Los memorables - Lidia Jorge - E-Book
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Lidia Jorge

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Beschreibung

Ana Maria, periodista portuguesa, regresa a su país a realizar un documental sobre uno de los procesos más marcantes de Portugal: la Revolución de los claveles. Vuelve a casa de su padre, quien también fuera periodista, y encuentra la foto de un grupo de revolucionarios —un militar, un cocinero, poetas y diversos personajes— inmortalizados en una imagen tomada poco tiempo después del acontecimiento. Sus integrantes representan una oportunidad periodística original, a partir de ellos podrá narrarse el episodio fundacional de la democracia portuguesa y, más aún, recordarlo con fuentes primarias; pero aun así, las maneras de evocarlo, treinta años después, son diferentes, conforman un rompecabezas emocional y mnemotécnico que se contradice y complementa a la vez. Así, la identidad constitutiva del país está atravesada por la memoria de cada protagonista. Al leer esta obra es inevitable pensar en las palabras de Lidia Jorge: "la literatura lava con lágrimas ardientes los ojos de la historia".

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LOS MEMORABLES

COLECCIÓN EUROPA

LOS MEMORABLES

Primera edición, 2018

D.R. © 2014, Lídia Jorge

By arrangement with Literarische Agentur Mertin Ihn. Nicole Witt e.

K. Frankfurt am main, Germany

Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

Diseño de portada: Abril Castillo

Formación: Lucero Vázquez

D.R. © 2018, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.

Tamaulipas 104 interior 3,

Col. Hipódromo de la Condesa

C.P. 06170, Ciudad de México

[email protected]

www.elefantaeditorial.com

@ElefantaEditor

elefanta_editorial

ISBN: 978-607-9321-64-2

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

LOS MEMORABLES

LÍDIA JORGE

TRADUCCIÓN: MA. AUXILIO SALADO PÉREZ

ÍNDICE

La fábula

Viaje al corazón de la fábula

Argumento

A meu favor

As paredes que insultam devagar

Certo refúgio acima do murmúrio

Que da vida corrente teime em vir

O barco escondido pela folhagem

O jardim onde a aventura recomeça

A meu favor tenho uma rua em transe

Um alto incêndio em nome de nós todos

Alexandre O’Neill

Desculpem não encontrarmos nestas ruas.

Só nasceremos amanhã.

Dos Murais de Lisboa

LA FÁBULA

EL ANTIGUO EMBAJADOR ESTABA VESTIDO DE SEDA Y, POR extraño que parezca, el camino que lo llevaría a los memorables se inició en el vaso de whiskey escocés que sostenía en las manos. En los vasos de quienes lo acompañaban, circulaba un líquido igual. Y tal vez por eso fueron tan desabridas las carcajadas que resonaron en el amplio salón de la casa, después de que el anfitrión dijera al que estaba más cerca suyo: «Ahijado, ahora que unos cuantos mercaderes están empeñados en demostrar que la tierra es plana, no faltará quien venga a decir que la historia es redonda. ¿Están viendo cómo se construye una hermosa simulación? La tierra es lisa como una servilleta y la historia no tiene una sola punta por donde se le agarre, es como si fuera una esfera. Y ahora, tú, Bob, ¿cómo vas a deshacer un embuste tan bien montado?».

Los varios hombres que lo acompañaban se desbarataron de risa. Después llamaron a la portuguesa para que se riera también, ella abandonó el rincón donde estaba y fue a integrarse al grupo que se divertía alrededor del anfitrión; pero en poco tiempo, en aquella habitación solo quedarían el hombre vestido de seda, su ahijado Robert Peterson y ella; o mejor dicho, yo misma. Entonces el silencio ahí adentro, en contraste con la alegría que se propagaba por las otras habitaciones de la casa, creó un intervalo demasiado prolongado entre nosotros, hasta que el padrino, con una señal amistosa, me llamó hacia el enorme ventanal. Afuera, unas hilachas blancas habían empezado a volar con unas horas de atraso, según la previsión de meteorología, y al antiguo embajador le parecía interesante que yo contemplara su llegada. Me dijo: «Acérquese aquí, Miss Machado, venga a ver lo que está cayendo del cielo sobre nuestro jardín». Me aproximé y los tres nos quedamos ahí junto al vidrio, emocionados por el encanto y la melancolía.

Sin embargo, esa fina contemplación ante el barrunto de nieve no duró ni un instante. El padrino se desprendió inmediatamente de aquel clima de fascinación y le preguntó a Bob, como si la nieve no existiera y yo no estuviera ahí. «Ahijado, a propósito, ¿qué decidió ella sobre lo que te propuse?». Y ambos empezaron a intercambiar impresiones sobre el calendario de los futuros desplazamientos a los países del desierto, allá donde, seis meses después, la guerra seguía sin tregua ni un final aparente. La salida estaba programada, la escala concluida. Obstinado, el padrino insistió. «No olvides que ella puede ser perfectamente sustituida en esta misión. Miles de jóvenes reporteros de su edad están, en este momento, rumbo a los desiertos para hablar con las viudas de los mártires. ¿Qué podría ella investigar que otras no puedan?». Padrino y ahijado hablaban en inglés, y de nuevo aquel she era yo. Hasta que el hombre vestido de seda inició una larga exposición sobre el vicio de documentar batallas.

Nos sentamos.

El anfitrión hablaba con el vaso en la mano, haciéndolo girar como si fuera un adorno, y yo pensaba que el líquido bien podría no ser whiskey sino agua pintada. Hablaba pausadamente, dirigiéndose a Bob Peterson, desplegando una larga exposición sobre el vicio de cubrir conflictos armados, vicio que le había contagiado a su ahijado Bob, y probablemente a todos aquellos que pasaban por sus manos, incluida ella, la chica que estaba ahí. Muy contrariado con el hecho, el padrino empezó a exponer su teoría respecto a ese lamentable vicio, que siempre incluía calendarios angustiantes, urgencias impostergables y reporteros imprescindibles. No obstante, podíamos estar tranquilos. Nunca nos faltará un conflicto que cubrir a lo largo de nuestra vida, en cualquier lugar, y a cualquier altura; para desgracia de todos, siempre habrá matanzas y viudas. Y precisamente, para equilibrar la balanza de la permanente ley de la reincidencia, valía la pena escoger, en la espiral, los momentos de intermitencia que cada tanto surgían. Decía el diplomático, y en medio de ese coloquio, metódicamente monótono, como si escucharlo constituyera una prueba en sí misma, acabó dirigiéndose a mí en portugués: «Miss Machado, acabo de decirle a mi ahijado que no siempre la historia es una pesadilla de la que en vano tratamos de despertar para regresar al punto de partida. Mire que, en ocasiones, aunque sea en escasas ocasiones, la historia también es un sueño agradable, y puede ser tan apaciguador que vale la pena que una persona, al despertar, intente por todos los medios conservar la imagen para que no se esfume. Seamos prácticos. Cuando nos despertamos a mitad de esos sueños, lo que debemos hacer es mantenernos en estado de alerta, reteniendo ese momento de excepción, prolongándolo en la memoria de forma también excepcional. ¿Tengo o no tengo razón?».

