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La presente obra se articula en torno a dos perspectivas. La primera trata de poner de manifiesto las transformaciones singulares que afectan profundamente a la política y pueden explicar las derivas de la democracia actual. Para ello, el autor se vale de la figura del monstruo, ya que su devenir histórico permite comprender las metamorfosis de la relación entre la norma y su transgresión, la aplicación de nuevos dispositivos de dominio e incluso la hegemonía de valores puramente instrumentales. La segunda perspectiva pretende ir más allá de los hechos para interrogarse sobre nuestra capacidad de reflexionar y de cambiar el curso de las cosas en el terreno político. Se trata de la reconsideración de la noción de legitimidad democrática, de la distinción de las diferentes formas de consulta a los pueblos, de la elucidación de los procedimientos de identificación colectivos y de las reflexiones sobre las condiciones de un laicismo vivo.
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Yves Charles Zarka
Metamorfosisdel monstruo político
y otros ensayos sobre la democracia
Traducción deMARIA PONS IRAZAZÁBAL
Herder
Título original: Métamorphoses du monstre politique et autres essais sur la démocratie
Traducción: Maria Pons Irazazábal
Diseño de la cubierta: Dani Sanchis
Edición digital: José Toribio Barba
© 2016, Presses Universitaires de France/Humensis, París
© 2019, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN digital: 9788425443534
1.ª edición digital, 2019
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Herder
www.herdereditorial.com
PRÓLOGO
1. METAMORFOSIS DEL MONSTRUO POLÍTICO
1. Las dos figuras del monstruo político
2. La desrealización del monstruo político
3. La banalización del monstruo: del monstruo político al monstruo social
A) El monstruo: de la teratología a la antropología
B) La identificación con el verdugo
C) El monstruo amable
2. EL AMO ANÓNIMO
1. ¿Qué libertad? ¿Qué servidumbre?
2. Las nuevas servidumbres democráticas
3. IRREDUCTIBLE VIOLENCIA
1. Figuras del conflicto y marginación de la violencia
2. La violencia impensable
3. El retorno de la violencia
A) El fundamentalismo es contrario a la tolerancia
B) El fundamentalismo también es contrario al laicismo
C) El fundamentalismo es también contrario a la ciudadanía
4. UNA NUEVA TRINIDAD
1. Los discursos de la gobernanza
2. Las vías de la crisis del paradigma democrático
3. La gobernanza y el paradigma gerencial
5. DOBLE MIOPÍA
1. La miopía respecto al presente: la deriva populista de la democracia
2. La miopía respecto al futuro: la huida hacia delante
6. EL POPULISMO Y LOS ESTADOS DE ÁNIMO DEL PUEBLO
1. ¿Razón o sinrazón populista?
2. ¿Qué pueblo?
7. LEGITIMIDAD: EL TÍTULO Y EL EJERCICIO
1. La legitimidad contra la democracia y a la inversa
2. La centralidad de la legitimidad en democracia
3. Intentos contemporáneos de replantear la legitimidad política
8. LA IDENTIDAD NACIONALIZADA
1. Identidad y diferencia
2. La identidad nacional
3. Identidad nacional y diversidad cultural
4. Reificación de la identificación nacional
9. LAICISMO VIVO
1. La fuerza de las religiones y el laicismo
2. Laicismo de no reconocimiento y laicismo de reconocimiento
3. Condiciones del acuerdo entre religiones y laicismo
A) El abandono de la perspectiva unilateral
B) La aceptación de una coexistencia no hegemónica de las religiones
C) La adaptación de los valores religiosos a los valores y a los derechos fundamentales de las democracias constitucionales
10. POLÍTICA DE LA HOSTILIDAD
1. El Estado de derecho como concepto antipolítico del Estado
2. El Estado sustancial como Estado total y orden concreto
3. La crítica de los valores
11. COSMOPOLÍTICA DE LA HOSPITALIDAD
1. Cosmopolitismo e historia
2. El estatus del extranjero: derecho público interno (estatal) y derecho público externo (internacional)
3. El derecho cosmopolítico: de la hostilidad a la hospitalidad
Los ensayos reunidos en la presente obra se articulan en torno a dos perspectivas.
La primera consiste en analizar procesos factuales que atañen a la realidad, pero también a las representaciones, a la jerarquía de los valores y al estatus de la violencia en el seno de las democracias contemporáneas. No se trata de dar una visión global, sino de poner de manifiesto transformaciones singulares, oscuras e inadvertidas, que sin embargo afectan profundamente a la política y pueden explicar las derivas de la democracia actual.
