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Mijaíl Shishkin

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Beschreibung

Una obra reveladora en la que Shishkin cartografía, desde el amor y el desarraigo, la historia y la cultura de Rusia, un país contradictorio cuyo futuro solo puede predecirse a la luz del pasado.

Desde la Rus de Kiev, pasando por el Ulus de Moscú, la época imperial, la Revolución y la Guerra Fría, hasta la actual Federación Rusa de treinta años, el novelista Mijaíl Shishkin, uno de los más lúcidos intelectuales rusos en el exilio, rastrea en Mi Rusia las raíces de la problemática de su patria: una nación que desde sus orígenes se abisma en un círculo de autodestrucción. Poniendo el foco sobre la incómoda relación entre el Estado y los ciudadanos, Shishkin dilucida la actitud rusa ante los derechos humanos y la democracia, y extrae la dolorosa conclusión de que en Rusia coexisten dos pueblos: los desilusionados e indiferentes que aceptan el dominio del más fuerte premiando a los dirigentes de mano de hierro y los que se resisten al poder opresivo y arbitrario intentando hacer frente al Gobierno. Profundamente personal y con una amplia visión histórica, Mi Rusia es un relato apasionante de un Estado enredado en un pasado complejo y sangriento, así como una carta de amor a un país en guerra.

CRÍTICA

«Un libro sobre el presente, el pasado y el futuro de Rusia, que nace de la melancolía y que la intensifica. La hace explosiva.» —Florent Georgesco, Le Monde

«Una elegante mezcla de historia, biografía y polémica.» —Daily Telegraph

«Shishkin es el intelectual ruso más destacado de su generación. Compararlo con Solzhenitsyn no es exagerado.» —Sunday Times

«Mi Rusia no es una novela, sino un grito del corazón. También es una carta de amor a su patria y a su lengua materna. Como escritor, siente el dolor de que la lengua de Pushkin y Tolstoi, Tsvetaeva y Brodsky se convierta en la lengua de criminales de guerra y asesinos. Su libro es una lectura dolorosa pero estimulante.» —Teresa Cherfas, Rights in Russia

«Shishkin es el intelectual ruso más destacado de su generación. Compararlo con Solzhenitsyn no es exagerado.» —Sunday Times

«El galardonado novelista reflexiona sobre el silencio de sus compatriotas, la traición de su lengua materna y sus esperanzas para el futuro.» —The Guardian

«Urgente, muy ameno y profundamente revelador, el oportuno volumen de Shishkin remonta los problemas de la Rusia actual a la compleja y violenta historia que sigue configurando la actitud de sus ciudadanos ante los derechos de las personas y la democracia.» —Waterstones

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INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Siempre he sentido interés por la historia de la guerra civil española. Me recordaba a la guerra civil en Rusia por el increíble encarnizamiento mutuo. Después de tanto odio, después de tantas víctimas y tanta barbarie, a la gente le costaba estar en paz consigo misma. Las guerras civiles suelen terminar en dictadura. Después de la muerte del dictador, España pudo emprender el camino para construir una sociedad democrática. Además, los españoles pudieron superar la dictadura sin ayuda externa, a diferencia de la Alemania Occidental, en la que es imposible imaginarse la transformación sin la derrota en la guerra. Alemania no habría podido vencerse, vencer su pasado, sin la ocupación de los aliados. España logró hacerlo sola. ¿Podrá hacerlo Rusia?

He escrito este libro para explicar Rusia al lector occidental. Explicar Rusia y su guerra. Cada generación de mi país ha tenido su propia guerra. Es siempre la misma guerra. Nadie en Occidente podía creer que en pleno siglo XXI un país europeo atacara a otro. El ser humano actual es incapaz de concebir que el bombardeo de las ciudades ucranianas, el 24 de febrero de 2022, no sea producto de los delirios de un dictador loco, sino la continuación de una guerra infinita que durante siglos viene librando el sistema autoritario de Moscú contra su propio pueblo y contra el mundo entero.

Este libro, escrito en alemán, se publicó en el año 2019. Explicaba mi país y su guerra a través de la historia de Rusia y de la historia de mi familia. Si conoces el pasado, puedes imaginar cómo será el futuro. Los dos últimos capítulos describían qué nos aguardaba. Ahora estamos en ese futuro y, lamentablemente, todo se corresponde con el guion que escribí. Cada día que pasa se vuelve más actual, ay. Después del inicio de la agresión de Putin, el libro se tradujo a veinte idiomas, y me alegra que llegue ahora a los lectores españoles. No he cambiado ni una sola palabra, solo he escrito un prólogo y un epílogo.

Con el inicio de esta guerra infame que Rusia libra contra Ucrania empezó a dolerme ser ruso. Toda mi vida he sentido bajo mis pies el terreno firme que era la cultura rusa. Ahora bajo mis pies solo hay vacío.

Madame de Staël dijo como de pasada: «Le silence russe est tout à fait extraordinaire: ce silence porte uniquement sur ce qui leur inspire un vif intérêt». El silencio de los rusos es realmente sorprendente: guardan silencio justo sobre aquello por lo que sienten un vivo interés.

En otoño de 2014 fui a la Feria del Libro de Krasnoyarsk. Una gran fiesta de la literatura. Todo tenía la misma apariencia que en Frankfurt. Así debe ser en el siglo XXI: la cultura mundial se encuentra en Siberia como en casa. Ese año, en mis presentaciones en Europa, todas las preguntas y conversaciones versaban sobre la guerra. En la Feria del Libro en Rusia se hablaba de todo lo que quisieras, pero no de la guerra. Todos sentían un terrible interés por una guía nueva de la Roma clásica. Yo parecía ser el único que, desde un escenario, hablaba de la catástrofe sobrevenida.

