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A sus obras sobre historia y fenomenología de la religión añade Gershom Scholem en este libro un nuevo análisis de los conceptos básicos del judaísmo y de su evolución dentro de la mística judía y, en particular, de la cábala. Décadas de estudio del mundo religioso judío se condensan en estos textos —originalmente cuatro conferencias pronunciadas en las jornadas de Eranos— que exponen las grandes líneas para la comprensión de los conceptos judíos de Dios, Creación, Revelación, Tradición y Salvación. Estas páginas permiten revivir en su contexto los esfuerzos de elaboración teórica que han ido depurando estas nociones capitales del fenómeno religioso judío en sus coincidencias, diferencias y mutuas referencias con el islam y el cristianismo.
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Conceptos básicos del judaísmo
Conceptos básicos del judaísmo
Dios, Creación, Revelación, Tradición, Salvación
Gershom Scholem
Traducción de José Luis Barbero
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la LecturaMinisterio de Cultura y Deporte
BIBLIOTECA DE CIENCIAS BÍBLICASY ORIENTALES
dirigida por Julio Trebolle Barrera
Primera edición: 1998
Segunda edición: 2000
Tercera edición: 2008
Cuarta edición: 2018
Título original: Über einige Grundbegriffe des Judentums
© Editorial Trotta, S.A., 1998, 2000, 2008, 2018, 2023
www.trotta.es
© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1970
© José Luis Barbero, para la traducción, 1998
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-178-2
Prólogo
La confrontación entre el Dios bíblico y el Dios de Plotino en la antigua cábala
Creación de la nada y autolimitación de Dios
Revelación y tradición, categorías religiosas del judaísmo
Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo. Con un epílogo: De una carta a un teólogo protestante
Los textos aquí reunidos fueron originalmente conferencias pronunciadas en las jornadas anuales de «Eranos» en Ascona entre los años 1957 y 1965. Rastrean la historia de determinados conceptos básicos en el judaísmo en general y en su característica evolución dentro de la mística judía, la cábala, en particular. Sin miedo a equivocarnos podemos decir que los conceptos de Dios, Creación, Revelación, Tradición, Salvación son fundamentales para el conocimiento del judaísmo como fenómeno religioso. Mi propósito ha sido destacar las grandes líneas que se le presentan al historiador de la religión al estudiar estos temas centrales. Puesto que en estas reflexiones se incluye también la evolución de la mística judía, tanto tiempo descuidada, no es extraño que sus acentos se diferencien considerablemente de los de anteriores reflexiones.
He reelaborado y ampliado la segunda conferencia. Tras la cuarta ponencia, que levantó alguna polvareda, he añadido un pequeño epílogo que puede ayudar a clarificar la discusión.
El desarrollo medieval de las grandes religiones monoteístas oscila entre dos polos y, sean cuales fueren las diferencias entre ellas, es precisamente en esta tensión y en las controversias que genera donde más se acercan. Se trata de la tensión entre las fuentes originarias de su mundo religioso en los escritos canónicos, recibidos como revelación, y el mundo del pensamiento especulativo, que desde la herencia de la filosofía griega penetra en el ámbito de las representaciones originariamente religiosas, pretende dominarlas, compite con ellas y las transforma. De esa tensión nace el mundo de la teología, que a su vez constituye una herencia, un tesoro de ideas, representaciones e imágenes, que ejerce un influjo constitutivo sobre la experiencia religiosa que nunca ha cesado de ser vivida. El mundo de los místicos, en el que esa experiencia viva se hace más patente que en otros, participa también en mayor medida en la tensión derivada de esa doble herencia.
Aunque lo que aquí pretendo es mostrar, en algunos momentos especialmente característicos, cómo se presenta esa lucha del pensamiento especulativo por la herencia bíblica en la cábala, sobre todo en la más antigua, y cómo ha determinado decisivamente el rostro de la mística y teosofía judías, con ello ofrezco tan sólo un paradigma de la problemática general a la que me he referido. También para una consideración general es siempre decisivo ver cómo tiene lugar tal proceso en un caso concreto y respecto a un fenómeno religioso específico. Espero presentar convincentemente cómo la dramática contraposición de ideas en el mundo de los hombres se traspone también al mundo de la divinidad.
La doctrina de Dios en la teología racional judía de la Edad Media se podría caracterizar dramáticamente como una lucha entre Platón y Aristóteles por la herencia bíblica. (Podríamos decir lo mismo de la teología de la Escolástica.) En el ámbito de la cábala podríamos aguzar aún más la formulación y decir que lo fascinante para nosotros es tanto la arrolladora confrontación entre el Dios de la Biblia y el Dios de Plotino —aunque en este caso haya que hablar de Dios de otra manera— como los esfuerzos de los místicos judíos por identificarlos.
