Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean - E-Book

Lady Hattie y la Bestia E-Book

SARAH MACLEAN

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Beschreibung

El plan de la dama… Lady Hattie Sedley quiere heredar los negocios de su padre, para eso, necesita asegurarse un futuro como solterona, y sabe exactamente cómo conseguirlo. Todo va a la perfección hasta que encuentra maniatado en su carruaje al hombre más guapo que haya visto jamás, lo que podría suponer arruinar sus planes antes de ponerlos en marcha. La propuesta de la bestia… Cuando se despierta en un carruaje a los pies de Hattie, Whit, uno de los reyes de Covent Garden, conocido por todo el mundo como Bestia, no puede evitar sentirse atraído por la extraña mujer que lo libera, sobre todo, cuando descubre que ella se dirige a disfrutar de una noche de placer… en su territorio. Una pasión inesperada… Hattie y Whit acabarán convertidos en unos feroces rivales, tanto en los negocios como en el placer: ella no renunciará a sus planes y él no va a renunciar a su poder… Sin embargo, ninguno de ellos prevé que, si no tienen cuidado, no tendrán más remedio que renunciar a todo, incluidos sus corazones.

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Sammlungen



Índice de con­te­ni­do
Ca­pí­tu­lo 1
Ca­pí­tu­lo 2
Ca­pí­tu­lo 3
Ca­pí­tu­lo 4
Ca­pí­tu­lo 5
Ca­pí­tu­lo 6
Ca­pí­tu­lo 7
Ca­pí­tu­lo 8
Ca­pí­tu­lo 9
Ca­pí­tu­lo 10
Ca­pí­tu­lo 11
Ca­pí­tu­lo 12
Ca­pí­tu­lo 13
Ca­pí­tu­lo 14
Ca­pí­tu­lo 15
Ca­pí­tu­lo 16
Ca­pí­tu­lo 17
Ca­pí­tu­lo 18
Ca­pí­tu­lo 19
Ca­pí­tu­lo 20
Ca­pí­tu­lo 21
Ca­pí­tu­lo 22
Ca­pí­tu­lo 23
Ca­pí­tu­lo 24
Ca­pí­tu­lo 25
Ca­pí­tu­lo 26
Epí­lo­go
Agra­de­ci­m­ien­tos

Título ori­gi­nal: Brazen and the Beast. The Ba­rek­nuck­le Bas­tards, Book 2 Pu­blished by arran­ge­ment with Avon, an im­print of Har­per­Co­llins Pu­blishers.

© 2019 By Sarah Tra­buc­chi

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

Tra­duc­ción: María José Losada Rey

___________________

1.ª edi­ción: enero 2021

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

Para V.

Eres mi cosita fa­vo­ri­ta.

Capítulo 1

May­f­air, sep­t­iem­bre de 1837

Des­pués de vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días, a lady Hen­r­iet­ta Sedley le gus­ta­ba pensar que había apren­di­do al­gu­nas cosas.

Como, por ejem­plo, que si una dama no podía sa­lir­se con la suya y po­ner­se pan­ta­lo­nes —una de­sa­for­tu­na­da re­a­li­dad para la hija de un conde, in­clu­so de uno que había em­pe­za­do la vida sin título ni for­tu­na—, debía ase­gu­rar­se de que sus faldas in­clu­ye­ran bol­si­llos. Una nunca sabía cuándo podría ne­ce­si­tar un poco de cuerda o un cu­chi­llo para cor­tar­la.

Tam­bién había apren­di­do que cual­q­u­ier es­ca­pa­da que va­l­ie­ra la pena de su casa en May­f­air re­q­ue­ría del amparo de la os­cu­ri­dad y de un ca­rr­ua­je con­du­ci­do por un aliado. Los co­che­ros ten­dí­an a hablar de­ma­s­ia­do cuando se tra­ta­ba de guar­dar se­cre­tos; además, en última ins­tan­c­ia, es­ta­ban en deuda con qu­ie­nes pa­ga­ban sus sa­la­r­ios. Un im­por­tan­te punto a añadir a esa lec­ción en par­ti­cu­lar era que el mejor de los al­ia­dos era a menudo el mejor de los amigos.

Quizá por eso, lo pri­me­ro en la lista de cosas que había apren­di­do en su vida era cómo hacer un nudo de Ca­rrick. Algo que sabía hacer desde que tenía me­mo­r­ia.

Con esta co­lec­ción de co­no­ci­m­ien­tos tan oscura y poco común, cual­q­u­ie­ra se habría ima­gi­na­do que Hen­r­iet­ta Sedley habría sabido qué hacer ante la po­si­bi­li­dad de des­cu­brir a un hombre atado e in­cons­c­ien­te en su ca­rr­ua­je.

Pero es­ta­ría eq­ui­vo­ca­do.

De hecho, Hen­r­iet­ta Sedley nunca habría des­cri­to tal es­ce­na­r­io como una po­si­bi­li­dad. Era cierto que podría en­con­trar­se más cómoda en los mue­lles de Lon­dres que en los sa­lo­nes de baile, pero el im­pre­s­io­nan­te bagaje vital de Hattie nada tenía que ver con el am­b­ien­te cri­mi­nal.

Y, sin em­bar­go, allí estaba, con los bol­si­llos llenos y su amiga más que­ri­da al lado, de pie en la os­cu­ri­dad de la noche, la vís­pe­ra de su vein­ti­n­ue­ve cum­ple­a­ños, a punto de es­ca­par­se de May­f­air para dis­fru­tar de una velada bien pla­ne­a­da y…

Lady Ele­a­no­ra Ma­de­well silbó por lo bajo, de manera poco fe­me­ni­na, al oído de Hattie. Hija de un duque y de una actriz ir­lan­de­sa a la que él amaba tanto como para con­ver­tir­la en du­q­ue­sa. Nora tenía la clase de des­ca­ro que se per­mi­tía en aq­ue­llos miem­bros de las so­c­ie­dad que os­ten­ta­ban sus tí­tu­los desde la cuna y que tenían un montón de dinero.

—Hay un tipo en el ca­rr­ua­je, Hattie.

Hattie no apartó la vista del tipo en cues­tión.

—Sí, ya lo veo.

—No había un tipo en el ca­rr­ua­je cuando en­gan­cha­mos los ca­ba­llos.

—No, no lo había.

Tres cuar­tos de hora antes habían dejado el coche pre­pa­ra­do para partir y com­ple­ta­men­te vacío en el oscuro ca­lle­jón tra­se­ro de Sedley House, des­pués su­b­ie­ron las es­ca­le­ras con el fin de cam­b­iar su ves­ti­men­ta por un at­uen­do más apro­p­ia­do para sus planes noc­tur­nos.

En algún mo­men­to entre el corsé y el lápiz de ojos, al­g­u­ien les había dejado un pa­q­ue­te ex­tra­or­di­na­r­ia­men­te ino­por­tu­no.

—Creo que, si hu­b­ie­ra habido un hombre en el ca­rr­ua­je antes, nos ha­brí­a­mos dado cuenta —dijo Nora.

—Creo que sí. —Fue la res­p­ues­ta dis­tra­í­da de Hattie—. Y apa­re­ce justo en el mo­men­to menos ade­c­ua­do.

—¿Hay algún mo­men­to ade­c­ua­do para en­con­trar a un hombre atado e in­cons­c­ien­te en tu ca­rr­ua­je? —Nora la miró de reojo.

Hattie ima­gi­nó que no, pero al menos podría haber ele­gi­do una noche di­fe­ren­te.

—Es un regalo de cum­ple­a­ños ho­rri­ble. —En­tre­ce­rró los ojos para en­fo­car mejor el oscuro in­te­r­ior del ca­rr­ua­je—. ¿Crees que está muerto?

«Por favor, que no esté muerto».

Si­len­c­io.

—¿Acaso se mete a los muer­tos en los ca­rr­ua­jes? —añadió a con­ti­n­ua­ción.

Nora se ade­lan­tó, con el abrigo del co­che­ro sobre los hom­bros, y le dio un em­pu­jón al po­si­ble muerto. Este no se movió.

—No se mueve —añadió en­co­gién­do­se de hom­bros—. Podría estar muerto.

Hattie sus­pi­ró, se quitó un guante y se in­cli­nó dentro del ca­rr­ua­je para poner dos dedos en el cuello del hombre.

—Estoy segura de que no está muerto.

—¿Qué estás ha­c­ien­do? —su­su­rró Nora con ra­pi­dez—. ¡Si no lo está, lo des­per­ta­rás!

—Eso no sería lo peor del mundo —señaló Hattie—. De hecho, así po­drí­a­mos pe­dir­le ama­ble­men­te que sa­l­ie­ra de nues­tro ca­rr­ua­je y seguir nues­tro camino.

—¡Oh, sí! Este bruto parece el tipo de hombre que lo haría sin ven­gar­se de in­me­d­ia­to. Sin duda, se qui­ta­ría la gorra y nos de­se­a­ría buenas noches.

—No lleva gorra —dijo Hattie, in­ca­paz de re­fu­tar el resto de la eva­l­ua­ción sobre el mis­te­r­io­so y pre­sun­to muerto. Era muy cor­pu­len­to, con el cuerpo bien for­ma­do, e in­clu­so en la os­cu­ri­dad podría decir que no era el tipo de hombre con el que ella se pa­se­a­ría por una fiesta.

Era el tipo de hombre que arra­sa­ría el salón de baile.

—¿Qué notas? —le pre­gun­tó Nora.

—No hay pulso. —Aunque no estaba muy segura de dónde to­már­se­lo—. Pero está…

«Ca­l­ien­te».

Los muer­tos no es­ta­ban ca­l­ien­tes, y aquel hombre estaba muy ca­l­ien­te. Como el fuego en in­v­ier­no. El tipo de calor que hacía que cual­q­u­ie­ra se diera cuenta de lo frío que se podía llegar a estar.

Ig­no­ran­do esa tonta ocu­rren­c­ia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel de­sa­pa­re­cía debajo de la camisa, donde estaba la cla­ví­cu­la y la pen­d­ien­te de… el resto de él, y se en­con­tró con una fas­ci­nan­te hen­di­du­ra.

—¿Y ahora qué estás…?

—Si­len­c­io. —Hattie con­tu­vo la res­pi­ra­ción. Nada. Sa­cu­dió la cabeza.

—¡Jesús! —No había nada re­li­g­io­so en aq­ue­lla ex­pre­sión.

Hattie no podría estar más de ac­uer­do. Pero de re­pen­te…

«Aquí está».

Una pe­q­ue­ña pal­pi­ta­ción. Pre­s­io­nó con más fir­me­za. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acom­pa­sa­do.

