Marranos - Donatella Di Cesare - E-Book

Marranos E-Book

Donatella Di Cesare

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Excluidos, segregados, doblemente extraños, los llamados marranos —judíos conversos de los reinos cristianos de la península ibérica— inauguran la modernidad con su yo dividido y su ambivalencia. Víctimas de la violencia política y de la intolerancia religiosa, no asimilables a pesar de su bautizo forzado, los marranos ya no eran judíos, pero tampoco cristianos: devinieron "el otro del otro". Éste es el punto de partida de Di Cesare para ofrecer una reflexión filosófica en torno a la identidad, la introspección psicoanalítica, la dimensión política y el nacimiento de la era moderna. El marrano es una figura clave para comprender el conflicto irresoluto en el que se debate toda existencia. Desde la mística de Teresa de Ávila hasta el concepto de libertad de Baruch Spinoza, los conversos fueron los precursores de los grandes marranos de la razón que transformaron radicalmente el pensamiento elevando a categoría filosófica su oposición a toda forma de Inquisición. Disidentes por necesidad, supervivientes gracias a la clandestinidad, a la resistencia de la memoria y a mantener en secreto el recuerdo, los marranos no se pueden dar por extinguidos. Su historia no ha terminado.

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Donatella Di Cesare

Marranos

SerieCla•De•Ma

Filosofía

Marranos

Donatella Di Cesare

Traducido por Francisco Amella Vela

Título original en italiano:Siamo tutti marrani

©2018, Giulio Einaudi editore

© De la traducción:Francisco Amella Vela

Corrección:Marta Beltrán Bahón

Cubierta: Equipo Gedisa

Primera edición:mayo de 2019, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

Avda. Tibidabo, 12, 3º

08022 Barcelona (España)

Tel. 93 253 09 04

[email protected]

www.gedisa.com

Preimpresión:

Moelmo, S.C.P.

www.moelmo.com

eISBN: 978-84-17690-71-7

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier

medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada,

en castellano o en cualquier otro idioma.

Índice

Los últimos judíos. Para empezar

Inarchivables

¿Héroes románticos o viles tránsfugas?

Ester y otra soberanía

¡Convertíos y huid!

Cuando todo empezó

Entre silencio y nostalgia

¿«Cristianos nuevos»?

El otro del otro

Una duplicidad existencial

El descubrimiento de sí

El agua y la sangre. De Toledo a Núremberg

La gran purga

Huida y retiro

La teología de los marranos

Teresa de Ávila y el castillo interior

«¡Válete por ti!»

Un insulto y su rocambolesca historia

El archipiélago planetario y la Nación anárquica

Los «judíos nuevos». Entre Livorno y Ámsterdam

Pavesas mesiánicas

Spinoza, la democracia, la libertad del secreto

El laboratorio político de la modernidad

El marranismo en el Tercer Reich

Contrahistoria de los vencidos y desquite de los marranos

«El marrano es un espectro al que amo»

El secreto del recuerdo - el recuerdo del secreto

Breve bibliografía razonada

Los últimos judíos. Para empezar

Al hablar de «marranos» en su acepción histórica nos referimos a aquellos judíos que, en la península ibérica y los dominios españoles, se vieron forzados a convertirse al cristianismo para zafarse del exilio o de la muerte. Resultado de la violencia política y la intolerancia religiosa que tienen en la Inquisición su símbolo hiperbólico, el «marranismo» genera una identidad desgarrada, trágicamente escindida entre dos pertenencias inconciliables: una exterior y oficial; la otra, íntima y ocultada. Esos que, una vez bautizados, reciben el nombre de «cristianos nuevos», siguen estando separados de los «cristianos viejos», quienes se malician que sigan judaizando en secreto. No hay auto de fe que valga; las sospechas contra los marranos —que, pese a todo, aparecen como extraños e inasimilables— se amplifican hasta el punto de promulgar las primeras leyes racistas de la edad moderna: la sangre se convierte en criterio para preservar una presunta pureza. Quedan, así, cerradas las puertas de la hermandad universal.

Perseguidos, torturados, acorralados, los marranos son arrojados a una cripta que echa a perder sus vidas y mina su condición. Se ven así atrapados en un espacio híbrido, exiliados en una tierra de nadie donde, acusados de desleales, perjuros y traidores, mantienen impenetrable su secreto por largos siglos. Pero dicha fidelidad inmemorable tiene resultados paradójicos. Ese criptohebraísmo con tantas fatigas conservado acaba por no tener ya casi nada de la antigua fe. Alejados de los demás judíos, con quienes las relaciones escasean o faltan, los marranos elaboran una religión y una forma de vida que, al igual que su identidad, se asientan de manera inestable en la ambivalencia y la disidencia. Vistos desde fuera ya no está claro si son cristianos heréticos o judíos encubiertos. Con todo, una ferviente espera mesiánica, sustentada en el recuerdo del porvenir, ilumina la noche oscura de su exilio. Aislados, excluidos, segregados, persisten en el secreto convencidos de ser los últimos judíos sobre la tierra.

