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El Prado es todavía, doscientos años después, una institución en la que se silencia y se excluye a la mujer. A las artistas y a las visitantes: todas invisibles y todos ciegos ante la ausencia de la voz y la experiencia femeninas. ¿Por qué el Museo Nacional del Prado ignora a las mujeres? En las salas del referente español y en las del resto de instituciones internacionales, el relato que se alaba en el siglo XXI es el mismo con el que el siglo XIX contó el mundo y construyó sus intereses. Cuadro a cuadro, este libro revisa el legado patriarcal que ha llegado hasta nuestros días, aunque hoy lo señalemos como injustificable y rechacemos cualquier práctica que amplíe la brecha entre hombres y mujeres. Esta no es una historia del arte tradicional: es una guía contra las ausencias, las vejaciones, los eufemismos, los silencios y tergiversaciones que han hecho desaparecer a la mitad de la población, con una violencia soterrada y a la vista. Y esta es también una historia contra la ceguera, una narración sobre las condiciones políticas y sociales que determinan la creación artística y privilegian a ellos sobre ellas. Es el momento, ante el auge de los fascismos, de que los museos asuman sus responsabilidades y pasen a ejercer una práctica de pensamiento crítico, y se nieguen a dar por sentado el marco del menosprecio y la desigualdad.
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A Lucas y Teo,
para que compartan sus privilegios
y corrijan la desigualdad.
Prólogo
Nada que lo impida
LARA MORENO
Hace un año, una tarde de domingo, mi amiga N. y yo quedamos con Peio a la puerta del Museo del Prado. No íbamos solas, venían con nosotras nuestras hijas. Había una cola monumental para entrar y ya dentro no tendríamos mucho tiempo, pero Peio se conoce el museo como un camino de vuelta a casa mil veces recorrido. Mi amiga N. y yo no éramos las protagonistas; eran las niñas quienes habían venido a escuchar. Teníamos suerte cada vez y, a pesar de la multitud, los cuadros elegidos por Peio solían estar más o menos despejados. En algunos, había un banco alargado justo delante, y ahí se sentaban él y las niñas; ellas, calladas y atentas; él les hablaba desde una concreta paz. Los cuadros mostraban lo que siempre han mostrado. Los mirábamos y veíamos escenas de caza humana, hombres trabajando la forja, y guerreros, y también mujeres desnudas, entregando cabezas degolladas entre sus manos, o huyendo, o cayendo. Estuvimos frente a La historia de Nastagio degli Onesti, frente a La fragua de Vulcano, frente al banquete de Tereo. Él les preguntaba a las niñas qué veían y las niñas contaban lo que veían. Ocurre que ellas están mucho más a salvo que nosotras, porque han llegado hace poco y, aunque ya han sido secuestradas por ciertas estructuras, aunque ya se las ha encajado (las hemos encajado) en determinadas posiciones, todavía son capaces de ver a través de los bosques, o mejor, todavía son capaces de distinguir lo que miran, tal cual. Ellas pueden ver cada árbol, cada hendidura, porque quieren de verdad mirar. Esa tarde, Peio les contó qué había detrás de aquellas imágenes: no es que les explicara otra cosa diferente de la que mostraban las pinturas, es que en el relato, en su mirada, puso de manifiesto la totalidad del ser hoy, del mirar hoy, del estar hoy, con una intención clara de abarcar el tiempo, el contexto, el punto de vista artístico y moral en que esos cuadros fueron creados, para desvelar (que es mucho más que interpretar), sin paliativos, sin doctrina, cuán terrible era el mundo para las mujeres. Porque, no nos engañemos: ¿de qué estamos hablando aquí si no de eso?. Matrimonios concertados, la piel blanca y desnuda de cuerpos femeninos en ofrenda, violencia explícita del hombre hacia la mujer, una joven atravesando los bosques en huida, con nada más que su cabellera al viento como protección, el cuerpo caído de ella, hendido por la lanza en el suelo; mujer muerta a manos del hombre que la quiere poseer. Estamos hablando de cuán terrible era el mundo para las mujeres, de cuán terrible es todavía, porque lo que quizá no saben, o no sabían, nuestras niñas, privilegiadas en tantos sentidos, pero igualmente expuestas, es que nada de esto ha dejado de ocurrir. Lo que hizo Peio aquella tarde fue contarnos la verdadera historia. No una asumida, velada, transformada, adoctrinada, consentida, hegemonizada, no: la historia misma, la verdadera. En realidad, nuestras niñas, mucho más que nosotras mismas, sabían de qué les estaba hablando Peio, a pesar de la sorpresa, la consternación y algunas risas. Porque ellas son capaces todavía de mirar y ver, simplemente, desde sus ojos limpios y profundos.