Ese silencio fue humillante. Humillante para todos: para los escritores y para los lectores. Fue la gota que colmó el vaso. No quise regresar más a esa humillación.

En los años de guerra ese silencio se volvió ensordecedor. Después del 24 de febrero, insoportable.

La avalancha de palabras no cesa: «festivales frutícolo-literarios», presentaciones de nuevas guías sobre la Roma clásica, lanzamientos de gruesas revistas literarias que fingen que todo está bien, cursos de teoría y práctica del arte de escribir, talleres para escritores jóvenes sobre temas de actualidad: «cómo construir la trama», «conflicto, héroes, estilo». Una avalancha de silencio. Un coro de silencio. Todo es una única y gran conferencia para la cultura rusa, una conferencia sobre el silencio.

El hablar en voz alta, pero no de lo que se debe: un silencio en toda su amplitud.

¿En el silencio está la salvación? La literatura rusa no nos salvó del gulag, pero ayudó a sobrevivir en ese país-gulag. Y ahora de nuevo acude en nuestro auxilio.

El silencio como forma de supervivencia, el silencio como aire para respirar.

El tiempo y las particularidades históricas cambian los receptores del gusto. Tiempo atrás, de joven, la literatura clásica rusa impidió que me ahogara en la mentira soviética. Los libros en las estanterías son los mismos, las rimas no disuelven los abrazos, las letras no se han desvanecido, pero las palabras significan algo completamente diferente, tienen otro gusto. Intento releer a mis poetas favoritos del Siglo de Oro, pero todos están rellenos de vomitonas patrióticas.

Es imposible que no portemos en nuestro interior las huellas del imperio en el que hemos crecido. Todos los que hemos nacido entre Moscú y el último extremo hemos nacido y crecido en un imperio milenario y, aunque lo odiemos, hemos respirado su aire. Y cuando hablamos del «imperialismo» ruso, de su «colonialismo», casi nos parece un cumplido para ese interminable pantano sangriento, puesto que nos pone a la altura del Imperio británico. Hay que darse cuenta de que todavía en el siglo XXI el país vive según las leyes de la Horda de Oro: en la cima de la pirámide está el kan y, debajo, sus esclavos, sin derecho a voz ni a la propiedad. La única razón e ideología de este orden social es el poder en sí y la lucha por el poder; la imprescindible y adecuada condición de esta vida, la violencia.

Esta forma de vida en este enorme país no puede revocarla ningún decreto, igual que no se puede revocar una lengua.

A lo largo de varias generaciones la realidad carcelaria cultivó un comportamiento carcelario. Para vivir con los lobos hay que aullar como los lobos. Esto se pone de manifiesto en la lengua que estaba llamada a servir a la vida rusa, apoyándola en su constante e interminable estado de guerra con todo el mundo y consigo misma. Cuando todos viven según las leyes de un campo de concentración, la misión de la lengua es la guerra de cada uno contra cada uno. Si el fuerte está obligado a golpear al débil, la misión de la lengua es verbalizar esta situación. Humillar, agraviar, quitar la ración, degradar. La lengua como forma de falta de respeto hacia el individuo. La lengua como medio de destrucción de la dignidad humana. Un arma verbal como lo son las palabrotas y los insultos en Rusia no existe en ningún otro «imperio». En esta lengua que refleja la esencia de la vida rusa llevan hablando mil años tanto el poder como la población. Y la lengua de la literatura rusa es un pegote extranjero en el cuerpo de la lengua de la pirámide de esclavos, que apareció en el siglo XVIII, cuando los colonos de Occidente trajeron consigo conceptos ajenos a nosotros: Liberté, Égalité, Fraternité.

Hace mucho que se dijo que el poder en Rusia es semejante al rey Midas: igual que el antiguo rey convertía en oro todo lo que tocaba, así todo lo que toca este poder se convierte en mierda y en sangre. Extiende sus dedos para tocarlo todo. Quiere utilizar a Tolstói, a Rajmáninov, a Brodsky. Organizan la adoración a los muertos porque estos no pueden responder, y les parece que el reflejo de los clásicos cae en este caso también sobre ellos, sobre el régimen de Putin, sobre su «operación militar especial».

No tengo ninguna duda de que Tolstói mandaría a la mierda a este pseudoestado de delincuentes y exigiría que en todas las escuelas del país, en los departamentos de Literatura, se colgara encima de la pizarra, en lugar de su retrato, las palabras «¡El patriotismo es esclavitud!». Rajmáninov empezaría a dar conciertos benéficos para ayudar a los niños ucranianos heridos. Brodsky se arrepentiría de su vergonzosa «patraña de Tarás»[1] y daría conferencias por todo el mundo recaudando dinero para las fuerzas armadas ucranianas.

Aunque me temo que Dostoievski, con su omnihumanidad ortodoxa, sería presentador en el canal Tsargrad.[2]

Después del 24 de febrero salieron a protestar varias personas en mucha soledad. ¿Dónde están ahora esas hermosas y temerosas personas que salieron a defender la dignidad de su pueblo y de su país? En la cárcel. O han huido. El pueblo guardó un completo silencio. La estrategia de supervivencia de varias generaciones: el silencio. Los expertos occidentales lo definieron como miedo.

