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El plan de la dama… Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia… Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio. Una pasión inesperada… Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.
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Seitenzahl: 560
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Título original: Brazen and the Beast. The Bareknuckle Bastards, Book 2 Published by arrangement with Avon, an imprint of HarperCollins Publishers.
© 2019 By Sarah Trabucchi
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
Traducción: María José Losada Rey
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1.ª edición: enero 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Para V.
Eres mi cosita favorita.
Mayfair, septiembre de 1837
Después de veintiocho años y trescientos sesenta y cuatro días, a lady Henrietta Sedley le gustaba pensar que había aprendido algunas cosas.
Como, por ejemplo, que si una dama no podía salirse con la suya y ponerse pantalones —una desafortunada realidad para la hija de un conde, incluso de uno que había empezado la vida sin título ni fortuna—, debía asegurarse de que sus faldas incluyeran bolsillos. Una nunca sabía cuándo podría necesitar un poco de cuerda o un cuchillo para cortarla.
También había aprendido que cualquier escapada que valiera la pena de su casa en Mayfair requería del amparo de la oscuridad y de un carruaje conducido por un aliado. Los cocheros tendían a hablar demasiado cuando se trataba de guardar secretos; además, en última instancia, estaban en deuda con quienes pagaban sus salarios. Un importante punto a añadir a esa lección en particular era que el mejor de los aliados era a menudo el mejor de los amigos.
Quizá por eso, lo primero en la lista de cosas que había aprendido en su vida era cómo hacer un nudo de Carrick. Algo que sabía hacer desde que tenía memoria.
Con esta colección de conocimientos tan oscura y poco común, cualquiera se habría imaginado que Henrietta Sedley habría sabido qué hacer ante la posibilidad de descubrir a un hombre atado e inconsciente en su carruaje.
Pero estaría equivocado.
De hecho, Henrietta Sedley nunca habría descrito tal escenario como una posibilidad. Era cierto que podría encontrarse más cómoda en los muelles de Londres que en los salones de baile, pero el impresionante bagaje vital de Hattie nada tenía que ver con el ambiente criminal.
Y, sin embargo, allí estaba, con los bolsillos llenos y su amiga más querida al lado, de pie en la oscuridad de la noche, la víspera de su veintinueve cumpleaños, a punto de escaparse de Mayfair para disfrutar de una velada bien planeada y…
Lady Eleanora Madewell silbó por lo bajo, de manera poco femenina, al oído de Hattie. Hija de un duque y de una actriz irlandesa a la que él amaba tanto como para convertirla en duquesa. Nora tenía la clase de descaro que se permitía en aquellos miembros de las sociedad que ostentaban sus títulos desde la cuna y que tenían un montón de dinero.
—Hay un tipo en el carruaje, Hattie.
Hattie no apartó la vista del tipo en cuestión.
—Sí, ya lo veo.
—No había un tipo en el carruaje cuando enganchamos los caballos.
—No, no lo había.
Tres cuartos de hora antes habían dejado el coche preparado para partir y completamente vacío en el oscuro callejón trasero de Sedley House, después subieron las escaleras con el fin de cambiar su vestimenta por un atuendo más apropiado para sus planes nocturnos.
En algún momento entre el corsé y el lápiz de ojos, alguien les había dejado un paquete extraordinariamente inoportuno.
—Creo que, si hubiera habido un hombre en el carruaje antes, nos habríamos dado cuenta —dijo Nora.
—Creo que sí. —Fue la respuesta distraída de Hattie—. Y aparece justo en el momento menos adecuado.
—¿Hay algún momento adecuado para encontrar a un hombre atado e inconsciente en tu carruaje? —Nora la miró de reojo.
Hattie imaginó que no, pero al menos podría haber elegido una noche diferente.
—Es un regalo de cumpleaños horrible. —Entrecerró los ojos para enfocar mejor el oscuro interior del carruaje—. ¿Crees que está muerto?
«Por favor, que no esté muerto».
Silencio.
—¿Acaso se mete a los muertos en los carruajes? —añadió a continuación.
Nora se adelantó, con el abrigo del cochero sobre los hombros, y le dio un empujón al posible muerto. Este no se movió.
—No se mueve —añadió encogiéndose de hombros—. Podría estar muerto.
Hattie suspiró, se quitó un guante y se inclinó dentro del carruaje para poner dos dedos en el cuello del hombre.
—Estoy segura de que no está muerto.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Nora con rapidez—. ¡Si no lo está, lo despertarás!
—Eso no sería lo peor del mundo —señaló Hattie—. De hecho, así podríamos pedirle amablemente que saliera de nuestro carruaje y seguir nuestro camino.
—¡Oh, sí! Este bruto parece el tipo de hombre que lo haría sin vengarse de inmediato. Sin duda, se quitaría la gorra y nos desearía buenas noches.
—No lleva gorra —dijo Hattie, incapaz de refutar el resto de la evaluación sobre el misterioso y presunto muerto. Era muy corpulento, con el cuerpo bien formado, e incluso en la oscuridad podría decir que no era el tipo de hombre con el que ella se pasearía por una fiesta.
Era el tipo de hombre que arrasaría el salón de baile.
—¿Qué notas? —le preguntó Nora.
—No hay pulso. —Aunque no estaba muy segura de dónde tomárselo—. Pero está…
«Caliente».
Los muertos no estaban calientes, y aquel hombre estaba muy caliente. Como el fuego en invierno. El tipo de calor que hacía que cualquiera se diera cuenta de lo frío que se podía llegar a estar.
Ignorando esa tonta ocurrencia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel desaparecía debajo de la camisa, donde estaba la clavícula y la pendiente de… el resto de él, y se encontró con una fascinante hendidura.
—¿Y ahora qué estás…?
—Silencio. —Hattie contuvo la respiración. Nada. Sacudió la cabeza.
—¡Jesús! —No había nada religioso en aquella expresión.
Hattie no podría estar más de acuerdo. Pero de repente…
«Aquí está».
Una pequeña palpitación. Presionó con más firmeza. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acompasado.
—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —repitió antes de suspirar profundamente aliviada—. No está muerto.
—Excelente. Pero eso no cambia el hecho de que está inconsciente y en nuestro carruaje, y que tú tendrías que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. Deberíamos dejarlo aquí y usar el tílburi.
Hattie había estado planeando la excursión de esa noche durante tres meses. La noche en que comenzaría su vigésimo noveno año. El año en que su vida pasaría a ser suya de verdad. El año en que se convertiría en ella misma. Y tenía un plan muy específico en un lugar muy específico a una hora muy específica, para lo cual se había puesto una vestimenta muy específica. Y, aun así, mientras contemplaba al hombre desmayado en su carruaje, esos detalles no parecían ser importantes.
Lo realmente importante era verle la cara.
Aferrándose a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la linterna de la esquina superior trasera del carruaje antes de girarse hacia Nora, cuya mirada se clavó inmediatamente en el interior del vehículo.
Nora inclinó la cabeza a un lado.
—Hattie, déjalo. Nos llevaremos el tílburi.
—Solo quiero echarle un vistazo —respondió Hattie.
La inclinación se convirtió en una lenta sacudida.
—Si lo miras, te arrepentirás.
—Tengo que echarle un vistazo —insistió Hattie, buscando una razón coherente, porque no podía decirle la verdad a su amiga—. Tengo que desatarlo.