El Dios de la Biblia, antes de caer en el crisol de la teología especulativa tan lenta y dolorosamente gestada, no es ningún producto del pensamiento ni está al final de un largo proceso de esfuerzos especulativos. En el origen, centro y final de su experiencia está la experiencia histórica de la comunidad y la experiencia individual de los justos del tiempo bíblico. Él se comunica, se expresa, actúa inmediatamente en su creación. Sus manifestaciones son tan tangibles que no necesitan ninguna prueba ulterior; los efectos de su poder son legibles en la naturaleza y en la historia, sobre todo en esta última, y cuando se oculta no es que por naturaleza sea oculto, sino porque nosotros no somos dignos de su revelación, porque hemos tendido a su alrededor un velo fabricado por nosotros mismos. Ese Dios, por mucho que sus caminos superen siempre a los nuestros, por trascendentes que sean sus pensamientos respecto a los nuestros, tiene atributos positivos, que los libros de la Biblia le aplican con liberalidad quizá excesiva. Es el Creador, el Rey, el Juez, el Justo y el Donante, el Señor de la Historia, el que desde los secretos que le rodean se nos presenta para revelarse. Tiene voluntad y una conciencia que, aunque no pueda comprenderse, sí puede ser aprehendida como Sabiduría planificadora y omnividente, como supremo Saber. Cuando el pensamiento se le acerca con preguntas en las que han resonado a lo largo de la historia hasta hoy las preguntas sin respuesta del libro de Job, sigue siendo siempre, en su incomprensibilidad, el interlocutor más próximo del gran diálogo, un Dios verdaderamente judío, que a preguntas incontestables responde algo aún más incontestable. A la pregunta de Job de por qué permite la injusticia en el mundo responde preguntando a su vez si es que Job ha presenciado la creación. Y, con todo, la palmaria inadecuación de la respuesta a una pregunta muy llena de sentido no provoca en su interlocutor escepticismo, sino que lo anonada, si es que se puede contar ésta entre las formas del convencimiento. El Dios que habla a Job desde la tempestad es tan real que puede gritar más alto que las preguntas de la conciencia indignada, y su grito tranquiliza a sus críticos. En su unidad ese Dios es, desde Moisés a Job, en todo y por todo personalidad, y porque es personalidad existe su revelación. Su unidad es la de la personalidad, y la multiplicidad de las determinaciones que se le predican y de las acciones que se le atribuyen no disminuye en nada esa unidad, ni la hace problemática en lo más mínimo para los autores bíblicos.
En Plotino, con quien al final de la Antigüedad la filosofía griega se alza una vez más a sus mayores alturas y cuya herencia ha resultado tan decisiva para la historia de la mística en las religiones monoteístas1, ese Uno, que tan totalmente es personalidad, constituye, según su concepto de Uno, el polo precisamente opuesto al Dios bíblico. El Uno y lo Uno, tan abisalmente diferentes; así y todo, ¡en qué gran medida ha estimulado la seductora identidad —quizá sólo aparente— de la terminología los esfuerzos de generaciones posteriores para relacionarlos mutuamente!
Pero antes de podernos dedicar en detalle a esos esfuerzos, sobre todo tal como se hacen impresionantemente visibles en los cabalistas del siglo XIII, hemos de precisar el carácter de Uno en Plotino. Ante todo notemos inicialmente que lo Uno en Plotino sólo rara vez se designa como Dios. Dedica capítulos enteros de sus Enéadas a la consideración de lo Uno sin llamarlo una sola vez Dios. No es que rehúya en absoluto ese predicado, aunque en general entiende por Dios o, mejor aún, lo divino precisamente el intelecto, la primera emanación de lo Uno2.