—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —re­pi­tió antes de sus­pi­rar pro­fun­da­men­te ali­v­ia­da—. No está muerto.

—Ex­ce­len­te. Pero eso no cambia el hecho de que está in­cons­c­ien­te y en nues­tro ca­rr­ua­je, y que tú ten­drí­as que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. De­be­rí­a­mos de­jar­lo aquí y usar el tíl­bu­ri.

Hattie había estado pla­ne­an­do la ex­cur­sión de esa noche du­ran­te tres meses. La noche en que co­men­za­ría su vi­gé­si­mo noveno año. El año en que su vida pa­sa­ría a ser suya de verdad. El año en que se con­ver­ti­ría en ella misma. Y tenía un plan muy es­pe­cí­fi­co en un lugar muy es­pe­cí­fi­co a una hora muy es­pe­cí­fi­ca, para lo cual se había puesto una ves­ti­men­ta muy es­pe­cí­fi­ca. Y, aun así, mien­tras con­tem­pla­ba al hombre des­m­a­ya­do en su ca­rr­ua­je, esos de­ta­lles no pa­re­cí­an ser im­por­tan­tes.

Lo re­al­men­te im­por­tan­te era verle la cara.

Afe­rrán­do­se a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la lin­ter­na de la es­q­ui­na su­pe­r­ior tra­se­ra del ca­rr­ua­je antes de gi­rar­se hacia Nora, cuya mirada se clavó in­me­d­ia­ta­men­te en el in­te­r­ior del vehí­cu­lo.

Nora in­cli­nó la cabeza a un lado.

—Hattie, déjalo. Nos lle­va­re­mos el tíl­bu­ri.

—Solo quiero echar­le un vis­ta­zo —res­pon­dió Hattie.

La in­cli­na­ción se con­vir­tió en una lenta sa­cu­di­da.

—Si lo miras, te arre­pen­ti­rás.

—Tengo que echar­le un vis­ta­zo —in­sis­tió Hattie, bus­can­do una razón co­he­ren­te, porque no podía de­cir­le la verdad a su amiga—. Tengo que de­sa­tar­lo.

—Eso no es ne­ce­sa­r­io —indicó Nora—. Al­g­u­ien ha pen­sa­do que era mejor de­jar­lo atado y, ¿quié­nes somos no­so­tras para no estar de ac­uer­do? —Hattie ya estaba bus­can­do un pe­der­nal en el bol­si­llo de la puerta del ca­rr­ua­je—. ¿Y tus planes?

Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.

—Solo le echaré un vis­ta­zo —re­pi­tió. Cuando el aceite de la lin­ter­na pren­dió, cerró la puerta y se volvió hacia el ca­rr­ua­je, la le­van­tó para ilu­mi­nar con un her­mo­so brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!

—Parece que no es un mal regalo des­pués de todo. —Nora ahogó la risa.

El hombre tenía el rostro más her­mo­so que Hattie había visto nunca. El rostro más her­mo­so que nadie hu­b­ie­ra visto nunca. Se acercó más, dis­fru­tan­do de la cálida y bron­ce­a­da piel, de los pó­mu­los ele­va­dos, de la nariz larga y recta, de las líneas os­cu­ras de sus cejas y de las pes­ta­ñas inex­pli­ca­ble­men­te largas que arro­ja­ban som­bras, como un pecado, contra sus me­ji­llas.

—¿Qué clase de hombre…? —se in­te­rrum­pió y negó con la cabeza.

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to?

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to y, de manera sor­pren­den­te, ate­rri­za­ba en el ca­rr­ua­je de Hattie Sedley, una joven que no estaba acos­tum­bra­da a estar cerca de hom­bres que tenían ese as­pec­to?

—Me estás dando ver­güen­za ajena —dijo Nora—. Lo estás mi­ran­do fi­ja­men­te y con la boca ab­ier­ta.

Hattie cerró la boca, pero no dejó de mi­rar­lo.

—Hattie, te­ne­mos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cam­b­ia­do de opi­nión?

La pre­gun­ta la trajo de vuelta a la re­a­li­dad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la lin­ter­na.

—No, no lo he hecho.

Nora sus­pi­ró y puso los brazos en jarras, mi­ran­do más allá de Hattie, al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je.

—En­ton­ces, ¿tú le sacas el tra­se­ro y yo me en­car­go de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las som­bras que había a su es­pal­da—. Puede re­cu­pe­rar la con­c­ien­c­ia ahí.

—No po­de­mos de­jar­lo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el co­ra­zón.

—¿No po­de­mos?

—No.

Nora le echó un vis­ta­zo.

—Hattie, no po­de­mos lle­var­lo con no­so­tras solo porque pa­rez­ca una es­ta­t­ua romana.

Hattie se son­ro­jó en la os­cu­ri­dad.

—No me había dado cuenta.

—Pues te has que­da­do sin pa­la­bras.

—No po­de­mos de­jar­lo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie acla­rán­do­se la gar­gan­ta

—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora for­ma­ron una per­fec­ta línea recta.

—Puedo… —ase­gu­ró Hattie, sos­te­n­ien­do la lin­ter­na cerca de la cuerda que ma­n­ia­ta­ba las mu­ñe­cas del hombre y ha­c­ien­do un ba­rri­do hasta los to­bi­llos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Ca­rrick de­cen­te, y me temo que si de­ja­mos a este hombre aquí, se li­be­ra­rá e irá di­rec­ta­men­te a por el inútil de mi her­ma­no.

Eso, y que si no li­be­ra­ban al ex­tra­ño, quién sabía lo que Augie le haría. Su her­ma­no era tan tonto como te­me­ra­r­io, una com­bi­na­ción que re­q­ue­ría de la in­ter­ven­ción de Hattie con cierta asi­d­ui­dad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su de­ci­sión de re­cla­mar su vi­gé­si­mo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su in­fer­nal her­ma­no es­tro­peán­do­lo todo.

—In­cons­c­ien­te desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pier­den en una pelea.

El eu­fe­mis­mo no se le escapó a Hattie. Sus­pi­ró, alargó la mano para colgar la lin­ter­na en­cen­di­da en el gancho co­rres­pon­d­ien­te y apro­ve­chó la opor­tu­ni­dad para echar una larga y pro­lon­ga­da mirada al hombre.

Hattie Sedley había apren­di­do algo más en sus vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días: si una mujer tenía un pro­ble­ma, lo mejor era que lo re­sol­v­ie­ra ella misma.

Se subió al ca­rr­ua­je, pa­san­do con cui­da­do por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mien­tras per­ma­ne­cía en la acera con los ojos muy ab­ier­tos.

—Venga, vamos. Nos desha­re­mos de él por el camino.

Capítulo 2

Lo último que re­cor­da­ba era el golpe en la cabeza.

Estaba es­pe­ran­do el ataque sor­pre­sa. Por eso era él quien iba con­du­c­ien­do en la pla­ta­for­ma: seis raudos ca­ba­llos ti­ran­do de un enorme carro de trans­por­te con un con­te­ne­dor de acero car­ga­do de licor, cartas y tabaco, des­ti­na­do a May­f­air. Aca­ba­ba de cruzar Oxford Street cuando oyó el dis­pa­ro, se­g­ui­do del grito de dolor de uno de sus es­col­tas.

Se detuvo para ver cómo es­ta­ban sus hom­bres. Para pro­te­ger­los. Para cas­ti­gar a los que los ata­ca­ban.

Había un cuerpo en­san­gren­ta­do tirado en la calle, justo debajo de él. Aca­ba­ba de enviar al se­gun­do de sus hom­bres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su es­pal­da. Se había girado cu­chi­llo en mano. Lo lanzó. Es­cu­chó el grito en la os­cu­ri­dad y lo­ca­li­zó su origen.

Luego, un golpe en la cabeza. Y des­pués… nada.

No hubo nada hasta que un in­sis­ten­te gol­pe­teo en su me­ji­lla le de­vol­vió la con­c­ien­c­ia; era de­ma­s­ia­do suave para doler, aunque lo su­fi­c­ien­te­men­te firme para ser irri­tan­te.

No abrió los ojos, los años de en­tre­na­m­ien­to le per­mi­t­ie­ron fingir que seguía in­cons­c­ien­te mien­tras se or­ien­ta­ba. Tenía los pies atados. Tam­bién las manos, detrás de la es­pal­da. Las ata­du­ras le ti­ra­ban tanto de los mús­cu­los del pecho como para notar que le fal­ta­ban sus cu­chi­llos, ocho hojas de acero mon­ta­das en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Re­sis­tió el im­pul­so de ten­sar­se. De en­fu­re­cer­se. Pero Sa­v­i­our Whit­ting­ton, co­no­ci­do en las calles más os­cu­ras de Lon­dres como Bestia, no se en­fa­da­ba: cas­ti­ga­ba. De un modo rápido y de­vas­ta­dor, sin emo­ción.

Y si le habían qui­ta­do la vida a uno de sus hom­bres, a al­g­u­ien que estaba bajo su pro­tec­ción, nunca co­no­ce­rí­an la paz. Pero pri­me­ro ne­ce­si­ta­ba re­cu­pe­rar la li­ber­tad.

Estaba en el suelo de un ca­rr­ua­je en mo­vi­m­ien­to. Uno bien eq­ui­pa­do, te­n­ien­do en cuenta el suave cojín que rozaba su me­ji­lla, y que se des­pla­za­ba por un ve­cin­da­r­io de­cen­te, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los ado­q­ui­nes.

«¿Qué hora es?».

Con­si­de­ró su si­g­u­ien­te paso, ima­gi­nan­do cómo re­du­ci­ría a su captor a pesar de las ata­du­ras. Se ima­gi­nó rom­pién­do­le la nariz usando la frente como arma. Uti­li­zan­do las pier­nas atadas para no­q­ue­ar al hombre.

El gol­pe­teo en su me­ji­lla co­men­zó de nuevo. Luego un suave su­su­rro.

—Señor…

Whit abrió los ojos de golpe.

Su captor no era un hombre.

El baño de luz dorada en el ca­rr­ua­je le jugó una mala pasada; le pa­re­ció que ema­na­ba de la mujer y no de la lin­ter­na que se ba­lan­ce­a­ba sua­ve­men­te en la es­q­ui­na.

Sen­ta­da en el banco, no se pa­re­cía en nada al tipo de ene­mi­go que no­q­ue­a­ría a un hombre y lo ataría dentro de un ca­rr­ua­je. De hecho, pa­re­cía que iba de camino a un baile. Per­fec­ta­men­te lista, per­fec­ta­men­te pei­na­da, per­fec­ta­men­te ma­q­ui­lla­da —su piel lisa, sus ojos de­li­ne­a­dos con kohl, sus labios car­no­sos y pin­ta­dos lo su­fi­c­ien­te como para que un hombre pres­ta­se aten­ción. Y eso fue antes de que viera el ves­ti­do azul, del color de un cielo de verano y muy ajus­ta­do a su figura.