—Eso no es necesario —indicó Nora—. Alguien ha pensado que era mejor dejarlo atado y, ¿quiénes somos nosotras para no estar de acuerdo? —Hattie ya estaba buscando un pedernal en el bolsillo de la puerta del carruaje—. ¿Y tus planes?
Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.
—Solo le echaré un vistazo —repitió. Cuando el aceite de la linterna prendió, cerró la puerta y se volvió hacia el carruaje, la levantó para iluminar con un hermoso brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!
—Parece que no es un mal regalo después de todo. —Nora ahogó la risa.
El hombre tenía el rostro más hermoso que Hattie había visto nunca. El rostro más hermoso que nadie hubiera visto nunca. Se acercó más, disfrutando de la cálida y bronceada piel, de los pómulos elevados, de la nariz larga y recta, de las líneas oscuras de sus cejas y de las pestañas inexplicablemente largas que arrojaban sombras, como un pecado, contra sus mejillas.
—¿Qué clase de hombre…? —se interrumpió y negó con la cabeza.
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto?
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto y, de manera sorprendente, aterrizaba en el carruaje de Hattie Sedley, una joven que no estaba acostumbrada a estar cerca de hombres que tenían ese aspecto?
—Me estás dando vergüenza ajena —dijo Nora—. Lo estás mirando fijamente y con la boca abierta.
Hattie cerró la boca, pero no dejó de mirarlo.
—Hattie, tenemos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cambiado de opinión?
La pregunta la trajo de vuelta a la realidad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la linterna.
—No, no lo he hecho.
Nora suspiró y puso los brazos en jarras, mirando más allá de Hattie, al interior del carruaje.
—Entonces, ¿tú le sacas el trasero y yo me encargo de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las sombras que había a su espalda—. Puede recuperar la conciencia ahí.
—No podemos dejarlo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el corazón.
—¿No podemos?
—No.
Nora le echó un vistazo.
—Hattie, no podemos llevarlo con nosotras solo porque parezca una estatua romana.
Hattie se sonrojó en la oscuridad.
—No me había dado cuenta.
—Pues te has quedado sin palabras.
—No podemos dejarlo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie aclarándose la garganta
—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora formaron una perfecta línea recta.
—Puedo… —aseguró Hattie, sosteniendo la linterna cerca de la cuerda que maniataba las muñecas del hombre y haciendo un barrido hasta los tobillos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Carrick decente, y me temo que si dejamos a este hombre aquí, se liberará e irá directamente a por el inútil de mi hermano.
Eso, y que si no liberaban al extraño, quién sabía lo que Augie le haría. Su hermano era tan tonto como temerario, una combinación que requería de la intervención de Hattie con cierta asiduidad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su decisión de reclamar su vigésimo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su infernal hermano estropeándolo todo.
—Inconsciente desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pierden en una pelea.
El eufemismo no se le escapó a Hattie. Suspiró, alargó la mano para colgar la linterna encendida en el gancho correspondiente y aprovechó la oportunidad para echar una larga y prolongada mirada al hombre.
Hattie Sedley había aprendido algo más en sus veintiocho años y trescientos sesenta y cuatro días: si una mujer tenía un problema, lo mejor era que lo resolviera ella misma.
Se subió al carruaje, pasando con cuidado por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mientras permanecía en la acera con los ojos muy abiertos.
—Venga, vamos. Nos desharemos de él por el camino.
Lo último que recordaba era el golpe en la cabeza.
Estaba esperando el ataque sorpresa. Por eso era él quien iba conduciendo en la plataforma: seis raudos caballos tirando de un enorme carro de transporte con un contenedor de acero cargado de licor, cartas y tabaco, destinado a Mayfair. Acababa de cruzar Oxford Street cuando oyó el disparo, seguido del grito de dolor de uno de sus escoltas.
Se detuvo para ver cómo estaban sus hombres. Para protegerlos. Para castigar a los que los atacaban.
Había un cuerpo ensangrentado tirado en la calle, justo debajo de él. Acababa de enviar al segundo de sus hombres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su espalda. Se había girado cuchillo en mano. Lo lanzó. Escuchó el grito en la oscuridad y localizó su origen.
Luego, un golpe en la cabeza. Y después… nada.
No hubo nada hasta que un insistente golpeteo en su mejilla le devolvió la conciencia; era demasiado suave para doler, aunque lo suficientemente firme para ser irritante.
No abrió los ojos, los años de entrenamiento le permitieron fingir que seguía inconsciente mientras se orientaba. Tenía los pies atados. También las manos, detrás de la espalda. Las ataduras le tiraban tanto de los músculos del pecho como para notar que le faltaban sus cuchillos, ocho hojas de acero montadas en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Resistió el impulso de tensarse. De enfurecerse. Pero Saviour Whittington, conocido en las calles más oscuras de Londres como Bestia, no se enfadaba: castigaba. De un modo rápido y devastador, sin emoción.
Y si le habían quitado la vida a uno de sus hombres, a alguien que estaba bajo su protección, nunca conocerían la paz. Pero primero necesitaba recuperar la libertad.
Estaba en el suelo de un carruaje en movimiento. Uno bien equipado, teniendo en cuenta el suave cojín que rozaba su mejilla, y que se desplazaba por un vecindario decente, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los adoquines.
«¿Qué hora es?».
Consideró su siguiente paso, imaginando cómo reduciría a su captor a pesar de las ataduras. Se imaginó rompiéndole la nariz usando la frente como arma. Utilizando las piernas atadas para noquear al hombre.
El golpeteo en su mejilla comenzó de nuevo. Luego un suave susurro.
—Señor…
Whit abrió los ojos de golpe.
Su captor no era un hombre.
El baño de luz dorada en el carruaje le jugó una mala pasada; le pareció que emanaba de la mujer y no de la linterna que se balanceaba suavemente en la esquina.
Sentada en el banco, no se parecía en nada al tipo de enemigo que noquearía a un hombre y lo ataría dentro de un carruaje. De hecho, parecía que iba de camino a un baile. Perfectamente lista, perfectamente peinada, perfectamente maquillada —su piel lisa, sus ojos delineados con kohl, sus labios carnosos y pintados lo suficiente como para que un hombre prestase atención. Y eso fue antes de que viera el vestido azul, del color de un cielo de verano y muy ajustado a su figura.
No debería estar fijándose en nada de eso, considerando que ella lo tenía atado en un carruaje. No debería fijarse en sus curvas suaves y acogedoras en la cintura, en la línea de su corpiño. No debería fijarse en el destello de la suave y dorada piel de su hombro redondeado a la luz de la linterna. No debería fijarse en la bonita suavidad de su cara o en la plenitud de sus labios pintados de rojo.
Ella no estaba allí para que él la admirara.
Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era posible que fueran violetas? ¿Qué clase de persona tenía ojos de color violeta? Y estaban abiertos de par en par.
«Bien. Si esa mirada es un indicio de su temperamento, no es de extrañar que esté atado», pensó mientras veía que ella inclinaba la cabeza a un lado.
—¿Quién le ha atado?
Whit no respondió. Seguro que ella sabía la respuesta.
—¿Por qué está atado?
Otra vez silencio.
Sus labios marcaron una línea recta y murmuró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:
—El asunto es que usted es un inconveniente, puesto que necesito el carruaje esta noche.