Eso Uno está al final del camino filosófico. Es aquello último que atisba la consideración del pensador tras alzarse sobre los peldaños de lo real. Y, al contrario del Dios bíblico, es precisamente la ausencia perfecta de toda determinación; algo en que siempre habrá que insistir porque el pensador siempre tenderá a olvidarlo. Es lo Uno y lo perfectamente simple, pero ni con eso se dice nada de su naturaleza específica. Sabemos que es, pero no qué es ni cómo es, ya que, como Uno, es concebido como antítesis de la multiplicidad y dispersión del mundo. Sobre su contenido no se dice con ello nada. La pluralidad y el cambio son lo único que podemos percibir en el mundo. Sus valores nada tienen que ver con el más alto valor, que más bien sólo podemos concebir como la negación, la superación de todos los valores conocidos. Esa negación es decisiva para los neoplatónicos; Plotino y sus seguidores están empapados de ella. El único predicado que Plotino atribuye a lo Uno y lo Simple es el bien, y eso condicionadamente; esta determinación ética, en apariencia al menos, ha hecho no poco para facilitar a los fieles de las religiones reveladas la identificación con su Dios. En realidad, Plotino permite hablar de tal bien sólo en sentido figurado. Lo Uno no es bueno en sí mismo, sino en relación con lo otro, lo que de él fluye. Hablando con precisión es un «Hiperbien», fuera de la esfera ética. El prefijo hiper, que deberá anteponerse a toda determinación, sirve precisamente para negar su atribución a Dios o lo Uno, al expresar que lo transcienden. «Más allá de», ultra, es el predicado esencial de lo Uno. Nunca está allí donde uno estaría más inclinado a buscarlo; siempre está más allá. Más allá de la vida, más allá del puro ser, incluso, contra Platón y Aristóteles, más allá del pensamiento. Ni siquiera se puede decir de él que se piensa a sí mismo. Por la misma razón tampoco tiene un determinado querer. Ambas negaciones, que despojan de voluntad y de pensamiento al fundamento de todo ser, dejan mejor que nada al descubierto la total diferencia entre el concepto de Dios de lo Uno, si es que se puede hablar aquí de tal concepto, y el Dios de la Biblia:
Si alguno se alza más allá de la sustancia y del pensamiento, no llegará a una sustancia y un pensamiento, sino que más allá de la sustancia y el pensamiento atisbará un Algo maravilloso que no tiene en sí ni sustancia ni pensamiento3.
En Plotino eso Uno es descrito como comienzo, raíz, centro y fuente; pero esas imágenes no quieren sugerir ninguna actividad creadora por parte de lo Uno. Por el contrario, «en la quietud de su digno reposo», sin tomar parte en nada, sin necesidad alguna, es la pura «unidad autosuficiente». El mundo no debe su existencia a su bondad, ni a su designio creador, ni tan siquiera a su actividad consciente, sino a la emanación que de él fluye, desprovista de toda conciencia, en la que lo Uno se derrama en la pluralidad de los tres niveles del ser: del intelecto, del alma del mundo y de la naturaleza. Todo está inmerso en un necesario proceso desde lo Uno, que tiende a retornar a esa unidad desde la multiplicidad. No es, pues, un acto creador en el sentido bíblico, ni tampoco permite hablar propiamente de un acto de revelación. El alma que se dedica a la contemplación de lo existente y en esa contemplación se alza desde la colorista multiplicidad a formas relativamente más simples del ser en el alma del mundo y en el intelecto, quizá logre salir de sí en el éxtasis, superarse a sí misma y en un acto de puro arrobamiento contemplar por breves instantes lo Uno; pero tal contemplación no es una presentación de lo Uno en un acto de revelación.
Al Dios de Plotino le falta, pues, excepto la unidad, todo lo que pudiera vincularlo al Dios de la Biblia y, sobre todo, para decirlo resumidamente, le falta la personalidad. Por supuesto que también al Uno neutro de Plotino le rodea un aura de lo santo, inconfundible y para los lectores de las Enéadas detectable por doquier. La literatura de los historiadores de la religión está plagada de las quejas de espíritus ilustrados y doctos sobre la violencia e incongruencia de los intentos, iniciados sobre todo en el siglo V, de vincular ambos ámbitos, intentos que, para citar a uno de sus críticos, «sólo por los oscuros vericuetos de la antigua interpretación a base de arbitrariedad y alegorías pueden relacionarse entre sí»4. Tales quejas, por muy fundadas y evidentes que sean, delatan poco sentido histórico y pasan por alto el elemento decisivo, la convicción mística de la infinita plenitud de sentido de la revelación y de la experiencia religiosa, que fundamenta tales intentos y a la que no se hace justicia con quejas sobre su violencia interpretativa. El proceso que ha tenido lugar en los neoplatónicos cristianos primero, y después en el islam y el judaísmo, se basaba en el convencimiento de que hay una jerarquía de experiencias religiosas, según la cual se experimentan cosas distintas según los diferentes niveles sin que el progreso de una experiencia a otra conlleve contradicción alguna. Sigue siendo verdad, con todo, que esa mutua-referencia-cruzada de los dos ámbitos religiosos requiere grandes esfuerzos, incluso cierta violencia, y que ha de pagar por ello un precio. Ese precio consistió en una menor coherencia, incluso cierta difuminación de la concepción neoplatónica de lo Uno y en una cierta inseguridad respecto a la personalidad de Dios. Aun allí donde esta personalidad se afirma —como es el caso de la mayoría de los intentos de este tipo que conocemos— queda un resto de desequilibrio y precariedad en tal afirmación, y en muchos místicos medievales resuena todavía un eco de esa concepción impersonal de lo Uno. Y, por otro lado, junto a la ausencia de determinaciones en Dios se introduce, claro está que a otro nivel, su determinabilidad como Señor de la creación y Fuente de la revelación. Su creatividad, y con ella su conciencia y voluntad, pasa a ser central para el pensamiento religioso y exige ser incorporada e incluida en la concepción de lo Uno. Ésa fue la preocupación tanto de la teosofía y de la mística como de los grandes teólogos, en cuyas consideraciones sobre Dios, aun cuando aparezcan en la estela de la inspiración de Aristóteles, es apreciable un fuerte elemento neoplatónico. En parte, este elemento se ha introducido a través de la llamada Teología de Aristóteles y otros escritos emparentados con ella, que en realidad eran reelaboraciones y fragmentos de escritos de la escuela neoplatónica, que navegaban bajo un falso pabellón.