No de­be­ría estar fi­ján­do­se en nada de eso, con­si­de­ran­do que ella lo tenía atado en un ca­rr­ua­je. No de­be­ría fi­jar­se en sus curvas suaves y aco­ge­do­ras en la cin­tu­ra, en la línea de su cor­pi­ño. No de­be­ría fi­jar­se en el des­te­llo de la suave y dorada piel de su hombro re­don­de­a­do a la luz de la lin­ter­na. No de­be­ría fi­jar­se en la bonita sua­vi­dad de su cara o en la ple­ni­tud de sus labios pin­ta­dos de rojo.

Ella no estaba allí para que él la ad­mi­ra­ra.

Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era po­si­ble que fueran vio­le­tas? ¿Qué clase de per­so­na tenía ojos de color vio­le­ta? Y es­ta­ban ab­ier­tos de par en par.

«Bien. Si esa mirada es un in­di­c­io de su tem­pe­ra­men­to, no es de ex­tra­ñar que esté atado», pensó mien­tras veía que ella in­cli­na­ba la cabeza a un lado.

—¿Quién le ha atado?

Whit no res­pon­dió. Seguro que ella sabía la res­p­ues­ta.

—¿Por qué está atado?

Otra vez si­len­c­io.

Sus labios mar­ca­ron una línea recta y mur­mu­ró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:

—El asunto es que usted es un in­con­ve­n­ien­te, puesto que ne­ce­si­to el ca­rr­ua­je esta noche.

—¿Un in­con­ve­n­ien­te? —No quería res­pon­der y las pa­la­bras los sor­pren­d­ie­ron a ambos.

—En efecto. Es el Año de Hattie —asin­tió ella.

—¿El qué?

La chica agitó una mano como para alejar la pre­gun­ta. Como si no fuera im­por­tan­te. Ex­cep­to que Whit ima­gi­nó que sí lo era.

—Mañana es mi cum­ple­a­ños —con­ti­nuó ella—. Tengo planes. Planes que no in­clu­yen… lo que sea esto. —El si­len­c­io se ex­ten­dió entre ellos—. La ma­yo­ría de la gente me de­se­a­ría un feliz cum­ple­a­ños en esta si­t­ua­ción. —Whit no picó el an­z­ue­lo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dis­p­ues­ta a ayu­dar­lo.

—No ne­ce­si­to su ayuda.

—Es bas­tan­te rudo, ¿sabe?

Se re­sis­tió a que­dar­se bo­q­u­ia­b­ier­to.

—Me han no­q­ue­a­do, me han atado y he des­per­ta­do en un ca­rr­ua­je des­co­no­ci­do.

—Sí, pero debe ad­mi­tir que los acon­te­ci­m­ien­tos han tomado un giro in­te­re­san­te, ¿no? —Ella sonrió, el ho­y­ue­lo de su me­ji­lla de­re­cha era im­po­si­ble de ig­no­rar.

—Bien —añadió ella viendo que él no res­pon­día—, en­ton­ces, me parece que está en un apr­ie­to, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo di­ver­ti­da que puedo llegar a ser, in­clu­so en un apr­ie­to? —añadió.

Mien­tras, él ma­ni­pu­la­ba las cuer­das de sus mu­ñe­cas. Apre­ta­das, pero ya es­ta­ban aflo­ján­do­se. Elu­di­bles.

—Veo lo im­pru­den­te que puede ser.

—Al­gu­nos me en­c­uen­tran en­can­ta­do­ra.

—No en­c­uen­tro nada en­can­ta­dor en esta si­t­ua­ción —con­tes­tó mien­tras con­ti­n­ua­ba ma­ni­pu­lan­do las cuer­das, pre­gun­tán­do­se qué le lle­va­ba a dis­cu­tir con aq­ue­lla char­la­ta­na.

—Es una lás­ti­ma. —Pa­re­cía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocu­rr­ie­ra qué res­pon­der, ella siguió ha­blan­do—. No im­por­ta. Aunque no lo admita, ne­ce­si­ta ayuda y, como está atado y yo soy su com­pa­ñe­ra de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera per­fec­ta­men­te normal, y desató las cuer­das con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bas­tan­te buena con los nudos.

Gruñó su apro­ba­ción, es­ti­ran­do las pier­nas en el re­du­ci­do es­pa­c­io cuando se notó li­be­ra­do.

—Y tiene otros planes para su cum­ple­a­ños.

Dudó. Se ru­bo­ri­zó ante aq­ue­llas pa­la­bras.

—Sí.

—¿Qué clase de planes? —White nunca en­ten­de­ría qué le hacía seguir pre­s­io­nán­do­la.

Los ri­dí­cu­los ojos, de un color im­po­si­ble y de­ma­s­ia­do gran­des para su cara, se en­tre­ce­rra­ron.

—Planes que, por una vez, no im­pli­can arre­glar el de­sas­tre que lo haya dejado aquí atado.

—La pró­xi­ma vez que me dejen in­cons­c­ien­te, tra­ta­ré que sea en un lugar que no se in­ter­pon­ga en su camino.

Ella sonrió, el ho­y­ue­lo en la me­ji­lla apa­re­ció como una broma pri­va­da.

—Bien pen­sa­do. —Y ella con­ti­nuó antes de que pu­d­ie­ra res­pon­der­le—. Aunque su­pon­go que no será un pro­ble­ma en el futuro. Cla­ra­men­te no nos mo­ve­mos en los mismos cír­cu­los.

—Esta noche sí.

Sus labios se con­vir­t­ie­ron en una lenta y franca son­ri­sa, y Whit no pudo evitar per­der­se en ella. El ca­rr­ua­je co­men­zó a dis­mi­n­uir la ve­lo­ci­dad, y ella apartó la cor­ti­na para aso­mar­se.

—Ya casi hemos lle­ga­do —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de ac­uer­do en que nin­gu­no de no­so­tros tiene in­te­rés en que lo des­cu­bran.

—Mis manos —dijo él, aun cuando las cuer­das ya no ejer­cí­an pre­sión sobre sus mu­ñe­cas.

—No puedo arr­ies­gar­me a que se vengue. —Negó con la cabeza.

Él se en­fren­tó a su mirada sin du­dar­lo.

—Mi ven­gan­za no es un riesgo. Es una cer­te­za.

—No tengo nin­gu­na duda al res­pec­to. Pero no puedo arr­ies­gar­me a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la ma­ni­lla de la puerta, ha­blán­do­le al oído por encima del ruido de las ruedas y de los ca­ba­llos—. Como he dicho…

—Tiene planes —ter­mi­nó, vol­vién­do­se hacia ella, in­ca­paz de re­sis­tir su aroma, como la dulce ten­ta­ción de una tarta de al­men­dras.

—Sí. —Ella lo miró fi­ja­men­te.

—Cuén­te­me su plan y la dejaré ir. —La en­con­tra­ría.

Esa pre­c­io­sa son­ri­sa de nuevo.

—Es usted muy arro­gan­te, señor. ¿Debo re­cor­dar­le que soy yo quien lo está de­jan­do ir?

—¡Dí­ga­me­lo! —Su orden sonó ruda.

Vio que algo cam­b­ia­ba en ella. Vio cómo la in­de­ci­sión se con­ver­tía en cu­r­io­si­dad. En va­len­tía. Y en­ton­ces, como un regalo, su­su­rró:

—Tal vez de­be­ría mos­trár­se­lo.

«¡Dios, sí!».

Ella lo besó, pre­s­io­nan­do sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inex­per­to; sabía como el vino, ten­ta­do­ra como el in­f­ier­no. Le llevó el doble de tiempo li­be­rar sus manos. Quería mos­trar a esta ex­tra­ña y cu­r­io­sa mujer lo que estaba dis­p­ues­to a hacer para co­no­cer sus planes.

Ella lo liberó pri­me­ro. Notó un tirón en sus mu­ñe­cas y las cuer­das se sol­ta­ron con un ligero chas­q­ui­do antes de que Hattie re­ti­ra­ra los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pe­q­ue­ña navaja en su mano. Ella había cam­b­ia­do de opi­nión. Lo había sol­ta­do.

Para que pu­d­ie­ra abra­zar­la. Para re­a­nu­dar el beso. Sin em­bar­go, como le había ad­ver­ti­do, tenía otros planes.

Antes de que pu­d­ie­ra to­car­la, el ca­rr­ua­je se detuvo al doblar una es­q­ui­na, y ella abrió la puerta.

—Adiós.

El ins­tin­to hizo que Whit girara mien­tras caía, agachó la bar­bi­lla, pro­te­gió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:

«Se está es­ca­pan­do… ».

Chocó contra la pared de una ta­ber­na cer­ca­na dis­per­san­do al grupo de hom­bres que había de­lan­te de ella.

—¡Eh! —gritó uno sa­l­ien­do a su en­c­uen­tro—. ¿Todo bien, her­ma­no?

Whit se puso de pie sa­cu­d­ien­do los brazos, echó los hom­bros hacia atrás, se estiró para com­pro­bar mús­cu­los y huesos y se ase­gu­ró de que todo fun­c­io­na­ba bien, antes de sacar dos re­lo­jes de su bol­si­llo y ver qué hora era. Las nueve y media.

—¡Vaya! Nunca he visto a nadie re­cu­pe­rar­se tan rápido de algo así —dijo el hombre, ex­ten­d­ien­do la mano para darle una pal­ma­da en el hombro. Sin em­bar­go, se detuvo antes de llegar a su ob­je­ti­vo, cuando los ojos se po­sa­ron en la cara de Whit, en­san­chán­do­se in­me­d­ia­ta­men­te en señal de re­co­no­ci­m­ien­to. La ca­li­dez se con­vir­tió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.

—Bestia…

Whit le­van­tó la bar­bi­lla al es­cu­char su nombre, la re­a­li­dad lo golpeó. Si aquel hombre lo co­no­cía, si co­no­cía su nombre…

Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle em­pe­dra­da por donde el ca­rr­ua­je había de­sa­pa­re­ci­do junto con su pa­sa­je­ra, en lo más pro­fun­do del la­be­rin­to que era Covent Garden.

Se sintió sa­tis­fe­cho.

«No se le iba a es­ca­par des­pués de todo».

Capítulo 3

—¿Lo has em­pu­ja­do a la calle? —La sor­pre­sa de Nora fue evi­den­te tras aso­mar­se al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je, vacío des­pués de que Hattie se bajara—. Creía que no de­seá­ba­mos su muerte.