Y volteándose hacia Bob, le habló en inglés: «Ya te dije, ahijado, es necesario estar preparados. Para empezar, te sugiero una secuencia de cinco o seis episodios, como aquellas series de los buenos tiempos, cuando tú eras un muchacho genial y lo que producías resultaba mucho mejor de lo que planeabas. Algo que se llame La Historia en Vigilia, o cualquier otro título parecido. Un primer número, ejemplar, y para ese arranque inaugural sugiero a Miss Machado. La chica abriendo la serie con el caso de su país, ese episodio extraordinario ocurrido en su patria hace veinticinco años o más. El tiempo siempre está pasando, cada vez más rápido, cada vez más rápido, y el tiempo siempre empezando, ¿no es así, Bob? Acepta el consejo que te doy. Ella debería irse cuanto antes y recoger los restos de la metralla de flores, aún incrustados entre las piedras de las banquetas de Lisboa. Envíala allá, ahijado, envíala antes de que sea tarde. Sugiero que la serie se titule La Historia Despierta». Y el antiguo embajador elevó su vaso a la altura de sus ojos e hizo un largo salud, como si alguien en el interior de aquel salón fuera a tener un hijo.

Todavía no mencioné que la casa del embajador era de madera y vidrio, ni que se erguía a orillas de un afluente del río Potomac, un flujo razonable desde donde provenía el sonido rumoroso del agua que de vez en cuando se oía. Tampoco he dicho que la vivienda estaba rodeada de robles rojos, y que los primeros copos de nieve, en lugar de cubrirlos, seguían exhibiéndolos como enormes hogueras brillando por contraste en medio de la humedad verde. Tal circunstancia no tenía importancia, a no ser que, de repente, los dos americanos me conducían hacia lugares que yo no deseaba visitar nuevamente, y la nieve, cayendo sobre el jardín, cada vez con mayor intensidad, me paralizaba mientras los colores ardían. Me sentía prisionera de los colores. Fue así, el antiguo diplomático no tardó mucho en decir, usando su portugués con un fuerte acento: «Miss Machado, vamos a charlar. Cuando el milagro portugués sucedió, yo todavía no me encontraba en su país. Llegué nueve meses más tarde, para entonces las calles de Lisboa ya estaban en el auge de la metralla, lo que me dio mucho trabajo». En esto, el embajador volvió a reír con regocijo, calculando el volumen de su whiskey y haciéndolo rodar en el vaso. Agregó: «Vaya que me dio trabajo, claro que me lo dio. Aunque también me proporcionó una de las mayores satisfacciones de mi vida. Sin más, puedo asegurarle que derroté a mi Secretario de Estado en un diferendo que fue conocido, en ese entonces, con un nombre bastante curioso. ¿Quiere saber cómo lo llamaron? En los corredores del Departamento de Estado, lo conocían como la guerra de los arañazos portugueses, entre Henry y Frank; en el caso de él se entendía perfectamente, ya que lo llamaban melena de león, el terrible. Era lo que se decía aquí en Washington, aunque nada de eso constara en su país. En Lisboa pintaban go home soon debajo de mi nombre como si yo fuera un estorbo, mientras que en las paredes de al lado dibujaban flores. Fue ahí, Miss Machado, en medio de esa metralla, que conocí a su padre».

Yo percibía el olor de la nieve que venía de afuera, y el olor del peligro incubándose ahí adentro, en el interior del enorme salón. Aquel día, Bob Peterson me había pedido que lo acompañara simplemente para hablar un poco en mi lengua, para expresarme en portugués sobre el desastre que presencié camino al cementerio de Wadi al-Salaam. Sin embargo, inesperadamente, no sólo hablábamos de mi país, sino que acabábamos por remitirnos a la imagen distante de mi padre, y yo tenía la idea de que ambos temas eran uno solo. Me parecía inconcebible. El antiguo embajador dijo en inglés: «¡Oh, sí! Bob sabe lo que pienso». El ahijado no respondía, escuchaba. En el camino, él mismo me había dicho que me mantuviera en guardia, ya que a partir de cierta edad todo hombre que se precie tiene una Ilíada que contar, y su padrino tenía varias. La advertencia se confirmaba. El padrino decía: «Bob sabe perfectamente cómo en aquellos años se desplegaba el mapamundi sobre la mesa de conferencias, a eso de las ocho de la mañana, y cómo conforme transcurría cada día, más banderines de sangre aparecían esparcidos un poco por todos lados. Nuestra noche de descanso era un día agitado para ellos. Los usos horarios son así, los meridianos terrestres son así. Los banderines ensangrentados eran así. La guerra fría, en ciertas regiones de la tierra, era realmente abrasadora. Pero por lo menos habíamos aprendido a hacer operaciones de división y sustracción sobre el mapamundi. Dividir al mundo en dos, simplificaba mucho las cosas, por lo menos eso habíamos aprendido. Y en lo que se refiere a operaciones de sustracción, aprendimos todavía más. Mirábamos el mapa extendido sobre la mesa y hacíamos nuestras cuentas. Para lograr una reducción considerable de bajas aquí, tenían que ser sacrificadas dos o tres cabezas allá. Operaciones de división. Se sacrificaban treinta vidas para evitar el desperdicio de tres mil, un ciento para conservar un millón. La guerra fría fue eso, una cuenta de ahorro. La ley del carnicero eterno minimizada al máximo. Era así, todas las mañanas. Pero de repente, en el momento menos esperado, en el extremo occidental de Europa, surgió aquello. Ocho de la mañana en punto. Una movilización extraña estaba llevándose a cabo en su país. Una deposición pacífica. Nadie creía en una movilización que se dijera pacífica. Esperábamos serenos, queríamos colocar el banderín rojo en el lugar correcto, parecía natural que fuera así. No obstante, ya habían transcurrido dos días y todavía nada grave sucedía. Efectivamente, era una deposición sin sangre. El mundo entero a la expectativa, mirando hacia su país. ¿Cómo era posible? Un caso sin precedentes. Una tirita de tierra del tamaño de un mantel, sin importancia alguna, se transformaba inesperadamente en la novia deseada de todos. En consecuencia, sobre la mesa de conferencias, la partida de ajedrez cambiaría. A partir de entonces, el mapa de las sospechas nunca más podría extenderse igual. Pero la diferencia no radicaba en la diversidad de festejantes que llegó allá la mañana siguiente, muchos de ellos con la misión de espiar, intrigar, vigilar y ocupar su país, se debió tan solo, y apenas, a la calidad de su gente».

