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UNA CONMOVEDORA NOVELA SOBRE LA AMISTAD FEMENINA, LA TRAICIÓN Y UNA MISTERIOSA DESAPARICIÓN. «Inteligente, perspicaz, elegante, triste, sorprendente y adictiva. Y también divertida. Me encantó cada página.» Nick Hornby «Esta enigmática historia sobre la amistad en la adolescencia y una desaparición es inteligente, astuta y demuestra un conocimiento de la mente y el corazón adolescentes a la altura de una novela de Elena Ferrante.»Oh, the Oprah Magazine Eulabee y su magnética mejor amiga, Maria Fabiola, viven junto al océano en un brumoso barrio de San Francisco. Lo saben todo acerca de sus calles, casas y playas, de sus rincones secretos y de los excéntricos personajes que lo pueblan. Un día, de camino a clase, son testigos de un acontecimiento terrible, ¿o quizás no? Eulabee y Maria Fabiola discrepan sobre lo ocurrido y su amistad sufre una importante fractura, que coincide con la repentina desaparición de Maria Fabiola, un posible secuestro que conmociona el tranquilo vecindario y amenaza con exponer verdades nunca dichas. Fascinante y llena de suspense, Las mareas nos pertenecen constituye un magistral retrato sobre la pérdida de la inocencia, el dolor que supone un exceso de libertad y la lucha por encontrarse a uno mismo. Relatada con ojo crítico y gran calidez, nos ofrece al mismo tiempo misterio y un tributo a las maravillas de la juventud en toda su belleza y confusión.
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Seitenzahl: 322
Las mareas nos pertenecen
Vendela Vida
Traducción de Ángela Esteller
Título original inglés: We Run the Tides.
© del texto: Vendela Vida, 2021.
© de la traducción: Ángela Esteller García, 2024.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: junio de 2024.
ref: obdo352
isbn: 978-84-1132-801-2
aura digit • composición digital
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
este libro está dedicado a mis amigos y profesores de la infancia, los cuales enseguida reconocerán que es una obra de ficción.
¿Por qué una chica tenía que pagar tan cara la menor desviación de la rutina? ¿Por qué no se podía obrar con naturalidad sin tener que ocultarse tras una estructura de disimulo?
edith wharton, La casa de la alegría
1984-1985
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2019
Agradecimientos
Notas
Cubierta
Portada
Créditos
Dedicatoria
Epígrafe
Índice
Comenzar a leer
Agradecimientos
Notas
Colofón
Tenemos trece años, casi catorce, y estas calles de Sea Cliff nos pertenecen. Por estas calles vamos a la escuela, ubicada sobre el Pacífico, y por estas calles corremos hasta las playas, frías, azotadas por el viento y llenas de pescadores y gente rara. Conocemos estas calles, su pendiente y cómo descienden serpenteando hasta la orilla, y lo sabemos todo de sus casas. Lo sabemos todo de la imponente casa de ladrillo donde vivía el mago Carter el Grande; en su interior había un teatro y la mesa del comedor emergía de una trampilla. Sabemos que Paul Kantner, del grupo Jefferson Starship, vivía o quizás aún viva en la casa con el largo columpio suspendido sobre el océano. Sabemos que el columpio era para China, la hija que tuvo con Grace Slick. China nació el mismo año que nosotras, y cada vez que pasamos por delante de la casa, miramos hacia el columpio por si la vemos. Lo sabemos todo de la impresionante casa color salmón en la que, durante una fiesta, irrumpieron unos ladrones enmascarados; cuando una de las invitadas se negó a desprenderse de su anillo, le cortaron el dedo. Sabemos dónde vive nuestra monitora de tenis de la escuela (la casa azul oscuro estilo Tudor que cada Halloween aparece decorada con telarañas) y dónde vive la decana de admisiones (la blanca con la verja negra), ambas casadas. Sabemos dónde residen los doctores y los abogados, y las familias que llevan generaciones viviendo en San Francisco, gente cuyos apellidos están asociados a mansiones y hoteles en otros barrios de la ciudad. Y lo más importante, porque tenemos trece años y porque nuestra escuela es solo para chicas, sabemos dónde viven los chicos.
Sabemos dónde vive el chico alto con los pies palmeados. A veces, nos juntamos con él y sus amigos en su casa de Sea View Terrace para ver pelis de Bill Murray, y siempre nos sorprendemos al comprobar que se saben de memoria los diálogos, igual que nosotras nos sabemos cada palabra de Rebeldes. Sabemos dónde vive el chico que me rompe el collar un día de playa; es una cadenita de plata que me ha regalado mi madre y él la estira con fuerza y yo salgo corriendo. Sabemos dónde vive el chico que viene a mi casa el día que me regalan una cama con dosel y, pensando que es una litera, se sube encima y la rompe. Nunca se ha arreglado y desde entonces tiene los cuatro postes inclinados hacia el oeste. Sospechamos que este chico y sus amigos son los que escribieron esa frase en el cemento húmedo delante de la Escuela Femenina Spragg, nuestra escuela. «Las de la Spragg son todas unas creídas», se lee en el cemento. Resulta difícil decir si trazaron las palabras con un palo o con el dedo, pero la verdad es que dejaron una huella profunda. «¡Ja! —nos reímos nosotras—. Ni siquiera saben escribir “creídas”».
