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Paris era un guerrero inmortal poseído por el demonio de la Promiscuidad y con un atractivo irresistible que también suponía una pesada carga. Cada noche debía acostarse con alguien nuevo si no quería debilitarse hasta morir. Y la mujer a la que deseaba más que a ninguna otra estaba completamente fuera de su alcance… o eso había creído hasta ese momento. Sienna Blackstone había llevado en su interior hasta hacía muy poco el demonio de la Ira, que la atormentaba con la constante necesidad de castigar a todos los que la rodeaban. Sin embargo, entre los brazos de Paris, aquella joven vulnerable e insegura iba a encontrar una pasión y una paz desconocidas para ella. Hasta que estalló una batalla entre los dioses, los ángeles y las criaturas del Inframundo que podría separarlos para siempre…
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Seitenzahl: 642
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.
LA SEDUCCIÓN MÁS OSCURA, N.º 26 - Enero 2013
Título original: The Darkest Seduction
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2612-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Cuando yo hablo, los humanos tiemblan de miedo. Hablo y mi pueblo me obedece... pero aun así, tratan de destruirme. Mi salvación tiene alas del color de la medianoche, pero también es mi gran carga. Ella desata mi ira y es capaz de condenarnos a todos con un solo movimiento de su espada. He dicho.
Pasaje del diario privado de Cronos, rey de los Titanes.
Habla todo lo que quieras, pero yo voy a recuperar lo que me pertenece.
–Esa cólera...
–Lo sé.
Desde los cielos, Zacharel observaba el mundo que tenía debajo. Observaba mientras Paris, que en otro tiempo había sido un ser cordial, asesinaba a otro más de sus enemigos, los Cazadores. El ángel no habría sabido decir cuántas nuevas víctimas había sumado solo en la última hora. Hacía tiempo que había perdido la cuenta y, aunque se hubiese detenido un momento a repasar el número, la cifra habría cambiado un segundo después en el momento en que hubiese caído otro cuerpo, atravesado por las espadas cubiertas de sangre que empuñaba el guerrero.
Por supuesto, Paris, jadeante y empapado en sudor, se dio media vuelta para enfrentarse a dos nuevos adversarios con movimientos tan ágiles como letales... y tan imparable como una avalancha. Al principio parecía estar jugando. Un puñetazo capaz de romper huesos, una patada que aplastaba los pulmones. Se rio mientras pronunciaba las más terribles maldiciones. Pero muy pronto todo eso dejó de ser suficiente para aquel soldado poseído por el demonio y decidió pasar el filo de sus espadas por los tendones de los tobillos de sus enemigos, dejándolos completamente a su merced, fáciles de eliminar.
Paris se había ofrecido como cebo con el fin de atraer a aquellos Cazadores, que habían acudido, felices y ansiosos por hacer salir al terrible demonio que se había apoderado de él y así acabar con Paris para siempre. Por eso Zacharel no podía culpar al guerrero por defenderse, a pesar de los numerosos cuerpos que se amontonaban ya sobre un charco carmesí. Pero tampoco podía elogiarlo por ello.
No estaba asesinando por compasión, ni lo impulsaba una sed de venganza. No, lo que lo impulsaba eran un odio y una desesperación más ardientes que el fuego del mismo Infierno.
–Es como una manzana envenenada –le dijo Zacharel al ángel que tenía al lado. Como Paris estaba vinculado al demonio de la Promiscuidad, no era a los humanos, entre los que vivía, a los que correspondía eliminarlo, sino a los ángeles de Dios, que vigilaban los distintos reinos del mal–. Esa clase de veneno se extiende lentamente, pero corrompe por completo.
Alrededor de Zacharel caían copos de nieve, como ocurría siempre últimamente, el aliento se le condensaba delante de la cara. Cada uno de aquellos pequeños cristales de hielo debía recordarle todos sus pecados. Pero, a diferencia de Paris, Zacharel no se refugiaba en sus desgracias, no se alimentaba de ellas, ni las hacía crecer y crecer. A Zacharel ya no le importaba absolutamente nada.
En su lucha por destruir a los demonios que le habían arruinado la vida, había acabado con seres humanos «inocentes» y ese debía ser su castigo: cargar para siempre con la desaprobación de Dios.
–Para otros, esa manzana resulta muy suculenta –afirmó Lysander–, y están dispuestos a probar cualquier cosa que les ofrezca Paris.
Zacharel miró al hombre que le había enseñado a sobrevivir en el campo de batalla. Aquel guerrero de elite era una torre de músculos de fuerza inquebrantable. Llevaba una larga túnica blanca y sus majestuosas alas parecían ríos de oro fundido. El hielo de Zacharel también lo rodeaba a él, pero los pequeños pedazos no osaban a posarse sobre él. Quizá el hielo lo temía, como les ocurría a muchas otras criaturas, y con razón. En su mundo, él era juez y parte, su palabra era la ley.
–¿Eliminamos la tentación? –preguntó Zacharel, que desde hacía siglos ejercía de verdugo a las órdenes de Lysander.
–No, no voy a ordenar su asesinato –respondió Lysander con firmeza–. En estos momentos, Paris se puede redimir.
Eso sí que era algo inesperado. A pesar de la distancia que separaba el Cielo de la Tierra, Zacharel oía perfectamente los quejidos y los gritos que Paris provocaba en sus enemigos. Suplicaban clemencia, pero el eco de dichas súplicas resonaría hasta la eternidad sin que nadie les hiciera el menor caso. Y, con la determinación que caracterizaba a aquel Señor del Inframundo, eso no era más que el comienzo.
–¿Qué quieres que haga entonces?
–Paris está buscando a su mujer para liberarla del rey de los Titanes, que la ha convertido en su esclava. Quiero que lo ayudes, que cuides de él y de la chica. Pero en cuanto desaparezca el vínculo que la ata a Cronos, debes traerla aquí, donde vivirá toda la eternidad.
Eso era aún más inesperado. Aquella misión denotaba una indulgencia que Lysander solo había mostrado una vez en los miles de años que llevaba vivo y lo había hecho con otro ser inmortal poseído por un demonio: Amun, el amigo de Paris. Y solo porque se lo había pedido Bianka, la arpía con la que Lysander compartía su vida.
Seguramente también le había pedido que hiciera aquello y era bien sabido que Lysander no podía hacer absolutamente nada en contra de las artimañas de su compañera. Pero por muy enamorado que estuviese, tenía la misión de gobernar el Cielo y era el responsable de todo lo que allí aconteciera. ¿No debería entonces haberle pedido a otro ángel que hiciera lo que debía? ¿Ayudar a un demonio y llevar a otro para que viviera allí? Era horroroso.
Zacharel no puso objeción. A pesar de que él jamás había experimentado el deseo, haría todo lo que estuviese en su mano para curar a Paris del suyo, de manera que, cuando llegara la inevitable ruptura con aquella mujer, el guerrero no volviera a verse invadido por la ira.
–Paris se opondrá a perderla –después de todo lo que había hecho ya para encontrarla y salvarla y todo lo que haría muy pronto... claro que iba a oponerse, y se serviría de sus espadas para defender su opinión.
–Debes convencerlo de que estará mejor sin ella –le dijo Lysander.
–¿Será así realmente?
–Por supuesto –respondió sin titubear y con cierta furia.
No era necesario mostrarse tan firme, porque Zacharel sabía que Lysander jamás mentiría, no podría hacerlo.
–¿Y si no logro convencerlo de ello? –tenía que preguntárselo para que la amenaza del castigo por no hacerlo lo acompañara siempre y lo impulsara a cumplir la misión con éxito.