Después se declaró la movilización, y el mundo asistía perplejo ante cientos de miles de rusos acudiendo obedientes a la guerra, a matar a ucranianos y a que los mataran. Esto ya no tiene nada que ver con una estrategia de supervivencia. Es algo más profundo, más terrible.

La población de Rusia está infectada por una conciencia tribal. Esta enfermedad infantil de la humanidad se cura con la ilustración. En la civilización contemporánea la tribu ha sido sustituida por el individuo, en la base de la sociedad está la persona. Asumo personalmente la responsabilidad de mi principal decisión en esta vida: existe el bien y existe el mal. Y si mi país, mi pueblo, hace el mal, entonces iré contra mi país y contra mi pueblo.

La conciencia tribal no dispone del propio concepto de responsabilidad individual por la elección del bien o del mal. «¡La madre patria te llama!» La conciencia de tribu asediada por el enemigo se ha intentado reforzar siempre por parte de cualquier régimen ruso desde el «autocracia, ortodoxia y nación»[3] hasta el «¡Gloria al PCUS!» y «Crimea es nuestra».

En la vida política patria solo hay dos estaciones del año: orden y tumultos. La sabiduría popular de varias generaciones dice: si hay orden, es que el zar es auténtico; si hay tumultos, no lo es.

Al vencedor no se le elige. La fuerza es la única legitimidad rusa. Perdió la guerra de Chechenia Borís el Borracho. La ganó el zar en el Kremlin. Se anexionó Crimea: «Existe Putin, existe Rusia». No ha vencido a los nacionalistas ucranianos, es un enano en un búnker sentado en una mesa kilométrica.

Rusia ocupa un territorio en el que se ha detenido el tiempo histórico. El país no logra salir del pasado al presente, cambiar de calendario aquí no ha ayudado.

La no toma de Kiev, la ausencia de victoria en la guerra de Ucrania, es una señal clara: el zar no es auténtico.

El país contuvo el aliento cuando los tanques de Prigozhin estaban a 400 kilómetros de Moscú, a 300, a 200… A la gente de Wagner los recibieron en la «liberada» Rostov con flores y helados. Tenía todo para declararse el nuevo zar: fuerza, a la que nadie intentó siquiera oponerse. Era sangre de su sangre: exhalaba ese olor a cárcel al que está acostumbrada la nariz rusa, derramaba lengua materna. Y, lo más importante, era el único de los «generales» de Putin con una victoria, aunque pequeña, en el bolsillo.

Rusia está lista para un nuevo zar, pero el nuevo zar aún no está listo para Rusia.

Vaya, nadie llegará a Moscú en un Abrams. En un sentido histórico, Alemania tuvo suerte de que el coronel Stauffenberg no hiciera volar por los aires a Hitler. La desnazificación la habría llevado a cabo la Gestapo, y no las autoridades de ocupación.

Las comandancias de la OTAN no van a colgar por las ciudades remotas de la Federación Rusa carteles con los niños ucranianos asesinados —«Es culpa vuestra, es culpa de vuestra ciudad»— como hicieron los estadounidenses en la Alemania posbélica. En un mapa ruso no se encontrará ningún Núremberg. No habrá un arrepentimiento nacional ruso. Los post-Putin no se arrodillarán en Bucha, Mariúpol, Praga, Budapest, Vilna o Tiflis. No es tarea propia de un zar.

En consecuencia, tampoco habrá plan Marshall. Sin embargo, sí habrá un apretón de manoscon el primer soberano del Kremlin que prometa a Occidente el control sobre un arsenal nuclear herrumbroso.

Después de una de las intervenciones electorales de Navalni, se le acercó alguien y le dijo: «Alexéi, me gusta lo que usted dice, pero usted no me gusta. Primero conviértase en presidente y, entonces, lo votaré».

Para introducir la democracia en Rusia, primero hay que convertirse en zar. Pero convertirse en zar significa eso, convertirse en zar. El actor interpreta un papel, pero no puede modificarlo.

Para la cultura, en un futuro previsible, la Federación Rusa se transformará en una zona de contaminación radioactiva.

Los rectores de las universidades, los directores de museos y bibliotecas, los directores de teatro y de cine que han declarado abiertamente su apoyo a la Operación Militar Especial se han convertido en criminales de guerra. Pero ellos pueden estar tranquilos. No habrá lustración, y no creen en el castigo del Juicio Final. Por supuesto, apoyando la guerra salvaron sus museos, bibliotecas y teatros. «Besa la mano del malhechor y escupe».[4] Al traicionarse a sí mismo para salvar su teatro, un director no puede después hacer en el teatro aquello a lo que está llamado. Mediante la traición uno no puede salvarse ni a sí mismo ni salvar el teatro.

La cultura es una forma de existencia de la dignidad humana.

Uno puede lavarse la suciedad y el sudor, pero ¿cómo lavarse el silencio? ¿Dónde está la frontera entre el silencio para salvarse y la infamia?

La guerra de Putin es contra Ucrania, pero también contra Rusia. Están destruyendo la cultura. Están destruyendo el país. El pueblo guarda silencio y, con gesto acostumbrado, apoya la cabeza en el cadalso con un suspiro, para que el zar lo vea mejor. El silencio solo puede confrontarse con la palabra. La palabra libre es un acto de oposición. En Rusia se puede o cantar canciones patrióticas o callar. O emigrar. La emigración es un acto de oposición.