Sabemos dónde vive el chico mono con el padre en el Ejército. Acaba de llegar a San Francisco y siempre va vestido con unas camisas de manga corta de cuadros que igual estaban de moda en el pueblo de los Grandes Lagos desde donde se mudó. Sabemos que su padre debe ostentar un cargo importante porque, de lo contrario, ¿no viviría en Presidio, como el resto de la gente del Ejército? Aunque tampoco malgastamos mucho tiempo pensando en jerarquías militares porque sus cortes de pelo son realmente lamentables. Sabemos dónde vive el chico que solo tiene un brazo, aunque no sabemos cómo lo perdió. A menudo juega a tenis en el parque de la Vigesimoquinta avenida o a bádminton en la callejuela que hay detrás de su casa, que es la misma que lleva hasta la mía. Muchos de los edificios de Sea Cliff tienen callejuelas que conducen a los garajes traseros, de este modo, los coches no entorpecen las vistas del océano y del Golden Gate. Todo en Sea Cliff está relacionado con las vistas del puente. Fue uno de los primeros barrios de San Francisco con tendido eléctrico subterráneo porque el aéreo hubiese empeorado las vistas. Todo lo que es feo se esconde.
Lo sabemos todo del chico que va a bachillerato, mi vecino. Viene de una familia muy conocida durante la Fiebre del Oro (lo leí en un libro de texto de historia de California). En las páginas de sociedad de la Nob Gill Gazette, que llega de forma gratuita cada mes a nuestra puerta, suelen aparecer fotos de sus padres. El chico es rubio, y a menudo se junta con un grupo de amigos del instituto a ver un partido de fútbol americano en su sala de estar. Los observo desde el jardín. En los límites entre nuestra propiedad y su casa hay un hueco de casi un metro; a veces me cuelo por allí, salto por la ventana abierta y aterrizo en el suelo ante ellos. Soy así de atrevida. Soy atrevida y enigmática. Fantaseo con que uno de ellos me invita al baile de fin de curso. Pero, entonces, uno de los chicos me agarra por las trabillas de mis pantalones vaqueros marca Guess. Trato de zafarme y, durante un instante, parezco un dibujo animado, corriendo en el aire sin moverme del sitio. Todos los chicos se ríen; yo estoy enfadada durante días. Sé que su gesto y sus carcajadas significan que me consideran una niñita y no una posible cita para el baile. Después de eso, su ventana está siempre cerrada.
Luego están los chicos Prospero, hijos de un médico que vivió en mi casa antes de que la compráramos. Son legendarios. Un cuento con moraleja. Cuando mis padres visitaron la casa, el suelo de lo que iba a convertirse en mi dormitorio estaba lleno de botellas de cerveza y jeringuillas. Las ventanas estaban rotas. Cuando hablo con chicos más mayores y les digo que vivo en la antigua casa de los Prospero, enseguida capto su atención y supongo que me gano un respeto momentáneo. Esos chicos eran unos verdaderos lunáticos. Las madres niegan con la cabeza y dicen que qué triste, esos chicos, con su padre médico y todo eso.
Los chicos Prospero son la razón de que mis padres pudieran permitirse comprar esta casa. Estaba completamente destrozada. Nadie más deseaba imaginarse a sus hijos, ya más crecidos, dando fiestas, usando jeringuillas y grafiteando obscenidades en las paredes de su propia casa. Mi padre siempre ha sido capaz de pasar por alto las vidas dañadas de las que ha sido testigo una casa. Es su poder secreto. Creció en un piso de alquiler en la tercera planta de un edificio en una callejuela del barrio de Misión y, como muchos de sus amigos, a los quince años ya tenía varios trabajos. Era repartidor de periódicos, empleado en un colmado, portero en el Haight Theatre. Rasgaba entradas durante seis noches a la semana y, en su día libre, miraba la película. Cuando iba en bici a la playa con sus amigos del instituto, pasaba por Sea Cliff y, al ver aquellas magníficas casas, les decía: «Un día viviré en este barrio». Y así fue. En cuanto a mi madre, tampoco es que tuviera mucho dinero (creció en una familia numerosa feliz en una granja de la Suecia rural), con lo que juntos forman una pareja ahorradora: nada de salir a cenar, nada de calefacción encendida a menos que tengamos invitados y, a veces, ni siquiera con invitados, solo el fuerte olor a pescado. Mi hermana, Svea, que tiene diez años, es la única de la familia a la que le gusta el pescado, pero, como somos suecos, lo comemos todas las semanas.