Lysander lo miró con unos ojos de un azul inmenso en el que se adivinaba la fuerza interior propia de un guerrero.
–Entonces estaremos perdidos, porque se avecina la mayor guerra que ha conocido el mundo. Esa chica nos conducirá a la victoria... a nosotros o a nuestros enemigos. Así de simple.
Muy bien. Cuando llegara el momento, Zacharel se haría con ella sin importarle cómo le afectara eso a Paris.
Paris lo odiaría y seguramente haría algo más que dejarse llevar por la ira. No había manera de evitarlo, pues la oscuridad se había apoderado de él y le había corrompido el alma más de lo que podría haberlo hecho cualquier veneno espiritual. Pero eso no iba a impedir que Zacharel cumpliera con su obligación.
Nada podría impedirlo.
Paris se bebió de un trago los tres dedos de whisky Glenlivet y le hizo una seña al camarero. Quería el vaso lleno e iba a conseguirlo por las buenas o por las malas. Pero poco después de beberse el primer trago, se dio cuenta de que ni siquiera un vaso entero serviría para calmarlo, ya que la furia y la frustración habían adquirido vida en su interior y chisporroteaban a pesar de la lucha que acababa de librar.
–Deja la botella –dijo en cuanto vio que el tabernero se disponía a servir a otro cliente.
Pero, por desgracia, Paris sabía que probablemente no le bastara con todo el alcohol que pudiera encontrar en un radio de diez kilómetros. Pero bueno, era un momento de desesperación.
–Claro. Lo que usted quiera –el muchacho soltó la botella y salió corriendo.
¿Tan peligroso parecía? Por favor. Se había lavado la sangre, ¿verdad? A ver. ¿No lo había hecho? Bajó la mirada. Mierda. Estaba cubierto de sangre de arriba abajo.
Bueno. No estaba en una taberna de humanos, así que las «autoridades» no iban a ponerle problemas. Estaba en el Olimpo, aunque el nombre de aquel reino celestial acababa de cambiar a Titania. En otro tiempo solo los dioses y diosas podían entrar allí, pero desde que Cronos se había hecho con el reino las cosas habían cambiado y ahora también se permitía el paso a vampiros, ángeles caídos y otras criaturas de la oscuridad que no dudaban en pasar allí el rato. Sin duda había sido una pequeña venganza contra el anterior rey, Zeus.
«Llama otra vez al tabernero», dijo Promiscuidad, el demonio que llevaba dentro y que lo controlaba. Y lo hacía enfurecer.
«¿Te acuerdas cuando yo quería fidelidad, monogamia?», respondió Paris dentro de su cabeza. «Bueno, no siempre conseguimos lo que deseamos, ¿verdad?»
Oyó en su interior un gruñido que conocía bien.
Apuró el segundo vaso de licor para enseguida hacer lo mismo con un tercero. El agradable ardor que le provocaron ambos hizo que se sirviera un cuarto. El alcohol le quemaba en el estómago y le inundaba las venas. Qué bien.
Sin embargo, su espíritu seguía tan lóbrego como siempre; la furia y la frustración que sentía no se dejaban mitigar. No podía deshacerse de la rabia que le provocaba el no haber sido capaz de salvar a una mujer a la que debería odiar, a la que odiaba, al menos un poco, pero a la que también deseaba en cuerpo y alma.
–Si le pidiera que se fuera, ¿lo haría? –dijo una monótona voz junto a él. Una voz acompañada por una ráfaga de aire gélido.
Paris no necesitaba mirar para saber que el que acababa de sentarse a su lado era Zacharel, extraordinario ángel guerrero y reputado asesino de demonios. No hacía mucho que se habían conocido, cuando el guerrero emplumado había ido a Budapest para acabar con Amun, el amigo de Paris. Si el viejo Zach se hubiese salido con la suya, habría acabado con dos espadas de cristal clavadas en la columna.
«Lo quiero», dijo el demonio.
«Que te den».
«Por fin pensamos del mismo modo».
«En estos momentos te odio».
Había habido un tiempo en el que el demonio había hablado a Paris con una frecuencia muy molesta, después el estúpido demonio del sexo había dejado de hacerlo y se había limitado a presionarlo para que se acostara con una persona u otra, sin importarle que fuera hombre o mujer y, mucho menos, lo que Paris pudiera sentir hacia ellos. Ahora había vuelto a hablarle y era aún peor que antes, porque deseaba a todo el mundo, especialmente a aquellos por los que Paris no sentía la menor atracción.
–¿Y bien? –le preguntó el ángel.
–¿Marcharme después de haber tenido que suplicarle a Lucien que me trajera aquí y sabiendo que no podría conseguirlo de nuevo? No, pero sí me gustaría saber por qué diablos te importa a ti mi paradero.
–No me importa.
Lo cierto era que a Zacharel no le importaba nada, algo de lo que uno se daba cuenta enseguida al tratar con él.
–Entonces piérdete.
Mientras daba cuenta de un quinto whisky, Paris observaba el espejo sucio que tenía delante para examinar el lugar. Del techo colgaban arañas que iluminaban el local, las paredes eran de mármol rosa, con decoraciones en madera de ébano y el suelo estaba salpicado de diamantes aplastados.
Había hombres y mujeres hablando y riendo, entre los que había dioses menores y ángeles caídos que intentaban encontrar la manera de volver al santo redil. «Bien vais intentando conseguirlo en una taberna. Estúpidos». Seguramente habría también algún demonio entre los presentes, pero Paris no habría sabido decir quién de ellos lo era.
Los demonios eran tan escurridizos como crueles. Podían pasearse por allí con su propio aspecto, luciendo orgullosos sus cuernos, sus garras y sus colas... y acabar decapitados por ángeles guerreros como Zach. O podían poseer el cuerpo de alguien y esconderse bajo la piel de otra persona.
Paris tenía miles de años de experiencia con esa estrategia de distracción.
–Me iré, tal y como me has sugerido tan finamente –dijo Zacharel–, después de que me respondas a otra pregunta.
–Está bien –otra cosa que Paris sabía por experiencia era que los ángeles eran tremendamente obstinados.
Así pues, lo mejor sería escuchar la pregunta, si no, acabaría con una nueva sombra. Se volvió hacia el ángel de cabello negro y ojos de color del jade y se quedó boquiabierto. Siempre le maravillaba el increíble magnetismo de aquellas criaturas. Daba igual el género o si tenían una personalidad completamente insulsa, siempre llamaban la atención, absolutamente siempre. Y, por algún motivo, Zacharel lo hacía de una manera más intensa que muchos otros.
Pero no fue ese magnetismo lo que llamó la atención de Paris esa vez. De sus majestuosas alas, que se alzaban por encima de los anchos hombros del ángel, caían copos de nieve como si de nubes de invierno se tratara.
–Estás nevando –el señor Obvio, ese era él.
–Sí.
–¿Por qué?
–Puedo contestarte, o hacerte una pregunta y marcharme –con la larga túnica blanca que solían llevar los de su especie, Zacharel debería haber parecido inocente y pulcro, pero más bien parecía el hermano malo de la muerte: sin sentimientos, tan frío como la nieve que caía de él y listo para matar–. Tú eliges.
No era necesario pararse a pensarlo.
–Pregunta.
–¿Deseas morir? –preguntó Zacharel con la misma sencillez con la que había dicho todo lo demás, al tiempo que el aliento se congelaba frente a su rostro, creando una especie de neblina que parecía salida de un sueño.
Sin duda estaba listo para morir, pensó Paris.