Este libro de Peio puede parecer una guía para redescubrir un museo. Pero no es eso, es algo mucho más delicado y afilado: es una nueva postura para la mirada. Las guías arrastran hacia un lugar y no siempre el movimiento es voluntario. Aquí hay algo profundamente madurado, y es la postura desde la que está escrita el libro. Esta postura nueva, conseguida tras un millón de horas de observar, de investigar, de percibir, de escuchar, de deshacer lo fuertemente atado, puede parecer incómoda. Un brutal escorzo. Algo antinatural. Y, sin embargo, como en el autorretrato de Artemisia Gentileschi del que nos habla, lo conseguido, esa nueva postura, es un lugar lleno de aire, de paz, de pasión y de posibilidad: no hay nada que lo impida. El grandísimo trabajo de Peio en este libro es hacer que no haya nada que lo impida. Porque, efectivamente, «un museo es un espejismo y una construcción ilusionista en el que nada es inocente ni existe la casualidad». Porque, todos lo sabemos, dentro de los grandes museos, acotados en sus marcos de oro repujado y a lo largo de galerías de mármol, no se encierra otra cosa que el mundo mismo. Un mundo herido desde siglos. Yo creo, eso me ha parecido comprender, eso he percibido, y no sin emoción, que lo bárbaro de este recorrido por las invisibles, además de su fina erudición y de su lúcida y acertada prosa, es la posibilidad de la fuerza de los brazos de esa mujer que pinta un lienzo y que a la vez se pinta a sí misma, sintiéndose libre, atacando una tela blanca tan grande como su propio tamaño. Dibujando, sin que nada la turbe o la coarte, el arriesgado escorzo de la vida. El aire pasa, transparente, entre sus manos, baila con el movimiento de la muñeca y los dedos. Nada que lo impida.
Este libro de Peio H. Riaño no se cierne sólo sobre el Museo del Prado, no podemos limitarlo a esas paredes: es la vida, es la pura calle y nuestra casa y nuestra historia. La denuncia no es ayer, es hoy y será mañana. Peio se ha detenido en el lugar justo a través del tiempo, y ha mirado y nos lo cuenta: ha permanecido cerca para observar el movimiento (los brazos bailando sobre el lienzo) y lo suficientemente quieto para respetarlo.
Para mí, ellas eran invisibles, yo apenas las conocía. Y el viaje no ha sido siempre grato, porque el horror y el silencio forman figuras dañinas. Pero guardaré un centenar de imágenes en la memoria, para el futuro: aquellas que estaban escondidas debajo de la capa de los siglos y el poder, y que con la ayuda de este libro he podido liberar, disfrutar y atesorar. Esas imágenes ahora están vivas, con total determinación, porque las he atisbado, desde un lugar de luz, nada más con el aire alrededor, sólo con el aire que les pertenece. Fortaleza, valentía, audacia, las mujeres artistas, las mujeres heridas, las mujeres vendidas, las mujeres calladas, las mujeres batalladoras. Las que serán visibles. Las de ayer y las de mañana. Las invisibles no ha de ser el dedo hundido en la llaga del pasado; tras su crujir de placa tectónica, que esa mirada sólo sea futuro.
«Apenas pueden los hombres formarse
idea de lo difícil que es para una mujer
adquirir cultura autodidacta y llenar
los claros de su educación.»
EMILIA PARDO BAZÁN, 1886
«Una intervención feminista en el arte
inicialmente confronta los discursos dominantes
acerca del arte, es decir, las nociones
aceptadas de arte y de artista.»
GRISELDA POLLOCK, 2003
«Todas y todos deberíamos ser feministas
porque el machismo es la enfermedad,
la pústula visible del patriarcado,
y el feminismo es un discurso corrector.»
MARTA SANZ, 2019
Introducción
Un futuro para el museo
Un día lo ves. No están. A mí me ocurrió en marzo de 2016. A la bandeja de entrada de mi correo electrónico llegó una nota de prensa del Ministerio de Cultura en la que se celebraba la firma de la operación que daba por ordenados los fondos museográficos estatales y aclaraba las fronteras artísticas entre el Museo Nacional del Prado y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. La foto que ilustraba el histórico estrechón de manos mostraba a la cúpula del arte español: Miguel, José Pedro, José María, Miguel, Guillermo y Manolo. Seis cargos públicos y ni una mujer.