En la Edad Media las teologías de las religiones monoteístas se basan esencialmente en la confrontación de la fe bíblica con el mundo conceptual de la filosofía griega, primero en su versión platónica y sobre todo neoplatónica (de Plotino y Proclo), y después cada vez más en sus cristalizaciones aristotélicas. Se trata de esfuerzos claramente intelectivos, en los cuales lo puramente religioso es objeto de investigación conceptual. Por tanto, en ellos no juega ningún papel apreciable en la continuidad histórica la herencia de la gnosis, aquel otro gran movimiento. A mi juicio, sólo en dos ámbitos tropezamos con pensamientos gnósticos y teosóficos y en ambos se nos plantea, formulada en diferentes formas, la pregunta de si se trata de derivaciones de la gnosis de la Antigüedad tardía o si una problemática parecida, que más parece caracterizada por lo religioso que por lo filosófico, ha producido estructuras conceptuales similares. Me refiero a los ámbitos del esoterismo islámico, cuyo carácter gnóstico ha sido analizado en los trabajos de Henri Corbin, y del esoterismo judío, tal como ha llegado hasta nosotros en la tradición de los cabalistas. Lo que nos interesa en este contexto no es la antropología y cosmología de la Antigüedad tardía, por muy decisiva que sea su importancia, precisamente en la discusión acerca de lo que es propiamente la gnosis. Lo que aquí nos importa es su teología propiamente dicha, su doctrina sobre Dios y sobre los ámbitos ligados a la divinidad.
Dirimir si estas doctrinas de los antiguos gnósticos se deben, como les echaron en cara los santos Padres, a una degeneración de la doctrina platónica de las ideas, o más bien provienen de otras fuentes orientales que sólo muy secundariamente tuvieron que ver con el platonismo, ha sido objeto de largas y fascinantes controversias, cuyo resultado final todavía no es previsible. Pero para nuestro intento tampoco es esto decisivo. Plotino, cuya polémica contra los gnósticos tenemos en uno de los tratados de las Enéadas, utiliza ambas fuentes para sus representaciones. Entre las objeciones que les hace, y en las cuales también reconoce su coincidencia con ellos en importantes rasgos comunes, cobra gran importancia el reproche de la innecesaria pluralidad introducida por ellos en el mundo del intelecto. El interés de Plotino estaba en la máxima simplificación posible de la estructura de lo existente, de los eslabones intermedios entre lo Uno y el mundo fenoménico. El mundo del Nous, de la primera emanación, es para él el mundo de las ideas más elevadas y del Dios aristotélico que se piensa a sí mismo. Reprocha a los gnósticos haber disuelto innecesariamente ese mundo simple del Nous en una multiplicidad de emanaciones, con las que ellos llenan el pleroma divino. Vio que la deducción de aquéllas estaba mal planteada en sentido filosófico y que aquellos eones debían su puesto en el pensamiento de los gnósticos a motivos muy diferentes de los filosóficos. Aquí se ha introducido ya inicialmente un elemento exegético, es verdad, y no pocas veces los eones son al mismo tiempo atributos de Dios, que son identificados con las más elevadas ideas de los valores. La exégesis bíblica jugaba en ello un papel no despreciable. De lo que en un principio era pensado también aquí de forma impersonal como lo Innombrable, la profundidad sin fin, han surgido poderes o fuerzas cuyo conjunto comprende, hechos en alguna manera autónomos, los atributos de Dios. En el intento de los gnósticos todo esto estaba por supuesto ligado muy a menudo y nuclearmente a una exégesis bíblica radicalmente destructiva y antinomística. Pero por muy significativo que haya sido en el fenómeno originario de la gnosis, este último aspecto es precisamente el que se pierde en el devenir posterior y en las más modernas construcciones del pensamiento gnóstico, de su teosofía y exégesis. La especulación gnóstica de los eones se reafirmó muy expresa y eficazmente en los ámbitos del islam y del judaísmo a los que he aludido más arriba. Para el carácter de estas teosofías lo decisivo en la historia del pensamiento es que en ellas se relacionan el neoplatonismo y la gnosis.