–¿Tú qué crees? –dijo porque, sinceramente, ya no sabía muy bien la respuesta a esa pegunta.
Llevaba siglos luchando por vivir, pero ahora se lanzaba constantemente al fuego y esperaba a quemarse. Le gustaba quemarse. ¿En qué clase de enfermo se había convertido?
El ángel le mantuvo la mirada sin inmutarse.
–Creo que deseas a cierta mujer más de lo que deseas a nadie, o a nada. Incluso la muerte... o la vida.
Paris apretó los labios.
Se llamaba Sienna Blackstone. En otro tiempo había formado parte de los Cazadores y siempre había sido su enemiga porque los Cazadores eran un exasperante ejército de humanos que querían liberar al mundo de los demonios de Pandora. Después había sido su amante durante un breve periodo de tiempo. Entonces había muerto y desaparecido. Hasta que la habían hecho volver de la tumba, con el alma unida al demonio de la Ira. Ahora estaba en alguna parte y estaba sufriendo. Cronos la había convertido en su esclava con la intención de utilizar a su demonio para castigar a sus adversarios, pero como había perdido el control sobre ella, iba a torturarla hasta conseguir someterla.
Sienna le había hecho cosas que no le gustaban, y sí, como ya había admitido, una parte de él incluso la odiaba, pero ni siquiera ella merecía un castigo tan cruel y eterno como el que se le iba a infligir.
«La encontraré y la salvaré». De Cronos y de él mismo. Paris no podía dejar de pensar que estaba sufriendo, pero una vez que solucionara eso, la olvidaría para siempre. Tenía que olvidarla.
–Sí, la deseo –acabó por decirle al ángel. No quería hablar de Sienna–. Menudo descubrimiento has hecho.
Zacharel agitó las alas, lo que hizo caer más nieve.
–En cuanto a ti, tengo la impresión de que, al margen de lo que tú desees, tu demonio se conforma con cualquiera al que le lata el pulso.
–A veces ni siquiera hace falta que tenga pulso –murmuró porque era cierto. Sexo, así era como había empezado a denominar a su oscuro acompañante, deseaba a cualquiera, pero solo una vez a cada uno. Con la excepción de Sienna, Sexo no permitía que Paris se excitara más de una vez con la misma persona.
¿Por qué con Sienna sí? No tenía la menor idea.
–Pero, ¿qué más da eso?
–A pesar de lo mucho que deseas a esa mujer, te acostaste con la futura esposa de tu amigo Strider. Es el Guardián de la Derrota y lo que hiciste complicó mucho su cortejo de la arpía.
–Te estás adentrando en terreno peligroso –eso no quería decir que Paris tuviera nada por lo que disculparse.
Aquel encuentro de una sola noche había tenido lugar semanas antes de que Strider y Kaia se comprometieran, cuando ni siquiera habían empezado a considerar la idea de hacerlo. Por tanto, Paris no había hecho nada malo. Al menos en teoría. El problema era que ahora sabía el aspecto que tenía Kaia desnuda y Strider sabía que lo sabía, lo que quería decir que los tres sabían que Sexo le hacía ver la imagen de su desnudez siempre que estaban juntos. Algo que Paris detestaba, pero que no podía evitar.
Zacharel inclinó la cabeza en un gesto reflexivo que resultaba aún más misterioso por culpa de la neblina helada que formaba su aliento.
–Solo quería señalar que has llevado a cabo otras conquistas en las que no has puesto demasiadas condiciones, por eso no comprendo que sigas obsesionado con Sienna.
Porque estando con Sienna había probado la monogamia por primera y última vez. Porque, inconscientemente, había sido el causante de su muerte. Porque cuando ella había muerto, había sentido que lo perdía todo.
–Eres muy exasperante –espetó Paris–. No quiero hablar más contigo.
Pero el ángel insistió.
–Creo que te sientes culpable por todos y cada uno de los corazones que rompes, por todos los sueños de felicidad que destruyes y por el sentimiento de culpa y de desprecio por sí mismos que provocas a tus conquistas cuando se dan cuenta de la facilidad con la que les haces olvidarse de las objeciones que sentían hacia ti. También creo que te consienten demasiado y que das lástima. No tienes derecho a andar llorando por ahí, lamentándote de tus problemas.
–¡Oye! Yo nunca he llorado –Paris dejó el vaso sobre la barra con tal fuerza que lo hizo añicos. Le empezó a sangrar la mano, pero apenas sintió dolor–. ¿Sabes una cosa? Creo que corres el riesgo de acabar despedazado por todos los rincones del local.
«Pero antes podemos hacerlo nuestro».
«Cierra la boca, Sexo».
–Aquí tiene –le dijo el tabernero al tiempo que le tiraba un trapo limpio. Le temblaba la mano. Seguía teniéndole miedo.
«Lo quiero».
«¡He dicho que cierres la boca!».
–Gracias –Paris se apretó la mano con el trapo antes de que alguien pudiera olerlo y verse afectado por las potentes feromonas que expulsaba su demonio.
Solo con oler aquel aroma, todos los que lo rodeaban se excitarían hasta el punto de no importarles dónde ni con quién estaban. Solo desearían a Paris y, si bien sería una terrible manera de acabar el día, al menos disfrutaría de rechazar a los hombres a puñetazos.
Pero las feromonas nunca lo envolvían a él. Sexo deseaba a todos aquellos que habían visto aquella noche. ¿Por qué no aprovecharse de dichas feromonas y hacer que también las clientas lo desearan?
Paris volvió a mirar a Zacharel, preguntándose si el ángel tendría algo que ver en todo aquello.
–Creo que esperas poder salvar a Sienna, y eso es bueno. Pero también creo que quieres quedártela después, y eso no es tan bueno. Por mucho que la desees y que sea tu única oportunidad de estar con alguien para siempre, tu demonio acabará por destruirla, porque los seres humanos no están preparados para enfrentarse a los demonios y, en el fondo, sigue siendo humana.
–¿Y qué me dices de su demonio? –le preguntó Paris.
–Si uno está mal, dos es peor aún.
–¡Ya está bien! –si continuaban así, la furia y la frustración acabarían apoderándose de él y se olvidaría de cuál era su objetivo esa noche–. No voy a quedarme con ella –lo haría si tuviera oportunidad y si ella lo aceptara, claro, pero eso era imposible.
–Estupendo. Porque no creo que le guste nada en lo que te has convertido.
Paris se pasó la mano sana por el pelo.
–Tampoco le gustaba lo que era antes –pero menos le gustaría ahora que había sobrepasado hacía tiempo la línea que separaba el bien del mal.
Siempre había sabido que lo que hacía era censurable, y, aun así, había seguido haciéndolo. Había matado, y de forma cruel, había seducido, mentido, engañado y traicionado. Y volvería a hacerlo una y otra vez.
–¡Pero sigues empeñado en salvarla! –exclamó Zacharel.
Sí. Era tan imbécil como los ángeles caídos que frecuentaban aquel lugar. Qué más daba. Lo sabía y no le importaba.
–Escucha, no voy a contestarte. No tengo por qué justificarme. Además, ¿a qué vienen tantas preguntas? Has dicho que solo sería una.
–Solo te he hecho una, lo demás han sido simples observaciones. Y tengo una más –Zacharel se inclinó hacia él y susurró–. Si sigues por ese camino de destrucción, acabarás perdiendo todo lo que amas.
–¿Es una amenaza? –Paris agarró al ángel por la pechera de la túnica–. Vamos, inténtalo, angelito. Veamos que...
Aire. Lo único que tenía en la mano y delante era aire.