Acudí a los datos del Laboratorio Permanente de Público de Museos del propio Ministerio de Cultura para comprobar si la fotografía representa la realidad del arte, y descubrí que la mayoría de los visitantes a estas instituciones en España es público femeninno (52,6 %); que un 53,4 % del personal adscrito a museos son trabajadoras; que ese año en el Museo Reina Sofía trabajaban 441 mujeres (274 más que hombres) y en el Museo del Prado, 257 mujeres (los hombres son veintiséis menos). En la Academia de Bellas Artes de San Fernando, de cincuenta y dos miembros de número, seis no son hombres.
Fuera de los despachos, en las facultades de Bellas Artes las estudiantes superan el 70 % en las aulas. Pero el mercado no tiene tanto interés en ellas como en ellos. Entre 2012 y 2018, según un estudio de Sotheby’s, se vendieron 2.500 piezas de unas quinientas artistas mujeres. En el mismo periodo de tiempo, fueron 55.700 piezas de 8.500 artistas hombres. Un informe de Mujeres en las Artes Visuales (MAV) indica que en ARCO 2018 sólo el 6 % son artistas españolas. Tampoco las artistas son reconocidas como ellos: en España, de los dieciséis galardonados por el Premio Velázquez de Artes Plásticas, doce son hombres. En el Nacional de Artes Plásticas, convocado en veintiuna ocasiones, sólo seis artistas mujeres han sido premiadas.
Llamé a María Corral, exdirectora del Museo Reina Sofía, distinguida con la medalla de la Orden de las Artes y las Letras impuesta por el Gobierno francés y una de las mujeres más influyentes del sector artístico, para preguntarle si aquella foto era una anomalía del sistema. Me contó que, efectivamente, en las últimas cuatro décadas, ellas fueron quienes activaron el arte, desde la gestión a la industria, y cuando estuvo todo en marcha, ellos se quedaron con los tronos. Que la mujer no tenga presencia en los puestos de dirección refuerza la inercia de la ausencia, porque no hay referentes femeninos en los que ellas (y la sociedad) puedan reconocerse y eso dificulta pensar como accesibles esos espacios de responsabilidad, me dijo Jazmín Beirak, historiadora del arte, diputada en la Asamblea de Madrid por Más Madrid y, posiblemente, la política que más ha reflexionado sobre la gestión del legado cultural. Concha Jerez, premio Nacional de Artes Plásticas de 2015 y artista conceptual «a su manera», como le gusta definirse, me apuntó que la trinchera es para ellas y los sillones para ellos, y llamó la atención sobre un hecho significativo: el Prado nunca ha tenido una directora. «¿Es que no hay buenas directoras para ese museo? Lo dudo», me dijo. Martina Millà, una referencia de la visión crítica del canon y responsable de exposiciones de la Fundación Joan Miró, me escribió que si la ausencia de mujeres en puestos relevantes del mundo del arte no era vista como una patología del sistema, difícilmente se intentaría aplicar una solución. Si la enfermedad no es diagnosticada, no hay nada que curar. La ceguera iba tomando fuerza como motivo que ha perpetuado el problema. Mi propia ceguera arranca en mis años de estudiante de Historia del Arte. Ninguno de los profesores ni profesoras que impartieron las decenas de asignaturas que cursé llamaron la atención sobre la ausencia de artistas. Marqué el número de teléfono de Eva Fernández del Campo, profesora de Arte Contemporáneo y de Arte Asiático, doctora en Historia del Arte y una de las pocas docentes que trataron la perspectiva de género en las aulas por las que pasé. Pregunté a Eva por la ausencia de mujeres en lo más alto de la gestión del patrimonio artístico español. No le sorprendía tanto como a mí porque, dijo, se sabe desde hace mucho que todo lo relacionado con la autoridad está cargado de testosterona y que, aunque en el mundo de la historia del arte haya más mujeres que hombres, ellos son los que, en mayoría aplastante, ostentan los cargos de poder.