El antiguo embajador se inclinó hacia la charola del mesero, se ajustó el saco de seda en cuyo bolsillo llevaba plumas doradas, y habló en portugués: «Créalo, Miss Machado, nunca encontré a lo largo de mi carrera a un pueblo tan sensato como ése al que usted pertenece. Un pueblo noble, sin álgebra ni letras, con cincuenta años de dictadura sobre la espalda y el pie sembrado en la tierra: de repente se da un golpe de Estado y sale todo a la calle a gritar, cada uno con su alucinación, con su proyecto y su interés; unos amenazando a otros, cuerpo a cuerpo, cara a cara, muchos con armas en la mano, que se insultan, golpean, obstinan y no se matan. Yo lo vi, yo estuve presente. Es esta realidad la que hay que contar antes de que sea tarde. ¿Entiende lo que estoy diciendo?».

Yo no necesitaba entender.

Por cierto, ahora, a seis años de distancia, creo recomponer con mayor fidelidad las palabras del embajador que en ese entonces, cuando las escuchaba directamente, sentada frente a él. Entonces me importaba muy poco la exaltación de un pueblo lejano que sólo por casualidad era el mío. Lo reconozco. Aquel discurrir grandioso, encubierto bajo un tono común, tan común que se tornaba intenso, alternado en dos lenguas, no me conmovía. Estaba en tela de juicio su pueblo. Y el padrino invocaba a una gente tranquila, una gente a la que cualquier ministro le gustaría liderar, a cualquier sacerdote pastorear y a cualquier procurador de justicia defender. El padrino hablaba con vivacidad contenida, como si el país que invocaba fuera una persona amada, se refería a un noble pueblo con sus armas inofensivas, sus manifestaciones de júbilo y grandes tumultos pacíficos, evocando a la mitad de ese cuadro aquella que había sido su propia estrategia, la espera que había alimentado de reservas hasta que se tranquilizara la calle donde el noble pueblo hervía, una jugada certera que había exigido de su parte un fino ejercicio de paciencia durante mil novecientos setenta y cinco. Se acordaba perfectamente. A esa altura, ante su moderación, el melena de león del Secretario de Estado bien que se exasperaba, diciendo que había enviado a Lisboa a un duro que finalmente había resultado blando. Un blandengue que daba clases en vez de actuar. Y el padrino de Bob, divertido, evocaba la manera en que él mismo y su staff, ante la crispación de las instrucciones que les llegaban, sin ninguna intervención directa invasiva, ningún trabajo nocturno difícil, un juego perseverante de entérate y aguarda, como no se había registrado desde que la guerra se servía fría, había ganado la partida. Una hermosa partida. Lo escuchaba hablar, mientras en el piso de arriba los invitados reían, y yo misma tuve ganas de reír, sobre todo cuando el antiguo embajador trató de acordarse del nombre de las flores que los portugueses en setenta y cuatro metían en el cañón de las escopetas. El nombre no le llegaba a la cabeza. Nosotros tres, como si nuestros cerebros estuvieran programados para el olvido simultáneo, nos contuvimos. Yo misma fingí haberla olvidado. El anfitrión permaneció en suspenso. Preguntó: «¿Cómo se llamaban las flores».

Sí, ¿aquellas flores rojas?

Ninguno de nosotros se acordaba. Era increíble que los tres supiéramos que los pétalos de esas flores eran dentados, con una uña larga en el peciolo fuerte, que habían sido regaladas por las vendedoras de flores desde la mañana del mismo día veinticinco, cuando los insurrectos avanzaban hacia la Baixa. Incluso Bob conocía la historia, sabía que había empezado por ser el regalo de una vendedora cuando la columna de sublevados daba la vuelta alrededor de una plaza, hasta él lo sabía, y sin embargo, ninguno de nosotros recordaba el nombre de la flor. ¿Cómo es posible que usted no sepa el nombre? Inquieto el anfitrión confesaba estar sorprendido por el hecho de que la palabra no estuviera grabada en mi cabeza, pero él conocía el proceso, sabía que la distancia geográfica y la mezcla de los idiomas generan en ocasiones agujeros imaginarios en la memoria lingüística de la persona que migra. Un problema de sinapsis confundidas en la estructura cerebral cuando se cambia de lengua. Siendo así, entonces, ¿cómo se llamaba esa flor? Nosotros tres con los ojos en el techo del salón, mientras Bob permanecía indeciso. Hasta que de repente Bob sospechó y se decidió, dio un salto, abrió la puerta, subió al piso donde provenían las risas, y cuando bajó ya sabía el nombre de la flor. Su rostro estaba ruborizado. Era una vergüenza. ¿Cómo no nos habíamos acordado de que se trataba de carnations? ¿Red carnations? Dijo en inglés.

También el antiguo embajador sentía una especie de bochorno.

Claveles, claro que eran claveles. How awful, it’s carnations, of course, dear Bob! Sí, ¿cómo era posible que el nombre de esa planta no hubiera acudido a su memoria? ¿Cómo? Y en ese instante, hizo rodar su silla hacia mí: «Sabe, Miss Machado, si regresa usted a Lisboa y busca entre las piedras pequeñitas de las banquetas que hay allá por todas partes, todavía encontrará restos de aquellas flores, los únicos proyectiles que usó su pueblo para deponer a las viejas figuras, y también para comprenderse a sí mismos. Y esto da mucho que pensar a quien ha transitado por otros lugares de la tierra y ha sido testigo de muchas y variadas peripecias. Apenas un año antes había sucedido en los estadios de Santiago todo lo que se sabe. Lugares de malos recuerdos. El caso de aquel muchacho que componía y cantaba canciones, a quien le destrozaron los dedos a culatazos y le metieron cuarenta y cuatro balas en el cuerpo. Fue una jugada de muy mal gusto. Los autores de la proeza les escribieron a sus amigos contando que habían disparado diez balas para que no cantara, diez para que no escribiera, diez para que no compusiera, diez para que no contara lo ocurrido, y las cuatro para que se creyera que había sido obra de los Estados Unidos de América. Cuatro balas en su pecho. La coartada de las últimas cuatro había sido de veras de pésimo gusto. Un panfleto en carne viva, redactado por los chilenos, dándole la vuelta al mundo para que nos incriminaran. Ya se sabe cómo es esto, encubierto por el invasor, el invadido se retrata. Algo muy delicado. Pero el caso de su país fue diferente, una realidad única. Armas portuguesas, revolución portuguesa, un buen pueblo, generoso, pacífico, a tal grado que la metralla fueron únicamente flores. Gente cuerda. Y sabe, Miss Machado, cuando escuché su nombre en los reportajes de la CBS y me percaté de su ligero acento, su apellido y su aspecto, recordé a aquel pueblo y aquel tiempo, lo mismo que las crónicas de António Machado, su padre».