Soltó un gruñido al dejar caer el brazo. Lo único que le confirmaba que Zacharel había estado allí era la temperatura a la que se le habían quedado las manos. Estaban prácticamente congeladas.
–¿Con quién hablabas? –le preguntó el tabernero, tratando de parecer relajado mientras limpiaba un trozo de barra que estaba ya limpio.
Cuando un ángel no quería que lo vieran, nadie lo veía, ni siquiera los de su especie. Así que solo Paris había visto a Zacharel. Estupendo.
–Conmigo mismo, parece ser, y prefiero hacerlo sin público.
Paris se preguntó si Zacharel seguiría allí o si ya se habría materializado en alguna otra parte. ¿A qué venía esa charla sobre que debía alejarse de Sienna? ¿Qué le importaba al ángel?
Paris soltó el trapo y se volvió a mirar a la concurrencia. Había varios guerreros mirándole con mala cara. ¿Por qué? Corrían el riesgo de ensuciar la elegancia del lugar con su sangre. Paris se llevó la mano a la nuca y trató de no pensar en Zacharel, ni en la amenaza que le había lanzado. Tenía cosas más importantes y peores de las que ocuparse. Había ido allí en busca de Viola, Diosa de la Vida del Más Allá, una diosa menor poseída por el demonio del Narcisismo, que ya debería haber aparecido.
Quizá había oído que él iba a ir y se había acobardado, en tal caso, él no podría culparla de hacerlo. Sus amigos y él habían robado y abierto la caja de Pandora, liberando así el mal que había dentro. Como castigo habían sufrido la maldición de albergar dentro de sí los demonios que habían dejado salir. Por desgracia había más demonios que guerreros y guerreras que pudieran albergarlos y, al desaparecer la caja, el resto de espíritus malignos habían tenido que buscar un lugar en el que alojarse. ¿Qué mejor lugar para los griegos que los desafortunados habitantes del Tártaro, la prisión para inmortales del Olimpo, de la que nadie podía huir?
Así pues, Paris era responsable en parte del lado oscuro de Viola, que había sido una de los prisioneros. Pero no era el único responsable, ya que la muchacha era una delincuente tan peligrosa como para que hubiera merecido que la encerraran lejos de los mismos dioses a los que a menudo se alababa por sus vicios.
Paris no sabía qué delito había cometido Viola y tampoco le importaba. Podría hacer lo que quisiera con él, siempre y cuando le diera la información que necesitaba. La última pieza del rompecabezas que debía completar para poder salvar por fin a Sienna.
Según los Cazadores a los que había asesinado esa misma mañana, Viola iba allí todos los viernes por la noche para jugar al billar y presumir delante de unas cervezas. Por lo visto, dichos Cazadores habían estado observándola con la intención de «persuadirla» de que se uniera a ellos. Así que, en cierto modo, le debía una.
«¿Dónde demonios está?», se preguntó una vez más, buscando con la mirada esa melena rubia, esos ojos color canela y ese cuerpo impresionante que...
Apareció envuelto en una nube de humo blanco.
Allí, en la única puerta del local, apareció una seductora mujer rubia con los ojos color canela. Paris se puso recto, en tensión, impaciente. Así de simple. Presa localizada. Objetivo fijado.
«La deseo», dijo Sexo mientras Paris observaba a Viola.
«Claro», respondió él con sequedad.
La nube de humo que había acompañado a la aparición de Viola se fue alejando de ella para revelar un diminuto vestido negro. Los tirantes acababan en un pronunciado escote que se extendía hasta el ombligo, donde lucía un piercing, y la micro minifalda apenas le cubría la ropa interior.
Si la llevaba.
Paris bostezó. Había estado con mujeres hermosas, feas y todo lo que cupiera entre medias, y había aprendido una lección: detrás de la belleza podía esconderse una bestia y podía haber una bestia escondida tras una belleza.
Sienna pertenecía al grupo de aquellas que escondían una bestia tras un aspecto increíblemente bello, al menos para él. Mientras que él se volvía loco de deseo por ella, ella había estado ideando cómo acabar con él. Y quizá Paris estuviese tan mal como el demonio que llevaba dentro porque una parte de él pensaba que incluso eso era sexy. Una mujer delgada como un junco había vencido a un guerrero curtido en mil batallas, y a él eso le parecía tremendamente excitante.
Sienna se consideraba poca agraciada y quizá en otro tiempo, Paris le habría dado la razón, pero desde el principio había visto en ella algo tentador. Algo que lo atraía y lo atrapaba. Ahora cada vez que pensaba en ella, veía una joya perfecta y sin igual.
«Concéntrate», le ordenó el demonio, que seguía deseando a aquella diosa menor, y él se reprendió a sí mismo.
Viola se echó la sedosa melena sobre uno de sus bronceados hombros y examinó el lugar. Los hombres la admiraban boquiabiertos, las mujeres trataban de disimular su envidia sin el menor éxito. Su mirada se detuvo en Paris, lo miró de arriba abajo, con los ojos entreabiertos, y luego hizo algo sorprendente, continuó observando a los presentes sin dedicarle ni un segundo más.
La última vez que al demonio de Paris le había fallado su poder de seducción con un posible compañero de cama había sido poco antes de que Paris conociera a Sienna. ¿Significaría eso que...? La impaciencia creció dentro de él hasta que sintió una vibración en su interior. Esa noche iba a obtener la información que buscaba, no le importaba lo que tuviese que hacer para conseguirlo.
Paris miró a Viola, esforzándose por que la expresión de su rostro denotase únicamente admiración. Tenía que cautivarla con su encanto, si aún recordaba cómo ser encantador. Después la obligaría a hacer lo que él deseaba, eso sí que recordaba perfectamente cómo hacerlo.
Sin hacerle el menor caso, Viola se agachó para sacarse un diminuto teléfono rosa de una de sus botas de cuero negro. Los hombres sonrieron e intercambiaron miradas de satisfacción como si acabaran de vislumbrar un rinconcito del paraíso. También los inmortales podían comportarse de un modo infantil. «Yo, nunca». Ella se puso a marcar sobre el pequeño teclado del teléfono, ajena a las miradas o quizá despreocupándose de ellas.
Paris frunció el ceño.
–¿Qué haces?
No era la mejor manera de entablar conversación, y menos si lo hacía en tono de acusación. Pero si Viola estaba pensando en pedir ayuda, en llamar a alguien que se enfrentara a él, incluso a un Cazador que lo matara, no tardaría en darse cuenta de que se había convertido en su rehén, y también en su informante.
–Estoy escribiendo algo en Screech. Es la versión inmortal de Twitter, que es lo que tenéis los seres inferiores –respondió sin levantar la vista hacia él–. Tengo montones de seguidores.
Vaya. Desde luego no era la respuesta que Paris habría esperado oír. Después de pasar tanto tiempo con los seres humanos, sabía que les gustaba compartir con el mundo hasta el pensamiento más intranscendente y estúpido. Pero era la primera vez que veía hacer lo mismo a una Titán.
–¿Qué les dices? –¿estaría Cronos entre esos «montones» de seguidores? ¿O Galen, el líder de los Cazadores?
–A lo mejor les estoy hablando de ti –en sus labios carnosos apareció una sonrisilla mientras seguía apretando teclas–. El Señor del Sexo está hecho un desastre, pero con ganas de ligar. A mí no me interesa, pero ¿debería ayudarlo para que seduzca a otra persona? Enviar –por fin levantó la mirada y le clavó aquellos seductores ojos castaños–. En cuanto me conteste alguien, te lo digo. Hasta entonces, ¿quieres saber alguna otra cosa sobre mí antes de que me dé media vuelta y pase de ti?