De la cábala, en cuanto fenómeno histórico que podemos rastrear en el proceso que tuvo lugar en la Provenza y en España en el siglo XIII, es posible precisamente afirmar esto: en ella, una tradición originariamente judeo-gnóstica, que se ha elaborado por completo en un ambiente religioso y en la que no juegan ningún papel consideraciones propiamente filosóficas, se encuentra con el neoplatonismo, es penetrada por él, de él se defiende y en todo caso no es posible concebir el encuentro entre esas dos tradiciones sin vivísimo debate. Ahora bien, ya hacía tiempo que no pervivían tradiciones gnósticas en Occidente. Debieron venir de Oriente, si es que no queremos hablar de una improbable resurrección autogenerada del pensamiento gnóstico. De hecho, el análisis del texto cabalístico más antiguo que poseemos, el libro de Bahir, confirma que partes esenciales de él deben provenir del próximo Oriente. El libro de Bahir es un texto de la gnosis rabínica, como he probado en el amplio análisis que le he dedicado en mi obra Ursprung und Anfänge der Kabbala (Origen e inicios de la cábala). Los teologúmena neoplatónicos no juegan en él papel alguno. Está plagado de expresiones sobre las diez sefirot, que son descritas como poderes de Dios y sus logoi, palabras creadoras, pero que aun así no son sino una porción de los eones en el pleroma divino. Pero no se encuentran afirmaciones sobre el Señor de esas palabras y fuerzas, es decir, sobre Dios, del que esos eones dimanan, ni tampoco sobre la relación que esas sefirot tengan con su origen en Dios. La exégesis teosófica que encuentra en las palabras de la Biblia afirmaciones sobre esas fuerzas concita un vivo interés en el libro; por el contrario, no tienen ningún interés para el autor las disquisiciones teóricas, precisamente las que tratan de la divinidad misma. Tenemos delante un fragmento, por así decirlo, de la jerarquía gnóstica de las cosas. Y, sin embargo, justo el inicio que con tan impresionantes imágenes describen los gnósticos, el abismo oculto, aquí se pasa tácitamente por alto. De eso no se dan determinaciones ni gnósticas ni neoplatónicas. Por debajo de todo el conjunto late, sin embargo, una concepción de Dios personalizada, más bien que su contraria. Los eones no son ellos mismos Dios, sino que conforman un ámbito en el que se manifiesta su poder. Ni siquiera podemos decir si son o no sus emanaciones. Este fragmentario texto podría aducirse como prueba de todo tipo de interpretaciones especulativas. Lo que ciertamente no contiene es una teología cabalística en ningún sentido mínimamente preciso.
Esta gnosis tropezó con el neoplatonismo medieval en la Provenza y en Cataluña. Poseemos multitud de documentos de esa confrontación, en los cuales junto al lenguaje de la gnosis se aprecia otro inconfundiblemente distinto. El encuentro resultó productivo y fecundo espiritualmente. Los resultados de ese encuentro han llegado hasta nosotros en los siempre renovados intentos de abarcar un territorio que obviamente les parecía nuevo y de describirlo sin abandonar las raíces del judaísmo. Lo hacen con matices muy variados y en parte esto hay que atribuirlo a que la misma tradición neoplatónica se les oponía a los cabalistas en formas muy diferentes. En la tradición árabe, muy variada en sí misma, que había conservado mucho del Plotino original, su rostro aparecía muy distinto al proveniente de la tradición cristiana, más impregnada de Proclo, que tomó forma teológica cristiana en los escritos del Pseudo-Dionisio Areopagita, muy difundidos en Occidente a comienzos del siglo XIII por la gran obra De divisione naturae de Juan Escoto Eriúgena, antes de que esa obra capital y básica fuera condenada en 1225 por el papa Honorio III.
