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En Londres, en 1920, Alice Diamond intenta sobrevivir a las guerras de gángsteres. Cuando su padre va a la cárcel una vez más y su hermano se encuentra endeudado con la familia criminal McDonald, Alice debe tomar el control y defender su barrio. Mientras tanto, la enigmática Mary Carr escandaliza a toda la ciudad con su banda criminal de mujeres, Las Cuarenta Ladronas. No hay casa elegante ni gran tienda a salvo. Y ahora Mary necesita reclutar a Alice, que puede matar con más violencia que el delincuente más temible. Alice sabe que el éxito y la riqueza la esperan, pero la ambición podrá ser su peor enemiga. Deberá traicionar una y otra vez, romper su juramento y dejar sin protección a quienes más quiere.
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Seitenzahl: 517
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Título original: The Forty Elephants
Edición original: Blackstone a través de The Laura Dail Literary Agency Derechos de traducción gestionados por International Editors and Yañez’ Co.
© 2022 Erin Bledsoe
© 2022 The Laura Dail Literary Agency
© 2024 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2024 Vidis Histórica
www.vidishistorica.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-19767-19-6
Para Papaw, leíste cada revisión y creíste en mí cuando yo no lo hacía. Te fuiste de este mundo la misma semana en la que descubrí que todos mis sueños estaban a punto de hacerse realidad.Gracias por esperarme.
Londres, 1920
Hay quien roba por desesperación. Y hay quien roba porque le gusta.
Yo lo hago por las dos razones.
—Un escocés para mí —dice el objetivo que he elegido.
Le esbozo una sonrisa.
—¿Algo más?
Me escruta de arriba abajo mientras miro el reloj de oro que cuelga del bolsillo de su traje de doble botonadura y solapa de pico. Me provoca como los vendedores en Piccadilly, agitando el pan recién hecho y las frutas frente a un grupo de niños hambrientos que se mueren por un bocado.
—¿Cómo te llamas, muñeca? No recuerdo haberte visto antes —pregunta, mientras se ajusta los pantalones antes de extender una mano para apoyarla sobre mi cintura—. Y conozco a todas las chicas de Kate.
—A todas no —Le guiño un ojo y se acerca más con una sonrisa lasciva. Desliza la mano por mi muslo, manoseando las calzas del uniforme escandaloso que todas las camareras que sirven cócteles tienen que usar en el Club 43.
—Dime cómo te llamas, amorcito, y te daré una buena propina por traerme un trago.
Me inclino hacia delante.
—¿Cuánto?
Prorrumpe en carcajadas. A los hombres con dinero les encanta el poder que este les da, en particular, sobre las mujeres. Harán cualquier cosa, lo que sea, para que cedamos. Por suerte para mí, eso también los vuelve más descuidados. Bajan la guardia a medida que me acerco, y de ese modo quedan a mi disposición.
Presiono la mejilla contra la suya y le susurro con dulzura:
—Me gusta que me llamen preciosa —digo, preparándome para tomar el reloj. Ni bien lo siento en mi palma, un escalofrío recorre mi espalda, erizándome la piel como un recordatorio de que este trabajo, es mi única vocación.
—Preciosa será. ¿Puedo verte cuando termines de trabajar? Puedo darte todo lo que quieras.
Ya lo hiciste.
—Ahora vuelvo con tu copa. —Intenta sujetarme la cara, pero retrocedo enseguida hacia la barra, guardando el reloj con discreción en un bolsillo que hay oculto en mi blusa.
—¡Necesito un escocés y dos cócteles de champán! —le grito al barman, golpeando la barra para llamar su atención, y luego me doy la vuelta para ver a los clientes mientras espero. No puedo evitarlo. La multitud es como un circo de tres pistas que perpetra un acto salvaje tras otro.
Es lunes por la noche en el Club 43, pero está tan animado como si fuera viernes. Toda la riqueza de Londres está aquí, brindando y riendo, mientras el champán salpica sus trajes de Savile Row y sus vestidos de alta costura.
Cuando era niña, solía soñar con pertenecer a su grupo, el de la élite privilegiada. Fingía que mi cuartucho era una mansión ubicada en el corazón de Mayfair, y mis vestidos de algodón eran de seda fina. Según mi madre, podía creer cualquier cosa con la imaginación, mientras que mi padre, un reputado ladrón, se aseguraba de hacerme entender que nunca tendría algo tan refinado a menos que lo robara.
La guerra me convenció que mi padre tenía razón; soñar no me llevaría a ningún lado.
—Eres la chica nueva. Alice, ¿verdad? —El barman desliza mi comanda sobre una elegante bandeja espejada—. Nunca habías trabajado en esto, ¿verdad?
Lo miro con detenimiento, centímetro a centímetro. Tiene un cuerpo con el que cualquier chica podría divertirse, delgado y musculoso, una mandíbula fuerte y unos labios grandes y preciosos. El único fallo que le encuentro es una pequeña cicatriz junto a su ojo izquierdo. Por un breve instante, me imagino pasando los dedos por su cabello antes de acercarme un poco más a él.
—¿Es una pregunta o una acusación, Rob?
Abre los ojos bien todo lo que puede, pero en lugar de preguntarme cómo he aprendido su nombre tan pronto, se encoge de hombros y responde:
—¿Quizá las dos cosas?
Sigo jugando.
—¿Cómo me has descubierto?
—Por tu manera de mirar a la gente… No sé si es fascinación o asco.
—¿Ambas cosas, tal vez? —bromeo.
Una sonrisa le tira de los labios.
—Cuando trabajas en sitios como estos, no tardas en acostumbrarte a la clientela.
Gruño a modo de respuesta.
—Vi a un tipo vomitar en su sombrero y luego casi se lo vuelve a poner sobre la cabeza para terminar el baile. ¿Quién puede acostumbrarse a eso?
Frunce el ceño.
—Entonces, ¿es tu primera vez?
Le lanzo una mirada acusadora por el reproche, pero en su sonrisa de oreja a oreja solo veo diversión.
—Yo no he dicho eso.
—Has trabajado en todo tipo de clubes en esta ciudad, ¿eh? ¿Qué decían tus referencias? ¿Murray de Beak Street? Dicen que la gente ahí es peor que la de aquí.
Está pendiente de mí. La verdad, no tengo experiencia real, solo las referencias falsas que mi madre urdió para ayudarme a conseguir este trabajo. Mis documentos laborales cambian dependiendo del trabajo, y también lo hace mi nombre. Trabajo desde que los catorce años. De eso ya hace seis; desde entonces, nada de lo que aparece en esos papeles es verdad. Soy quien necesito ser. De día trabajo como sirvienta para un tipo adinerado que es el propietario de un teatro, mientras espero la llegada del momento adecuado para robarle sin que se entere.
Por la noche, pongo copas en este club.
Tomo la bandeja y me marcho. Le llevo sin mucho cuidado la bebida al señor Sobón, y me abro paso por el salón al ritmo de la música de la banda de jazz, un ritmo trepidante que sale de sus instrumentos y consume a todos aquellos que salen a la pista de baile. Aparto la mirada de la banda durante el tiempo justo para entregarles las consumiciones a un par de personas, que señalan a la multitud juzgándola con la mirada. A veces, me pregunto qué deben de sentir esas jóvenes brillantes de la aristocracia, aterrorizando a Londres con sus cotilleos y sus jueguecitos. Estarán aquí hasta el amanecer, bailando entre copa y copa, bailando después de consumir cocaína con discreción.
—La banda suena genial —dice una de ellas.
La otra asiente.
—¿Bailamos antes de que se cansen?
Las veo alejarse hacia la multitud y el ritmo acelerado de la música me acelera el corazón. Unas gotas de sudor resbalan por mi cuello mientras busco mi próximo objetivo entre el humo de los cigarrillos y los cuerpos tambaleantes. Entonces la encuentro, una chica que ha salido de fiesta con un vestido elegante y un bolso de mano tachonado de joyas. Me abro paso por el salón para acercarme a ella, transito por las mesas abarrotadas de gente y grupos vociferantes y, de pronto, lo único que puedo escuchar es mi respiración entrecortada.