«Tengo una deuda muy grande con su padre, ¿sabe? Personalmente, jamás coincidimos, pero lo conocía muy bien, lo conocía como los hombres deben conocerse, a través de las preocupaciones que les cruzan el pensamiento, cuando son proferidas en voz alta. Así es, Miss Machado, porque eso significa ser un buen compañero en el tiempo, y tener el valor de darse a conocer entero. Y ése fue el caso. Me acuerdo perfectamente de la crónica de António Machado, el hombre que anticipaba el futuro en la última página de su periódico. Dos columnas. Lo que escribía el hombre que anticipaba el futuro se leía muy bien. Agorero, día tras día, iba vaticinando, augurando el futuro, y yo, en mi calidad de representante de un país extranjero, iba descifrando el augurio, esquivando el augurio, disfrutando su manera de vaticinar. Ya que si un cronista no sirve para vaticinar, entonces ¿para qué sirve? ¿No me va a responder, Miss Machado?».

Yo escuchaba al padrino de Bob hablar.

Lo oía y pensaba que no me convenía pronunciar una sola palabra que me relacionara con esa historia antigua cuyos pormenores conocía hasta el cansancio. El anfitrión hablaba en inglés sobre las crónicas de mi padre, allá afuera, la caída de la primera nevada de otoño amainaba, sin embargo en el jardín ya no se distinguían las siluetas de los árboles. Decía el embajador: «Es muy curioso, Miss Machado. En febrero de setenta y cinco, yo apenas acababa de llegar, y ya António Machado escribía que yo era el caballo de un Atila llamado capitalismo, que donde ponía mis patas traseras la hierba se secaba y los hombres libres morían. Usaba un lenguaje excesivamente colorido, sí, aunque a mí no me gustaran aquellos tonos. Ya que mostraban lo que se veía y lo que se imaginaba. Cuando una persona lee tales acusaciones sobre sí, tiene que examinar muy bien el material de la suela de sus zapatos. Nada más. Fuera de eso, poco me importaban los tontos que escribían en las paredes. Lo que me interesaba era lo que los hombres inteligentes pensaban. El hombre que descifraba el futuro, su padre, era inteligente y escribía copiosamente sobre mí. Le encantaba despreciarme. Seis meses después, en el otoño de setenta y cinco, se atrevió a escribir que yo representaba a todos aquellos que estaban empeñados en borrar de aquella canción, la canción que marcó el inicio del levantamiento de setenta y cuatro, el sonido de los pasos con el que se iniciaba la tonada, aquella marcha lenta, aquel coro del campo que hablaba de cierto árbol…». Y en ese momento el anfitrión miró desvalido hacia Bob Peterson: «¿Cómo se llamaba la canción, Bob? ¿Aquella marcha lenta? ¿La que se iniciaba con el sonido de los pasos?».

¿Cuáles pasos?

Qué curioso, en ese momento, ninguno de nosotros se acordaba del nombre de la canción. Nuevamente nuestra memoria nos traicionaba. En otros tiempos, todos los sabíamos, incluido Bob Peterson, que nunca había estado en Portugal, pero rápidamente se había enterado de la existencia de cierto tema country que era difundido en los programas de música del mundo. En tierra de civilizados, ¿quién no se había enterado? ¿Quién no había escuchado, al menos una vez, aquellos pasos? Bob tenía quince años en setenta y cuatro, vivía entonces en el interior de Alabama, pensando únicamente en el béisbol, y aun así había puesto atención en la canción portuguesa, ésa que se iniciaba con el sonido de los pasos de unos hombres, que los estadounidenses imaginaban acosados por lobos y llenos de andrajos, caminando abrazados, partiendo finalmente, con un siglo de atraso, rumbo a la aurora sagrada de la producción, a la sacrosanta fraternidad de la libertad de las ventas y las compras. Los buenos ciudadanos americanos se emocionaban. Pues bajo sol naciente, allá del otro lado del mar, un bando de europeos andrajosos, como aquellos que a veces emigraban para California con una mano enfrente y otra atrás, conquistaba el camino que los conduciría a la prosperidad, recorriendo su penosa senda calzados de duras botas cardadas. El sonido de aquellas pisadas. ¿Cómo era posible que ella, la chica portuguesa que estaba ahí, no lo supiera? Claro que Robert Peterson no tenía la obligación de acordarse del nombre de la canción, pero la portuguesa que fingía no saberlo, sí que la tenía. Y de nuevo el ahijado se levantó para ir al piso de arriba. Molesto, ofendido. El antiguo embajador, sin embargo, comprendía mi amnesia. Mientras Bob le daba nombres diferentes a mi amnesia. Era un trick, un truco, no podía ser otra cosa, una indecencia. Una falta de cortesía el estar fingiendo que no sabía. Aparentar que no recordaba el nombre de los claveles, aparentar que no recordaba el nombre de la canción. Los ojos de Bob pasaban de castaños a grises. ¿Qué estaba pasando entre nosotros, ahí mismo, en la sala del padrino? Era algo simple: nos enfrentábamos. Un brazo de hierro sereno, una lucha mansa, subentendida, que no tenía ninguna importancia, ante el asunto en causa. Pero Bob subió al piso intermedio de la mansión, y cuando volvió dijo en inglés: «No necesitamos tu ayuda. Afortunadamente allá arriba hay alguien que tiene en la cabeza un glosario onomástico sobre las revoluciones. Bastó mencionar el caso portugués y fue un prepárate que ahí te va». Y Bob le entregó al padrino un papel, y este lo leyó: «Gan do la».

El padrino leyó lo que estaba escrito en el papel, deletreando, rodó varias veces el líquido que quedaba en el fondo del vaso, y me miró, provisto de una infinita paciencia. Bob fue a su encuentro como si yo ya no estuviera presente: «Fíjese bien, padrino, ahora ella va a decir que no sabe si Gandola es un árbol o una ciudad. No podemos hacer nada, ella está a la defensiva, no quiere participar. ¿Me entiende? No se acuerda de la canción Gandola, no se acuerda del nombre de los claveles. She’s quite a flaky person, my dear uncle. That’s the truth».

Aquel she era yo.