Hablé también con Rebeca Blanchard, galerista referente de las nuevas generaciones por su riguroso trabajo sobre la escena contemporánea, y confirmó lo que veía el resto: que la desigualdad está enraizada en el sistema y que, aunque las facultades de Bellas Artes estén repletas de mujeres, la mayoría de los artistas que exponen y venden son hombres. Fiel a su visión crítica e inconformista de la realidad, la artista María Ruido señaló el techo de cristal, tan invisible sobre el papel como real en los organigramas, donde funciona una especie de «solidaridad hegemónica» de clase, género, raza y sexualidad que impide el acceso de muchas personas o lo dificulta enormemente. María no hablaba sólo de alcanzar determinados puestos, hacía referencia al reconocimiento mismo. Mencionó palabras como menosprecio, infantilización, exotización y la que terminó por explotar ante mis ojos: invisibilidad. Por último, trasladé mis dudas a María José Magaña, representante de MAV y luchadora por la igualdad en los museos, quien subrayó el hecho de que los hombres son los que toman las decisiones, los que marcan las tendencias sobre qué artistas valen más en el mercado y, sobre todo, los que deciden cómo se cuenta la historia del arte en las colecciones de los museos. Vi clara mi ceguera.
Con toda esta información busqué en mis estanterías y encontré que las lecturas de la historia del arte que me había procurado durante tantos libros sólo se referían a ellos. Y recordé a Isabel Quintanilla (1938-2017), pintora del grupo de realistas madrileños, con la que hablé por primera vez unos meses antes de que falleciera y reconoció que estar casada con un artista la había ayudado en su carrera artística porque su marido (Francisco López, 1932-2017) la prefería pintando que planchando sus camisas. En España nunca se reconoció su talento; por fortuna encontró representante en Alemania que se encargó de vender su obra. Su compañera Esperanza Parada (1928-2011) tuvo que elegir entre pintar o llevar un sueldo a casa. Aparcó la pintura. Su marido, Julio López (1930-2018), fue artista hasta el final. Amalia Avia (1930-2011), casada con el pintor Lucio Muñoz (1929-1998), también formaba parte del grupo realista madrileño y describió situaciones de desigualdad en sus memorias, De puertas adentro. Por supuesto, ninguna de ellas recibe un tratamiento acorde a su dimensión humana y artística en los manuales que tratan la historia del arte contemporáneo español. En el mejor de los casos, sus vidas caben en un párrafo.
Entonces llegó Judit, la única pintura de Rembrandt en el Museo del Prado, que siempre me ha llamado la atención porque no se detiene en la escena sangrienta en la que la protagonista decapita a Holofernes. El pintor holandés recreó un instante anterior a cuando la heroína entra en la tienda del tirano, lo emborracha y acaba con él. Prefirió la sutileza de los preparativos y pintar la satisfacción de una mujer soberana, dispuesta a lo que hiciera falta para liberar a su pueblo. Hablé con la persona del museo que más crédito me ofrece y me descubrió una historia tan alucinante como invisible —tratada en el capítulo «El patriarca y la heroína»—, que revela una ciencia en ocasiones maniatada por los caprichos ideológicos de los historiadores del arte. Una ciencia falible.
Pero también emergió la visión de un museo que ocultaba todo lo que no fuera glorificar la genialidad de sus artistas y sus pinceladas. Los cuadros y esculturas que antes contemplaba sin tacha fueron sumándose, uno tras otro, a una lista compuesta por ausencias, vejaciones, silencios o tergiversaciones que incidían en la invisibilidad de la mujer en las salas. La lista se ampliaba según crecía en mí la conciencia de esta violencia silenciosa.
La indignación ante esta casta intacta ya la han expuesto las historiadoras Linda Nochlin (1931-2017) y Griselda Pollock (1949). He llegado tarde a sus enseñanzas, pero, para mi sorpresa, el Museo del Prado, el bastión incuestionable del legado artístico español, ni las ha atendido ni muestra síntomas de hacerlo. Ambas reclaman desde hace cuatro décadas que urge que la historia del arte y los museos dejen el ilusionismo de la materia (la pincelada) para atender al materialismo (las condiciones políticas y sociales que determinan la creación de la obra de arte). Cuanto más materialismo, más trabajadores del arte; a más magia de pincelada, más artistas geniales. La idea de la genialidad es una de las nociones más nocivas contra la igualdad: dibuja al artista —hombre— con un don inevitable que consuma sin privilegios. Así se ha construido el canon con el que se ha anulado a la mujer artista del relato histórico. Para Nochlin esta visión innata de la genialidad da por buena la siguiente pregunta trampa: «¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?». Nochlin propone no responder a la cuestión, porque la interrogación da por hecho que el arte es una actividad autónoma y libre de un individuo superdotado que da por válidos los mitos del «supermacho» creador, cuando ellas no tuvieron las mismas oportunidades ni condiciones que ellos. Esa noción de la fuerza sobrenatural del genio se mantiene incólume en museos como el Prado, que actúa como un paraíso moral donde no importa que ellas hayan sido excluidas del falso patrón de la «genialidad».