Y lo único que puedo ver es a ella.
Las mujeres son difíciles. Solo puedo acercarme a ellas fingiendo que me tropiezo o que me las llevo por delante, lo que me concede algunos segundos para llevarme lo que quiero: algún broche plateado, pendientes de oro o un anillo de rubí. Las mujeres son un riesgo, pero también un tesoro oculto.
Me acerco y, cuando estoy a punto de llevarme el bolso de mano brillante que cuelga de su hombro, se gira hacia mí y me sujeta la muñeca con un gruñido grave.
—Ni se te ocurra, cariño.
Por instinto, preparo cientos de excusas y luego decido qué haré si se chiva a Kate y esta llama a los polis. Sucumbo al pánico, pero cuando abro la boca para decir algo, lo que sea, escucho mi nombre.
—¿Alice?
Confundida, retrocedo.
—¿Maggie? —Su nombre sale de mi boca como un suspiro sin aire y, por un momento, la música del club queda en segundo plano. Si bien aún puedo sentir el sudor y el aire viciado, siento que solo estamos nosotras dos. La amiga que había perdido hace tiempo y yo.
—¿Trabajas aquí? —Su voz revela la misma sorpresa, pero luego mira su bolso y su boca esboza una sonrisa traviesa—. Estás perdiendo el toque.
Me esfuerzo por encontrar las palabras. ¿De verdad está aquí? ¿Después de todos estos años?
—Tres años y ocho meses —digo en voz alta, aún sumida en una neblina.
La Maggie que está frente a mí no se parece en nada a la muchacha de ropa andrajosa y puños ensangrentados con la que crecí. Era una pendenciera como yo, y estaba dotada de un gran talento para los robos y para salirse con la suya. Pero su gancho de derecha siempre fue mejor que el mío. Cuando nos conocimos, sus hermanos la habían llevado a combatir contra un hombre en el Pozo, mientras la multitud apostaba a gritos a su alrededor.
Por aquel entonces, en las calles la llamaban la Parca.
La mujer que es ahora presenta un aspecto radiante, con una pequeña capa de piel gruesa de color marfil y el pelo corto, aunque no hay maquillaje capaz de disimular su gesto de descaro.
Me maravillo ante su presencia.
—¡Mírate, pero qué elegancia! Hay que ver cómo has crecido desde que robabas chocolatinas en Lambeth.
Se aclara la garganta.
—Eso fue hace siglos.
Miro a su alrededor.
—¿Dónde está tu galán?
—No tengo.
La miro otra vez, con tanto detenimiento que me quedo sin palabras. Bajo la capa lleva un vestido negro, con un encaje intrincado y decorado con flecos. Sus medias no tienen ni un solo agujero, y sus zapatos impolutos no se ven marcas.
Me obligo a hablar.
—Tus hermanos no me dijeron que habías vuelto a Londres.
—Regresé hace un tiempo —confiesa—. Lo que ocurre es que todavía no me he acercado a visitarlos. La última vez que hablamos me dejaron bastante claro que no sería bienvenida en casa.
Mi mente vuelve a la noche en la que se marchó sin decir ni una sola palabra, dejándome con una doble preocupación, imaginando todos los horribles escenarios posibles. Hasta que una mañana, después de pasarme meses pensando en ella, me desperté y llegué a la conclusión de que estaba muerta.
Y si estaba muerta, no tenía sentido echarla de menos.
Ese dolor familiar de nostalgia regresa en ocasiones y la angustia de recordar cuánto había significado para mí amenaza con superarme. No puedo permitir que eso ocurra. No aquí y no ahora.
—Me ha encantado verte, pero debería volver a trabajar —le digo, y me doy la vuelta para descubrir que el barman me busca con la mirada entre la multitud con una nueva bandeja de consumiciones que me esperan en la barra frente a él. Es mucho más guapo visto de lejos, de pie frente a todas las botellas de alcohol alineadas sobre la pared espejada que tiene a sus espaldas—. Ese aún me considera un poco sospechosa.
Me doy la vuelta, dispuesta a marcharme, pero me sujeta para impedirlo.
—Me enteré lo de tu padre, Alice.
Me encojo de hombros, para restarle importancia.
—Doce meses con buena conducta.
—¿Cómo está The Mint sin él?
—No es asunto tuyo, ¿no crees? Debo regresar.
—Entonces, ¿podemos hablar cuando termines tu turno?
Le lanzo una mirada suspicaz.
—¿Qué quieres, Mags? ¿Alardear sobre lo bien que te han tratado los años y cómo se han cebado conmigo? ¿Cómo me quedé con mi familia pero tú dejaste plantada a la tuya? No se me ocurre de qué otra cosa podemos hablar.
—¿Has oído hablar de Mary Carr y de su banda de ladronas? —pregunta sin tiempo que perder; me invade cierta sensación de miedo.
Padre siempre me enseñó a no decir en voz alta lo que pienso, y mucho menos en un lugar tan atestado como este. Habría sentenciado: “Si quieres permanecer en las sombras, mantén la boca cerrada y sé invisible”. Su consejo no me ha fallado nunca.
Una ladrona tiene que ser invisible.
Sacudo la cabeza y miro a mi alrededor con cuidado.
—No. ¿Debería?
—¿Las Cuarenta Ladronas? Están haciéndose bastante famosas. ¿Es que no lees la prensa? Mary Carr es nuestra líder y ella…
—¿«Nuestra»? —Arqueo las cejas al oírselo decir—. ¿Estás metida en esta banda? —Todas las palabras tienen sentido por separado, pero no juntas—. ¿Estás en una banda?
—No se parece en nada a ninguna banda de la que hayas oído hablar.
Rio con tono burlón y dejo salir un suspiro profundo y pesado.
—Mira que lo dudo.
—Mary tiene algo bueno —insiste—. Sabe mejor que nadie cómo aprovechar las oportunidades.
—Entonces qué, ¿todo eso es robado? ¿El vestido…? ¿Y el bolso?
Ríe ante esa idea y se alisa el vestido.
—Nunca usamos lo que robamos. Esto lo compré yo. Gracias a Mary Carr, tengo una nueva vida, elecciones que nunca creí que podría tener. —Se le ilumina la cara—. ¿Quieres conocerla?
Mi mandíbula se tensa en respuesta.
—¿Quieres que me una a una banda?
—No te las des de santa, Alice. —Hace una pausa—. Está aquí y ya le he contado que solíamos robar cuando éramos niñas. Y que tienes talento, como tu padre. Lo sabe todo. Le encantaría conocerte por fin.
Parpadeo lentamente y mis brazos y piernas quedan adormecidos. El aire del club me parece caliente y apestoso, y amenaza con ahogarme. Cientos de recuerdos me inundan la mente, recuerdos de la niña que era entonces y la mujer que soy ahora. ¿Cómo osa preguntarme eso? Pero, más importante aún, ¿cómo pudo haber pasado todo este tiempo alardeando de nuestros recuerdos compartidos de la infancia con cada persona por la que me abandonó?
—Creí que estabas muerta, Mags —digo finalmente, con una voz fría como hielo—. No supimos nada de ti después de que te marcharas. Ninguna carta… Nada.
Titubea durante el tiempo suficiente como para recuperar el aliento.
—Siempre soñamos con salir de ese lugar. ¿Por qué habría de mirar atrás?
—Me quedé sentada noche tras noche mirando esas calles oscuras y lúgubres, esperando que llegara un taxi y te dejara frente al local de mi madre. Y durante todo ese tiempo, ¿estuviste oculta, haciéndote amiga de la líder de una banda, alardeando sobre todos los recuerdos que tan poco esfuerzo te costó dejar atrás?