Por tanto, el monstruo ordinario, el amo anónimo, la nueva trinidad son conceptos que permiten comprender las metamorfosis de la relación entre la norma y su transgresión, la aplicación de nuevos dispositivos de dominio e incluso la hegemonía de valores puramente instrumentales.
La segunda es normativa, pretende ir más allá de los hechos para interrogarse sobre nuestra capacidad de reflexionar y de cambiar el curso de las cosas en el terreno político. Se trata de la reconsideración de la noción de legitimidad democrática, de la distinción de las diferentes formas de consulta a los pueblos, de la elucidación de los procedimientos de identificación colectivos y de las reflexiones sobre las condiciones de un laicismo vivo.
La obra acaba examinando dos perspectivas opuestas: la de una política de la hostilidad para la que el antagonismo entre pueblos, es decir, en definitiva, la guerra, constituye la esencia misma de la política. En este caso, la identidad de un pueblo se define por la oposición existencial y trágica a un enemigo, y el concepto de humanidad o de comunidad humana carece completamente de pertinencia. A esta lógica de la hostilidad se opone la perspectiva de una cosmopolítica de la hospitalidad que, sin negar en absoluto la realidad política de la diversidad de los pueblos, de las formas de gobierno, de los territorios y de las fronteras, coloca por encima de la política una dimensión metapolítica encargada de regularla. En este caso, la idea de comunidad de la humanidad ha de convertirse en la norma para juzgar la política y, a la vez, transformarla.
Las tres figuras de la ruptura de la norma, que son la anomalía, la anormalidad y la monstruosidad, no son ajenas a la política. Ni mucho menos. Al contrario, puede decirse que tienen un papel destacado en la política. De estas tres figuras, la primera puede aplicarse tanto a una transgresión concreta de la norma como a la clase total de las transgresiones. Desde el último punto de vista, la anormalidad y la monstruosidad son anomalías. En cambio, desde el primer punto de vista, la anomalía es una distorsión de la regla o de la norma que puede ser accidental y anodina y, por lo tanto, susceptible de ser reducida. La anomalía puede ser frecuente. La anormalidad más bien se relaciona con la idea de una patología: una distorsión de la norma natural. Por último, la monstruosidad es una transgresión considerable, que da lugar a la existencia de un ser contradictorio, contra natura, una excepción terrorífica.
No obstante, desde la Antigüedad, el tirano injusto y cruel ha sido calificado de monstruo. Cicerón, en sus discursos contra Marco Antonio, utiliza la imagen de la bestia para describir su crueldad y su hostilidad hacia la ciudad, así como sus amenazas al Senado y el peligro que representa para la patria:
No es como antes, vuestra servidumbre, lo que pretende ese furioso; lo que ahora quiere es vuestra sangre. Su entretenimiento más agradable es ver las crueldades y la matanza, es el asesinato de los ciudadanos en su presencia. No vais a combatir, romanos, a un malvado, a un hombre criminal, sino a una fiera inhumana y monstruosa.1
También Tácito, en los Anales, describe a Nerón como un monstruo matricida, pirómano, criminal y opresor.2 En Suetonio, se estigmatiza la monstruosidad de Calígula cuando, en su locura, se considera un dios: «Hasta aquí he hablado de un príncipe; ahora hablaré de un monstruo».3
La monstruosidad política no es una invención reciente. Encontramos la metáfora del monstruo en toda la historia política, en la que no faltan príncipes, reyes, emperadores o Führer susceptibles de ser caracterizados con los rasgos de un monstruo.
Pero, exactamente, ¿qué es un monstruo? Como explicó Michel Foucault en su curso sobre Los anormales,4 un monstruo es una entidad jurídico-biológica. En cuanto a su naturaleza biológica, lo que caracteriza a un monstruo desde la Edad Media es el hecho de ser un mixto, un híbrido. Este hibridismo puede ser de distintos tipos. El monstruo puede ser una combinación de dos reinos: el reino animal y el reino humano. En este caso, nos encontramos con un ser que es en parte humano y en parte animal. El hibridismo también puede producirse entre dos especies, por ejemplo, un cerdo con cabeza de cordero. Puede ser asimismo la combinación de dos individuos: un ser con una cabeza y dos cuerpos, o un cuerpo con dos cabezas. Incluso puede estar compuesto de dos sexos: el que es a la vez hombre y mujer tradicionalmente se considera un monstruo. La combinación de dos tipos de deformidad también puede dar lugar a un monstruo. Por ejemplo, el que no tiene piernas, ni brazos, como una serpiente, es un monstruo.