En los lugares más remotos y recónditos de la opresión permanecen largos siglos en la clandestinidad, y no reaparecen hasta el siglo xx: así ha sido en algunos casos notorios. Muchos otros regresan al judaísmo bastante antes, uniéndose a las comunidades antiguas o fundando nuevas comunidades. Con un efecto demoledor. Los marranos llevan consigo la semilla de la duda, el fermento de la oposición. Disidentes por naturaleza, dan principio a un pensamiento radical. Extremos y excéntricos por haber vivido largo tiempo al límite, en el confín, contribuyen al surgimiento de movimientos mesiánicos que sacuden la religión institucional. Su regreso deja impresa en la tradición una ruptura profunda e insanable de la que nace la modernidad judía.

Una vez al descubierto, aquellos que se creían los últimos judíos se revelan como los primeros modernos. Un sí mismo escindido, la imposibilidad de una pertenencia plena y un extrañamiento constitutivo son el legado indeleble de los marranos. Con ellos el mito de la identidad implosiona y se quiebra.

Por eso es necesario trascender la estricta acepción histórica para indagar en un fenómeno que no ha concluido todavía, como tampoco la modernidad se ha agotado aún. Tanto más que, rehusando divulgar su secreto, los marranos han vuelto invisible su historia e irrealizable cualquier intento de historiografía. ¿Qué queda, pues, de los marranos, fuera del archivo del recuerdo?

Reflexionar sobre el marranismo sin condenas ni apologías, considerando su sentido complejo y articulado, volviendo a recorrer sus singulares sendas, significa sondear a fondo la modernidad.

Inarchivables

Su historia no ha concluido. Imponerle la estampilla del «fin» sería una violencia añadida, como decretar su desaparición irrevocable. En los últimos años se han multiplicado los casos de personas que, quizás en circunstancias dramáticas, han hallado rastros escondidos de un pasado ignoto; que, gracias a algún débil indicio, han intuido, han adivinado; que han dejado que resurgieran jirones de recuerdos que se iban desvaneciendo. La carta de un pariente lejano, una confesión murmurada a las puertas de la muerte, una foto encontrada por azar, un objeto que asoma en un cajón, una ritualidad antigua y un gesto singular que vuelven a la memoria, un nombre —el de la familia, especialmente— que encubre, impenetrable y aun así elocuente, las vicisitudes de generaciones enteras. Los marranos de ayer y los de hoy salen al descubierto.

Desperdigados por todas partes, desde el sudoeste de Estados Unidos al noreste de Brasil, de Portugal a Italia, piden que no se los archive, encomendándose a esa larga experiencia de resistencia y memoria que les ha permitido sobrevivir más allá de todas las eliminaciones traumáticas. Lo piden por responsabilidad hacia ese secreto de cuyo recuerdo son portadores.

«Inarchivables» por vocación, tras enfrentarse al olvido contestan desde lo más hondo el arché, el principio del archivo, el orden de la archivación; se sustraen anárquicamente al aoristo de la antigüedad para reclamar un futuro. Futuro que se confiaría a una contrahistoria de los olvidados de la historia, de los ya casi vencidos, pues se han visto obligados a buscar amparo en la clandestinidad. ¿Cómo recuperar su testimonio, cómo hacer para que resurjan de la cripta, cómo rescatar su nombre?

Las preguntas se amontonan y, paradójicas como son, sacan a la luz la figura del marrano, fascinante y enigmática, que de manera ingeniosa se zafa de toda captura. Lo cual irrita a más de un historiador, que se inclinarían más bien por dar carpetazo al asunto definiendo al marrano, obligándolo a declarar su identidad de una vez por todas, confinándolo en un capítulo cerrado. ¡Basta ya de los marranos! Y de quienes querrían extender de manera abusiva la presencia de los marranos.

Aun así, en los últimos años el marranismo ha salido del dominio de la historia oficial —los marranos, ya se sabe, son experimentados trashumantes— despertando un interés enorme entre filósofos y novelistas, antropólogos y psicoanalistas. Precisamente un historiador, Jacques Revel, ha sido quien ha planteado la cuestión de los diversos modos del ser del marrano, los cuales, si por un lado amplían su semántica en lo horizontal, por el otro, en lo vertical, jalonan su cronología y, en definitiva, su durabilidad. ¿Existe una «condición» del marrano? ¿Qué rasgos la caracterizan?

