Mentiras contagiosas - Jorge Volpi - E-Book

Mentiras contagiosas E-Book

Jorge Volpi

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Beschreibung

Las novelas se comportan como virus o parásitos: buscan contaminar al mayor número posible de lectores y, para lograrlo, están condenadas a luchar apasionadamente entre sí. Desde la publicación de El Quijote, las novelas infectan y contagian y a veces se convierten en auténticas epidemias. Jugando de modo provocador con este enfoque evolutivo, Volpi coloca estos organismos literarios bajo la lente del microscopio a fin de estudiar su naturaleza y revelar su enorme poder de adaptación. De la obsesión neurótica de Orson Wells por los personajes de Cervantes a los vínculos entre la novela y la ciencia, y del desenmascaramiento irónico de los estudios académicos a la feroz denuncia de los clichés, Mentiras contagiosas repasa las no siempre sencillas relaciones entre ficción y realidad. Al final, Volpi reflexiona sobre la genealogía de la narrativa latinoamericana, desde Rulfo hasta Pitol y desde Fuentes hasta Bolaño y, en una premeditada denuncia, se declara enemigo de toda clase de fronteras y se arriesga a imaginar la suerte de sus generaciones futuras.

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Jorge Volpi

Mentiras contagiosas

Jorge Volpi,Mentiras contagiosas

Primera edición digital: mayo de 2016

ISBN epub: 978-84-8393-548-4

© Jorge Volpi, 2008

© De la fotografía de cubierta, Lola Álvarez Bravo, 2008

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

Voces / Ensayo 96

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

I LIBROS, ESCRITORES, LECTORES

RÉQUIEM POR LA NOVELA

Certifico la muerte de la novela. Según los cronistas, el último ejemplar de esta especie apareció hace cien años: un pobre remedo de Las aventuras del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, perpetrado por un tal Menard y publicado en la ciudad de México en 2605. Basta hojearla para comprobar la decadencia del género: sus artificios estructurales, la inverosimilitud de sus personajes y su miseria estilística explican por qué el público dejó de leer –y los editores de editar y los escritores de escribir– esta variedad de la literatura conocida como ficción (un término ausente en nuestras librerías). Ante obras como esta no debe sorprender que la novela se haya extinguido, sino que no lo haya hecho antes.

La ficción siempre tuvo una vida artificial: concebida como un engaño similar a la magia o la hechicería, sólo podía haber prosperado en sociedades con un precario desarrollo intelectual. De otro modo, ¿cómo entender que adultos racionales se consagrasen a tramar estos divertimentos, que seres inteligentes disfrutasen con sus engaños, que lectores sensatos se conmoviesen con sus mentiras? Durante siglos las novelas sirvieron para confundir a las mentes menos preparadas: su público estaba conformado por mujeres crédulas, adolescentes infatuados, viejos prematuros, solteros insatisfechos: gente ociosa. Yo siempre me estremecí al imaginar esos volúmenes plagados de fantasías. Cientos de páginas que representaban horas, días o incluso semanas tirados a la basura.

¿Cuánto hubiese avanzado la humanidad si, en vez de malgastar sus energías con estos delirios, las hubiesen invertido en tareas más provechosas? ¿Si, en lugar de demorarse con peripecias de espías, enamorados y facinerosos, nuestros antepasados hubiesen agotado libros de filosofía, de historia, de matemáticas? ¿Cuánto hubiese avanzado la humanidad? ¿De qué manera se hubiese acelerado nuestro desarrollo económico, nuestra civilidad política, nuestra andadura tecnológica? Pero nuestros ancestros padecían una predisposición natural hacia la mentira. Tuvieron que pasar mil años antes de poder extirpar esta distracción: demasiado tiempo, si se compara con el empleado en erradicar enfermedades menos perniciosas. ¿Dónde radicaba el poder de las novelas? ¿Por qué un género tan nocivo fascinó a los seres humanos? ¿Cómo logró seducir a naciones y épocas enteras?

Si bien desde mi época de estudiante yo me negué a bucear en las aguas de la ficción –mi tesis doctoral versa sobre el estilo de las actas del tribunal de cuentas de Rouen en el siglo xix–, la reciente muerte de mi madre despertó en mí el virus de la curiosidad. Aunque la infeliz pertenecía a la primera generación que podía jactarse de nunca haber leído una novela, su testamento reveló que desde hacía años se empolvaban en nuestro sótano las novelas que mi abuelo acumuló a lo largo de su vida. Al parecer ella nunca tuvo corazón para desembarazarse de esa carga y, segura de que ninguno de sus hijos se atrevería a deshonrarla, se olvidó de aquella incómoda herencia, convencida de que las termitas la convertirían en su alimento. La pobre no podía sospechar que su primogénito terminaría por abrir aquellas cajas de Pandora.