Hattie posó los dedos sobre la más­ca­ra de seda que se aca­ba­ba de poner.

—No está muerto.

Se había aso­ma­do por la puerta del ca­rr­ua­je el tiempo su­fi­c­ien­te para ase­gu­rar­se de ello, el tiempo pre­ci­so para ma­ra­vi­llar­se por la forma en que había rodado antes de po­ner­se en pie, como si es­tu­v­ie­ra ha­bi­t­ua­do a ser ex­pul­sa­do a em­pu­jo­nes de todo tipo de ca­rr­ua­jes.

Supuso que podría ser una prác­ti­ca ha­bi­t­ual en él. No obs­tan­te, lo había mirado con­te­n­ien­do la res­pi­ra­ción hasta que se le­van­tó ileso.

—¿Se des­per­tó, en­ton­ces? —pre­gun­tó Nora.

Hattie asin­tió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sen­sa­ción de su firme y suave beso era un eco per­sis­ten­te, junto con el sabor de algo… ¿limón?

—¿Y?

—¿Y qué? —dijo mi­ran­do a su amiga.

—¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.

—No lo dijo.

—No, su­pon­go que no lo hizo.

«No, pero daría cual­q­u­ier cosa por sa­ber­lo».

—De­be­rí­as pre­gun­tar­le a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había ha­bla­do en voz alta? Nora sonrió—. ¿Ol­vi­das que co­noz­co tu mente tan bien como la mía?

Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos ju­gan­do debajo de la mesa en su jardín tra­se­ro, con­tán­do­se se­cre­tos. Eli­sa­beth Ma­de­well, du­q­ue­sa de Holy­mo­or, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no per­te­ne­cí­an aún a la aris­to­cra­c­ia. A nin­gu­na de las dos les habían dado una cálida bien­ve­ni­da, ya que el des­ti­no había in­ter­ve­ni­do para con­ver­tir a una actriz ir­lan­de­sa y a una de­pen­d­ien­ta de Bris­tol en du­q­ue­sa y con­de­sa, res­pec­ti­va­men­te. Así que ambas mu­je­res habían estado des­ti­na­das a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie re­ci­b­ie­ra su título vi­ta­li­c­io. Eran dos almas in­se­pa­ra­bles que lo hacían todo juntas, in­clu­yen­do a sus hijas, Nora y Hattie, que na­ci­das con se­ma­nas de di­fe­ren­c­ia y cr­ia­das como si fueran her­ma­nas, nunca tu­v­ie­ron la opor­tu­ni­dad de no amarse como tales.

—Diré dos cosas —añadió Nora.

—¿Solo dos?

—Está bien. Dos por ahora. Me re­ser­va­ré el de­re­cho a decir más —rec­ti­fi­có Nora—: Pri­me­ro, espero que tengas razón y que no ha­ya­mos matado a ese hombre por ac­ci­den­te.

—No lo hi­ci­mos —dijo Hattie.

—Y, en se­gun­do lugar —Nora con­ti­nuó sin pausa—, la pró­xi­ma vez que su­g­ie­ra que de­je­mos a un hombre in­cons­c­ien­te en el bir­lo­cho y usemos mi tíl­bu­ri, usa­re­mos el mal­di­to tíl­bu­ri.

—Si hu­bié­ra­mos uti­li­za­do tu tíl­bu­ri, po­drí­a­mos haber muerto —se burló Hattie—. Lo con­du­ces de­ma­s­ia­do rápido.

—Siem­pre tengo con­trol total sobre el ca­rr­ua­je.

Cuando sus madres mu­r­ie­ron con meses de di­fe­ren­c­ia —in­clu­so en eso iban a la par—, Nora acudió a ella en busca del con­s­ue­lo que no pudo en­con­trar en su padre ni en su her­ma­no mayor, pues eran hom­bres de­ma­s­ia­do aris­to­crá­ti­cos para per­mi­tir­se el lujo del dolor. Pero los Sedley, per­so­nas co­mu­nes que habían as­cen­di­do en la escala social, no se con­si­de­ra­ban para nada aris­to­crá­ti­cos y no tenían tal pro­ble­ma. Le habían hecho un hueco a Nora en su casa y en su mesa, y poco tiempo des­pués, ella empezó a pasar más noches en Sedley House que en su propia casa, algo que su padre y su her­ma­no no pa­re­c­ie­ron notar; del mismo modo que no se dieron cuenta de que empezó a gastar su dinero en bir­lo­chos y tíl­bu­ris para ri­va­li­zar con los con­du­ci­dos por los dandis más os­ten­to­sos de la so­c­ie­dad.

A Nora le gus­ta­ba decir que una mujer que tomaba las rien­das de su propio ca­rr­ua­je era una mujer que tomaba las rien­das de su propio des­ti­no.

Hattie no estaba del todo segura de eso, pero no negaba que valía la pena tener una amiga con una es­pe­c­ial ha­bi­li­dad para con­du­cir, sobre todo en las noches en las que no de­se­a­ba que los co­che­ros ha­bla­ran, algo que haría cual­q­u­ier co­che­ro si con­du­cía a dos hijas sol­te­ras de la aris­to­cra­c­ia hasta el ex­te­r­ior del 72 de Shel­ton Street. No im­por­ta­ba que el 72 de Shel­ton Street no pa­re­c­ie­ra, a pri­me­ra vista, un burdel.

«¿Se­g­ui­rí­an lla­mán­do­se bur­de­les si eran para mu­je­res?».

Hattie supuso que eso tam­po­co im­por­ta­ba mucho; el her­mo­so edi­fi­c­io no se pa­re­cía en nada a lo que ella ima­gi­na­ba que debían de ser sus ho­mó­lo­gos mas­cu­li­nos. De hecho, pa­re­cía cálido y aco­ge­dor, bri­lla­ba como un faro, con ven­ta­nas llenas de luz dorada y ma­ce­tas que col­ga­ban a cada lado de la puerta y arriba, en ma­ce­te­ros, en cada al­féi­zar, en las que ex­plo­ta­ban todos los co­lo­res oto­ña­les.

A Hattie no se le es­ca­pa­ba que las ven­ta­nas es­ta­ban cu­b­ier­tas, algo bas­tan­te ra­zo­na­ble, ya que lo que su­ce­día dentro era de na­tu­ra­le­za pri­va­da.

Le­van­tó una mano y com­pro­bó la po­si­ción de su más­ca­ra una vez más.

—Si hu­bié­ra­mos venido en el tíl­bu­ri, nos ha­brí­an visto.

—Su­pon­go que tienes razón. —Nora se en­co­gió de hom­bros y le brindó a Hattie una son­ri­sa—. Bueno, en­ton­ces, lo em­pu­jas­te fuera del ca­rr­ua­je…

—No de­be­ría ha­ber­lo hecho. —Hattie se rio.

—No vamos a volver para dis­cul­par­nos —dijo Nora, se­ña­lan­do la puerta con una mano—. ¿En­ton­ces? ¿Vas a entrar?

Hattie res­pi­ró hondo y se volvió hacia su amiga.

—¿Es una locura?

—Ab­so­lu­ta­men­te —res­pon­dió Nora.

—¡Nora!

—Es una locura de las buenas. Tienes planes, Hattie. Y así es como se al­can­zan. Una vez que se llevan a cabo, no hay vuelta atrás. Y, fran­ca­men­te, te lo me­re­ces.

—Tú tam­bién tienes planes, pero no has hecho nada así. —La voz de Hattie trans­mi­tía una ligera va­ci­la­ción.

—No he tenido que ha­cer­lo. —Nora guardó si­len­c­io y se en­co­gió de hom­bros.

El uni­ver­so había dotado a Nora de ri­q­ue­za, pri­vi­le­g­ios y de una fa­mi­l­ia a la que no pa­re­cía im­por­tar­le que usara ambos para coger la vida por los cuer­nos.

Hattie no había tenido tanta suerte. No era el tipo de mujer de la que se es­pe­ra­ba que di­ri­g­ie­ra su propio des­ti­no. Pero, des­pués de esa noche, pre­ten­día mos­trar al mundo que tenía la in­ten­ción de ha­cer­lo. Aunque antes debía desha­cer­se de la única cosa que la re­te­nía.

Así que, allí estaba. Se volvió hacia Nora.

—Estás segura de que esto es… —dijo.

Un ca­rr­ua­je que se acer­ca­ba la in­te­rrum­pió, los ca­ba­llos y el ruido de las ruedas re­tum­ba­ron en sus oídos mien­tras se de­te­nía. Un trío de ri­s­ue­ñas mu­je­res des­cen­dió con her­mo­sos ves­ti­dos de seda, que bri­lla­ban como joyas, y más­ca­ras de ar­lequín casi idén­ti­cas a la de Hattie. Po­se­í­an un cuello largo y una cin­tu­ra es­tre­cha, así como bri­llan­tes son­ri­sas, era fácil decir que eran her­mo­sas.

Hattie no lo era.

Dio un paso atrás, cho­can­do contra el la­te­ral del ca­rr­ua­je.

—Bueno, ahora sí estoy segura de que este es el lugar —dijo Nora se­ca­men­te.

—Pero ¿por qué…? —Hattie miró a su amiga.

—¿Por qué lo hacen? —com­ple­tó Nora.

—Es que po­drí­an tener a… —«Cual­q­u­ie­ra que les gus­ta­ra».

—Tú tam­bién po­drí­as. —Nora la miró ar­q­ue­an­do una de sus os­cu­ras cejas.

No era cierto, por su­p­ues­to. Los hom­bres no la re­cla­ma­ban. Aunque dis­fru­ta­ban de su com­pa­ñía, eso sí. Des­pués de todo, le gus­ta­ban los barcos y los ca­ba­llos y tenía cabeza para los ne­go­c­ios y era lo su­fi­c­ien­te­men­te lista para di­ver­tir­se du­ran­te una cena o un baile. Pero cuando una mujer miraba y ha­bla­ba como lo hacía ella, los hom­bres eran más pro­pen­sos a darle pal­ma­di­tas en el hombro que a abra­zar­la apa­s­io­na­da­men­te. La buena y vieja Hattie, y había sido así in­clu­so cuando dis­fru­ta­ba de su pri­me­ra tem­po­ra­da y no era vieja en ab­so­lu­to.

No dijo nada; Nora rompió el si­len­c­io.

—Tal vez ellas tam­bién están bus­can­do algo… sin ata­du­ras. —Vieron a las mu­je­res gol­pe­ar en la puerta del 72 de Shel­ton Street, donde una pe­q­ue­ña ven­ta­na se abrió y se cerró antes de que lo hi­c­ie­ra la puerta, y ellas de­sa­pa­re­c­ie­ran dentro, de­jan­do la calle en si­len­c­io una vez más—. Tal vez esas mu­je­res tam­bién están in­ten­tan­do di­ri­gir sus pro­p­ios des­ti­nos.