Más que como figura terminal, la del marrano debe verse como figura inicial, que, además de inaugurar una nueva era de la historia judía, da comienzo a la modernidad. Pero no a una modernidad bien avenida y armoniosa, sino atravesada por una irremediable disonancia. Se origina aquí la tradición de una larga revuelta no concluida.

Ésa es la razón de que en la figura inquietante y espectral del marrano pueda captarse eso que Giorgio Agamben denomina «paradigma ejemplar». Como el Homo Sacer o el Muselmann, también el marrano traspasa los límites de la historia sin dejar de estar en ella circunscrito, y al arrojar luz sobre conexiones, sobre lazos de parentela que podrían caer en el olvido, por su carácter ejemplar vuelve comprensibles fenómenos actuales.

¿Héroes románticos o viles tránsfugas?

Quizás ninguna otra figura haya dado pie a interpretaciones tan diversas. Con su singular destino y su insólita duplicidad, los marranos siempre han provocado división y juicios enfrentados. Tampoco su lugar está del todo claro. ¿A qué historia pertenecen, a la española o a la portuguesa? ¿A la historia italiana o a la holandesa? En realidad, han sido los primeros cosmopolitas. ¿Y qué decir, respecto de la historia judía? ¿No deberían ser los marranos protagonistas suyos, por lo menos en parte?

En los viejos guetos, donde consumían su existencia entre el estudio, el temor y la espera, los judíos orientales mantuvieron un vago y a la vez tenaz recuerdo del legendario esplendor, del prestigio y de la suntuosidad de los sefardíes, los judíos españoles y portugueses. ¿Acaso no se debía a ellos la exploración de los rincones más recónditos de la Cábala, la mística judía? ¿Cómo olvidar el nombre de Baruch Spinoza? Cultos y audaces, refinados y altivos, los judíos estaban envueltos en un aura de fascinante exotismo. Así los pintó Rembrandt. Así los inmortalizó Heine en su poesía. Que entre ellos alguno hubiera sido, durante un tiempo, nada menos que cristiano, en nada empañaba su romántico retrato. Eran anusim, forzados, es decir, habían sufrido el bautismo forzado, por no hablar de los ultrajes de la Inquisición. Los habían torturado, maltratado y escarnecido. Los españoles los habían llamado, despreciativamente, «marranos». Por eso precisamente merecían contarse en la larga serie de los mártires judíos.

Ocultos en la clandestinidad, los marranos habían conservado su hebraísmo en lo más hondo de sus corazones, revestidos sólo exteriormente de la fe que se les imponía, el cristianismo. En secreto, seguían observando los ritos hebraicos. Su identidad se había mantenido intacta y auténtica. Depuesta la máscara cristiana, volvían a ser judíos.

Esta visión romántica y romanceada ha sido, por mucho tiempo, la más difundida. No hay más que hojear el popular libro de Cecil Roth, quien ya en las primeras páginas habla de «las figuras de raro heroísmo que una y otra vez surgieron para estallar sobre el mundo», del «atractivo totalmente dramático» de los marranos, aquellos judíos que, más allá de toda mistificación, «continuaron siendo como siempre habían sido». Como si la existencia pudiera dividirse en dos partes, externa e interior, sin que la una incidiera en la otra. Pero precisamente quien difunde una idea tan consoladora es el mismo que no tiene ningún empacho en reiterar una antigua condena: ¿por qué los marranos no se sacrificaron? ¿Por qué no eligieron morir por el kidush hashem, la santificación del Nombre? ¿Por qué no siguieron el noble ejemplo de los judíos renanos, que marcharon decididos al encuentro del martirio?

La respuesta se busca en la «diferencia moral» entre judíos alemanes y españoles. Tras siglos de bienestar, estos últimos se habrían adaptado al mundo circundante, no pudiendo por ello reaccionar ya. Se mezcla así a los sefardíes con los marranos, víctimas todos ellos de una condena intransigente y moralizante. Vituperio que recuerda al que resuena en la abyecta pregunta dirigida a los judíos europeos tras el nazismo: «¿por qué fueron al matadero como ovejas?».

Apología y condena han perseguido a los marranos hasta acabar replanteando su duplicidad de manera paradójica. ¿Fueron valientes o cobardes, temerarios o viles, inflexibles o prontos al acomodo?