Poco después de sus exequias bajé a la cava, arranqué los precintos y descubrí la desvencijada biblioteca de mi abuelo. A primera vista el gusto del viejo se mostraba ecléctico: de las más de ochocientas obras que acumuló en su sigilosa existencia de notario, identifiqué ejemplares de diversos países y lenguas, si bien una manía indescifrable parecía guiarlo hacia la literatura mexicana del siglo xxi. Sólo para contrariar su memoria inicié mis pesquisas con los ingleses. El azar me condujo hacia la Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy de Laurence Sterne. En cuanto abrí el ejemplar fui presa de un espasmo: si bien la lectura de ficción no estaba prohibida –sólo a un loco se le hubiese ocurrido censurar libros que no interesaban a nadie–, me extrañó descubrir en mí semejante ánimo subversivo.

Al concluir aquella obra mi decepción no pudo ser mayor: como preconizan los grandes críticos literarios contemporáneos, se trataba de un enorme disparate. En pocas palabras, no entendí nada. Y no por incapacidad de adentrarme en las sutilezas del inglés antiguo o porque despreciase el mundo de Sterne: simplemente no me interesaba lo que este narraba o, más bien, cómo lo narraba. La época resultaba fascinante pero, ¿qué aportaban aquellas páginas frente a los estudios eruditos? ¿Cómo enriquecían a nuestro conocimiento del siglo xviii británico? ¿De qué servía esa acumulación de dislates cuando existen tan sólidos libros de historia? La novela estaba plagada de caricaturas, experimentos y divagaciones que aniquilaban toda noción de objetividad. Al concluir el libro seguí convencido de la inutilidad de la novela e incapaz de explicarme cómo mi abuelo pudo considerar esas piruetas provechosas y honorables.

Para paliar mi frustración me concedí otra oportunidad y me precipité sobre Austen, Dickens, las hermanas Brontë, Hardy, Forster y Henry James: todos me parecieron intolerables. Si acaso incubaba algún prejuicio contra los escritores de Albión, dirigí mi curiosidad hacia sus enemigos del otro lado de la Mancha: Hugo (un bodrio), Stendhal (un escándalo), Flaubert (cursi), Céline (un asco), Yourcenar (patética). Sin escarmentar, alterné autores rusos y estadounidenses: Tolstói y Melville, Bulgákov y Hawthorne, Dostoievski y Faulkner, Nabokov y Bellow, Pasternak y Philip Roth… Ni siquiera vale la pena mencionar los nombres de los españoles, italianos, brasileños, japoneses, checos o turcos que revisé después. Fatigado, me adentré por fin en la extravagante pasión de mi abuelo: la novela mexicana del siglo xxi. Apenas pude comprender su entusiasmo por escritores tan desiguales.

Confieso que, a pesar de su vulgaridad, llamó mi atención el aire de familia que unía a novelistas de naciones y tiempos tan lejanos. Aunque provenían de épocas y lugares distintos, era posible reconocer una corriente secreta. Los mejores pertenecían a una sola estirpe y mentían de maneras cada vez más refinadas, como si la novela fuese una artesanía que se torna más sutil y estilizada con el tiempo. Los enlazaba algo huidizo e indescriptible. Comprendí entonces que, si bien su empresa era absurda, poseía cierta coherencia. Pese a su ceguera, esos hombres estaban convencidos de que la novela no era una acumulación de falsedades, sino una forma legítima de explorar la realidad. Y, sobre todo, de conservar la memoria lejos de la severidad de la historiografía o las ciencias sociales. Sería estúpido afirmar que la lectura de Mann, Kafka o Broch me permitiese comprender mejor los albores del siglo xx, pero estos autores poseían intuiciones sobre su tiempo que jamás descubrí en un manual.

Por desgracia, los novelistas de los siglos xxii y xxiii olvidaron esta lección. Al apostar por una novela nacida del folletín decimonónico, los escritores de estos siglos fueron responsables de la extinción de la novela. Obsesionados con repetir modelos cansinos y con simular efectos de los medios audiovisuales, sus mentiras ya no buscaban perturbar a sus contemporáneos, sino adormecerlos. La ficción dejó de acercarse oblicuamente a la realidad y se limitó a regodearse en sí misma con el único fin de entretener.

