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Una gran parte de lo que se sabe de Walter Benjamin se debe a Gershom Scholem. Ambos fueron amigos de juventud, y entre 1915 y 1923, año en que Scholem emigró a Palestina, mantuvieron un trato casi diario. Después, hasta la muerte de Benjamin en 1940, intercambiaron una copiosa y rica correspondencia. Scholem, el más significativo investigador de la mística judía, dedicó muchos esfuerzos, en calidad de editor y comentador, pero sobre todo de historiador, a la interpretación del pensamiento de Benjamin, al que sitúa en la vecindad de Kafka y Freud, también escritores "judeo-alemanes", según Scholem, y "hombres de una tierra extranjera". Los tres textos que forman el presente volumen no solo ofrecen una semblanza del hombre y del pensador Walter Benjamin ("el caso puro del metafísico"), además de constituir un recorrido crítico y atento por su obra. Más allá de esto, penetran en el corazón cifrado del mundo benjaminiano, cruce de experiencia personal y mesianismo, de dialéctica y mística, de vivencia cotidiana e historia. Ello queda de manifiesto en la lectura que hace Scholem de las dos versiones de "Agesilaus Santander", apunte de naturaleza autobiográfica escrito por Benjamin en Ibiza en agosto de 1933, donde trata de su lucha con el ángel y de sus nombres secretos. - "El éxito póstumo de Benjamin nunca hubiera sido posible si Scholem no hubiera salvaguardado su legado intelectual como un preciadísimo tesoro, pese a que intelectualmente les separara un abismo real, ya que marxismo y sionismo eran agua y aceite". (ABC)
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Gershom Scholem
Traducción de Ricardo Ibarlucía y Miguel García-Baró
T I E M P OR E C O B R A D O
Primera edición: 2004
Segunda edición: 2020
Título original: Walter Benjamin und sein Engel.
Vierzehn Aufsätze und kleine Beiträge
© Editorial Trotta, S.A., 2004, 2020
© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1983
All rights reserved by and controlled through Suhrkamp Verlag Berlin
© Ricardo Ibarlucía y Miguel García-Baró, traducción, 2004
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ISBN (e-pub): 978-84-9879-997-2
Depósito Legal: M-27605-2020
Walter Benjamin
Walter Benjamin y su ángel
Los nombres secretos de Walter Benjamin
*Se trata originalmente de una conferencia dada en 1964 en el Institut für Sozialforschung de Fráncfort del Meno y en el Leo Baeck Institute de Nueva York.
En 1965 se cumplirán veinticinco años de que Walter Benjamin, con quien mantuve durante otros tantos años una estrecha amistad, se quitara la vida mientras huía de los alemanes, cuando en la frontera con España la autoridad local de Port Bou amenazó con deportarlo nuevamente a Francia junto con el grupo con el que había cruzado los Pirineos. Benjamin tenía entonces cuarenta y ocho años. Su vida, que se había desarrollado totalmente fuera de la escena pública, aunque se encontraba asociada a esta en virtud de la actividad literaria, cayó en el más completo olvido, excepto para un puñado de personas que guardaban de él una inolvidable impresión. Durante los más de veinte años transcurridos entre la irrupción de la era nazi en Alemania y la aparición en 1955 de una recopilación de sus trabajos más importantes, su nombre figuraba entre los desaparecidos del mundo intelectual; a lo sumo, podría decirse que Benjamin era objeto de una propaganda esotérica, trasmitida solo de boca en boca, en la que algunos de nosotros nos habíamos empeñado. En gran parte gracias a la tenaz actividad de Theodor W. Adorno, que no se cansó de señalar la extraordinaria importancia de Benjamin y llevó adelante la tarea, por entonces nada fácil, de editar en Suhrkamp los dos tomos de sus Escritos, la situación ha cambiado en los círculos de lengua alemana: entre las nuevas generaciones de autores y lectores, Benjamin es considerado como el más significativo crítico literario de su tiempo, gran parte de sus textos se han difundido en nuevas ediciones, el gran volumen antológico Iluminaciones se ha publicado en distintos países con el sello de editoriales importantes y, en el curso de este año, podremos contar también con la aparición de una selección bastante extensa de sus cartas más significativas, preparada por Adorno y por mí, que dará una imagen de su vida y su producción.