El Señor del Sexo, eso era lo que había dicho. Lo que quería decir que sabía quién era, lo que era, y sin embargo no había huido de él, no le había insultado, ni le había gritado por sus actos. Era un buen comienzo.
–Sí, hay algo que quiero saber. Se trata de algo personal, muy importante para mí –en otras palabras: «Ni se te ocurra escribirlo en Screech».
–Vaya. Me encantan los asuntos personales e importantes de los que se supone que no debo hablar, porque soy una persona muy generosa. Te escucho.
A pesar de acabar de confesar, del modo más enrevesado, que no tenía intención de ser discreta, dejó de escribir. Bien. Paris comenzó a hablar.
–Quiero poder ver a los muertos. ¿Cómo puedo hacerlo?
Ahora Sienna era un alma sin cuerpo, un alma que él no podía percibir con ninguno de sus sentidos. Solo aquellos que estaban en íntima comunión con los muertos podían verla, oírla y tocarla. Pero se decía que Viola conocía un truco que hacía que no fuera necesario tener ese don.
Viola parpadeó y Paris se fijó en que llevaba las pestañas pintadas del mismo tono rosa que el teléfono.
–Te diré lo que acabo de escuchar. Bla, bla, bla, yo, yo, yo. ¿Y qué hay de mí?
Paris apretó la mandíbula. Una cosa era ser encantador y otra ser un imbécil. Él no era un imbécil. Al menos no siempre.
–Muy bien, te diré algo sobre ti. Tú puedes ver a los muertos y vas a enseñarme a hacerlo –una orden que más le valía acatar.
Viola arrugó la nariz.
–¿Para qué quieres tú ver a los muertos? Si siguen por aquí, ocasionan problemas y... ah, espera un momento. Ya he resuelto el misterio, porque soy muy inteligente. Quieres ver a tu amante humana asesinada.
La furia de Paris salió a la superficie de inmediato con una intensidad capaz de levantar ampollas. No le gustaba que nadie mencionara siquiera a Sienna; ni Zacharel, ni mucho menos aquella extraña diosa menor aficionada al chismorreo. Debía proteger a Sienna, incluso en eso.
–Verás...
–Calla. No hace falta que me lo confirmes –Viola le dio una palmadita en la mejilla, como si quisiese mostrar dulzura con su poca capacidad mental–. Sobre todo porque no puedo ayudarte.
Trató de alejarse, pero Paris la agarró de la mano.
–¿No puedes, o no quieres? –había una gran diferencia entre una cosa y otra. Si se trataba de la primera, Paris no podría hacer nada al respecto. Pero, si era la segunda, Viola iba a descubrir lo que era capaz de hacer con tal de hacerla cambiar de opinión.
–No quiero. Hasta otra –Viola retiró la mano, sin imaginar que estaba desatando una furia incontrolable. Se alejó de él hacia el fondo del local, meneando el trasero y golpeando el suelo con los tacones.
Paris la siguió, apartando a todos aquellos que se interponían en su camino, que protestaban con quejidos y gruñidos. Nadie intentó detenerlo, pues sin duda se daban cuenta de que era más fuerte y fiero que cualquiera de ellos.
–¿Cómo sabes quién soy? –le preguntó a Viola en cuanto la alcanzó. Empezaría por ahí y luego se encargaría de hacerle cambiar de opinión, por si lo uno dependía de lo otro.
Meneó de nuevo la cabeza de un modo exagerado, como si fuera una modelo que hubiese llegado al final de la pasarela. Paris era alto y estaba acostumbrado a mirar a las mujeres desde arriba, pero Viola apenas sobrepasaba el metro y medio de altura, con lo cual parecía una enana a su lado.
Sienna, sin embargo, tenía la altura perfecta; de pie, de rodillas o tumbado, Paris alcanzaba a tocar las mejores partes de su cuerpo sin problema alguno.
–Lo sé todo sobre los Señores del Inframundo –respondió Viola–. Me encargué de averiguarlo cuando me escapé del Tártaro y me enteré de que la situación en la que me encontraba era culpa vuestra.
Entonces sí que lo culpaba de que la hubiese poseído un demonio. Paris notó entonces que olía a rosas, un aroma que le llegó a la pituitaria y lo envolvió en una cálida sensación de paz.
Lucien, poseído por el demonio de la Muerte, hacía lo mismo con sus enemigos, los calmaba antes de asestarles el golpe con el que acababa con sus vidas.
La furia y la frustración de Paris enseguida espantaron la paz.
–Deja de hacer eso.
–Vaya, menuda mirada –dijo ella antes de mirarse las uñas rosas y susurrar–. Me encanta.
«Acaríciala».
Paris hizo callar a su demonio y decidió dar una nueva oportunidad a la estrategia de resultar encantador. Necesitaba la ayuda de aquella mujer de la manera que fuera y, si le fallaba el encanto, desataría la bestia que llevaba dentro y la dejaría actuar libremente... y no se refería a Sexo. Había mucha oscuridad dentro de él, una oscuridad que lo impulsaría a hacer lo que fuese necesario, por muy cruel que fuera.
No podía culpar a nadie salvo a sí mismo, pues había sido él el que se había expuesto a ello. Al principio se había abierto a la oscuridad mínimamente, apenas una rendija, pero el problema era que, una vez que entraba la más ligera brisa, no había manera de detenerla. Empezaban el viento, la tormenta, los rayos y relámpagos, hasta que uno ya no podía cerrar esa pequeña rendija... y tampoco quería hacerlo. Así era esa nueva oscuridad, el mal en su estado más puro, una entidad que, igual que Sexo, lo poseía irremisiblemente.
Paris pensó que debía mentir, engañar y traicionar. Como las otras veces.
Se inclinó sobre Viola, mirándola con gesto más suave y dejando que el deseo de su demonio aflorara a la superficie. Sintió que se le caldeaba la sangre y que el aroma de la excitación salía de él, embriagador como el champán, delicioso como el chocolate. No era Sexo el que estaba utilizando las feromonas, era él mismo. Detestaba hacerlo porque, al igual que les pasaba a los demás, acababa perdiendo la cabeza y se convertía en un ser hambriento. Pero lo peor era lo que obligaba a hacer y a desear a los demás.
–Viola, preciosa. Háblame. Dime lo que quiero saber –su voz era como una seductora caricia, llena de seguridad.
Pero, a pesar del efecto de las feromonas, Paris deseaba solo a una mujer, y no era Viola.
–Tenía intención de darte las gracias por mi demonio –dijo ella como si Paris no hubiese dicho nada, como si no sintiese su olor–. ¡Es genial! Pero cuando iba de camino a Budapest en busca de nuestro castillo, me olvidé por completo de ti. Seguro que lo comprendes –apartó la mirada de él para saludar a alguien–. Pero bueno, ahora que te tengo aquí, muchas gracias. Díselo también a los demás. Ahora vas a tener que... ¡Puaj! ¿Quién ha puesto ahí ese espejo? –exclamó con un chillido.
Su rostro se llenó de ira durante un instante para después dejar paso a una expresión de éxtasis inconfundible.
–Estoy preciosa.
–Viola –pasaron varios segundos durante los cuales ella no dejó de admirar su propia imagen, incluso se lanzó un beso a sí misma. Muy bien. Tendría que utilizar la otra estrategia–. Puedo hacerte suplicar que te acaricie, delante de todo el mundo. Créeme, llorarás y gritarás, pero no podrás saciarte porque yo no permitiré que lo hagas. Pero eso no es lo peor que puedo hacerte.
