Nosotros no jugamos…
–Así es, cariño. No lo hacemos.
Caroline parecía debatirse entre la vergüenza y el deseo de asesinarle. Y eso hizo que a Lucas le resultara más fácil estrecharla con más fuerza contra sí.
–Si quieres tu recompensa, tendrás que esperar a que acabe la velada. Ya lo sabes, Dani.
Le estaba diciendo que si quería los mil dólares tendría que representar el papel para el que Jack Gordon la había contratado.
–¿Lo has entendido, cariño?
A ella le brillaron los ojos. Ahora no mostraban vergüenza ni miedo.
–Lo he entendido perfectamente, cariño.
Lucas se rió, La dama tenía agallas, y eso le gustaba. No estaba acostumbrado a verlo. Las mujeres no se le solían enfrentar, al menos hasta que ponía fin a la relación.
Rostov le dio un codazo en las costillas.
–Tu dama es una gata salvaje, Lucas.
Lo era. Era muchas cosas. Guapa. Inteligente. Experta en ruso, según parecía. Y tenía una boca dulce y una piel suave.
–Se está haciendo tarde –dijo consultando su reloj–. ¿Por qué no entramos directamente al restaurante y nos tomamos una copa allí?
–Tomaremos champán –dijo Rostov dándole una palmada en la espalda–. Cuando hayamos tratado un par de puntos, da?
Lucas inclinó la cabeza. Dani dijo algo en ruso, Rostov contestó y ella miró a Lucas.
–Quiere decir que hay un par de asuntos que le preocupan en el acuerdo, y quiere hablar de ellos.
Lucas sonrió. Su plan había funcionado. Rostov estaba dispuesto a cerrar el trato. Dani entendía los matices de la traducción. Y al verla ahora con las mejillas un tanto sonrojadas, el cabello un poco despeinado y los ojos brillantes, ni siquiera Ilana se cuestionaría su relación.
Podía relajarse. Sólo faltaban un par de horas de socialización. Luego Rostov y él se darían la mano y se dirían adiós, Ilana se convertiría en un mal recuerdo, le entregaría a Dani Sinclair un cheque por mil dólares y no volverían a verse nunca más.
Caroline se sentó en el restaurante frente a la mujer de la máscara congelada y se preguntó cómo podía haberse visto envuelta en aquella situación.
Todavía no podía creer que Lucas Vieira la hubiera besado de aquella forma, atrayéndola hacia sí, dejándole sentir el latido de su corazón, el calor de su cuerpo. La dureza de su erección.
Caroline agarró la copa de champán y se la llevó a los labios. El restaurante era un lugar pequeño, íntimo y elegante, igual que los clientes. Reconoció algunos rostros del cine y la televisión y de las portadas de las revistas. Los hombres exudaban poder y las mujeres iban vestidas de forma exquisita. Más de una había mirado hacia ella con envidia por contar con la atención de un hombre como Lucas. Pero no era real, y Caroline debía recordarlo. Aunque le resultaba difícil, porque Lucas se mostraba muy atento.
Y era extremadamente sexy, incluso cuando Rostov y él se enzarzaron en una intensa conversación sobre bebidas. Ilana tradujo para su esposo en voz baja y Caroline hizo lo mismo por Lucas.
Todo había salido muy bien, a excepción de esos momentos en los que Lucas le hacía alguna pregunta a ella o se inclinaba para escuchar lo que tenía que decir. Entonces apoyaba su oscura cabeza contra la suya y ella pensaba que sólo tenía que levantarla un poco para sentir el roce de su mejilla.
Incluso después, cuando se cerró el acuerdo y se sirvió otra botella de champán, el peligro no había terminado. Lucas seguía rozándola de cuando en cuando. El pelo. La mano. El hombro cuando colocaba el brazo en el respaldo del asiento y le rozaba la piel desnuda con los dedos.
Puede que formara parte de la farsa, o tal vez Lucas no fuera siquiera consciente de lo que estaba haciendo. Era un hombre acostumbrado a estar con mujeres, eso estaba claro. Pero cuando la tocaba…
Caroline se estremeció. Lucas, que estaba hablando con Rostov pero tenía la mano sobre la de Caroline, se inclinó hacia ella.
