Mamá no lo sabe todavía - Blanca Baltés - E-Book

Mamá no lo sabe todavía E-Book

Blanca Baltés

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Beschreibung

Una historia sorprendente, familiar y cotidiana con giros inesperados de principio a fin Esta es la historia de una familia de mujeres condensada. Relato y familia marcados por las bodas… o entre bodas anda el juego, porque todo empieza con una no-boda, pero luego llegan la boda, la reboda, la boda non nata y otras bodas del montón. Donde lío tras lío, noticia tras notición, susto tras disgusto, la intriga hace su camino a dentelladas, lo anecdótico y lo trascendental entremezclados. Vertiginoso relato que alterna el coraje con el humor, como en la vida. Mamá supo que su vida cambiaría de forma dolorosa e irreversible, el día en que quedó viuda con cuatro hijas pequeñas, luchó. No se arredró. Pero el día que supo que su hija mediana anulaba su boda, se vino abajo. El día que supo que su tercera hija dejaba el trabajo, tembló la tierra bajo sus pies. El día que supo que su hija mayor dejó la carrera y se fue a vivir a otro país, estuvo a punto de perder el norte. De remate, vino la pequeña a contarle lo suyo y después volvieron todas con otras nuevas y el cuentito dio en historia de familia y la historia en vida.

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Mamá no lo sabe todavía

Blanca Baltés

Mamá no lo sabe todavía

© Blanca Baltés, 2023

© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores

Diseño y maquetación: Sergio Verde (www.sergioverde.com)

Foto composición portada: Bolaberunt

Corrección de texto: Esther Carretero

ISBN: 978-84-19880-13-0

Para más información sobre la presente edición, contactar a:

Editorial Alt autores

Henao, 60. 48009 Bilbao (España)

CIF: B95888996

www.altautores.com

Índice
LA NO BODA
EL DESTINO QUE RIGEN LAS CARTAS
PARÍS, NADA MENOS
LA NIÑA DEL «MEJÓ»
EL COLE
UN EJEMPLO
LA MÁS FUERTE
LA NO BODA: VERSIÓN ORIGINAL
EL DÍA EN QUE TODO EMPEZÓ
LA FAMILIA: APLIQUE EL LECTOR EL ADJETIVO DE LA PROPIA Y COMPLETE EL TÍTULO DE ESTE CAPÍTULO
ABIERTA Y DESCUBIERTA
LA REBODA
FAMILIARIDADES PELIGROSAS
FAMILIARIDAD A LARGA DISTANCIA
EL FIN DE FIESTA (I)
PASIÓN NO QUITA CONOCIMIENTO
LOS LOCOS DICEN VERDADES Y LAS ENAMORADAS, A PARES
A CASA POR NAVIDAD
EL SHOW DEL PÍO PÍO, ES EVIDENTE QUIÉN HA SIDO
LA NON NATA
EL FIN DE FIESTA (II)
HALA, HALA, HALA
DO UT DES
EL ORGULLO DE MAMÁ
ANGELITOS QUE VIENEN Y VAN… Y NO SIEMPRE DE PARÍS
PARTO MÚLTIPLE SIN PREVIA CONCEPCIÓN
DE LA VIDA EN METROS LINEALES A LA VIDA EN METROS CUADRADOS
ANTES MUERTA QUE SENCILLA
BRUXAS, MEIGAS Y PARIPÉS
LA CUENTA DE NUNCA ACABAR
EL DESEMBARCO
ANTOLÓGICA DE HERMANAS Y MANZANAS
SUPERABUELA
LOS IMPRECISOS CONTORNOS DE UN INSTANTE
GENIO Y FIGURA
LO NUEVO, LO VIEJO, LO MISMO
CONTINÚA LA CUENTA DE NUNCA ACABAR
LO QUE VA DE UN INTENTO… A UN RESTREGÓN
EL VIAJE DE LOS GÉMINIS
LA PESADILLA
DE TAL PALO, TALES ASTILLAS
MUTIS POR EL FORO
PLEITOS Y CUENTAS DE NUNCA ACABAR
EL SÍNTOMA DE LA VIDA
A LA CHITA CALLANDO

Dedico este relato a todas las personas que están a punto de

tomar una decisión. A punto de romper la norma o mantenerla.

