La venganza de la princesa - Lorraine Hall - E-Book

La venganza de la princesa E-Book

Lorraine Hall

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Beschreibung

Bianca 3025 Ella estaba interpretando el papel de princesa. Él, jugando con fuego. Para vengar la muerte de sus padres, que fueron ejecutados por una traición que no habían cometido, Lisias Balaskas contrató a Alexandra, una joven sin pasado, para que se hiciera pasar por la princesa Zandra del reino de Kalyva, desaparecida veinte años atrás, en medio de un sangriento intento de golpe de Estado. Alexandra no recordaba nada de su infancia. Siempre había vivido en las calles, y había sobrevivido trabajando como espía. Cuando Lisias la contrató para hacerse pasar por la princesa, no se esperaba que fueran a saltar chispas entre ellos, ni tampoco que, por algún extraño motivo, sintiera que pertenecía a aquel lugar, que cada rincón del palacio le resultara familiar...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Lorraine Hall

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La venganza de la princesa, n.º 3025 - agosto 2023

Título original: Hired for His Royal Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801430

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AL imaginaba que alguna vez habría tenido un nombre de verdad, y un apellido, pero no lo sabía. Y nunca lo sabría. Tenía algunos vagos recuerdos de su infancia, de que la llamaban Alexandra y de que varias personas le habían enseñado a sobrevivir en las calles. No recordaba nada antes de eso, así que daba por hecho que sus padres habían muerto o que la habían abandonado y les daba igual lo que fuera de ella.

Una de las mejores maneras de sobrevivir en las peligrosas calles de Atenas era hacerse pasar por un chico. De hecho, aun a sus veinticuatro años, con su corta estatura y su constitución más bien enclenque podía pasar sin problemas por un adolescente si se vestía y se movía como tal.

Y en ese momento daba perfectamente el pego. Vestía unos pantalones holgados que disimulaban sus caderas, un abrigo con hombreras que hacía que sus espaldas pareciesen más anchas y unas botas viejas. El pelo, más bien corto, lo tenía recogido en la nuca en una pequeña coleta, con algunos mechones desiguales cayéndole sobre el rostro, y llevaba calada una gorra.

Se apoyó en la esquina del edificio frente al que estaba, en una calle llena de turistas, y paseó la mirada por el gentío mientras esperaba al tipo que había concertado el encuentro. El sitio lo había escogido ella. Siempre prefería calles muy transitadas para poder escabullirse entre la muchedumbre si las cosas se complicaban. Traficar con información tenía sus riesgos.

No solía aceptar trabajos de personas a las que no hubiera sido recomendada, ni aceptaba ningún encargo sin asegurarse antes de saberlo todo sobre cualquier potencial cliente, antes incluso de que hablaran con ella.

Esa tarde, sin embargo, no sabía muy bien con quién iba a reunirse. Pero la suma que le habían prometido era una tentación demasiado grande como para resistirse. Tal vez incluso pudiese dejar el negocio del espionaje. Al principio había sido emocionante, descubrir que como nadie prestaba demasiada atención a una pequeña mendiga, oía y veía cosas que a otras personas podían resultarles útiles y por las que estaban dispuestas a pagar.

Sin embargo, desde que había pasado de ofrecer información a que recurrieran a ella para conseguirla, su labor como espía se había vuelto más peligrosa. Como el encuentro de aquel día. Era posible que no fuese más que una trampa. Más de un pez gordo de Atenas andaba a la caza y captura del «muchacho» que había destapado sus fechorías.

La verdad era que estaba cansada de aquel disfraz, de las mentiras y los peligros a los que se exponía a diario. Querría poder ganarse la vida de otra manera, llevar una existencia más tranquila y más segura. Y quizá con aquel encargo lo conseguiría.

Estaba esperando a un hombre; era lo único que sabía. El tipo a través del cual el cliente había contratado sus servicios, un grandullón taciturno, solo le había indicado la hora en que su jefe se reuniría allí con ella.

Escrutó con cuidado a la gente que deambulaba por la calle. Algunos la miraban como nerviosos. Las mujeres, en particular, solían agarrar con más fuerza su bolso, sobre todo si ponía cara de pocos amigos. Sin embargo, la mayoría de los viandantes ni siquiera la miraba.

Cuando vio que pasaban varios minutos de la hora acordada empezó a inquietarse. Frunció el ceño, paseó de nuevo la mirada por los rostros que la rodeaban, y fue entonces cuando reparó en un hombre alto vestido con un traje blanco.