Por tanto, de entrada, la monstruosidad es una transgresión de los límites naturales, de la distribución de las clasificaciones y de la distinción de los seres. Pero no es solo esto. Se requiere otra cosa: que la transgresión natural esté reforzada por una transgresión de la ley, ya sea jurídica, política o religiosa. En efecto, solo hay monstruosidad donde el desorden natural altera el derecho civil o religioso. El monstruo nace, por tanto, de la confluencia de dos infracciones. La monstruosidad no es solo una irregularidad natural, es decir, una enfermedad, sino también una irregularidad jurídica, que impide el derecho a funcionar. Por ejemplo, una combinación de dos reinos, un ser que es a la vez hombre y animal supone la infracción del derecho humano y del derecho divino (la fornicación entre un ser humano y un animal). No se trata simplemente en este caso de la infracción del derecho, sino de la imposibilidad por parte del derecho de responder a ciertas cuestiones: ¿hay que bautizarlo? En el caso de un monstruo con dos cabezas: ¿tiene que haber un bautizo o dos? El monstruo crea un problema al derecho y a la ley. Desde la Edad Media hasta nuestros días, distintos tipos de combinaciones han simbolizado la monstruosidad por excelencia: el hombre animal, los hermanos siameses, los hermafroditas, etc.
¿Cómo invade la política la figura del monstruo? ¿En qué sentido la política es un ámbito privilegiado para la aparición de la monstruosidad? ¿Hay un momento preciso y preferente en el que la figura híbrida del monstruo ya no es solo una metáfora encargada de denunciar un poder injusto, odioso y criminal, sino que es una especie de explicación naturalista encargada de implantar el crimen en una naturaleza que se manifiesta a través de actos precisos (la antropofagia y el incesto)? ¿Qué es la figura del monstruo político hoy? ¿No estamos asistiendo a una banalización de esta figura bajo la forma del monstruo ordinario?
Para responder a estas preguntas, voy a examinar tres puntos: 1) las dos figuras del monstruo político; 2) la desrealización del monstruo político; 3) la banalización del monstruo: del monstruo político al monstruo social.
Es importante precisar de entrada que en el marco de esta obra no se pretende hacer una historia del monstruo en política, cosa que exigiría un trabajo histórico de otra naturaleza, sino destacar ciertos momentos de las metamorfosis de la figura del monstruo, especialmente en la actualidad.
La figura del monstruo político, aunque ha sido utilizada constantemente en la historia, no siempre ha conservado el mismo significado, sino que ha sufrido mutaciones. Vamos a considerar aquí una de ellas. Recordemos en primer lugar que, desde el punto de vista político, la figura del monstruo fue y sigue siendo, desde la Antigüedad, una metáfora utilizada para designar un poder tiránico, injusto y criminal. No obstante, solo recientemente esta figura ha adquirido, además de su significado retórico, literario o jurídico, un significado de tipo naturalista, con el que el monstruo se enmarca en una ciencia natural y no ya en una concepción de las maravillas o de las irregularidades. Lo que pretendo analizar en primer lugar es justamente este desplazamiento.
En la Edad Media, en el Renacimiento, y a comienzos de la Edad Moderna, el tirano es descrito casi siempre con los rasgos del criminal y del enemigo. Pero no es un criminal según el derecho civil, sino según el derecho de guerra, de modo que, como es un usurpador, se lo puede matar, como si fuera una bestia feroz. Así pues, en la Edad Media, la tiranía se considera desde dos puntos de vista: 1) como tiranía por vicio en el título, defectu tituli, califica al usurpador, al que toma el poder ilegítimamente, y 2) como tiranía por vicio en el régimen califica al tirano legítimo, pero injusto y cruel, así que este es ex parte exercitii. Esta distinción, que encontramos en Juan de Salisbury, también aparece en la mayoría de los teóricos del tiranicidio, aunque con ciertas variaciones. La cuestión del derecho de resistencia se refiere concretamente al hecho de saber si cualquier individuo o solamente el pueblo en su conjunto tiene derecho a dar muerte al tirano. Para responder a esta cuestión, hay que definir previamente la instancia que permite determinar que se trata realmente de un tirano. Casi siempre son representantes cualificados del pueblo, es decir, una autoridad pública capaz de emitir un juicio regular. Cuando esa instancia es requerida, concretamente en algunos textos de Tomás de Aquino, el derecho de resistencia se ve considerablemente reducido.