Su mirada viaja por toda la habitación antes de regresar a mí.
—No pasó como lo cuentas, Alice. Puedo estar orgullosa de la chica que era y no querer volver a ser ella.
Me mantengo firme.
—Bueno, por lo visto has olvidado que la familia Diamond no se une a ninguna banda… Así que puedes meterte tu oferta por donde te quepa e irte al diablo.
Inclina la cabeza.
—Sigues a la sombra de papi, ¿verdad?
Mi temperatura corporal sube.
—Y tú te limitas a cambiar la sombra de tu hermano por otra, ¿verdad?
—Mary no es como ellos.
—¿Es peor, tal vez? —Señalo con dedo acusador su vestido, sustituyendo la envidia por una amargura que puedo saborear—. Al menos, tu hermano no te pedía que usaras este disfraz ridículo.
De repente, la habitación vibrante que nos rodeaba parece más pequeña y carente de atractivo, y el silencio se interpone entre nosotras. Luego pasa un lapso de tiempo largo y pensativo en el que nos limitamos a mirarnos a los ojos. No sé en qué piensa ella, pero sí sé en qué pienso yo.
Es una extraña para mí, y eso me destroza.
Al final, y no sin ciertas dudas, dice:
—Buena suerte, Alice.
—No necesito suerte.
Rob me ve por fin y empieza a hacerme señas con gesto enérgico para que me acerque; aprovecho esa excusa para marcharme. Me abro paso hacia la barra a toda prisa, pero su buen humor se esfuma por completo.
—Si a la gente no le dan sus consumiciones, deja de comprarlos. Y los dos perdemos dinero. Yo hago las consumiciones y tú las sirves. Esto funciona así. —Señala unos cócteles—. Estos son para la mesa del fondo.
Antes de llevar la bandeja, me aliso la camisa y los largos pantalones. La sensación es de cierta incomodidad. Llevo toda la semana tratando de acostumbrarme al tacto de esa tela áspera sobre mis piernas.
—¿Problemas con la ropa? —observa.
—Es la primera vez que uso pantalones —confieso, aunque omito contarle los pocos momentos de mi infancia en los que actuaba como mi padre, deambulando por la casa con sus pantalones, mientras perseguía a mi hermano, Tommy.
—Porque las mujeres no usan pantalones. Tampoco son propietarias de clubes, y aquí estamos.
Señala con la cabeza a la propietaria del Club 43, Kate Meyrick, quien revolotea de grupo en grupo como la personificación de una persona sociable, riendo y hablando con cada cliente. Nadie sabe cómo se las arregló para convertirse en la reina del mundo de los clubes nocturnos, pero aquí está. Y eso es todo. Cuando me entrevistó para el puesto de trabajo, me hizo una pregunta: “¿Qué haces si un cliente intenta ponerte una mano encima?”.
Sin pensármelo dos veces, le contesté la verdad: “Le daría una patada donde más duele”.
Me contrató en el acto.
—A Kate le encanta romper las reglas, así que será mejor que te acostumbres a los pantalones —termina, y se señala el uniforme: pantalones con tirantes que se cruzan sobre su pecho desnudo y un moño del mismo color—. Al menos, tú tienes ropa. Kate se divierte bastante vistiendo a las mujeres como hombres y a los hombres como… —busca la palabra correcta— esto.
Sonrío y lo miro sin recato de los pies a la cabeza.
—Pero ¿quién se va a quejar de esta vista?
Se sonroja, señala la mesa una vez más y le da un golpecito a la bandeja con los cócteles. Veo a Maggie acercarse y sentarse con las chicas que están ahí, y entonces entiendo que los cócteles son para su grupo.
Me toco las manos, incómoda, luego avanzo con determinación. Sostengo la comanda con destreza sobre un hombro mientras me acerco a la mesa. Hay cuatro mujeres sentadas en los asientos mullidos, vestidas con abrigos de piel gruesos y enjoyadas de arriba abajo. Collares de perlas en los cuellos, acompañados con pendientes con gotas de rubí y brazaletes de oro que captan mi atención incluso con esa luz tenue. Parecen maniquíes de Selfridges.
—Por fin —dice una, impaciente, y toma una copa de la bandeja antes de darme tiempo a apoyarla sobre la mesa. La gemela que se sienta a su lado hace lo mismo.
Maggie está sentada al otro lado, y me esboza una sonrisa demasiado victoriosa para mi gusto, como si diera por hecho que estoy aquí por elección propia. Mira a su compañera, una mujer con una piel de chinchilla teñida de rosa y un tocado plateado con plumas sobre el cabello dorado, como la corona de una reina.
Cuento siete anillos de diamante en sus dedos. Son piedras pequeñas, pero talladas por una mano experta. Por un breve instante, en mi mente aparecen recuerdos de mi padre arrodillado a mi lado cuando era niña, mientras me enseñaba a ver la diferencia.
“Un diamante bien cortado es luminoso y brillante, y uno mal cortado es opaco.”
Entonces, yo sonreía y le preguntaba con una sonrisa llena de curiosidad: “¿Y de qué tipo soy yo?”.
“Brillante, hija mía. Brillante.”
Aparto el recuerdo y me concentro en sus dedos. A diferencia de las otras chicas, que solo perciben mi presencia cuando retiro las copas vacías, me esboza una sonrisa. Debe de sacarles al menos veinte años a las demás, pero el tiempo ha sido generoso con sus facciones, solo algunas arrugas alrededor de los ojos. Debería estar relajada por tanta amabilidad, pero esa sonrisa gatuna me pone alerta y me hace sentir como si ella supiera un secreto del que yo no estoy al tanto.
¿Esta es la famosa Mary Carr?
—Siento haberlas hecho esperar, señoritas.
—Entonces, ¿nos traes un whisky? —pregunta Maggie con una sonrisa traviesa—. Ya sabes que no soy una chica de ginebras.
—Se podría decir que ni siquiera eres una chica —bromea una de las gemelas; la otra ríe.
—Tú sigue abriendo esa bocaza, Norma, y te vas a comer mi puño —responde.
La mujer más grande chasquea los dedos.
—Maggie, pórtate bien esta noche.
—No puedo prometerlo, Mary —dice Maggie mientras pone los ojos en blanco.
Mary me vuelve a mirar, y entonces Norma y su hermana se marchan a la pista de baile.
Me aclaro la garganta.
—¿Os traigo algo más?
—Eres rápida con las manos —me elogia la mujer mayor; doy por hecho que se trata de Mary Carr—. Vi cómo recolectabas cosas en la multitud. Tienes talento. ¿Cómo has conocido a nuestra Mags aquí?
¿«Nuestra Mags»? Aprieto los labios y hago caso omiso del comentario.
—¿Recolectar?
—Robar —dice, con una voz que ahora es poco más que un susurro—. Pero preferimos llamarlo recolectar. Suena menos drástico; ya sabes, robar es una palabra muy tétrica. No nos gustaría que nos atrapasen hablando de ese modo.
—¿Nos?
—Somos como tú. —Señala a Maggie y luego a las gemelas que bailan foxtrot—. Recolectoras. Solo que nos quedamos con las tiendas en el West End, donde están las verdaderas recompensas.
Mi imaginación empieza a volverse loca.
—¿Os lleváis cosas de los grandes almacenes?
Nunca tuve las agallas para hacer algo tan arriesgado. Cada vez que mi padre intentaba hacerlo, un policía lo arrojaba sobre los adoquines de la calle y lo sacaba a rastras antes de que siquiera tuviera tiempo de guardarse un imperdible.
—Toda clase de tiendas —responde, y pasa con gesto complacido los dedos sobre su abrigo de piel rosa—. Algunas mujeres nacen con todo esto. Las cosas más elegantes de la vida. —Mira a las mujeres adineradas en el club—. Otras no. Otras se esfuerzan día a día para probar lo que otras mujeres dan por sentado.