La gente se apartaba a su paso, como si ejerciera un misterioso poder sobre ellos. Tenía el aire imponente de un gladiador y, a pesar de su caro e inmaculado traje, estaba segura de que sería capaz de defenderse sin problemas en una pelea callejera.

Llevaba el oscuro cabello peinado hacia atrás y sus facciones esculpidas y su tez bronceada atraían la atención a sus ojos, unos ojos ambarinos de mirada penetrante. Al se obligó a mantener su postura indolente y su expresión beligerante, pero cuanto más se acercaba él, más difícil le resultaba.

Era tan alto que casi le tapaba el sol cuando se detuvo frente a ella. Ahora que lo tenía delante sabía quién era. Todo el mundo en Grecia lo conocía; era Lisias Balaskas, un multimillonario que había amasado su fortuna a partir de cero. La suya era una de esas historias que a la gente le encantaba contar, como muestra de que si él, que supuestamente se había criado en las calles, había llegado a donde había llegado, cualquier persona podía hacer lo que se propusiera. Decían que en su adolescencia había logrado un puesto de trabajo por encima de su posición social y había ido ascendiendo poco a poco, haciéndose más y más rico.

La miró de arriba abajo y dijo con sorna:

–Tú debes ser Al, supongo.

Ella intentó responder en un tono despreocupado, pero la voz le tembló ligeramente.

–Sí, soy yo.

Los labios del hombre se curvaron, como si lo divirtiera su nerviosismo, y murmuró:

–Excelente.

 

 

Lisias Balaskas tenía muchas dudas respecto a aquel muchacho. Aunque solo había oído alabanzas sobre sus dotes como espía, parecía algo apocado.

–¿Por qué no damos un pequeño paseo? –le propuso, con la esperanza de que el chico se relajara y no estuviera tan tenso.

Lisias sabía que resultaba un poco intimidante, y a menudo la gente, cuando acababa de conocerlo, apenas se atrevía a articular palabra. Sin embargo, no se esperaba esa reacción de un muchacho que, por lo que se contaba, había destapado los secretos de algunos de los hombres más poderosos y peligrosos de Grecia.

–Me han dicho que tiene un encargo para mí –dijo el chico mientras echaban a andar.

Lisias se fijó en cómo escrutaba a los demás transeúntes, con una mirada fría y analítica, como intentando detectar cualquier posible amenaza. Bueno, eso ya estaba más acorde con lo que esperaba de él. Quizá lo había descolocado momentáneamente percatarse de quién era y ahora, pasada la sorpresa inicial, había recobrado la compostura.

–Sí. Hay un rumor muy antiguo cuya veracidad querría que comprobaras –le respondió. Iba caminando con un aire despreocupado, pero estaba muy pendiente del chico porque quería ver cómo reaccionaba a sus palabras–. Es algo relacionado con el reino de Kalyva.

El muchacho no pareció sorprenderse; solo se encogió de hombros y contestó:

–No conozco ese lugar.

–Es una isla, una pequeña nación independiente gobernada por el rey Diamandis.

Un rey al que él, si pudiera, estrangularía con sus propias manos. Sin embargo, dado que no era una opción válida, se conformaría con destronarlo.

–Quiero que averigües todo lo posible sobre el asesinato de la princesa Zandra Agonas hace veinte años.

–¿Quiere que le consiga información sobre algo que ocurrió hace veinte años? –inquirió Al en un tono suspicaz, alzando la vista hacia él. Sin embargo, en cuanto sus ojos se encontraron, volvió a agachar la cabeza–. No será fácil.

–Toda la familia real fue asesinada en un sangriento golpe de estado… a excepción del actual rey. Según los rumores, el cuerpo de la princesa Zandra fue el único que no fue recuperado –continuó Lisias, haciendo caso omiso al escepticismo del muchacho–. Necesito confirmar, sin una sombra de duda, si eso es cierto. Tendrás que hallar la manera de granjearte la confianza del rey para descubrir la verdad, o lo que él cree que es la verdad. Por supuesto cubriré todos los gastos de tu misión, aparte de la generosa suma que mi hombre, Michalis, discutió contigo.

Seguía teniendo la impresión de que había algo raro en el muchacho, pero llevaba veinte años planeando aquella venganza. El rey Diamandis era la razón por la que sus padres habían sido ejecutados, la razón por la que él se había visto obligado a malvivir en las calles, siendo solo un crío, tras haber sido desterrado de Kalyva. Diamandis pagaría… por todo.

–Esta noche partirás hacia Kalyva con Michalis –prosiguió–. Le mantendrás informado de los progresos que hagas y él, a su vez, me informará a mí. Nadie debe saber que estás trabajando para mí. Si te descubrieran, las consecuencias serían tan nefastas para ti como para mí.

