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LAS ESPERADAS MEMORIAS DE UNA DE LAS LÍDERES POLÍTICAS MÁS IMPORTANTES DE NUESTRO TIEMPO. Durante dieciséis años, Angela Merkel asumió la responsabilidad de gobernar Alemania y dirigió el país a través de numerosas crisis, moldeando la política nacional, europea e internacional con su actitud y sus decisiones. En sus memorias, la política recuerda su vida en dos Estados alemanes: en la RDA hasta 1990, y luego en la Alemania reunificada. ¿Cómo logró ella, una mujer del Este, llegar a la cima de la CDU y convertirse en la primera canciller de una Alemania unida? ¿Y cómo llegó a convertirse en una de las jefas de gobierno más poderosas del mundo occidental? ¿Qué la guio? En Libertad, Angela Merkel nos habla de la vida cotidiana en la Cancillería, así como de los dramáticos días y noches en que tomó decisiones trascendentales en Berlín, Bruselas y otros lugares. Traza las largas líneas de cambio en la cooperación internacional y revela la presión que soportan los políticos hoy en día cuando se trata de encontrar soluciones a problemas complejos en un mundo globalizado. Nos lleva entre bastidores de la política internacional y muestra la importancia que pueden tener las conversaciones personales, así como sus límites. Merkel reflexiona sobre las condiciones para la acción política en una época de creciente confrontación. Sus recuerdos ofrecen una visión única de los entresijos del poder y constituyen un decidido alegato en favor de la libertad. «¿Qué es para mí la libertad? Esta pregunta ha ocupado toda mi vida. Políticamente, por supuesto, porque la libertad requiere condiciones democráticas, sin democracia no hay libertad, ni Estado de Derecho, ni protección de los derechos humanos. Pero la pregunta también me preocupa a otro nivel. Para mí, libertad significa descubrir dónde están mis propios límites y caminar hasta ellos. Para mí, libertad es no dejar de aprender, no quedarme quieta, ir más allá, incluso después de dejar la política». ANGELA MERKEL
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Seitenzahl: 1160
Titulo original alemán: Freiheit. Erinnerungen 1954-2021.
© Kiepenheuer & Witsch.
© del texto: Angela Merkel y Beate Baumann, 2024.
© de la traducción: Christian Martí-Menzel
y Rebeca Bouvier Ballester, 2024.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: octubre de 2024.
ISBN: 978-84-1132-848-7
Ref.:OBDO372
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Índice
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE. «NO NACÍ PARA SER CANCILLER»
UNA INFANCIA FELIZ
A VER MUNDO
EN LA ACADEMIA DE CIENCIAS DE LA RDA
SEGUNDA PARTE. UN DESPERTAR DEMOCRÁTICO
UNIDAD Y JUSTICIA Y LIBERTAD
POR MI PROPIA CUENTA
TERCERA PARTE. LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD
RECONSTRUCCIÓN DEL ESTE
IGUALDAD DE DERECHOS
SOSTENIBILIDAD
¿POR QUÉ LA CDU?
CUARTA PARTE. AL SERVICIO DE ALEMANIA I
LA PRIMERA
UN CUENTO DE HADAS ESTIVAL
ANFITRIONA EN UNA SILLA DE PLAYA
CRISIS ECONÓMICA MUNDIAL
LA CRISIS DEL EURO
UCRANIA Y GEORGIA, ¿MIEMBROS DE LA OTAN?
PAZ Y AUTODETERMINACIÓN EN UCRANIA
«LO LOGRAREMOS»
QUINTA PARTE.
UNA CARA AMABLE
UN MUNDO CONECTADO: EL NUDO LLANO
CLIMA Y ENERGÍA
MISIONES DE LAS FUERZAS ARMADAS
ISRAEL
KAIRÓS
LA PANDEMIA
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
NOTA EDITORIAL
SIGLAS Y ACRÓNIMOS
NOTAS
Este libro cuenta una historia que como tal nunca más se repetirá, aunque solo sea porque desde 1990 el país en el que residí durante treinta y cinco años ya no existe. A principios de 2022, pocas semanas después de cesar en mi cargo de canciller, un interlocutor me comentó que si la hubiera ofrecido a una editorial como una novela de ficción me la habrían rechazado. Sabía de qué hablaba, y precisamente por la historia que cuenta, inverosímil y real al mismo tiempo, se alegró de que me hubiera decidido a escribir este libro. Tenía claro que contarla, reproducir sus diferentes líneas, dar con su hilo conductor, enumerar sus momentos decisivos, podía ser importante para el futuro.
Durante mucho tiempo no pude ni imaginarme que escribiría este libro. Pero, por lo menos en parte, eso cambió por primera vez en el año 2015. Por aquel entonces, en la noche del 4 al 5 de septiembre, decidí que no iba a prohibir el paso a los refugiados que llegaban desde Hungría hasta la frontera germano-austríaca. Viví esa decisión, y en especial sus consecuencias, como un punto y aparte, un antes y un después, en mi etapa como canciller. Fue entonces cuando me propuse que algún día, cuando ya no ocupara el cargo de canciller, explicaría de una forma que solo el libro hace posible el desarrollo de los acontecimientos, los motivos de aquella decisión, así como mi idea de Europa y de la globalización relacionada con todo ello. No quería que fueran otros los que explicarían e interpretaran por mí lo sucedido.
Sin embargo, aún seguía siendo canciller. Se celebraron las elecciones generales de 2017 y asumí el cargo por cuarta vez. Los dos últimos años de mi mandato estuvieron marcados básicamente por las restricciones que trajo consigo la pandemia del coronavirus. Tal como afirmé públicamente en multitud de ocasiones, tanto a escala personal, como nacional, europea y global, la pandemia fue una exigencia democrática única. Al mismo tiempo, para mí supuso el impulso para ampliar horizontes y no escribir únicamente sobre la política de los refugiados. No obstante, si quería escribir ese libro, debía hacerlo en colaboración con Beate Baumann, que llevaba asesorándome desde 1992 y fue testigo de la época.
El 8 de diciembre de 2021 cesé en mi cargo. Tras dieciséis años, tal como declaré en el solemne toque de retreta que la Bundeswehr realizó en mi honor, lo abandoné con alegría en el corazón. Al final había anhelado realmente ese momento, ya era suficiente. Era hora de tomarme una pausa, descansar unos meses, dejar atrás el frenesí de la política, y a partir del inicio del verano de 2022, comenzar lentamente y con tiento una nueva vida, que seguiría siendo pública, pero ya no sería activa políticamente, y así conferir a mis apariciones públicas un ritmo adecuado y dedicarme a escribir este libro. Ese era mi plan.
Entonces, el 24 de febrero de 2022, Rusia atacó a Ucrania. Enseguida tuve claro que era imposible escribir este libro como si no hubiera ocurrido nada. Ya a principios de los años noventa, las guerras de Yugoslavia estremecieron Europa, pero la invasión de Ucrania por parte de Rusia cuestionaba más cosas. En este caso se trataba de una acción que violaba el derecho internacional, que sacudía el estado de paz alcanzado en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, un orden basado en su integridad territorial y en la soberanía de sus Estados. A la invasión le siguió un profundo desencanto. También escribo sobre ello, aunque este no es un libro sobre Rusia y Ucrania, ese sería otro libro.
Más que nada, en estas páginas he querido relatar la historia de mis dos vidas: la primera, hasta el año 1990, desarrollada en una dictadura; y la segunda, desde 1990, en una democracia. En el momento en que los primeros lectores abran este libro, ambas vidas cubrirán más o menos el mismo período, dos veces treinta y cinco años. Pero en realidad no se trata de dos vidas; en realidad se trata de una sola vida, y la segunda parte de esta vida no se entiende sin la primera.