La novela no murió de muerte natural: fue asesinada por sus adeptos. A fuerza de repetir hasta el cansancio las mismas estructuras, de exacerbar artimañas y machacar temas, el género sentimental y el policiaco, los novelistas destruyeron su forma de vida. A mediados del siglo xxii la novela se había convertido en un género desfalleciente: aunque entonces se escribieron, publicaron, compraron y leyeron más títulos que en cualquier otro momento, casi no se escribieron auténticas novelas, sino sucedáneos.

El resto de esta historia resulta conocido: durante los siglos xxiii y xxiv esta tendencia se acentuó: los editores continuaron publicando millones de libros en cuyas guardas aparecía la palabra «novela», pero poco a poco los lectores dejaron de frecuentarlas, asqueados ante su desfachatez. De pronto resultaba más útil, e incluso más divertido y estimulante, leer ensayos, reportajes o entrevistas que empantanarse con aquella bazofia imaginaria. Tras la crisis de 2666, las grandes editoriales abandonaron sus colecciones de novela para dedicarse a lo que entonces aún se conocía como no-ficción. Desacreditado el poder evocador de las mentiras, los lectores ya sólo se interesaron por la realidad o, al menos, por lo que se les vendía como tal.

A mediados del siglo xxvii un grupo de agitadores –de guerrilleros– acometió un último intento de resucitar el viejo arte de la novela. Aunque al principio su idea pareció atractiva –se dedicaron a copiar palabra por palabra las grandes obras del pasado–, a la postre también fueron olvidados. Los últimos esfuerzos de estos outsiders, encabezados por el escurridizo Menard –responsable de las reescrituras de Don Quijote, la Biblia, la Odisea, el Ulises y los cuentos de Borges–, se empolvaron irremediablemente en las estanterías. Anulada esta tentativa, la novela desapareció. ¿Debemos lamentarlo? ¿En nuestros días alguien echa de menos las églogas, los versos yámbicos o los cantares de gesta?

Han pasado diez años desde que bajé por primera vez al sótano y leí el Tristam Shandy de mi abuelo. Mi juicio no se ha modificado pero, si bien reconozco que se trata de una debilidad imperdonable, de una adicción malsana, todas las noches vuelvo a bajar al sótano. Y, en mis horas de insomnio, me pasa por la cabeza la idea de tramar yo mismo otra de esas mentiras.

INFORME SOBRE FALSARIOS

Advierten los autores del informe que se trata de una de las cepas más virulentas de su raza. Taimados, astutos, diestros para la manipulación y el disimulo, esconden su brutalidad bajo una fachada inofensiva. Pese a los esfuerzos por eliminarlos –no seremos los primeros–, han resistido ataques y vacunas, bien encerrados en sus madrigueras, bien fingiendo una vida anodina como la de sus congéneres. Su capacidad de adaptación sólo tiene equivalente en las cucarachas. ¿Cómo sobreviven? Parasitan las vidas de los otros. Allí radica su amenaza: infectan a sus huéspedes cuando nadie los observa –criaturas etéreas y noctámbulas–, se introducen en sus cerebros y de un día para otro, sin desatar síntomas de alarma, se apoderan de sus víctimas. Cuando las miserables al fin reconocen la patología –respiración entrecortada, taquicardia, cefalea, aunque hay reportes de asfixia, embolias y paros cardíacos–, ya es tarde para administrarles una cura.

Algunos especialistas los comparan, no sin razón, con escorpiones. Su veneno es incurable. Y el mal que provocan, altamente contagioso. Una vez infectados, no hay otra solución sino la cuarentena o la muerte. ¿Cómo surgieron estas bestias, cómo evolucionó su especie, cómo se multiplicaron a escala geométrica? Abundan las leyendas y nuestros especialistas no han sido capaces de capturar un ejemplar vivo. Una misión proclamó hace tiempo su éxito: la criatura llegó viva hasta el laboratorio pero no resistió la densidad de nuestra atmósfera. Como marcan los procedimientos, hubo que devolver su cadáver a la Tierra.

¿Qué impulsa a una raza inteligente a dotarse de falsedades cotidianas? ¿Y por qué alguien querría consagrarse a esta tarea? A nosotros nos cuesta imaginar que alguien viva para maquinar fantasías. La modestia no es, por supuesto, uno de sus rasgos: los infames se piensan elegidos, creen que sus ideas deben contaminar otras mentes y no dudan en proclamarse inspirados por los dioses. ¿Por qué perseveran? Los autores del informe incluyen una casuística tan amplia como inútil. Unos lo hacen por dinero, otros se asumen como defensores del «arte» o la «poesía», y el resto son solitarios incurables: sujetos que no toleran el azar y lo sustituyen con el orden de sus patrañas.