¿Podrá la cultura rusa existir fuera de su territorio? De la emigración de un siglo de antigüedad nos diferencia la posibilidad de utilizar tecnología punta. Siempre pienso en lo perdido, en lo amputado de los centros de la emigración rusa —Berlín, París— que me sentí en un círculo literario en Harbin. Pero, ahora, vas en un tren en África y, si hay wifi, estás en el centro de la cultura rusa. Quizá esta sea la oportunidad de que surja la «hermosa Rusia del futuro»[5] en la que estarán Chéjov y Rajmáninov, pero no Putin ni Prigozhin. Este país se encuentra en un mundo virtual. También es posible que offline no pueda existir.

Mi Rusia es un país que ha declarado su independencia de la bota autoritaria.

En este país no hace falta estar regularizado, no hacen falta pasaportes. Uno se legitima con la respiración del ser humano que vive en la cultura rusa. La capital de la cultura rusa está en todas partes, está donde estemos nosotros, sus portadores, sus usuarios, sus creadores. Por todo el mundo.

Pero ¿cuánto puede vivir una lengua emigrada? Tenemos la experiencia del éxodo postrevolución: los hijos todavía hablaban en ruso, los nietos, no. Tenemos nuestra propia experiencia: nuestros hijos todavía hablan en ruso con nosotros, ¿lo harán nuestros nietos? No hay suficientes rusos para una tercera generación.

La emigración rusa no tiene la base que permitió a los hebreos mantenerse durante milenios. Los hebreos tenían su lengua y a Dios. Los rusos, solo la lengua.

¿Significa esto que los eslavistas van a estudiar la literatura en una lengua muerta, como los latinistas?

La población de nuestra patria histórica siempre va a producir su lengua materna como si fuera kasha de un caldero mágico, y nadie le gritará: «¡No cuezas!». La afluencia de sangre fresca verbal de Rusia no cesa. Del potingue soviético emergieron Brodsky, Sasha Sokolov y Vladímir Sharov. Igual que un río encuentra su cauce, la lengua siempre encontrará un poeta.

La cultura rusa, ¿para qué?

Devolver la dignidad a la literatura rusa solo puede hacerlo el texto. El texto-redención. Y debe ser escrito no por un emigrante, sino por quien haya estado en las trincheras de Ucrania y se haya hecho preguntas: ¿quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Para qué esta guerra? ¿Por qué nosotros, los rusos, somos fascistas?

¿Se escribirá alguna vez ese texto? Dios dirá.

MIJAÍL SHISHKIN

Marzo de 2024

[1] Tarás Shevchenko, considerado el principal autor ucraniano, y padre de la literatura moderna en esta lengua. Shishkin hace referencia a un polémico poema de Joseph Brodsky, escrito en 1991 y publicado en 1994, en el que se mostró muy crítico con la independencia de Ucrania. (Todas las notas de la introducción son de la traductora del ruso.)

[2] «La ciudad del zar», nombre ruso de Constantinopla, es el nombre adoptado por un canal afín al Kremlin y a la Iglesia ortodoxa rusa.

[3] Base de la doctrina ideológica de Nicolás I.

[4] Cita un poco libre, de memoria, de La hija del capitán, de Alexandr S. Pushkin.

[5] Expresión usada en los círculos opositores rusos y que surgió en la campaña presidencial de Navalni en 2017.

LA PARADOJA DE LA MENTIRA

Amenudo tengo la sensación de que la raíz de toda cuestión está en las palabras.

Al atravesar la frontera rusa, algunos conceptos resultan ser cajas mal etiquetadas, y, de un modo inquietante, sus contenidos son o bien sustituidos en silencio, o bien directamente hurtados. Los mejores y más hermosos conceptos pierden su sentido en el contexto ruso.

Cuando era joven todo parecía simple y claro: nuestro país había sido tomado por una banda de comunistas y, si expulsábamos al Partido, se abrirían las fronteras y volveríamos a la familia universal de los pueblos que se rigen por las leyes de la libertad y reconocen los derechos del individuo. Parlamento, república, constitución, elecciones, estas palabras tenían un sonido mágico. En aquel entonces, todos éramos ingenuos. Por alguna razón no habíamos pensado que estas palabras ya existían, pues la Constitución estalinista del año 1936 era la «constitución más democrática del mundo». Ya vivíamos entre semejantes palabras grandilocuentes, que colmaban todos los periódicos, e incluso votábamos con regularidad.

Habíamos olvidado que todas estas buenas palabras que, desde Occidente, penetraron en nuestra sociedad a través de la frontera, habían perdido su sentido original, ya que habían pasado a denominar cualquier cosa salvo aquello que realmente significaban.

La Constitución ya nos garantizaba todos los derechos posibles, pues proclamaba claramente por escrito «el derecho universal e igualitario a ejercer el voto directo de forma secreta»; «la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de reunión y asociación, la libertad de manifestación en la vía pública»; «a los ciudadanos de la URSS se les garantiza la inviolabilidad de su persona»; «nadie puede ser detenido salvo por orden judicial o autorización de la fiscalía»; «la inviolabilidad de la vivienda y el secreto postal están protegidos por ley».

El texto de esta maravillosa constitución fue escrito por Nikolái Bucharin. Tres meses después de su aprobación, en marzo de 1937, su autor fue detenido, acusado de espionaje y de haber participado en un complot contra Stalin. En su última carta, Bucharin suplicaba a Stalin que en lugar de fusilarlo le suministrara una dosis mortal de morfina. Lejos de mostrar clemencia por él, el jefe del NKVD,[6] Nikolái Yezhov, ordenó que el condenado presenciara el fusilamiento de otros compañeros de celda mientras aguardaba su turno.