El muchacho miró tras de sí y Lisias lo imitó, preguntándose qué le preocupaba. ¿Qué alguien los estuviera siguiendo? ¿Tal vez la policía?

–Le cobraré más por tener que desplazarme –le advirtió Al.

–¿Acaso no fue lo bastante generosa mi oferta inicial?

Al se detuvo y lo miró irritado.

–No es una cuestión de generosidad; es la compensación que merezco por los riesgos que voy a correr. Además, sé lo rico que es.

–Lo rico que la gente cree que soy –puntualizó Lisias con una sonrisa socarrona–. Mi fortuna va mucho más allá de lo que se imaginan.

El chico puso unos ojos como platos y, para extrañeza de Lisias, pareció sonrojarse antes de apartar la vista.

–También quiero un adelanto –masculló.

–¿Para qué, para que te largues con el dinero y no vuelva a saber de ti?

Al se encogió de hombros.

–Llamémoslo un «seguro ante imprevistos».

Lisias lo agarró por el brazo y lo miró fijamente.

–Que esto te quede bien claro, chico: si tomas mi dinero y te largas, te aseguro que iré tras de ti y te encontraré, aunque tenga que perseguirte hasta los confines de la tierra.

El muchacho le sostuvo la mirada. Era más bien enclenque y de facciones delicadas. No acertaba a imaginar cómo había sobrevivido tanto tiempo en las calles, y más teniendo en cuenta cómo se ganaba la vida. Él al menos había contado con la ventaja de su fuerza y su estatura para salir de las peleas callejeras. Dudaba mucho que Al fuera capaz de defenderse ante un matón.

–Quiero un adelanto –insistió el chico soltándose–. O una señal –sacudió la cabeza hacia su reloj de muñeca–. Con eso bastará.

Lisias enarcó una ceja.

–¿Tienes idea de lo que cuesta este reloj?

Al esbozó una sonrisa bravucona.

–Me hago una idea, señor. Me lo quedaré a modo de fianza hasta que me pague; luego se lo devolveré.

Para su sorpresa, a Lisias lo divirtió el descaro del muchacho. Se quitó el reloj y se lo dio.

–No es un reloj cualquiera; si lo vendes y desapareces, a la policía le será muy fácil rastrearlo y dar contigo.

–Lo sé –contestó Al. Se guardó el reloj y volvió a pasear la mirada por entre la gente, vigilante–. Entonces… ¿cuándo y dónde?

–A medianoche; en el puerto deportivo –respondió Lisias. Le dio el número del embarcadero donde estaba amarrada su embarcación–. Mi guardaespaldas, Michalis, estará esperándote allí. Si en una semana no me has conseguido la información que necesito, reconsideraré nuestro acuerdo.

Al no estaba mirándolo, sino que lo escuchaba con la cabeza gacha. Cuando acabó de hablar se encogió de hombros, murmuró un «de acuerdo» y se alejó corriendo sin estrecharle la mano ni despedirse de él.

Lisias lo siguió con la mirada. Había algo en aquel muchacho que no cuadraba, que lo hacía recelar, así que, tras un instante de vacilación, decidió ir tras él.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AL había salido corriendo por varias razones. La primera de ellas porque sabía que estaba siendo observada por alguien entre el gentío que quería hacerle daño, un hombre al que había visto en varios sitios ese mismo día. Y aunque en ninguna de las ocasiones lo había pillado mirándola, era demasiada coincidencia. Tenía que darle esquinazo.

Pero no era esa la única, ni la más alarmante de las razones por las que se había visto impelida a echar a correr. Su cliente, Lisias Balaskas, la hacía sentir… incómoda. Parecía que era incapaz de sostenerle la mirada sin sonrojarse, y le costaba ignorar lo sensuales que eran sus labios para concentrarse en sus palabras cuando estaba hablando.

Y esos ojos… Nada en su corta aunque azarosa vida la había preparado para el efecto que aquel hombre ejercía sobre ella. Por eso había sentido la necesidad de alejarse de él, por eso había salido corriendo.

Y aunque él le hubiese dado su reloj como fianza, no tenía por qué hacer aquello. Estaba a tiempo de echarse atrás; le devolvería el reloj y se olvidaría de todo aquel asunto. Se adentró por una estrecha callejuela con el sol pegándole en la espalda. Le llevaba ventaja al tipo que andaba persiguiéndola, pero tenía la sensación de que aún no se había deshecho de él.

