Los detalles - Ia Genberg - E-Book

Los detalles E-Book

Ia Genberg

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Beschreibung

Como si recorriera las páginas de un libro, una mujer postrada en cama con fiebre evoca a cuatro personas de su pasado: una expareja que saltó a la fama, una compañera de piso que desapareció del mapa, un amor sin futuro, una madre frágil y dependiente. Pero ¿quién es en realidad el retratado, la figura del lienzo o la que sostiene el pincel? El retrato se troca en autorretrato y, al trasluz de las personas que un día lo fueron todo para ella, la mujer recompone los retales de su juventud en el Estocolmo de los años noventa. Años de fiestas y titubeos académicos, de amistades y amores tan intensos como efímeros, cuando todavía había un listín telefónico en cada casa, la salud mental no formaba parte del vocabulario cotidiano y el nuevo milenio se esperaba con optimismo. Ganadora del Premio August, el galardón literario más importante de Suecia, y convertida enseguida en un éxito internacional, esta novela de prosa delicada y precisa está escrita desde un yo en el que es fácil verse reflejado: inestable y cambiante, moldeado por el roce íntimo con un puñado de personas y por los detalles —un gesto, una canción, una nota de amor escrita en un libro— que dan densidad y textura a una vida, a todas las vidas.

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Portada

Los detalles

Los detalles

ia genberg

Traducción de Gemma Pecharromán Miguel

Título original: Detaljerna

Copyright © Ia Genberg, 2022

Published by agreement with Salomonsson Agency

Esta traducción ha recibido la ayuda económica

del Swedish Arts Council, que agradecemos.

© de la traducción: Gemma Pecharromán Miguel, 2022

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2023

Rambla de Catalunya, 131, 1.o, 1.a

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: febrero, 2023

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: Ma Po Times © Hope Langloff, 2008

Imagen de la solapa: © Sara Mac Key

eISBN: 978-84-126639-2-1

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

Portada

Presentación

johanna

niki

alejandro

birgitte

Ia Genberg

Otros títulos publicados en Gatopardo

JOHANNA

Después de varios días con el virus en el cuerpo, me sube la fiebre y se me ocurre releer una novela en especial. Solo cuando me meto en la cama y la abro entiendo el motivo. En la guarda, escrito a mano con bolígrafo azul y una letra inconfundible, se lee:

29 de mayo de 1996

Que te mejores pronto.

Hay creps y sidra en la crepería Fyra Knop.

Ya tengo ganas de volver allí contigo.

Besos (que preferirían posarse en tus labios),

Johanna

En aquella ocasión yo tenía malaria, que había contraído un par de semanas antes por culpa de una picada de mosquito de África Oriental en una tienda de campaña cerca del Serengueti. Cuando llegamos a casa caí enferma y me ingresaron en el hospital de Hudiksvall, sin que nadie supiera por qué se disparaban las constantes vitales, y cuando finalmente establecieron el diagnóstico, todos los médicos hicieron cola para ver a la mujer que padecía la exótica enfermedad. El interior de mi frente ardía como una hoguera y todas las mañanas me despertaban al amanecer mis propios jadeos y un dolor de cabeza que nunca antes había sufrido. Después del viaje a África Oriental, había ido directamente a Hälsingland para visitar a mi abuelo, que iba a morir pronto, y en cambio fui yo la que enfermó y casi se muere. Estuve hospitalizada más de una semana, y cuando Johanna me regaló el libro yo estaba acurrucada en nuestro dormitorio, en Hägersten, adonde me habían trasladado en ambulancia vía Uppsala para practicarme una biopsia del hígado. No me acuerdo del resultado, no recuerdo gran cosa de aquel comienzo de verano, pero no he olvidado nuestro apartamento, ni el libro, ni a ella. La novela se disolvió en la fiebre y el dolor de cabeza y se fundió con ellos, y justo ahí empieza el hilo que conduce hasta aquí, una vena emocional cuya carga de fiebre y peligro me insta esta tarde a acercarme a la estantería para buscar precisamente esta novela. Una fiebre y un dolor de cabeza que no remiten, la maraña de pensamientos angustiosos tras los ojos, el susurro de una necesidad imperiosa (lo reconozco porque lo he vivido antes), con cajas de paracetamol ineficaz tiradas en el suelo, junto a la cama, y botellas de agua con gas que vacío sin lograr saciar mi sed. En cuanto cierro los ojos, empiezan a desfilar las imágenes: cascos de caballo en un desierto árido, penumbras de sótano húmedo con fantasmas silenciosos, cuerpos sin forma ni perfiles, grandes vocales que me gritan, es decir, el menú completo de pesadillas que me persiguen desde que era una niña, aderezado con la muerte y la aniquilación que acompaña al pensamiento mismo de la enfermedad.