Encontramos esta problemática en los siglos XVI y XVII. George Buchanan, en De iure regni apud Scotos (1579), muestra la tiranía como el antimodelo de la monarquía, que representa el paradigma de la legitimidad. Alude a las distinciones aristotélicas: el gobierno del rey es conforme a la naturaleza, su autoridad es aceptada por los súbditos, consiste en un gobierno de hombres libres por hombres libres, los ciudadanos cuidan de la seguridad de su rey y este gobierna atendiendo al interés público. En cambio, el gobierno tiránico es contrario a la naturaleza, su poder se ejerce en contra de la voluntad de los individuos, es una relación de amo y esclavos, se utilizan extranjeros para oprimir a los ciudadanos obedeciendo al interés del tirano, que no tiene más preocupación que su propio interés. Tiraniza las leyes porque las tiene en su poder, es decir que tiene poder para destruirlas. La tiranía destruye, pues, el vínculo social y político, especialmente el vínculo de ciudadanía e incluso el de humanidad. De modo que el tirano es el enemigo, no solo del pueblo al que martiriza, sino de la humanidad entera y de Dios. Es el enemigo público por excelencia. Amo arrogante y opresor, vive no obstante con el temor de sus ciudadanos, de sus servidores y de sus vecinos. Por lo tanto, cualquiera puede legítimamente castigarlo o ejecutarlo. En La política de Althusius (1610), encontramos prácticamente las mismas consideraciones.
Es sobre todo en John Milton donde el tirano fuera de la ley, destructor del vínculo de ciudadanía y hasta de humanidad, aparece representado a la vez como un enemigo público y un monstruo. Insistiré en Milton porque lo que pretende es justificar la primera ejecución de un rey, tras un juicio: la de Carlos I de Inglaterra. Esta ejecución servirá en muchos aspectos como modelo para la ejecución de otro rey, en esta ocasión en Francia: Luis XVI. Volveré sobre esta cuestión porque el calificativo de monstruo adquirirá entonces otro sentido.
Empecemos por Milton, que, unos días después de la ejecución de Carlos I, publica The Tenure of Kings and Magistrates (1649), donde desarrolla los argumentos que justifican esta ejecución. La idea principal es que cuando la autoridad política quiebra la alianza y el juramento que le confiere su dignidad, se vuelve tiránica y adopta la figura del enemigo público. Un tirano es exactamente un enemigo público y el derecho a defenderse de él es idéntico al derecho a la guerra exterior: «The law of civil defensive war differs nothing from the law of foreign hostility». En este contexto, el derecho del pueblo a la resistencia no puede equipararse a una rebelión, ya que en realidad se trata de aplicar la justicia contra aquel que la rechaza. El tirano es un criminal, un enemigo público, un ser ajeno a la humanidad y, por lo tanto, un monstruo, cuyo único destino ha de ser la muerte. La metáfora del monstruo, aunque presente, no hace más que acompañar la legitimación del tiranicida y, por tanto, la transformación de la ejecución, que para los monárquicos era un acto criminal de rebelión, en un acto de cumplimiento de una justicia ritualizada. La ejecución del tirano no convierte al Parlamento o al pueblo en un rebelde fuera de la ley, sino en el instrumento de una justicia superior, que se ejerce de manera perfectamente regulada y ritualizada en la aniquilación de la infame bestia inhumana que ha transgredido todas las leyes de la moral y de la política.
La figura del monstruo político adquiere una dimensión completamente diferente en la Revolución francesa y, especialmente, con la ejecución de Luis XVI.5 El carácter del tirano como monstruo político será permanente y central en una multitud de textos, tratados y panfletos relacionados con la teratología, el derecho, la política, etc. La metáfora utilizada desde la Antigüedad adquiere otro significado: se convierte en el punto de aplicación de una nueva patología del crimen, que se elabora a partir de una nueva economía del poder. El monstruo moral por excelencia, a finales del siglo XVIII, se convierte en el monstruo político, en el marco de un falso saber en el que se buscan las causas naturales del crimen, a fin de determinar la naturaleza del criminal.
Michel Foucault también nos dice que desde 1760, por tanto antes de la Revolución, hasta 1790, los teóricos del derecho penal y político desarrollan la idea de una asimilación del tirano o del déspota al criminal. Existe un vínculo profundo entre el soberano que está por encima de las leyes y el criminal que está por debajo de las leyes. Las dos figuras que están más allá de las leyes están mutuamente relacionadas. La ilegalidad fundamental del tirano y su arbitrariedad son en cierto modo licencias para el crimen. El poder del tirano no acaba con los malhechores, sino que los multiplica.