Quizá un cambio de aires le iría bien después de todo. Además, podría ser que desconociera la existencia de aquel reino porque no había recibido una educación, pero tal vez los que iban tras ella tampoco lo conocieran. Sería el sitio perfecto en el que esconderse una temporada.

Se metió por otro callejón y cruzó una bulliciosa avenida mirando todo el tiempo tras de sí. Lo de tener que indagar sobre esa princesa asesinada se le antojaba un poco inquietante, pero llevaba tantos años revolviendo en los turbios asuntos de los ricos y los poderosos, que no le parecía que la realeza fuese a resultar más peligrosa.

Sí, el cambio de escenario le iría bien, y aún más el dinero que le iban a pagar. Ese dinero le permitiría volver a ser ella y dejar de vivir tras un disfraz. Podría funcionar… Si es que conseguía escapar de aquel hombre que la perseguía. Trepó por una escalera metálica de un edificio de dos plantas hasta llegar a la azotea. Saltó al edificio contiguo y después al siguiente. Luego se descolgó hasta el balcón del segundo piso, rodó sobre el toldo de una tienda de la planta baja y aterrizó como un gato sobre la acera, sobresaltando a una pareja que había sentada en un banco, tomándose un helado. Les lanzó una sonrisa traviesa y salió corriendo calle abajo mientras se sujetaba la gorra a la cabeza con una mano.

Su perseguidor no se había dado por vencido y cada vez estaba más cerca. El pánico amenazaba con apoderarse de ella, pero si se dejaba llevar por él acabaría muerta. De pronto tropezó con un adoquín, y chocó con un hombre que se puso a gritarle. Se disculpó y echó a correr de nuevo, pero en su aturdimiento no se fijó en que se había metido en un callejón sin salida.

Al toparse con un muro al final del mismo, lo estudió apresuradamente, buscando algo en lo que poder apoyar el pie para trepar por encima de él. No tenía escapatoria… Se volvió y se encontró cara a cara con su perseguidor. Blandía una navaja enorme y tenía una cicatriz que le atravesaba la cara, desde la sien hasta el cuello, y desaparecía bajo el cuello de su camisa.

–Esa cicatriz tiene mala pinta –masculló Al, señalándola con la barbilla–. Espero que no estés pensando en hacerme una igual a mí –añadió en un tono burlón.

Miró la navaja e intentó aferrarse a esa bravata para disimular su miedo. Siempre la habían aterrado las navajas. Un disparo acababa rápidamente contigo, pero un sádico con una navaja podía torturarte antes de que se apagara tu vida.

Le temblaban las piernas, pero estaba dispuesta a pelear. Aunque intentara clavarle la navaja, si echaba a correr quizá saliera con vida… si es que no acababa desangrándose hasta morir. Era su única posibilidad, así que arremetió contra él con la esperanza de desarmarlo. Aunque no lo logró, el tipo perdió el equilibrio y cayó al suelo de espaldas.

Ella intentó de escapar hacia la entrada del callejón, pero el hombre la agarró por el tobillo y fue a dar de bruces contra el duro asfalto. Forcejeó desesperadamente cuando se abalanzó sobre ella, pero era demasiado fuerte para ella y tenía un arma.

Cuando la navaja le rasgó la camisa, el corazón de Al se desbocó. El tipo puso unos ojos como platos al ver sus senos vendados y ella pataleó y se revolvió llena de pánico.

–¡Eres una mujer! –masculló él–. Ojalá pudiéramos divertirnos un poco, pero me han dado órdenes muy claras. Considera esto un regalo del señor Pangali.

Pangali era uno de esos hombres poderosos cuyas fechorías había destapado. No solo había resultado ser un tramposo, sino también un asesino.

Como si estuviera disfrutando con ello, el tipo deslizó lentamente la afilada punta de la navaja sobre las vendas que comprimían sus senos, y luego movió el arma hacia arriba, rasgando no solo la fina gasa, sino también su piel.

Al gritó de dolor, y le dio un empellón con toda la fuerza que pudo, en un último intento desesperado por luchar. Para su sorpresa, el hombre salió disparado hacia un lado y chocó contra el muro con un gruñido.

Fue entonces cuando vio la figura frente a ella y comprendió que no había desarrollado superpoderes de repente. Lisias estaba allí. La había salvado… El corte del pecho le dolía y estaba sangrando. Tenía que levantarse; tenía que…

–¿Dónde te ha herido? –inquirió Lisias, inclinándose sobre ella.

Al trató de apartarse. No podía dejar que descubriera su verdadera identidad.

–Deja de revolverte, chico –la increpó Lisias con impaciencia–. Estoy intentando ayudarte.