La literatura era nuestro pasatiempo favorito, mío y de Johanna. Nos proponíamos temas y autores la una a la otra, de diferentes épocas y regiones, así como obras sueltas, antiguas y contemporáneas y de distintos géneros. Aunque nuestros gustos eran parecidos, se diferenciaban lo suficiente como para que nuestras conversaciones resultaran interesantes. En algunas cosas discrepábamos (Oates, Bukowski), otras nos dejaban indiferentes (Gordimer, la novela fantástica), y había una parte que nos entusiasmaba a las dos (Östergren, Krilon, Lessing). Podía adivinar su opinión acerca de un libro por el ritmo al que lo leía. Si tenía prisa por terminarlo cuanto antes (Kundera, todas las novelas policiacas) sabía que se aburría, y si leía muy despacio (El tambor de hojalata, toda la ciencia ficción) significaba que se aburría igual, pero tenía que esforzarse para avanzar en la lectura. Johanna consideraba que era una obligación terminar de leer los libros que había empezado, tal como había terminado todos los cursos, trabajos y proyectos. Poseía un sentido del deber profundamente arraigado, una especie de respeto ante la tarea que se había propuesto emprender, por más descabellada que pareciera. Supongo que era algo que había aprendido en casa, de sus padres, que eran personas creativas, decididas y perseverantes. Ella misma decía que llevar a cabo la tarea que se había propuesto era una manera de afrontar el futuro sin lastres, tener una hoja de servicio impoluta o clean sheet,como decía ella. Johanna vivía en una sola dirección, hacia delante, hacia delante. En eso nos diferenciábamos; yo apenas lograba acabar ningún proyecto importante. Después de trabajar un año en la cadena de quioscos Pressbyrån, empecé varias carreras universitarias que abandoné o pospuse indefinidamente, antes de comenzar a escribir en serio. Y ni siquiera entonces, cuando tomé la decisión de intentar convertirme en escritora a tiempo completo, logré seguir el camino que yo misma me había marcado. En cambio podía pasarme días enteros deambulando por las calles de Aspudden, Mälarhöjden, Midsommarkransen y Axelsberg. Era un tiempo en el que los barrios pró­ximos al centro de la ciudad todavía tenían una pátina de sordidez, con clubes de moteros, estudios de tatuaje y lóbregos videoclubes con salón de bronceado. Las estaciones de metro eran tristonas y estaban sucias. Allí vivían todo tipo de personas, oficinistas que iban a trabajar cartera en mano, artistas que alquilaban estudios baratos en zonas industriales, drogadictos que vivían en tugurios donde la policía hacía redadas, viejos bien bronceados sentados en la plaza con sus botellas de cerve­za; todos vivían pared con pared en los edificios de tres pisos que bordeaban las sinuosas calles principales, llenas de tiendas de techos bajos que vendían especias extranjeras a pie de calle y sencillos restaurantes de menú decorados en tonos marrones, en los que yo solía permanecer sentada en un rincón, con el plato vacío en una bandeja de plástico, apurando los últimos sorbos de una cerveza light mientras observaba al resto de clientes a primera hora de la tarde. Tenía delante de mí un bloc de notas y un bolígrafo cuidadosamente elegido, pero apenas los usaba. Podía parecer muy concentrada pero no lo estaba, y en la pila de libros que tenía en la mesita de noche siempre había uno o dos que había dejado por la mitad. Prefería leer libros que me atrapasen por completo. Esto me ocurría con la mayoría de las cosas, y por eso había pocas obligaciones en mi vida, quizá demasiado pocas. De hecho, en cuanto sentía algo como una obligación, lo apartaba de inmediato. Era un punto de partida que no daba lugar a una hoja de servicios impoluta, y supongo que Johanna no podía ver esta indolencia mía más que como un reto. Había algo en su ritmo y en su entusiasmo que me daba una sensación de velocidad, que hacía que las cosas ocurrieran. Quizá fue ese aspecto de su carácter el que me infundió tanta confianza en nuestra relación. Ella había empezado conmigo y no pensaba darse por vencida. No se iría, no cedería a ninguna tentación de abandonarme. Me relajé, me dejé llevar. Ella era tan detallista, tan cariñosa y leal. ¿Se le ocurriría alguna vez romper conmigo? No, pensé. Nunca.