El museo es una elaboración cultural que legitima un pensamiento de género (y de raza y de clase) y otorga un origen natural a algo que no lo tiene: la dominación de un sexo sobre el otro. Por eso la perspectiva de género es imprescindible para impugnar las convenciones que han convertido en invisibles a, uno, las artistas que no están expuestas en el museo y, dos, a las visitantes a quienes se menosprecia con un relato supremacista, sesgado y hasta en algún caso manipulado. Es la historia de la cultura, un relato de hombres hecho para hombres en el que ellas no han contado. No cuentan. No han sido olvidadas: las han hecho desaparecer. Ahora se trata de integrar a las mujeres en el museo. Si ellos son los protagonistas de los acontecimientos representados, que ellas lo sean del museo. No me refiero a dedicarles una sala que las convierta en musas y que como tales sean adoradas sobre fondo rojo. Ni «ángeles del hogar» ni «musas del arte».
Nuestra responsabilidad como ciudadanos del siglo XXI es leer estos cuadros del pasado con una atención especial a los símbolos que jugaron un papel determinante en la dominación. La mayoría de ellos —los creados por una monarquía absolutista que optó por ignorar la Constitución de 1812— son incompatibles con nuestros símbolos actuales, por eso es importante identificarlos, para no confundirlos como propios. Para no apropiarnos de lo que no nos corresponde, necesitamos señalarlo como ajeno y así restablecer y garantizar el reconocimiento de la integridad de la mujer.
Este libro es un relato sobre privilegios y exclusiones cuyo propósito es extirparlos todos. La idea de la dominación masculina y el sometimiento femenino no puede seguir siendo legitimada por un museo como el Prado. Hoy, el relato decimonónico con el que fue inaugurada la institución permanece intacto y vigente, y obliga a los visitantes actuales a asumir la construcción política de un público que no son ellos, sometiéndose así a unos sesgos propios de hace dos siglos, cuando la aspiración y la misión de estos centros culturales carecían del mandato constitucional de la universalidad del visitante.
Estamos en nuestro derecho de desvelar y arruinar las intenciones canonizadas con las que fueron pintados los lienzos. El arte es un canal de difusión de todos esos símbolos y significados contra los que las mujeres no han dejado de movilizarse en los últimos siglos para reivindicar sus derechos. Es necesario denunciar la subordinación, la violencia y la muerte con la que son oprimidas en una institución como el Prado a través de su narración, para devolverles lo que reclaman y les pertenece: legitimación pública y política. Es una tarea pendiente que las instituciones museísticas de todo el mundo reconozcan estos derechos básicos lesionados, corrijan el rumbo y señalen los mensajes coercitivos y el desprecio a la libertad en el arte y en la obra expuesta.
Nadie encontrará aquí una defensa de la censura, nadie podrá leer la propuesta de retirada de los cuadros que han contribuido a perpetuar las condiciones de privilegio de ellos y la exclusión de ellas, porque depurar el museo de los dispositivos políticos que han construido a ese público sesgado, machista y colonialista sería poner en peligro el ideal mismo que se persigue en las próximas líneas: la construcción de un público diverso, crítico y plural. No se promueve una operación de limpieza que eche una tonelada de silencio sobre la histórica complicidad del museo —a través de la representación— con la desigual distribución del poder en las sociedades modernas. Aquí, la crítica del museo pretende construir una nueva lectura que ponga en evidencia el contenido sesgado y acabe con la dulce creencia de ausencia de conflictividad ideológica en el arte. Este libro, como el trabajo de tantas mujeres antes de su publicación, pretende desactivar esa anestesia para reconocer el museo como un lugar problemático.