¿Cómo fue posible que tras treinta y cinco años en la República Democrática de Alemania (RDA), a una mujer se le haya concedido la posibilidad de asumir el cargo con más poder de la República Federal de Alemania y que, además, lo haya ostentado durante dieciséis años? ¿Y que lo abandonara no por tener que dimitir durante uno de sus mandatos o porque no la hubieran reelegido? ¿Qué supuso para ella haber crecido en la RDA como hija de un pastor protestante y vivir, estudiar y trabajar bajo una dictadura? ¿Y experimentar el colapso de un Estado? ¿Y de repente ser libre? Todo esto es lo que he querido contar.
Por supuesto, mi relato es completamente subjetivo, aunque al mismo tiempo he procurado realizar una reflexión sincera sobre mis propios actos. Pese a no ser un relato pormenorizado, no dejo de mencionar lo que hoy en día considero que fue equivocado por mi parte, así como también defiendo lo que considero que fue correcto. Pido la indulgencia del lector porque en el libro no aparecen todos los que se esperaba que mencionara. Mi objetivo fue establecer unos temas centrales a partir de los cuales procuré dar forma al contenido para hacer más comprensible cómo funciona la política y qué principios y mecanismos la guían, así como describir qué me ha guiado a mí.
La política no es cosa de brujería. La política la hacen las personas, con sus inclinaciones, experiencias, vanidades, debilidades, fortalezas, deseos, sueños, convicciones, valores e intereses. Personas que si quieren llevar a cabo algo, en una democracia deben luchar por una mayoría.
Durante toda mi carrera política, nunca me han echado tanto en cara una frase como «Lo lograremos», ninguna ha generado más polarización. Sin embargo, para mí fue una frase banal que expresaba mi actitud. Se lo puede denominar fe en Dios, confianza o, simplemente, decisión a la hora de solucionar problemas, superar y dejar atrás los reveses, crear algo nuevo. «Lo lograremos, y allí donde algo se interponga en nuestro camino, lo superaremos, trabajaremos en ello». Así lo expresé el 31 de agosto de 2015 durante mi rueda de prensa de verano. Así es como he hecho política. Así es como vivo. Y así, con esta actitud, es como ha surgido este libro, que también es una experiencia: todo es posible, porque no solo contribuye la política, sino que cada uno de nosotros puede contribuir a hacerlo posible.
ANGELA MERKEL
Con la colaboración de BEATE BAUMANN
Berlín, agosto de 2024
del 17 de julio de 1954
al 9 de noviembre de 1989
Como todas las mañanas, el viernes 10 de noviembre de 1989 salí hacia las seis y media de mi piso de la Schönhauser Allee 104, en Berlín-Prenzlauer Berg, para ir a trabajar, cubriendo el trayecto desde la estación de cercanías de la Schönhauser Allee hasta Berlín-Adlershof. Como siempre a esa hora del día, el tren iba bastante lleno, y fuera aún estaba oscuro. Sin embargo, ya nada sería como antes. La noche anterior, Günter Schabowski, secretario de Información y Política de Medios del Comité Central del Sozialistischen Einheitspartei Deutschlands (SED, Partido Socialista Unificado de Alemania), declaró en la televisión de la RDA: «Se pueden solicitar viajes privados al extranjero sin necesidad de presentar condiciones especiales (motivos del viaje y lazos familiares)». Y tras la pregunta de un periodista, confirmó que se aplicaba «de inmediato, sin demora». Aquel jueves, 9 de noviembre de 1989, acababa de anunciar de hecho la caída del Muro de Berlín. A partir de entonces ya no había vuelta atrás.
A última hora de esa tarde, me uní a la procesión de gente que se dirigía al paso fronterizo de la Bornholmerstrasse con la intención de cruzar a Berlín Occidental. Los berlineses occidentales nos gritaban desde sus viviendas para que subiéramos a tomar una cerveza y brindar por ese increíble acontecimiento. Contagiados de la misma alegría, otros iban a nuestro encuentro en la calle. Estaba en medio de completos desconocidos que se abrazaban. Una vez cruzado el puente, tomé la primera bocacalle a la izquierda y decidí seguir a un pequeño grupo de personas que no conocía. Un berlinés occidental nos invitó a su piso y me apunté. Nos ofreció una cerveza y nos dejó utilizar el teléfono. Intenté sin éxito hablar con mi tía de Hamburgo. Nos despedimos al cabo de una media hora. La mayoría del grupo prosiguió su camino hasta la Kurfürstendamm, la gran avenida de Berlín Occidental. Sin embargo, hacia las once de la noche di media vuelta y regresé a casa, porque recordé que tenía que levantarme muy temprano para viajar a Adlershof. Tenía que seguir trabajando en una conferencia que impartiría unos días más tarde en Toruń (Polonia), y que ni mucho menos había terminado. Aquella noche apenas pude conciliar el sueño, pues estaba demasiado alterada por lo que había vivido apenas unas horas antes.
A la mañana siguiente, en el mismo tren en el que me dirigía a Adlershof había un pequeño grupo de hombres uniformados, miembros de la guardia fronteriza del Regimiento Félix Dzerzhinski. Tras su turno de noche en la frontera regresaban a su cuartel, situado cerca del instituto donde yo trabajaba. Hablaban tan alto que no pude evitar escuchar lo que decían.
—Jo, ¡qué noche! —soltó con sarcasmo uno de ellos—. ¿Qué consecuencias tendrá todo esto para nuestros oficiales?
—Están completamente desconcertados, y lo que les espera —dijo otro.
—Han perdido su razón de ser. Sus vidas, sus carreras..., ¡todo a la basura! —exclamó un tercer soldado.
Nos bajamos del tren en Adlershof. Cada uno de nosotros prosiguió su camino, los soldados a su cuartel, yo a mi escritorio en el Instituto Central de Química Física de la Academia de Ciencias de la RDA, aunque no podía pensar en el trabajo. Quedó todo por hacer, también la conferencia por la que la noche anterior había regresado antes de tiempo de Berlín Occidental. Y no solo me pasó a mí, pues todo el mundo había dejado de lado el trabajo. Conversábamos entre nosotros sin parar. Esa misma mañana, mi hermana me llamó al instituto. Por aquel entonces trabajaba como terapeuta ocupacional en el policlínico para obreros de la construcción. Quedamos en visitar a última hora de la tarde a un viejo amigo suyo de Berlín Occidental con el que unos años antes había trabado amistad gracias a unos conocidos. Resultaba casi increíble que, de repente, pudiéramos desplazarnos sin más impedimentos para verle.
Durante todo el día no pude quitarme de la cabeza las palabras de los soldados que había oído esa mañana en el tren. Pensé: ¡Por fin! Por fin esos soldados y sus oficiales ya no tienen poder sobre ti. Por fin ya no tienen poder sobre tu familia. A lo largo de veintiocho años, el Muro de Berlín no solo había separado a mi familia y causado un gran dolor a mis padres, sino también a la familia de mi marido, Joachim Sauer. Era el mismo destino que habían sufrido innumerables personas del Este y del Oeste. Por fin esos soldados ya no podían impedirnos circular libremente. Al mismo tiempo, me di cuenta de que resonaban en mí las palabras que le había oído decir al soldado del tren de cercanías: «Su razón de ser». Tras aquella noche, ¿qué sería de mi vida, de la vida de mi familia, de mis amigos y de mis compañeros de trabajo? ¿Qué valor tendrían en el futuro nuestras experiencias, nuestra formación, nuestras capacidades, nuestros logros y las decisiones tomadas en la vida privada? Tenía treinta y cinco años. ¿Solo treinta y cinco años? ¿O ya treinta y cinco años? ¿Qué quedaría y qué no de todo ello?
Nací en Hamburgo el 17 de julio de 1954. Fui la primera hija de Herlind y Horst Kasner. Mi padre nació en Berlín en 1926, hijo de Ludwig Kazmierczak, que procedía de Poznan y a principios de los años veinte se trasladó a Berlín, y de su esposa, Margarete. Su padre había sido funcionario de policía y su madre, nacida en Berlín, costurera y ama de casa. En 1930, la familia cambió su apellido polaco por el apellido alemán Kasner. A partir de entonces, mi padre se llamó Horst Kasner. De mi abuelo, Ludwig Kasner, que murió en 1959, no tengo ningún recuerdo.