El libro que tengo en la mano es La trilogía de Nueva York. Auster, hermético pero liviano, tan sencillo y sin embargo tan retorcido, paranoico a la par que lúcido, y con un cielo abierto entre cada palabra. Johanna y yo estábamos de acuerdo en ese punto, y cuando la fiebre remitió un par de semanas después, lo volví a leer en busca de defectos, para ver si podía descubrir algo o si me vencía el aburrimiento, pero no encontré ni una sola frase que chirriara, y poco después leí El Palacio de la Luna y quedé igual de fascinada. Auster se convirtió en uno de mis puntos de referencia, tanto cuando leía como cuando escribía, incluso cuando lo olvidé y dejé de comprar sus libros a medida que iban saliendo. Su afilada sencillez se mantuvo como un ideal que al principio iba asociado a su nombre y luego continuó sin él. Algunos libros tienden a permanecer en el alma mucho tiempo después de que los detalles y los nombres hayan desaparecido de la memoria. Más tarde, cuando finalmente visité Brooklyn por primera vez, busqué su dirección como si fuera algo de lo más normal. Fue unos años después del cambio de milenio, y hacía mucho tiempo que Johanna me había dejado por otra persona, de manera inesperada y brutal, heladora. El día que me quedé mirando las escaleras que conducían a la casa de ladrillos marrones donde Paul Auster y Siri Hustvedt vivían y escribían sus libros, yo llevaba un tiempo conviviendo con un hombre que en ese momento estaba comiendo tortitas con mi hija en un café cercano. La plasticidad del tiempo hizo que pudiera detenerme allí, en Park Slope, como si Johanna estuviera a mi lado y pudiera oírla decir algo sobre el azar, algo que yo entendería mucho más tarde, y a las dos nos pareciera observar algún movimiento detrás de una de las cortinas del piso de arriba.