Por desgracia, me quedo hipnotizada por sus palabras, observando el movimiento de su boca, anticipando lo que vendrá luego.
—Mis chicas y yo no nacimos con estas cosas elegantes, pero podemos obtenerlas. ¿Quieres saber cómo?
Se me seca la garganta cuando me giro para mirar hacia la barra, desde donde Rob me lanza una mirada fulminante.
—¿Sí? —La voz de Mary vibra en mis oídos. Vuelvo la mirada otra vez hacia ella.
—¿Cómo?
—Tenemos las pelotas para llevárnoslas.
Me detengo un momento para encontrar las palabras.
—Hay una línea muy delgada entre tener agallas y ser una estúpida. Apuesto que mis pelotas son igual de grande que las tuyas. La diferencia es que soy algo más cuidadosa a la hora de enseñarlas.
Ríe en respuesta y luego me esboza una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Ay, cómo me gustas! Me encantaría darte la oportunidad de tener una prueba.
—Déjame que te traiga ese whisky. —Me aclaro la garganta y me marcho a toda prisa, consciente de que Mary me mira me alejo de su mesa. Mis bolsillos están repletos de cosas que he reunido esta noche, que he recolectado, y alguien aquí dentro lo sabe; mi mente empieza a avanzar a toda velocidad. Regreso a la barra y me inclino sobre el mostrador para llamar a Rob.
—¡Eh! ¿Conoces a esas chicas?
—No diría que las conozco, pero vienen aquí todos los lunes por la noche para celebrar.
—Celebrar ¿qué?
Tengo el presentimiento de que no le gusta que esto me interese.
—Son problemáticas. —Toma el periódico de hoy de debajo de la barra, lo abre frente a mí, y señala la primera plana—. Son Las Cuarenta Ladronas.
Bajo la vista y leo las primeras líneas.
—¿Una banda de ladronas de tiendas? —Extrañamente, no le había oído a mi padre mencionarlas. Por lo general, siempre habla sobre todos los mafiosos que abarrotan las calles de Londres, en especial los hermanos McDonald, que acaban de declararles la guerra a los italianos por las apuestas en el hipódromo. No podemos hacer que deje de hablar de ellos, pero nunca hizo la menor mención a bandas de chicas.
Rob lanza una sonrisa burlona.
—Una plaga de langostas que le roba a la gente honesta. Su líder, Mary Carr, lleva cinco juicios en lo que va de año.
—¿Y no la han condenado? ¿Cómo es posible?
—Pueden atraparla todo lo que quieran, pero hasta que no encuentren los bienes que ha robado, es pura especulación. Dicen que guarda todo en un almacén en algún lugar y que luego lo esconde antes de que la policía lo pueda rastrear. Tiene muchas conexiones en esta ciudad y con los hombres que la controlan. Al menos, sé que está conectada con los McDonald.
Empiezo a clavar los dedos en las palmas de las manos, lo que me deja una hendiduras profundas y curvadas.
—¿Te refieres a la banda de Elephant and Castle?
Asiente.
—¿Kate Meyrick sabe quiénes son? ¿Por qué las deja entrar a su club?
—Supongo que porque pagan una cantidad absurda de dinero para celebrar aquí. Kate se maneja así, favores por favores.
—¿Cómo sabes todo esto?
Sirve un poco de champán.
—Tengo buen oído. Sé muchos secretos. Es una responsabilidad con la que cargo por ser el tipo que hace los cócteles. —No suena furioso, solo exasperado—. Pero sabes lo que dicen… Todo el mundo tiene algún secreto en el Soho.
No soy consciente de lo preocupada que parezco hasta que su gesto relajado da paso a una preocupación que es reflejo de la mía.
—¿Qué pasa?
—Nada —contesto vagamente, y sacudo la mano con gesto de restarle importancia—. No seas estúpido. No paro de escuchar cosas terribles sobre las bandas.
Sabe que estoy mintiendo porque se apresura a replicar:
—Le pediré a otra chica que lleve las copas.
—No. —La palabra sale rápido, con tono cortante—. Yo me encargo.
—Escucha, Alice, si sabes lo que más te conviene, será mejor que mantengas la cabeza baja y te mantengas lo más lejos posible de esas chicas.
Respiro hondo y me enderezo, agradecida por su preocupación.
—No soy una niña. Puedo cuidarme sola. Además, con esa cara de crío que tienes, incluso podría ser más mayor que tú.
Frunce el labio inferior como si hiciera un puchero cuando me entrega el whisky de Maggie.
—¿Estás segura de que no quieres que lo lleve otra camarera?
—Ya te he dicho que este lo voy a llevar yo. —Y agarro el vaso.
Cuando me voy a la mesa, me grita:
—¡No me vuelvas a decir que tengo cara de crío! Esta cara es de hombre, ¿me oyes? ¡Cara de hombre!
Avanzo hacia Maggie y Mary Carr y apoyo el vaso sobre la mesa mientras frunzo el ceño. Supongo que es mejor acabar con todo esto ahora y no dejar que la cosa vaya a más.
—Gracias, pero no estoy interesada, y agradecería que no le hablases a nadie de mis tareas de recolección. Necesito conservar este trabajo.
Maggie no me presta la atención. Aferra el vaso de whisky y se lo bebe de un solo trago, pero Mary Carr me toma de la mano, sus largos y elegantes dedos sobre mi muñeca.
—¿Por qué no? —Me mira a los ojos—. Maggie ya me ha contado todo lo que hay que saber sobre ti y tu familia, y ya he visto que tienes talento.
Aparto la mano, y retrocedo con un bufido casi imperceptible. La envidia que sentía hacía apenas un momento, al ver a una amiga que creció lejos de su origen humilde, se ha desvanecido por completo ahora que sé que tiene una correa invisible alrededor de su cuello.
—No malgastes tu aliento tratando de seducirme. No me uno a bandas. Es una regla de la familia Diamond.
Abre los ojos todo lo que puede.
—Quizá sea ahí donde tu familia se equivoca. Una banda es una familia. Una banda es un hogar. La nuestra es una hermandad. Yo cuido a mis chicas.
La risa incontrolable que brota de mi interior arranca una expresión casi imperceptible de molestia en la cara de Maggie, pero ya no le presto atención a ella. Sabía muy bien que no debía reclutarme para una tarea como esta, pero lo ha hecho de todos modos.
—La respuesta sigue siendo no.
Eso deja en silencio a Mary Carr. En su lugar, me taladra con la mirada, como si esperara ver algo en el fondo de mis ojos; ¿un punto débil, quizás? Algo que pueda manipular para llevarme a su lado. Quizá buscó esa debilidad en las demás chicas.
No la encontrará en mí.
Soy hija de mi padre. No hay ningún punto débil que encontrar, ningún lado amable que explotar. No me pueden manipular ni quebrar. Estoy hecha de acero.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Sí —contesto con frialdad—. Pero no puedo prometer que te conteste con la verdad.
Ríe, pero suena forzado.
—Maggie tenía razón al decir que eras terca y cabezota.
—¿Cabezota? —Fuerzo la misma risa que ella—. ¿Y tiene que ser Maggie Hill quien diga eso?
Maggie ni siquiera levanta la vista de su vaso vacío. Mary cruza los brazos.
—Quizá cambies de parecer.
—Avisadme si queréis algo más de bebida, señoritas.
Mientras me voy, escucho a Maggie:
—Ya te dije que no perdieras el tiempo.
***
Cuando termina mi turno, salgo por la puerta trasera hacia la acera bien iluminada del Soho, donde varios coches elegantes a motor esperan aparcados y algunas parejas se besan bajo los postes de luz. Los músicos siguen tocando en alguna de las esquinas de la calle y, si bien apenas hay tráfico en el mercado de Berwick Street a estas horas de la noche, aún puedo imaginar los suaves ecos de los vendedores que gritan desde sus puestos. Respiro hondo, dejando que el aire de la noche llene mis pulmones, preparando lentamente mis pies doloridos para la caminata de vuelta a casa.