Transcurrieron unos segundos más sin que ella dijera nada.
La furia...
La frustración...
Crecían dentro de él. Deseaba hacer daño, matar.
Paris respiró hondo... sintió el olor a rosas... y soltó el aire. Bueno, esa vez permitió que el fuego de su interior se apagara antes de explotar y se calmó.
De pronto se le ocurrió que quizá Viola no pudiese evitarlo. Como bien sabía él, todos los demonios de la caja de Pandora tenían algún defecto, quizá aquel fuera el de ella. Al fin y al cabo estaba poseída por el Narcisismo, el amor a uno mismo.
Para comprobar dicha teoría, Paris dio un paso y se interpuso entre Viola y el espejo. Todo su cuerpo se puso en tensión, miró a un lado y a otro como si buscase a algún intruso que podría haber intentado hacerle daño mientras se encontraba indefensa. Comprobó que no había nadie alrededor y desapareció la tensión.
–¡Destruiré al culpable! –susurró Viola con furia.
Bravo. Había dado con su punto débil, algo que sin duda la sacaba de sus casillas.
–Concéntrate en mí, Viola –la agarró de los hombros y la zarandeó hasta que consiguió que lo mirara a los ojos–. Dime lo que quiero saber y saldrás ilesa de todo esto.
Pero seguía sin dejarse intimidar.
–Qué impaciente eres. Debería haberme acostumbrado, pero sigue siendo una pesadez que los hombres se enamoren de mí de ese modo.
–¡Viola!
–Está bien. Veamos lo que dicen mis fieles, ¿te parece? –levantó el teléfono y leyó lo que aparecía en la pantalla–. Cuatrocientos ochenta y cinco votos a favor de «Ayúdale dándole mi número de teléfono». Doscientos siete votos a favor de «¿Estás tonta? Móntalo como si fuese un caballo», y ciento veintitrés personas que dicen «Aléjate de él, perra. Es todo mío» –levantó la mirada hacia él con una sonrisa en los labios–. Ya ves, la gente ha dado su opinión. Así que te diré lo que quieras saber de los muertos.
La impaciencia pudo más que la alegría.
–Pues dímelo ya.
–Oye, tú, cerdo –se oyó una voz detrás de ellos.
Era uno de los tipos con los que Paris había chocado antes, que parecía haber reaccionado. Paris le apretó los hombros a Viola.
–Dímelo –en cuanto lo consiguiera se largaría de allí en busca de la verdad.
–¡Suelta a mi mujer!
Quizá no pudiera irse tan rápidamente. La sed de violencia volvió a aflorar en Paris al oír el tono de aquel tipo.
«Contrólate», le aconsejaba el sentido común. «Tienes la victoria al alcance de la mano».
–¿Es amigo tuyo?
–Yo no tengo amigos –respondió ella, apartándose un mechón de pelo de la cara con delicadeza–. Solo admiradores.
–Estoy hablando contigo, demonio –insistió el recién llegado.
La violencia crecía dentro de él, era como una nube negra que no se disiparía hasta que hiciera correr la sangre.
–Si quieres que este admirador en concreto siga con vida, sácame de aquí ahora mismo –siempre que alguien lo teletransportaba, Paris sentía ganas de vomitar, pero prefería eso a tener que perder más tiempo.
–No quiero –dijo ella–. Que siga con vida, quiero decir.
La nube negra invadió la mente de Paris hasta que solo pudo pensar en una cosa. Aquel tipo era un obstáculo en su camino hacia Sienna y lo único que se podía hacer con los obstáculos era eliminarlos. Cuanto antes.
Pero la voz de la razón le habló, iluminando su camino en medio de las tinieblas.
–Zacharel... el camino... la destrucción.
–Mírate al espejo, diosa –le ordenó aquel tipo a Viola–. No quiero que veas lo que le hago a este demonio.
Viola obedeció mientras maldecía, como si no pudiese controlar sus movimientos y detestara hacerlo. Un segundo después volvió a quedar completamente hipnotizada por su propia imagen.
La voz de la razón desapareció de su mente y se impuso la violencia. La muerte era inevitable. Paris se dio media vuelta para mirar a su rival.
Estaba a punto de correr la sangre.
Paris se había equivocado en algo. No tenía un rival. Tenía varios. Al descubrirlo sintió aún más impaciencia. El día iba mejorando por momentos. Antes había matado a un puñado de Cazadores y ahora, de postre, tenía un trío de ángeles caídos, a cual más grande. Llevaban el pecho descubierto, ¿sería una nueva moda? Podía ver las cicatrices de su espalda en el espejo que había en la pared.
Entre los tres formaban un muro de músculos, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas para repartir el peso del cuerpo entre ambas. Una postura típicamente amenazante.
«Los deseo», dijo Sexo, como si fuera algo nuevo.
–No vais a salir de esta –los amenazó. Últimamente no podía permitirse dejar supervivientes porque tenían la mala costumbre de volver en busca de venganza.
–Te he visto –dijo el de la izquierda–. Sonríes y las mujeres caen rendidas a tus pies, pero dejará de ser así cuando te saque la columna vertebral por la boca. Después les diré a tus enemigos dónde estás. Sí, sé quién eres, Señor del Sexo, y también sé que los Cazadores están deseando tener el placer de matarte.
El de la derecha esbozó una sonrisa con la que parecía decir: «Sí, he perdido las alas y estoy encantado de ser malo».
–Me gusta cómo suena eso. Puede que me una a ellos solo para ver lo que hacen contigo cuando nosotros hayamos terminado.
El del centro, el más grande de los tres, le puso una mano en el hombro al que acababa de hablar para hacerlo callar. Tenía un halo blanco tatuado en el cuello, lo que quería decir que o acababa de caer, que aún tenía algún vínculo con los ángeles, o que le gustaba recordar los viejos tiempos. En cualquier caso, iba a acabar igual que sus amigos.
–Menos palabras y más dolor.
–Sí, más dolor –aceptó Paris al tiempo que desenvainaba sus dos puñales preferidos, cuyos filos brillaban como arcoíris.
–Oye, aquí dentro no se pueden utilizar armas –le advirtió el camarero–. Solo los puños.
El bar entero enmudeció y observó la escena con interés.
–Intenta quitármelas –así tendría más adversarios y habría más derramamiento de sangre. Lo que le reportaría más satisfacción.
–Eso sería injusto –dijo alguien.
Exacto. Sin hacer trampas, no era tan divertido. Pero, a pesar de lo perdido que estaba en el oscuro placer de la violencia, Paris seguía sabiendo fingir, así que ordenó a los puñales que desparecieran para que nadie pudiera verlos aunque siguieran en sus manos. Y, como eran mágicos, lo obedecieron.
–No me importa las armas que utilices –aseguró el del halo.
–No deberías haber venido por aquí –dijo el de la izquierda a la vez que descruzaba los brazos–. Este es nuestro territorio y tenemos que defenderlo.
–Vamos a asegurarnos de que no puedas volver nunca más –añadió el tercero, apretando los puños–. Va a ser divertido.
–Sin duda –respondió Paris, aproximándose a ellos–. Pero para mí.
Los tres se acercaron también.
Se encontraron en el centro. En cuanto los tuvo al alcance, Paris le lanzó una patada al de la izquierda al tiempo que le daba un puñetazo al de la derecha. El primero se encogió de dolor. El segundo murió en el acto. Paris lo había golpeado con el puñal invisible, que se le había clavado en la carótida.
Uno menos. Aún quedaban dos.