Mi madre, Herlind, nació en 1928 en Danzig-Langfuhr. Fue la primera de las dos hijas de Willi y Gertrud Jentzsch, un matrimonio de maestros. Su madre, que procedía de Elbing, en Prusia Oriental, abandonó la profesión tras el nacimiento de su primera hija. Su padre, mi abuelo Willi, logró cierta prosperidad para la familia como profesor de ciencias y director de un instituto de enseñanza secundaria en Danzig. Como se diría hoy, su familia era burguesa de clase media. En 1936, la familia pretendía trasladarse de Danzig a Hamburgo. A mi abuelo le ofrecieron un cargo de director en un instituto de bachillerato de Hamburgo. Ya lo tenían todo preparado, una vivienda nueva de alquiler y la empresa de mudanzas contratada, cuando mi abuelo enfermó de una apendicitis aguda y de una colecistitis. Falleció porque la penicilina que hubiera podido salvarlo aún no se había descubierto.
Mi abuela y sus dos hijas se quedaron solas. A pesar de todo se trasladaron a Hamburgo, al gran piso que ya habían alquilado en la Isestrasse. Pasaron por muchos apuros económicos, algo que hasta la fecha no habían sufrido. Aunque mi abuela recibía una pensión de viudedad, toda su vida anterior se había venido abajo. Durante mucho tiempo, mi abuela solo vistió de negro y estaba constantemente preocupada por sus hijas. Si ellas se retrasaban más de lo previsto, salía al balcón presa del pánico tratando de localizarlas.
En el verano de 1943, Hamburgo fue golpeada duramente por los bombardeos aéreos británicos y estadounidenses. También la casa en que vivía mi familia. Mi abuela abandonó la ciudad con sus dos hijas. Primero se trasladaron al pueblo de Neukirchen, en el Altmark, donde vivía una hermana de mi abuela con su familia. En otoño de 1943 se mudaron a Elbing, su lugar de nacimiento en Prusia Oriental, pero unos meses más tarde, en el verano de 1944, regresaron a Neukirchen. En 1944, a mi madre la enviaron a la escuela de Westend de Berlín, que habían trasladado a Písek, en la actual República Checa. Una vez finalizada la guerra, mi madre inició un accidentado viaje para regresar junto a su madre y su hermana en Neukirchen. Desde finales de marzo de 1945 hasta su llegada al pueblo en octubre, no tuvieron noticias de ella. Por aquel entonces tenía solo diecisiete años, y a menudo contaba que le aterrorizaba la idea de ser violada por los soldados soviéticos que se encontraba por el camino.
La guerra tuvo un impacto aún mayor en la vida de mi padre. Por las noches, bajo el edredón y a escondidas, solía escuchar junto a su padre, mi abuelo Ludwig, la emisora de la BBC para seguir las novedades del frente. Durante la guerra, mi abuelo ya estaba convencido de que Alemania la perdería y, además, que debía perderla. En mayo de 1943, mi padre fue reclutado como auxiliar de artillería antiaérea. En agosto de 1944, al cumplir los dieciocho años, se convirtió en soldado, y en la primavera de 1945 quedó sepultado bajo los escombros tras un bombardeo. Al final de la guerra estuvo por poco tiempo en cautiverio británico en Dinamarca. En agosto de 1945, cuando regresó, Alemania ya había sido dividida por las potencias vencedoras en zonas de ocupación. Se fue a vivir con un amigo a Heidelberg, donde terminó el bachillerato y, según contó más tarde, influido por su experiencia bélica, en 1947 inició los estudios de teología.
La decisión pilló a sus padres por sorpresa. Su padre había sido bautizado como católico y su madre pertenecía a la Iglesia protestante, pero mis abuelos no eran cristianos practicantes. Incluso mi padre había sido bautizado como católico, aunque en 1940 se confirmó en la Iglesia protestante. Una vez finalizada la guerra, y tras los horrores del nacionalsocialismo, estaba convencido de que para iniciar una nueva vida necesitaba una ética basada en la paz. En su caso, esta ética nació de su fe cristiana. Así que decidió estudiar teología en las zonas de ocupación occidental, si bien desde un principio tuvo la intención de regresar a la zona de ocupación soviética una vez concluidos sus estudios. Estaba convencido de que allí necesitaban gente como él. En su caso, diría que fue una vocación.
En 1949, mi padre prosiguió sus estudios en Bethel, y en 1954 asumió el vicariato en Hamburgo. En 1950 había conocido a mi madre en un acto organizado por la Comunidad Estudiantil Evangélica, en la que ambos eran alumnos de enlace; es decir, actuaban como interlocutores para otros estudiantes. En Hamburgo, mi madre estudiaba inglés y latín. Su idea era trabajar como profesora en un instituto de secundaria. Sus amigos de la comunidad estudiantil la llamaban bromeando «Mercedes», porque al igual que su madre, siempre soñó con tener su propio automóvil, lo más grande y veloz posible.
Mis padres contrajeron matrimonio el 6 de agosto de 1952. Tras la boda, mi madre ya tenía decidido seguir a su marido en cuanto él regresara, tal como tenía planificado, a la iglesia de Berlín-Brandeburgo; es decir, a una RDA que había nacido tres años antes. Para ella, esta decisión no fue nada fácil. La tomó por amor, pero tuvo que pagar las consecuencias.
El año fue 1954. Para muchos de nosotros, si no para la mayoría, se asocia con el milagro de Berna, cuando la selección nacional de la RFA ganó su primera copa del mundo de fútbol. Sin embargo, para mi familia fue el año en el que mis padres se trasladaron de la RFA a la RDA, de Hamburgo a Quitzow, una pequeña población de la región de Prignitz, en Brandeburgo, apenas ciento cincuenta kilómetros al noroeste de Berlín. Mi padre asumió allí su primer cargo como párroco. Primero viajó él y poco después le siguió mi madre conmigo a cuestas. Yo tenía seis semanas. Solo había transcurrido un año desde que, el 17 de junio de 1953, en la RDA los tanques soviéticos aplastaran brutalmente un levantamiento popular con huelgas y manifestaciones políticas. Solo unos años más tarde, la construcción del Muro de Berlín asestaría otro durísimo golpe a millones de alemanes y a nuestra propia familia. No obstante, mientras tanto mis padres se instalaron conmigo en ese nuevo entorno.
En casa teníamos una empleada del hogar. La señora Spieß había llegado a Quitzow desde Prusia Oriental con el predecesor de mi padre. Al jubilarse este último, ella siguió trabajando para mis padres. Les enseñó todo lo que necesitaban saber para vivir en el campo. Mi padre tuvo que ordeñar cabras, mi madre aprendió a cocinar ortigas y muchas otras cosas que nunca había conocido siendo como era una niña de ciudad. En mi familia se contaba a menudo la historia de que ella había aportado al matrimonio una alfombra blanca. Al principio, quiso mantener en Quitzow la costumbre propia de Hamburgo de que las visitas no se descalzaran al entrar en casa, incluso los campesinos del pueblo que querían hablar con mi padre. Acudían a él con frecuencia y le transmitían sus preocupaciones debido a que se había iniciado el período de la colectivización forzosa; como consecuencia de esta política, más tarde muchos de ellos emigraron a Occidente. Cuando los campesinos querían descalzarse antes de entrar en casa, porque eran conscientes de las marcas que su calzado dejaría en la alfombra blanca, mi madre les decía: «No hace falta que lo hagan». Así que caminaban con paso firme sobre la alfombra blanca con las suelas sucias de su trabajo. En algún momento, mi madre abandonó su costumbre de Hamburgo y dejó que las visitas se descalzaran. Había aterrizado en Quitzow.
No tengo recuerdos propios del lugar, y solo puedo hablar de él por las historias familiares. Templin es una historia completamente distinta. En 1957, mis padres se trasladaron conmigo y con mi hermano Marcus, que nació ese mismo año, a esta pequeña ciudad de la región de Uckermark, en Brandeburgo, a unos ochenta kilómetros al norte de Berlín. La iglesia de Berlín-Brandeburgo había nombrado a mi padre director del Seminario para la Práctica del Ministerio Eclesiástico, en Templin. Más adelante el seminario se convertiría en el Colegio Pastoral. Eso significaba que ya no ejercería de párroco tradicional. El traslado también implicó nuevas oportunidades para mi madre.