A finales de 1792 y en 1793, en torno al proceso del rey y de las reflexiones sobre la pena que habría que aplicarle, se combina una doble acusación que relaciona el tema del soberano criminal y el del criminal monstruo. El soberano que se ha convertido en déspota se convierte incluso en el criminal por excelencia. Mientras que el criminal ordinario, déspota puntual, rompe el pacto social ocasionalmente por necesidad o por interés, el déspota político, que sitúa permanentemente por encima de todo su interés personal y su voluntad, es un criminal permanente, un fuera de la ley permanente. En resumen, el criminal ordinario es un déspota por accidente y el déspota político, un criminal por naturaleza. Es un fuera de la ley permanente, un individuo sin vínculo social. Su crimen es un crimen máximo, el crimen por excelencia: rompe el pacto social que asegura la perennidad de la sociedad. Foucault resume esas consideraciones en la frase: «El déspota es el individuo cuya existencia se confunde con el crimen y cuya naturaleza, por tanto, es idéntica a una contranaturaleza».6 Ahora ya podemos comprender cómo se realiza el paso a la figura del monstruo: el rey tiránico o el rey despótico es un monstruo. Desde un punto de vista jurídico, el monstruo por excelencia no es el asesino, sino el que rompe el pacto social: el rey. Este se convierte en el modelo de las figuras de innumerables pequeños monstruos, que serán objeto de estudio en muchos textos de psiquiatría y de psiquiatría legal en el siglo XIX. Todos esos monstruos en cierto modo se conciben como formas parciales o debilitadas de Luis XVI; a su respecto, el comité de legislación había propuesto que se le aplicara el suplicio correspondiente a los traidores y conspiradores. Saint-Just objetó que esta pena era la prevista por la ley y que, por lo tanto, emana del contrato social. Ahora bien, como el rey ha roto ese contrato, ya no puede acogerse a él. Es el enemigo absoluto. Hay que matarlo como se mata a un enemigo o como se mata a un monstruo. Peor, no debe ser abatido por el pueblo o el cuerpo social como tal, sino por un individuo cualquiera, porque se trata de desembarazarse del monstruo Luis XVI como individuo: «El derecho de los hombres contra la tiranía —dice Saint-Just— es un derecho personal».7 La figura del monstruo naturaliza al criminal político, aunque sea en la forma de una contranaturaleza.
Ese tipo de razonamiento se aplicará en el siglo XIX al criminal ordinario, al criminal cotidiano. En los tratados psiquiátricos y criminológicos, desde Esquirol hasta Lombroso, el criminal es un monstruo. El criminal ordinario se convierte en un agente que ha roto el pacto social, al que por tanto no puede apelar. Esto afecta especialmente al llamado criminal nato, cuyo modelo es la figura del rey monstruoso, criminal por una especie de naturaleza contranatural. Luis XVI y María Antonieta aparecen representados en una literatura que lleva el registro de los crímenes reales, y también en los panfletos, como una pareja monstruosa, ávida de sangre, con rasgos similares a los del chacal y la hiena.
Pero lo más importante son las dos características fundamentales que dibujan el tipo del monstruo humano: el canibalismo, o antropofagia, y el incesto. El monstruo es el que no respeta las dos prohibiciones en las que se sustenta la sociedad. Esas características de la monstruosidad adquieren una importancia considerable en la psiquiatría y la criminología a partir de finales del siglo XVIII. Se utilizan para dibujar la imagen de María Antonieta, un ogro ávido de la sangre del cuerpo social, al que nada puede saciar. Ha cometido varios incestos: ha tenido relaciones sexuales con su hermano José II, ha tenido relaciones con Luis XV y ha sido la amante de su cuñado, el Delfín. Además, es homosexual, ya que ha tenido relaciones con las archiduquesas. Esas son, según Foucault, las grandes líneas de representación del monstruo político a finales del siglo XVIII.
Hay que añadir, no obstante, que también existe una contrafigura del monstruo real en la literatura contrarrevolucionaria y antijacobina: es el cuerpo social sublevado. Se trata de la imagen inversa del monarca sanguinario. Tras las matanzas de septiembre (del 2 al 7 de septiembre de 1792), la literatura monárquica describe al monstruo popular como aquel que ha roto el pacto social por abajo, contrapartida de la ruptura producida por arriba, por el rey. Esta teoría tendrá su desarrollo en el siglo XIX con la doctrina de la clase peligrosa. Ambas figuras son simétricas y casi equivalentes: el monstruo por abuso de poder es el señor, el mal sacerdote, el monje culpable; el monstruo por abajo es el que regresa a la naturaleza salvaje, el bandido, el hombre salvaje, el bruto entregado a sus instintos sin limitaciones. Esas dos figuras del monstruo se encuentran en Sade: monstruosidad del poderoso y monstruosidad del pueblo. La monstruosidad está vinculada en él a un superpoder: el del señor, del príncipe, del ministro o del dinero y, a la inversa, el del rebelde. La figura del monstruo siempre es política en Sade. Es el superpoder que transforma el libertinaje en monstruosidad.