Pero el padrino había nacido tres décadas antes que Bob, y además de eso había sido un hábil negociador, mientras que el ahijado era sólo un hombre nervioso que se adiestraba en el dominio de sí mismo, y podía hablar desde los escombros donde se amontonaran cadáveres de cinco días con la inmutabilidad facial de la piedra. Bob fácilmente se desentendía de los vivos. El anfitrión, por el contrario, se animó, acercó su brazo al mío, y yo sentí su mano huesuda impidiendo mi fuga. «Vamos a ver. ¿Cuál es su nombre completo?». Preguntó: «Seamos francos, Ana Maria Machado. Tome en cuenta que en poco tiempo nadie más se acordará del significado del sonido de esos pasos del que usted tampoco se acuerda. Entiendo que para usted todo eso sucedió hace mucho tiempo, antes de que usted naciera, antes del principio del mundo, de su mundo, pero aun así, vale la pena pensar en el asunto. Es que hay en todo esto algo que no encaja. ¿Acaso no ve cómo la memoria de lo terrible perdura, mientras que el recuerdo de los momentos gratos se borra apresuradamente?». Y el anfitrión preguntó como si le contestara a alguien que lo estuviera interpelando: «¿Cree, entonces, que la mente humana está definitivamente formateada para olvidarse del bien? ¿Para olvidarse de los momentos en que el ángel de la guarda pasa por el mundo? ¿Los momentos en que se registra una pausa en la incesante salvajería humana? ¿Los momentos en que el ángel amigo de la humanidad muestra su faz? ¿Agita sus alas suaves sobre nuestra cabeza y nos invita a comer y a beber a su mesa? ¿Lo cree, Miss Machado? Si no lo cree, entonces, ¿por qué no está dispuesta a colaborar con el ángel que le corresponde? ¿Por qué?».

«Discúlpeme si, sin proponérmelo, la presiono demasiado».

Atrás de los vidrios, había dejado de nevar.

Robles y abetos de brazos extendidos habían desaparecido en la blancura del jardín. Se escuchaban pasos y despedidas en una habitación de al lado. Yo pensé, ¿qué pasa? ¿Tan temprano? ¿Ya? El mesero se acercó e hizo una señal, el anfitrión se dirigió a la entrada. Bob lo acompañó. Los invitados, dos docenas de personas bien humoradas, se despedían de la anfitriona, una algazara nocturna, risueña, parlanchina. El antiguo embajador regresó rápidamente, volvía de la despedida como si no hubiera existido el intervalo, y Bob caminaba atrás del padrino como si fuera su paje. Yo iba a sugerir que deberíamos hacer lo mismo que los otros invitados y escaparnos, había llegado la hora de anunciar nuestra despedida de una manera rápida, aprovechando la pausa de la nevada. Pero no. Estábamos atados a la sala. Ya que el anfitrión volvió al punto en que nos habíamos quedado: «Disculpe, Miss Machado, que le hable de temas tan extraños. Todavía necesito decirle que la entidad luminosa raramente sobrevuela la tierra y, apenas esto sucede, desaparece de inmediato dejando el mundo a oscuras, haciendo de nosotros parte de esa oscuridad. Se lo juro, nosotros no somos más que un dibujo que se mueve en la oscuridad. He sido testigo de eso por todas partes. Con una excepción. Por cierto, ya se lo conté a Bob».

Bob Peterson se sentó.

El padrino continuó: «Miss Machado, siéntase libre. Ya he dicho lo que tenía que decir. De mi parte fue una cuestión de admiración por la gente de su ciudad. Desde las ventanas de nuestra residencia yo observaba el ritmo de aquella población, y a cada día que transcurría más apreciaba a ese pueblo, su pueblo. Sabía que en el momento de la verdad, una vez que hubiera pasado la hora del manicomio de Lisboa, como la denominó la corresponsal del The New York Times, aquella gente guardaría las armas en el ropero y se perdonaría mutuamente. Yo sabía que los portugueses olvidarían las ofensas cometidas por los antiguos esbirros, así como éstos olvidarían las ofensas de los recién amotinados, que unos y otros en un breve plazo se sentarían lado a lado en los mismos restaurantes y bares, luego se saludarían de mano extendida, y todo quedaría en calma como antes. Según su tradición, se perdonarían unos a otros como a sí mismos. Escenas de caballería a la antigua que, un día, serán consideradas modernas, siempre y cuando sean bien contadas. Y así va a suceder, de verdad así lo espero, ya que Bob será capaz de recomponer ese momento de inusual felicidad, sabrá aplicar su método de cazador como lo hizo antes, cuando era un buen muchacho y andaba atrás de los sobrevivientes de Normandía quienes le contaron, uno a uno, cómo había sido el desembarque. O cómo había ocurrido la entrada de los aliados en París gracias al testimonio de las vendedoras que, a esa altura, andaban por los boulervars. Usted lo ha visto, usted conoce todo lo que Bob ha hecho». Y el hombre que nos acogía permaneció con aire de constructor de puentes y presas: «Entonces, según mis cálculos, será así», continuó: «Usted irá primero a hacer sus anotaciones brutas, él viajará después con el resto del equipo, para grabar parte por parte, supervisar la edición y el resultado final. Clean, cleanísimo. Un mes para usted, un mes para Bob, en total tres meses. Ahora usted podría perfectamente dar la patada de salida, aceptando de inmediato la propuesta. Aun así, como ya le dije, no quiero presionarla».

El anfitrión parecía haber terminado la invitación en cuyas palabras yo adivinaba los planes de Bob y no el método que le habían atribuido. Que yo supiera, el padrino carecía de método en esa materia, y aquél no era su campo de acción. Pero había algo de decaimiento en su voz, un tono de remate, un toque grave en su acento que me confundía, ya que tanto podía ser de abdicación ante mi intransigencia, como de apoteosis por su propia convicción de que yo acabaría por ceder. No sabía cómo interpretarlo. Mientras tanto, el antiguo embajador dijo: «Entonces, ¿vamos a allá arriba, Miss Machado?».

«Sí, vamos». Respondió del ahijado.

Y yo también fui.

Bob conocía la casa como si fuera suya, y se adelantaba en subir. Los tres avanzábamos en silencio por las escaleras que conducían al último piso. Nadie hablaba. A la mitad de aquellos escalones, tuve la idea de que el peligro había pasado. Bob sabía que mi rechazo era anticipado, sin discusión posible. Además, mientras subíamos, yo pensaba que aunque Bob no renunciara al proyecto, y nada justificaba que tal cosa sucediera, la solución sería simple. En lo que se refería al primer caso, en concreto, simplemente tendrían que prescindir de mí. ¿No eran cuatro o cinco episodios o incluso más los episodios? Entonces, ¿por qué la insistencia en el primero? Y ¿por qué el primero? Subimos y llegamos a un espacio donde la ventana en forma de claraboya mostraba que los otros invitados habían salido justo a la hora. Los copos blancos habían tomado volumen, ya no permanecían suspendidos en el aire; ahora volaban, oblicuos y certeros, rumbo al suelo como si fueran canicas.