Mi hermana Irene nació en 1964. Desde que cumplió seis años, teníamos nuestro lugar favorito. Estaba en el alféizar de la ventana que había en la buhardilla de casa de mis padres. Irene era más ágil que yo, y había descubierto que podíamos trepar con facilidad por la ventana y sentarnos cómodamente en la superficie metálica del alféizar. Desde allí podíamos contemplar los pinos y ver cómo sus copas se mecían ligeramente al viento. Entre los árboles se veía un camino que descendía suavemente hacia un prado por el que fluía el canal entre los lagos Templiner y Röddelin. Instaladas en el tejado, en verano planeábamos todo lo que queríamos hacer. ¿Vamos al manantial de la pradera? ¿Vamos en bici al lago Röddelin para bañarnos? ¿Vamos a coger arándanos en los bosques alrededor de Templin? Las posibilidades parecían infinitas. A pesar de los diez años de diferencia, nos entendíamos a las mil maravillas.
La ventana de la buhardilla era la de mi habitación. La vivienda en sí estaba en el piso inferior. Nuestra casa se encontraba en los terrenos de lo que se llamaba el Waldhof, a las afueras de la ciudad. La parte más importante de este complejo lo ocupaban las instalaciones de la Fundación Stephanus para niños y adultos con discapacidad mental. El concepto se inspiraba en el de las fundaciones evangélicas Bodelschwingh de Bethel. Además de cuidar y apoyar a los residentes, allí se hacía hincapié en el efecto terapéutico del trabajo activo y útil. Las instalaciones debían ser lo más autosuficientes y económicamente viables posible. Por esa razón el Waldhof disponía, aparte de una cocina y de una granja agrícola, de un centro de jardinería, una lavandería, una herrería y talleres de carpintería, zapatería y sastrería. Cuando éramos niñas, nos permitían ir a todas partes y hablar con los maestros artesanos de los distintos oficios y con los residentes con discapacidad.
El Colegio Pastoral, del que mi padre era director, incluía un edificio con habitaciones para que pernoctaran los alumnos de los cursos que ofrecía y algunas viviendas, entre ellas la asignada a nuestra familia, con un total de siete habitaciones. Cinco se encontraban en la primera planta, mientras que mi habitación y el estudio de mi padre estaban en el ático. Además, había una escuela en la que tenían lugar los actos y cursos dirigidos por mi padre.
En el Waldhof, mi madre también encontró nuevas ocupaciones. Por ejemplo, impartir clases de alemán y matemáticas al personal administrativo de la iglesia en el Colegio Pastoral, o clases de griego y latín a los futuros alumnos del Convictorio de Berlín, un centro de formación teológica de la Iglesia protestante, con el fin de prepararlos para sus estudios. Sin embargo, con el paso de los años, el colegio se centró cada vez más en la formación de los pastores, de forma que la actividad de mi madre volvió a restringirse. Durante un tiempo trabajó como secretaria de mi padre. Como esposa de un pastor, no le estaba permitido ejercer de maestra en la escuela pública. En cuestiones de educación, en la RDA no estaba permitida la influencia de la Iglesia, pues se consideraba un Estado ateo.
En el día a día, entre mi madre y mi padre existía básicamente una división clásica de las tareas, aunque mi madre seguía imaginando cómo sería su vida si pudiera enseñar en una escuela. Por aquel entonces, yo pensaba que para ella hubiera supuesto una doble carga de trabajo, pues habría tenido que ocuparse tanto de la enseñanza como de las tareas domésticas. Como niña que era, no veía ninguna ventaja para mí. Tal como se decía en la RDA, oficialmente mi madre no pertenecía a la población activa; es decir, como no tenía una actividad remunerada, mis hermanos y yo no pudimos disfrutar de los servicios de la guardería, ni más adelante del comedor escolar. Esto último no me gustaba para nada. Ya hacia el final, en el último curso de la escuela primaria, me empeñé en que me lo permitieran. La razón por la que quería hacerlo no era tanto la calidad de la comida, sino el atractivo de algo que se me había negado durante mucho tiempo. Sin embargo, durante años, mi madre tuvo que cocinar el almuerzo, por no hablar de las demás comidas, todos los días para toda la familia y, no hay que olvidarlo, ocuparse de las compras.
Para ir desde el Waldhof a comprar a la ciudad había que recorrer unos tres kilómetros. Cuando los niños éramos aún demasiado pequeños para ayudar, mi madre llevaba la compra a casa en bicicleta. Eso le exigía mucho físicamente. Más tarde, después de sacarse el permiso de conducir, su madre, mi abuela de Hamburgo, le regaló un Trabant. Lo hizo a través de GENEX (Geschenkdienst und Kleintransporte GmbH), una empresa de intercambio que permitía que los alemanes occidentales enviaran regalos de tamaño grande, que se pagaban en marcos alemanes, a los ciudadanos de la RDA. Aunque fuera de un tamaño menor que el modelo con el que en su época de estudiante se había ganado el apodo de «Mercedes», para mi madre conducir su propio coche fue una liberación. Ahora podía desplazarse con total independencia. También lo aprovechó para impartir clases de inglés en el Convictorio de Berlín, lo que a su vez provocaba roces ocasionales con mi padre, al que no le gustaba cocinar. Pero mi madre estaba decidida a seguir su propio camino.
En la RDA, los pastores no ganaban mucho dinero; por contra, como en nuestro caso, solo tenían que abonar un pequeño alquiler por su vivienda oficial. Además, recibían ayuda material de Occidente, la llamada Bruderhilfe (‘ayuda fraternal’). Para nuestra familia ascendía a unos setenta marcos alemanes al mes. Mi abuela de Hamburgo y —tras su muerte en 1978— mi tía, hermana de mi madre, administraban la Bruderhilfe y nos enviaban paquetes con regularidad. Para nuestra gente en Hamburgo suponía un enorme trabajo, pero para nosotros fue una ayuda inestimable.
Los paquetes también eran especiales en otro sentido, los reconocíamos de inmediato al abrirlos y exclamábamos: «Esto huele a Occidente». Nos referíamos a la fina fragancia de un buen jabón o al aroma del café. Por el contrario, el Este olía marcadamente a productos de limpieza, cera para el suelo y aguarrás. Aún hoy puedo olerlos.
Para mí, la RDA oficial era la encarnación de la falta de gusto. En lugar de materiales naturales se utilizaban imitaciones y no había colores alegres. Mis padres buscaban la manera de escapar a ese mal gusto comprando muebles en los talleres de Hellerau, que eran de un diseño especialmente bonito, aunque había que esperar mucho tiempo para recibirlos. Quizá mi actual preferencia por las americanas de colores vivos se remonte a que en la vida cotidiana de la RDA a menudo echaba de menos ese colorido.
El Colegio Pastoral de mi padre se beneficiaba de la infraestructura del Waldhof, por ejemplo, de la cocina y de los talleres de las instalaciones de la Fundación Stephanus. Los residentes con discapacidad mental realizaban ciertas tareas en el colegio. Recuerdo en particular a uno de ellos. Cuando había que ir a buscar leña y carbón, ayudaba a mi madre de forma incansable y con una paciencia de santo. Era un trabajo muy duro, porque todas las habitaciones se calentaban con estufas de leña. Siempre estaba muy concentrado en su trabajo. Aparte de eso, hablaba constantemente consigo mismo sobre su mundo, en el que se suponía que trabajaba como ferroviario. Me hice amigo suyo.
Hasta que no tuvimos que asistir a la escuela, los niños pasábamos la mayor parte del día fuera de casa, con las únicas pausas de las comidas. A las doce del mediodía y a las seis de la tarde, un residente de la Fundación Stephanus hacía sonar las campanas del recinto del Waldhof. También para nosotros, los hijos del párroco, significaba que había que regresar a casa a comer. Por lo demás, éramos libres de vagar por las instalaciones todo el día. Era maravilloso.