—¿Un inconveniente? —No quería responder y las palabras los sorprendieron a ambos.
—En efecto. Es el Año de Hattie —asintió ella.
—¿El qué?
La chica agitó una mano como para alejar la pregunta. Como si no fuera importante. Excepto que Whit imaginó que sí lo era.
—Mañana es mi cumpleaños —continuó ella—. Tengo planes. Planes que no incluyen… lo que sea esto. —El silencio se extendió entre ellos—. La mayoría de la gente me desearía un feliz cumpleaños en esta situación. —Whit no picó el anzuelo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dispuesta a ayudarlo.
—No necesito su ayuda.
—Es bastante rudo, ¿sabe?
Se resistió a quedarse boquiabierto.
—Me han noqueado, me han atado y he despertado en un carruaje desconocido.
—Sí, pero debe admitir que los acontecimientos han tomado un giro interesante, ¿no? —Ella sonrió, el hoyuelo de su mejilla derecha era imposible de ignorar.
—Bien —añadió ella viendo que él no respondía—, entonces, me parece que está en un aprieto, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo divertida que puedo llegar a ser, incluso en un aprieto? —añadió.
Mientras, él manipulaba las cuerdas de sus muñecas. Apretadas, pero ya estaban aflojándose. Eludibles.
—Veo lo imprudente que puede ser.
—Algunos me encuentran encantadora.
—No encuentro nada encantador en esta situación —contestó mientras continuaba manipulando las cuerdas, preguntándose qué le llevaba a discutir con aquella charlatana.
—Es una lástima. —Parecía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocurriera qué responder, ella siguió hablando—. No importa. Aunque no lo admita, necesita ayuda y, como está atado y yo soy su compañera de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera perfectamente normal, y desató las cuerdas con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bastante buena con los nudos.
Gruñó su aprobación, estirando las piernas en el reducido espacio cuando se notó liberado.
—Y tiene otros planes para su cumpleaños.
Dudó. Se ruborizó ante aquellas palabras.
—Sí.
—¿Qué clase de planes? —White nunca entendería qué le hacía seguir presionándola.
Los ridículos ojos, de un color imposible y demasiado grandes para su cara, se entrecerraron.
—Planes que, por una vez, no implican arreglar el desastre que lo haya dejado aquí atado.
—La próxima vez que me dejen inconsciente, trataré que sea en un lugar que no se interponga en su camino.
Ella sonrió, el hoyuelo en la mejilla apareció como una broma privada.
—Bien pensado. —Y ella continuó antes de que pudiera responderle—. Aunque supongo que no será un problema en el futuro. Claramente no nos movemos en los mismos círculos.
—Esta noche sí.
Sus labios se convirtieron en una lenta y franca sonrisa, y Whit no pudo evitar perderse en ella. El carruaje comenzó a disminuir la velocidad, y ella apartó la cortina para asomarse.
—Ya casi hemos llegado —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de acuerdo en que ninguno de nosotros tiene interés en que lo descubran.
—Mis manos —dijo él, aun cuando las cuerdas ya no ejercían presión sobre sus muñecas.
—No puedo arriesgarme a que se vengue. —Negó con la cabeza.
Él se enfrentó a su mirada sin dudarlo.
—Mi venganza no es un riesgo. Es una certeza.
—No tengo ninguna duda al respecto. Pero no puedo arriesgarme a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la manilla de la puerta, hablándole al oído por encima del ruido de las ruedas y de los caballos—. Como he dicho…
—Tiene planes —terminó, volviéndose hacia ella, incapaz de resistir su aroma, como la dulce tentación de una tarta de almendras.
—Sí. —Ella lo miró fijamente.
—Cuénteme su plan y la dejaré ir. —La encontraría.
Esa preciosa sonrisa de nuevo.
—Es usted muy arrogante, señor. ¿Debo recordarle que soy yo quien lo está dejando ir?
—¡Dígamelo! —Su orden sonó ruda.
Vio que algo cambiaba en ella. Vio cómo la indecisión se convertía en curiosidad. En valentía. Y entonces, como un regalo, susurró:
—Tal vez debería mostrárselo.
«¡Dios, sí!».
Ella lo besó, presionando sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inexperto; sabía como el vino, tentadora como el infierno. Le llevó el doble de tiempo liberar sus manos. Quería mostrar a esta extraña y curiosa mujer lo que estaba dispuesto a hacer para conocer sus planes.
Ella lo liberó primero. Notó un tirón en sus muñecas y las cuerdas se soltaron con un ligero chasquido antes de que Hattie retirara los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pequeña navaja en su mano. Ella había cambiado de opinión. Lo había soltado.
Para que pudiera abrazarla. Para reanudar el beso. Sin embargo, como le había advertido, tenía otros planes.
Antes de que pudiera tocarla, el carruaje se detuvo al doblar una esquina, y ella abrió la puerta.
—Adiós.
El instinto hizo que Whit girara mientras caía, agachó la barbilla, protegió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:
«Se está escapando… ».
Chocó contra la pared de una taberna cercana dispersando al grupo de hombres que había delante de ella.
—¡Eh! —gritó uno saliendo a su encuentro—. ¿Todo bien, hermano?
Whit se puso de pie sacudiendo los brazos, echó los hombros hacia atrás, se estiró para comprobar músculos y huesos y se aseguró de que todo funcionaba bien, antes de sacar dos relojes de su bolsillo y ver qué hora era. Las nueve y media.
—¡Vaya! Nunca he visto a nadie recuperarse tan rápido de algo así —dijo el hombre, extendiendo la mano para darle una palmada en el hombro. Sin embargo, se detuvo antes de llegar a su objetivo, cuando los ojos se posaron en la cara de Whit, ensanchándose inmediatamente en señal de reconocimiento. La calidez se convirtió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.
—Bestia…
Whit levantó la barbilla al escuchar su nombre, la realidad lo golpeó. Si aquel hombre lo conocía, si conocía su nombre…
Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle empedrada por donde el carruaje había desaparecido junto con su pasajera, en lo más profundo del laberinto que era Covent Garden.
Se sintió satisfecho.
«No se le iba a escapar después de todo».
—¿Lo has empujado a la calle? —La sorpresa de Nora fue evidente tras asomarse al interior del carruaje, vacío después de que Hattie se bajara—. Creía que no deseábamos su muerte.
Hattie posó los dedos sobre la máscara de seda que se acababa de poner.
—No está muerto.
Se había asomado por la puerta del carruaje el tiempo suficiente para asegurarse de ello, el tiempo preciso para maravillarse por la forma en que había rodado antes de ponerse en pie, como si estuviera habituado a ser expulsado a empujones de todo tipo de carruajes.
Supuso que podría ser una práctica habitual en él. No obstante, lo había mirado conteniendo la respiración hasta que se levantó ileso.
—¿Se despertó, entonces? —preguntó Nora.
Hattie asintió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sensación de su firme y suave beso era un eco persistente, junto con el sabor de algo… ¿limón?
—¿Y?
—¿Y qué? —dijo mirando a su amiga.
—¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.
—No lo dijo.
—No, supongo que no lo hizo.
«No, pero daría cualquier cosa por saberlo».
—Deberías preguntarle a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había hablado en voz alta? Nora sonrió—. ¿Olvidas que conozco tu mente tan bien como la mía?
Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos jugando debajo de la mesa en su jardín trasero, contándose secretos. Elisabeth Madewell, duquesa de Holymoor, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no pertenecían aún a la aristocracia. A ninguna de las dos les habían dado una cálida bienvenida, ya que el destino había intervenido para convertir a una actriz irlandesa y a una dependienta de Bristol en duquesa y condesa, respectivamente. Así que ambas mujeres habían estado destinadas a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie recibiera su título vitalicio. Eran dos almas inseparables que lo hacían todo juntas, incluyendo a sus hijas, Nora y Hattie, que nacidas con semanas de diferencia y criadas como si fueran hermanas, nunca tuvieron la oportunidad de no amarse como tales.
—Diré dos cosas —añadió Nora.
—¿Solo dos?
—Está bien. Dos por ahora. Me reservaré el derecho a decir más —rectificó Nora—: Primero, espero que tengas razón y que no hayamos matado a ese hombre por accidente.
—No lo hicimos —dijo Hattie.
—Y, en segundo lugar —Nora continuó sin pausa—, la próxima vez que sugiera que dejemos a un hombre inconsciente en el birlocho y usemos mi tílburi, usaremos el maldito tílburi.
—Si hubiéramos utilizado tu tílburi, podríamos haber muerto —se burló Hattie—. Lo conduces demasiado rápido.
—Siempre tengo control total sobre el carruaje.
Cuando sus madres murieron con meses de diferencia —incluso en eso iban a la par—, Nora acudió a ella en busca del consuelo que no pudo encontrar en su padre ni en su hermano mayor, pues eran hombres demasiado aristocráticos para permitirse el lujo del dolor. Pero los Sedley, personas comunes que habían ascendido en la escala social, no se consideraban para nada aristocráticos y no tenían tal problema. Le habían hecho un hueco a Nora en su casa y en su mesa, y poco tiempo después, ella empezó a pasar más noches en Sedley House que en su propia casa, algo que su padre y su hermano no parecieron notar; del mismo modo que no se dieron cuenta de que empezó a gastar su dinero en birlochos y tílburis para rivalizar con los conducidos por los dandis más ostentosos de la sociedad.
A Nora le gustaba decir que una mujer que tomaba las riendas de su propio carruaje era una mujer que tomaba las riendas de su propio destino.
Hattie no estaba del todo segura de eso, pero no negaba que valía la pena tener una amiga con una especial habilidad para conducir, sobre todo en las noches en las que no deseaba que los cocheros hablaran, algo que haría cualquier cochero si conducía a dos hijas solteras de la aristocracia hasta el exterior del 72 de Shelton Street. No importaba que el 72 de Shelton Street no pareciera, a primera vista, un burdel.
«¿Seguirían llamándose burdeles si eran para mujeres?».
Hattie supuso que eso tampoco importaba mucho; el hermoso edificio no se parecía en nada a lo que ella imaginaba que debían de ser sus homólogos masculinos. De hecho, parecía cálido y acogedor, brillaba como un faro, con ventanas llenas de luz dorada y macetas que colgaban a cada lado de la puerta y arriba, en maceteros, en cada alféizar, en las que explotaban todos los colores otoñales.
A Hattie no se le escapaba que las ventanas estaban cubiertas, algo bastante razonable, ya que lo que sucedía dentro era de naturaleza privada.
Levantó una mano y comprobó la posición de su máscara una vez más.
—Si hubiéramos venido en el tílburi, nos habrían visto.
—Supongo que tienes razón. —Nora se encogió de hombros y le brindó a Hattie una sonrisa—. Bueno, entonces, lo empujaste fuera del carruaje…
—No debería haberlo hecho. —Hattie se rio.
—No vamos a volver para disculparnos —dijo Nora, señalando la puerta con una mano—. ¿Entonces? ¿Vas a entrar?
Hattie respiró hondo y se volvió hacia su amiga.
—¿Es una locura?
—Absolutamente —respondió Nora.
—¡Nora!
—Es una locura de las buenas. Tienes planes, Hattie. Y así es como se alcanzan. Una vez que se llevan a cabo, no hay vuelta atrás. Y, francamente, te lo mereces.
—Tú también tienes planes, pero no has hecho nada así. —La voz de Hattie transmitía una ligera vacilación.
—No he tenido que hacerlo. —Nora guardó silencio y se encogió de hombros.
El universo había dotado a Nora de riqueza, privilegios y de una familia a la que no parecía importarle que usara ambos para coger la vida por los cuernos.
Hattie no había tenido tanta suerte. No era el tipo de mujer de la que se esperaba que dirigiera su propio destino. Pero, después de esa noche, pretendía mostrar al mundo que tenía la intención de hacerlo. Aunque antes debía deshacerse de la única cosa que la retenía.
Así que, allí estaba. Se volvió hacia Nora.
—Estás segura de que esto es… —dijo.
Un carruaje que se acercaba la interrumpió, los caballos y el ruido de las ruedas retumbaron en sus oídos mientras se detenía. Un trío de risueñas mujeres descendió con hermosos vestidos de seda, que brillaban como joyas, y máscaras de arlequín casi idénticas a la de Hattie. Poseían un cuello largo y una cintura estrecha, así como brillantes sonrisas, era fácil decir que eran hermosas.
Hattie no lo era.
Dio un paso atrás, chocando contra el lateral del carruaje.
—Bueno, ahora sí estoy segura de que este es el lugar —dijo Nora secamente.
—Pero ¿por qué…? —Hattie miró a su amiga.
—¿Por qué lo hacen? —completó Nora.
—Es que podrían tener a… —«Cualquiera que les gustara».
—Tú también podrías. —Nora la miró arqueando una de sus oscuras cejas.
No era cierto, por supuesto. Los hombres no la reclamaban. Aunque disfrutaban de su compañía, eso sí. Después de todo, le gustaban los barcos y los caballos y tenía cabeza para los negocios y era lo suficientemente lista para divertirse durante una cena o un baile. Pero cuando una mujer miraba y hablaba como lo hacía ella, los hombres eran más propensos a darle palmaditas en el hombro que a abrazarla apasionadamente. La buena y vieja Hattie, y había sido así incluso cuando disfrutaba de su primera temporada y no era vieja en absoluto.
No dijo nada; Nora rompió el silencio.
—Tal vez ellas también están buscando algo… sin ataduras. —Vieron a las mujeres golpear en la puerta del 72 de Shelton Street, donde una pequeña ventana se abrió y se cerró antes de que lo hiciera la puerta, y ellas desaparecieran dentro, dejando la calle en silencio una vez más—. Tal vez esas mujeres también están intentando dirigir sus propios destinos.
Un ruiseñor cantó y fue respondido casi inmediatamente por otro, a distancia.
«El Año de Hattie».
—Muy bien, entonces de acuerdo.
—Perfecto. —Su amiga sonrió.
—¿Estás segura de que no deseas entrar?
—¿Para hacer qué? —preguntó Nora con una risa—. Dentro no hay nada que me interese. He pensado en dar una vuelta en el carruaje para ver si puedo superar mi marca en Hyde Park.
—¿Vuelves dentro de dos horas?
—Aquí estaré. —Nora inclinó la gorra de cochero en un saludo y sonrió a Hattie—. Disfrute, milady.