Vemos, pues, cómo en un momento determinado se formó y se desarrolló la figura del monstruo político, como algo más que una metáfora, de la que se alimentó la psiquiatría y la criminología del siglo XIX.
En todo lo que acabo de decir sobre el monstruo político de Milton, en la época de la Revolución inglesa, en los textos de la Revolución francesa, desde la ejecución de Carlos I a la de Luis XVI, hay un olvido importante: el tratado político que lleva por título el nombre de un monstruo. Se trata evidentemente del Leviatán de Thomas Hobbes. Y es un olvido evidentemente voluntario. El Leviatán fue escrito tras la ejecución de Carlos I, aproximadamente en la época en que Milton escribía sus textos de justificación del tiranicidio. Parece, pues, que deberíamos encontrar en Hobbes un análisis de la constitución necesariamente monstruosa de la política. Algunos, como Nietzsche, indudablemente se dejaron llevar por esa idea al hablar del Estado como de un monstruo frío. En realidad, la operación llevada a cabo por Hobbes es completamente distinta. Por supuesto, Leviatán es el nombre de un monstruo marino. Por supuesto, designa una potencia que no se parece a ninguna otra. Por supuesto, personifica el Estado en cuanto tal. Pero de eso no se desprende en absoluto que ofrezca una representación positiva de la monstruosidad, ni que el monstruo defina la esencia del Estado. Leviatán, más que el tirano bestial y cruel, es el nombre de la soberanía. ¿Y qué es la soberanía? Es el Estado que, precisamente, saca a los hombres de la bestialidad del estado de naturaleza, donde impera la guerra de todos contra todos, y los conduce a una existencia civilizada. Ahora bien ¿acaso esta existencia civilizada no es también monstruosa? ¿Acaso no es un monstruo que sustituye a otro: el Estado-Leviatán que sustituye a Behemot, que es el nombre de la guerra civil? No, no se trata aquí de sustituir un monstruo por otro. Mediante una especie de contraposición radical, el Leviatán tiene una intención completamente diferente: la desrealización o desnaturalización del monstruo político. Y esto es lo que vamos a demostrar a continuación.
No hay duda alguna de que Leviatán tiene todas las características de un monstruo, el más monstruoso de los monstruos. Es una mezcla de animal, de hombre y de dios. Es un animal marino, un hombre artificial y un dios mortal. ¿Cómo se pudo hacer de él la imagen del poder político al que aspiran los hombres para conservar su ser e incluso su bienestar?
Retomemos los elementos de esta figura del monstruo de los monstruos:
1) Es un animal.
In the one and fortieth of Job; where God having set forth the great power of Leviathan, called him King of the proud. There is nothing, saith he, on earth, to be compared with him. He is made so as not to be afraid. He seeth every high thing below him; and is King of all the children of pride.
De los dos últimos versículos del capítulo 41 de Job, donde, tras haber establecido el gran poder de Leviatán, Dios lo llamó Rey de los orgullosos. Nada hay, dice, sobre la tierra comparable con él. Está hecho para no sentir miedo. Ve toda cosa por debajo de él, y es rey de todos los hijos del orgullo.8
2) Es un hombre artificial, producto del arte y no de la naturaleza, es obra de la acción humana. Es el propio hombre el que produce, de la nada, ese ser desproporcionado, de fuerza sin igual:
For by art is created that great Leviathan called Common-wealth or State (in latine Civitas) which is but an artificiall man; thought of greater stature and strength than the naturall, for whose protection and defence it was intended; and in which, the Soveraingty is artificiall Soul.
Pues mediante el Arte se crea ese gran Leviatán que se llama una república o Estado (Civitas en latín), y que no es sino un hombre artificial, aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural, para cuya protección y defensa fue pensado. Allí la soberanía es un alma artificial.9
3) Por último, Leviatán es un dios mortal. Sea cual sea su poder, puede morir en una guerra civil o en una guerra exterior.
This is the generation of that great Leviathan, or rather (to speake more reverently) of that Mortall God, to which we owe under the Immortal God, our peace and defence.
Esta es la generación de ese gran Leviatán o más bien (por hablar con mayor reverencia) de ese Dios mortal a quien debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa.10
¿No es esa mezcla de tres seres el más horrible de los monstruos? ¿Y no lo es, además, porque parece que traslada la monstruosidad de un ser deforme, abyecto y contra natura, que perturba el orden legal, a la idea de un ser que encarna la forma normal, la única válida y viable de la política? Asistimos, pues, con Hobbes a esta operación extraordinaria por la que el monstruo se convertiría en la forma normal del Estado. No solo no sería una excepción a la regla política, sino que él mismo sería la regla: el fundamento de la distinción entre el bien y el mal. De ahí el juicio de Nietzsche en Así habló Zaratustra, al que me refería: «Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y esta es la mentira que se desliza de su boca: “Yo, el Estado, soy el pueblo”».11 Nietzsche vio una definición del Leviatán, dice que es el pueblo, pero no vio que Hobbes iba incluso más lejos: Leviatán es efectivamente el pueblo. Es el soberano que da la existencia al pueblo.