Vi a Benjamin por primera vez hacia el final del otoño de 1913, mientras participaba en Berlín en un debate entre la juventud sionista y los miembros judíos del círculo Anfang reunido en torno a Wyneken, por un lado, y el Libre Estudiantado Alemán, por otro. Benjamin era el principal portavoz de este último grupo. Ya no sé exactamente qué decía, pero conservo el más vivo recuerdo de su talante como orador. Su imagen se me ha quedado grabada en la memoria, ya que Benjamin, sin mirar nunca a los oyentes, fijaba la vista durante su alocución en un ángulo alejado de la sala, hacia el que se dirigía mirando con la mayor intensidad. Hablaba improvisando, pero, si mi recuerdo es fiel, de modo que su discurso podría imprimirse tal cual. Más adelante, lo observé haciendo esto muchas otras veces. Era considerado la mente más brillante de aquel círculo, dentro del cual desplegó una intensa actividad durante los dos años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Durante parte de ese tiempo fue presidente de la mencionada asociación en la Universidad de Berlín. Nos conocimos personalmente en la primavera de 1915, durante mi primer semestre en la Universidad, en el curso de una discusión a propósito de una conferencia de Kurt Hiller que hacía una denuncia apasionada y racionalista de la ciencia histórica. Para entonces ya se había desvinculado por completo de su antiguo círculo de pertenencia. Tuve con Benjamin un trato muy estrecho entre los años 1915 y 1923, período en el que, en retiro casi absoluto, se entregó por completo a sus estudios y dio los primeros pasos para salir de ese retiro; gran parte de este tiempo, principalmente de 1918 a 1919, lo pasamos juntos en Suiza. El judaísmo y la discusión sobre su significado ocupaban una posición central en nuestra relación. De 1916 a 1930, Benjamin consideró una y otra vez, en distintas épocas y bajo distintas circunstancias, si debía abandonar o no Europa y marcharse a Palestina. Pero nunca fue más allá de los primeros impulsos y preparativos y, según mi convicción, no por casualidad. Hacia el final del verano de 1923, yo mismo me fui a Jerusalén. En los años siguientes, cuando tímidamente primero y luego —sobre todo a partir de 1930— de manera ya más decidida hizo la tentativa de incorporar a su pensamiento el materialismo histórico y orientar hacia este su producción literaria, solo estuve con Benjamin dos veces, en París y Berlín, durante días o semanas, lo suficiente como para tener ocasión de discutir, encendida y a veces también violentamente, acerca de este nuevo giro de su pensamiento, que yo no podía aprobar y en el cual no veía sino una negación de su verdadera vocación filosófica. Hasta el fin de su vida, mantuve con Benjamin una correspondencia por momentos muy intensa, y sus cartas se encuentran entre mis bienes más preciados. Es así como me ha quedado una imagen en cierto modo muy auténtica de él, pero absolutamente marcada por decisiones personales.
En sus años de juventud, había en Benjamin una profunda tristeza. Recuerdo una tarjeta postal de Kurt Hiller, en la que este le reprochaba su «temperamento agrio». Quiero suponer que su profunda comprensión de la naturaleza de la tristeza y sus expresiones literarias, que en tantos de sus escritos aparece con un carácter predominante, se relaciona con este rasgo. Al mismo tiempo, le caracterizaba en su juventud un elemento de radicalismo personal e incluso de falta de miramientos que en muy raras ocasiones entraba en contradicción con la cortesía verdaderamente chinesca que caracterizaba su trato. Cuando lo conocí, Benjamin había roto del modo más tajante casi todas las relaciones con sus amigos de la Jugendbewegung, pues ya no significaban nada para él. Estoy convencido de que con ello hirió profundamente a algunas personas. En nuestras conversaciones apenas volvía sobre esto. Su diálogo, en el que se daban cita a la vez el humor y la seriedad, se distinguía por una extraordinaria intensidad. Tenía un pensamiento apasionado y sumamente agudo, que luchaba siempre por conseguir una formulación más precisa. A través de Benjamin experimenté, de la manera más viva, lo que significa pensar. A la vez, fluían de él con espontaneidad e inmediatez metáforas felices, imágenes perfectas, pobladas de asociaciones. Benjamin no tenía prejuicios ante las opiniones inesperadas y procuraba captar su sentido o su conexión desde ángulos no menos inesperados. Pero el carácter no dogmático de su pensamiento se oponía a una acentuada firmeza en lo que se refería al juicio que le merecían las personas.