Aquel había sido el plan de Hattie desde hacía meses, ¿no? Disfrutar la primera noche del resto de su vida, cerrar la puerta al pasado y atrapar el futuro con las manos. Después de hacerle un guiño a su amiga, se acercó al edificio con los ojos clavados en la pequeña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el momento en el que llamó, por donde aparecieron un par de ojos oscuros que la evaluaron al instante.
—¿Contraseña?
—Regina.
La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.
Le llevó un momento ajustar sus ojos al oscuro interior del edificio, un cambio bastante brusco, pues el exterior estaba bien iluminado, algo que instintivamente le hizo tocarse la máscara.
—Si se la quita, no podrá quedarse —le advirtió la mujer que le había abierto la puerta. Era alta, esbelta y hermosa, con el pelo oscuro, los ojos más oscuros todavía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.
—Soy… —Bajó la mano de la máscara.
—Sabemos quién es usted, milady. No hay necesidad de nombres. Su anonimato es una prioridad para nosotros. —La mujer sonrió.
Hattie pensó que era la primera vez que alguien le decía que ella era una prioridad. Y le gustó bastante.
—Oh… —respondió sin saber qué añadir—. Qué amable…
La mujer se dio la vuelta, atravesó una gruesa cortina y entró en la sala principal, donde estaba la recepción. Las tres mujeres que Hattie había visto fuera dejaron de charlar para estudiarla. Hattie comenzó a moverse hacia un sofá cercano que estaba vacío, pero su escolta la detuvo para guiarla a través de otra puerta.
—Por aquí, milady.
—Pero han llegado antes que yo —dijo mientras la seguía.
—No tienen cita. —Una pequeña sonrisa asomó en los carnosos labios de aquella belleza. La idea de que alguien pudiera aparecer en un lugar como este sin previo aviso le pareció una locura. Después de todo, eso significaría que frecuentaban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía regularmente? Significaría que las veces anteriores lo había disfrutado.
La emoción la recorrió cuando entraron en la habitación de al lado, más grande y ovalada, decorada con ricas sedas de color rojo intenso y brocados dorados, exuberantes terciopelos azules y bandejas de plata cargadas de chocolates y petits fours.
A Hattie le gruñó el estómago; no había comido antes porque estaba demasiado nerviosa.
—¿Le gustaría tomar un refrigerio? —le preguntó su hermosa escolta volviéndose hacia ella.
—No. Me gustaría terminar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…
—Lo entiendo. Sígame. —La mujer sonrió.
Y la siguió a través de los laberínticos pasillos del edificio que, desde fuera, parecía engañosamente pequeño dado lo amplio que era el interior. Subieron una gran escalera, y Hattie no pudo resistirse a pasar los dedos por los revestimientos de las paredes de seda color zafiro profundo con relieves de vides bordados en hilo de plata. Todo el lugar destilaba lujo, aunque no debería haberse sorprendido por ello, ya que, después de todo, había pagado una fortuna por disfrutar del privilegio de una cita.
En aquel momento había pensado que estaba pagando por el secreto, no por la extravagancia. Sin embargo, estaba claro que ambos estaban incluidos en el precio.
—¿Eres Dahlia? —dijo mientras miraba a su acompañante llegar al final de la escalera y bajar por un pasillo bien iluminado donde todas las puertas estaban cerradas.
El 72 de Shelton Street era propiedad de una misteriosa mujer, conocida por las damas de la aristocracia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había mantenido correspondencia durante varias noches. La que le había hecho un montón de preguntas sobre sus deseos y preferencias, preguntas que Hattie apenas había podido responder por el ardor de sus mejillas. Después de todo, las mujeres como ella rara vez tenían la oportunidad de explorar el deseo o tener preferencias.
«Ahora tengo preferencias».
El pensamiento llegó con una imagen; la del hombre del carruaje, guapo, inconsciente y, luego, ya despierto, innegablemente bello. Aquellos ojos color ámbar que la habían evaluado y estudiado parecía que veían dentro de ella. No pudo evitar recordar la ondulación de sus músculos mientras luchaba contra las ataduras. Y su beso…
«Lo besé yo».
¿En qué había estado pensando?
Sencillamente no había estado pensando.
Y aun así…, estaba agradecida por el recuerdo, por el eco de su aguda inhalación cuando ella presionó los labios contra los suyos, por ese suave gruñido que había seguido, ese sonido que ella atesoraba, porque era la señal de aprobación que él se había dado a sí mismo. Como si se hubiese sometido a su deseo. Como si se hubiese convertido en su preferencia.
Se le calentaron de nuevo las mejillas. Se aclaró la garganta y miró a su acompañante, cuyos labios carnosos se curvaban en una sonrisa secreta.
—Soy Zeva, milady. Dahlia no está en la residencia esta noche, pero no se preocupe. Hemos preparado todo para usted a pesar de su ausencia —continuó la belleza—. Creemos que encontrará todo a su gusto.
Zeva abrió una puerta invitándola a entrar.
El corazón empezó a latirle con fuerza mientras miraba la habitación. Se le formó un nudo en la garganta e intentó reprimir que los nervios la dominaran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea descabellada, se había convertido en algo concreto.
Aquella no era una habitación cualquiera. Era un dormitorio.
Un dormitorio bellamente decorado, con sedas y satén y un cubrecama de terciopelo de color azul vibrante que brillaba contra los elaborados postes tallados de la pieza central de la habitación: una cama de ébano.
El hecho de que las camas fueran siempre el punto de referencia de los dormitorios parecía, de repente, algo completamente irrelevante, y Hattie estaba segura de que nunca en su vida había visto una cama así. Lo que explicaba por qué no podía dejar de mirarla.
—¿Hay algún problema, milady? —Era imposible ignorar la diversión que transmitía la voz de Zeva cuando le preguntó.
—¡No! —dijo Hattie, sin querer reconocer que aquel tono agudo solo los usaba con sus sabuesos. Se aclaró la garganta, el corpiño de su vestido le pareció de repente demasiado apretado y se palpó—. No. No. Todo es perfecto. Todo es como lo había esperado. Como lo había imaginado. —Se aclaró la garganta de nuevo, todavía fascinada por la cama—. Gracias.
—¿Querría, quizás, un momento de intimidad antes de que Nelson se una a usted? —le preguntó Zeva a su espalda.
«Nelson».
Hattie se giró para mirar a la otra mujer.
—¿Nelson? ¿Como el héroe de guerra?
—Así es. Es uno de los mejores.
—Y por «uno de los mejores» se refiere a…
—Además de las cualidades que pidió, es encantador, experimentado y sumamente minucioso. —Zeva arqueó las cejas.
«Ha querido decir que es sumamente minucioso en la cama», pensó.
Hattie se ahogó con la arena que parecía albergar en su garganta.
—Ya veo. Bueno… ¿Qué más se puede pedir?
—¿Por qué no le dejo unos momentos para familiarizarse con la habitación? —Zeva apretó los labios.
«Ha querido decir con la cama».
—Toque la campana cuando esté dispuesta. —Con un ligero movimiento de la mano señaló un tirador en la pared.
«Ha querido decir para la cama».
—Sí. Eso suena bien —asintió Hattie.
Zeva salió flotando de la habitación, el silencioso chasquido de la puerta fue la única evidencia de que había estado allí.