–¿Tienes frío, cariño? ¿Te dejo mi chaqueta?
¿Su chaqueta, que conservaría su olor y el calor de su cuerpo? –¿Dani? Si quieres yo te puedo dar calor. Ella clavó los ojos en los suyos. Algo brillaba en aquellas verdes profundidades. ¿Estaba jugando con ella?
–Gracias –dijo con suma cautela–. Estoy bien.
Lucas sonrió. A Caroline le dio un vuelco el corazón. Tenía la sonrisa más sexy que había visto en su vida. Lo tenía todo sexy: los ojos, el rostro, las manos, el cuerpo… y sus besos. Dejó escapar un leve gemido y Lucas alzó una ceja.
–¿Seguro que estás bien?
–Sí –se apresuró a responder ella–. Es sólo que… no sé qué pedir.
–Deja que pida por ti, mi amor. Quería decir que no, pero habría sido una estupidez.
Era más fácil leer a Chejov que leer aquella carta. Mayonesa negra de trufa. Espuma de eneldo. Pero el hecho de permitir que hiciera algo personal por ella la hacía sentirse incómoda.
–¿Dani?
–Sí –dijo–. Gracias, eso me gustaría.
Lucas se llevó su mano a los labios.
–Dos «gracias» seguidos. Debo estar haciendo algo bien.
Los Rostov sonrieron. Eso estaba bien. Después de todo, la actuación era en su honor. Tenía que recordarlo.
El camarero llevó el primer plato. Justo a tiempo.
Necesitaba comer. Llevaba horas sin probar bocado. Por desgracia, apenas fue capaz de probar un poco. Ni tampoco lo consiguió con el segundo plato. Estaba segura de que sería delicioso, pero su estómago se había puesto en huelga.
–Lucas –dijo con tono desesperado–. Yo…
Él la miró a los ojos y apretó las mandíbulas. Entonces le tomó la mano, volvió a besársela de aquella manera tan increíble y miró hacia Leo Rostov, que estaba contando uno de sus interminables chistes.
–Leo –dijo Lucas educadamente–, Dani está agotada. Vais a tener que perdonarnos.
Era una petición, pero también una orden. Ella se dio cuenta y Rostov también. Su rostro rojizo se ensombreció. No estaba acostumbrado a que otra persona dijera cuándo se acababa la fiesta.
–Lucas –susurró Caroline–. No pasa nada. Si tienes que…
–Lo que tengo que hacer –respondió con calma–, es llevarte a casa.
Caroline se dio cuenta entonces de que su pareja era muy arrogante, pero también muy auténtico.
Lucas sacó el teléfono móvil, llamó a su chófer para que estuviera en la puerta del restaurante, rechazó el intento de Rostov de pagar la cuenta y pidió otra botella de champán.
–Ilana y tú quedaos y divertíos –les pidió.
Entonces salieron a la calle y Lucas se giró hacia ella.
–¿Estás bien?
–Sí, gracias. Es que ha sido un día muy largo y…
Lucas tenía sus manos fuertes y cálidas sobre sus hombros. Estaban tan cerca que podía sentir su calor, ver el iris esmeralda de sus ojos. Caroline se estremeció.
–Maldición –gruñó él quitándose la chaqueta del traje y colocándosela por los hombros. Tal y como se temía, la tela conservaba su calor y su aroma.
–No –dijo al instante–. De verdad, yo no…
–Deja que te dé calor –le pidió él como había dicho hacía unos instante.
Sólo que esta vez no se trataba de una pregunta. Cuando alzó la vista para mirarlo, fue como si el mundo se detuviera.
–Diablos –dijo él con voz seca.
Podría haberle preguntado por qué dijo eso. Por qué su voz sonaba como arena. Pero habría sido una tontería, y ya había cometido suficientes, empezando por aceptar la proposición de Dani.
–Dani –dijo aquella única palabra con recelo, y ella emitió un gemido ahogado, dio un paso adelante y él le agarró de las solapas de su chaqueta y la atrajo hacia el calor de su cuerpo.
E hizo lo que llevaba toda la noche deseando hacer.