A punto de acertar. O de equivocarse.

Va un acierto, con su error.

Mamá no sabe que lo estoy cometiendo. Todavía.

La libertad no vale la pena si no conlleva la libertad de errar.

Mahatma Gandhi

El error es un arma que acaba siempre por dispararse

contra el que la emplea.

Concepción Arenal

LA NO BODA

—Que no me caso, mamá.

Así supo mi madre que mi hermana plantaba a su novio doce días antes del desposorio. Qué grande, mi hermana, la mediana, la que estaba en medio de otras dos.

—No saldrá bien.

Siete años de noviazgo, siete meses de preparativos, siete veces hubo que repetirlo. Muy propio de mi hermana, la de melena poderosa, la de los números y los numerillos.

—Que no, mamá. No hay boda.

Mi hermana había mantenido una larga y acomodada relación con aquel novio, que ya era casi de mi familia, al igual que mi hermana era casi de su familia y la hermana del novio ejercía requetebién como hermana de mi hermana. Había aguantado el servicio militar del chico y él le había aguantado la carrera, el voluntariado y otros pecadillos de juventud. Incluso cantaban juntos en un coro y cantábamos todos juntos, los de las dos familias, en la misa del Gallo —aunque unos mejor que otros y siempre en bancos separados—. Ya se habían comprado el pisito y todo. Pero un buen día mi hermana se cansó. O se dio cuenta de que la vida se le escapaba por los costados. Y tomó una decisión. Una decisión dolorosa, irrevocable e irrevertible.

A mi madre no le gustó nada su decisión. Seguramente mi hermana dijo muchas cosas aquella noche de verano, pasillo arriba y pasillo abajo, aprovechando que mi abuela ya se había quitado el Sonotone, para que mi madre aceptara lo inevitable. Seguramente mi hermana ofreció toda suerte de explicaciones para intentar colmar el abismo que se abría entre su firme decisión y el desconsuelo materno. Seguramente mi madre elevó el tono por pura impotencia, dolida por lo abrupto de la noticia, por lo tardía, por el novio de siete años al que también ella había aprendido a querer. Y seguramente también gritaba enfadada. Asustada. Violentada. Avergonzada. Su hija iba a estar en boca de todos. Se avecinaba un lío monumental de explicaciones y devoluciones de regalos. Y para colmo, todo ello con su hija en casa, todavía en casa: colocar a las niñas iba a ser mucho más difícil de lo ya difícil que cabía presumir. La mayor llevaba tres años fuera, pero las otras tres… caramba, no había forma humana de hacer carrera con ellas.

Yo me enteré algunos días más tarde a través del teléfono, andaba lejos. Mi propia hermana me llamó para contarme la primicia, apenas en forma de titulares, porque era conferencia. A mi regreso, una semana después y casi en vísperas de lo que habría sido la fecha del esperadísimo enlace, mi hermana ya estaba oficialmente considerada una suerte de heroína, una valiente que se había atrevido a apencar con las consecuencias de semejante decisión no porque hubiera aparecido un tercero, sino por simple reconocimiento de una falta de amor. Algo inusual, pocas personas se atreven a hacer algo así. Muchos se conforman y buscan maneras de compensar cierto grado de infelicidad. Raro era también el caso de esta hermana mía, siempre bien acompañada por novios, novietes, amigos, ligues o lo que fueran. Pero no había que darle más vueltas: en el reino del corazón, la norma social no entra.