Bucharin se había casado tres veces. Su primera mujer, Nadezhda Lukina, había sido detenida el 1 de mayo de 1938 y fusilada el 9 de marzo de 1940. Su segunda mujer, Esfir Gurvitsch, y su hija Svetlana pasaron muchos años en el gulag. También su tercera mujer fue detenida y el hijo de ambos, Juri, creció en un orfanato sin saber quiénes eran sus padres.

Las palabras abandonaron a su autor. Parece que hubieran conspirado contra nosotros.

En Rusia, las palabras más fáciles y comunes a menudo dan a entender cosas muy diferentes. Cuando se habla en Rusia sobre la economía de mercado o la propiedad privada, esto puede sonar atractivo y familiar para los oídos occidentales, pero lleva a error porque no existe ni la propiedad privada protegida como tal ni una economía de mercado en el sentido occidental. Tomemos por ejemplo el Estado. En el mundo civilizado se asume que el Estado sirve como instrumento en la defensa de los intereses de sus ciudadanos y no persigue un interés propio. El poder se construye desde abajo y solo se delega hacia arriba la autoridad sobre aquellas competencias que no pueden ser ejercidas a un nivel inferior. La separación de poderes en legislativo, ejecutivo y judicial es inculcada a todo ciudadano con la leche materna.

En Rusia se entiende por Estado algo muy diferente: significa poder y territorio, y ambos son sagrados. En Occidente, el ciudadano es copropietario del Estado; en Rusia, por el contrario, es su siervo con independencia del blasón que cuelgue en su puerta.

¿Quién en la Unión Soviética habría pensado que podría desaparecer el Partido Comunista y que, aun así, en la nueva Rusia, todas estas buenas palabras como democracia, parlamento y constitución se convertirían en meros garrotes al servicio de la interminable lucha por el poder y el dinero?

Tomemos el concepto «democracia». En Europa es el garante de las libertades individuales y los derechos humanos. Para la mayoría de los rusos este concepto representa el caos de los años noventa y nadie en Rusia quiere volver a los «salvajes noventa».

Las mismas palabras generan en Rusia y en Occidente reacciones bien distintas. Por ejemplo, en Occidente, la ahora famosa frase pronunciada por Vladímir Putin en abril de 2005, «la caída de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX», suscitaba sonrisas. Mientras que en EE. UU. y Europa occidental el fin de la Unión Soviética se percibía como el triunfo de la libertad y la democracia, para la mayoría de los rusos supuso una catástrofe humana y social de dimensiones incalculables. Al decir esto, Putin se estaba haciendo eco de lo que sentían la mayoría de los rusos.

Probablemente, el mayor malentendido entre Occidente y Rusia surge del hecho de que los conceptos democráticos en Rusia son palabras vacías y carentes de sentido que no generan ningún tipo de efecto. En Occidente, los Gobiernos son examinados de acuerdo a estas ideas; sin embargo, en Rusia son fachadas y todo el mundo sabe que detrás de ellas no hay más que un gran vacío. El Estado ruso puede hacer proclamas sobre «leyes», «la constitución», «los derechos humanos» y cualquier otro tipo de «libertades», pero Rusia vivió y vive solamente de acuerdo con una ley: lo que dictamine el todopoderoso Kremlin. Por eso, aquellos que gobiernan mi país no entienden por qué, por ejemplo, Inglaterra no puede extraditar a separatistas chechenos. En su visión del mundo, el asunto quedaría zanjado con una llamada del primer ministro británico al juez instructor.

En el universo ruso las palabras grandilocuentes tienen otra función: sirven para camuflarse. Lo que podría parecer una mentira para alguien de fuera facilita el entendimiento común entre rusoparlantes. Esto no es una paradoja, sino la realidad rusa de las palabras.

«En Crimea no hay soldados rusos», declaró Putin al mundo entero en la primavera de 2014 con una sonrisa ladina. En Occidente no se entendía cómo podía Putin mentir a su pueblo de forma tan obscena. La población, sin embargo, no lo percibió como una mentira: entre nosotros lo entendemos, se trata de engañar al enemigo. Y engañar al enemigo no es un pecado, sino una virtud militar. ¡Con qué orgullo admitiría Putin más tarde que sí había soldados desplazados a Crimea!

A Occidente se le miente descaradamente a la cara: «No hemos abatido el Boeing 777 que sobrevolaba Donetsk». Todos saben que es mentira, pero la vida continúa y todo sigue como de costumbre.

Cada vez que Putin obsequia a los políticos occidentales con mentiras de una insolencia manifiesta, se dedica a observar sus reacciones con evidente interés y no sin cierto placer: se recrea en la perplejidad y el desamparo de los que estos políticos adolecen. La insolencia es una demostración de fuerza que obliga al enemigo a reaccionar poniéndolo en apuros. Los políticos occidentales no están acostumbrados a mentir abiertamente y, cuando lo hacen, es de la forma más disimulada posible. En la Europa democrática, la mentira opera con un algoritmo diferente.