Hattie respiró hondo y se giró hacia la habitación vacía. Examinó el resto sola: el brillante papel dorado, la chimenea de azulejos y los grandes ventanales que, sin duda, revelaban la red de tejados de Covent Garden durante el día, pero ahora, en la noche, eran espejos en la oscuridad, que reflejaban la luz de las velas de la habitación y a ella en el centro.
Ella, lista para comenzar su vida de nuevo.
Se acercó a una gran ventana tratando de ignorar su reflejo e intentando, en cambio, vislumbrar algo en la oscuridad que la rodeaba, ilimitada, como sus planes. Sus deseos. La decisión de dejar de esperar a que su padre se diera cuenta de su potencial y, en su lugar, tomar lo que ella quería. Probarse a sí misma que era lo suficientemente fuerte, lo suficientemente inteligente, lo suficientemente libre.
Y tal vez un poco imprudente.
Pero ¿qué era el camino al éxito sin un poco de imprudencia?
Esa imprudencia la descartaría de la carrera hacia el matrimonio con cualquier hombre decente y haría imposible que su padre le negara lo que realmente quería.
Un negocio propio. Una vida propia. Un futuro propio.
Respiró hondo y se volvió hacia una mesa cercana, cargada con suficientes manjares como para alimentar a un ejército: sándwiches de té, canapés y petits fours. Una botella de champán y dos copas colocadas junto a la comida. No debería sorprenderse, la encuesta sobre sus preferencias para la noche había sido bastante completa, y había pedido un refrigerio así, porque le gustaba el champán y la comida deliciosa —¿a quién no?— y, además, porque sentía que era el tipo de cosas que una mujer con experiencia haría en una ocasión como esta.
Y por eso, esperaba a su pareja ante una mesa engalanada, como si aquel lugar fuera una posada en el Gran Camino al Norte y la habitación hubiera sido preparada para unos recién casados. Hattie sonrió con aquella tonta y romántica idea. Pero esa era la mercancía que se vendía en el 72 de Shelton Street, ¿no? El romance a la carta, comprado y envasado.
Champán y petis fours y una cama de cuatro postes.
De repente todo parecía muy absurdo.
Rio por lo bajo de manera nerviosa. No había forma de que comiera canapés o petis fours. Su estómago hambriento los vomitaría al instante. Pero el champán… tal vez el champán era justo lo que necesitaba.
Se sirvió una copa y se la bebió como si fuera limonada. El calor la invadió más rápido de lo que esperaba, suministrándole el coraje suficiente para impulsarla a cruzar la habitación y tirar de la campana para invocar a Nelson. Nelson, el héroe de guerra más completo que existía.
Supuso que había peores nombres para el hombre que la libraría de su virginidad.
Hattie tiró de la campana —que no se oyó en la habitación, pero que sonó en algún lugar lejano del misterioso edificio— e imaginó un montón de hombres guapos que esperaban para proporcionar una minuciosidad minuciosa, como los caballos en la salida de una carrera. Sonrió ante aquella imagen salvaje, viendo a un Nelson sin rostro vestido con un uniforme completo y un sombrero de almirante, no podía quejarse de no tener una imaginación creativa; lo vio poniéndose en movimiento al oír el sonido, corriendo, largas piernas subiendo las escaleras de dos en dos, quizás tres a la vez, perdiendo el aliento en la carrera para llegar hasta ella.
¿Cómo debería estar dispuesta cuando él llegara? ¿Debería esperar en la ventana? ¿Querría verla de pie para evaluarla mejor? No le entusiasmaba esa idea.
¿Y si ponía una silla junto a la chimenea o junto la cama?
Dudaba mucho que él quisiera conversar. De hecho, estaba segura de que no le interesaría conversar con ella. Después de todo, era un medio para un fin.
Así que… La cama estaba allí.
«¿Debo acostarme en ella?».
Eso parecía bastante atrevido, aunque, la verdad, ya no había marcha atrás después de que, meses atrás hubiera buscado el 72 de Shelton Street y hubiera enganchado el birlocho esa noche. A eso se añadía que había cruzado cualquier límite al besar a un desconocido en el carruaje.
Por un momento salvaje, no fue un almirante sin rostro el que corría hacia ella. Fue un tipo de hombre completamente diferente. Con una cara hermosa. Con rasgos perfectos, ojos de ámbar, cejas oscuras y labios que eran más suaves de lo que ella había imaginado que podían ser unos labios.
Se aclaró la garganta y apartó esa idea, volviendo a la pregunta en cuestión. Acostarse sería un error, al igual que sentarse con los tobillos cruzados en esa cama. ¿Quizás había un punto medio? ¿Una pose seductora de algún tipo?
Argg…, si no había sido seductora en su vida…
Se situó en la esquina menos iluminada de la cama y se reclinó hacia atrás, rodeando el poste con un brazo para mantenerse firme, deseando parecerse al tipo de mujer que hacía este tipo de cosas de forma habitual. Una seductora que conocía sus deseos y sus preferencias. Alguien que entendía expresiones como «sumamente minucioso».
Y, entonces, la puerta se abrió y el corazón latió con fuerza cuando entró una gran figura envuelta en sombras; no llevaba sombrero de almirante ni uniforme. Nada tan remotamente seductor. Iba vestido de negro. De pies a cabeza.
Ya dentro, la luz iluminó su rostro perfecto con un cálido y dorado resplandor.
Su corazón se detuvo y se puso rígida de golpe, perdiendo el equilibrio hasta casi caerse de la cama.
Él se movía con gracia singular, como si no hubiera estado inconsciente en el carruaje una hora antes. Como si ella no lo hubiera empujado a la calle. Hattie posó la mirada en él, buscando rasguños o moratones, dolores o molestias por la caída. Nada.
—Tú no eres Nelson —dijo, tragando saliva con dificultad y agradecida por la poca luz.
Él no respondió. La puerta se cerró a su espalda.
Estaban solos.
Encontrarla debería de haber sido como dar con una aguja en un pajar. Ella debería haber desaparecido.
Tendría que haber sido sido una más entre las miles de mujeres, en miles carruajes, corriendo como escorpiones por los rincones más oscuros de Londres, oculta a la vista de los hombres ordinarios.
Y lo habría sido, si no fuera porque Whit no era un hombre ordinario. Era un Bastardo Bareknuckle, un rey de las sombras de Londres, con decenas de espías apostados en la oscuridad, y en su territorio no ocurría nada sin que él lo supiera. Había sido ridículamente fácil para su amplia red de vigías encontrar el único carruaje negro que se dirigía hacia la oscuridad.
Lo habían estado siguiendo antes de que él se subiera a los tejados. Obtuvieron su ubicación tan rápido como él pidió la información. El cargamento que conducía había desaparecido, los escoltas que habían sido atacados estaban vivos, y sus atacantes se habían esfumado. Sin identificar.
«Pero no por mucho tiempo».
Aquella mujer lo llevaría hasta su enemigo, un adversario que los Bastardos Bareknuckle llevaban meses buscando.
Si Whit estaba en lo cierto, se trataba de un enemigo que conocían desde hacía años.
No le molestaba que sus chicos estuvieran vigilando todas las entradas al burdel. Después de todo, un hermano protegía a una hermana, incluso cuando la hermana en cuestión era lo suficientemente poderosa como para poner a una ciudad de rodillas. Incluso cuando su hermana se escondía de lo único que podía despojarla de ese poder.