—¡Eh! —grita una voz desde una entrada privada situada a un lado del club que daba por hecho que estaba reservada para Kate. Es un sujeto ancho de hombros, y a todas luces ebrio. Me guiña un ojo—. ¿Eres una de las chicas de Kate? Seis chelines por un baile y dos libras para algo más, ¿sí? ¿Te parece bien ese precio para divertirnos un rato?
Miro a la puerta lateral una vez más. Kate no mencionó la existencia de una entrada secreta para hombres que quisieran un poco de diversión, y seguro que eso no formaba parte de la descripción del puesto de trabajo.
—Solo soy una camarera —le digo—. Y, como parece que no necesitas otro trago, mejor te vas al diablo, ¿sí?
Se acerca.
—¿Tres libras, entonces? Me gustan las mujeres altas.
Hago acopio de una tremenda fuerza de voluntad para mantener el talante. Dejo salir un suspiro hondo.
—Si me gustaran los gordos borrachos…
La sonrisa que tenía sobre su rostro se desvanece.
—Vaya que tienes una bocaza, perra maleducada. ¿Qué te parece si se lo cuento a Kate Meyrick y hago que te eche? —Su mano abandona el bolsillo y me da varias palmadas en los pechos—. ¿O podemos llegar a otro acuerdo?
No tengo tiempo para pensar antes de quedar abrumada por una ira avasalladora. Lo tomo del brazo y lo doblo hacia su espalda con fuerza hasta que empieza a chillar del dolor.
—Solo soy una camarera —repito, con tono enérgico.
Se sacude y chilla.
—¿Todo bien? —le oigo preguntar a Rob. Me doy la vuelta. Ha salido por la puerta del frente, fumando un cigarrillo, pero alerta y entusiasmado como un perro de caza que acaba de encontrar a su presa. Suelto al hombre.
—Fantástico.
Rob señala al hombre con la barbilla.
—Quizá deberías tomar un taxi, amigo. Hora de volver a casa.
El hombre nos mira a los dos, pero sus ojos deambulan por la complexión ágil y musculosa de Rob antes de marcharse dando trompicones. Sacudo la cabeza y obligo a mis manos tensas a relajarse.
Rob me mira.
—¿Te ha hecho daño?
—Yo le he hecho daño —digo con tono firme—. Podría haberle roto el brazo si hubiera querido.
—Qué lástima. ¿Qué hombre no quiere salvar a una muchachita y ser un héroe?
—Yo no soy una muchachita y no necesito que me salven. —Ya sé que lo estoy tratando un poco mal, pero sigo furiosa, y una parte de mí quiere salir a buscar a esa escoria humana y hacerlo desear que no vuelva a poner sus ojos sobre mí.
—Ya veo. —Gira su cigarro entre los dedos antes de ofrecerme una calada. Doy solo una y se lo devuelvo. El humo llena mis pulmones y calma mi corazón acelerado.
—¿Quién te enseñó a hacer eso? —pregunta.
—¿Quién me enseñó a hacer qué? ¿A decirle que no a un hombre? ¿O a romperle el brazo cuando no me escucha?
Sonríe.
—Las dos cosas.
—Mi padre.
—Qué cosa tan extraña para enseñarle a una niña.
—Más padres deberían enseñar sus hijas a pelear igual que sus hijos. El mundo es un lugar violento, y Londres también.
—Partes de Londres —razona—. Partes de este mundo. No tiene que ser blanco o negro. Hay otras opciones.
Una risa brota de mi boca.
—¿Acaso insinúas que debería haber tenido una conversación razonable con ese cretino? ¿Un pobre diablo que no tiene intención de escuchar?
—No me refiero a eso. Solo digo que a veces hay maneras de evitar una pelea.
Cuadro los hombros, y ahora lo miro más seria.
—¿Cuántas peleas has evitado tú?
—Nunca las suficientes. —Su voz suena distante y baja la mirada—. Yo solo digo que las cosas parecen diferentes cuando has estado en una guerra de verdad.
Un aluvión de arrepentimiento me sobrepasa. La mayoría de los hombres de esta ciudad fueron a Francia a combatir, pero, de algún modo, creía que él se había librado por su encanto descuidado y por su agudeza.
—No debería haberte tratado así. Mi hermano, Tommy, estuvo en la guerra, y regresó con más fantasmas personales que los que tenía cuando se fue.
Asiente.
—Como la mayoría de nosotros.
Espero que la vida regrese a su rostro. Verlo sonreír.
—Bueno, gracias por… eso.
Ahoga una risa.
—Qué poco te ha gustado decir eso, ¿verdad?
—Me ha repateado. —Pongo los ojos en blanco con aire dramático.
Y la sonrisa regresa. Le devuelvo el gesto y señalo la entrada privada.
—No sabía que el 43 también era un burdel.
Su mirada no parece juzgarme cuando responde:
—Muchos hombres solitarios regresaron a sus hogares, y necesitaban algún tipo de consuelo. Ofrecen lo mismo en el Hotel Piccadilly. Cinco chelines por una canción y un baile.
—Pero ¿con dos libras es suficiente para conseguirte una tipa con la que te puedas acostar? —No puedo contener el gesto de enfado.
—¿Kate no te preguntó si querías hacer las dos cosas? ¿Trabajar en el club y ser una mujer de consuelo?
—¿Cómo que una mujer de consuelo?
—Así las llaman.
—Una prostituta —lo corrijo, y sacudo la cabeza—. Creí que Kate era diferente. Por eso quería trabajar aquí. ¡Una mujer dueña de su propio club nocturno! Una que evita las redades policiales, desafía la ley en cuanto se le presenta la ocasión y que se mantiene en la cima. —Percibo como subo el tono de voz—. Pero parece que es igual que todos los hombres, al explotar lo que las mujeres tienen entre sus piernas.
—Yo no diría que lo explote —dice, y señala a algunas de las mujeres de consuelo que acaban de salir. Tienen vestidos brillantes de lamé con collares de perlas alrededor de sus cuellos. No tan fabulosos como los de Mary y su banda, pero mejores que los de cualquier otra persona con la que crecí.
—¿Insinúas que, si alguna vez quiero algo caro o bonito, tendré que robarlo como Mary o vender mi cuerpo como esas chicas? ¿Crees que solo tengo dos opciones en la vida?
—No importa lo que yo crea —dice con tono cortante—. No voy a juzgar a una mujer por lo que hace. Yo no soy ningún santo. No lanzo piedras.
Me cruzo de brazos.
—Antes mencionaste que todo el mundo tiene un secreto en el Soho. ¿Cuál es el tuyo?
—Ya te lo diré —responde—. Pero tienes que permitirme desayunar contigo.
Parpadeo lentamente.
—¿Casi le rompo el brazo a un tipo frente a ti y me invitas a una cita? —Otra vez la cara colorada—. ¿Llevas a todas las chicas nuevas a desayunar o solo a las guapas?
—Solo a las guapas —responde con una mirada juguetona, y me ofrece su cigarrillo otra vez.
Esta vez lo rechazo con un gesto.
—No puedo.
—¿No puedes o no quieres?
Paso caminando a su lado, pero no sin antes decir:
—¿Quizá las dos cosas?
No hay nadie en las calles de Lambeth tan tarde, y ansío escuchar el sonido de los cascos de los caballos sobre los adoquines y el rugir de los autobuses. El silencio me recuerda que estoy sola y me obliga a mirar continuamente hacia las sombras en busca de algún movimiento. Una Londres tranquila es una Londres peligrosa.
Un claxon suena con gran estruendo cuando un coche pasa a toda velocidad a mi lado y casi se me sale el corazón por la boca. Ya estaba dispuesta a sacar el cuchillo que llevo en mi liga cuando veo a Maggie bajarse del Ford T que se detiene a mi lado.
—Deberías tomar un taxi. No es seguro de noche.