No me atreví a preguntar directamente, pues el asunto había creado una extraña atmósfera en la casa. Mi madre había envejecido cinco o seis años de golpe. Aunque no hablaba del tema, era evidente que no tenía otra cosa en la cabeza. Mi hermana aparecía poco y aparentaba perfecta normalidad cuando lo hacía, así que no daba pie a ningún tipo de acercamiento. Se la veía bien, siempre en movimiento, en absoluto abatida. Si en algún momento se sintió mal, lo pasó a solas, o fuera de casa. Eso era algo que hacíamos todas desde niñas. Era nuestra costumbre más compartida, una especie de pacto no escrito y nunca cuestionado: pasar los malos tragos a escondidas, lejos, haciendo cuanto fuera necesario para impedir que nuestra madre lo supiera, lo sospechara siquiera. Eso implicaba necesariamente no confiar el asunto a las hermanas tampoco.

Hicimos honor a esta misma costumbre durante los días siguientes al jarro de agua fría que cayó en casa aquel verano de finales del siglo XX que de algún modo nos trasladó a tiempos remotos, cuando las mujeres no podían decidir, ni aunque fueran madres, ni aunque fueran hijas. Todo el mundo parecía interesado en mantener una sensación de normalidad. La mayor bastante tenía con cuidar del bebé y atender a su marido, quien no comprendía muy bien por qué no volvían a casa de una vez si ya no había obligación de asistir a bodas, festejos ni nada por el estilo. Aquel ambiente era poco propicio para lo que comúnmente se entiende por vacaciones, aunque estuviese mediado agosto y sudáramos todos la gota gorda.

Mi vuelta a casa no despertó el menor interés, como es lógico. Nadie me preguntó nada, lo cual no me molestaba lo más mínimo. Lo que me fastidiaba es que nadie se dignara a ponerme al día como es debido y contarme los pormenores del asunto. Esto de ser la pequeña es lo que tiene: que los mayores se divierten y ninguno se para a explicarte el chiste; y mejor no preguntar, porque por toda respuesta obtendrás un vaticinio de crecimiento pendiente que nunca será bastante para ponerte a su altura, por mucho que te esfuerces. Solo la abuela rompió la norma y me hizo sonreír, como siempre. Nos dimos un beso de reencuentro y me cogió la mano. Levantó las cejas, picaruela, comprobó que no había moros en la costa, y dijo:

—Pues no hay boda…

—Ya, ya lo sé —asentí.

—Tu madre… —dijo, acompañando sus palabras de un repetitivo y elocuente giro de cabeza.

—Ya…

—Sin ágape y sin sarao. Compuesta y sin novio me he quedado, a los noventa y uno. Hala, hala, hala.

EL DESTINO QUE RIGEN LAS CARTAS

—Lo dejo, mamá. Esta mañana me he despedido en la oficina.

Así supo mi madre que mi hermana dejaba el trabajo mejor pagado que jamás tendría. El trabajo mejor pagado de cuantos teníamos constancia por aquellos años. De hecho, el mejor pagado que jamás tendremos ninguna. Y lo dejó. Qué grande, mi hermana la de los cortes de pelo atrevidos.

—Ni dos meses, ni dos días, ni dos horas más. Se acabó.

Tres años a tutiplén en empresas publicitarias de primer nivel, con suculentos contratos de alta ejecutiva a los veinticinco, que le habían permitido comprarse un coche de importación antes de sacarse siquiera el carné.

—Que no, mamá, que no quiero trabajar en esto más.

Exacto: mi hermana dejaba el trabajo… y la profesión. Daba tranquilamente la espalda al oficio para el que se había preparado, a la gente que había confiado en ella, a los familiares que le habían aupado hasta su primer empleo en prácticas y que, con mi madre a la cabeza, desde hacía un lustro seguían con orgullo su fulgurante trayectoria. Mi hermana había adelantado a todos sus compañeros de promoción y a casi todos sus compañeros de despacho. Pasando de cuenta a cuenta, de clientes menores a clientes de relumbrón, con sus manitas se había forjado un nombre en el exigente y competitivo mundo de la publicidad justo cuando más crecía, por razón de la reciente implantación de las televisiones privadas. Pero un buen día mi hermana se cansó. O se dio cuenta de que la vida se le escapaba por los costados. Y tomó una decisión. Una decisión dolorosa, irrevocable e irrevertible.