Whit había encontrado sin problemas el camino al burdel y se cruzó con Zeva, sin apenas detenerse, solo lo necesario para descubrir dónde se encontraba aquella mujer sin ni siquiera nombrarla. Sabía que ella no lo haría. El éxito del 72 de Shelton Street se debía a su discreción inflexible: guardaban los secretos de todos y no los revelaban a nadie, ni siquiera a los Bastardos Bareknuckle.
Por eso no presionó a Zeva. En su lugar, la empujó, ignorando cómo se arquearon sus cejas oscuras, con silenciosa sorpresa. Silenciosa por el momento; Zeva era la mejor de los lugartenientes y sabía guardar secretos…, pero no ocultaba nada a su jefa. Y cuando Grace, conocida en todo Londres como Dahlia, recuperara su legítimo puesto como dueña de aquel lugar, sabría lo que había pasado. Y no dudaría en pedir explicaciones al respecto.
No había curiosidad tan implacable como la de una hermana. Pero, por ahora, Grace no lo molestaría. Solo existía la misteriosa mujer del carruaje, con toda la información, la última pieza del mecanismo de relojería que había estado esperando a ponerse en marcha. El último resorte. Ella sabía los nombres de los hombres que habían disparado a su cargamento, de los que habían disparado a sus muchachos. Los nombres de los hombres que estaban robando a los Bastardos. Los nombres de los hombres que trabajaban para su hermano desaparecido. Su enemigo. Y ella estaba allí, en el burdel de su hermana, en un territorio que pertenecía al propio Whit.
Esperando a que un hombre la complaciese.
Ignoró el torbellino de excitación que lo recorría al pensarlo y el hilo de irritación que lo seguía. Se trataba de trabajo, no de placer. Era el momento de los negocios.
La vio nada más entrar, sus ojos la encontraron posada en el borde de la cama, agarrada a un poste en la oscuridad. Al dejar que la puerta se cerrara tras él, le consumió una idea singular: allí sentada, en uno de los burdeles más extravagantes de la ciudad, diseñado para féminas de gusto exigente, un burdel que prometía la máxima discreción, aquella mujer no podía parecer más fuera de lugar.
Debía sentirse como en casa, teniendo en cuenta que lo había excitado, que había mantenido una conversación con él como si fuera algo completamente normal y, luego, lo había arrojado a la calle desde un carruaje en marcha. Después de besarlo.
El hecho de que se dirigiera allí parecía estar en consonancia con el resto de aquella noche salvaje. Pero algo no cuadraba. No era el vestido, aunque la lujosa falda de seda que ondeaba en la oscuridad en salvajes oleadas turquesas, sugería una modista de gran habilidad. Tampoco eran los zapatos a juego ni los dedos que asomaban por debajo del dobladillo.
No era la forma en que el corpiño brillaba en la oscuridad, abrazando las curvas de su torso y mostrando unas encantadoras formas debajo de él… No, eso casaba a la perfección con Shelton Street.
Ni siquiera era la sombra de su cara, apenas reconocible en la oscuridad, pero lo suficientemente visible como para revelar que tenía la boca abierta por la sorpresa. Otro hombre podría encontrar ridícula esa expresión, pero Whit no. Sabía lo que sabía. Cómo se suavizaban y cedían esos labios carnosos. Y no había nada remotamente fuera de lugar en eso.
El 72 de Shelton Street era un lugar más que acogedor para cuerpos y labios llenos, para mujeres que sabían cómo usarlos. Pero esta mujer no sabía cómo usarlos. En ese momento estaba tiesa como un palo, aferrada al poste de la cama con los nudillos de una mano blancos y sosteniendo en la otra una copa de champán vacía, que inclinaba en un ángulo extraño. Sí, estaba totalmente fuera de lugar.
Más aún, cuando se enderezó de manera forzada.
—Le ruego que me perdone, señor —dijo—. Estoy esperando a alguien.
—Mmm… —Se inclinó hacia atrás apoyándose en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no estuviera en las sombras—. Espera a Nelson.
—Correcto. Y como usted no es él… —Asintió con la cabeza, en un movimiento que parecía el mecanismo de un reloj.
—¿Cómo lo sabe?
Silencio. Whit resistió el impulso de sonreír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de retroceder, lo que lo pondría en una posición de poder. Le daría la información que deseaba en minutos, como si fuera un niño, a cambio de golosinas.
Salvo que ella dijo:
—No cumple mi lista de requisitos.
«¿Qué demonios… ? ¿Qué requisitos?».
De alguna manera, por puro milagro, evitó hacer la pregunta directamente. Sin embargo, aquella charlatana le proporcionó información adicional.
—Pedí específicamente a alguien menos… —Se calló.
Whit estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para que ella terminara esa frase. Cuando agitó una mano en su dirección, él no pudo detenerse.
—¿Menos… ?
—Precisamente. Menos —dijo ella frunciendo el ceño.
Algo sospechosamente parecido al orgullo estalló en el interior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó silencio.
—Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo expulsé del carruaje, me disculpo por ello, por cierto. Espero que no se haya magullado demasiado en la caída.
—¿Mucho qué? —Ignoró las disculpas.
—Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la voluminosa tela de sus faldas y extrajo un trozo de papel, consultándolo—. Altura media. Constitución media. —Lo miró de arriba abajo, evaluándolo—. Usted no es ninguna de esas cosas.
No tenía que parecer decepcionada por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?
—No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reunimos antes.
—¿Es así como lo llama? ¿Una reunión?
Inclinó la cabeza considerándolo.
—¿Tiene un término mejor?
—Un ataque.
Ella abrió los ojos de par en par detrás de la máscara y se puso de pie, desvelando una altura que él no había imaginado en el carruaje.
—¡No le he atacado!
Se equivocaba, por supuesto. Ella en sí era un asalto: desde sus exuberantes curvas al fulgor de sus ojos, desde el brillo de su vestido al olor a almendras, como si acabara de salir de una cocina llena de pasteles.
Sintió el ataque de esa mujer desde el momento en que abrió los ojos en el carruaje y la encontró allí, hablando de cumpleaños y planes, y del Año de Hattie.
—Hattie… —No había querido decirlo. O mejor, no había querido disfrutar diciéndolo.
Los ojos de la joven se hicieron todavía más grandes detrás de la máscara.
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó ella con una mezcla de pánico e indignación mientras se ponía en pie—. Pensé que este lugar era el colmo de la discreción.
—¿Qué es el Año de Hattie?
La realidad la asaltó de golpe, ella misma había revelado su nombre.
—¿Por qué quiere saberlo? —inquirió después de un breve silencio.
No estaba seguro de la respuesta, así que no le contestó.
Ella rompió el silencio, como él estaba descubriendo que acostumbraba a hacer.
—Supongo que no me dirá su nombre. Sé que no es Nelson.
—Porque soy demasiado para ser Nelson.
—Porque no cumple mi lista de cualidades. Es demasiado ancho de hombros y sus piernas son demasiado largas y no es encantador. Y, desde luego, no es nada afable.
—Ha hecho una lista de cualidades para un sabueso, no para un polvo.
No mordió el anzuelo.