El recinto semicircular donde nos encontrábamos era la biblioteca de la casa y, por cierto, la oficina particular del padrino. También ahí el ambiente era cálido, como si estuviéramos en las Antillas, la región de donde provenía el vuelo que había traído al padrino de Bob con varias horas de atraso. El padrino seguía vestido tal como había viajado, y el mesero nos seguía como desde la primera hora. Sobre una mesa, varios montones de papeles y sobres, y una lámpara iluminándolos. El anfitrión se aproximó a la mesa y empezó a interpelarme, como si su voz se dirigiera hacia otro lado y el objetivo en vista fuera exactamente el mismo. Haciendo rodar nuevamente el líquido en el vaso y simulando divagar, me preguntó: «Miss Machado, antes de mostrarle lo que tengo guardado aquí para usted, me gustaría que me informara algo».

«¿De casualidad sabe usted si Carvalho sigue vivo?».

La pregunta fue formulada en portugués y exigía que me centrara en el asunto, ya que al decir carvalho no se refería al nombre de un roble en portugués, era un apellido, pero no me acordaba de ningún Carvalho. Esta vez no estaba fingiendo un olvido, era un olvido real, y al contrario de lo que había sucedido en la planta baja, en lugar de fingir un olvido, aparenté acordarme, refugiándome en la ambigüedad, diciendo que sí, que creía que aún estaba vivo. ¿Por qué razón no habría de estarlo? El anfitrión me ayudó. «Me refiero a Carvalho, el responsable de elaborar el plan del golpe de Estado, y que al final de cuentas lo ejecutó puntualmente. Genial. The portuguese red oak, you know? The biggest one? Según lo que usted dice, también yo creo que sigue vivo. Pero Antunes, ése, ya está muerto. Sobre él me informó una fuente segura, y sé muy bien que falleció. Lo cual es una pena, era una buena cabeza, pensaba muy bien, escribía muy bien, aunque con demasiadas palabras. Incluso pensaba mejor de lo que discutía, hablábamos mucho, y sin embargo, ya no está con nosotros. En cuanto a Lourenço, al parecer sigue vivo y goza de buena salud. ¿No es así?».

El padrino se puso a soñar a mitad de la oficina.

«Yo hablo del pueblo, pero el pueblo es una entidad. Lourenço es uno de los que forman parte de esa entidad, la entidad del pueblo. Varias veces comimos juntos. Él está vivo. Es decir, sigue vivo Lourenço, sigue vivo el pueblo, está vivo Antunes, y Salgueiro está muerto. Salgueiro murió. Sobre el destino de este último, usted sabe bien lo que pasó. Era una persona intachable, y desafortunadamente tenía sólo cuarenta y siete años cuando se fue. Cuarenta y siete y nos dejó. Dios mío, Salgueiro era un niño y murió. Personas maravillosas que murieron, pueblo maravilloso, ciudad encantadora, pasé allá los mejores años de mi vida, mi misión más importante la cumplí ahí. Y dejé allá muchos amigos queridos. Todos siguen vivos, mis amigos. Me cuesta trabajo pensar que un día algunos de ellos puedan morir. Si alguno de ellos muriera, sería señal de que yo podría morir también, y yo no creo que tal cosa pueda suceder».

Apoyado en la mesa, muy cerca de Bob, y dirigiéndose en especial a él, el padrino se reía de sus propias palabras. Si alguno de ellos muriese, repetía, sería señal de que él mismo también era mortal. Claro que él creía en su propia inmortalidad, incluso ya había escogido la silla de cristal donde se quedaría sentado para siempre. Y el buen humor del anfitrión crecía a medida en que preguntaba por éste o por aquél, y los encontraba vivos en medio del buen pueblo portugués. Ciertos nombres de personas vivas le daban mucha satisfacción. Yo ponía especial cuidado en esos nombres, y sólo ahora entendía por qué razón no identificaba aquellos apellidos. Eso sucedía porque desde siempre, en nuestra casa, aquellas personas no eran llamadas por sus nombres propios sino por apodos, una costumbre introducida por la mujer de António Machado. Tanto era así que mientras el antiguo embajador hablaba, iban desfilando ante mis ojos una lista de motes domésticos; circulaba toda una serie de epítetos privados provenientes de la casa de mi padre, que yo conocía muy bien, pero en ese momento, aunque lo deseara, no podía asociarlos a las figuras civiles a quienes aludían. Y tampoco era necesario, ya que el padrino parecía sólo formular preguntas que ya tenían respuesta. Sabía muy bien quién estaba vivo, quién estaba por morir y quién ya había muerto. ¿Por qué razón prolongaba aquella velada, recargándose en los libreros, hombro a hombro con Bob, en la sala semicircular?

Satisfecho, el padrino apretaba el vaso, y ahora yo podía ver muy bien que su whiskey no era agua pintada, ya que el mesero entraba y salía sirviéndonos a los tres de la misma botella. No vestía ni siquiera un abrigo ligero sobre el traje que usaba, ni mencionaba de que la nevada de la tarde había caído con una hora y media de atraso, o que, ahora, la tempestad estaba llegando con dos horas de anticipación. La cuestión era esta. Durante una velada, el negociador había vuelto a un viejo proyecto, un proyecto obsesivo, y se olvidaba de todo por él. Yo era uno de los instrumentos para ese proyecto. Por eso, el padrino de Bob Peterson entendía que lo mejor sería prolongar la velada a lo largo de toda la noche hasta que la tempestad pasara.

Dijo: «Póngase cómoda, mientras, Bob y yo vamos a la planta baja».