Y entonces, cuando acercó la mano a su herida y le tocó el pecho, Al supo que era demasiado tarde. Lisias apartó su mano, ahora manchada de sangre, y la miró aturdido.

–No eres un chico… –farfulló–. Eres una mujer…

 

 

Desde el principio Lisias había tenido la sensación de que había algo raro en aquel muchacho, pero jamás se le habría ocurrido imaginar que pudiera ser una mujer, pensó mientras «Al» se levantaba con dificultad, contrayendo el rostro de dolor.

Su guardaespaldas apareció en ese momento y Lisias le ordenó que se encargara del tipo que la había atacado, que yacía inconsciente junto al muro. Michalis lo agarró por debajo de los brazos y lo arrastró fuera del callejón.

Lisias se limpió la mano con un pañuelo y se volvió hacia «Al», que estaba mirándolo con aprehensión.

–Ven conmigo –le dijo tendiéndole la mano–. Solo pretendo ayudarte –insistió.

–No necesito ayuda –replicó ella obstinadamente.

Estaba muy pálida, y la sangre que manaba de la herida estaba empezando a formar una mancha oscura en su camisa. Tenía que verla un médico.

–Necesitas atención médica –le dijo Lisias–. Acaban de darte un navajazo y estás sangrando. Si no fuera por mí, no sé si seguirías con vida.

A pesar de sus protestas, la alzó en volandas para llevarla fuera del callejón. Le había dicho a su chófer que lo esperara en la avenida.

–¿Qué ha sido de mi atacante? –inquirió ella mientras se dirigían al coche, aparcado junto a la acera.

Cuando los vio, el chófer, que aguardaba al lado del vehículo, se apresuró a abrir la puerta trasera.

–Mi guardaespaldas lo llevará a la comisaría más próxima y lo meterán entre rejas –le explicó Lisias.

–Si me hubiera matado, quizá lo encerrarían –replicó ella en un tono desapasionado–. De todos modos, de poco serviría; no es más que un matón pagado.

Lisias sabía por experiencia que vivir en la calle hacía que uno perdiera la fe en la justicia, pero no dejaría que su atacante quedara impune, ni el tipo que lo había contratado.

–Me aseguraré de que pague por lo que ha hecho –le dijo.

Ella seguía mirándolo con recelo, tal vez porque ahora conocía su secreto, pero a Lisias le dolía que desconfiara de él cuando acababa de salvarla.

–Por cierto, un «gracias» no estaría de más –apuntó, pero ella no dijo nada–. Cuidado con la cabeza –la previno mientras se inclinaba para depositarla en el asiento trasero.

Rodeó el vehículo para sentarse junto a ella, y le dio instrucciones al chófer de que los llevara a su residencia en las afueras. Aunque tenía varios pisos en la ciudad, allí disponía de más privacidad. Además, era importante que mantuviera la identidad de su espía en el anonimato, tanto por ella como por él. Tenía nuevos planes ahora que había descubierto que era una mujer.

Alargó la mano y abrió un compartimento que había a su lado. Aunque ya no se metía en peleas, tenía un botiquín de primeros auxilios. Le tendió a Al una gasa.

–Sostenla contra la herida. No querría que me mancharas los asientos –murmuró con sorna.

Luego sacó su móvil e hizo un par de llamadas: a su ama de llaves para que preparase una de las habitaciones de invitados, y a un médico privado de su confianza para que fuera a su residencia. Al lo observaba en silencio, pegada contra la puerta como si fuera a intentar escapar en cuanto el coche se detuviera. Como si fuera él quien la había atacado.

Se quedó mirándola él también, maravillándose de nuevo con aquel inesperado giro de los acontecimientos. Durante la pelea con aquel tipo debía habérsele caído la gorra y ahora llevaba la cabeza descubierta. Tenía el cabello bastante corto, pero con el suelto y sin la gorra tenía un aspecto un poco más femenino.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó, sin poder reprimir la curiosidad.

–Al.

–Pero ese es un nombre de chico.

Ella se encogió de hombros y no añadió nada más.

–¿Te vistes de chico porque quieres, o es un disfraz?

Con que se arreglase un poco y con la ropa adecuada, estaba seguro de que podría resultar bastante atractiva. Y eso sería muy útil para el plan que estaba ideando.

–Cuando vives en la calle, es más fácil si eres un chico.

–No, no es fácil –murmuró él.

Era algo que había aprendido a los doce años, cuando había sido desterrado de Kalyva por el heredero al trono, que por aquel entonces no era mucho mayor que él.