—Y si además consideramos su cara…
¿Qué demonios le pasaba a su cara? En treinta y un años, nunca había tenido una queja, Y esa mujer salvaje no iba a cambiar eso.
—¿Mi cara?
—Sí, su cara —respondió ella atropelladamente—. Pedí una cara que no fuera tan…
Whit se mantuvo en silencio. ¿Así que esa mujer decidía dejar de hablar justo en ese momento?
Hattie negó con la cabeza y él resistió el impulso de maldecir.
—No importa. El hecho es que no solicité su compañía y tampoco lo ataqué. No he tenido nada que ver con que apareciera inconsciente en mi carruaje. Aunque, para ser sincera, empieza a parecerme la clase de hombre que bien podría merecer un golpe en la cabeza.
—No creo que haya tomado parte en el asalto.
—Bien. Porque yo no asalté su carruaje.
—¿Quién lo hizo?
—No lo sé.
«Mentira».
Estaba protegiendo a alguien. El carruaje pertenecía a alguien en quien confiaba o no lo habría usado para ir hasta allí. «¿Su padre?». No, imposible. Ni siquiera aquella loca usaría el cochero de su padre para llevarla a un burdel en medio de Covent Garden. Los cocheros hablaban.
«¿Un amante?». Por un momento consideró la posibilidad de que ella no solo trabajara con su enemigo, sino que durmiera con él. A Whit no le hizo gracia el disgusto que le causó la idea antes de que le pudiera la razón.
No. No era un amante. No estaría en un burdel si tuviera un amante. No lo habría besado a él si tuviera un amante. Y ella lo había besado, suave, dulce e inexpertamente.
No había ningún amante. Pero aun así, era leal al enemigo.
—Creo que sabe quién me dejó inconsciente y me retuvo en ese carruaje, Hattie —dijo en voz baja, acercándose a ella. Su cuerpo vibró cuando se dio cuenta de que ella era casi de su altura; su pecho subiendo y bajando a ritmo de staccato por encima de la línea de su vestido, los músculos de su garganta tensos mientras lo escuchaba—. Y creo que sabe que tengo la intención de conseguir un nombre.
—¿Es eso una amenaza? —Lo miró entrecerrando los ojos. Él no respondió, y en el silencio, ella pareció calmarse; su respiración se hizo más tranquila mientras sus hombros se enderezaban—. No me gustan las amenazas. Es la segunda vez que interrumpe mi noche, señor. Haría bien en recordar que fui yo quien le salvó el pellejo antes.
—Casi me mata. —Ella experimentó un cambio notable.
—Por favor, ha sido usted muy ágil —se burló—. Lo vi aterrizar en el suelo como si no fuera la primera vez que lo lanzan de un carruaje—. Hizo una pausa—. No lo fue, ¿o sí?
—Eso no significa que desee convertirlo en un hábito.
—El punto es que, sin mí, podría estar muerto en una zanja. Un caballero razonable me lo agradecería amablemente y se iría a otro lugar ahora mismo.
—Tiene mala suerte, entonces, de que yo no lo sea.
—¿Razonable?
—Un caballero.
Se rio un poco sorprendida por eso.
—Bueno, como estamos en un burdel, creo que ninguno de los dos puede reclamar mucha gentileza.
—¿Eso no estaba en su lista de requisitos?
—Oh, lo estaba —dijo—, pero esperaba más una aproximación a la caballerosidad que la caballerosidad misma. Y ahí está el problema: tengo planes, maldición, y no voy a permitir que los arruine.
—Los planes de los que habló antes de tirarme del carruaje.
—Yo no lo tiré. —Cuando él no respondió, ella le dijo—: Está bien, lo eché. Pero todo ha ido bien.
—No gracias a usted.
—No tengo la información que quiere.
—No la creo.
Abrió la boca y la cerró.
—¡Qué grosero!
—Quítese la máscara.
—No.
—¿Qué es el Año de Hattie? —preguntó ante el no tajante.
Ella levantó la barbilla desafiante, pero se quedó en silencio. Whit gruñó y se dirigió al champán y se sirvió una copa. Cuando terminó, devolvió la botella a su sitio y se apoyó en el alféizar de la ventana observando cómo ella se movía.
Siempre estaba en movimiento, alisándose las faldas o jugando con la manga; él bebía hipnotizado por la larga línea del vestido, por la forma en que este envolvía sus curvas rebeldes y hacía promesas que un hombre deseaba que cumpliera. La luz de las velas se reflejaba en su piel, dorándola. No era una mujer que tomara té. Era una mujer que tomaba el sol.
Tenía dinero, saltaba a la vista. Y poder. Una mujer necesitaba de ambos para entrar en el 72 de Shelton Street. Incluso sabiendo que el lugar existía, necesitaba contactos que no eran fáciles de conseguir. Había miles de razones por las que ella podría estar allí, y Whit las había escuchado todas: aburrimiento, insatisfacción, imprudencia. Pero no detectaba ninguna de ellas en Hattie. No era una chica impetuosa, era lo suficientemente mayor para ser razonable y tomar sus decisiones. Tampoco era simple o superficial.
Se acercó a ella lentamente de forma deliberada.
—No me dejaré intimidar. —Se puso rígida. Agarró con fuerza el papel que tenía en la mano.
—Él me ha robado algo y quiero que me lo devuelva.
Pero eso no era todo.
Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla. Lo suficientemente cerca para medir la altura que ya había notado antes, casi igual a la suya. Lo suficientemente cerca para ver sus ojos detrás de la máscara, fijos en él. Lo suficientemente cerca para sumergirse en su aroma a almendras.
—Lo que sea que le hayan robado —anunció mientras enderezaba los hombros—, haré que se lo devuelvan.
Cuatro envíos. Tres vigilantes tiroteados. Después de esa noche, el propio Whit había perdido unos cuchillos que valoraba por encima de todo. Y, si tenía razón, ella le debía más de lo que podía devolverle.
—No es posible. Necesito un nombre. —Negó con la cabeza.
—Le ruego que me perdone, yo no fallo —respondió sin vacilar.
Otro hombre podría haber encontrado aquellas palabras divertidas, pero Whit advirtió honestidad en ellas. ¿Cómo se había visto involucrada en este lío? No pudo resistirse a repetirse.
—¿Qué es el Año de Hattie?
—Si se lo digo, ¿me dejará en paz?
«No», pensó él.
Respiró profundamente en silencio, como si considerara sus opciones.
—Es lo que parece —explicó ella finalmente—. Es mi año. El año que reclamo como mío.
—¿Cómo?
—Tengo un plan de cuatro puntos para dirigir mi propio destino.
—Cuatro puntos —repitió él, arqueando las cejas.
—Negocios. Casa. Fortuna. Futuro. —Levantó una mano marcando las respuestas con los largos dedos enguantados y luego hizo una pausa—. Ahora, si me dice qué fue con precisión lo que le quitaron, se lo devolveré, y podremos seguir con nuestras vidas sin molestarnos nunca más.
—Negocios. Casa. Fortuna. Futuro —repasó el plan—. ¿En ese orden?
—Probablemente. —Hattie inclinó la cabeza a un lado.
—¿Qué clase de negocios? —Él tenía dinero de sobra, y podía ayudarla en cualquier negocio que deseara… a cambio de la información que necesitaba.
Ella lo miró fijamente y permaneció en silencio.