Los humanos poseen gigantescos receptáculos, panales donde se acumula la escoria producida por esta subespecie: otros se introducen en sus celdas, fagocitan sus huevecillos y se contaminan para siempre. Nada detiene la ambición o la certeza de estas criaturas. Se piensan cimas del proceso evolutivo. Para ellos no existen límites de tiempo ni de espacio, se pasean con desfachatez entre las sombras y el futuro, desafían las fronteras y se ufanan en encarnar multitudes. Cuando se sienten en peligro, se fingen locos o se dan muerte a sí mismos. Y entonces el resto los venera, les consagra mausoleos por acomodar frases y palabras. ¿Por qué sus obras –y sus vidas– despiertan tanto interés, tanta curiosidad, tantos homenajes? ¿Acaso no son tan viles o egregios como otros? ¿Por qué los humanos veneran sus sueños y temores?

Los autores del informe recomiendan unánimemente exterminarlos. Han de convertirse en el primer objetivo de la guerra, anterior incluso a soldados y políticos. ¿La urgencia? Hacer más humanos a los humanos. Les permiten creer que cada uno es como cualquier otro, que pueden llegar a comprenderse –aproximarse a la distancia–, que no son tan diferentes. La opinión final de los autores del informe es irrebatible: si queremos conquistarlos, tenemos que liquidarlos cuanto antes. O, como siempre han hecho sus tiranos, obligarlos a trabajar de nuestro lado.

II

DE PARÁSITOS, MUTACIONES Y PLAGAS

1. El origen de las novelas

En 1859 Charles Darwin publicó El origen de las especies; al lado de las intuiciones de Newton y Einstein, sus teorías han trastocado nuestra idea del mundo. Según el filósofo Daniel Dennett, la evolución darwiniana es una «idea peligrosa» que corroe cuanto toca, semejante a un ácido universal: es la única herramienta inventada por el ser humano capaz de ofrecer una explicación racional sobre toda clase de fenómenos biológicos, políticos, sociales o culturales, incluyendo nuestra presencia en la Tierra, sin necesidad de recurrir a un creador. La evolución demuestra que lo complejo surge naturalmente de simple, que el caos engendra orden y este orden, con el paso del tiempo, da lugar a proyectos tan insólitos como la vida o la conciencia. Aunque las teorías de Darwin han sido extrapoladas a otros campos del conocimiento, a veces por medio de groseras simplificaciones, su vinculación con la novela apenas ha sido desarrollada. En El gen egoísta (1976), el zoólogo británico Richard Dawkins sugiere un paralelo entre los genes y las ideas, a las cuales denomina «memes». Al igual que los primeros, las ideas también buscan permanecer y reproducirse según las leyes de la selección natural: mientras algunas se adaptan al medio y sobreviven a lo largo de milenios, otras se extinguen sin remedio. Dennett ha reformulado la teoría darwiniana en estos términos: «Dadme orden y tiempo y os entregaré un proyecto». La mente del novelista trabaja como la naturaleza: ordena poco a poco las ideas hasta construir una obra. La novela también es un producto de la evolución: un avance tecnológico que ha permitido el desarrollo de nuestra especie y que, gracias a su capacidad de adaptación, se mantiene como uno de los pilares de nuestro predomino en el planeta.

2. Genealogía de la ficción

¿Qué es una novela? Al igual que el relato, el cuento, el teatro o el cine, es una especie de la ficción. Por ello, antes de enumerar sus características –de someterla a nuestra tabla de cirujano–, vale la pena ocuparse del phylum en que se encuentra inscrita. ¿Qué es, entonces, la ficción? Una respuesta instintiva: lo contrario de la realidad. Pero, como escribió el novelista argentino Juan José Saer, si bien la verdad es lo contrario de la mentira, la ficción no es lo contrario de la verdad. Por más que esté construida como una mentira intencional, no busca perseverar en el engaño, sino construir verdades distintas, autónomas y coherentes con sus propias reglas. Con su afán pragmático, los anglosajones prefieren decir que lo contrario de la ficción es, simplemente, la no-ficción. Una narración es ficticia cuando su vínculo con el pasado es muy difícil, mas no imposible, de establecer. La frontera entre ficción y realidad no es unívoca, sino tenue y permeable: depende de la creencia, no de los hechos. La ficción aparece cuando un autor o un lector lo deciden; un texto puede ser considerado como no-ficción por quien lo escribe y como ficción por quien lo lee, y viceversa. Uno puede leer a Freud o a Marx como si fueran novelistas, como sugirió Borges.