El conocimiento que la filosofía judía de la Edad Media había tenido del neoplatonismo hasta ese momento provenía del sector árabe de esa tradición, cuyo influjo fue muy intenso, sobre todo en el siglo XI. Aun así, las relaciones mutuas eran muchas veces paradójicas. La obra más importante del neoplatonismo judío es La fuente de la vida de Shelomó ibn Gabirol, de Málaga, escrita en árabe. En su traducción latina como Fons vitae su libro tuvo una fortuna sorprendente y llena de honores precisamente en la Escolástica cristiana, donde el origen judío del autor cayó en el olvido y se le tuvo por un filósofo árabe, Avicebrón. No tuvo, en cambio, traducción al hebreo, y hasta hoy sigue abierta la cuestión de sus posibles huellas en la literatura cabalística5. Los primeros cabalistas de Occidente no leían apenas árabe, a nuestro juicio, y a lo sumo sólo hubieran podido tener un conocimiento muy indirecto de las ideas de Gabirol. En cambio, lo contrario no se puede excluir: que precisamente la obra neoplatónica cristiana del Eriúgena haya sido directa o indirectamente conocida por algunos de los cabalistas más antiguos. No era raro encontrar un buen conocimiento del latín entre los sabios judíos de la Provenza o Cataluña, sobre todo entre los abundantes médicos. Las consonancias de los más antiguos cabalistas con la terminología latina del Eriúgena son precisamente muy llamativas. Un examen más detallado de esta relación sería una tarea muy valiosa para la investigación sobre la cábala6. En este punto son posibles aún sorpresas de gran trascendencia. Pero al mismo tiempo debemos tener en cuenta que los cabalistas pudieron manejar tratados neoplatónicos en paráfrasis o traducciones hebreas hoy perdidas, de modo que aquí se cruzan y entrelazan líneas muy diferentes. Precisamente los puntos de los que quisiera hablar ahora especialmente muestran con claridad que ninguna de estas líneas de tradición era por sí sola determinante.
En esta confluencia de la gnosis y el neoplatonismo, ¿cómo se les planteaba a los cabalistas la mencionada problemática de la confrontación entre el Dios bíblico y el de Plotino? En principio la respuesta puede formularse en términos bastante sencillos. De Dios se puede hablar desde dos perspectivas: en sí mismo, y en cuanto contemplado en sus manifestaciones o su revelación. De esta segunda perspectiva se podría decir sin incoherencia que coincide con el ámbito de las expresiones bíblicas, donde Dios siempre aparece en relación con su creación y sus criaturas. Al mismo tiempo se podría entender este mismo ámbito como el de la visión teosófica y gnóstica de la vida divina, cuyos diferentes momentos son percibidos en abstracto como atributos, pero que con igual razón pueden ser percibidos teosóficamente como eones, fuerzas o mundos numinosos. Lo que en ellos percibimos es la plenitud de la divinidad, tal como se presenta hacia fuera.
Por su parte, el primer aspecto, el de Dios en sí mismo, parecía asimilable con naturalidad al ámbito en que se aplica la teología negativa neoplatónica del absoluto indeterminado. Que aquí no se hable de Dios en su revelación y sus comunicaciones no tenía por qué parecer extraño, ya que los datos originarios de la revelación tampoco hablan de ese Dios escondido. De este modo era posible ligar la fuerza de las negaciones neoplatónicas con la teología positiva o la representación de Dios en la revelación bíblica, puesto que la una se refería, por así decirlo, a la parte iluminada de la divinidad y la otra a la no iluminada. Sólo restaba una dificultad: el paso de la una a la otra. En la discusión de ese paso algo debería decirse, a pesar de todo, sobre cuáles son los momentos determinantes y supremos de Dios, qué tonalidad específica adquiere el concepto de Dios en los cabalistas. Cuestiones estas que nos ocuparán en el trascurso de nuestra investigación.
Pero volvamos una vez más a la confrontación entre el Dios bíblico y el de Plotino en el mundo de los cabalistas. Acabo de señalar que esa confrontación o, mejor dicho, su síntesis, podía realizarse sin polémica. Las expresiones positivas de la Biblia sobre Dios, incluso su nombre, pertenecen ya a la esfera de lo que nos comunica. No debe sorprendernos, pues, que los cabalistas hayan entendido siempre el nombre de Dios por excelencia, el Tetragrama, como un supremo símbolo de la revelación divina, es decir, de aquello de Dios que se nos comunica. Será interpretado bien como la energía central del mundo de las sefirot o como una firma que abarca y encierra la esfera entera de las sefirot, que impregna la acción divina, su ser de sefirot. Más allá de ese ser de sefirot, Dios no tiene nombre. Precisamente por esa innominabilidad queda libre para los predicados neoplatónicos de Dios. Donde esto aparece con mayor claridad es en los escritos de Azriel de Girona, el que más adelante ha llevado la separación entre este ámbito y el descrito con los símbolos bíblicos. También domina indudablemente este lenguaje del agnosticismo místico, elevado por lo sacral y solemne, muy a la manera del Pseudo-Dionisio, el discurso del Zóhar cuando, bien pocas veces, diserta sobre este ámbito. Los nombres del deus absconditus son palabras artificiales, términos técnicos del lenguaje especulativo, y por mucho que los cabalistas se esfuercen siempre por conservar la personalidad de Dios como fundante de las sefirot, con todo en esas determinaciones se trasluce, inconfundible, aquel elemento impersonal que en Plotino designa lo Uno.