En realidad, con la tempestad llegando, adelantada o atrasada, o hasta si hubiera llegado a la hora fijada, lo que sucedía era que el anfitrión había preparado una sorpresa para la hija del hombre que auguraba el futuro. Et voilà, dijo con énfasis latino. Se trataba de algo muy importante para él, aunque para los demás no pasara de algo muy modesto; apenas un recuerdo, pero un recuerdo esencial, oriundo de ese pueblo tosco, pobre, noble, resistente, callado, firme a más no poder, que otrora había sido un gran pueblo de navegantes, que había llegado hasta Japón y había dado la vuelta al mundo, y que ahora, después de unos cuantos sinsabores, había sabido retornar a su rincón, deponiendo las armas de forma negociada y honrando sus compromisos. Sentía una enorme satisfacción por haber vivido en otro tiempo entre ese pueblo. Una gran felicidad por no haber permitido que aquel pueblo en setenta y cinco hubiera servido de conejillo de indias. Una gran satisfacción por no haber consentido que el Henry de la melena de león hubiera hecho de ese pueblo sereno el campo de vacunación para Europa. Que no lo hubiera transformado en el campo del bacilo socialista para mostrarles a los europeos un caso de desgracia ejemplar. Una Cuba, para que Londres y París padecieran los males por los que pasaba el pueblo norteamericano con los muchachos de La Habana ahí a la puerta de su casa fumando puros en sus narices. ¡Oh! Sí, sí, en mayo de setenta y cinco, la jeringa ya estaba lista, destinada a la piel de los portugueses. Todo preparado por la mano del melena de león. Sin embargo, lo había evitado, él lo había logrado, había visto el cómo el cambio se acercaba, había evaluado la naturaleza de la víctima, y había llegado a la conclusión de que ese pueblo manso, medido, resistente al hambre y al frío, a la miseria y a la ausencia de números y letras, de bigotes negros y botas cardadas, no se merecía ser destinado al triste papel de vacuna. «Dígame, Miss Machado, ¿alguna vez la vacunaron? De casualidad, ¿sabe lo que es, clínicamente, una vacuna? Y de casualidad, ¿no conserva en el brazo o en la pierna la cicatriz de su vacuna contra la viruela? Sí, ya veo que la conserva. Pues era exactamente eso lo que le iba a suceder a su país. Su país se iba a transformar en el pedazo de piel marchita donde la vacuna fue inoculada. ¿Entiende lo que sucedería? Era justamente eso». Dijo el antiguo embajador, procediendo a hacer el balance de su propio desempeño. Es decir que, si en la guerra de los arañazos portugueses, como fue llamado el conflicto, él no hubiera defendido su punto de vista a toda costa, el rumbo del continente europeo habría sido muy diferente, a partir de setenta y cinco. Y, seguramente, no habría sido un dossier delicado forrado de hojas secas y papel de china. Ni en la receta que estaría ahí escrita aparecería “dulce de peras”. Al contrario, pero afortunadamente no había sido así, para el bien de todos.

Era curioso cómo el padrino hablaba con orgullo de esa victoria sobre su adversario.

Había vencido, sí, había vencido. No obstante, insistía en subrayar que Europa no le debía nada, que su propio país no le debía nada, que nadie le debía absolutamente nada. Había sido en el estricto cumplimiento de su función que había procedido así. Ahora, él sólo quería dejar un testimonio de que, por lo menos una vez en la vida, había sido parte de la brisa benéfica de la historia. Que por lo menos una vez había estado allá, en el lugar exacto, a la hora justa, cuando el ángel de la paz había pasado volando sobre el país de la hija de António Machado, esa historia que merecía ser contada a través de las cámaras de su ahijado Bob. Sería el primero de la media docena de capítulos de La Historia Despierta, o cualquier otro título que su ahijado le quisiera dar, siempre y cuando contuviera, al reverso de su formulación, la idea de que, a veces, una entidad benéfica pasa iluminando como un relámpago la tenebrosa oscuridad de la tierra. El anfitrión dijo en inglés: «Disculpa, Bob, que me esté dirigiendo únicamente a tu amiga». En seguida, dio unas palmaditas sobre los montones de sobres, desordenándolos y amontonándolos de nuevo. Escogió uno de los montones, un fajo de cartas amarradas con un hilo, y después lo escuché decir: «Aquí está lo que quería enseñarle. Verá cómo en este mundo hay procesos que vale la pena recordar, y cuya trama, al fin y al cabo, termina con una bandera blanca enarbolada sobre las ciudades y termina bien. Pero la que va a decidir es usted».

«Siéntese aquí, Miss Machado, así». Dijo el anfitrión, acercándome la silla, acomodándola bajo la luz, haciéndome sentar, para estar seguro de que el objeto estaba amarrado al sujeto. Padrino y ahijado se dispusieron a bajar.

«Buen temperatura, té y café, siéntase cómoda, Miss Machado».

Ahí estaba el peligro.

Una mesa cubierta de montones de sobres era el elemento del peligro. Durante unos minutos, evalué la situación y la naturaleza de sus elementos. Finalmente, y reconsiderándolo, podría existir un verdadero peligro. Bastaría con no dejarme hundir por los comandos equivocados que el sentimiento pone en marcha cuando no lo vigilamos. Viéndolo bien, en cuanto leyera cuatro o cinco de aquellos papeles, el padrino iría a acostarse, Bob Peterson estaría esperándome en la planta baja, y todo no pasaría de ser una rápida lectura de correspondencia personal de antaño, cuando todavía se intercambiaban cartas. Leería cuando mucho cuatro o cinco de las decenas que estaban guardadas ahí en el primer montón, y después nos iríamos. Bob había traído carro, su vehículo estaba protegido de la nevada, acomodado en el garaje del jardín, él me llevaría de regreso. Pasaríamos por Dupont Circle, le daríamos la vuelta al Black Fox Lounge, después nos dirigiríamos hasta la puerta de mi pequeño flat en 1917 S Street, y ahí, si se presentaba la ocasión para entrar, entraríamos. Fantasías de mi cabeza. No existía ningún peligro, cero miedos, la amenaza ausente, la muerte ausente, los desiertos muy a lo lejos, todavía sumergidos, a aquella hora, en la oscuridad. Me senté y empecé a abrir los sobres. Abriría seis o siete, segura de que el examen sería rápido, extremadamente rápido. Pero no fue bien así.

¿Al cabo de dos horas habré leído treinta, ochenta o cien de esas cartas? Tal vez ciento cincuenta. Poco a poco fui perdiendo la noción del tiempo.

Las primeras que abrí, retiradas de un montón rechoncho, me parecieron anodinas y hasta indignas de formar parte del acervo particular del diplomático. Eran cartas enviadas a direcciones privadas que, al parecer, nada tenían que ver con el servicio de la embajada. Algunas invitaciones de particulares a tés y cenas y, en medio, recuerdos que sólo las amas de casa acostumbran a guardar entre las medias, en el fondo de los roperos, imágenes sueltas, santitos, fotografías rasgadas y enviadas a Su Ex celencia sin justificación ni motivo aparente. Todavía quedaba una buen tanto. Las dejé a un lado, no me interesaban. Pero las cartas del siguiente montón no presentaban ningún domicilio postal, lo que significaba que habían sido entregadas en propia mano. Y si los primeras eran mensajes que podrían haber sido enviados en tiempos de tumulto como de paz, los del segundo lote estaban compuestos por cartas que tenían en común el hecho de que, en todas ellas, o por lo menos en aquellas que yo iba abriendo al azar, resonaba el eco muy vivo del desmantelamiento de un régimen de transición hacia otro. Eran cartas escritas en portugués, sobre el caso portugués, que hacían referencia a nombres portugueses, y que habían venido a parar ahí, a la casa de madera y vidrio a la orilla del afluente del río Potomac, atestiguando cómo se había vivido la intimidad la convulsión pacífica acaecida casi treinta años antes.