El salón de mi casa tiene cinco ventanales que dan al Golden Gate. Cuando hay niebla, el puente, oculto tras una cortina blanca, no se ve. En días así, mi padre solía decirme que unos ladrones lo habían robado. «No te preocupes, Eulabee —me decía—, la policía los cogerá… Llevan tras ellos toda la noche». A media mañana cuando la bruma se levantaba, decía: «¿Ves? ¡Ya los han atrapado! Y ahora están colocando el puente en su sitio». Nunca me cansaba de oír esa historia, que reforzaba dos lecciones clave de mi infancia:
El trabajo duro puede con cualquier obstáculo.
El bien siempre triunfa sobre el mal (que siempre acecha).
Por supuesto, hay avisos y alertas, y en Sea Cliff, las encargadas de hacerlo son las sirenas de niebla. Primero una y, después, en la distancia, otra. El profundo mugido de las sirenas conforma la banda sonora de mi infancia. Cuando vamos a las playas, algo que solemos hacer a menudo, las sirenas suenan allí aún más fuerte que en nuestras casas. Marcan el ritmo de nuestras confidencias, de nuestras risas. Reímos mucho.
Cuando digo «nuestras», me refiero a veces a mi grupo de amigas, las cuatro chicas de Sea Cliff que estudiamos segundo de secundaria en la Spragg. Pero cuando digo «nuestras», siempre me refiero a Maria Fabiola y a mí. Maria Fabiola es la mayor de tres hermanos, y los otros dos son gemelos. Se mudó a Sea Cliff el año que empezamos educación infantil. Nadie sabía mucho sobre su familia. A veces afirma que es medio italiana. Otras veces dice que no, que de dónde he sacado eso. Otras veces dice que su abuelo fue primer ministro de Italia. O que podría haber sido primer ministro. O que está emparentada con el alcalde de Florencia, o que podría haberlo estado. Tiene una melena larga y morena y unos ojos de color verde claro, tan etéreos y transparentes que hasta resaltan en las fotografías en blanco y negro. En su casa hay docenas de fotos de ella y de sus primos a lomos de caballos o junto a piscinas rodeadas de césped. Las fotos están hechas por profesionales, y todas tienen los mismos marcos de plata.
Maria Fabiola es muy observadora, y también le gusta mucho reír. Sus carcajadas empiezan en el pecho y emergen como una flauta. Se la conoce por su risa porque es lo que la gente suele llamar «una risa contagiosa», aunque no es contagiosa del modo habitual: te hace reír porque no quieres que ría sola. Y es muy guapa. Una vez, cerca del estadio Kezar, un chico mayor ataviado con unos pantalones cortos de pana de la marca Ocean Pacific dijo que estaba buena y, de haberse referido a otra chica, hubiéramos pensado que no hablaba en serio, pero con ella, lo creímos: el cumplido, el chico, los pantalones cortos de pana Ocean Pacific.
En su brazo siempre lleva un montón de pulseras de plata. Todas llevamos esas pulseras, que compramos en Haight Street (tres por un dólar) o en Clement Street (cinco por un dólar), pero ella lleva más que el resto. Cuando se ríe, el pelo le cubre el rostro y ella aparta los mechones con los dedos, lo que hace que las pulseras se desplacen arriba y abajo. El sonido que producen es como su risa: agudo y delicado, una cascada de notas. Tiene un pelo perfecto y siempre lo tendrá.
Cuando estábamos en el parvulario, Maria Fabiola y yo empezamos a ir a la escuela con otras chicas mayores de la Spragg. Estas pasaban a buscar a Maria Fabiola por su casa, justo encima de China Beach, y bajaban por El Camino del Mar para recogerme a mí. Juntas, recorríamos la amplia y bien asfaltada calle para buscar a otra chica que vive en la casa que parece un castillo (tiene un torreón) y, acto seguido, continuábamos nuestro trayecto hasta la escuela. Las chicas mayores nos transfirieron sus conocimientos sobre las casas, los cuales combinamos con la información que tenemos de nuestros progenitores. Cuando nos convirtamos en las más mayores de la Spragg, les enseñaremos a las más jóvenes todo lo que sabemos sobre las casas, quién vive en ellas, qué jardineros son unos pervertidos. Durante infantil y primaria, nuestro atuendo consiste en un pichi verde de cuadros sobre una blusa blanca con cuello bebé. En los primeros cursos de secundaria llevamos unas faldas plisadas de color azul justo por encima de las rodillas y unas blusas marineras blancas. Son estas blusas blancas transparentes las que provocan los comentarios de los jardineros: «Ya sois mayorcitas para llevar eso», nos dicen, mirándonos el pecho.