El del halo le lanzó un puñetazo, pero Paris se agachó justo a tiempo para que solo le diera al aire, el impulso le hizo girar sobre sí mismo. Cuando Paris volvió a ponerse recto se encontró con el de la izquierda, que había recuperado las fuerzas y se había abalanzado sobre él para tratar de desgarrarle la traquea con unas garras que antes no había tenido. Quizá por suerte, o quizá gracias a su talento, el muy bastardo movió la mano al ver que Paris cambiaba de posición y lo alcanzó en el tendón que iba del cuello al hombro. Le hizo un profundo desgarro antes de que Paris lo apartara de un golpe, y no pudo evitar que se llevara consigo parte de su piel y sus músculos.
Pero no le dejó marchar. Lo sujetó a pesar de que el del halo había vuelto a la carga, y consiguió golpearlo, primero en los riñones, para sorprenderlo e inmovilizarlo, y luego en el corazón, para matarlo. Murió del mismo modo que su amigo.
Dos menos. Solo quedaba uno.
Paris soltó el cuerpo sin vida y sonrió al oír el golpe seco que hizo al caer al suelo. Mientras tanto, el del halo seguía dándole golpes. Uno tras otro. Paris sintió el dolor en el ojo y luego en el labio. La sangre le caía por la cara y veía puntitos brillantes. Sexo parecía haberse escondido en algún rincón de su mente. Los puñetazos le hacían aterrizar sobre las mesas, sobre las sillas y sobre la gente.
Por fin consiguió esquivar uno de los golpes, lo que le permitió recuperar el equilibrio y volverse hacia su oponente con la intención de desgarrarle la pierna y hacerlo caer. Pero aquel ser que en otro tiempo había sido un ángel parecía conocer todos los trucos sucios y dio un salto justo a tiempo.
A un metro de distancia el uno del otro, se miraron mutuamente. Paris aún no había conseguido golpearlo ni una sola vez. Quería hacerlo e iba a hacerlo y, cuando lo tuviera inmovilizado, lo abriría en canal desde el ombligo hasta el cuello.
Por el rabillo del ojo vio un brillo de alabastro y oro entre las plumas de un ángel guerrero, y también la nieve que parecía haberse convertido en la acompañante fiel de Zacharel.
«Ese hombre desea a su mujer tanto como tú a la tuya. ¿Vas a castigarlo por ello?».
Aquellas palabras retumbaron en la mente de Paris, como un rayo de luz cargado de esperanza, y, para su propia sorpresa, la oscuridad perdió fuerza y pensó: «No, no quiero castigar a un hombre por luchar por la mujer a la que desea. Aunque en este caso el obstáculo sea yo».
–Seguramente voy a lamentar esto –dijo Paris, apretando los puñales con fuerza, por si acaso–, pero estoy dispuesto a dejarte marchar. Solo te lo ofreceré una vez. Lárgate y no te mataré. Así de simple. No voy a negociar.
Halo lo miró fijamente y levantó bien la cabeza. Paris no sabía quién era, pero no ponía en duda su atractivo de rockero punki. Tenía el pelo teñido del mismo color rosa que el teléfono y las uñas de Viola, una lágrima tatuada bajo cada ojo y un aro de acero en el labio inferior.
–No voy a irme. Esa mujer es mía y no voy a permitir que la hagas tuya, que te aproveches de ella y luego la abandones cuando hayas acabado.
Paris pensó que al final todo se reducía a eso, asqueado consigo mismo y con el insaciable deseo sexual de su demonio. Aquel tipo había dicho lo único que podría invalidar su decisión de no negociar. Tendría que probar otra estrategia.
–¿Viola te corresponde?
–Lo hará.
Lo mismo que había creído Paris de Sienna. Para ser sincero, seguía creyéndolo. Esperaba que hubiera algo que pudiera decir o hacer para conseguir que cambiara de opinión sobre él, para que lo deseara como él la deseaba a ella.
¿Tendría alguna oportunidad aquel ángel caído? Las hembras eran las criaturas más obstinadas que había en el mundo.
–Solo para que lo sepas, yo no deseo a Viola –dio un paso a la izquierda, su adversario hizo lo mismo, de modo que acabaron los dos dando vueltas lentamente.
A cada segundo, Paris se acercaba un poco más a lo que había sido en otro tiempo: un ser honrado y valiente. Sabía que no duraría, pero decidió dejarse llevar mientras pudiera.
–¡Mentira! –exclamó el del halo con la fuerza de un volcán–. Yo nunca había deseado a ninguna mujer y, sin embargo, a ella la deseo. Todo el mundo la desea.
–Yo no. Solo he venido a averiguar algo que me sirva para salvar a mi hembra. Nada más.
Se hizo un largo silencio mientras el del halo estiraba y doblaba los dedos una y otra vez, tratando de decidir si Paris estaba mintiendo.
–No –dijo y meneó la cabeza con la misma obstinación que habría mostrado una mujer–. No te creo. Llevas dentro la maldad de un demonio, no podrías controlarte. Si te dejo, acabarás aprovechándote de ella.
No lo haría. Estaba demasiado cerca de Sienna, por lo que iba a esperarla todo el tiempo que pudiera. Pero para ello tenía que seguir con vida. Muy bien. Era posible que acabara acostándose con Viola. La lucha por la supervivencia lo había obligado a hacer cosas terribles. Quizá debiera decirle que también Viola llevaba un demonio dentro, pero no creía que su adversario fuera ya capaz de pensar de un modo lógico.
Paris respiró hondo. La oscuridad volvía a crecer en su interior.
–Entonces acabemos con esto.
Pars...
–¡No! –gritó para acallar la voz de Zacharel que retumbaba en su cabeza–. Lo he intentado a tu manera y no ha funcionado.
Se lanzaron el uno sobre el otro. Paris sintió los puñetazos y el dolor que provocaban, pero se dio cuenta de que el del halo no se protegía bien. No le clavó un puñal en una zona vital como había hecho con los otros dos, quizá le había quedado algo de la luz de Zacharel, lo que hizo fue asestarle una puñalada en el muslo, desgarrándole ligeramente el músculo femoral.
El ángel caído siguió golpeándole sin darse cuenta de que, si no le cerraban la herida pronto, no tardaría en desangrarse. Cayeron los dos sobre una mesa y de ahí al suelo, llevándose consigo varios vasos. Los cristales le cortaron los brazos y la espalda, pero Paris siguió defendiéndose hasta que por fin consiguió apartar a su adversario.
Lo vio ponerse en pie y parecía tener la intención de volver a la carga, pero la hemorragia había terminado por dejarlo sin fuerzas, por lo que cayó al suelo, como una roca en el mar. Se había quedado blanco y tenía los ojos inyectados en sangre.
Los ángeles caídos no se recuperaban como los inmortales sino como los seres humanos; lentamente. Y a veces no lo conseguían.
–Has...
–Ganado –conseguido. Había acabado con los tres–. Haz que te curen esa herida y puede que te recuperes.
–Pero has... –lo miró con incredulidad–. Has hecho trampas. He sentido el filo de un puñal. ¡Muchas veces!
–Siento ser yo el que te lo diga, pero son cosas que pasan. Puede que quieras probarlo alguna vez. Además, dijiste que te daba igual las armas que utilizase.
Oyó un murmullo a su espalda.
Paris se dio la vuelta lentamente. La gente estaba más preocupada por recuperar el dinero de las apuestas que en escapar de él.
–¿Quién es el siguiente? –preguntó mientras la sangre que goteaba de los puñales, todavía invisibles, formaba dos charcos en el suelo.
De pronto todos tenían mucha prisa por desaparecer. Su marcha le permitió ver a Zacharel. El ángel tenía los brazos cruzados sobre el pecho y lo miraba con cara de preocupación.