El desfase ideológico sucede desde el mecanismo institucional más alto —la estructura vertical de la gestión de las ideas— a lo más minúsculo, la cartela. Esa pequeña y, en apariencia, inocente cartulina blanca es el canal básico de comunicación con los visitantes y debería aspirar a un cierto diálogo. En un ejercicio de concreción mayúsculo, se dan los datos básicos del cuadro y del artista en cuatro o cinco líneas. En una cartela cabe un museo. Es más, una cartela puede definir un museo, porque en ellas muestra el lugar que quiere ocupar en la sociedad. Por ejemplo, con el ocultamiento de un terrible asesinato de género que Botticelli representó por encargo hace casi seis siglos en La historia de Nastagio degli Onesti, y que sirvió entonces de cruel moralina, hoy se silencia un feminicidio, pese a que está a la vista. Una cartela es un manifiesto. Cada verbo, cada expresión dicha u omitida son reflejos que subrayan el espíritu y la misión del organismo. En las cartelas, una institución de hace doscientos años demuestra si tiene o no dos siglos de edad. También en los textos que articulan su sitio web: en el que hace referencia a la pintora Giulia Lama (1681-1747), escrito por Manuela Mena —responsable del capítulo de Goya en el museo—, la historiadora explica que tenemos pocos datos biográficos sobre la artista italiana, y, a pesar de ello, se la describe como una mujer «de personalidad esquiva y retirada, fea de rostro, pero de una gran espiritualidad». Para la conservadora es importante introducir un juicio sobre la belleza de la retratista entre sus hechos artísticos. No hemos encontrado en las investigaciones que Mena ha publicado sobre Goya una apreciación similar sobre el pintor en la que destaque su gordura, su calvicie o su mal genio. Este tipo de mecanismos son insoportables en el futuro del museo.
Revisar no es destruir ni degradar las obras nacidas al calor de aquella imaginación atroz que temía la liberación de las mujeres. No se trata de desterrar cuadros, sino de aprovechar esas visiones para señalar lo que de ninguna manera podemos volver a permitirnos. La historia de Nastagio degli Onesti es útil para posicionar al público contra el asesinato de género. Pero sobre todo para reconocer la dignidad de la mujer, lesionada en el museo por el silencio que mantiene ante la tradición de amenazarlas y ejecutarlas también a través del arte. El contexto de las pinturas es imprescindible porque nos muestra el pasado de lo que somos y hemos superado. Todo lo que no sea celebrar, reconocer y reforzar la libertad de la mujer es un atentado contra la sociedad a la que aspiramos y una confirmación de aquella en la que se originaron los museos. A espaldas de ellas.
Claro que podemos reinterpretar y revisar el pasado con nuestras propias expresiones e ideas: es nuestro deber aplicar el lenguaje soberano que nos representa a todas esas imágenes que nos aluden. Por eso nos impresiona y valoramos la actualidad del arte, porque lo actualizamos sin descanso. Porque no podemos leer una obra con ojos que no sean los nuestros, los del presente. Esta es la vaga oposición, pero muy escandalosa, a la que se enfrenta la denuncia de este libro: la de quienes niegan la capacidad de juzgar desde nuestros días cualquier obra del pasado. Como si el arte no fuera presente a quien lo mira. Como escribe Isabel Cadenas Cañón en el ensayo Poética de la ausencia: «La imagen auténtica del pasado es, en realidad, una imagen que incluye tanto ese pasado como el presente en el que se hace legible».
El arte es inmortal porque apela a las épocas sucesivas gracias a las múltiples lecturas que estas hacen de él, porque trasciende constantemente las fronteras de su momento histórico original. Pero permitir al siglo XIX mantener su capacidad de referente ideológico es blanquear un relato ético decepcionante y superado. Vivir del anacronismo. Los modelos y los modales de entonces no pueden ser referentes de los valores de la actualidad. El museo teme abrir las puertas al feminismo, pero este es una respuesta imparable contra la exclusión y en defensa de la democracia, ante el auge de los fascismos. La lucha de ellas nos librará de ellos.
La radicalización que emerge ahora contra la mujer hay que contrarrestarla con fuerza y conocimiento. Ellas quieren que esta sociedad siga avanzando y sólo reconociendo sus derechos creceremos. En esta transformación, la más grande vivida desde la época de las guerras europeas del siglo XX, el Prado debe ser aliado, no enemigo. Pueden llamarlo corrección política, pero es una tarea pendiente.