Imaginemos una genealogía de la novela. Sin duda, los relatos de algunos miembros de las tribus primitivas debieron estar plagados de mentiras y exageraciones, que quedaban expuestas cuando se demostraba su falsedad. Aun así, es posible que alguno de aquellos primitivos narradores descubriese que podía mentir con el consentimiento de sus oyentes. Estableció así un acuerdo con su público: podía contar historias falsas siempre y cuando fuesen entretenidas y pareciesen verdaderas. Los humanos descubrieron así una nueva forma de transmitir sus conocimientos. A diferencia de los relatos verídicos, la ficción no estaba sujeta a límites rigurosos y podía alimentarse de una infinita variedad de ideas. La ficción adquirió así vida propia y se transformó en un organismo capaz de reproducirse a gran velocidad. Su capacidad de adaptación se volvió tan elevada que ha logrado sobrevivir a un sinfín de amenazas e incluso a intentos de exterminio. Acaso algunos animales sean capaces de mentir, pero sólo el homo sapiens puede tramar mentiras verosímiles –verdaderas, dice Vargas Llosa– y luego disfrutar, aprender e incluso sufrir gracias a ellas.

3. Novelas y parásitos

La novela es una de las mutaciones de la ficción. En términos evolutivos, es un conjunto de ideas –de memes– que se transmiten de una mente a otra por medio de la lectura. Una novela no es un libro, ni los caracteres escritos sobre el papel, ni tampoco el significado de esos signos: una novela sólo se completa cuando sus ideas infectan a un lector. En otro sentido, las novelas son algoritmos, procesos que llevan ciegamente de un origen a un resultado, máquinas ciegas que, gracias a la lectura, se tornan capaces de hacer cosas por sí mismas. Las novelas se asemejan a los parásitos: igual que estos, se introducen en el mayor número de mentes posible, con el fin de multiplicarse gracias a los pensamientos, las palabras, las opiniones o los escritos de sus víctimas. La relación entre un lector y una novela se parece a la que surge entre dos simbiontes, esos organismos que extraen beneficios al explotarse mutuamente. No sería difícil medir la eficacia evolutiva de una novela: mientras algunas invaden las mentes de incontables lectores, otras se comportan como parásitos inocuos que mueren a las pocas horas de haber infectado a sus anfitriones, como esas novelas que sólo entretienen y se olvidan.

4. La vida sexual de las novelas

Aunque, en teoría, todas las novelas pudiesen ser escritas por un simio eterno, la probabilidad de que una novela surja por azar es cercana al cero. Cuando alguien se decide a escribir una novela no tiene más remedio que acudir a su propia biblioteca de ideas: su memoria. Los memes que alcanzan un índice de supervivencia mayor al de sus competidores se convierten en las obsesiones del escritor. Una vez que estas ideas se han apoderado de su voluntad, el autor se convierte en su esclavo y se ve obligado a multiplicarlas por medio de asociaciones libres. Al cabo, cientos de ideas secundarias, terciarias o cuaternarias originan una especie de colonia de parásitos incrustada en su mente. Cuando la reproducción alcanza su punto crítico, el novelista se lanza a la escritura, planeando las estrategias narrativas que le permitirán adaptarse a ese medio imaginario que él mismo cree inventar. Como escribe Dennett en La idea peligrosa de Darwin, el novelista construye su obra a través de «minúsculas transiciones mecánicas entre estados mentales», generando y verificando, eliminando y corrigiendo, y volviendo a verificar. Su cerebro se comporta como un programa heurístico que elige las respuestas para cada desafío. Por fin, el autor concluye su obra cuando se convence de que las decisiones tomadas en cada fase fueron las mejores posibles.

5. Guerras novelísticas

¿Y cómo surgió la novela como especie? En Occidente se considera que el Quijote de 1605 es la primera novela moderna. Otros libros podrían reivindicar esta condición, pero en la ecología de la novela el Quijote ha logrado imponerse sobre sus competidores. Este ejemplo muestra la formidable lucha por la supervivencia que mantienen las novelas entre sí. Cada novela se haya en permanente lucha contra las demás. Al ser limitado el tiempo de un lector –o de una sociedad–, la batalla no ofrece tregua. Pero esta guerra es natural y saludable: permite el desarrollo y la consolidación de tribus y familias novelísticas. De tradiciones literarias.