A mi madre no le gustó nada su decisión. Seguramente mi hermana le habló pausada, tranquila, todo lo pausada y tranquila que puede hablar esta hermana —«metralleta» tenía como alias escolar, para que el lector se haga una idea—. Seguramente mi hermana le dijo muchas cosas de corazón, pero mi madre no terminó de comprender cómo podía nada ser incompatible con una nómina semejante, casi todo es compatible con una nómina semejante. Lo del horario era razonable, pero eso siempre puede arreglarse… o debería, habría una forma, tenía que haberla. Seguramente mi hermana intentó colmar el abismo creado entre su bienestar y la inseguridad de mi madre a base de elevadísimas potencias espirituales. Seguramente mi madre se enfadó por pura incomprensión, dolida por lo abrupto de la noticia, impresionada por esta desgracia que llegaba elegida por su hija, conscientemente escogida entre multitud de otras opciones que cualquiera podría considerar más convenientes o menos dañinas. Y seguramente elevó la voz como cualquier madre que intenta impedir que su niña, embalada y sin frenos, se estampe contra una pared que no debe de haber visto. Una pared que la niña sin duda no ha visto porque si la hubiera visto seguro que no habría tomado semejante decisión y no habría corrido tan aprisa hacia ella. Y, para colmo, la niña se quedaría en casa. Seguiría en casa. Volvería plenamente a casa, mejor dicho, pues llevaba algunos meses viajando mucho por el trabajo. Caray, estas niñas hacen lo que les da la gana, pero de emanciparse, nada. Generación JASP… menuda tontería. No, esto no es lo que mi madre tenía pensado. Para esto no nos había educado.

Yo me enteré cuando mi hermana me llevó a dar una vuelta en su coche nuevo. Acababa de cambiar el de importación por uno más pequeñito, pero con mucha potencia y equipado con todo lo que puede tentar a cualquier joven conductora sin progenie.

—Con lo que tengo de paro, puedo pagar las letras sin problema —me explicó.

Claro, tampoco se iba con una mano delante y otra detrás. Tenía menos de treinta años, con dos de prestación por delante para buscarse la vida y encontrarse a gusto en ella. Tenía vehículo propio, un fondo de armario más que suficiente y una sonrisa de oreja a oreja. Estaba feliz.

—¿Qué piensas hacer ahora? —pregunté mientras me abrochaba el cinturón.

—Uy, voy a leer el tarot. Me han hablado de un curso estupendo. Me apetece mogollón —contestó la ametralladora, envalentonada; sobre esto sí me ofreció todo lujo de detalles.

No recuerdo haberle preguntado si mamá estaba ya al tanto de esto último también, o si solo lo pensé y preferí no hurgar con el cuchillito en la herida. Lo que recuerdo es que algún tiempo antes mi hermana se había reincorporado a las filas de su antiguo equipo de baloncesto y me propuso unirme también. Me vino de perlas: un poco de flato y unas buenas risas entre cesta y tablero me sentaban de maravilla. En el equipo yo era «la nueva» y también la más pequeña, faltaría más. Estaba siempre un poco al margen porque las otras se conocían desde hacía diez años y seguían con el mismo entrenador —pareja de una profesora del cole, todo sea dicho—, pero no me molestaba lo más mínimo. Lo único que me fastidiaba era que tampoco nadie en el equipo me ponía al tanto de algunos antecedentes imprescindibles para una correcta interpretación de los hechos.

PARÍS, NADA MENOS

—Me voy a París, mamá. Nos vamos a vivir juntos.

Así supo mi madre que su primogénita se iba de casa para compartir techo y cama con su novio, el francés. Ella no había terminado aún la carrera, pero él sí había finiquitado la suya y tenía una beca de la universidad. Mi hermana se iba de casa ¡sin pasar antes por la vicaría! Qué grande, mi hermana mayor, la de los magnos pendientes.