Al cumplir los trece años, Maria Fabiola y yo empezamos a ir a la escuela con otras dos chicas: Julia y Faith. Julia vive en mi calle, a unas pocas casas, en una que parecía que iba a caerse al océano. Su madre es una patinadora de hielo profesional ya retirada que tiene una pared llena de medallas, y Julia también patina. Julia tiene una media melena castaña clara que, cuando le da el sol, lanza destellos rubios, y los ojos de un azul que ella se empeña en llamar «cobalto». Estuvo saliendo durante no mucho tiempo con un chico de Pacific Heights hasta que una noche estaban hablando por teléfono y ella le preguntó de qué color tenía los ojos; él dijo «azules», y ahí terminó todo. La hermanastra de Julia, Gentle, tiene diecisiete años. Es hija del padre de Julia y de su primera esposa, que era una hippie. El padre de Julia se hizo rico y la primera esposa no soportó tanta hipocresía, así que los dejó a él y a Gentle, y se fue a vivir a la India. Fue entonces cuando el padre de Gentle se casó con la patinadora.
A Julia le resulta difícil tener una hermanastra como Gentle. Gentle iba a la Spragg hasta que la expulsaron. Ahora va a Grant, el instituto público, lo que la convierte en una de las pocas personas que conocemos que lo haga. Los chicos que van a Grant parecen gigantes y sus abrigos son enormes. Les hacen la peineta a los policías e incluso a los bomberos. Gentle solía hacernos de canguro a Svea y a mí hasta que una noche, cuando yo tenía once años y ella quince, mis padres la pescaron enseñándome a fumar.
Gentle tiene una larga maraña de cabellos de color ratón y lleva pantalones acampanados. Solía salir con un grupo de hippies, pero ahora la vemos casi siempre sola. A menudo está borracha, fumada o va hasta arriba de ácido. Un día que estábamos en el parque infantil junto al campo de golf que hay al lado de la Spragg distinguimos a una multitud que formaba un corrillo y se reía de algo. Julia, Maria Fabiola y yo nos acercamos para ver qué ocurría y ahí estaba Gentle, desnuda y colgada de las barras. Julia se puso furiosa. Se fue a casa a toda prisa a decírselo a su madre y al día siguiente no vino a clase.
Después de un escándalo empresarial que acaparó los titulares del Chronicle, la familia de Julia tuvo que mudarse a una casita al otro lado de California Street, fuera de los límites de Sea Cliff. Dijeron que iban a hacer unas reformas y que se quedarían allí hasta que acabaran, pero yo no he visto a ningún albañil en su vieja casa y por casualidad oí a mi padre decirle a mi madre que había leído en un artículo sobre el mercado inmobiliario que habían vendido la casa. Ahora no tienen vistas al océano. Ahora usan su garaje como habitación de invitados y aparcan en la calle. Entre el escándalo y la mudanza, todas lo sentimos muchísimo por Julia, aunque lo que en realidad sentíamos es que nadie querría a una hermanastra como Gentle. Mi madre dice que tiene en alta estima a la madre de Julia porque ser la madrastra de un caso perdido como el suyo debe ser extremadamente difícil. Toda la música que le gusta a Gentle habla de drogas. Y si los grupos que escucha no se drogan, tienen pinta de hacerlo. Todo lo que rodea a Gentle es mugriento y sucio, y eso que estamos en los ochenta, que son limpios y con colores vivos y sin mezclas.
Y después está Faith. Ella es una de nosotras. Faith se trasladó a San Francisco el año pasado, en primero de secundaria, y vive en una casa que ocupa toda una manzana de Sea View. Su larga melena pelirroja la hace parecerse algunos días a Ana, la de Tejas Verdes, y otros, a Pippi Calzaslargas. Es la portera del equipo de fútbol y siempre está saltando para atrapar el balón, con el pelo ondeando tras ella como si fuera una bandera. Tiene ese aire de alguien que sabe que es especial, lo que quizás sea porque se parece a esos personajes literarios o quizás porque es adoptada. Su padre es mucho más joven que su madre. Tenían una hija, pero falleció, así que adoptaron a Faith para reemplazarla. La hija que murió también se llamaba Faith, lo que a mí me parece extraño y a Julia, horrendo, porque «horrendo» es su palabra favorita. Pero a Faith no le importa que le hayan puesto el mismo nombre que a su hermana muerta. De hecho, a veces dice que siente como si tuviera veinte años porque la Faith original vivió hasta los siete, y Faith ahora tiene trece. No sé cómo era la madre de Faith antes de que la Faith original muriera, pero ahora actúa como si la vida fuera un enorme coche estropeado que tiene que empujar carretera arriba. Camina en diagonal, como si un temporal la estuviera azotando, incluso en los días más soleados.