Un rui­se­ñor cantó y fue res­pon­di­do casi in­me­d­ia­ta­men­te por otro, a dis­tan­c­ia.

«El Año de Hattie».

—Muy bien, en­ton­ces de ac­uer­do.

—Per­fec­to. —Su amiga sonrió.

—¿Estás segura de que no deseas entrar?

—¿Para hacer qué? —pre­gun­tó Nora con una risa—. Dentro no hay nada que me in­te­re­se. He pen­sa­do en dar una vuelta en el ca­rr­ua­je para ver si puedo su­pe­rar mi marca en Hyde Park.

—¿Vuel­ves dentro de dos horas?

—Aquí estaré. —Nora in­cli­nó la gorra de co­che­ro en un saludo y sonrió a Hattie—. Dis­fru­te, milady.

Aquel había sido el plan de Hattie desde hacía meses, ¿no? Dis­fru­tar la pri­me­ra noche del resto de su vida, cerrar la puerta al pasado y atra­par el futuro con las manos. Des­pués de ha­cer­le un guiño a su amiga, se acercó al edi­fi­c­io con los ojos cla­va­dos en la pe­q­ue­ña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el mo­men­to en el que llamó, por donde apa­re­c­ie­ron un par de ojos os­cu­ros que la eva­l­ua­ron al ins­tan­te.

—¿Con­tra­se­ña?

—Regina.

La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.

Le llevó un mo­men­to ajus­tar sus ojos al oscuro in­te­r­ior del edi­fi­c­io, un cambio bas­tan­te brusco, pues el ex­te­r­ior estaba bien ilu­mi­na­do, algo que ins­tin­ti­va­men­te le hizo to­car­se la más­ca­ra.

—Si se la quita, no podrá que­dar­se —le ad­vir­tió la mujer que le había ab­ier­to la puerta. Era alta, es­bel­ta y her­mo­sa, con el pelo oscuro, los ojos más os­cu­ros to­da­vía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.

—Soy… —Bajó la mano de la más­ca­ra.

—Sa­be­mos quién es usted, milady. No hay ne­ce­si­dad de nom­bres. Su ano­ni­ma­to es una pr­io­ri­dad para no­so­tros. —La mujer sonrió.

Hattie pensó que era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien le decía que ella era una pr­io­ri­dad. Y le gustó bas­tan­te.

—Oh… —res­pon­dió sin saber qué añadir—. Qué amable…

La mujer se dio la vuelta, atra­ve­só una gruesa cor­ti­na y entró en la sala prin­ci­pal, donde estaba la re­cep­ción. Las tres mu­je­res que Hattie había visto fuera de­ja­ron de char­lar para es­tu­d­iar­la. Hattie co­men­zó a mo­ver­se hacia un sofá cer­ca­no que estaba vacío, pero su es­col­ta la detuvo para gu­iar­la a través de otra puerta.

—Por aquí, milady.

—Pero han lle­ga­do antes que yo —dijo mien­tras la seguía.

—No tienen cita. —Una pe­q­ue­ña son­ri­sa asomó en los car­no­sos labios de aq­ue­lla be­lle­za. La idea de que al­g­u­ien pu­d­ie­ra apa­re­cer en un lugar como este sin previo aviso le pa­re­ció una locura. Des­pués de todo, eso sig­ni­fi­ca­ría que fre­c­uen­ta­ban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía re­gu­lar­men­te? Sig­ni­fi­ca­ría que las veces an­te­r­io­res lo había dis­fru­ta­do.

La emo­ción la re­co­rrió cuando en­tra­ron en la ha­bi­ta­ción de al lado, más grande y ova­la­da, de­co­ra­da con ricas sedas de color rojo in­ten­so y bro­ca­dos do­ra­dos, exu­be­ran­tes ter­c­io­pe­los azules y ban­de­jas de plata car­ga­das de cho­co­la­tes y petits fours.

A Hattie le gruñó el es­tó­ma­go; no había comido antes porque estaba de­ma­s­ia­do ner­v­io­sa.

—¿Le gus­ta­ría tomar un re­fri­ge­r­io? —le pre­gun­tó su her­mo­sa es­col­ta vol­vién­do­se hacia ella.

—No. Me gus­ta­ría ter­mi­nar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…

—Lo en­t­ien­do. Sígame. —La mujer sonrió.

Y la siguió a través de los la­be­rín­ti­cos pa­si­llos del edi­fi­c­io que, desde fuera, pa­re­cía en­ga­ño­sa­men­te pe­q­ue­ño dado lo amplio que era el in­te­r­ior. Su­b­ie­ron una gran es­ca­le­ra, y Hattie no pudo re­sis­tir­se a pasar los dedos por los re­ves­ti­m­ien­tos de las pa­re­des de seda color zafiro pro­fun­do con re­l­ie­ves de vides bor­da­dos en hilo de plata. Todo el lugar des­ti­la­ba lujo, aunque no de­be­ría ha­ber­se sor­pren­di­do por ello, ya que, des­pués de todo, había pagado una for­tu­na por dis­fru­tar del pri­vi­le­g­io de una cita.

En aquel mo­men­to había pen­sa­do que estaba pa­gan­do por el se­cre­to, no por la ex­tra­va­gan­c­ia. Sin em­bar­go, estaba claro que ambos es­ta­ban in­cl­ui­dos en el precio.

—¿Eres Dahlia? —dijo mien­tras miraba a su acom­pa­ñan­te llegar al final de la es­ca­le­ra y bajar por un pa­si­llo bien ilu­mi­na­do donde todas las puer­tas es­ta­ban ce­rra­das.

El 72 de Shel­ton Street era pro­p­ie­dad de una mis­te­r­io­sa mujer, co­no­ci­da por las damas de la aris­to­cra­c­ia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había man­te­ni­do co­rres­pon­den­c­ia du­ran­te varias noches. La que le había hecho un montón de pre­gun­tas sobre sus deseos y pre­fe­ren­c­ias, pre­gun­tas que Hattie apenas había podido res­pon­der por el ardor de sus me­ji­llas. Des­pués de todo, las mu­je­res como ella rara vez tenían la opor­tu­ni­dad de ex­plo­rar el deseo o tener pre­fe­ren­c­ias.

«Ahora tengo pre­fe­ren­c­ias».

El pen­sa­m­ien­to llegó con una imagen; la del hombre del ca­rr­ua­je, guapo, in­cons­c­ien­te y, luego, ya des­p­ier­to, in­ne­ga­ble­men­te bello. Aq­ue­llos ojos color ámbar que la habían eva­l­ua­do y es­tu­d­ia­do pa­re­cía que veían dentro de ella. No pudo evitar re­cor­dar la on­du­la­ción de sus mús­cu­los mien­tras lu­cha­ba contra las ata­du­ras. Y su beso…

«Lo besé yo».

¿En qué había estado pen­san­do?

Sen­ci­lla­men­te no había estado pen­san­do.

Y aun así…, estaba agra­de­ci­da por el re­c­uer­do, por el eco de su aguda inha­la­ción cuando ella pre­s­io­nó los labios contra los suyos, por ese suave gru­ñi­do que había se­g­ui­do, ese sonido que ella ate­so­ra­ba, porque era la señal de apro­ba­ción que él se había dado a sí mismo. Como si se hu­b­ie­se so­me­ti­do a su deseo. Como si se hu­b­ie­se con­ver­ti­do en su pre­fe­ren­c­ia.

Se le ca­len­ta­ron de nuevo las me­ji­llas. Se aclaró la gar­gan­ta y miró a su acom­pa­ñan­te, cuyos labios car­no­sos se cur­va­ban en una son­ri­sa se­cre­ta.

—Soy Zeva, milady. Dahlia no está en la re­si­den­c­ia esta noche, pero no se pre­o­cu­pe. Hemos pre­pa­ra­do todo para usted a pesar de su au­sen­c­ia —con­ti­nuó la be­lle­za—. Cre­e­mos que en­con­tra­rá todo a su gusto.

Zeva abrió una puerta in­vi­tán­do­la a entrar.

El co­ra­zón empezó a la­tir­le con fuerza mien­tras miraba la ha­bi­ta­ción. Se le formó un nudo en la gar­gan­ta e in­ten­tó re­pri­mir que los ner­v­ios la do­mi­na­ran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea des­ca­be­lla­da, se había con­ver­ti­do en algo con­cre­to.

Aq­ue­lla no era una ha­bi­ta­ción cual­q­u­ie­ra. Era un dor­mi­to­r­io.

Un dor­mi­to­r­io be­lla­men­te de­co­ra­do, con sedas y satén y un cu­bre­ca­ma de ter­c­io­pe­lo de color azul vi­bran­te que bri­lla­ba contra los ela­bo­ra­dos postes ta­lla­dos de la pieza cen­tral de la ha­bi­ta­ción: una cama de ébano.

El hecho de que las camas fueran siem­pre el punto de re­fe­ren­c­ia de los dor­mi­to­r­ios pa­re­cía, de re­pen­te, algo com­ple­ta­men­te irre­le­van­te, y Hattie estaba segura de que nunca en su vida había visto una cama así. Lo que ex­pli­ca­ba por qué no podía dejar de mi­rar­la.

—¿Hay algún pro­ble­ma, milady? —Era im­po­si­ble ig­no­rar la di­ver­sión que trans­mi­tía la voz de Zeva cuando le pre­gun­tó.

—¡No! —dijo Hattie, sin querer re­co­no­cer que aquel tono agudo solo los usaba con sus sa­b­ue­sos. Se aclaró la gar­gan­ta, el cor­pi­ño de su ves­ti­do le pa­re­ció de re­pen­te de­ma­s­ia­do apre­ta­do y se palpó—. No. No. Todo es per­fec­to. Todo es como lo había es­pe­ra­do. Como lo había ima­gi­na­do. —Se aclaró la gar­gan­ta de nuevo, to­da­vía fas­ci­na­da por la cama—. Gra­c­ias.

—¿Que­rría, quizás, un mo­men­to de in­ti­mi­dad antes de que Nelson se una a usted? —le pre­gun­tó Zeva a su es­pal­da.

«Nelson».

Hattie se giró para mirar a la otra mujer.

—¿Nelson? ¿Como el héroe de guerra?

—Así es. Es uno de los me­jo­res.

—Y por «uno de los me­jo­res» se re­f­ie­re a…

—Además de las cua­li­da­des que pidió, es en­can­ta­dor, ex­pe­ri­men­ta­do y su­ma­men­te mi­nu­c­io­so. —Zeva arqueó las cejas.