—Ya nos casaremos, mamá. Cuando podamos. Y conocerás a sus padres, claro.

Mi hermana y el francés se habían conocido en un intercambio entre universidades. Ella gustaba de meterse en todos los ajos que se olía. Algunos patinazos dentro y fuera de las aulas —memorables, todos ellos— le hicieron merecedora del premio «aterriza como puedas», pero el patinazo definitivo le llegó sobre el bloc de dibujo de aquella preciosa escuela de Industriales. Qué desperdicio: tantos ingenieros juntos… y ninguno se dedicó a patentar sillas con tabla a la izquierda para zurdos. Al francés, recién aterrizado, le gustó encontrar a mi hermana. Tanto le gustó que aguantó años de relación a distancia sin que mi madre le dejara dormir una sola noche en casa, ni siquiera en el garaje.

—Me convalidan casi todo. Cambiará la titulación, eso sí; ya no será Industriales, pero Ingeniería siempre será —se afanó en aclarar, para despejar inquietudes maternas adicionales.

París bien vale una misa, después de todo. Cambiar de ciudad sería una aventura para mi hermana. Era la mejor estudiante de todas —lo sigue siendo—. Terminó el cole con un expediente brillante, plagado de sobresalientes y matrículas de honor. Solo falló en Pretecnología porque la profe no quiso convalidarle la bandera con el escudo del Real Madrid que ella misma había bordado cuando se sacó el abono para el Bernabéu, pagado de su propio bolsillo a base de clases particulares. La carrera, sin embargo, se le atragantó. Mejor dicho: el Dibujo se le atragantó. Pasó el feroz Cálculo, el Álgebra implacable, los complejos Materiales y un montón de asignaturas más. Pasó la tuna a rondarla bajo el balcón y pasaron los tunos a casa, y de su boca escuchamos más chistes verdes en una sola noche de los que podríamos recordar en diez. Pero el Dibujo, a mi hermana, le sobrepasó. Más de siete cursos y no sé cuántas convocatorias después, la de los magnos pendientes se cansó. O se dio cuenta de que la vida se le escapaba por los costados y a sus veinticinco años tomó una decisión dolorosa, irrevocable e irrevertible.

A mi madre no le gustó nada su decisión. A buen seguro mi hermana le habló pausada y tranquila, porque la mayor siempre habla despacio y vocaliza mejor que ninguna. Pero eso a mi madre no le facilitó en nada la digestión. Seguramente mi hermana le habló del amor y de la madurez de su relación y de la necesidad de apostar por ella antes de que se fuese al traste, de tanto constreñirse en la distancia, a base de cartas siempre insuficientes, visitas siempre escasas, llamadas siempre incompletas. Seguramente mi hermana intentó hallar algún equilibrio entre su plena satisfacción y el disgusto de mi madre. Seguramente mi madre tragó saliva hondamente y no pudo elevar la voz porque estaba impactada por lo abrupto de una noticia que no por sospechada causaba menor impresión; por el vértigo de ver que su niña mayor, el primer bebé que trajo al mundo en una capital de provincias, sin epidural y entre maldiciones a causa del pentatol, salía de casa con la intención de no volver más que de Pascuas a Ramos, literalmente. Aunque seguramente nada de eso impidió que mi madre elevara también la voz en algún momento. Cuando algo le supera, se le desborda la furia por la garganta. Y para colmo se va sola, bien lejos, sin amigos cerca, sin familia, sin trabajo, sin carrera y sin marido. Anda que… como le salga mal, a esta niña se le destroza la vida sin remedio y para siempre. Esto no era lo que mi madre tenía pensado, no. Para esto no nos había educado.