Sacudo mi navaja mariposa, tratando de no poner de manifiesto mi susto.
—Sabes que siempre llevo una navaja conmigo, Mags.
Mantengo el contacto visual y me esfuerzo al máximo por no mirar su coche de manera tan evidente. Ni se me pasa por la cabeza tener un coche propio, ni siquiera un par de medias nuevas de seda. Una sensación de envidia amenaza con sobrepasarme, pero entonces recuerdo cómo consiguió todo eso.
—Sabías que no tenías que pedirme que me uniera a una banda —digo con aire inexpresivo.
—Déjame llevarte a tu casa. No tenemos por qué hablar de eso en el camino. Plantéatelo como una amiga que ayuda a otra amiga. Solo eso. Estoy segura de que te duelen los pies.
Estos palpitan por haber pasado toda la noche corriendo de un lado a otro en el club, pero no creo que actúe solo por bondad. La Maggie que conozco no se habría rendido así como así.
—Soy perfectamente capaz de caminar.
—Quiero tu compañía —insiste, y rodea el coche para abrir la puerta del acompañante—. Solo un viaje. —Y, como si pudiera controlar el clima, empieza a lloviznar. Le lanzo una mirada fulminante y sus labios se tuercen en una sonrisa siniestra—. No irás a caminar bajo la lluvia, ¿verdad?
Dejo salir un grito ahogado de exasperación antes de claudicar y sentarme en el asiento del coche.
—¿Vas a conducir hasta The Mint en este coche y con esa ropa? Solo quiero que sepas que yo no tendré la culpa si te terminan robando.
Ríe, pero guarda silencio, cumpliendo con su palabra de no mencionar a Mary ni a la banda. Es un silencio extraño entre nosotras, dos amigas que crecieron separadas. Tengo muchas preguntas que hacerle, pero en vez de eso me quedo mirando por la ventanilla, viendo cómo las tiendas y las residencias bien mantenidas empiezan a escasear con cada minuto que pasa.
La luz del sol en Lambeth es un sueño. Bajo los rayos despiadados del sol, las calles tienen una vida propia. De camino al trabajo, paso junto a los puestos de verduras llenos de canastas y cajas bajo marquesinas coloridas, librerías con pregoneros que gritan desde la acera, y hombres y mujeres que caminan con sonrisas amplias y radiantes y ropa finamente confeccionada.
Pero de camino a casa, la única escena agradable que nos ofrecen las calles dormidas es un organillero desaliñado y su sombrero para dejar las monedas. Con el tiempo, he aprendido a encontrar la paz en ambas escenas. La naturaleza caótica del día y el silencio inquietante cuando sale la luna.
Respiro hondo y dejo que mis hombros se relajen hasta que la serenidad tranquila se desvanece cuando mi vecindario aparece a la vista; un distrito llamado The Mint, donde las calles están ennegrecidas con la suciedad de Londres.
El comisionado Horwood lo llamó el Distrito de los Criminales, una barriada oscura donde el hollín de las chimeneas nos cubre la ropa y la piel y nunca lo puedes quitar por completo. Si asesinan a un hombre aquí, la policía no se molesta en venir, ya que el cuerpo y las pruebas desaparecerían antes de su llegada. Es una guarida para ladrones, asesinos y mentirosos; personas que se las arreglan gracias a sus talentos sospechosos.
El local de mi madre es pequeño, con un letrero desgastado que promociona su gabinete de adivinación. No es gran cosa, pero tiene muchos clientes desesperados por encontrar respuestas, quienes le ruegan alguna noticia alentadora. Y ella nunca los decepciona.
Maggie aparca enfrente y mira por la ventanilla con disgusto. Su familia, los Hill, eran la mano derecha de mi padre antes de que se mudaran a Chinatown.
—No entiendo cómo te has quedado aquí —dice al final—. ¿Cómo haces para volver a este lugar después de pasar tiempo en el Soho, con gente que realmente disfruta la vida?
—Familia —le recuerdo. Abro la puerta y salgo.
Me sigue a toda prisa, pisándome los talones antes de que entre en la tienda.
—Dije que mantendría la boca cerrada durante el viaje.
Asiento.
—Podrías haberlo dejado en dos amigas que se saludan, pero tenías que convertirlo en algo personal. Has tenido que hacer algo que me ha hecho sentir como si ya no me conocieras de nada. Has cambiado de muchas maneras que no puedo perdonar.
—Suena horriblemente dramático, teniendo en cuenta lo segurísima que estoy de que ese dinero te vendría bien.
—Estamos bien. Siempre sobrevivimos.
—¿Entonces tu único plan es sobrevivir, cuando podrías estar prosperando?
Me aprieto el tabique de la nariz.
—¿Por qué insistes tanto? Has estado en Londres todo este tiempo y nunca te has acercado a verme.
—Mary me pidió que te reclutara hace años, pero no lo hice. Cuando dijo que intentaría buscarte ella misma, la amenacé con irme si lo hacía.
Arqueo las cejas levemente.
—¿Y por qué has actuado como has actuado esta noche?
Se cuadra de hombros en respuesta.
—Porque cuando te vi…, vi muchas promesas. Si bien aprecio lo que Mary ha construido, sé que hay más posibilidades de crecer. Mejores trabajos. Desafíos a los que ella le da la espalda porque cree que es mejor ir a lo seguro. Pero yo sé que puedo aspirar a más, y las chicas también. Solo necesitan verlo. Si tú y yo les enseñamos a ellas y a Mary todas las posibilidades, seremos más que un mero entretenimiento para los periódicos. Seremos una verdadera amenaza para Londres. Tendremos algo propio.
Mi mente evalúa esa idea a toda prisa, y la envidia regresa. Cuando éramos pequeñas, no había objetivo que no pudiéramos lograr juntas. Las posibilidades que tenemos ahora, como mujeres, no tienen límite. Pero la prudencia me abruma, no solo por la idea de unirme a una banda, sino también por volver a confiar en Maggie. Y no creo que pueda hacerlo.
Me cruzo de brazos y entrecierro los ojos.
—¿Quieres reclutarme porque no me molesta ensuciarme las manos? ¿O porque siempre quieres demostrarles a tus hermanos que no los necesitas para ser importante?
—Esto no tiene nada que ver con ellos.
—¡No mientas! Lo mínimo que puedes hacer es ser honesta conmigo.
—¿Esto es lo único que quieres? —Sacude las manos, y señala todo cuanto la rodea, las calles sucias—. No hacíamos otra cosa que hablar de esto cuando éramos pequeñas, de cómo ir más allá de The Mint. Lo único que has hecho desde que te conozco es sacrificarte por tu familia y enmendar todos los errores de Tommy. ¿Cuándo va a ser suficiente?
Estoy furiosa.
—Éramos unas niñas que soñaban con un mundo que no existe. —Miro el elegante Ford T porque sé que es la última vez que me subiré a uno. Lo grabo en mi memoria antes de añadir—: Buena suerte, Mags.
Entonces la dejo atrás y entro.
La campanilla vieja y oxidada sobre la puerta anuncia mi llegada. El interior apenas es diferente a las calles sombrías, con una luz débil como una mancha de té que ilumina el local. Madre levanta la mirada de sus cartas de tarot dispersas sobre una mesa con un mantel con flecos gastado. Un rojo oscuro, su color favorito. Cuando era pequeña, vivíamos en los dos pisos del edificio, pero al irse Tommy y abrir madre su negocio, convirtió la parte de abajo en una escena colorida y llamativa iluminada por una docena de velas. Algunas pinturas de animales decoran las paredes; botellas de tierra y hierbas, cristales morados e, incluso, unos pocos cráneos de animales están dispersos sobre mesas cerca de la sala junto a la puerta.
Mi favorito es su Libro de los Muertos, un pequeño cuaderno con garabatos y dibujos que usa durante sus sesiones de espiritismo. Sus métodos varían de cliente a cliente. A veces, les echa las cartas o les lee las palmas de las manos. En ocasiones, incluso mira una bola de cristal y balbucea cosas que se ha inventado para sonar como si hablase en otro idioma.