¿Qué se desprende de esto? ¿Hace falta decir que con Hobbes nos encontramos ante esta increíble provocación que consiste en querer hacer del monstruo la norma política? Hay quienes han llegado a esto. Son los que han convertido el Leviatán en un tratado que justifica la tiranía o incluso el Estado totalitario,12 y también algunos historiadores ingleses contemporáneos que han querido reducir el pensamiento de Hobbes a una provocación dirigida a sustituir al ciudadano republicano por el servidor.13
Creo que esas conclusiones son falsas. Pues, si bien la imagen del Leviatán es evidentemente provocadora, el núcleo del pensamiento de Hobbes consiste en una desrealización o desnaturalización del monstruo, ya que reconduce el monstruo político a su verdad jurídico-política. Hay muchos aspectos que podrían demostrarlo, pero solo voy a considerar uno: la doctrina de los actos de hostilidad (acts of hostility) del poder en el capítulo XXVIII del Leviatán. Se trata, en efecto, de demostrar cómo el poder político puede llegar a ser nocivo para sus propios ciudadanos y perder, por tanto, el sentido del derecho político para convertirse en arbitrario y criminal. El acto de hostilidad se define por oposición al castigo, que deriva del derecho a castigar. El castigo es un mal infligido por la autoridad pública al que transgrede una ley, siguiendo una estricta proporcionalidad entre la gravedad de la transgresión y la importancia de la pena. Su objetivo es evitar la reincidencia y disponer a los hombres a la obediencia. En cambio, el acto de hostilidad es un mal infligido por el poder a un individuo cualquiera que contraviene esta definición.
Hay dos clases de actos de hostilidad según sean cometidos por individuos o por el poder. En el primer caso, se trata por ejemplo del acto del rebelde: el que rompe el pacto social y se convierte por ello en enemigo de la república. Ya no atañe al derecho civil, sino al derecho de guerra. La rebelión supone un retorno a lo arcaico, un retorno al estado de guerra prepolítico. No es un delito, sino un acto de hostilidad contra la república, el soberano y los ciudadanos. Hay además otro tipo de acto de hostilidad, en nuestra opinión más interesante, porque marca el momento en que el soberano puede convertirse en monstruoso al dar a su acto una interpretación desrealizadora: puramente política. Es el acto de hostilidad cometido por el propio poder político, por el soberano. Aunque Hobbes dice y repite que, en virtud del mandato, en principio ilimitado, que le otorga la convención social, el soberano no puede cometer injusticia con sus súbditos, también dice que el soberano puede cometer actos de hostilidad. Esto ocurre cuando castiga a un sujeto inocente o realiza actos que emanan de su persona natural en lugar de actos que emanarían de su persona civil. Esos actos constituyen una infracción a la ley natural, que es el fundamento del pacto social:
That the evil inflicted by public Authority, without precedent public condemnation, is not to be stiled by the name of Punishment, but of an hostile act; because the fact for which a man is punished ought first to be judged by public Authority, to be a transgression of the law.
El mal infligido por la autoridad pública sin una condena pública previa no debe incluirse bajo el nombre de pena, sino como un acto hostil, porque el hecho en virtud del cual un hombre es castigado debe primero juzgarse por la autoridad pública como una transgresión de la ley.14
En este pasaje se trata de una autoridad pública, representada por excelencia por el poder soberano, que es el fundamento de todo lo que es público. De ello deriva que el poder soberano puede cometer actos de hostilidad contra los individuos en el caso indicado, pero también en la condena del inocente y en muchos otros casos, por ejemplo:
That all evil which is inflicted without intention, or possibility of disposing the delinquent or (by his example) other men, to obey the laws, is not punishment but an act of hostility; because without such an end, no hurt done is contained under that name.