No recuerdo cuándo ni cómo me enteré de esta decisión de mi hermana, la mayor. Yo casi no tenía uso de razón por aquel entonces, aunque ya lucía un florido mechón de canas. Lo que recuerdo perfectamente es el día en que se manifestó inconsolablemente su indecisión, meses atrás. Yo regresaba del cole con la cartera a rastras, y en el camino a casa encontré a mi hermana, cosa rara. Por iniciativa propia y sin mediar palabra se acercó a mí, me tomó del brazo y me invitó a caminar con ella. Me pilló completamente desprevenida. Esto no había ocurrido nunca antes —al menos, que a mí me conste—.

Así que allí estaba yo, con mi cartera y mi hermana a cuestas, caminando hacia cualquier parte que no terminara en casa. No sabía qué decir ni qué hacer, salvo acompañar la circunstancia; una circunstancia cuya gravedad comprendí cuando levanté un poco la mirada y vi llorar a mi hermana. Lloraba y hablaba. Me hablaba como si yo estuviera al tanto de asuntos y personas que evidentemente desconocía, pero en esta ocasión no me molestaba la ignorancia. Debimos de estar unos sesenta o setenta minutos dando vueltas a la misma calle, tan cerca y tan lejos de casa, ora por la calzada, ora por el campucho de mis soledades adolescentes. Comprendí que ella debía de haberse pasado cuatro o cinco noches angustiada, si es que no fueron cuatro o cinco meses enteros.

Recuerdo malamente los términos exactos de su enredada y enredosa divagación. Tampoco recuerdo en qué momento decidió que era hora de volver a casa. Solo sé que después estuve días enteros buscándola, haciéndome visible, intentando encontrármela en alguna esquina, donde fuese, a la hora que fuese, para que me confiara la continuación de sus tribulaciones y, a ser posible, el desenlace. Nunca ocurrió. Eso sí me molestó un poco. Más bien, me decepcionó. Mi hermana y yo retomamos nuestra costumbre de comportarnos como parientes lejanas que a veces meriendan o cenan al mismo tiempo y en el mismo lugar, y todas las veces discuten por no recoger los platos. Por supuesto, tuve que deducir el desenlace cuando supe que mi hermana se iba a vivir a París. Yo no tenía criterio ni opinión sobre el asunto. Total, se iba con el único novio hermanil que no había hecho la mili y el tipo, con su peculiar e incorregible seseo, había conseguido hacerme comprender lo que no habían conseguido ninguna de mis hermanas, ni mi madre, ni mi profesora de matemáticas del bachillerato: la lógica de los senos y los cosenos. Trigonometría pura… ahí es ná.

LA NIÑA DEL «MEJÓ»

—No quiero estudiar una carrera, mamá.

Así es como yo, la de las greñas perpetuas, dije a mi madre que no quería estudiar más, muy consciente de que iba en contra de sus expectativas.

—¿Para qué quiero yo un titulito?

Era la cuarta o decimocuarta vez que se lo repetía, cuando llegó la hora de la verdad. En los dos años anteriores yo había comprendido que era razonable no convertirme en policía ni en jugadora de baloncesto. Había desertado de las Ciencias para engrosar las filas de las Letras mixtas. Nunca estudiaría ICADE, ni Económicas ni nada por el estilo. No seguiría los pasos de mi padre, como en un principio me planteé, ni tampoco los de mi madre. Por su parte, mi madre había aceptado que se equivocó cuando me metió en clases de ballet con tutú a los ocho años.

—Hija, es una pena, con lo bien que se te dan los idiomas.

—Pues Traducción e Interpretación, que son solo tres años.

—La facultad está fuera, no nos lo podemos plantear.

—Turismo, que piden idiomas y son tres cursos también.

—Déjate de pamplinas y estudia una carrera de verdad. Una de cinco años, en condiciones. Y pide hora en la peluquería, malos pelos.

Así es como mi madre, militante acérrima de la buena y sólida formación para avanzar en la vida, decidió que yo cursaría estudios superiores reglados de cinco años, así es como me sentí yo obligada sin remedio. Una profesora y directora de instituto de Formación Profesional no podía admitir que su hija estudiara un ciclo superior de FP o algo así, para eso tampoco nos había preparado.