Al igual que la fiebre, la malaria instaló en mi cuer­po una especie de infinitud; la enfermedad parecía un estado permanente. Habíamos viajado para visitar a dos amigos de Johanna que trabajaban en lo que entonces se llamaba una «campaña de ayuda humanitaria», un concepto que parecía capaz de dar cabida a casi todo. Incluso después de pasar dos semanas en su compañía, su misión me pareció bastante difusa. Uno de ellos rodaba una película para una organización, película que estaba destinada a proyectarse en una conferencia, suponiendo que dicha conferencia llegara a impartirse y que la película estuviera lista; y el otro, al parecer, no tenía otro cometido más allá de seguirlo y acarrear el trípode de la cámara. Iban a estar allí tres meses y luego continuarían viaje hacia el sur. La noche en que me picó el mosquito era nuestra última noche en la tienda de campaña fuera del Serengueti, y a pesar de que compartíamos mosquitera nadie vio nada, pero en el vuelo de regreso a casa descubrí que tenía en el codo tres picaduras que me escocían. Johanna se había librado. En realidad, la fiebre no duró más de dos o tres semanas, tal vez cuatro, pero yo sentía como si llevara meses en la cama. Johanna me refrescaba la frente, me compraba pequeños dulces en la pastelería de la plaza, a la medida de mi escaso apetito. Decía estar preocupada porque se me marcaban los huesos de las caderas, aunque comprendí que, en secreto, la fascinaban. Me preparaba sopas con nata y tostaba pan en el horno, unas rebanadas que untaba con generosos trozos de mantequilla. Yo estaba agradecida por todo, por la comida y por los regalos, por los libros de bolsillo en los que escribía poéticas dedicatorias. Ella provenía de una afectuosa familia de clase media alta de Täby, y así se daban los regalos en su casa, en cualquier momento, tocara o no, envueltos con elegancia y con una hermosa tarjeta debajo del lacito. La entrega de un regalo era un acto solemne, aunque el obsequio fuera sencillo y se deslizara sin más sobre la mesa en un almuerzo. En el mundo de Johanna la importancia de los regalos no residía solo en el contenido y el envoltorio, sino también en el grado de sorpresa, en el sentido de la oportunidad y en las referencias al pasado o a un posible futuro. Cada regalo iba envuelto en una red de alusiones, guiños y sobreentendidos. Con el tiempo, la cantidad de regalos acumulados se convirtió para mí en una carga, porque yo no podía estar a su altura. Sus regalos eran demasiados, demasiado caros y demasiado llenos de promesas, y además Johanna tenía un ojo para la belleza del que yo carecía; encontró el reloj idóneo en la tienda de un museo, y en un cine amenazado por el cierre compró una bandeja que tenía impreso el cartel de una película. Aún conservo ambas cosas, mis hijos me han preguntado quién era Moni­ka y quién pasó un verano en blanco y negro con ella,1 y guardo el reloj roto y sin correa en un neceser, pero nunca he encontrado uno igual de bonito. La brutal despedida de Johanna hizo que tirara algunos de sus regalos y colocara el resto en un trastero del desván con la intención de sacarlos más adelante, a medida que se enfriasen los sentimientos. El precio era lo de menos en un regalo; nunca hablábamos de dinero. Ella nunca pidió un préstamo para pagarse los estudios, como hacíamos todos los demás (nos conocimos en un curso de periodismo en la universidad), sino que tenía una tarjeta Visa vinculada a una cuenta en la que sus padres le iban ingresando dinero. Para mí, que me había marchado de casa a los dieciséis años y desde entonces me valía por mí misma, y que acarreaba con algunas carreras universitarias ya iniciadas a mis espaldas, cada gasto suponía recortar por otro lado el presupuesto. Aparte de los libros, dudo que ella conserve algo de lo que le regalé durante el tiempo que estuvimos juntas: la cámara compacta, el batín de seda de rayón, las viñetas enmarcadas de algún dibujante de historietas que entonces estaba de moda pero que ahora ha caído en el olvido. Los regalos que le hacía, el hecho mismo de dárselos, me dejaban con un sentimiento de inferioridad, porque no podía evitar recordar lo que me habían costado y su escasez relativa. En comparación con ella yo era torpe, y de pronto era consciente del valor del dinero y de lo que podía significar una falta innata de buen gusto. Por lo demás esas cosas solo existían en el sotobosque de nuestra vida en común; no hablábamos de ello. Quizá hubiera también cierta dosis de violencia en su manera de hacer regalos, una superioridad triunfante que se evidenciaba cada vez que deslizaba una caja rectangular sobre la mesa (un collar con una lágrima irregular de plata), o cuando colocaba un paquete grande en medio del salón (unos patines de cuchilla para patinaje de fondo con sus correspondientes botas y punzones de seguridad para salir del agua), o ponía en mi almohada un libro recién publicado envuelto en papel de regalo (Góndola fúnebre, de Tomas Tranströmer), o volvía a casa con una caja de la pastelería Gunnarsons y la balanceaba delante de mi cara antes de dejarla en la mesa entre las tazas de té. Era un tipo de generosidad que no le costaba nada pero que sabía que yo nunca podría igualar, y que por tanto le daba una ventaja secre­ta. Cuando me quedaba sin dinero era ella quien llenaba la nevera y la despensa, y lo hacía con queso comprado en una parada del mercado, zumo recién exprimido y café recién molido en una bolsa de papel marrón de la tienda de cafés de la calle Linnégatan. Alguna vez, probablemente justo después de la ruptura, pensé: ¿será así como se manifiesta la violencia estructural, enseñándo­le inconscientemente al otro lo que es un regalo, dónde debe comprarse y cómo ha de presentarse? ¿Enseñándole a no comprar el pantalón, el pesto, el ordenador ni la sartén más barata, como solía hacer yo, sino la mejor versión de cada producto? Un par de años después comprendí que todos estos pensamientos sobre la violencia latente de los regalos eran imaginaciones mías, surgidas de la experiencia de ser abandonada, construidas a posteriori por una conciencia llena de resentimiento. Johanna me regaló La trilogía de Nueva York nada más que por buena voluntad, y los besos de la dedicatoria (que preferían posarse en mis labios) eran tan genuinos como pueden serlo unos besos impresos en tinta azul en la guarda de un libro.