«Ha que­ri­do decir que es su­ma­men­te mi­nu­c­io­so en la cama», pensó.

Hattie se ahogó con la arena que pa­re­cía al­ber­gar en su gar­gan­ta.

—Ya veo. Bueno… ¿Qué más se puede pedir?

—¿Por qué no le dejo unos mo­men­tos para fa­mi­l­ia­ri­zar­se con la ha­bi­ta­ción? —Zeva apretó los labios.

«Ha que­ri­do decir con la cama».

—Toque la cam­pa­na cuando esté dis­p­ues­ta. —Con un ligero mo­vi­m­ien­to de la mano señaló un ti­ra­dor en la pared.

«Ha que­ri­do decir para la cama».

—Sí. Eso suena bien —asin­tió Hattie.

Zeva salió flo­tan­do de la ha­bi­ta­ción, el si­len­c­io­so chas­q­ui­do de la puerta fue la única evi­den­c­ia de que había estado allí.

Hattie res­pi­ró hondo y se giró hacia la ha­bi­ta­ción vacía. Exa­mi­nó el resto sola: el bri­llan­te papel dorado, la chi­me­nea de azu­le­jos y los gran­des ven­ta­na­les que, sin duda, re­ve­la­ban la red de te­ja­dos de Covent Garden du­ran­te el día, pero ahora, en la noche, eran es­pe­jos en la os­cu­ri­dad, que re­fle­ja­ban la luz de las velas de la ha­bi­ta­ción y a ella en el centro.

Ella, lista para co­men­zar su vida de nuevo.

Se acercó a una gran ven­ta­na tra­tan­do de ig­no­rar su re­fle­jo e in­ten­tan­do, en cambio, vis­lum­brar algo en la os­cu­ri­dad que la ro­de­a­ba, ili­mi­ta­da, como sus planes. Sus deseos. La de­ci­sión de dejar de es­pe­rar a que su padre se diera cuenta de su po­ten­c­ial y, en su lugar, tomar lo que ella quería. Pro­bar­se a sí misma que era lo su­fi­c­ien­te­men­te fuerte, lo su­fi­c­ien­te­men­te in­te­li­gen­te, lo su­fi­c­ien­te­men­te libre.

Y tal vez un poco im­pru­den­te.

Pero ¿qué era el camino al éxito sin un poco de im­pru­den­c­ia?

Esa im­pru­den­c­ia la des­car­ta­ría de la ca­rre­ra hacia el ma­tri­mo­n­io con cual­q­u­ier hombre de­cen­te y haría im­po­si­ble que su padre le negara lo que re­al­men­te quería.

Un ne­go­c­io propio. Una vida propia. Un futuro propio.

Res­pi­ró hondo y se volvió hacia una mesa cer­ca­na, car­ga­da con su­fi­c­ien­tes man­ja­res como para ali­men­tar a un ejér­ci­to: sánd­wi­ches de té, ca­na­pés y petits fours. Una bo­te­lla de cham­pán y dos copas co­lo­ca­das junto a la comida. No de­be­ría sor­pren­der­se, la en­c­ues­ta sobre sus pre­fe­ren­c­ias para la noche había sido bas­tan­te com­ple­ta, y había pedido un re­fri­ge­r­io así, porque le gus­ta­ba el cham­pán y la comida de­li­c­io­sa —¿a quién no?— y, además, porque sentía que era el tipo de cosas que una mujer con ex­pe­r­ien­c­ia haría en una oca­sión como esta.

Y por eso, es­pe­ra­ba a su pareja ante una mesa en­ga­la­na­da, como si aquel lugar fuera una posada en el Gran Camino al Norte y la ha­bi­ta­ción hu­b­ie­ra sido pre­pa­ra­da para unos recién ca­sa­dos. Hattie sonrió con aq­ue­lla tonta y ro­mán­ti­ca idea. Pero esa era la mer­can­cía que se vendía en el 72 de Shel­ton Street, ¿no? El ro­man­ce a la carta, com­pra­do y en­va­sa­do.

Cham­pán y petis fours y una cama de cuatro postes.

De re­pen­te todo pa­re­cía muy ab­sur­do.

Rio por lo bajo de manera ner­v­io­sa. No había forma de que co­m­ie­ra ca­na­pés o petis fours. Su es­tó­ma­go ham­br­ien­to los vo­mi­ta­ría al ins­tan­te. Pero el cham­pán… tal vez el cham­pán era justo lo que ne­ce­si­ta­ba.

Se sirvió una copa y se la bebió como si fuera li­mo­na­da. El calor la in­va­dió más rápido de lo que es­pe­ra­ba, su­mi­nis­trán­do­le el coraje su­fi­c­ien­te para im­pul­sar­la a cruzar la ha­bi­ta­ción y tirar de la cam­pa­na para in­vo­car a Nelson. Nelson, el héroe de guerra más com­ple­to que exis­tía.

Supuso que había peores nom­bres para el hombre que la li­bra­ría de su vir­gi­ni­dad.

Hattie tiró de la cam­pa­na —que no se oyó en la ha­bi­ta­ción, pero que sonó en algún lugar lejano del mis­te­r­io­so edi­fi­c­io— e ima­gi­nó un montón de hom­bres guapos que es­pe­ra­ban para pro­por­c­io­nar una mi­nu­c­io­si­dad mi­nu­c­io­sa, como los ca­ba­llos en la salida de una ca­rre­ra. Sonrió ante aq­ue­lla imagen sal­va­je, viendo a un Nelson sin rostro ves­ti­do con un uni­for­me com­ple­to y un som­bre­ro de al­mi­ran­te, no podía que­jar­se de no tener una ima­gi­na­ción cre­a­ti­va; lo vio po­nién­do­se en mo­vi­m­ien­to al oír el sonido, co­rr­ien­do, largas pier­nas su­b­ien­do las es­ca­le­ras de dos en dos, quizás tres a la vez, per­d­ien­do el al­ien­to en la ca­rre­ra para llegar hasta ella.

¿Cómo de­be­ría estar dis­p­ues­ta cuando él lle­ga­ra? ¿De­be­ría es­pe­rar en la ven­ta­na? ¿Que­rría verla de pie para eva­l­uar­la mejor? No le en­tu­s­ias­ma­ba esa idea.

¿Y si ponía una silla junto a la chi­me­nea o junto la cama?

Dudaba mucho que él qui­s­ie­ra con­ver­sar. De hecho, estaba segura de que no le in­te­re­sa­ría con­ver­sar con ella. Des­pués de todo, era un medio para un fin.

Así que… La cama estaba allí.

«¿Debo acos­tar­me en ella?».

Eso pa­re­cía bas­tan­te atre­vi­do, aunque, la verdad, ya no había marcha atrás des­pués de que, meses atrás hu­b­ie­ra bus­ca­do el 72 de Shel­ton Street y hu­b­ie­ra en­gan­cha­do el bir­lo­cho esa noche. A eso se añadía que había cru­za­do cual­q­u­ier límite al besar a un des­co­no­ci­do en el ca­rr­ua­je.

Por un mo­men­to sal­va­je, no fue un al­mi­ran­te sin rostro el que corría hacia ella. Fue un tipo de hombre com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te. Con una cara her­mo­sa. Con rasgos per­fec­tos, ojos de ámbar, cejas os­cu­ras y labios que eran más suaves de lo que ella había ima­gi­na­do que podían ser unos labios.

Se aclaró la gar­gan­ta y apartó esa idea, vol­v­ien­do a la pre­gun­ta en cues­tión. Acos­tar­se sería un error, al igual que sen­tar­se con los to­bi­llos cru­za­dos en esa cama. ¿Quizás había un punto medio? ¿Una pose se­duc­to­ra de algún tipo?

Argg…, si no había sido se­duc­to­ra en su vida…

Se situó en la es­q­ui­na menos ilu­mi­na­da de la cama y se re­cli­nó hacia atrás, ro­de­an­do el poste con un brazo para man­te­ner­se firme, de­se­an­do pa­re­cer­se al tipo de mujer que hacía este tipo de cosas de forma ha­bi­t­ual. Una se­duc­to­ra que co­no­cía sus deseos y sus pre­fe­ren­c­ias. Al­g­u­ien que en­ten­día ex­pre­s­io­nes como «su­ma­men­te mi­nu­c­io­so».

Y, en­ton­ces, la puerta se abrió y el co­ra­zón latió con fuerza cuando entró una gran figura en­v­uel­ta en som­bras; no lle­va­ba som­bre­ro de al­mi­ran­te ni uni­for­me. Nada tan re­mo­ta­men­te se­duc­tor. Iba ves­ti­do de negro. De pies a cabeza.

Ya dentro, la luz ilu­mi­nó su rostro per­fec­to con un cálido y dorado res­plan­dor.

Su co­ra­zón se detuvo y se puso rígida de golpe, per­d­ien­do el eq­ui­li­br­io hasta casi caerse de la cama.

Él se movía con gracia sin­gu­lar, como si no hu­b­ie­ra estado in­cons­c­ien­te en el ca­rr­ua­je una hora antes. Como si ella no lo hu­b­ie­ra em­pu­ja­do a la calle. Hattie posó la mirada en él, bus­can­do ras­gu­ños o mo­ra­to­nes, do­lo­res o mo­les­t­ias por la caída. Nada.

—Tú no eres Nelson —dijo, tra­gan­do saliva con di­fi­cul­tad y agra­de­ci­da por la poca luz.

Él no res­pon­dió. La puerta se cerró a su es­pal­da.

Es­ta­ban solos.

Capítulo 4

En­con­trar­la de­be­ría de haber sido como dar con una aguja en un pajar. Ella de­be­ría haber de­sa­pa­re­ci­do.

Ten­dría que haber sido sido una más entre las miles de mu­je­res, en miles ca­rr­ua­jes, co­rr­ien­do como es­cor­p­io­nes por los rin­co­nes más os­cu­ros de Lon­dres, oculta a la vista de los hom­bres or­di­na­r­ios.

Y lo habría sido, si no fuera porque Whit no era un hombre or­di­na­r­io. Era un Bas­tar­do Ba­rek­nuck­le, un rey de las som­bras de Lon­dres, con de­ce­nas de espías apos­ta­dos en la os­cu­ri­dad, y en su te­rri­to­r­io no ocu­rría nada sin que él lo su­p­ie­ra. Había sido ri­dí­cu­la­men­te fácil para su amplia red de vigías en­con­trar el único ca­rr­ua­je negro que se di­ri­gía hacia la os­cu­ri­dad.