No tenía yo el menor interés en una carrera porque hacía tiempo que había descubierto mi vocación y la había declarado: el teatro, que por aquellos años era una profesión consolidada sin formación superior. Mi madre aplicó todos los argumentos que pudo para persuadirme a aceptar de buen grado. Lo hizo sin elevar la voz, al contrario que yo, que tengo poca paciencia para las cuestiones que me tocan muy de cerca y soy más testaruda que ella. Seguramente mi madre no se tomó muy en serio lo que consideraba una simple afición y yo me tomé demasiado en serio su mandato. Tal como yo lo veía, o pedía refugio en casa de mi hermana y el francés, o no tenía alternativa. Qué tonta fui yo, la pequeña. Claudiqué y obedecí. No tomé ninguna decisión irrevocable, lo que a la larga también supuso el comienzo de algo irrevertible. Sí, ya sé que la Academia manda decir irreversible, pero es que a mí se me queda corto. Irreversible me suena como a jersey gastado, a chubasquero… En este libro he decidido por vez primera tomarme alguna licencia para compensar las que no me he permitido en años. Muchas noches intuía que a la larga aquello tendría malas consecuencias y algunos días sentí cómo la vida se me escapaba por los costados. Todavía hoy entono el mea culpa. Acepté que mi madre tomara la decisión por mí y descubrí que no por ello fue menos dolorosa.

—Y si suspendes alguna, dejas inmediatamente el grupo y los ensayos.

No me gustó nada aquella decisión y me gusta aún menos mi falta de carácter, o de valor, o de convicciones, o de todas esas cosas juntas y algunas más, seguramente. Yo quería hacer teatro, nada más. Quería hacerlo bien, como debe ser, para eso sí estaba dispuesta a estudiar. A los dieciséis me había matriculado en un curso de italiano —por fin un idioma que elegía por mí misma— y en un taller de teatro. Poco después me hicieron pruebas y conseguí entrar en el grupo. Está en lo cierto el lector si piensa que no era un grupo profesional, pero también es cierto que mis profesores lo eran y el director si no lo era lo disimulaba divinamente, con su barba y cabellera blancas, bien pobladas, al estilo de San Pedro, o William Layton, por ejemplo. Hacíamos bolos, e incluso giramos por Polonia con un espectáculo de mimo. Siete años con ellos… como una carrera superior cualquiera, o dos. Iba a italiano los sábados por la mañana y a teatro dos tardes por semana, o tres, o seis. Lo disfrutaba y estudiaba un montón de cosas sin acusar el esfuerzo, por el simple placer de hacerlo. Hice unos cuantos buenos amigos y leí, leí más que nunca. Sí, yo, la que menos había leído de todas, la que apenas pasaba de las viñetas al entrar en la adolescencia, la que movía y removía los libros de la casa para limpiarlos y reordenarlos más que para disfrutarlos: llegué al teatro y me puse a leer como una loca. Incluso libros de la carrera, para asegurar los aprobadillos raspados y no poner en peligro mis clases de teatro. Y todo gracias a aquella profe que nos hacía leer el teatro en clase con sus «efectos especiales»… Cambió por completo mi deriva, Maribel.

No sé si mis hermanas tuvieron noticia específica de esta falta mía de decisión, o si apenas pasó por su vida con la habitual normalidad de lejanía y displicencia con que nos tratábamos —autoengañándonos como bellacas porque lo que le sucedía a alguna, repercutía en todas—. No sabría decir si vinieron a verme actuar. Acompañando a mi madre, seguro que no. Eso tardaría unos cuantos años en ocurrir.