Todo es mentira, una farsa brillante que ha perfeccionado con los años. Su único talento es saber leer a las personas; una destreza que me gusta creer que compartimos.
—¡Alice! —Camina sobre las tablas de madera chirriantes para acariciarme la barbilla y darme un beso en la mejilla—. ¿Cómo ha ido tu primera noche? ¿Kate y su club son lo que esperabas?
No exactamente, pero no tengo por qué contarle eso.
—Bien, estoy bastante satisfecha. El lugar está lleno de ricachones, todos meados por beber tanto champán.
Sonríe con aire de superioridad y abre las manos con entusiasmo.
—¡Vamos a ver qué has traído!
Vacío los bolsillos de todas las cosas que he reunido esta noche y ella las revisa, decidiendo qué podría vender y qué sería mejor conservar. Las cosas que nos quedamos son aquellas que pueden ser útiles cuando padre no está aquí. A veces, los amigos de Tommy vienen a insistir sobre alguna deuda no pagada y cualquier cosa brillante los detiene. O a veces es solo alguien de The Mint que necesita un par de zapatos nuevos o una comida caliente.
—Excelente noche —me felicita.
—¿Y la tuya? —le pregunto, mientras señalo las cartas..
Se ruboriza de manera casi imperceptible.
—Vino una mujer que quería encontrar la mejor manera de matar a su esposo. Le respondí que esa no era la clase de trabajo que hacía.
Puedo ver que está mintiendo; soy la única persona capaz de darse cuenta. Sus fosas nasales se ensanchan y se empieza a mover incómoda. Cualquier movimiento significa una mentira. Dejo salir un quejido y me acerco a una estantería tienen cuya parte inferior hay un pequeño compartimento oculto. Allí es donde padre guarda sus cuchillos. Son seis en total, pero, cuando abro la caja, solo cuento cinco.
Odia las pistolas y dice que solo hay que usarlas como último recurso. Por eso solo tiene la que guarda debajo del colchón de madre, pero atesora más de cien navajas diferentes debajo de los tablones del suelo de la cocina.
—¿Eres tonta? ¿Le has vendido un cuchillo?
Se lleva una mano a la cintura y deja salir un suspiro tembloroso.
—Su oferta era difícil de rechazar. Vino en busca de respuestas, quería que le leyera las líneas de la mano y le respondiera cómo acabar con él, en un momento dado. Pero eso no ocurriría, Alice. Él la maltrata, y yo le di la oportunidad de devolverle esas heridas.
—No vendemos armas; no vendemos droga.
—Cuídate mientras tu padre no está aquí —zanja, irritada, con la misma cantinela de siempre.
—Que me cuide—recalco con severidad—. Robo dinero y tú robas mentes. Son órdenes de padre.
—Estamos bien —me asegura—. Solo ha sido una excepción. —Baja la voz hasta un susurro—. ¿Puede ser nuestro secretito? Tu padre no tiene por qué enterarse.
Dejo salir un quejido y pongo los ojos en blanco, justo cuando Louisa baja a todo correr por las escaleras. Su cabello largo y trenzado me roza el rostro y me rodea el cuello con sus bracitos delgados. Nació con una enfermedad. Madre estaba segura de que no saldría adelante. Pero lo ha hecho.
Intentamos mantenerla al margen de nuestras actividades familiares menos agradables. Quiero que sea joven durante todo el tiempo que pueda, aunque cada vez se hace más preguntas sobre el lado ilegal de lo que hacemos.
—Madre le ha vendido una navaja a una mujer —dice con tono efusivo—. ¡Lo he oído todo!
—Silencio, Louisa. —Madre la intenta callar.
—Le dije que no lo hiciera. Padre estará furioso. Me dejó jugar a leer las manos con varios clientes anoche. Los engañé a todos.
Nuestra madre exhala y dice:
—Te dije que te fueras a la cama. ¡No quiero seguir escuchando tu insolencia!
Louisa se gira hacia mí y pone los ojos en blanco, haciendo caso omiso a madre.
—¿Crees que su esposo tiene los días contados?
—No hables así —la regaño, y la urjo para que suba a la habitación—. Subo en un rato. Ve a calentarme la cama.
Frunce el ceño y se marcha. Cuando ya se ha ido, madre y yo juntamos mi botín. Es extraño: cuanto más miro las cosas preciosas que recolecté, más pienso en Mary Carr y en su encantador abrigo de pieles y en su banda de ladronas. La sensación de viajar en el coche de Maggie.
Las imágenes de su hermoso peinado bailan en mi cabeza.
—¿Recuerdas si padre ha mencionado algo sobre Las Cuarenta Ladronas?
—Están en todos los periódicos —dice madre con desinterés, y luego ríe con disimulo—. Les gusta llamar la atención por todo Londres.
—Maggie se ha unido a ellas.
Veo cómo arquea sus cejas con gesto escéptico.
—¿Maggie Hill?
Frunzo los labios y asiento.
—La he visto esta noche.
—Cielo santo, cuántos años han pasado. —Pone un brazo en jarras—. ¿Ya ha ido a visitar a sus hermanos?
—No…, y no piensa hacerlo. Estaba en el 43 con su banda. La jefa me vio recolectando y dijo que tenía talento.
Resopla.
—¿Recolectando?
Me encojo de hombros.
—Así lo llaman ellas. Madre, tendrías que haber visto lo que llevaba puesto. Era hermo…
—No, Alice. —Me interrumpe de inmediato y deja caer sus hombros—. No me importa qué basura te hayan metido en la cabeza, ni lo que llevaba puesto. Están aliadas con la banda de Elephant and Castle, lo que significa que son enemigas de los italianos. Mafiosas que libran guerras eternas en las calles. Eso no está hecho para nosotros y lo sabes.
Hago una mueca desdeñosa.
—¿Tú puedes venderle un cuchillo a una extraña, pero yo no puedo hablar sobre la banda de Mary Carr sin que me des una lección?
—Maggie se lo ha buscado. Déjala que se las arregle sola.
Sacudo la cabeza y empiezo a subir cuando veo tres platos en la mesa de la cocina. Me detengo y me vuelvo hacia ella.
—¿Has tenido compañía?
Vacila por un instante.
—De acuerdo, Alice, mantén la calma. ¡No te vuelvas loca!
Se me cierra la garganta.
—Tommy está en casa. ¿Dónde?
—Acaba de volver a comer.
—¿Dónde está?
—No es nada.
—¿Dónde mierda está? —Vocifero como una criatura salvaje que no tuviera cabida en una casa. He heredado el temperamento de mi padre y, a veces, hace aflorar lo peor de mí.
Louisa se asoma por la barandilla de inmediato, mirando la escena boquiabierta.
—Quería contártelo. Pero madre me ha pedido que no lo haga.
—¿Le has pedido a Louisa que mienta por ti?
—Está en el pub —confiesa madre, con un susurro tembloroso por voz—. Por favor, Alice, no montes un escándalo. Nunca puedo ver a mi hijo. No lo eches.
Salgo furiosa por la puerta.
—Te dije que no lo dejaras entrar, después de lo de la última vez.
Me sigue a la calle suplicándome.
—¡Tú no eres quien decide eso!
Le suelto una carcajada en la cara.
—Ya lo he hecho.
Camino hacia el bar de Ralph. Es el único lugar en The Mint donde puedes disfrutar una comida decente y un trago sin tener que andarte con cuidado todo el rato. Durante la guerra, Ralph dejó tiesos a seis soldados enemigos con un único rifle, y luego tomó un lanzallamas para acabar con el resto de la unidad hasta que se rindieron. Al volver a casa, todos ayudaron y le compraron el pub.