La lengua hebrea no diferencia entre masculino y neutro, y cuando se habla del Uno, puede referirse tanto a el Uno como a lo Uno. Lo mismo pasa con otras determinaciones análogas. Pero aun así se percibe la tendencia inconfundible a lo neutro en las expresiones escogidas para el ser supremo. Es «lo escondido», «la luz que se esconde», «el misterio del ocultamiento» (seter ha-ta-‘al’uma), «la indivisa unidad», el ser por antonomasia, «la raíz de todas las raíces». Pero entre todas se abre paso en esos círculos la denominación que acabará desplazando a todas las demás, el neologismo En-sof, cuyo sentido hemos de puntualizar ahora. En-sof significa literalmente «ningún final, sin fin», pero antes de que los cabalistas incorporaran ese neologismo al lenguaje común, nunca aparecía como un adjetivo autónomo que por ejemplo se pudiera aplicar a un sustantivo. Sólo se usaba en contextos lingüísticos de sentido adverbial. Se podía decir: «se multiplicaban hasta sin fin» (‘ad le-’en-sof) «una magnitud hasta sin fin», literalmente «hasta la negación del fin». Una combinación adjetiva como «magnitud infinita» no sería lingüísticamente posible. Sólo se construirá una forma adjetiva, en-sofi, mucho más tarde, cuando a partir de las determinaciones adverbiales como «sin fin» y otras similares, ese sin fin se destaca y se autonomiza como un término artificial o técnico, un nombre para lo sin nombre. Ningún cabalista del siglo XIII usa esa forma adjetiva en-sofi. Por entonces, En-sof resulta un neologismo reciente, muy conveniente precisamente por lo desacostumbrado de su regusto lingüístico que buscaba ser expresión de lo innominable y trascendente, lo extranjero y apartado. No se puede por tanto afirmar que En-sof sea el sin fin o lo sin fin. Decidir sobre ello a partir de su uso en los antiguos cabalistas sería muy difícil; más cercano a la intención originaria sería parafrasearlo como «indelimitación» o «inacabamiento». En los textos antiguos nunca lleva artículo, lo cual se debe tanto a que se trata propiamente de un adverbio independizado, como a que se le usa como nombre propio, que en hebreo tampoco permite el artículo.
Esta terminología tenía un marcado cariz numinoso, un fuerte regusto esotérico que nosotros ya no podemos apenas percibir. La intensidad de este componente se comprueba en los escritos de los cabalistas provenzales, en los que, al menos tal como nos han llegado, el carácter nominal de la combinación lingüística En-sof está todavía completamente ausente o es intencionadamente silenciado. En lo posible se sigue usando el término en sus antiguos contextos adverbiales, aunque se vislumbra que se usa para significar algo más que una alusión común a un proceso, por ejemplo, que no tenga final; se alude más bien a un ámbito que como tal es destacable por su indelimitación. Así habla Yitsac el Ciego, así hablan los anónimos y seudónimos autores de los muchos pequeños tratados del mismo tiempo y de la misma región, extraordinariamente diáfanos para el que quiera estudiar la invasión de elementos neoplatónicos y del lenguaje neoplatónico. En uno de esos tratados, el Libro de la verdadera unidad, leemos, por ejemplo:
Todas las potencias espirituales que se despliegan, brillan y reverberan a partir de la sabiduría originaria, se encaminan y reúnen en En-sof, y ése es el lugar de la unidad, del que ellos [es decir, los neoplatónicos] han dicho: Todo proviene de lo Uno [...] y todo vuelve a lo Uno7.
En esta y otras expresiones parecidas, En-sof está incluido casi de contrabando, diría yo, en vez de encontrarlo destacado con insistencia, como podríamos esperar después del uso lingüístico que le dan los cabalistas. La «fuerza que se esconde hasta sin fin y que es el principio fundamental del ser y de la existencia», como dice el mismo texto, ni siquiera se distingue del nombre de Dios heredado. Esa fuerza que se esconde podría ser la del nombre mismo. Que se esconda «hasta sin fin» todavía es, con todo su doble sentido, una alusión precisamente a una indelimitación de la que ella misma surge. El dubitante balbuceo que se percibe en este lenguaje de En-sof no me parece fortuito. Hay en él algo más que una simple incapacidad de expresión.