Inclinó la cabeza. Le tomó la boca. La besó suavemente y cuando ella se puso de puntillas y le echó los brazos al cuello, cuando abrió los labios a los suyos, la besó más apasionadamente.
–Dani –volvió a decir contra su boca.
Y Caroline sujetó el rostro de Lucas entre las manos y lo atrajo hacia sí para que el beso no terminara.
UN Mercedes negro y largo se detuvo en la entrada. Lucas entró y le tendió la mano a Caroline para ayudarla a pasar al interior de la limusina de cuero oscuro. Era como entrar en un mundo sólo para ellos. Sin luces, sin gente.
–Llévanos a casa –le dijo Lucas al chófer, que subió la mampara de separación y se quedaron a solas–. Ven aquí –dijo con voz ronca.
Y sin vacilar, Caroline se acurrucó en sus brazos.
El Mercedes se movió a toda prisa por las oscuras calles de la ciudad. Era como una carroza mágica cruzando un mar de sueños. Un amante de ensueño que la besaba y la colocaba sobre su regazo.
–Abre la boca –susurró Lucas–. Déjame saborearte. Ella gimió. Abrió los labios bajo los suyos mientras la limusina enfilaba por la Quinta Avenida.
–Llevo toda la noche deseando esto. Tenerte entre mis brazos, besarte. Dios, Dani, ere preciosa.
–Lucas, no…
–¿Quieres que pare? –se retiró lo suficiente para poder mirarla a los ojos.
Caroline le sostuvo la mirada. Lo que quería decirle era que se llamaba Caroline, que no era Dani…
–Si esto no es lo que quieres, dímelo ahora –le pidió él con brusquedad.
Ella sacudió la cabeza.
«No te pares. No te pares. No…».
Lucas la besó y el mundo desapareció por completo.
Parecía que estuvieran en el cielo, con la luz de la luna filtrándose por la ventanilla. La besó en el ascensor privado que llevaba a su ático, la besó cuando la tomó en brazos y la llevó a su dormitorio, la besó cuando la dejó en el suelo.
Le cubrió un seno, deslizó los dedos por el pezón de seda que anhelaba su contacto. Ardía en llamas por él.
–Dani –repitió Lucas, y juntos se apoyaron contra la pared. La boca de Lucas se apoderó de la suya; le levantó la falda para acariciarla con premura. Ella tembló, le sujetó el rostro con las manos y le ofreció los labios, la lengua y su deseo.
Lucas dijo algo en portugués y ella le desabrochó los botones de la camisa. Lucas la levantó y Caroline contuvo el aliento ante el impacto de su erección contra ella.
–Rodéame la cintura con las piernas –le pidió con un gruñido. Caroline obedeció y volvió a contener el aliento cuando él deslizó una mano entre ellos y entonces…
Y entonces entró en ella fuerte y caliente, seda sobre acero, estirándola, llenándola, y resultaba delicioso y aterrador, no era nada parecido a la única vez que había estado con un hombre, no se parecía a nada que pudiera haber imaginado.
–Lucas –sollozó–. Oh, Dios, Lucas…
Caroline gritó en éxtasis y sintió cómo volaba con él sobre las estrellas.
Lucas no supo cuánto tiempo estuvieron así, con Dani entre sus brazos y las piernas rodeándole las caderas, los dos jadeando mientras el sudor les perlaba la piel. Pudieron haber transcurrido horas. O minutos. Había perdido la habilidad de pensar con claridad.
Qué diablos, eso había quedado dolorosamente claro. Un hombre con cabeza no hacía lo que él acababa de hacer. Hacerle el amor a una mujer con la finura de un toro en celo.
Y sin protección. No se lo podía creer. ¿Cómo era posible que la pasión hubiera superado a la lógica?
–Por favor…
Dani le estaba hablando. Susurrando, más bien. Tenía el rostro hundido en su cuello, como si no quisiera mirarlo. Entre eso y el temblor de su voz, parecía estar molesta. ¿Y por qué no iba a estarlo?
–Dani –dijo con dulzura–. Mírame.
Ella sacudió la cabeza. Su cabello, aquella melena de seda dorada, se agitó alrededor de su cara.
–Cariño, ya sé que esto no ha sido…
–Por favor, bájame. Había una ligera nota de pánico en sus palabras.