6. Leer y sobrevivir

Numerosos críticos sostienen que las novelas no sirven para nada. O bien piensan que se trata de obras emanadas del espíritu y, por tanto, superiores a las demás creaciones humanas, o bien las consideran divertimentos para ociosos. Desde un punto de vista evolutivo, están equivocados: la novela es un vehículo para la transmisión de ideas y emociones que ha resultado esencial para nuestra supervivencia como especie.

Para enfrentarse a la realidad, la mente emplea dos estrategias básicas: la previsión y la retroacción. La primera es la capacidad de almacenar información sobre el pasado para predecir el futuro. Las novelas son modelos o mapas que permiten entrever los motivos de los otros seres humanos. Dado que nadie puede entrar de manera directa a la mente de los demás, la novela acerca al lector a la experiencia ajena. La novela se convierte, así, en una fuente vital de información sobre los otros. Por su parte, la retroacción es la capacidad de enfrentarse a los desafíos externos por medio de estrategias de prueba y error. La novela hace que el lector se enfrente a situaciones imprevisibles y le permite ensayar respuestas frente a los problemas que experimentan los personajes. El ser humano es el único animal que ha convertido sus obras –su cultura– en su principal garantía de supervivencia y la novela ocupa una posición central en este esquema: aún más que la psicología, le revela de modo directo los motivos de sus semejantes.

7. Juegos novelísticos

El fin de una novela no es decir la verdad, sino ser verosímil. La teoría literaria sostiene que, si lo consigue, el lector establece una suerte de contrato –el pacto ficcional– que lo lleva a suspender su incredulidad y a comportarse como si la historia que se le presenta fuese verdadera. Pero la relación entre el autor y el lector de una novela se parece más bien a la de un cazador con su presa. Al escribir una novela, el autor intenta prever los movimientos del lector, mientras que este busca escapar de sus trampas. En contra de lo que afirman ciertos críticos, escribir y leer no son formas de diálogo y convivencia. Tanto el autor como el lector persiguen su propio beneficio sin tomar en cuenta al otro. Los novelistas no escriben por generosidad hacia sus lectores, sino para infectarlos con sus ideas, mientras que a estos no les preocupa el destino del novelista, sino el beneficio, la sabiduría o el simple entretenimiento que obtendrán con su lectura. Quien escribe una novela intenta adivinar el comportamiento futuro del lector. Aunque se diga lo contrario, los novelistas son profundamente autoritarios: buscan atrapar lectores y contaminarlos con sus ideas. El lector no es un colaborador, sino un enemigo. La novela es un ambiente hostil: el lector debe reaccionar frente a las amenazas del novelista. Ningún texto está cerrado y, en última instancia, puede abandonarlo; si decide permanecer en él, su conducta seguirá entonces las pautas propias de todos los seres vivos. Al leer, permitimos que otro ser humano nos infecte, aunque también seamos capaces de combatirlo con nuestros anticuerpos, con nuestra propia imaginación.

8. La lucha por la existencia

Desde la publicación de la primera parte del Quijote, la novela ha atravesado un largo camino evolutivo. Confirmando las previsiones de la entomología, la aparición de la novela moderna sólo pudo ser vista a posteriori: en su momento, la obra maestra de Cervantes sólo fue considerada como una variedad paródica de las novelas de caballería. Esta mutación decisiva para el arte de la novela no fue percibida por sus contemporáneos y ni siquiera por su autor, del mismo modo que los homínidos primitivos tampoco distinguieron al Homo sapiens. Una de las razones del éxito de la novela moderna fue su capacidad de adaptarse a los gustos de cada época. A diferencia de otras especies de la ficción, posee una forma que le permite contener casi cualquier tipo de memes. Es un vehículo de supervivencia ideal.

A lo largo de estos cinco siglos, algunas subespecies de la ficción han surgido y se han extinguido con rapidez, como la novela realista socialista, la novela indigenista, la novela cristera o el noveau roman, mientras que otras no han cesado de multiplicarse, a veces en proporciones alarmantes, como la novela policíaca, la novela negra, la novela de ciencia-ficción, la novela sentimental, la novela histórica y, de modo particularmente virulento, el folletín. La selección natural no hace que sobrevivan las especies más valiosas, sino las más aptas. A veces novelas estéticamente arriesgadas terminan extinguiéndose, mientras que novelas cuyo único mérito es su capacidad para reproducirse se perpetúan.