Lo habían estado si­g­u­ien­do antes de que él se su­b­ie­ra a los te­ja­dos. Ob­tu­v­ie­ron su ubi­ca­ción tan rápido como él pidió la in­for­ma­ción. El car­ga­men­to que con­du­cía había de­sa­pa­re­ci­do, los es­col­tas que habían sido ata­ca­dos es­ta­ban vivos, y sus ata­can­tes se habían es­fu­ma­do. Sin iden­ti­fi­car.

«Pero no por mucho tiempo».

Aq­ue­lla mujer lo lle­va­ría hasta su ene­mi­go, un ad­ver­sa­r­io que los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le lle­va­ban meses bus­can­do.

Si Whit estaba en lo cierto, se tra­ta­ba de un ene­mi­go que co­no­cí­an desde hacía años.

No le mo­les­ta­ba que sus chicos es­tu­v­ie­ran vi­gi­lan­do todas las en­tra­das al burdel. Des­pués de todo, un her­ma­no pro­te­gía a una her­ma­na, in­clu­so cuando la her­ma­na en cues­tión era lo su­fi­c­ien­te­men­te po­de­ro­sa como para poner a una ciudad de ro­di­llas. In­clu­so cuando su her­ma­na se es­con­día de lo único que podía des­po­jar­la de ese poder.

Whit había en­con­tra­do sin pro­ble­mas el camino al burdel y se cruzó con Zeva, sin apenas de­te­ner­se, solo lo ne­ce­sa­r­io para des­cu­brir dónde se en­con­tra­ba aq­ue­lla mujer sin ni si­q­u­ie­ra nom­brar­la. Sabía que ella no lo haría. El éxito del 72 de Shel­ton Street se debía a su dis­cre­ción in­fle­xi­ble: guar­da­ban los se­cre­tos de todos y no los re­ve­la­ban a nadie, ni si­q­u­ie­ra a los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le.

Por eso no pre­s­io­nó a Zeva. En su lugar, la empujó, ig­no­ran­do cómo se ar­q­ue­a­ron sus cejas os­cu­ras, con si­len­c­io­sa sor­pre­sa. Si­len­c­io­sa por el mo­men­to; Zeva era la mejor de los lu­gar­te­n­ien­tes y sabía guar­dar se­cre­tos…, pero no ocul­ta­ba nada a su jefa. Y cuando Grace, co­no­ci­da en todo Lon­dres como Dahlia, re­cu­pe­ra­ra su le­gí­ti­mo puesto como dueña de aquel lugar, sabría lo que había pasado. Y no du­da­ría en pedir ex­pli­ca­c­io­nes al res­pec­to.

No había cu­r­io­si­dad tan im­pla­ca­ble como la de una her­ma­na. Pero, por ahora, Grace no lo mo­les­ta­ría. Solo exis­tía la mis­te­r­io­sa mujer del ca­rr­ua­je, con toda la in­for­ma­ción, la última pieza del me­ca­nis­mo de re­lo­je­ría que había estado es­pe­ran­do a po­ner­se en marcha. El último re­sor­te. Ella sabía los nom­bres de los hom­bres que habían dis­pa­ra­do a su car­ga­men­to, de los que habían dis­pa­ra­do a sus mu­cha­chos. Los nom­bres de los hom­bres que es­ta­ban ro­ban­do a los Bas­tar­dos. Los nom­bres de los hom­bres que tra­ba­ja­ban para su her­ma­no de­sa­pa­re­ci­do. Su ene­mi­go. Y ella estaba allí, en el burdel de su her­ma­na, en un te­rri­to­r­io que per­te­ne­cía al propio Whit.

Es­pe­ran­do a que un hombre la com­pla­c­ie­se.

Ignoró el tor­be­lli­no de ex­ci­ta­ción que lo re­co­rría al pen­sar­lo y el hilo de irri­ta­ción que lo seguía. Se tra­ta­ba de tra­ba­jo, no de placer. Era el mo­men­to de los ne­go­c­ios.

La vio nada más entrar, sus ojos la en­con­tra­ron posada en el borde de la cama, aga­rra­da a un poste en la os­cu­ri­dad. Al dejar que la puerta se ce­rra­ra tras él, le con­su­mió una idea sin­gu­lar: allí sen­ta­da, en uno de los bur­de­les más ex­tra­va­gan­tes de la ciudad, di­se­ña­do para fé­mi­nas de gusto exi­gen­te, un burdel que pro­me­tía la máxima dis­cre­ción, aq­ue­lla mujer no podía pa­re­cer más fuera de lugar.

Debía sen­tir­se como en casa, te­n­ien­do en cuenta que lo había ex­ci­ta­do, que había man­te­ni­do una con­ver­sa­ción con él como si fuera algo com­ple­ta­men­te normal y, luego, lo había arro­ja­do a la calle desde un ca­rr­ua­je en marcha. Des­pués de be­sar­lo.

El hecho de que se di­ri­g­ie­ra allí pa­re­cía estar en con­so­nan­c­ia con el resto de aq­ue­lla noche sal­va­je. Pero algo no cua­dra­ba. No era el ves­ti­do, aunque la lujosa falda de seda que on­de­a­ba en la os­cu­ri­dad en sal­va­jes ole­a­das tur­q­ue­sas, su­ge­ría una mo­dis­ta de gran ha­bi­li­dad. Tam­po­co eran los za­pa­tos a juego ni los dedos que aso­ma­ban por debajo del do­bla­di­llo.

No era la forma en que el cor­pi­ño bri­lla­ba en la os­cu­ri­dad, abra­zan­do las curvas de su torso y mos­tran­do unas en­can­ta­do­ras formas debajo de él… No, eso casaba a la per­fec­ción con Shel­ton Street.

Ni si­q­u­ie­ra era la sombra de su cara, apenas re­co­no­ci­ble en la os­cu­ri­dad, pero lo su­fi­c­ien­te­men­te vi­si­ble como para re­ve­lar que tenía la boca ab­ier­ta por la sor­pre­sa. Otro hombre podría en­con­trar ri­dí­cu­la esa ex­pre­sión, pero Whit no. Sabía lo que sabía. Cómo se sua­vi­za­ban y cedían esos labios car­no­sos. Y no había nada re­mo­ta­men­te fuera de lugar en eso.

El 72 de Shel­ton Street era un lugar más que aco­ge­dor para cuer­pos y labios llenos, para mu­je­res que sabían cómo usar­los. Pero esta mujer no sabía cómo usar­los. En ese mo­men­to estaba tiesa como un palo, afe­rra­da al poste de la cama con los nu­di­llos de una mano blan­cos y sos­te­n­ien­do en la otra una copa de cham­pán vacía, que in­cli­na­ba en un ángulo ex­tra­ño. Sí, estaba to­tal­men­te fuera de lugar.

Más aún, cuando se en­de­re­zó de manera for­za­da.

—Le ruego que me per­do­ne, señor —dijo—. Estoy es­pe­ran­do a al­g­u­ien.

—Mmm… —Se in­cli­nó hacia atrás ap­o­yán­do­se en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no es­tu­v­ie­ra en las som­bras—. Espera a Nelson.

—Co­rrec­to. Y como usted no es él… —Asin­tió con la cabeza, en un mo­vi­m­ien­to que pa­re­cía el me­ca­nis­mo de un reloj.

—¿Cómo lo sabe?

Si­len­c­io. Whit re­sis­tió el im­pul­so de son­re­ír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de re­tro­ce­der, lo que lo pon­dría en una po­si­ción de poder. Le daría la in­for­ma­ción que de­se­a­ba en mi­nu­tos, como si fuera un niño, a cambio de go­lo­si­nas.

Salvo que ella dijo:

—No cumple mi lista de re­q­ui­si­tos.

«¿Qué de­mo­n­ios… ? ¿Qué re­q­ui­si­tos?».

De alguna manera, por puro mi­la­gro, evitó hacer la pre­gun­ta di­rec­ta­men­te. Sin em­bar­go, aq­ue­lla char­la­ta­na le pro­por­c­io­nó in­for­ma­ción adi­c­io­nal.

—Pedí es­pe­cí­fi­ca­men­te a al­g­u­ien menos… —Se calló.

Whit estaba dis­p­ues­to a hacer casi cual­q­u­ier cosa para que ella ter­mi­na­ra esa frase. Cuando agitó una mano en su di­rec­ción, él no pudo de­te­ner­se.

—¿Menos… ?

—Pre­ci­sa­men­te. Menos —dijo ella frun­c­ien­do el ceño.

Algo sos­pe­cho­sa­men­te pa­re­ci­do al or­gu­llo es­ta­lló en el in­te­r­ior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó si­len­c­io.

—Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo ex­pul­sé del ca­rr­ua­je, me dis­cul­po por ello, por cierto. Espero que no se haya ma­gu­lla­do de­ma­s­ia­do en la caída.

—¿Mucho qué? —Ignoró las dis­cul­pas.

—Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la vo­lu­mi­no­sa tela de sus faldas y ex­tra­jo un trozo de papel, con­sul­tán­do­lo—. Altura media. Cons­ti­tu­ción media. —Lo miró de arriba abajo, eva­luán­do­lo—. Usted no es nin­gu­na de esas cosas.

No tenía que pa­re­cer de­cep­c­io­na­da por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?

—No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reu­ni­mos antes.

—¿Es así como lo llama? ¿Una reu­nión?

In­cli­nó la cabeza con­si­de­rán­do­lo.

—¿Tiene un tér­mi­no mejor?

—Un ataque.

Ella abrió los ojos de par en par detrás de la más­ca­ra y se puso de pie, des­ve­lan­do una altura que él no había ima­gi­na­do en el ca­rr­ua­je.

—¡No le he ata­ca­do!

Se eq­ui­vo­ca­ba, por su­p­ues­to. Ella en sí era un asalto: desde sus exu­be­ran­tes curvas al fulgor de sus ojos, desde el brillo de su ves­ti­do al olor a al­men­dras, como si aca­ba­ra de salir de una cocina llena de pas­te­les.

Sintió el ataque de esa mujer desde el mo­men­to en que abrió los ojos en el ca­rr­ua­je y la en­con­tró allí, ha­blan­do de cum­ple­a­ños y planes, y del Año de Hattie.

—Hattie… —No había que­ri­do de­cir­lo. O mejor, no había que­ri­do dis­fru­tar di­cién­do­lo.

Los ojos de la joven se hi­c­ie­ron to­da­vía más gran­des detrás de la más­ca­ra.

—¿Cómo sabe mi nombre? —pre­gun­tó ella con una mezcla de pánico e in­dig­na­ción mien­tras se ponía en pie—. Pensé que este lugar era el colmo de la dis­cre­ción.

—¿Qué es el Año de Hattie?

La re­a­li­dad la asaltó de golpe, ella misma había re­ve­la­do su nombre.