Coleccionar libros fue su pasión personal más persistente. Escritor y coleccionista se combinaban en él de modo curiosamente perfecto y esta pasión hacía que en su naturaleza melancólica se mezclara un rasgo de alegría. Entre sus escritos hay un artículo que refleja de la manera más hermosa esta alegría: «Al desembalar mi biblioteca». Allí podemos leer la siguiente frase, inspirada en Jean Paul: «Entre todas las maneras existentes de procurarse libros, se considera que la más ilustre es la de escribirlos uno mismo», mientras que «entre los modos corrientes de adquisición […], el más conveniente para el bibliófilo es el préstamo sin devolución» (IV, 390)*. La biblioteca de Benjamin, que yo conocía bien, reflejaba con claridad su variado temperamento. Las grandes obras que significaban algo para él se hallaban barrocamente agrupadas con los escritos más raros y sorprendentes, por los que su amor, alentado tanto por la bibliofilia como por la filosofía, no se sentía en absoluto menos atraído. Recuerdo sobre todo dos partes de aquella biblioteca: los libros escritos por locos y los libros para niños. En los sistemas construidos por locos, que reunía sabe Dios valiéndose de qué fuentes de suministro, encontró material para las más profundas consideraciones sobre la arquitectura de los sistemas en general y la naturaleza de la asociación, de las que se alimentan por igual el pensamiento y la fantasía de cuerdos y locos.
Pero aún más importante para él era el mundo de los libros infantiles. El hecho de que durante toda su vida se sintiera atraído con mágico poder por el mundo de los niños y la naturaleza infantil constituye uno de los rasgos de carácter más importantes de Benjamin. Este mundo se contó entre los objetos más duraderos y tenaces de su reflexión y todo lo que ha escrito sobre este tema se encuentra entre sus trabajos más perfectos. (Tan solo una porción ha sido recogida en sus Escritos). Irresistibles son las páginas de su libro de aforismos Calle de dirección única*, donde se hallan las más bellas frases que jamás se han escrito acerca de los sellos postales, aunque no lo son menos los artículos que dedicó a las exposiciones de libros infantiles y temas similares, en los cuales el metafísico describe el mundo aún inalterado de los niños y su fantasía creadora con la misma respetuosa admiración con que intenta entenderlo. En muchos otros de sus textos se dedican más consideraciones a esta cuestión. La obra de Proust designa en Benjamin aquel lugar en el que el mundo de los adultos y el mundo de los niños se entrecruzan el uno con el otro de la manera más perfecta y, por lo tanto, también es uno de los núcleos de su interés intelectual. Esta fascinación se tradujo en los apuntes que, en la primera mitad de los años treinta, tomó sobre su propia infancia, bajo el título Infancia en Berlín hacia 1900**, gran parte de los cuales aparecieron en el Frankfurter Zeitung, pero que solo después de la Segunda Guerra Mundial vieron la luz íntegramente como un escrito autónomo, tal como habían sido concebidos por Benjamin. En ellos poesía y verdad se fundieron realmente en uno. Con frecuencia se ha dicho que, en el apogeo de sus años creativos, el filósofo Schelling escribió con el pseudónimo de Bonaventura una de las obras más importantes de la prosa romántica: Vigilias nocturnas. No es seguro que así sea. Si lo fuera, se trataría del paralelo más preciso con el libro de Benjamin, cuya prosa cristalina pero colmada, al mismo tiempo, de un profundo movimiento —una prosa que parece totalmente suelta y, sin embargo, también totalmente trabajada— solo fue posible porque procedía del pensamiento de un filósofo que se había tornado narrador. «Filosofía narrativa» era el ideal de Schelling. En Infancia en Berlín hacia 1900, dicho ideal se encuentra realizado de la manera más insospechada. Por detrás de cada uno de estos fragmentos hay un filósofo y su visión; pero, bajo la mirada del recuerdo, su filosofía se transforma en poesía. Benjamin, que no tenía nada de patriota alemán, profesaba un profundo amor a Berlín. Vivía esta ciudad, su patria, como un niño judío, cuyos antepasados se habían radicado en las provincias de la Marca, Mecklemburgo y Prusia Occidental. En su descripción, los adoquines de la gran ciudad y los rincones que la revelan en todas partes a la mirada infantil se convierten en una provincia que emerge en el centro de la metrópolis. «En mi infancia yo era un prisionero del nuevo y el antiguo Oeste. Mi clan habitaba entonces estos dos barrios, en una actitud que mezclaba obstinación y amor propio, y que hacía de ellos un gueto que el clan consideraba como su feudo» (IV, 287). Benjamin hizo vivir en el recuerdo, treinta años más tarde, cómo recorre un niño en su fantasía aquel gueto dorado y cómo ilumina cada rincón, como si se tratara del mundo entero que tiene el niño.