Mi amigo más especial era el jardinero, el señor Lachmann. De él aprendí a separar planteles y a cultivar en invernadero. Podía preguntarle cualquier cosa y, al mismo tiempo, ayudarle un poco con la jardinería. De todos modos, era una niña bastante asilvestrada. Se decía que de pequeña, en Quitzow, cuando tenía sed incluso bebía agua del bebedero de las gallinas. Y en el Waldhof no le hacía ascos a comer las zanahorias de la huerta sin lavar.
En otoño, mi lugar favorito era junto al caldero de vapor para las patatas. Era un vehículo enorme, parecido a un camión con un gran caldero. En él se introducían las patatas, que con el vapor caliente se ablandaban. Así poco después de la cosecha podían transformarse en forraje. Durante ese proceso me permitían sentarme junto al conductor. Olía maravillosamente a campos de patatas y a hoja de patata. Para mí suponía un gran placer probar las patatas reblandecidas.
En el Waldhof vivían otros niños, algunos mayores y otros más pequeños que yo. Pasábamos mucho tiempo juntos, íbamos a nadar, jugábamos en el pajar o a matar. Siempre había alguien que se nos unía. Nunca nos aburríamos.
El primer domingo de adviento, los niños del Waldhof cantábamos villancicos para los residentes con discapacidad mental. Empezábamos nuestra serenata a las siete de la mañana. De esta forma los despertábamos, pues dormían en habitaciones comunitarias. Así eran las cosas en aquella época, no había habitaciones individuales o dobles. Cantábamos Es kommt ein Schiff, geladen (‘Cargado viene un barco’), Macht hoch die Tür (‘Abrid las puertas’) y muchas otras canciones. Los residentes se alegraban mucho por ello, y los niños lo hacíamos de todo corazón. Durante la Navidad, también cantaba en el coro de la iglesia de María Magdalena en Templin. Para los niños del Waldhof, la Navidad era el momento más importante del año. Sin embargo, nuestra Nochebuena era muy diferente de la de muchas otras familias. En la vicaría, la vida profesional y la privada siempre iban de la mano, y éramos conscientes de ello sobre todo en Navidad.
En Nochebuena, mi padre tenía que celebrar dos o tres oficios en los pueblos de los alrededores de Templin. Con frecuencia, volvía congelado a casa de las frías iglesias de los pueblos ya pasadas las seis de la tarde. Cuando éramos pequeños, a los niños nos hacían dormir la siesta antes porque se hacía tarde. Cuando me hice mayor, acompañaba a mi padre a sus servicios religiosos.
Por supuesto, mi abuela viajaba desde Berlín para pasar las fiestas con nosotros, pero durante esa noche tan especial no debíamos olvidar a quienes estaban solos en el mundo. Desde pequeños, mis padres nos enseñaron que el sentido principal de la Navidad radica en pensar en las personas que no están tan bien como nosotros, que se encuentran solas y abandonadas. Así que en Nochebuena, todos los años invitaban a uno de los inquilinos de nuestra casa que vivía solo y apenas se relacionaba. En la cena, que desde mi perspectiva infantil empezaba bastante tarde debido a los servicios religiosos de mi padre, al invitado se le permitía por fin hablar largo y tendido, y mis padres incluso le animaban a hacerlo. Sin embargo, los niños estábamos en ascuas, pues toda nuestra atención se centraba en los tan anhelados regalos, aunque no pudiéramos decir nada al respecto. Así que a menudo se hacían las ocho o incluso más tarde hasta que por fin se nos permitía entrar en la sala en que se guardaban los regalos.
El ritual era siempre el mismo. Una vez encendidas las velas, mis hermanos y yo recitábamos la historia de la Navidad. Entre los pasajes del Evangelio de Lucas, interpretábamos piezas con la flauta y cantábamos villancicos. Por supuesto, era una pequeña representación para darles una alegría a los invitados, pero también debía demostrarnos que sobre todo la Navidad no consistía únicamente en los regalos.
Atesoro recuerdos preciosos de la primera mañana de Navidad, cuando reunidos en el salón contemplábamos los regalos ya abiertos. En general, mi padre ya no tenía que dar oficios religiosos, pues como director del Colegio Pastoral solo debía acudir a las parroquias para hacer alguna sustitución. Mientras en la cocina mi madre preparaba el ganso asado, podíamos hablar con él de nuestros regalos. Mientras tanto, y sin que nadie nos dijera cuándo debíamos parar, nos íbamos comiendo los coloridos dulces que nuestra madre había preparado. Si los regalos para mi hermano recibidos desde Occidente incluían uno de sus queridos puzles de la marca Ravensburger, empezábamos a montarlo juntos.
La nuestra era una casa abierta a los demás, no solo durante Navidad y otras festividades. Mis padres recibían visitas todo el año. Era habitual que después de cenar viniesen amigos, y los adultos tomaban un té o una copa de vino. A menudo la gente acudía a mis padres para pedirles consejo sobre cómo debían comportarse con el Estado en determinadas situaciones; también acudían miembros del SED. Los fines de semana, los párrocos se visitaban entre sí. Me gustaba acompañar a mi padre a otras vicarías del distrito eclesiástico. Después del café, por lo general a los niños nos mandaban fuera. Cuando nos decían que podíamos ir a jugar, en realidad nos estaban diciendo que debíamos ir a jugar. La mayoría de las veces intentaba quedarme con los adultos e incluso desarrollé estrategias para esconderme en un rincón o pasar desapercibida detrás de una cortina. Estaba decidida a escuchar lo que se decía. Las conversaciones solían estar muy politizadas, cosa que a mí interesaba vivamente, más que cuando se tocaban temas teológicos o de catequesis y servicios de la iglesia. A veces se trataba de otros pastores que habían entrado en conflicto con el Estado o habían tenido dificultades con el Servicio de Seguridad del Estado. También se hablaba de los problemas de los niños en la escuela. Siempre quedó claro que nunca se debía hablar con terceros de esas conversaciones y encuentros. Los niños sabíamos que teníamos que guardar silencio.
Asocio mis primeros recuerdos a mi abuela de Hamburgo, aunque en realidad no sé hasta qué punto son míos o si los hice míos por las historias que se contaban en la familia. En cualquier caso, el primero de ellos se remonta a 1957, cuando tenía tres años. Viví tres meses con mi abuela mientras mi madre esperaba su segundo hijo, mi hermano Marcus. Siempre se comentaba que cuando tras su nacimiento regresé a Templin, no era capaz de subir sola las escaleras de casa, pero sí sabía decir «usted». A mi madre la horrorizó que ahora la tratara de usted. Evidentemente, nuestra separación había causado cierto distanciamiento.
El segundo recuerdo me retrotrae a 1959 y, una vez más, a Hamburgo. Allí se celebró la boda de la hermana de mi madre, mi tía Gunhild. En el viaje de Templin a Hamburgo en nuestro Wartburg gris, mi hermano y yo debíamos estar durmiendo, ya que viajábamos de noche. En el maletero llevábamos un gran jarrón que mis padres habían comprado como regalo de boda para mi tía. Cuando en la frontera tuvieron que declarar a los policías lo que había detrás, exclamé desde la parte trasera:
—¡Os habéis olvidado de algo! ¡También llevamos un jarrón!
Por suerte, mi impertinente intervención en la frontera no les supuso a mis padres ningún problema grave. Una vez que proseguimos el viaje, me regañaron por no dormir. Por lo menos, deberías haber hecho como que dormías, me dijeron. Nunca he olvidado ese incidente. Por aquel entonces, todavía era tan ingenua que quería contarle todo a todo el mundo. Con el transcurso de los años eso cambió.