La saga romántica, en boga hasta comienzos del siglo xx, fue dejando paso a estudios más puntuales. La evanescente imagen de los marranos, a recaudo en un remoto pasado, cambió gracias a un descubrimiento sensacional. En 1917, Samuel Schwarz, un judío polaco que trabajaba como ingeniero en Belmonte, en una zona escabrosa y aislada del norte de Portugal, se topó por casualidad con marranos de carne y hueso, que seguían practicando ritos judíos en secreto y que, después de recibirlo con desconfianza y resistiéndose a sus preguntas, acabaron por revelarle que eran judeos,judíos. Entonces las investigaciones se fueron multiplicando. Entre 1929 y 1936, Yitzhak Baer reunió y publicó los documentos que se custodiaban en los archivos de la Inquisición. La memoria de los marranos se había conservado gracias a sus perseguidores, precisamente. Baer fue claro en su veredicto: estaban profundamente asimilados, y corrompidos por la filosofía racionalista, y habían sido víctimas, además, de un violento antisemitismo, pero aun así los conversos debían considerarse parte integrante de la historia judía.

Pero ¿qué había de aquellos marranos convertidos en fervientes católicos, entre quienes había personajes de relieve, inclusive rabinos, genuinamente convertidos y promovidos a las más altas jerarquías eclesiásticas? Por no hablar de Tomás de Torquemada, el gran inquisidor. Quizás a esos marranos había que integrarlos en la historia de España, que después de haber borrado su presencia, después de haberles negado la ciudadanía en la «patria» pura e íntegra, volvía a reivindicarlos. No había sido la cruzada permanente lo que había hecho única a España, sino la convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos. Con esta tesis revolucionaria, Américo Castro, poderosa voz antifranquista, reconocía abiertamente, en su libro aparecido en 1948, la importancia de los conversos, los cuales, heréticos en su mayoría, habían sembrado la semilla de la disidencia.

Mientras el enigma de los marranos en lugar de aclararse se hacía más denso, y su identidad se revelaba intrincada y su pertenencia controvertida, vino la Shoá a proyectar una sombra oscura sobre esa historia atormentada que no parecía tener ya nada de romántica. También Roth lo admitía, en la nueva edición de su libro, publicado por primera vez en 1932. Eran demasiadas las sobrecogedoras afinidades entre los marranos y los judíos a quienes había tocado vivir bajo el régimen hitleriano. Los marranos podían ofrecer un ejemplo negativo, a descartar. Porque fieles, en verdad, no habían sido.

Aquella historia había que revisarla. No, los marranos no eran ni héroes ni mártires. Al contrario, tránsfugas y perjuros, testimoniaban con sus vidas la amenaza ínsita en la diáspora: el riesgo de la asimilación. Ante todo, no se les podía considerar judíos. Así lo declaró Benzion Netanyahu en un libro aparecido en 1966 que provocó una revisión crítica. Su tardía condena se fundamentaba, de hecho, en las sentencias de los rabinos. El marranismo no había sido más que una manera, intempestiva e ineficaz, de reaccionar contra la Inquisición.

Dicha revisión, que insinuaba nuevamente la sospecha, ha impuesto, sin embargo, una cautela mayor. Para salvar lo salvable, algunos historiadores, como Henry Méchoulan, han trazado una separación entre los «criptojudíos», quienes se habrían mantenido como «judíos auténticos», y los marranos, quienes, por el contrario, habrían elegido la idolatría y convertirse en cristianos nuevos. Pero ¿cómo distinguirlos? ¿Según qué criterios? ¿Cómo valorar un caso como el de Isaac (Yitzhak) Cardoso, a quien en Madrid no consideraban judío y que en Verona, en cambio, se convirtió en uno de los personajes más representativos del hebraísmo europeo?

La apertura de nuevas perspectivas se debe, en particular, a Yosef H. Yerushalmi, quien por un lado integra a los marranos en la historia judía y por el otro rebasa su horizonte para interpretar el fenómeno en la complejidad de su entramado. Si bien se mira, tampoco los rabinos se mostraban concordes en sus sentencias: algunos manifestaban de­sa­probación, otros indulgencia. No cabe duda de que los marranos no seguían ya la halajá, la ley judía, ni observaban sus numerosos preceptos, pero ¿era éste un motivo suficiente para renegar de ellos? A los rabinos se los designaba para que tomaran decisiones de carácter práctico sobre la vida —y, a menudo, sobre la supervivencia— tanto de quienes habían quedado cautivos como de quienes habían conseguido escapar. Su contribución a arrojar luz sobre la situación de los marranos no podía ser sino parcial.

Queda la pregunta sobre la «judeidad», el término empleado por Yerushalmi y recuperado más tarde por Derrida. ¿Se puede considerar judíos a los marranos? ¿En qué consistiría la «judeidad»? ¿Qué significa, entonces, ser judío? La definición de «marrano» pone en cuestión la de «judío».