Lucas asintió, la bajó al suelo y apretó los dientes para contener la repentina oleada de deseo que experimentó cuando su cuerpo rozó el suyo.
–Dani…
–Tú no lo entiendes
–Caroline levantó la cabeza; a él se le encogió el corazón al ver lo que reflejaban sus ojos–. Escúchame, Lucas. Lo que acabamos de hacer… yo nunca…
–Lo entiendo –él le sujetó el rostro–. Ha sido demasiado rápido. Culpa mía. Lo siento. Quería hacer las cosas bien. Pero te deseaba tanto que…
–No –ella le agarró las muñecas–. No es eso. Lo que quiero decir es que yo… yo…
–No te he dado suficiente tiempo.
Caroline soltó una pequeña carcajada de impotencia.
–Lucas, no estamos hablando de lo mismo…
–Claro que sí –insistió él–. Ha sido culpa mía. ¿Qué sentido tenía explicarse ahora?, pensó Caroline. Lo cierto era que después de lo que acababa de hacer, tener relaciones sexuales con un desconocido, estaba dispuesta visto lo visto a seguid adelante fingiendo que era una mujer capaz de hacer algo así sin sentirse culpable. Lucas nunca llegaría a saber que en realidad era Caroline Hamilton, no Dani Sinclair. No volverían a verse nunca más.
–Debes saber que estoy sano –dijo él con tono suave acariciándole un mechón de pelo.
Caroline parpadeó.
–¿Qué?
–Que estoy sano, cariño –se inclinó para rozarle los labios con los suyos–. De todas formas, tendría que haber utilizado preservativo. ¿Tú estás…?
Ella sintió cómo se sonrojaba.
–Sí –se apresuró a decir–. Estoy completamente sana.
En eso no mentía. La última vez que tuvo relaciones sexuales fue hacía tres años, así que era imposible que tuviera ninguna enfermedad de transmisión sexual.
Lucas apoyó las manos en la pared, una cada lado de ella.
–No quería decir eso. Me refería a si tomas la píldora.
La tomaba para regular su periodo, pero no hacía falta darle detalles.
–Sí –respondió sin poder evitar sonrojarse todavía más.
–Bien. Pero si algo saliera mal…
–Nada va a salir mal –respondió ella al instante.
Si aquella conversación duraba un segundo más, se echaría a llorar o a reír histéricamente. –¿Dani?
–No… no me llames así
–Caroline tragó saliva–.
Quiero decir… ese nombre nunca me ha gustado –sin poder evitarlo, las lágrimas le resbalaron por las mejillas–. Tengo que irme –dijo.
Pero cuando trató de marcharse, Lucas la sujetó por los hombros.
–Cariño –torció el gesto–. Maldita sea, te he hecho llorar.
–No –ella negó con la cabeza–. No, no es culpa tuya.
Lucas le levantó la barbilla para obligarla a mirarlo. Se le estaba corriendo el rímel. Estaba hecha un desastre. Un hermoso desastre, pensó mientras la estrechaba entre sus brazos.
–Te he hecho daño –gruñó él–. He sido demasiado brusco y demasiado rápido.
–No –murmuró Caroline en un sollozo–. Soy yo. Lo que he hecho, venir aquí, comportarme como una…
–Shh
–Lucas la abrazó y la acunó suavemente entre sus brazos hasta que la sintió relajarse un poco–. No hay que lamentar lo que ha sucedido. Ha sido algo...
¿Inesperado? ¿Imprevisto? Estar con una mujer era lo último que imaginaba que haría aquella noche, pero no se arrepentía. De hecho, el instinto le decía que lo que acababan de compartir sería algo que no olvidaría pronto.
–Ha sido algo maravilloso –dijo con dulzura–. Increíble. Y es culpa mía que para ti no haya sido igual.
–Pero sí lo ha sido. Maravilloso, quiero decir.
–Me alegro
–Lucas le deslizó los labios por los suyos–. Pero estoy seguro de que puedo hacerlo mejor.
–Es tarde –suspiró ella–. Y…
–Quiero desnudarte.
El sonido de su voz provocó que a Caroline le temblaran las rodillas.