En sus memorias, Chris Patten, el último gobernador de Hong-Kong y antiguo comisario europeo, rememora un episodio ocurrido en una cumbre en la que estuvo sentado junto a Putin. El tema tratado era Chechenia y las violaciones de derechos humanos que allí se cometían. «La situación era extraña... Sabíamos que Putin mentía. Putin sabía que sabíamos que él mentía. Pero no le importaba lo más mínimo y todos dejamos que se saliera con la suya.»[7]

Oficialmente se afirma que Rusia no participa de la guerra en Ucrania oriental, aunque todos sabemos que es mentira, y la diplomacia occidental lo acepta.[8] Los amos del Kremlin envían soldados a Ucrania oriental, los dejan morir allí en esta infame intervención encubierta y, posteriormente, engañan a las familias acerca de la causa y el lugar de la muerte. Las familias fingen creer al Gobierno y callan. Cuando Putin dice una mentira en su propio país, todos saben que miente, y él mismo sabe que todos lo saben. Sin embargo, su electorado no tiene problemas con sus historias falsas. La «verdad» rusa es una mentira interminable.

Nada de esto es nuevo. Hubo un día en que la radio soviética transmitió la siguiente mentira: «¡El TASS[9] declara que no hay tropas soviéticas estacionadas en el territorio de Corea!». No había tropas en Egipto, Argelia, Yemen, Siria, Angola, Mozambique, Etiopía, Camboya, Bangladesh o Laos. Si los soldados estacionados en estos territorios tenían la suerte de haber sobrevivido y regresaban a su tierra recibían la siguiente orden: ¡ni una sola palabra! Su propio país los repudiaba. No fue hasta los años noventa cuando les reconocieron a posteriori sus servicios y fueron incluidos en el párrafo de la ley «sobre los veteranos» debido a su participación en actos bélicos. En esta ley se enumeran las guerras en las que han luchado nuestros soldados y oficiales, guerras en las que nuestros Gobiernos negaban de manera categórica y furibunda haber participado en modo alguno. Los legisladores del futuro deberán incluir Ucrania en dicha lista.

Rusia ha regresado a los tiempos soviéticos de la mentira total. En esa época, el poder firmó un contrato social con sus súbditos que ha regido nuestras vidas a lo largo de décadas. Sabemos que nosotros mentimos y sabemos que vosotros mentís, pero continuamos mintiendo para poder sobrevivir. Varias generaciones de rusos han crecido bajo este «contrato social».

Una vez pedí prestado en la biblioteca escolar Gelsomino en el país de los mentirosos, escrito por Gianni Rodari. Este libro cuenta la historia de un chico que llega a un país que ha sido secuestrado por piratas que obligan a todo el mundo a mentir. Ordenan a los gatos ladrar y a los perros maullar. El pan se ha de llamar tinta. Solamente circula dinero falso y los habitantes se informan sobre la actualidad a través del periódico El mentiroso ejemplar. Naturalmente me gustó el carácter absurdo de esta situación. Para los adultos, el secreto del increíble éxito del libro se debía a que ellos, a diferencia de los niños, entendían qué país describía en realidad el libro. Orwell para principiantes. Aún recuerdo cómo se asombraban mis padres de que el libro no estuviera prohibido. Ellos sabían que vivían justamente en ese país secuestrado por la mentira.

La mentira era omnipresente. Mentían los periódicos, la televisión, los maestros. El Estado engañaba a los ciudadanos. Los ciudadanos engañaban al Estado. Estas eran las reglas del juego que todos conocían. En este paraje de la mentira crecieron todos los actores que hoy en día representan la Rusia actual.

Durante varias décadas se mentía a propios y ajenos y a nadie parecía molestarle que nadie creyera a nadie. Había carteles que anunciaban a la población que la «URSS era el baluarte de la paz» mientras se enviaban tanques al mundo entero. La «llamada de un grupo de camaradas» —que en realidad era un grupo ridículamente pequeño que constaba de cinco funcionarios del ala estalinista del KSČ checoslovaco— sirvió de pretexto para invadir Checoslovaquia. Mentían cuando afirmaban que Afganistán nos reclamaba. Mentían sobre accidentes aéreos, siempre que en ellos no murieran equipos de fútbol o hockey, pues este tipo de catástrofes solo ocurrían allí, en Occidente. Mintieron al mundo entero con la llegada del nuevo secretario general del Partido, Brézhnev: Jrushchov fue recortado de la foto de la recepción que se brindó a Gagarín en la Plaza Roja después de su regreso del espacio. Mentían sobre el pasado, el presente y el futuro, sobre cualquier acontecimiento, tanto si era importante como si no.

La televisión informaba alegremente sobre el cumplimiento de los planes quinquenales a la vez que las estanterías de las tiendas se vaciaban sin cesar y las filas para acceder a ellas eran cada vez más largas. Vivíamos en un país donde «el socialismo había triunfado»; donde, de acuerdo con la ley, todo pertenecía al pueblo, aunque en realidad el pueblo no poseyera nada. De hecho, nadie poseía nada. Vivíamos en ese extraordinario país lleno de esclavos donde todos obedecían al sistema, también aquellos que nos gobernaban.

El poder pedía a la población informes entusiastas sobre el éxito en todas las áreas de la economía y lo que obtenía eran informes falsos repletos de euforia. El poder encargaba mentiras, las obtenía y después fingía creérselas. Si alguien no quería ser partícipe de este juego de palabras, era aislado, reprendido, despedido, arrestado o asesinado. La dureza del castigo dependía de la temperatura de la época. En tiempos de Stalin te fusilaban. Entonces era mejor mentir como el resto, especialmente si tenías familia e hijos a tu cargo.

Mi madre era maestra en la escuela, pero en aquel entonces yo no era consciente de la dificultad que conllevaba para ella y el resto de maestros la preparación de las clases. La tarea a la que se enfrentaban era imposible de resolver: tenían que enseñar a los niños a decir la verdad y, a su vez, debían prepararlos para vivir en el país de las mentiras. De acuerdo con la ley escrita siempre se debe decir la verdad, pero la ley no escrita dice otra cosa: si dices la verdad, serás el culpable de las consecuencias que esta acarree.