Que cualquier mal infligido sin intención o posibilidad de disponer al delincuente o (por su ejemplo) a otros hombres en el sentido de la obediencia a las leyes no es pena, sino un acto de hostilidad, porque sin tal propósito ningún daño realizado cabe bajo ese nombre.15
Se trata de nuevo de marcar el momento en que la autoridad política contraviene las reglas fundamentales que gobiernan el artificio político. Hay que ir incluso más allá y decir que, en esos casos, es el propio soberano el que compromete el pacto social mediante actos de hostilidad contra sus súbditos y, por lo tanto, compromete la existencia de la república. Vemos, pues, que en Hobbes no es de ningún modo una supuesta monstruosidad natural del detentor del poder lo que permite explicar las derivas del poder, sino un tipo de acto muy determinado que infringe las reglas. Es la ignorancia del arte político, y no un defecto natural, por otra parte impensable en el sistema de Hobbes, lo que explica las derivas del poder y la regresión de la condición política hacia la resurgencia del arcaísmo prepolítico de la guerra de todos contra todos.
Se entiende ahora lo que yo quería decir al hablar de una desnaturalización del monstruo político: el mal soberano, ya que hay malos soberanos, o el rebelde, son devueltos a su realidad jurídico-política y mantenidos en este orden. Si hay un ámbito en el que reaparece en Hobbes la figura del monstruo es en lo que él llama el reino de las tinieblas, poblado de toda clase de seres que son ficciones de la imaginación que los hombres confunden a veces con realidades o, para ser más exactos, que algunos utilizan para someter a los otros a su poder.
Cuando nos preguntamos por el estatus del monstruo político en el siglo XX, no solo no faltan ejemplos, sino que parece que nos encontramos con los especímenes más notables de la historia de la humanidad. Como si la monstruosidad, en vez de ser un estado primitivo de la sociedad humana, en vez de haber sido superada por el progreso de la civilización, aumentara, se refinara y utilizara los nuevos medios que la ciencia y la técnica han elaborado para desarrollar nuevos métodos y alcanzar objetivos tan terribles como bárbaros. Giambattista Vico oponía salvajismo y barbarie. El salvajismo se refiere a la naturaleza o puede expresar un retorno a la naturaleza, mientras que la barbarie es una cosa completamente distinta: puede nacer y desarrollarse en el seno de la civilización más refinada, incluso es un elemento interno de esta cuando se olvida y se repliega hasta el punto de devorarse. La barbarie del siglo XX y, es necesario decirlo, la del siglo XXI, que rivaliza con el anterior, es sin duda la mayor de la historia. La evocación de nombres como los de Hitler, Stalin, Pol Pot y otros, es por sí misma suficientemente significativa. El monstruo de los monstruos es evidentemente el Führer con su proyecto de exterminio total de los judíos, que llevó a cabo en parte. La figura del monstruo también fue utilizada para designar diferentes personajes, cuyos crímenes eran especialmente odiosos, pero también, por extensión, en casos más ordinarios para calificar a veces actos y a veces simples intenciones. Sobre este punto, pretendo mostrar cómo, paradójicamente, a pesar de las figuras tan destacadas de los siglos XX y XXI, el monstruo se ha convertido en algo normal, como si la monstruosidad ya no fuera una forma extrema del mal político o moral, sino una forma corriente que se manifiesta en unos o en otros de maneras diferentes según las circunstancias. Querría ilustrar ahora esta banalización del monstruo, de la monstruosidad común, mediante tres consideraciones.
En el siglo XX, la definición básica del monstruo pasó progresivamente de la teratología a la antropología. Se trata de un hecho cultural o intelectual fundamental que ha pasado desapercibido. ¿Cuáles son las dos conductas que caracterizan básicamente al monstruo a finales del siglo XVIII y también en el siglo XIX? Son, como ya hemos visto, la antropofagia y el incesto, que se convirtieron en piezas centrales en el nacimiento de la antropología. Desde Lévy-Bruhl hasta Lévi-Strauss, pasando por Durkheim, la pareja canibalismo-incesto es decisiva en el desarrollo de esta disciplina. También sabemos el papel determinante que desempeña esa misma pareja en el psicoanálisis. En Tótem y tabú de Freud, canibalismo e incesto son la base de las prohibiciones primitivas y, por tanto, de la existencia social. En el psicoanálisis se convierten en puntos críticos en el desarrollo de los individuos, sean cuales sean. De este modo, las características de lo monstruoso se generalizaron, y de forma especialmente intensa. Se convirtieron en componentes de la existencia de cualquier individuo y de cualquier sociedad. En cierto sentido podría decirse que el imaginario del monstruo se disipa, pero en otro sentido también podría pensarse que el monstruo se vuelve ordinario. Todos somos pequeños monstruos y solo algunos llegan a ser grandes. Las tendencias que tradicionalmente definían a un monstruo se encuentran ya en cualquier ser humano. Las ciencias humanas y sociales han desempeñado un papel muy determinante en la banalización de la figura del monstruo.