Mi madre solo empezó a calibrar la magnitud de lo mío con el teatro largo tiempo después, cuando sucedió algo completamente imprevisto. Me presenté por primera vez a un casting y me seleccionaron. Era para un anuncio de televisión, así que pronto aparecería el primer plano de mi jeta en todos los televisores de parientes, amigos, vecinos y allegados. Antes del boom de internet y las redes sociales, salir en la tele era el acabose de la popularidad. Para colmo, el anuncio era de compresas, así que los comentarios llegaron siempre acompañados de una risilla pudorosa que no lograba disfrazar la curiosidad morbosa que despertaba el asunto en todos. Mi madre aguantó el tipo lo mejor que pudo y me comunicó satisfecha que sus compañeras del instituto me habían bautizado como «la niña del mejó», en honor a la última palabra que yo sentenciaba en el anuncio. Me hizo gracia el comentario y la forma de presentarlo. Después seguí leyendo el manual del teórico del carné de conducir, que para pagármelo me vino pintiparada la publicidad de los productos íntimos femeninos.

EL COLE

—Réflechir. Il faut réfléchir. Vas-y.

Así nos castigaba la directora cuando nos pillaba en alguna falta grave o leve al estricto código de conducta del colegio, o en algún comportamiento que consideraba sencillamente indigno o inmoral. Te escrutaba mientras hablaba, te hacía entrar en la capilla… y luego se olvidaba de levantarte el castigo, de modo que podías pasarte dos, tres o cuatro horas reflexionando, intenso ejercicio espiritual que básicamente consistía en elegir el momento idóneo para ir al baño sin cruzarte con ella por el camino.

El colegio era un conjunto enorme de patios, escaleras y ventanas por el que a diario correteábamos cientos de alumnas, todas chicas. Cada una de las cuatro hermanas cursamos allí nuestros estudios primarios, secundarios, de bachiller y de orientación universitaria. En total catorce años de venturas y desventuras entre aquellas paredes, aulas, jaulas, que pueden resumirse en dos palabras —conceptos, pilares, cimientos—: francés y religión. Era un colegio de monjas francesas, por si quedaban dudas. Monjas seglares que no lucían escote, pero tampoco uniforme. Lo dejaban para nosotras, las alumnas, debajo del babi. Mi madre estaba convencida de que allí obtendríamos la mejor preparación para la vida moderna.

Seguramente pasar los ochenta en un colegio francés y de monjas fue bastante más aburrido que imbuirse de las tendencias de la movida madrileña en boga. Seguramente menos «peligroso» para cuatro cándidas almas adolescentes, también. La fauna que allí exploramos, con todo, resultó más variada y enriquecedora que la de cualquier sabana o reserva natural. Cada una de las religiosas era un ejemplar único en su especie, perfectamente diferenciado de los demás por su fisicidad y por su comportamiento. Tenían en común el idioma, el irresistible impulso de reprender y una fascinante relación con la moralidad que transmitían de forma incoherente y contradictoria, de manera que no había forma humana de saber si algo les parecía mal en general, si solo desde el punto de vista religioso o si solo aquel día. Por consiguiente, para sobrevivir lo más sencillo era asumir de antemano que cualquier cosa les parecería mal, así que pensar cualquier cosa distinta a sus preceptos suponía, en sí misma, un pequeño triunfo de la libertad. Y ponerla en práctica, el colmo del libertinaje y la amoralidad. Un gustazo, vaya, que intenté regalarme tantas veces como pude.

Quizá la educación en aquel cole, junto con la herencia genética, terminó de imprimir en nosotras este aire de familia que compartimos con otras antiguas alumnas. Sobre Dios y la cuestión espiritual manteníamos nuestras dudas y diferencias, pero las cuatro teníamos meridianamente claro que todos los actos que emprendiéramos, todas las palabras que pronunciáramos en aquel entorno, generarían algún tipo de comentario por parte de terceros más o menos cercanos, más o menos acertados, siempre inoportunos. Todas terminamos sabiendo francés, todas terminamos aceptando o rechazando la religión… y todas crecimos apoyando y contrarrestando permanentemente las fuerzas vivas del qué dirán, a cuyo frente, desde luego, situábamos lo que dijera o pudiera decir mamá tanto si estaba ella equivocada como si lo estábamos nosotras. De ahí, muchas veces, la necesidad de postergar y de medir tanto lo que decíamos cuanto lo que callábamos.