Nuestras maestras (la mayoría de los maestros en Rusia son mujeres porque con el salario de un maestro de escuela apenas se puede mantener a una familia) nos enseñaban mentiras, en las que ellas mismas no creían, porque nos apreciaban y querían protegernos. Tenían miedo de decir algo incorrecto, pero tenían más miedo por nosotros que por sí mismas. En nuestro país se llevaba a cabo un juego mortal con las palabras. Teníamos que pronunciar las palabras correctas y evitar las peligrosas. Esta diferenciación no existía de forma oficial, pero todos la percibíamos en nuestros adentros. Los disidentes contravenían estas reglas del juego debido a su concepto suicida del honor personal (el famoso llamamiento que hacía Solzhenitsyn era «No vivir de acuerdo a la mentira»). Hubo también algunos jóvenes intrépidos que contravinieron estas reglas por falta de experiencia. Los maestros intentaban proteger a estos jóvenes amantes de la verdad inculcándoles una dosis revitalizante de miedo que, pese a ser dolorosa por momentos, inmunizaba para toda la vida. Puede que la enseñanza de Inglés o de Química no fuera la mejor, pero recibimos una educación ejemplar en el difícil arte de la supervivencia: decir una cosa, pensar otra y hacer otra diferente.

Una fractura en la personalidad y una conciencia dividida, esto es, decir una cosa mientras se piensa y se hace algo diferente, son los dos aspectos que conformaron la realidad de toda una nación. Cuando una mentira se desliga de sí misma es capaz de construir una nueva realidad. Esa realidad somos nosotros. Nosotros, los rusos que vivimos hoy en día, procedemos íntegramente de esa realidad falsa. Esto incumbe tanto a los partidarios del Gobierno como a los opositores.

Pero ni siquiera deberíamos censurar esta mentira, ya que en ella se concentran todo el ímpetu vital y la fuerza del instinto de supervivencia. Para poder sobrevivir en esa cárcel cercada de alambre que es Rusia se requieren ciertas habilidades que hacen que la estructura de la mente se transforme. Eso tiene consecuencias, especialmente cuando las habilidades para la supervivencia son transmitidas de generación en generación. Para varias generaciones la mentira ha sido nuestra pócima vital. En 1939 el filósofo emigrado Nikolái Berdiáyev escribía en su artículo «La paradoja de la mentira» sobre las dictaduras de Hitler y Stalin: «Las personas viven con miedo y la mentira es su arma para la defensa». ¡Todos teníamos miedo y necesitábamos una forma de defendernos! El poder tenía miedo de su propio pueblo y por eso mentía. La población participaba de esta mentira porque ella, a su vez, tenía miedo del poder. La mentira se convirtió en una válvula de seguridad existencial en una sociedad basada en la violencia y el miedo.

Tenías que mentir, pero no creer. Si creías, estabas perdido al poco tiempo. Aún recuerdo cómo nos enteramos de la tragedia de Chernóbil. Por aquel entonces yo trabajaba en una escuela. Un profesor de Física, visiblemente alterado, vino corriendo en el descanso al aula de profesores. Era, aparte de mí, el único hombre en el cuerpo de docentes. Un conocido suyo le había informado extraoficialmente de la catástrofe. Le creímos de inmediato. Fue él y no el Gobierno quien nos mandó enviar a los niños a sus casas lo antes posible para que no sufrieran radiación al aire libre. Los canales oficiales guardaron silencio bastante más tiempo. Cuando, llegado el momento, informaron de los hechos, aseguraron de forma tranquilizadora que no existía ningún peligro. La población ya sabía qué significaba aquello: si dicen que no existe ningún peligro es que las cosas no van nada bien.

Los políticos occidentales no han tenido experiencias comparables con las mentiras. Los electores occidentales también ven a algunos de sus políticos como mentirosos y embusteros, con toda la razón. Sus mentiras pueden tener consecuencias graves como, por ejemplo, la mentira difundida acerca de la posesión de armas de destrucción masiva por parte de Sadam Hussein. Sin embargo, comparados con los autócratas rusos, los políticos occidentales —que, además, perderán el poder en las siguientes elecciones— no son más que bribones de pacotilla. ¿Alguien se puede imaginar que el presidente de Estados Unidos o la canciller alemana envíen tropas a una misión militar para posteriormente renegar de sus propios soldados? Su electorado nunca lo entendería y tampoco lo perdonaría.

A un político occidental, cuya suerte depende de los votos que recibe, le conviene decir lo que de verdad piensa para ganarse la confianza de los electores. La revelación de una mentira puede costarle su carrera política en una sociedad democrática.

La actitud responsable hacia la palabra propia tiene sus orígenes en la transformación fundamental que sufrió el pensamiento europeo en el trascurso de la Reforma protestante. La palabra dicha se debe tomar en serio, es vinculante. El fundamento de una sociedad civilizada es la confianza, la confianza en las instituciones públicas y en la palabra dicha.