En nuestros días, una novela debe superar numerosos obstáculos para sobrevivir en una librería. En primer lugar, debe vencer a las otras novelas. La fortuna de las novelas de género –estos nuevos dinosaurios– ha sido tal que nos hallamos frente a una verdadera superpoblación. Su presencia en las librerías es tan apabullante que la posibilidad de sobrevivir de novelas más arriesgadas se ha vuelto muy escasa. Hoy en día, los editores de una novela no tienen más remedio que resumir su contenido en uno o dos memes –su título, una somera descripción de su argumento o la biografía de su autor– y hacer cuanto está en sus manos para reproducirlos. Durante semanas, los responsables de promoción luchan contra sus competidores para obtener el favor de la prensa y de los críticos. De las miles de novelas que se publican cada año, sólo unas cuantas rebasan el umbral que las convierte en best sellers. Cuando ello ocurre, la resonancia de sus memes se expande como una plaga, independientemente de su valor artístico. Este proceso ha dado vida a obras más o menos relevantes, como El nombre de la rosa o Harry Potter, así como a engaños de la magnitud de El código Da Vinci. Las razones que permiten éxitos de ventas semejantes son complejas –el mercado es un sistema no-lineal, imprevisible– y por ello no pueden repetirse con facilidad.

Por fortuna, el ecosistema literario es amplio y permite la aparición de pequeñas comunidades más o menos autosuficientes que escapan a las tendencias de moda. Se trata de micro-ecosistemas donde subsisten ejemplares novelísticos raros que, como los mamíferos en la época de los dinosaurios, permanecen a la espera de un cambio en el ambiente que modifique su suerte y les atraiga la atención de los lectores. Así ha ocurrido con algunas novelas de culto, redescubiertas mucho después de haber sido publicadas, como las obras de John Kennedy Toole, Sándor Marái o Irène Némirovsky.

La crítica es otro reforzador evolutivo. Un crítico literario es un lector que, gracias a la amplificación que le otorga su prestigio o el de su medio, transmite sus opiniones sobre un libro con altas probabilidades de que se reproduzcan. Cuando un crítico valora una novela, lo único que le importa es defender sus propias ideas y trata de que lleguen al mayor número posible de lectores. Si su prestigio o su medio están suficientemente extendidos, puede contribuir al triunfo o a la ruina de una novela, a su supervivencia o a su extinción. En cualquier caso, es mejor una crítica negativa que el silencio: quien ataca una novela puede contribuir involuntariamente a la extensión de sus ideas. Sólo la indiferencia es mortal.

9. Traición y cooperación

En el ecosistema literario, por lo general hostil, los novelistas no tienen más remedio que luchar entre sí. Dado que los recursos son limitados –las ventas, el prestigio, los premios–, han de enzarzarse en violentas peleas. Los novelistas se creen parte de un juego de suma cero, donde las ganancias de uno son equivalentes a las pérdidas de otro. Aun cuando no está probado que el medio literario sea un juego de suma cero, supongamos por un momento que es así. En este caso, las opciones que se le presentan a un novelista son colaborar con sus colegas o atacarlos. Aun cuando la mejor estrategia consistiría en cooperar –en no atacar a los rivales para que estos tampoco lo hagan–, se trata de la solución menos frecuente. Los novelistas recelan de sus pares y cualquier ejemplo de cooperación, por medio de revistas, grupos literarios o simple caballerosidad entre colegas, es vista con suspicacia.

Aunque los novelistas tiendan al trabajo solitario, los grupos literarios representan una eficaz estrategia de supervivencia. Desde esta perspectiva, no sólo son normales sino beneficiosos, puesto que regulan la competencia y animan el flujo de ideas. El medio literario es receptivo a los llamados rendimientos crecientes cuya expresión más burda sería, en palabras de George Arthur, «a quien tiene se le dará más». En contra de las previsiones clásicas, el desarrollo de un sistema complejo no es igualitario –las ganancias no se reparten equitativamente–, sino que se acumula en una sola región o momento histórico. Si tantas compañías de computación se han establecido en Silicon Valley o si de pronto aparecen decenas de artistas en una sola época y lugar –la Atenas de Pericles, el Renacimiento, el Siglo de Oro, el París del Rey Sol, la Viena de la Belle Époque–, se debe a que el talento individual se potencia mediante el intercambio de ideas entre individuos talentosos. Un escritor aislado puede llegar a desarrollar una obra genial –no faltan ejemplos–, pero es más probable que esta propiedad emergente aparezca gracias al contacto con sus semejantes.