Los que abrí eran sobres de tamaño común, con misivas que describían situaciones críticas vividas en el seno de familias, casos particulares de fugas, expulsiones, desesperaciones, pérdidas, daños, relatos redactados por personas que habían regresado de África y que, a esas alturas, desconocían el paradero de familiares cercanos. Estaba el caso de una mujer que no sabía dónde se encontraba su marido y acababa de descubrir una protuberancia del tamaño de una mandarina en la axila de su hija. ¿Qué podía hacer? ¿A qué hospital dirigirse? ¿Habría algún hospital? Manos confusas habían redactado aquellas líneas. Pero lo curioso era que en ninguna de las cartas había indignación o ira, simple lamento, lamentos a veces cadenciosos, lo que hacía de ese montón de páginas una especie de petición colectiva dirigida no a un hombre sino a una divinidad. Sin embargo, eran relatos tan vivos, tan concretos, y algunos de ellos tan lastimeros, que yo tenía la sensación de que sus autores salían de la superficie de las cartas y se quedaban a mi lado, frente a la mesa, mirándome de cerca, como si hubieran venido de lejos en el tiempo para señalarme con el dedo, a falta de cualquier otro acusado.

Y así pasé varios sobres. Abrí otros.

Encontré recados pidiendo dinero, pasaportes, empleos, viajes gratuitos, artimañas vulgares en todas las sociedades y países con semejante apuro. Yo conocía los efectos del caos, los límites de la vida desarticulada y su irracionalidad, y también ese estadio intermedio antes de los últimos límites, cuando las relaciones humanas todavía conservan su aspecto de normalidad, aunque lo cotidiano esté podrido bajo el rumor de sus contiendas. Lo que no parecía común, era la ausencia de acuse de recibo, era como si todos los autores de aquellas cartas, algunas escritas en portugués y otras en inglés, hubieran nacido para, un día en la vida, convertirse en mendigos, y el día hubiera llegado. Una sumisión de dimensiones bíblicas que recordaba las pruebas de Job en su obediencia cautiva. Y me di cuenta también de que un mundo enigmático para mi entendimiento se había confabulado para tragarse esa noche de mi sábado. Sin saber cómo, a tantos miles de kilómetros, el país de António Machado venía a mi encuentro, y ahí estaba entero, extendido ante mí, cuando yo solamente había salido de casa para ir a un cocktail vespertino. ¿Por qué razón Robert Peterson y su padrino me habían preparado tamaño cerco? ¿Por qué?

También las cartas del montón siguiente, que era muy voluminoso, reflejaban la misma ausencia de sublevación del alma, había cartas firmadas o anónimas, la mayor parte de ellas escritas por militares, escritas a máquina; todavía se veían vestigios del papel carbón, seguramente copias muy útiles treinta años antes, cuando no había reprografía. Sin embargo, siendo escritas por militares, no sospechaban de ningún tipo de enemigos. Y si ellos existían, en las cartas eran omitidos, o abstractos. Se trataba de oficiales altamente preocupados con la situación portuguesa, que deseaban ofrecer sus servicios en caso de intervención extranjera, y que, al no obtener audiencia junto con sus subordinados de momento, se dirigían a quien detentaba el verdadero poder. En una de ellas, en apenas dos páginas, el autor hacía la relación de las fuerzas de resistencia lusitana que eran consideradas como débiles o inexistentes. El oficial de patente superior, que no ocultaba su nombre, sino que lo ostentaba, remarcándolo con una línea, informaba que la realidad militar portuguesa en setenta y cinco se había transformado en un teatro de hospital siquiátrico, y que bastaría un torpedo americano detonado en la embocadura del río Tejo para hacer volar por los aires al país entero. Y era por eso mismo que se dirigía al embajador, para que influyera sobre sus compatriotas para que tuvieran paciencia. Que usaran con los portugueses un poco de paciencia portuguesa. Como era obvio, era necesaria una paciencia infinita.

Por cierto, al abrir uno de los sobres más voluminosos de aquel montón, me di cuenta de que contenía un documento especial anexo a la carta. Una hoja de formato A2, doblada en cuatro, ostentaba el esbozo detallado de una Lusitania Land, con tres flechas en azul, señalando hacia los páneles y arsenales de armas que todavía funcionaban, y para los cuales todavía había municiones, y la leyenda con las instrucciones para el respectivo asalto, que se consideraba que no llevaría más de dos horas, una maniobra rápida, de manera en que no hubiera un profuso derramamiento de sangre. Please, don’t shed any blood, se leía en tinta roja, abajo de las flechas azules. Y el autor, estableciendo una pirámide de prioridades, escribía, como nota de instrucción, que los portugueses preferían ser depuestos por las fuerzas armadas de los EUA, o de la OTAN, a ser invadidos por tanques blindados de la División Brunete, al mando de Franco, un moribundo, que a esa hora ya debería estar tendido a lo largo, con los pies levantados sobre almohadas, en el palacio de la Moncloa. Familia es familia, los negocios a parte. Los militares portugueses sólo aceptarían a los españoles como un último recurso, y para evitar la catástrofe de las catástrofes, para evitar que surgiera, proveniente de las estepas, la larga pata peluda de Brézhnev para capturarnos y someternos a aquella dilatada mirada de oso polar, filtrada por el espesor de sus enormes cejas. Pero el enemigo, el concreto, el que desencadenaba semejante flujo de correspondencia. Ése, no se mencionaba en las cartas. No se sabía quién era.

¿Debía continuar?

Sí, ya que me asaltaba una duda legítima. Mi duda consistía en no saber por qué razón el antiguo embajador me había llamado a su casa. ¿Habría sido para medir mi capacidad para involucrarme en su proyecto, o simplemente me había escogido para ilustrarme sobre mi país de origen? ¿Para arrojarme al interior de un mundo que, a pesar de todo, en la exuberancia de su diferencia, según él, debería yo amar?, ¿o volver a amar, y así encontrar en mi persona un pedazo de materia útil para el trabajo de su ahijado?, ¿o había algo más profundo, y por eso menos palpable, que tenía que ver con la madeja imposible de desenredar que estaba escondida en su interior?, ¿en su propia razón y en su propia causa? Era difícil tratar de entender. Hasta ahí, las cartas mostraban estados del alma, no revelaban razones ni causas. Es decir que el sermón del padrino había sido denso y, en contraste, las cartas mostraban almas ligeras. Almas acomodadas al sabor de la casualidad.