Nosotras cuatro —Maria Fabiola, Faith, Julia y yo— somos las dueñas de estas calles de Sea Cliff, pero somos Maria Fabiola y yo las que conocemos mejor las playas. Quizás sea porque vivimos más cerca del mar. Su casa está situada justo encima de China Beach y la mía, un poco más arriba, al final de la calle, a cuatro minutos a pie.
Llevamos a los chicos de Sea View a la playa y, por cómo nos miran, nos damos cuenta de lo ágiles que somos. Sentimos la fuerza que tenemos cuando trepamos a cuatro patas a los peñascos —conocemos de memoria sus grietas y hendiduras, los puntos de apoyo, las pendientes suaves y los trechos más irregulares—. Si trepar por estas rocas fuera una categoría olímpica, seguro que competiríamos en ella; las escalamos como si nos estuviéramos entrenando. Después de una tarde en la playa, las dos tenemos las yemas de los dedos rugosas y nuestras palmas huelen a roca húmeda; y los chicos están encandilados.
China Beach está junto a otra playa más grande, Baker Beach. Están separadas por una plataforma de abrasión con unos peñascos que se han acumulado en la falda del acantilado, pero Maria Fabiola y yo sabemos cómo pasar de una playa a la otra cuando hay marea baja. Sabemos leer el océano y orientarnos por las resbaladizas rocas de tal manera que, en el momento preciso, cuando el océano empieza a tragarse las olas, trepamos a toda prisa hasta alcanzar Baker Beach. Una vez, en una excursión con la escuela a China Beach, vimos que la marea estaba justo en ese momento en que, si escalábamos los peñascos, podíamos llegar al otro lado. Hubo compañeras que nos siguieron. Cuando las profesoras empezaron a pedirnos a gritos que regresáramos, Maria Fabiola y yo calculamos el movimiento de las olas y nos pusimos a correr. Nuestras compañeras, sin embargo, no conocían la playa, vacilaron y quedaron atrapadas en el otro lado. Las profesoras entraron en pánico. Nosotras les aseguramos que todo iría bien. Volvimos sobre nuestros pasos, tomamos a nuestras compañeras de la mano, prestamos atención al océano y las condujimos de vuelta a China Beach. Tratamos de contener nuestro orgullo, pero éramos unas heroínas.
Maria Fabiola es mi mejor amiga desde que estábamos en el parvulario de la Spragg, y eso que nos han puesto casi cada año en clases diferentes. Si estamos separadas, nos portamos bien. Somos buenas. Juntas, se produce una extraña alquimia y nos metemos en líos. Esto sucede en la escuela y fuera de la escuela. El año pasado tuve un problema con mis padres y el vecindario por contar una mentira que tenía que ver con ella. Maria Fabiola y yo estábamos vendiendo limonada. No teníamos muchos clientes delante de mi casa, así que trasladamos el puesto delante de una casa más grande, en una esquina. Un Chevrolet lleno de adolescentes se detuvo, y el chico que iba en el asiento del copiloto se asomó por la ventanilla y empezó a hablar con nosotras.
—¿Vivís en esa casa? ¿Podemos casarnos con vosotras cuando seáis mayores?
Maria Fabiola y yo intercambiamos una mirada y nos pusimos a reír. No lo corregimos.
—Nos lo tomaremos como un sí —dijo el chico. Y al acelerar, gritó—: ¡Volveremos!
Aunque podría sonar a amenaza, para nosotras fue una promesa.
Nuestro primer cliente fue la señora Sheridan, una vecina de toda la vida.
—¿Qué tenemos por aquí hoy, Eulabee?
—Limonada —dije, señalando el letrero que anunciaba «Limonada».
Compró un vaso, que se tomó allí mismo, y, acto seguido, compró otro.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —le preguntó a Maria Fabiola.
—Maria Fabiola.
Pensaba que, con todas las veces que ha estado en mi casa, la señora Sheridan la habría reconocido, pero no fue así. La falta de reconocimiento de Maria Fabiola me hizo ver a mi amiga con otros ojos. Y, por primera vez, vi lo que era evidente para todos: que ya no era la misma. Su pelo, antes liso, estaba ahora ondulado. Su cuerpo se había hinchado, y la tela de la camisa le ceñía el pecho, mientras que los bolsillos traseros de los pantalones vaqueros convergían el uno hacia el otro. La mentira salió de mis labios de forma involuntaria, un engaño que trataba de salvar la distancia entre nosotras, una distancia cada vez mayor.
—Maria Fabiola no es solo mi amiga —dije a la señora Sheridan—. Mis padres acaban de adoptarla. Es mi nueva hermana.
La señora Sheridan, que llevaba al cuello una delicada cadenita con una cruz enorme, consideró que era una noticia magnífica. Yo también. Al principio, me resultó difícil ver qué pensaba Maria Fabiola del embuste —sus labios carnosos parecían hacer pucheros—, pero confirmó la mentirijilla y la hizo suya, lo que me complació. Nos pusimos en marcha y recorrimos la manzana, llamando a los timbres y a las puertas de los vecinos, a quienes presentaba a Maria Fabiola como mi nueva hermana adoptiva.