Nada más entrar, la camarera señala a Tommy, que habla con un par de prostitutas. No hace falta que me lo señale; puedo verlo en cualquier lugar. Tiene el mismo tono pelirrojo que nuestro padre, y sus gafas características. Si no lo conoces, podrías pensar que es la clase de tipo inteligente que vive de los libros. Pero te equivocarías de cabo a rabo.
—Vamos, Alice, no traigas problemas aquí —dice Ralph en cuanto me ve—. Llévatelos fuera.
Al oír mi nombre, Tommy se levanta y sale corriendo. Lo persigo por la puerta trasera, lo sujeto de la camisa y lo lanzo a un charco cercano.
Cae al suelo con un golpe fuerte y se empieza a quejar del dolor.
—Siempre es un placer verte, hermana.
—¿Qué demonios haces aquí?
Gira hacia un lado, y se sujeta el brazo ahora embarrado.
—Solo estoy de visita.
—No —digo entre dientes—. Has venido porque algún plan tuyo ha ido como el culo. Es la única razón por la que vienes. Crees que estas calles te protegerán por todo lo que hizo nuestro padre para protegerlos, pero estamos hartos de ti, Tommy. The Mint no hará nada por ti. Ni yo tampoco.
—Madre dijo que me puedo quedar. —Se pone de pie retorciéndose y alza el sombrero.
—Y yo digo que te largues. —Le quito el sombrero y lo lanzo lo más lejos que puedo.
—¿Te crees padre ahora?
—Alguien tendrá que ocupar su lugar cuando no está, y Dios sabe que esa persona no eres tú. ¿Qué has hecho, Tommy? ¡Dímelo!
Se apoya contra la pared de piedra del bar y saca una petaca del abrigo. Le da dos tragos largos y luego se sacude con el ceño fruncido.
—Discúlpame. Necesito recargar energías.
Le bloqueo la puerta con el cuerpo.
—¡¿Qué has hecho?!
Baja la mirada.
—He salvado a padre. Le he pagado un buen dinero a un abogado. Tiene conexiones con un juez que le rebajará la sentencia a padre después de la apelación, e incluso es posible que lo ponga en libertad.
—¿Un abogado te hizo una promesa y tú lo creíste?
—Sé por fuentes fiables que es un hombre de palabra.
—¿Qué fuentes fiables?
—Los Hill.
Sacudo la cabeza.
—¿Has estado en Chinatown? ¿Apostando? ¿Pidiéndoles favores a Patrick y Eli?
—Solo fui a buscar un nombre y la cantidad que querría.
Se me seca la boca.
—¿De dónde has sacado el dinero para sobornarlo?
Le tiembla el labio inferior, pero se gira a un lado para que no pueda verlo.
—Eso no importa ahora. Solo quería pasar esta noche con mi familia. Mañana me voy corriendo. Correré lo más rápido que pueda.
Ya se había metido en problemas bastante grandes, pero nunca tanto como para justificar el pavor que muestra ahora.
—¿Quién te persigue? ¿Has vuelto a robar cajas fuertes?
—Les robé a las únicas personas que se me ocurrió que podían tener esa cantidad de dinero, y me van a matar por eso. Por favor, Alice, déjame pasar esta noche. Es lo único que te pido.
Quiero decir que sí. Por lo que puedo recordar, padre siempre lo hacía Sin importar los problemas, siempre era bienvenido en casa. Pero por más que mi corazón me pida a gritos que lo consienta, mi mente razona lo contrario.
—La última vez aparecieron unos hombres y amenazaron con llevarse a Louisa si no les pagabas. Casi termina en un burdel de mala muerte. Si todo el vecindario no se hubiera unido para echarlos a patadas, ella ya no estaría aquí.
—Lo hice por ella —insiste, con un susurro que suena a súplica—. Lo hice por nosotros. Lo necesitamos. The Mint lo necesita.
—¡Pero yo estoy aquí! —grito—. Siempre me ocupo de nosotros cuando él no está.
—¡Pero tú no eres él! Nunca serás él, Alice.
Me siento desconcertada.
—¿Y crees que tú puedes serlo? ¿Por quién haces esto, Tommy? ¿Por él o por ti?
—¿Acaso importa? Yo lo salvé. Yo. No tú, Alice. Yo. —Extiende las manos mientras señala el aire contaminado a su alrededor—. Por fin he hecho algo de lo que él pueda enorgullecerse.
Sacudo la cabeza y me esfuerzo por mantener una voz firme.
—Y cuando este plan tuyo salga mal —replico—, ¿quién te salvará. Tommy?
Intenta beber de su petaca otra vez, como si de repente esta se hubiera rellenado por arte de magia.
—¿Por qué no lo puedes ver? Lo hago por todos nosotros.
—Lo haces por ti, y eres un maldito idiota por eso.
¿Y si tiene razón? ¿Y si resulta que se ha metido en un lío del que no puede salir? O del que yo no lo puedo sacar. Me paso los dedos por el pelo y cierro los ojos.
—Lo siento, Tommy, pero no puedes venir a casa. Te conseguiré un billete a Nueva York para mañana. En el primer barco. Solo necesito que madre venda algunas de las cosas que recolecté.
—Quizá no sepan que he sido yo. He sido muy cuidadoso. Quizá no tenga que escapar.
Desecho la idea con un gesto.
—Nunca eres cuidadoso. Búscame en la estación Victoria mañana por la mañana. Tendré el billete. Si no te subes a ese tren por voluntad propia, te arrastraré por los pelos.
Lo dejo en el callejón para que reflexione sobre esas cosas y vuelvo manzana arriba hasta donde mi madre, hecha un manojo de nervios, me espera en la puerta de enfrente. Está temblando, con un delgado chal sobre los hombros.
—¿Qué has hecho?
—Lo que tenía que hacer.
Paso a su lado y voy derecha al horno para calentarme las manos. Me sigue un momento más tarde, dispuesta a regañarme como una madre sobreprotectora indignada.
—¡Ve a decirle que tiene una cama aquí! Ve a decirle que siempre estará a salvo aquí.
—Eso sería mentirle, madre —replico.
—Es mi hijo —anuncia, sin molestarse en ocultar las lágrimas que se deslizan por sus mejillas—. No puedes alejarme de mi hijo. ¡Tu padre nunca permitiría esto!
—Tu querido hijo nunca hace nada malo, ¿verdad? Olvidemos que todos los meses hace que nos destripen… Pero no hay maneras de saberlo si lo único que haces es hablar y hablar sobre él. Lo esperas todo de mí, y nada de él. Tú eres la razón por la que es como es.
—¿Quieres más afecto, entonces? ¿Eso es lo que pides, Alice?
Resoplo con amargura.
—Antes muerta que reconocer que yo soy la cabeza de familia cuando padre no está, y no tu estúpido hijito.
Por un momento, se queda sin palabras, y resopla en silencio con ira hasta que suelta:
—¡Nunca lo has querido!
—¿Que nunca lo he querido? —Repito las palabras con más fuerza y más ira para tapar el profundo desdén que impregna su tono—. ¿Crees que arreglo todos sus desastres porque me divierte?
—No vengas a fingir que no disfrutas alardeando cuando él lo pasa mal y tú apareces para quedar como su salvadora. Siempre lo has rechazado porque es el hijo de tu padre y tú eres…
—¿Una mujer? —No lo niego—. Rechazarlo no significa que no lo quiera.
Toma su abrigo de un gancho junto a la puerta.
—Lo iré a buscar. Le diré que puede venir a casa.
—Mañana se subirá al primer barco a Nueva York.
Se queda boquiabierta.
—¡No se irá sin despedirse!
—No va a volver. —Si bien estoy furiosa por estar discutiendo otra vez sobre Tommy, se me revuelven las tripas por tener que ser tan fría con ella. Tener que negarle que se despida de su único hijo—. Sabes que hablo en serio esta vez, madre. Cualquiera sea el problema que tenga, no va a cruzar el mar con él. Estará a salvo… ¿No es eso lo que quieres?