—¿Por qué quiere sa­ber­lo? —in­q­ui­rió des­pués de un breve si­len­c­io.

No estaba seguro de la res­p­ues­ta, así que no le con­tes­tó.

Ella rompió el si­len­c­io, como él estaba des­cu­br­ien­do que acos­tum­bra­ba a hacer.

—Su­pon­go que no me dirá su nombre. Sé que no es Nelson.

—Porque soy de­ma­s­ia­do para ser Nelson.

—Porque no cumple mi lista de cua­li­da­des. Es de­ma­s­ia­do ancho de hom­bros y sus pier­nas son de­ma­s­ia­do largas y no es en­can­ta­dor. Y, desde luego, no es nada afable.

—Ha hecho una lista de cua­li­da­des para un sa­b­ue­so, no para un polvo.

No mordió el an­z­ue­lo.

—Y si además con­si­de­ra­mos su cara…

¿Qué de­mo­n­ios le pasaba a su cara? En tr­ein­ta y un años, nunca había tenido una queja, Y esa mujer sal­va­je no iba a cam­b­iar eso.

—¿Mi cara?

—Sí, su cara —res­pon­dió ella atro­pe­lla­da­men­te—. Pedí una cara que no fuera tan…

Whit se man­tu­vo en si­len­c­io. ¿Así que esa mujer de­ci­día dejar de hablar justo en ese mo­men­to?

Hattie negó con la cabeza y él re­sis­tió el im­pul­so de mal­de­cir.

—No im­por­ta. El hecho es que no so­li­ci­té su com­pa­ñía y tam­po­co lo ataqué. No he tenido nada que ver con que apa­re­c­ie­ra in­cons­c­ien­te en mi ca­rr­ua­je. Aunque, para ser sin­ce­ra, em­p­ie­za a pa­re­cer­me la clase de hombre que bien podría me­re­cer un golpe en la cabeza.

—No creo que haya tomado parte en el asalto.

—Bien. Porque yo no asalté su ca­rr­ua­je.

—¿Quién lo hizo?

—No lo sé.

«Men­ti­ra».

Estaba pro­te­g­ien­do a al­g­u­ien. El ca­rr­ua­je per­te­ne­cía a al­g­u­ien en quien con­f­ia­ba o no lo habría usado para ir hasta allí. «¿Su padre?». No, im­po­si­ble. Ni si­q­u­ie­ra aq­ue­lla loca usaría el co­che­ro de su padre para lle­var­la a un burdel en medio de Covent Garden. Los co­che­ros ha­bla­ban.

«¿Un amante?». Por un mo­men­to con­si­de­ró la po­si­bi­li­dad de que ella no solo tra­ba­ja­ra con su ene­mi­go, sino que dur­m­ie­ra con él. A Whit no le hizo gracia el dis­gus­to que le causó la idea antes de que le pu­d­ie­ra la razón.

No. No era un amante. No es­ta­ría en un burdel si tu­v­ie­ra un amante. No lo habría besado a él si tu­v­ie­ra un amante. Y ella lo había besado, suave, dulce e inex­per­ta­men­te.

No había ningún amante. Pero aun así, era leal al ene­mi­go.

—Creo que sabe quién me dejó in­cons­c­ien­te y me retuvo en ese ca­rr­ua­je, Hattie —dijo en voz baja, acer­cán­do­se a ella. Su cuerpo vibró cuando se dio cuenta de que ella era casi de su altura; su pecho su­b­ien­do y ba­jan­do a ritmo de stac­ca­to por encima de la línea de su ves­ti­do, los mús­cu­los de su gar­gan­ta tensos mien­tras lo es­cu­cha­ba—. Y creo que sabe que tengo la in­ten­ción de con­se­g­uir un nombre.

—¿Es eso una ame­na­za? —Lo miró en­tre­ce­rran­do los ojos. Él no res­pon­dió, y en el si­len­c­io, ella pa­re­ció cal­mar­se; su res­pi­ra­ción se hizo más tran­q­ui­la mien­tras sus hom­bros se en­de­re­za­ban—. No me gustan las ame­na­zas. Es la se­gun­da vez que in­te­rrum­pe mi noche, señor. Haría bien en re­cor­dar que fui yo quien le salvó el pe­lle­jo antes.

—Casi me mata. —Ella ex­pe­ri­men­tó un cambio no­ta­ble.

—Por favor, ha sido usted muy ágil —se burló—. Lo vi ate­rri­zar en el suelo como si no fuera la pri­me­ra vez que lo lanzan de un ca­rr­ua­je—. Hizo una pausa—. No lo fue, ¿o sí?

—Eso no sig­ni­fi­ca que desee con­ver­tir­lo en un hábito.

—El punto es que, sin mí, podría estar muerto en una zanja. Un ca­ba­lle­ro ra­zo­na­ble me lo agra­de­ce­ría ama­ble­men­te y se iría a otro lugar ahora mismo.

—Tiene mala suerte, en­ton­ces, de que yo no lo sea.

—¿Ra­zo­na­ble?

—Un ca­ba­lle­ro.

Se rio un poco sor­pren­di­da por eso.

—Bueno, como es­ta­mos en un burdel, creo que nin­gu­no de los dos puede re­cla­mar mucha gen­ti­le­za.

—¿Eso no estaba en su lista de re­q­ui­si­tos?

—Oh, lo estaba —dijo—, pero es­pe­ra­ba más una apro­xi­ma­ción a la ca­ba­lle­ro­si­dad que la ca­ba­lle­ro­si­dad misma. Y ahí está el pro­ble­ma: tengo planes, mal­di­ción, y no voy a per­mi­tir que los arr­ui­ne.

—Los planes de los que habló antes de ti­rar­me del ca­rr­ua­je.

—Yo no lo tiré. —Cuando él no res­pon­dió, ella le dijo—: Está bien, lo eché. Pero todo ha ido bien.

—No gra­c­ias a usted.

—No tengo la in­for­ma­ción que quiere.

—No la creo.

Abrió la boca y la cerró.

—¡Qué gro­se­ro!

—Quí­te­se la más­ca­ra.

—No.

—¿Qué es el Año de Hattie? —pre­gun­tó ante el no ta­jan­te.

Ella le­van­tó la bar­bi­lla de­sa­f­ian­te, pero se quedó en si­len­c­io. Whit gruñó y se di­ri­gió al cham­pán y se sirvió una copa. Cuando ter­mi­nó, de­vol­vió la bo­te­lla a su sitio y se apoyó en el al­féi­zar de la ven­ta­na ob­ser­van­do cómo ella se movía.

Siem­pre estaba en mo­vi­m­ien­to, ali­sán­do­se las faldas o ju­gan­do con la manga; él bebía hip­no­ti­za­do por la larga línea del ves­ti­do, por la forma en que este en­vol­vía sus curvas re­bel­des y hacía pro­me­sas que un hombre de­se­a­ba que cum­pl­ie­ra. La luz de las velas se re­fle­ja­ba en su piel, do­rán­do­la. No era una mujer que tomara té. Era una mujer que tomaba el sol.

Tenía dinero, sal­ta­ba a la vista. Y poder. Una mujer ne­ce­si­ta­ba de ambos para entrar en el 72 de Shel­ton Street. In­clu­so sa­b­ien­do que el lugar exis­tía, ne­ce­si­ta­ba con­tac­tos que no eran fá­ci­les de con­se­g­uir. Había miles de ra­zo­nes por las que ella podría estar allí, y Whit las había es­cu­cha­do todas: abu­rri­m­ien­to, in­sa­tis­fac­ción, im­pru­den­c­ia. Pero no de­tec­ta­ba nin­gu­na de ellas en Hattie. No era una chica im­pe­t­uo­sa, era lo su­fi­c­ien­te­men­te mayor para ser ra­zo­na­ble y tomar sus de­ci­s­io­nes. Tam­po­co era simple o su­per­fi­c­ial.

Se acercó a ella len­ta­men­te de forma de­li­be­ra­da.

—No me dejaré in­ti­mi­dar. —Se puso rígida. Agarró con fuerza el papel que tenía en la mano.

—Él me ha robado algo y quiero que me lo de­v­uel­va.

Pero eso no era todo.

Estaba lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca como para to­car­la. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para medir la altura que ya había notado antes, casi igual a la suya. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para ver sus ojos detrás de la más­ca­ra, fijos en él. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para su­mer­gir­se en su aroma a al­men­dras.

—Lo que sea que le hayan robado —anun­ció mien­tras en­de­re­za­ba los hom­bros—, haré que se lo de­v­uel­van.

Cuatro envíos. Tres vi­gi­lan­tes ti­ro­te­a­dos. Des­pués de esa noche, el propio Whit había per­di­do unos cu­chi­llos que va­lo­ra­ba por encima de todo. Y, si tenía razón, ella le debía más de lo que podía de­vol­ver­le.

—No es po­si­ble. Ne­ce­si­to un nombre. —Negó con la cabeza.

—Le ruego que me per­do­ne, yo no fallo —res­pon­dió sin va­ci­lar.

Otro hombre podría haber en­con­tra­do aq­ue­llas pa­la­bras di­ver­ti­das, pero Whit ad­vir­tió ho­nes­ti­dad en ellas. ¿Cómo se había visto in­vo­lu­cra­da en este lío? No pudo re­sis­tir­se a re­pe­tir­se.

—¿Qué es el Año de Hattie?

—Si se lo digo, ¿me dejará en paz?

«No», pensó él.

Res­pi­ró pro­fun­da­men­te en si­len­c­io, como si con­si­de­ra­ra sus op­c­io­nes.

—Es lo que parece —ex­pli­có ella fi­nal­men­te—. Es mi año. El año que re­cla­mo como mío.

—¿Cómo?

—Tengo un plan de cuatro puntos para di­ri­gir mi propio des­ti­no.

—Cuatro puntos —re­pi­tió él, ar­q­ue­an­do las cejas.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro. —Le­van­tó una mano mar­can­do las res­p­ues­tas con los largos dedos en­g­uan­ta­dos y luego hizo una pausa—. Ahora, si me dice qué fue con pre­ci­sión lo que le qui­ta­ron, se lo de­vol­ve­ré, y po­dre­mos seguir con nues­tras vidas sin mo­les­tar­nos nunca más.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —repasó el plan—. ¿En ese orden?

—Pro­ba­ble­men­te. —Hattie in­cli­nó la cabeza a un lado.

—¿Qué clase de ne­go­c­ios? —Él tenía dinero de sobra, y podía ayu­dar­la en cual­q­u­ier ne­go­c­io que de­se­a­ra… a cambio de la in­for­ma­ción que ne­ce­si­ta­ba.

Ella lo miró fi­ja­men­te y per­ma­ne­ció en si­len­c­io.