Los grupos literarios acentúan la creatividad porque regulan la competencia entre sus miembros. Tal como ha demostrado Robert Axelrod en The Evolution of Cooperation, la tendencia innata conduce hacia la traición, pero las estrategias que combinan la cooperación y la traición resultan ser más exitosas para todos los miembros de una comunidad. La táctica conocida como Tit for Tat («toma y daca») es un ejemplo concreto: si uno coopera en primera instancia, y luego responde como lo hace su oponente, cooperando o traicionando, incrementará sus posibilidades de sobrevivir. En la vida, como en la literatura, las claves del éxito evolutivo radicarían en ser correcto (empezando por cooperar), benévolo (otorgando cooperación a cambio de cooperación), duro (castigando la traición con traición) y claro (haciendo evidente que se trata de una estrategia permanente y no ocasional).

10. Control de plagas

En ocasiones una novela alcanza un éxito evolutivo tan grande que se transforma en una plaga que llega a amenazar el equilibrio de todo un sistema. Un caso reciente es El código Da Vinci de Dan Brown. Durante largo tiempo este libro fue el número uno de ventas en la lista del New York Times, y sólo en Estados Unidos vendió millones de copias. Por contaminación directa o indirecta, su fama se extendió por todo el orbe. No obstante, El código Da Vinci apenas puede ser considerada una auténtica novela. La obra de Brown se parece más a un virus: una estructura que, robando memes de obras más sólidas, ha alcanzado una capacidad de multiplicación sin precedentes, semejante a una pandemia o un cáncer. Durante años, Dan Brown se apropió de ideas provenientes tanto de la novela histórica como de la policíaca, las mezcló con la estructura de El péndulo de Foucault y tramó un artefacto cuyo mayor interés radica en su insólita capacidad para replicarse. Si uno analiza este best seller con detenimiento, comprobará que su material genético propio es casi nulo, pero su capacidad de infectar es, por el contrario, elevadísima. Poco importa que, en comparación con otros organismos más evolucionados, su esqueleto nos parezca raquítico: como todo virus, su objetivo es contaminar al mayor número de lectores posible. Pero quizás sólo debamos regocijarnos de que el virus Da Vinci sea casi inocuo: el único daño que provoca es la pérdida de tiempo. Pensemos en ejemplos mucho más perniciosos e igualmente virulentos, como la Biblia o el Corán.

11. Mutaciones

El panorama de la novela a principios del siglo xxi no permite vaticinar que esta se encuentre en peligro de extinción. Por el contrario, en pocas épocas ha gozado de un ambiente tan propicio. Sin embargo, esta vitalidad esconde un problema: la escasa calidad de la mayor parte de las novelas que se publican hoy en día. Plagas como El código Da Vinci no ponen en peligro la supervivencia de la novela como especie, pero sí la posibilidad de que sus variedades más arriesgadas se publiquen y lleguen a los lectores. En su lucha por sobrevivir, la novela ha sucumbido ante la moda de las novelas virales. Si un escritor aspira a tener lectores, a veces no tiene otro remedio que incluir elementos de intriga, historia o fantasía en sus relatos. Como escribió Roberto Bolaño, nos hallamos frente al triunfo del folletín. En un principio, la utilización de los recursos de las novelas de género significó una bocanada de aire fresco frente a la experimentación formal de los años sesenta, pero su uso indiscriminado se ha convertido en una carga. En vez de arriesgarse a explorar nuevas sendas, numerosos autores, auspiciados por sus editores, se conforman con seguir esquemas preestablecidos que les garantizan grandes tirajes y fama inmediata. No nos hallamos en una época de decadencia de la novela, sino en el manierismo de lo policíaco, lo negro, lo fantástico y lo folletinesco.

Frente a la plaga que representan las novelas de género, es posible distinguir una mutación de la novela artística que empieza a gozar de gran vitalidad: se trata de la simbiosis entre la novela y el ensayo. Si bien el origen de estas obras puede rastrearse hasta el siglo xviii, fue gracias a Thomas Mann, Robert Musil y Hermann Broch que alcanzó una cumbre definitiva. A su sombra, una pléyade de escritores en todas partes del mundo ha prolongado sus enseñanzas, mezclando novela y ensayo de las formas más variadas: pensemos en Sebald, Marías, Magris, Coetzee, Del Paso, Vila-Matas o Pitol. Todos ellos han experimentado distintas variedades de esta mutación, a veces por medio de largos pasajes ensayísticos en el interior de sus novelas, a veces con ensayos narrativos o verdaderos híbridos. Según ciertas teorías, los organismos complejos surgieron cuando un procariote unicelular invadió el cuerpo de otro, dando origen al primer eucariote pluricelurar. Acaso la unión de la ficción con el ensayo represente el mejor camino que le queda por explorar a la novela en nuestros días.

12. Predicciones