Leer con fiebre es como jugar a la lotería; el contenido del texto puede quedarse en nada o penetrar profundamente en los huecos que abre el cambio desbo­cado de la temperatura corporal. Por eso La trilogía de Nueva York me conmovió de una manera que nunca llegaría a comprender, y por eso regreso a ella hoy, casi veinticinco años después, con una fiebre completamente diferente ardiendo detrás de mis ojos. Una fiebre completamente diferente, escribo, aunque todas las fiebres son la misma fiebre. Las mismas pesadillas, la misma angustia. En un tiempo doblado, como el que transcurre a menudo bajo la influencia de la fiebre, de re­pente puedo encontrarme junto a la persona que fui hace veinticuatro años. El límite de la locura está en los treinta y nueve grados, pero un poco por debajo, cerca de los treinta y ocho, hay un remanso claramente perceptible en el que no me disgusta pasar mis días. Es una franja donde se baja la guardia y a la cual pueden acceder las figuras del pasado sin actuar como fantasmas. Treinta y ocho grados es una temperatura en la que la capacidad del cuerpo para mantenerse vivo permanece intacta, mientras que el interés por ser un ser social alerta e informado disminuye, y para quien soporte que el pasado se le presente como una jauría de perros entre las piernas, ese remanso ofrece una agradable languidez. Recuerdo las fiebres de la infancia, todas aquellas fiebres anteriores a la época de los termómetros rápidos, cuando la medición requería vaselina y tenacidad, cuando mi madre observaba la marca azul del mercurio y constataba lo que ya sentía mi cuerpo: treinta y ocho grados, un día de perezosa disipación, con paredes muy finas entre el mundo y yo. Con treinta y ocho grados ya no hay nada dentro de mí que me susurre «adelante». ¿Y no será esa la esencia más profunda de este mundo, lo que hace que todo se mueva? Adelante, adelante.