–¿Sigues aquí? –le preguntó Paris a modo de reto–. ¿Tú también quieres algo de mí?
Zacharel frunció el ceño y desapareció en silencio.
¿A qué venía tanto interés?
¿Acaso importaba? Paris volvió junto a Viola con impaciencia. Seguía mirándose al espejo, así que guardó los puñales y se la llevó de allí. Para empezar, no quería tener que luchar con nadie más. Tampoco quería que el del halo sufriera más viéndola con él. Y, por último, no quería que Viola tuviese tiempo de cambiar de opinión sobre lo de darle la información que necesitaba. Entonces tendría que acostarse con ella.
El del halo los vio marchar, mirándola con deseo y a él, con odio. No había duda de que volvería en busca de venganza. «Tendría que haberlo matado». Aún podía hacerlo, pero prefirió no volver a terminar el trabajo. Zacharel podría volver y armar jaleo.
–Oye –dijo Viola, que por fin había salido del trance–. ¿Qué crees que estás haciendo?
«La deseo», dijo Sexo, saliendo de entre las sombras de su mente.
«No me hagas perder el tiempo. Tengo algo importante que hacer».
–Voy a ponerte a salvo –le mintió Paris–. No querrás que tus admiradores te agobien, ¿verdad?
–Claro que quiero –respondió ella, tratando de zafarse de él–. Voy a enseñarte algo sobre las mujeres. Nos gusta que nos admiren de lejos y que nos adulen de cerca.
Paris no necesitaba lecciones.
–Quería decir que esos admiradores tuyos no estaban tratándote como mereces. No son dignos de tu presencia.
Eso bastó para que dejara de resistirse.
–En eso tienes toda la razón.
Por supuesto, Viola no había apreciado el sarcasmo de sus palabras.
Paris se detuvo al llegar a un callejón. Era el lugar perfecto. La luna estaba tan cerca que solo tenía que alargar la mano para tocarla. Las nubes estaban aún más cerca, envolviéndolo todo en una bruma húmeda. El lugar estaba bien iluminado, pero nadie podría ver lo que allí sucedía.
Acorraló a Viola contra la pared, apretándola con su cuerpo para obligarla a prestarle toda su atención. Pero, por desgracia, ya la tenía toda puesta en el teléfono y estaba tecleando de nuevo.
«¡La deseo. La deseo. La deseo!».
«Púdrete».
–El Señor del Sexo está más cubierto de sangre que antes y... magullado... No me gusta nada lo que veo. Enviar.
Paris le quitó el teléfono de las manos, pero en lugar de tirarlo al suelo y pisotearlo como le pedía el instinto, volvió a guardárselo en la bota.
–Ya escribirás más tarde. Ahora vas a hablar conmigo. ¿Qué tengo que hacer para ver a los muertos? Acuérdate de que tus seguidores te han pedido que me ayudes.
Viola hizo un mohín, pero no tardó en hablar.
–Quema el cuerpo del alma que deseas ver y quédate con las cenizas. Por cierto, ¿te he contado que una vez me quedé con las cenizas de...?
Siguió hablando sobre lo que había hecho, sobre sí misma y sobre su vida, pero Paris no la oía, solo podía pensar en Sienna. Ya había quemado su cuerpo y se había quedado con las cenizas. No sabía por qué lo había hecho; no había podido separarse de lo poco que quedaba de ella. Desde entonces, llevaba en el bolsillo un pequeño frasco con una parte de dichas cenizas.
De alguna manera debía de haber sabido que acabaría necesitándolas.
–Pero tiene que haber algo más –dijo cuando Viola se calló por fin. Hacía unas cuantas semanas que Sienna había escapado de Cronos y había ido tras Paris, pero él no la había visto.
Paris no se habría enterado de nada de no haber estado con William, otro guerrero inmortal capaz de ver a los muertos, que le había dicho que había una chica muerta a sus pies. Por supuesto, Cronos no había tardado en localizarla y volver a encerrarla.
Algo por lo que pagaría muy caro el rey de los Titanes.
–Claro que lo hay. Tienes que mezclar las cenizas con ambrosías y tatuarte los ojos con la mezcla –aclaró Viola–. Te prometo que la verás. Si quieres tocarla, tatúate la punta de los dedos. Si quieres oírla, tatúate detrás de las orejas, y así sucesivamente. Me acuerdo una vez que...
Paris dejó de escucharla una vez más. Podía hacerlo. A muchos podría parecerle asquerosa la idea de hacerse tatuajes con las cenizas de un muerto, pero Paris habría hecho cosas mucho peores.
–¿Podré olerla? ¿Y lamerla? –preguntó, interrumpiendo el monólogo de Viola.
–Solo si te tatúas el interior de la nariz y la lengua. Una vez, estando en el Tártaro, yo...
–Espera.
«¡Ya está bien! No me interesa», dijo Sexo de repente. «Busca a otra persona».
Por una vez estaban de acuerdo.
–¿Hay algo más que deba saber? ¿Alguna consecuencia de la que debas advertirme?
–Paris.
Aquella voz que tan bien conocía hizo que Paris se diera la vuelta rápidamente con el estómago revuelto. La visita de Lucien siempre iba acompañada de malas noticias.
–¿Qué ocurre?
La presencia de Lucien, poseído por el demonio de la Muerte, tenía una enorme fuerza a pesar de la neblina que lo envolvía. Igual que Viola, Lucien podía teletransportarse de un lugar a otro con solo pensarlo. Tenía el cabello alborotado y los ojos, uno azul y otro marrón, llenos de preocupación. También tenía las mejillas manchadas y llevaba la ropa rasgada.
–Dado que te dije que no vinieras a buscarme hasta que te enviara un mensaje, deduzco que no has venido por eso –Paris se llevó las manos a los puñales, solo por costumbre–. Será mejor que me lo digas cuanto antes.
Lucien miró a Viola.
–Antes deshazte de ella.
La aludida se puso en tensión.
–De eso nada. No soy una cualquiera que se pueda dejar así como así cuando... Oye, tú eres el hombre de Anya –la indignación desapareció de su voz y de su rostro–. ¡Hola! Yo soy Viola. Aunque supongo que ya lo habrás imaginado porque mi reputación me precede y seguro que Anya te ha hablado de mí miles de veces.
Conocía a Anya, la diosa de la Anarquía. Una mujer con más pelotas que la mayoría de los hombres... porque se las había cortado a aquellos que habían sido tan tontos como para entrometerse en su camino y las tenía de recuerdo. Era lógico que Viola la conociera. Quizá fueran diosas menores, pero desde luego eran las dos una molestia mayor.
Lucien frunció el ceño.
–No, nunca...
–Deja de hablar de ti –se apresuró a decir Paris, antes de que su amigo ofendiera a la egocéntrica de Viola. Le hizo un gesto que Lucien entendió de inmediato.
–Sí, siempre habla de ti –mintió.
Viola se echó a reír.
–No hace falta que me digas algo tan obvio. Sé lo mucho que se habla de mí.
–Deberías poner algo sobre el hombre de Anya en Screech –le sugirió Paris–. Cuenta cómo es o cuelga una foto.
Ella lo miró con gesto serio.
–Yo solo cuelgo fotos mías, para que mis seguidores no se enfaden. Pero claro que voy a hablar de él. Las descripciones son otra de las cosas que hago de maravilla –sacó el teléfono y comenzó a teclear– ... pelo negro azulado, ojos de color chocolate. Está frente a mí...
Paris miró a la cara a Lucien, que parecía no entender nada.