En casa de mi tía casi todo transcurrió maravillosamente. En principio, pues el día de la boda ocurrió algo desagradable. Era en noviembre, a la celebración asistieron también unos parientes con hijos mayores que yo, niños de entre nueve y diez años, y me dijeron que podíamos dar un paseo juntos. Me sentí orgullosa de que me llevaran con ellos, pues solo tenía cinco años. Sin embargo, pronto se hartaron de mí y me enviaron de vuelta. Sola. Y no pude encontrar el camino. No recuerdo cómo, pero en algún momento acabé en una comisaría de policía. Los agentes me fueron haciendo preguntas hasta que averiguaron cómo contactar a mis padres. Les llamaron para que pasaran a recogerme. Así que mis primeros recuerdos de Hamburgo son más bien contradictorios.
El 16 de julio de 1961, mi abuela de Hamburgo cumplió setenta años. Para su cumpleaños pidió un viaje por Baviera con mi familia. Nadie podía imaginarse que sería nuestro último viaje juntos por Alemania Occidental. Mi abuela nunca se había sacado el permiso de conducir, por lo que le vino muy bien que a su yerno Horst, mi padre, le gustara conducir. Alquilaron un Escarabajo, y durante tres semanas de verano condujimos por Baviera y Austria. Mi abuela quería que fuese un viaje largo.
Primero viajamos de Templin a Hamburgo, allí recogimos a nuestra abuela y a continuación nos dirigimos al sur. Nos alojamos en el pequeño Hotel am Sagberg de Frasdorf, en los Alpes del Chiemgau. Recuerdo un viaje lleno de curvas. Vimos las montañas, hicimos excursiones a Herrenchiemsee y a Frauenchiemsee, a Múnich, Innsbruck y Salzburgo. En Wasserburg am Inn, me impresionó el caudal del río, que en aquel momento estaba muy crecido.
Regresamos al cabo de tres semanas, y el 7 u 8 de agosto de 1961, mis padres, mi hermano y yo estábamos de vuelta en Templin. Más tarde, mi padre solía contar que había visto alambradas tiradas en los bosques de los alrededores de Berlín, un presagio evidente de los drásticos acontecimientos que estaban por ocurrir. Tal como decía, no se podía ni imaginar que Berlín acabara siendo dividida, pero sospechaba que algo malo sucedería.
El jueves o viernes anterior a la construcción del Muro, mi padre me llevó a Berlín para un recado. Me dejó con su madre, mi abuela berlinesa. Ella vivía en Pankow, en Retzbacher Weg, en un piso de un inmueble construido en los años treinta. Aquel día la acompañé hasta la Wollankstrasse, en el sector francés de Berlín, para comprar cigarrillos. Al igual que mi padre, era una fumadora empedernida. Recuerdo exactamente cómo me sujetaba con fuerza la mano y tiraba de mí todo el tiempo, porque quería ir más rápido de lo que yo podía a mis siete años. Entramos en el estanco a toda prisa, mi abuela habló de manera telegráfica. Quería salir de allí lo más rápido posible, porque no estaba permitido comprar cigarrillos en Berlín Occidental e introducirlos en la zona Oriental. En aquel momento no me di cuenta de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a Berlín Occidental. Por la noche, mi padre y yo regresamos a Templin.
El 13 de agosto, un domingo, en el centro de Berlín se empezó a construir el Muro. Mi padre celebró un servicio religioso como si no pasara nada; yo estaba presente, nunca lo olvidaré. Todo el mundo estaba horrorizado, la gente lloraba. Mi madre estaba desesperada. Fue un día terrible para mis padres. Mi madre no sabía cuándo podría volver a ver a su madre ni a su hermana en Hamburgo, y mi padre estaba desolado porque ya no podía acceder a parte de su ciudad natal. Se estaba produciendo aquello que nunca hubiera imaginado. Estaban dividiendo su ciudad natal con un muro. Y no solo Berlín, sino todo el país.
Aunque los dos Estados alemanes ya existían desde 1949, no fue hasta la construcción del Muro, en 1961, cuando la vida de mi familia, como la de millones de personas, cambió de forma radical. Condenó a la impotencia a los que vivíamos en la RDA. Recuerdo, por ejemplo, unos meses después, en febrero de 1962, los días de las desastrosas inundaciones en Hamburgo, cuando mi madre pasó mucho miedo por su madre y su hermana, sin poder hacer nada. Simplemente habían separado a nuestras familias. Para mantener el contacto, mi abuela y mi madre se escribían todas las semanas. Mi tía continuó con esa tradición al fallecer mi abuela en 1978.
Debido a que nací después del 30 de junio y a pesar de haber cumplido ya seis años, según la normativa de la época no pude inscribirme en la escuela en 1960, sino que tuve que esperar un año más. Por lo tanto, el momento llegó pocos días después de la construcción del Muro, que tanto había afectado a mi familia. A principios de septiembre de 1961, a los siete años, empecé mis estudios en la Escuela de Primaria IV. Era la escuela más cercana al Waldhof. A pesar de todo había un buen trecho hasta allí, más o menos media hora andando. Como aún no sabía distinguir entre izquierda y derecha, mis padres solo me permitieron ir en bicicleta junto al tráfico de la carretera a partir del segundo curso. En quinto, pasé de la Escuela de Primaria IV a la vecina Escuela Goethe, un instituto de secundaria politécnico.
Las clases empezaban a las siete y media de la mañana. Me levantaba hacia las seis y cuarto. El desayuno consistía únicamente en un bocadillo y una taza de té o café aguado que me tomaba de pie, pues no había tiempo para desayunar sentada. Por lo general iba a la escuela, a pie o en bicicleta, con los hijos de los vecinos. Sin embargo, al pasar por su casa, muchas veces no estaban preparados, por lo que mi madre vigilaba desde la ventana de la cocina para controlar cuándo salíamos. En ocasiones me reprochaba que yo aceptara sin más la posibilidad de llegar tarde a clase.
Al mediodía regresaba a casa, ya que no se me permitía almorzar en la escuela. Después de comer, hacía los deberes o disponía de mi tiempo libre. A las seis de la tarde cenábamos, por lo general bocadillos, aunque a veces también sémola de trigo con cerezas o arándanos. La cena era la comida familiar por excelencia. Todos participábamos en ella. Los niños hablábamos de nuestras experiencias del día. Nuestros padres nos escuchaban atentamente y nos daban buenos consejos para ayudarnos a sobrellevar las adversidades de la vida cotidiana en la RDA. Sin embargo, muy a menudo mi padre disponía de poco tiempo, pues los actos en el Colegio Pastoral comenzaban a las siete o siete y media de la tarde. Entonces, después de fregar los platos juntas, hacía compañía a mi madre, mientras ella, por ejemplo, hacía punto. Cuando me hice mayor, solíamos ver juntas las noticias en el Tagesschau.
A diferencia de mis compañeros de clase, en el primer curso a mí no me permitieron entrar en el Movimiento de Pioneros, la organización juvenil estatal para alumnos de hasta séptimo curso, lo cual tuvo sus consecuencias. A pesar de mis excelentes calificaciones, no me concedieron ningún premio precisamente por no pertenecer al Movimiento de Pioneros. Tampoco se me permitía participar con mis compañeros en los preparativos de las festividades, como, por ejemplo, las navidades. Simplemente porque no pertenecía al Movimiento de Pioneros.
Fueron mis padres quienes tomaron esa decisión. Al inscribirme en la escuela, me dijeron: «Lo decidirás por ti misma cuando acabes el primer año, no ahora al inscribirte. Ir a la escuela es un deber, ser miembro del Movimiento de Pioneros, no». De eso se trataba. Querían que aprendiera que en la RDA también existía la posibilidad de elegir. Por eso también me prometieron hablar conmigo al final del primer curso para ver si quería entrar en el Movimiento de Pioneros o no. Aceptarían cualquiera de las dos decisiones. Con este planteamiento —solo con el paso del tiempo he llegado a comprender todas sus implicaciones, y siempre lo he valorado mucho— querían conseguir dos cosas: que aprendiera a decidir por mí misma y, además, evitar que como hija de pastor, de la que de entrada se suponía que se había criado en un hogar opositor, se me negara una educación académica y solo tuviera la opción de estudiar teología en el Convictorio de Berlín. Prácticamente, no ser miembro de las organizaciones juveniles estatales imposibilitaba finalizar el bachillerato y proseguir los estudios. Mis padres no querían hacerme aún más difícil, y después de mí, a mis hermanos, poder elegir una carrera o, incluso, que desde un principio se me impidiese cursarla.