Todo lo pequeño ejercía sobre él la mayor atracción. Descubrir o expresar perfección en lo pequeño y lo mínimo era uno de sus impulsos más fuertes. Autores como J. P. Hebel o el narrador hebreo S. J. Agnon, que en sus historias llevaba a cabo la perfección en la más pequeña escala, podían cautivarlo una y otra vez. Que en lo más pequeño se abre paso lo más grande, que «el buen Dios habita en el detalle», como solía decir Aby Warburg, eran para Benjamin evidencias fundamentales aplicables en los más diversos contextos. Este impulso es el que otorga a Calle de dirección única su nota distintiva. Pues lo decisivo en este libro no es el carácter aforístico, sino la intención: ofrecer un todo en escritos mínimos. Esta misma cualidad se manifestaba también en su letra, conformada por una propensión extrema a la pequeñez, aunque sin renunciar en estos minúsculos rasgos a la más refinada agudeza y precisión. Su ambición nunca cumplida era llegar a cien líneas en una hoja de carta normal, y en agosto de 1927, totalmente excitado, me arrastró al Museo Cluny en París para mostrarme, en una colección de objetos rituales judíos expuesta allí, dos granos de trigo en los que un alma afín había inscrito todo el Shemá Israel.
En los años transcurridos desde la edición de sus Escritos, no es poco lo que se ha publicado sobre Benjamin, entre ello muchos disparates y mezquindades. Su aparición tenía demasiado de enigmático e inagotable como para no provocar tal cosa. El mismo Benjamin se hubiera divertido mucho con algunos malentendidos de los críticos. Sin embargo, ni siquiera en sus mejores momentos dejó de lado el gesto esotérico. Con mucha razón ha dicho Adorno: «Lo que Benjamin decía y escribía sonaba como si brotara del misterio. Pero recibía su poder de la evidencia»1. El aura de autoridad propia de su pensamiento, a la que al mismo tiempo no apelaba, tenía algo que incitaba a la objeción, y el rechazo de lo sistemático en todo lo que publicó a partir de 1922, un rechazo que con gran insistencia él mismo puso de manifiesto, ha impedido a muchos ver el aspecto central de su figura.
Esto central puede señalarse con claridad: Benjamin fue un filósofo. Lo fue en todas las fases de su actividad y en cada una de las formas que esta adoptó. Visto desde fuera, escribía por lo general sobre asuntos de la literatura y el arte, con frecuencia también acerca de fenómenos situados en la frontera de la literatura y la política, y solo raras veces sobre objetos reconocidos y juzgados convencionalmente como temas de la filosofía pura. Pero lo que en todo esto lo movía eran las experiencias del filósofo. Con la palabra «metafísica» se alude a la experiencia filosófica del mundo y su realidad, y ciertamente era este el uso que le daba Walter Benjamin. Él era un metafísico. Diría incluso: el caso puro del metafísico. El hecho de que en esta generación el genio de un metafísico puro pudiera manifestarse mejor en todos estos terrenos que en aquellos que la metafísica tradicional consideraba de su competencia, corresponde precisamente a las experiencias que acuñaron la propia naturaleza de Benjamin y su originalidad. De manera insistente —y en esto es un curioso compañero de Georg Simmel, con quien, por lo demás, no suele vinculárselo— se hallaba atraído por objetos que en apariencia poco o nada tenían que ver con la metafísica. Constituye lo singular de su genio el modo en que, bajo la mirada de Benjamin, cada uno de estos objetos revela una dignidad y un aura filosófica propias, por cuya descripción él se esfuerza.
Su ingenio metafísico se basaba en que esta experiencia suya lo era de una inaudita plenitud y, sit venia verbo, de que todo se halla preñado de simbolismo, y era este aspecto de su experiencia el que, en mi opinión, daba a muchas de sus frases más luminosas un carácter oculto. Y esto no es nada sorprendente. Benjamin era un hombre al que las experiencias de lo oculto no le eran para nada extrañas, aunque tan pocas veces se hagan patentes como tales, inalteradas, en su obra. (Tal es la causa también de por qué pudo indagar de manera tan precisa e insuperable el carácter oculto de las experiencias decisivas de Proust). En la vida personal, este rasgo se reflejaba además en una aptitud grafológica lindante con lo siniestro, de la que he sido testigo en diversas oportunidades. Benjamin optó más adelante por disimular este talento.