Llamamos a un par de puertas más, y en casi todas nos respondieron. ¿Es que no trabajaba nadie en Sea Cliff? Todos los vecinos se lo tragaron. La facilidad del engaño hizo que fuera menos divertido, así que lo dejamos estar y regresamos a casa para comer algo. Nos preparamos unas «hormigas sobre un tronco»: apio con mantequilla de cacahuete con unas pasas por encima.
—No sabía que se te diera tan bien mentir —dijo Maria Fabiola.
Parecía mirarme con otros ojos.
—Yo tampoco —respondí.
Continuamos comiendo en un silencio que solo se veía interrumpido por los crujidos del apio al masticar.
La madre de Maria Fabiola vino a recogerla en su Volvo negro. Tenía una melena morena y llevaba unas gafas de sol enormes tan oscuras que hacían que dudaras de si podía ver a través de ellas. A menudo las levantaba en un intento de ver mejor, pero enseguida las dejaba caer de nuevo, como decepcionada por el aspecto real de las cosas. Se llevó a Maria Fabiola a toda prisa. Yo confié en que nadie la hubiese visto salir. La partida de Maria Fabiola no entraba en el relato de mi vida familiar recién inventada.
Al cabo de un rato, el teléfono empezó a sonar. Los vecinos llamaban para felicitar a mis padres por el nuevo miembro de la familia y para preguntar si necesitábamos ayuda en la transición: ropa de segunda mano, comida, lo que fuera.
Mis padres respondieron a las llamadas con curiosidad y preocupación. No podía ver las caras que ponían porque estaba escondida en el ropero del vestíbulo, dentro de un largo abrigo de piel de mapache de mi madre. Lo conocía muy bien. El forro tenía un estampado marrón, negro y blanco en el que se habían bordado y camuflado las iniciales de mi madre: «G. S.». Me habían dicho que, si a alguien se le ocurría robar el abrigo, dichas iniciales permitirían identificarlo, pero nunca me explicaron por qué alguien querría robar ese abrigo, como tampoco había visto a mi madre ponérselo fuera de casa, o dentro, para el caso. Lamentablemente, ni siquiera el abrigo de mapache conseguía amortiguar las voces de mis padres: estaban confundidos y también enfadados. La puerta del ropero se abrió. Desde pequeña tenía la costumbre de ocultarme dentro del largo abrigo de mapache, así que, en realidad, no era el mejor de los escondites. Cinco minutos después, desandaba mis pasos por todo el vecindario, llamando a timbres fríos y disculpándome ante rostros severos.
Un día de septiembre, al llegar a casa, mi padre anuncia que van a grabar un episodio de una serie de televisión de la que jamás he oído hablar en Joseph & Joseph. Joseph & Joseph es la galería de arte y antigüedades que regenta, en el otro extremo de la ciudad. Mi padre se llama Joseph, y cuando creó el logotipo, quería un símbolo et porque pensaba que quedaría más impactante. Solo había un pequeño inconveniente: no tenía socio, así que decidió repetir su nombre. Al parecer, van a grabar un episodio de una serie de detectives no muy conocida en la galería y mi padre nos ha preguntado si Svea, mis amigas y yo queremos aparecer en el plano de establecimiento. No tengo ni idea de qué es un plano de establecimiento, pero llamo a Maria Fabiola, a Faith y a Julia, para decidir qué ropa nos pondremos. Cuando nos enteramos de que la persona al cargo, sea quien sea, quiere que vayamos con nuestros uniformes, nos llevamos un buen chasco.
La galería de antigüedades de mi padre está en el barrio de South of Market. Encontró una manzana que le gustó y fue puerta por puerta, ofreciendo efectivo a cada uno de los propietarios de las casas. Un par de ellos recordaban a mi padre de cuando repartía periódicos de niño. Estuvieron encantados de aceptar el dinero; y encantados de marcharse. Y así fue como mi padre estableció allí Joseph & Joseph. No es que su llegada haya cambiado mucho el vecindario: sigue habiendo hombres sentados y bebiendo a morro junto a los grandes ventanales de la galería. Pero cuando entras en Joseph & Joseph, es como si estuvieras en una casa de muñecas gigante.
Dos de las plantas del edificio están llenas de antigüedades. También hay una sala de subastas, que habitualmente se alquila para diversos acontecimientos y fiestas. Mi padre se ha fotografiado junto a O. J. Simpson y la alcaldesa Dianne Feinstein. En la foto, se ven las bonitas piernas de esta última. Mi padre siempre menciona las piernas de Dianne Feinstein. Una vez, después de describirlas, soltó un «Caramba».