Los dos políticos que convirtieron el siglo XX en el más sanguinolento de la historia de la humanidad, Hitler y Stalin, sirven como ejemplo de las diferentes formas de operar que tiene la palabra. Un lector ruso, al leer el nauseabundo libro de Hitler, se sorprenderá de un grado de franqueza y sinceridad que en el caso de Stalin serían inimaginables. El odio a los judíos que Hitler expresa abiertamente nada tiene que ver con la retórica soviética de la «amistad de los pueblos». Aquí chocan dos tradiciones diferentes: la responsabilidad hacia la propia palabra por un lado y, por el otro, el mal uso de las palabras con el fin de camuflar las intenciones verdaderas. Las sinceras palabras del Führermanifiestan una convicción real gracias a la cual se granjeó la confianza de las multitudes alemanas. No mintió a los alemanes y cuando llegó al poder hizo todo lo que había prometido. Decretó las leyes de Núremberg creando así la base jurídica para la persecución de los judíos. El antisemitismo adquiría entonces forma legal y legítima: dicho y hecho. Así, el discurso de odio manifiesto de Hitler allanaría el camino al Holocausto.

Stalin, por su parte, nunca dijo una sola palabra en público contra los judíos; sin embargo, tras la guerra, mandó ejecutar al Comité antifascista judío-soviético e instigó, bajo el pretexto de la lucha contra el sionismo internacional, una persecución de judíos por todo el país. El mancillado juicio celebrado contra el «complot de los médicos»[10] fue la justificación de la que se sirvió la variante soviética de la «solución final». De hecho, ya se habían empezado a preparar las deportaciones de judíos a Siberia siguiendo el mismo modelo empleado anteriormente para la deportación de otros pueblos (finalmente, estas no tuvieron lugar debido a la muerte de Stalin).

Tanto los miembros de la Gestapo como los de la NKVD eran ejecutores. Pero, mientras que la Gestapo torturaba a las personas con el fin de que confesaran la verdad, tanto si eran comunistas como judíos, el NKVD empleaba la tortura para arrancar una mentira del prisionero, para que confesara en falso que era un espía anglojaponés o un agente del sionismo internacional.

Desde las tribunas y periódicos se proclamaba la igualdad de todos los pueblos de la Unión Soviética y se ensalzaba la fraternidad entre todas las nacionalidades que la integraban. Sin embargo, en el país imperaba un antisemitismo latente propulsado por el Estado que seguiría existiendo incluso décadas después de la muerte de Stalin. No se aprobó ninguna ley que prohibiera admitir a judíos en determinadas facultades o universidades, pero había una ley no escrita que era la que todos seguían. En mi país no había necesidad de tener unas leyes de Núremberg con carácter oficial, ya que la relación entre la palabra y la realidad era otra.

Este es el origen de la imagen equivocada de Rusia que se tiene en los principales círculos políticos occidentales. Los medios y los políticos intentan juzgar a Moscú por sus declaraciones. Intentan sacar conclusiones políticas relevantes basadas en lo que dicen los «inquilinos del Kremlin». Pero estas declaraciones deben traducirse como: «Mentimos y lo sabéis, y, aun así, tenéis que tragaros nuestras mentiras». Se juzga a los dirigentes rusos por sus palabras, pero solo se les debería juzgar por sus actos.

¿Encontrará Europa algo con lo que enfrentar esta avalancha de mentiras o aceptará sin más el contrato social que ofrece Putin?

Quien quiera aprender a desenvolverse en Rusia tiene que revelar la «conspiración» que ocultan las palabras. Hay que elaborar un glosario de aquellos conceptos que llevan a equívoco y encontrar el verdadero sentido oculto de los términos que han sido malgastados y falseados. Hay que sacar a la luz todos los conceptos falseados. Todo traductor conoce sobradamente los «falsos amigos». Son palabras que suenan parecido en dos idiomas diferentes y que, por lo tanto, resultan familiares y pueden parecer inteligibles, pero que, no obstante, tienen significados muy distintos. En el mundo de Rusia, es como si casi todas las palabras fueran «falsos amigos».

Si no conseguimos aclarar esta maraña conceptual, se continuará hablando de Rusia como ese país misterioso en los extremos de la cristiandad. Se ha escrito mucho sobre la «misteriosa alma rusa» y Churchill lo sintetizó perfectamente de esta forma: «Rusia es un enigma envuelto en un misterio dentro de un secreto».

Pero los rusos no son ni enigmáticos ni misteriosos. No existen en el mundo pueblos enigmáticos y misteriosos. Solo existe la falta de conocimiento.

El famoso escritor Iván Goncharov redactó el diario de viaje La Fragata Pallas durante su vuelta al mundo en barco. En él, el autor de Oblomov, la obra magna en la «investigación del alma rusa», señala a propósito de los «misteriosos japoneses»: «Nuestra cortesía les parece descortés y viceversa». Goncharov añade que no es correcto juzgar a los japoneses según los criterios europeos. Sin conocer la historia del país no es posible comprender la mentalidad, la forma de vida y la política japonesas: «No importa el conocimiento que tengamos del alma humana y la experiencia vital que alberguemos, pues, si no disponemos de las claves que conforman la cosmovisión, la moral y los hábitos de un pueblo, resulta difícil comportarse de acuerdo a las costumbres locales. Es igual de difícil que aprender un idioma sin gramática ni diccionario».

Todos somos enigmáticos: japoneses, alemanes, papueses y rusos. Pero los enigmas pueden ser resueltos, ya que el pasado nos proporciona las piezas necesarias para reconstruir el presente.

Nuestra generación actual es el guante para una mano que es la historia.

[6] El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética, en ruso: Народный комиссариат внутренних дел СССР.(En lo sucesivo, todas las notas son del traductor del alemán.)

[7] Chris Patten, Not Quite the Diplomat: Home Truths About World Affairs. Penguin, 2005, p. 202.

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