Lo cual se confirma viendo que un teósofo de conciencia tan teísta como Namánides de Girona, prescinde por completo del En-sof en sus escritos. En el único pasaje en que habla de lo que está por encima de todas las emanaciones y sefirot se refiere, en un lenguaje absolutamente impersonal, a «algo escondido que está al comienzo de la corona [es decir, de la primera sefirá]» y sobre ella8. Un algo escondido... ¡Verdaderamente, una extraña caracterización del último fundamento de la divinidad en boca de un teósofo judío que, por lo demás, no se cansará de hablar de Dios con las imágenes personales del mundo de la fe bíblica! No se podría hablar del deus absconditus de una forma más impersonal. Y, sin embargo, Namánides está en realidad alejado del lenguaje neoplatónico, al contrario que su compatriota posterior Azriel, que está empapado de él. Azriel es quien ha introducido con toda decisión ese predicado negativo de Dios como nombre cabalístico de Dios, y lo ha despojado de su aura numinosa. Ciertamente, en su catecismo sobre las diez sefirot lo presenta, envuelto en imágenes personales como la del capitán que gobierna el navío, como el Dios de la teología filosófica convencional. En-sof es el Dios al que todos nos referimos en la teología. Actúa a través de sus sefirot, a las que ha enviado a la creación como mediaciones, pero la divinidad que en ellas habita es él mismo. En sus otros escritos, más profundamente especulativos, se percibe un componente plotiniano mucho más fuerte, y sus tratados están dominados por las determinaciones negativas y paradójicas de lo escondido, de la unidad indivisa que encierra en sí la identidad de los contrarios y que por ello es inabarcable también para el pensar. No conozco casi ningún otro texto de la literatura cabalística que con mayor insistencia y decisión haga suya la visión neoplatónica como su disertación sobre las verdaderas y erróneas tesis sobre Dios9. Aunque no tenía clara la autoría de Azriel en todos ellos, este y otros textos de Azriel eran conocidos por Johannes Reuchlin, el primero que emprendió una descripción más precisa de las doctrinas cabalísticas en el mundo cristiano. Reuchlin, un gran admirador de Nicolás de Cusa y de su doctrina sobre la coincidentia oppositorum en Dios, detectó el parentesco de los cabalistas españoles con el cardenal alemán. Glosando los escritos de Azriel, introducía el concepto cabalístico de Dios en los siguientes términos, muy acertados:
Se le llama En-sof, es decir, infinitud, que representa un cierto algo supremo, que en sí mismo es incomprensible e inexpresable, algo que se esconde y vela huyendo al punto más alejado de su divinidad y en los inaccesibles abismos de la fuente de la luz, y al mismo tiempo es la más absoluta divinidad, la que, en su perfecto aislamiento de cualquier referencia, permanece en quietud, desnuda, sin vestido ni otro manto de las cosas que la rodean, ni derrochándose a sí misma ni donándose en la bondad de su resplandor, sin diferencia alguna siendo y no siendo, y también todo lo que a nuestra razón parece inconciliable entre sí y mutuamente excluyente, como conteniendo en sí del modo más simple una completa unidad10.
El ser de Dios supera todo, está desprendido de todo y sin embargo lo comprende todo en sí mismo. En realidad Azriel tiene a eso Uno, identidad de contrarios, como el elemento más descollante en el En-sof. Son precisamente las determinaciones que los neoplatónicos judíos precabalísticos han procurado evitar, mientras que aparecen con bastante frecuencia en los escritos islámicos o cristianos. Que Dios opera los contrarios era buena teología bíblica; que éstos se conjugasen en él mismo implicaba un gran paso ulterior, que requería no poca audacia.
Azriel compuso un comentario al libro de Yetsirá, un texto precabalístico de entre los siglos II y V, en el que un neopitagórico había expuesto en hebreo su concepción de los elementos del mundo. De ese libro proviene el concepto de las diez sefirot, todavía no como emanaciones o hipóstasis, sino como los diez números originarios. En ese librito se llaman sefirot belimá. Se discute qué puede significar belimá en ese contexto. En la Biblia el término sólo aparece una vez en Job, 26,7, donde viene a significar un equivalente de la nada: «El que suspende el mundo sobre la nada»; en ese pasaje belimá es un compuesto de beli y ma, «sin algo». Para Azriel belimá es sinónimo de En-sof