El objeto que más me gusta de toda la galería es un armario para especias de origen chino. Mide casi un metro ochenta de alto y uno veinte de ancho, y tiene cuarenta y dos cajones largos y profundos. Me encanta abrir uno, inhalar y tratar de adivinar qué especia se guardó en su interior. Después lo cierro y abro el siguiente. Es como el fichero de una biblioteca de olores.
Mi padre tiene una secretaria que se llama Arlene. Arlene es la hermana del mejor amigo de la infancia de mi padre, de cuando vivía en el callejón. Mi padre siempre ha mostrado lealtad hacia sus amigos del vecindario. Arlene lleva una melena que le llega por debajo del cinturón y tiene debilidad por las blusas con corbata y los pantalones de color burdeos. A veces es algo gruñona, lo que me indica que está pasando por esos días del mes. Fue mi padre el que me lo dijo, y me fastidia que lo sepa. Me fastidia saberlo. En el calendario, llevo la cuenta de cuando se muestra arisca conmigo, ya sea por teléfono o en persona, y es verdad: está irritable cada cuatro semanas.
El resto de los días es dulce y atenta. Me deja tocar todas las antigüedades, incluso la fuente de mármol de interior coronada por un ángel desnudo en precario equilibrio. El agua sale de la boca del ángel como si fuera un chorro de vómito.
El día de la filmación, mi madre viene a buscarnos a Svea, Maria Fabiola, Faith, Julia y a mí a la escuela y nos lleva en coche hasta la galería. Me ha traído un uniforme nuevo, recién planchado, pero me siento cohibida, así que no me lo pongo. Maria Fabiola, que se ha manchado el suyo con mostaza durante la comida, dice que ya se lo pone ella.
Cuando llegamos a la galería, han apartado la mitad de los muebles para instalar las luces y las cámaras. No han tocado mi armario de las especias. Arlene se ha planchado el pelo y hoy lo lleva muy liso, y mi padre se ha puesto la corbata plateada, la de las grandes ocasiones, pese a que no saldrá en la grabación.
Maria Fabiola coge la percha con la falda y la blusa marinera blanca de mi uniforme y va al baño a cambiarse. Cuando vuelve, no puedo evitar mirarla. La blusa, que a mí me va grande, a ella le queda ceñida. Normalmente, yo llevo una camiseta interior blanca, pero ella no. Y tampoco lleva sujetador.
El director, cuyo atuendo no es en absoluto elegante y que tampoco tiene una silla de director (qué chasco), nos dice que es hora de grabar. Salimos fuera y veo que hay una cámara preparada. Se supone que Faith, Julia, Svea, Maria Fabiola y yo tenemos que pasar dando saltitos por delante de la galería como si estuviéramos volviendo de la escuela. Caigo en la cuenta de que igual nos han hecho poner los uniformes para dar la sensación de que la galería está en una zona exclusiva de la ciudad, una zona en la que hay escuelas privadas. La realidad es que no hay ninguna escuela privada en los alrededores de Joseph & Joseph.
Desfilamos ante la entrada principal en una dirección. Acto seguido, retrocedemos al inicio y pasamos de nuevo. A la tercera toma, el director habla con un ayudante, y el ayudante habla con mi padre, y, entonces, mi padre le susurra algo a mi madre. Trato de leer sus labios, pero no consigo averiguar lo que dicen. Finalmente, mi madre se acerca a mis amigas y a mí.
—Chicas, esta vez trataremos de hacerlo sin los saltitos. Ah, y, Maria Fabiola, el director no quiere que vayáis todas iguales. ¿Puedes ponerte el jersey del uniforme?
Maria Fabiola obedece y desfilamos por delante de la galería dos veces más.
—¡Y… corten! —grita el director.
No utiliza megáfono, pero el hecho de que emplee auténtico lenguaje cinematográfico es suficiente para que nos entusiasmemos.
Nos agradecen nuestra colaboración y nos informan de que el episodio no se retransmitirá hasta dentro de unos meses, aunque este retraso no nos empaña el ánimo. Mi madre nos lleva de vuelta a casa y todas estamos sobrexcitadas, incluida Svea, feliz de que mis amigas le presten atención, y de que Faith incluso le haya trenzado sus bonitos cabellos.
Esa noche, en la cocina, le pregunto a mi madre de qué iban esos susurros durante el rodaje.
—Ah, eso… —responde mi madre—. No me acuerdo.
—Sí que te acuerdas —le digo.
—Bueno, no se lo digas a tus amigas, pero el director ha creído que la aparición de Maria Fabiola distraía.
—¿Cómo que distraía?
—Eso es lo que ha dicho.
—Vaya —digo, adoptando un aire despreocupado.
Esa misma noche, llamo a Julia y a Maria Fabiola y les digo que el director ha creído que Maria Fabiola «distraía». Maria Fabiola se pone a reír y yo me uno a ella. Julia guarda silencio y después finge no estar celosa.