En el segundo año de primaria, decidí unirme al Movimiento de Pioneros. Me convertí en joven pionero —por aquel entonces no se aplicaba el femenino— con un pañuelo azul al cuello, y a partir del cuarto curso, en pionero Thälmann, con un pañuelo rojo al cuello. Entre 1962 y 1968 fui miembro de la Organización de Pioneros y, más adelante, de la Freien Deutschen Jugend (FDJ, Juventud Libre Alemana), la organización juvenil estatal para niños y jóvenes a partir de octavo curso. Posteriormente, también se me permitió participar en la dirección de los pioneros de la clase, aunque no dirigir el consejo, pues era hija de pastor.
Mis hermanos y yo experimentamos de muchas formas distintas qué comportaba ser hijo de pastor en la RDA. En este sentido, le tenía un pavor especial al libro de clase. Allí se anotaba el origen de los padres, que se identificaba con la primera letra de obreros, agricultores, autónomos e intelectuales. A menudo los profesores sustitutos hacían que los alumnos se pusieran en pie para decir en alto cuál era la profesión de su padre. En una ocasión le susurré a mi compañero de pupitre:
—Uf, hoy no me apetece volver a decir «sacerdote», solo conseguiré que me acribille a preguntas.
Él me contestó:
—Entonces contesta simplemente que es «conductor».*
Hasta que llegó mi turno, me devané los sesos pensando si debía hacer caso al bienintencionado consejo de mi compañero o si debía decir la verdad. Cuando me llamaron, mascullé la profesión de mi padre, aunque llegó a entenderse que era sacerdote. Afortunadamente, esta vez no hubo preguntas sobre cómo era la vida en una vicaría ni sobre si mis padres mantenían una actitud crítica hacia la escuela. Temía esas preguntas insistentes. Entonces solo quería desaparecer, quizá también porque mi madre siempre nos decía que como hijos de un vicario teníamos que ser mejores que los demás y destacar lo menos posible. En comparación con otros hogares como el nuestro, era una excepción que como hijos de vicario, mis padres, en particular mi padre, nos permitieran ser miembros del Movimiento de Pioneros y de la FDJ. En ocasiones, cuando veía que simplemente por no ser miembros de la FDJ a mis compañeros no se les permitía pasar al Erweiterte Oberschule (EOS, Instituto de Enseñanza Secundaria Ampliada), aquella situación me suponía un conflicto. De todas formas, mi padre se situaba más bien a la izquierda del espectro político. Estaba a favor de la teología de la liberación de América Latina y rechazaba el impuesto eclesiástico en la RFA. Opinaba que los párrocos debían ganarse la vida en su propia parroquia. Sus actitudes hicieron que ya en tiempos de la RDA le llamaran «el Kasner rojo». A mí me parecía que sus opiniones no eran especialmente prácticas o coherentes. Había llegado a la conclusión de que teniendo en cuenta nuestras propias circunstancias, si hubiéramos puesto en práctica las políticas que en teoría defendía mi padre no podríamos habernos permitido muchas cosas. Sin embargo, cuando lo comenté con él, mis palabras cayeron en oídos sordos. Me daba la impresión de que no aplicaba su pensamiento teórico a la vida práctica.
Desde su inicio, los estudios me resultaron sencillos, solo tuve que esforzarme de verdad en las clases de educación física. Nunca olvidaré mi primer salto desde el trampolín de tres metros. Aunque sabía nadar muy bien, las alturas me daban miedo. Al empezar la clase en la piscina del colegio junto a la Escuela Goethe, me situé a la cola de la fila. Hacía tiempo que todos mis compañeros habían saltado, y ya estaban nadando de nuevo en la piscina. Eso no me importaba, pues mi instinto de supervivencia era superior al miedo de que se rieran de mí. Al mismo tiempo, no quería echarme atrás, eso habría supuesto una derrota demasiado dolorosa. Así que permanecí allá arriba. El profesor de Educación Física se dirigió a mí con paciencia y buenas palabras. Intuía que realmente yo quería saltar. Mis compañeros tampoco se burlaron de mí, porque yo les había ayudado a menudo. Así que todo el asunto se alargó. Quizás al final no duró tanto como puede parecer al recordarlo, y solo se alargó veinte minutos, no cuarenta y cinco. En cualquier caso, por fin oí sonar a lo lejos el timbre de la escuela que señalaba el final de la clase. Entonces el profesor dijo:
—Ahora tienes que saltar o bajarte del trampolín.
Salté y aterricé en el agua con una mezcla de orgullo por haberlo conseguido y de vergüenza, porque no había sido tan terrible como lo había imaginado allá arriba en el trampolín de tres metros.
Sin embargo, en el colegio me enfrenté a otros retos mucho más importantes que un mal rendimiento deportivo. Todavía hoy le estoy agradecida a mis padres por la forma en que —sobre todo mi madre— nos ayudaron a mis hermanos y a mí a afrontarlos. Recuerdo, por ejemplo, una profesora de alemán de la escuela primaria que en casi cada una de sus clases nos contaba a los niños las atrocidades sufridas por los comunistas a manos de los nacionalsocialistas. Como comunista que era, ella lo había sufrido en carne propia. Sin embargo, obviando que, tal como me di cuenta más tarde, nunca habló de la persecución y asesinato de los judíos por parte de los nacionalsocialistas, enfrentaba a diario a los niños —teníamos solo diez años— con vívidas descripciones de experiencias terribles. Para mi alma infantil, recuerdo que por aquel entonces eso resultaba duro de asimilar. Necesitaba una válvula de escape para afrontarlo, y la encontré en mi madre cuando volvía a casa a la hora de comer. Mientras ella calentaba la comida, yo empezaba a balbucear y a desahogarme. Lo llamábamos «hablarlo».
Mi hermano lo hacía de una forma algo diferente a la mía. Después del colegio, se tumbaba en la alfombra del salón y leía el periódico. Marcus necesitaba una pausa y mi madre se la concedía. En cambio, mi hermana necesitaba moverse, y nada más llegar a casa le gustaba salir a jugar. Al estar a nuestro lado e implicarse con cada uno de nosotros, nuestra madre nos ayudó a resolver lo que no entendíamos, a liberar la agresividad acumulada y a tomar distancia.
De hecho, vivíamos en dos mundos. Uno era el de la escuela, el otro era nuestra vida privada antes y después de la escuela. No podíamos hablar libremente con todos nuestros compañeros de clase, pero sí con nuestros amigos del colegio. No teníamos que preocuparnos de que revelaran nuestras conversaciones privadas. Interiorizamos con rapidez lo que podíamos y no podíamos decir en la escuela. Eso formaba parte de la vida, porque nos dimos cuenta de que nos meteríamos en muchos problemas si revelábamos nuestros pensamientos. Nuestros padres también nos habían dicho que no habláramos de la televisión de la RFA. Por ejemplo, una de las preguntas trampa favoritas de algunos profesores era la siguiente:
—¿El reloj de tu hombrecito de arena tiene puntos o rayas?
A partir de la respuesta, podían saber si en la televisión habíamos visto el Sandmännchen (‘hombrecito de arena’) occidental o el oriental. Por eso, mis padres ya nos habían dicho antes de empezar la escuela que a esas preguntas debíamos responder diciendo que no lo sabíamos exactamente. Aprendimos muy pronto a ser precavidos.