Justo en el momento en el que disciplinas artísticas como la literatura están revisando en profundidad los referentes que se han ido apartando y olvidando por su sexo, cuesta entender y aceptar cómo este museo, al que admiramos y protegemos, elude la necesidad de reformar un relato que condena a las mujeres a su feminidad y que ha sido señalado públicamente, por sus propios visitantes, por ocultar y reprimir a una mitad de la población. Fueron desterradas a la invisibilidad y allí siguen. El Prado es referente y ejemplo de todos los museos españoles de bellas artes, es hora de que pase a ejercer una práctica de pensamiento crítico y se niegue a dar por sentado el marco de la invisibilidad, el menosprecio y la exclusión.
La reconversión del museo no puede limitarse al anuncio de la liberación de una mujer de las mazmorras del olvido, como se ha hecho con El Cid de Rosa Bonheur (hay cuarenta y seis cuadros de treinta y seis mujeres artistas, pero sólo se muestran diez de cinco de ellas, entre las más de mil setecientas obras expuestas), porque convertir a la mujer en excepción es prueba de una política igualitaria errática. Las artistas y las visitantes deben ser —por mandato legal— reconocidas, respetadas y representadas. Como dice Marián López Fernández-Cao, catedrática de Educación Artística en la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid e impulsora del extraordinario proyecto Museos en femenino, «la mujer cuando entra a un museo se encuentra con su ausencia y su prescindibilidad». La democracia radical aspira a enterrar los esquemas simbólicos construidos desde el punto de vista de los dominadores, que hacen de las relaciones de dominación lo natural. El Prado es un instrumento legitimador, tal y como está planteado, de esta normalidad excluyente. Pero podría transformarse en un mecanismo fundamental para desnaturalizar la dominación.
Necesitamos que esta máquina de crear relato simbólico abandone el siglo XIX de una vez y corrija la atención que les debe a quienes nunca existieron en sus salas con una voz propia, señalando el porqué de esa omisión. Es imprescindible hacer caminar a los grandes maestros antiguos con los desafíos. El feminismo propone el fin del sometimiento de las biografías (las vidas) a los currículos (los mitos) y, con ello, contradecir las narrativas heroicas, nacionalistas y formalistas propias de la historia del arte turistificada.
Imagino el nuevo museo del siglo XXI —y su forma de recomponerse a partir de las individualidades que han ido superponiéndose con el paso de los siglos— como un caudal de la unidad desbordado por la diversidad. Un museo contemporáneo no es un coto privado de los conservadores, sino un lugar en el que participan el público, los artistas, los comisarios y todo agente social que rompa con ese mausoleo vetado y suponga el despertar de un auténtico entusiasmo revolucionario. Toca hacer emerger las personalidades disonantes de la ciudadanía para reforzar lo diverso y múltiple, y frenar la contrarreforma del pensamiento único.
Este es el primer paso de una serie de medidas que, desde luego, podría completarse con una revisión de las políticas patriarcales más descaradas de los museos más importantes del mundo. Para evitar la dispersión de la propuesta, creí importante acometer un recorrido concreto por el Prado que demuestre la dimensión y el calado del problema.
En medio de la investigación y redacción de este libro sucedió la movilización masiva del 8-M de 2018, con paros y huelgas en ciento veinte ciudades, que ha pasado a formar parte de nuestra historia ciudadana, junto con el 15-M de 2011. El auge del feminismo ha provocado una «contraofensiva feroz», como explica Verónica Gago en el ensayo La potencia feminista. Atravesamos una llamada al orden ante lo que para la Iglesia, el neoliberalismo y el neofascismo es una amenaza. Este miedo ante la nueva marea femenina provocó que un ilustre miembro de la Real Academia Española (RAE) montase un linchamiento público en una red social al hilo de un mensaje que lancé, en el que pregunté si era demasiado tarde o demasiado pronto para cambiar el término «rapto» por el de «violación» en los títulos de los lienzos con escenas mitológicas que tratan el asunto y cuelgan en los museos. Engatilló una retahíla de acusaciones personales entre las que me pareció muy afortunada la de «converso». Alatriste lo presentó como un insulto por haber traicionado a las huestes de Machirulandia, y a mí me descubrió el término exacto que señala el camino de la evolución personal contra la deformidad patriarcal. De algún modo, muy lejano, debo reconocer en esa maestría para las injurias —que su público reconoce como su mejor recurso literario— el hallazgo de que esta guía contra el desprecio a las mujeres sea producto de una conversión. La del ciudadano e historiador del arte que ha perdido su ceguera.