—Siento no haberme reído antes —dice—, pero es que estaba distraída.
Oigo el tintineo de las pulseras de Maria Fabiola y sé que está peinándose con los dedos su larga melena.
La noche en que el padre de Faith se suicida yo estoy en su casa. Estamos las cuatro. Es el cumpleaños de Faith y vamos al Alexandria, en Geary Boulevard, donde dan El Club de los Cinco. Vemos la película embelesadas y extasiadas. Cuando salimos del teatro, estamos fuera de nosotras.
—«Don’t you forget about me» —nos cantamos las unas a las otras todo el rato.
Queremos que chicos como los de la película nos presten atención. Queremos querer. Queremos amar. Queremos querer al amor. Estamos a punto de tener novios reales, de enrollarnos con ellos. Lo sabemos. Podemos sentir la urgencia que palpita en nuestros cuerpos, pero ignoramos cómo llamarla (no la llamamos «deseo») o cómo expresar dicha sensación entre nosotras o para nuestros adentros. Así que continuamos riendo y cantando «Don’t You Forget About Me» hasta que la madre de Faith aparece, ataviada con un ridículo impermeable de color rojo, mucho más ridículo si se tiene en cuenta que no llueve. Se lleva el dedo a los labios y dice: «Chist».
La cena de cumpleaños de Faith es en Al’s Place, en Clement Street. El padre de Faith, que es un hombre atractivo doce años menor que su madre como mínimo, se une a nosotras al salir de trabajar. Pide un bistec y lo que en las películas llaman «algo fuerte». La madre de Faith pide un refresco light y se pone a sorberlo con una pajita a la que no le ha acabado de quitar el envoltorio. Pasa casi media cena con un trozo de papel blanco pegado al labio. Cuando se levanta para ir al baño, el padre de Faith vuelve a pedir algo fuerte. Nos hace unas pocas preguntas y trata de recordar mi nombre y el de Julia. El de Maria Fabiola no le cuesta tanto. Todo el mundo recuerda a Maria Fabiola. Estos últimos días, su aspecto llama incómodamente la atención. Su cuerpo ha alcanzado más plenitud, y esto le ha otorgado a su rostro una expresión de sorpresa constante, como si no pudiera creer la suerte que tiene.
Después de la cena y de una triste porción de pastel vamos a casa de Faith. Maria Fabiola no ha estado nunca allí, así que Faith nos la enseña.
—¿Nunca? —pregunta Julia.
—Tengo muchas extraescolares —responde Maria Fabiola.
Ella y yo hacemos las mismas extraescolares. Nos apuntamos juntas a la Escuela de Danza Olenska cuando la pubertad empezó a pasar factura a nuestras siluetas, haciéndonos torpes y guarneciendo de grasa nuestras curvas. No es que la profesora, madame Sonya, haya advertido un gran potencial en nosotras —a menudo cita a Isadora Duncan, quien afirmó que los cuerpos de los americanos no están hechos para el ballet—. Con todo, mientras que las clases no han sido de gran ayuda en mi caso, sí han definido la silueta de Maria Fabiola. Además de la danza clásica, también asistimos a clases de bailes de salón los miércoles. Todas las de la Spragg vamos porque allí nos encontramos con los chicos que van a las escuelas masculinas.
La casa de Faith está decorada con estampados de Laura Ashley (cortinas blancas con florecillas de color pastel, manteles con florecillas de color pastel, florecillas de color pastel por doquier). Se aprecia que la casa es claramente más grande que la que tenían en Connecticut, porque los muebles no llenan todo el espacio, con lo que es ese tipo de casa con un diván en una habitación y un escritorio en otra. Sé que Faith no le hace el tour completo a Maria Fabiola porque sus padres están en casa. El tour completo incluye la pila de revistas Playboy que su padre guarda en una caja de zapatos dentro del armario, junto a una pistola, que, según Faith, «es solo para asustar a los ladrones». El tour completo incluye también las pilas de patéticos cuadernos que su madre guarda debajo de su lado de la cama. En cada página hay una lista de lo que ha comido ese día y evalúa la ingesta como buena o mala. Los diarios no cuentan nada más de sus días, excepto el consumo de alimentos.
Sin la dilatada etapa en el dormitorio de sus padres, el tour no dura mucho rato. Al cabo de cinco minutos, ya estamos en la cocina y empezamos a hacer palomitas. Miro a mi alrededor: de repente, veo que Maria Fabiola no está. La madre de Faith nos pide que vayamos a la tienda de la esquina a comprarle un paquete de cigarrillos Virginia Slims. Suele hacerlo a menudo: envía a Faith a la tienda con el dinero y una nota en la que le da permiso para comprar cigarrillos.
—¡No, hoy es mi cumpleaños! —grita Faith.