Si mi madre se daba cuenta de que mis conversaciones telefónicas con mis amigas del colegio se alargaban demasiado, cosa que me encantaba hacer, entraba en la habitación y me decía que me iba a perder por el pico, que debía tener cuidado a la hora de decir algo sobre los profesores o quejarme de la situación en el colegio, pues seguramente el Servicio de Seguridad del Estado tenía pinchado el teléfono. Mis padres me aconsejaron que mantuviera esas conversaciones en el bosque. Todavía hoy recuerdo que en primero de primaria, mi hermano se metió en un buen lío por una broma sobre Walter Ulbricht, el presidente del Consejo de Estado. En realidad, no se trataba de un verdadero chiste, sino de una pequeña broma para divertirse. Entre sus compañeros habían llamado «perilla» al hombre de la característica barba. Uno de ellos se lo chivó a la maestra. Mis padres fueron informados y se les advirtió una vez más de que tuvieran cuidado con todas las declaraciones políticas. El Estado no entendía de bromas.
Por eso también era tabú hablar fuera de nuestras cuatro paredes de lo que mi madre me contó una noche. Era el 22 de noviembre de 1963. Entró en mi habitación y me dijo en voz baja:
—Ha ocurrido algo terrible.
Yo ya estaba en la cama, normalmente ella se habría limitado a desearme las buenas noches. En lugar de eso, me susurró:
—Han asesinado a John F. Kennedy.
Me di cuenta de inmediato de lo conmocionada que estaba mi madre. Habían pasado solo unos meses desde que durante su visita a Berlín, el presidente estadounidense nos había conmovido hasta las lágrimas con sus palabras «Soy un berlinés».
En el quinto curso empezamos a recibir clases de ruso. El único obstáculo al que me enfrentaba era mi aparato de ortodoncia. Utilizaba un paladar de quita y pon, y cuando lo tenía puesto no podía pronunciar bien la erre rusa. Por eso durante las clases de ruso lo envolvía en el papel del bocadillo y lo guardaba debajo del pupitre. Un día me lo olvidé allí, y solo me di cuenta al llegar a casa. Regresé de inmediato a la escuela en bicicleta para recuperarlo. La señora de la limpieza ya había tirado al cubo de la basura el papel del bocadillo con el aparato dentro, pero aún no lo había vaciado. Apenas podía creerlo, me sentí increíblemente aliviada. El aparato era un objeto valioso, y no podía imaginarme lo que habría pasado en casa si hubiera tenido que confesar que lo había perdido.
A partir del quinto curso formé parte del Club Ruso de la escuela, un grupo de estudio. La señora Benn, nuestra profesora, una comunista convencida, era muy buena enseñando. Sabía cómo motivarnos. A ello ayudaban los concursos, las llamadas Olimpiadas, que en la RDA se utilizaban también para promover el buen rendimiento fuera de las aulas. Durante mis años escolares participé en varias de ellas, con un éxito aceptable en las Olimpiadas de Matemáticas y con muy buenos resultados en las Olimpiadas de Lengua Rusa.
En el octavo curso participé por primera vez en una Olimpiada de Lengua Rusa. Se desarrollaba en diferentes fases. Comenzaba con la Olimpiada Escolar, proseguía con la Olimpiada de Distrito, la Olimpiada Regional y, por último, la Olimpiada de la RDA. Me gustaba participar. Como alumna de octavo curso, ya competía en el grupo de edad de las llamadas clases preparatorias. Así se llamaban los cursos noveno y décimo del EOS, en los que los alumnos se preparaban para el bachillerato propiamente dicho, los cursos undécimo y duodécimo. Gané la medalla de bronce. Sibylle Holzhauer, que también era de Templin, ganó la medalla de oro. Era dos años mayor que yo, hija de un médico y mi gran modelo, porque me parecía que tenía una pronunciación rusa especialmente buena. Hoy en día seguimos en contacto. Con las medallas de Sibylle y las mías, la pequeña ciudad de Templin había triunfado más allá de la región. Dos años más tarde logré ganar la medalla de oro.
El concurso de toda la RDA se celebró en la Sala de Mármol de la Casa Central de la Sociedad para la Amistad Germano-Soviética de Berlín, que se encontraba junto al Teatro Maksim Gorki. Mientras escribía este libro encontré un viejo recorte de prensa que mi madre había conservado. En él se describe con detalle cómo se desarrollaron las Olimpiadas de mayo de 1969. Entre otras cosas, al principio los alumnos teníamos que hacer un juramento que decía lo siguiente: «[...] por el honor de nuestra Escuela, nuestro Distrito y Región y en beneficio de nuestra Patria Socialista nos comprometemos hoy a luchar honorablemente, con determinación y con todas nuestras fuerzas para obtener los mejores resultados en la competición».
Durante la competición se celebraban una serie de actividades: los alumnos teníamos que visitar cuatro unidades en un denominado Campamento de Jóvenes Patriotas y cada uno de nosotros mantener diferentes conversaciones con alumnos húngaros y con una delegación del Komsomol. Los komsomoles eran miembros de la organización juvenil Komsomol del Partido Comunista de la Unión Soviética, y a los niños de las clases inferiores se les llamaba pioneros de Lenin.
Recuerdo que la noche anterior no pude dormir de la emoción. A la mañana siguiente, y debido al cansancio, me preocupaba si sería capaz de hacer cualquiera de las tareas que me encomendaran. Sin embargo, luego me sorprendió que en la competición sacara fuerzas de flaqueza que, por supuesto, era pura adrenalina.
Además de las medallas, ganamos un viaje durante las vacaciones de verano a Moscú y Yaroslavl en el llamado Tren de la Amistad. Sibylle y yo viajamos juntas. Antes del viaje, participamos en un curso preparatorio celebrado en un campamento de la Organización de Pioneros, el Klim Voroshílov, situado en Röddelinsee, a las afueras de Templin. En aquellos días, lo que me colmaba no era solo la ilusión por el gran viaje que nos esperaba. Estaba hechizada con el despertar por la mañana, el deporte a primera hora, el sentimiento de comunidad en las actividades diurnas y la hoguera que ardía por la noche. Nada podía empañar mi buen humor, ni siquiera que tuviéramos que vestir un uniforme extremadamente feo. Además de la camisa de la FDJ, nos dieron un anorak y una falda marrones, que acortamos considerablemente, lo que más tarde nos traería problemas en la Unión Soviética. Después de todo, pensé, quizá los ideales socialistas no son tan malos.
Después del cursillo, viajamos desde Templin a BerlínTreptow para el último pase de lista junto al memorial soviético en recuerdo de los soldados del Ejército Rojo caídos durante la Segunda Guerra Mundial. Sibylle y yo llegamos un poco más tarde que el resto del grupo. Eso nos valió tal reprimenda por parte de uno de los supervisores que se evaporaron de golpe los sentimientos positivos que había desarrollado hacia el socialismo en el campamento de Voroshílov.
Finalmente, tuvimos que ir andando hasta la escuela donde pasaríamos la noche antes de nuestra partida. Estaba cerca de la Ostbahnhof de Berlín. Por el camino —era sábado por la tarde— miraba hacia las ventanas de las casas por las que pasábamos y pensaba: «Oh, Dios, te paseas sin más con tu uniforme de la unidad y te has sometido a cambio de nada, la gente tras las ventanas mira la televisión occidental, el concurso de Kulenkampff Einer wird gewinnen (‘Uno ganará’), ¿y qué haces tú? Desfilas por aquí entre una multitud, y mañana viajarás a la Unión Soviética en tren». Para mí todo aquello era vergonzoso, me sentía sola y perdida, y ya estaba harta de todo antes de que empezara el viaje.
En Moscú nos reunimos con los komsomoles. Prácticamente, lo primero que nos dijeron fue: «Está completamente descartado que Alemania siga dividida. Sería completamente surrealista construir un muro que dividiera Leningrado y Moscú o que separara ambas ciudades. Llevará algún tiempo, pero un día Alemania será reunificada». Me dejó sin palabras que precisamente unos jóvenes del país en gran parte responsable de la división de Alemania la consideraran como lo que en realidad era, algo antinatural. Eso fue lo primero que aprendí durante ese viaje de 1969, ocho años después de que se construyera el Muro de Berlín. Lo segundo fue que allí, a diferencia de la RDA, se podían comprar vinilos de los Beatles. Enseguida me hice con el Yellow Submarine.