Abandoné el curso universitario en el que nos conocimos antes de que terminara el semestre. Alentada y entusiasmada por Johanna, había decidido dar una oportunidad a la escritura, y me puse manos a la obra con un proyecto narrativo en el que llevaba pensando un tiempo. Estaba basado en un único tema y era una colección de cuentos que quizá podría haber salido bien si yo hubiera terminado algunos más. Avanzaba un trecho, hasta la mitad o un poco más en cada relato, y entonces desfallecía. Adelante es una dirección apta para el que va deprisa, y yo dedicaba días enteros a pulir frases que luego tachaba por completo. Johanna se graduó, por supuesto, y consiguió a través de su influyente padre un trabajo en la radio local. Cuando llegaba a casa a las seis o las siete de la tarde, se colocaba detrás de mí, junto al escritorio grande, y miraba la pantalla del ordenador, si yo se lo permitía, algo que solía hacer la mayor parte de las veces, y después asentía sonriendo. Incluso las veces en que la pantalla contenía más o menos las mismas frases que el día anterior, se mostraba optimista. Yo nunca había dejado que nadie leyera lo que ha­bía escrito, pero con ella me parecía natural, probablemente porque analizaba con absoluta atención todo lo que yo extraía de mi interior. Pese a ser consciente de que ella confundía los besos en mis labios con la valoración de mi texto, su buena voluntad me animaba a continuar. Aquello se convirtió en un juego en el que sus consejos podían ser tan concretos como poner el dedo en la pantalla y decir: «podrías hacer que se jun­ten al final», o «haz que ella parezca más loca», y al día siguiente, cuando volvía a casa, se lo encontraba hecho. Resultó que cada relato necesitaba su toque final para darlos por concluidos, como si no solo leyera mis intenciones mejor que yo, sino que además viese adónde podían conducir. Surgió en mí algo parecido a las ganas de trabajar, y logré establecer una rutina que suponía una producción diaria. Había una alegría en superar los altibajos a base de esfuerzo, y descubrí que el trabajo que invertía un día tendía a poder repetirse en los días sucesivos. Al cabo de algunas semanas, el hábito de escribir había sustituido las ocasionales ráfagas de inspiración que, si bien antes me habían guiado, no producían más que un par de páginas cada vez, de las que a lo sumo se salvarían uno o dos párrafos después de un repaso atento. Hice de tripas corazón, vencí el miedo, me volví metódica y tenaz, escuchaba los elogios y comentarios de Johanna, reescribía, escribía mejor, seguía escribiendo. El desánimo que solía atormentarme desapareció milagrosamente. Ahora estaba en el cuarto de Johanna, en un abrazo cálido y productivo. Ella acumulaba superlativos, parecía una campaña promocional, y sus palabras se convirtieron en una especie de reconocimiento de que yo había elegido el camino correcto. Después, cuando desapareció con sus libros y su ropa y me dejó sola con un apartamento polvoriento que yo, como no tenía dinero, no podía pagar y una colección de muebles que no quería, comprendí que su devoción me había atado a ella, o mejor dicho: mis capacidades estaban atadas a su presencia. Y precisamente con ella desapareció mi única lectora, mi mejor lectora, mi lectora más certera y alentadora, y los obstáculos para sentarme de nuevo y terminar de escribir algo resultaron insalvables. A lo largo de los años he intentado, ya fuera consciente o inconscientemente y más veces de las que puedo contar, recrear esa situación con otras personas. Después de Johanna he estado con hombres y mujeres aficionados a la literatura pero que no querían leer lo que yo escribía, o que sí que querían pero no entendían nada, o que entendían algo pero no tenían nada sensato que decir, o que no entendían por qué yo intentaba escribir; hombres y mujeres aficionados al tipo equivocado de literatura (solo novela policiaca) o a la literatura correcta por razones equivocadas (Ellroy, porque es duro), o que disfrutaban las mismas cosas que yo por las mismas razones, pero no veían ningún motivo para hablar de ello, o que sencillamente opinaban que la palabra impresa había quedado obsoleta como expresión artística. Ninguno de ellos consiguió mezclar sus besos en mis labios con otra cosa. Los besos caían siempre donde tenían que caer (en mis labios), nunca en ningún otro lugar de mi vida o de mis esfuerzos por crear algo.

Las ganas de releer La trilogía de Nueva York