Sasha y Volodia - Mijaíl Shishkin - E-Book

Sasha y Volodia E-Book

Mijaíl Shishkin

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Beschreibung

Dos jóvenes amantes, Sasha y Volodia, están separados por la guerra y mantienen vivo su amor intercambiando apasionadas cartas. Hablan de todo y de todos: su infancia, sus familias, su vida cotidiana, sus alegrías y sus penas. Parece un normal intercambio epistolar entre dos enamorados hasta que el lector empieza a darse cuenta de que el tiempo entre los dos está desquiciado, que no solo están separados por un continente, sino también por cinco décadas. Ella vive en el presente y es enfermera en la Rusia de los años sesenta. Él lucha en China en la rebelión de los Bóxers a principios del siglo XX. Él muere en una de las primeras escaramuzas de esa guerra medio olvidada, pero sus cartas siguen llegando. Ella, mientras tanto, se casa, pierde un hijo y continúa escribiéndole sin inmutarse, como si hubiera un mundo paralelo, como si el tiempo no jugara ningún papel, como si fuera tan pequeño como la muerte. Una conmovedora historia de amor que aborda las cuestiones fundamentales de la existencia y que, mediante el poder de la palabra, anula las leyes del tiempo y el espacio.

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Sasha y Volodia

Sasha y Volodia

Mijaíl Shishkin

traducción de Marta Sánchez-Nieves

Published with the support of the Swiss Arts Council Pro Helvetia

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita

de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcialo total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamientoinformático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Título original: Письмовник

Edición original: АСТ Астрель, Moscú, 2010

Primera edición: septiembre 2023

Edición ebook: septiembre 2024

Fotografía de solapa: © Joaquín Gallego, 2023

Fotografía de solapa: © Evgeniya Frolkova, 2023

Copyright © 2010 Mijaíl Shishkin

The publication of the book was negotiated through Banke, Goumen & Smirnova Literary

Agency.

Copyright de la traducción © Marta Sánchez-Nieves, 2023

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L. 2023

Armaenia Editorial, s. l.

www.armaeniaeditorial.com

Diseño: Joaquín Gallego

Impresión: Gráficas Cofás, s. a.

isbn: 978-84-18994-53-1

Nota aclaratoria de la traductora

Esta novela epistolar está confeccionada a modo de collage, con frases sueltas, párrafos o referencias al folclore ruso, a cuentos populares y a obras de autores clásicos rusos de fama mundial como pueden ser Aleksandr Pushkin o Nikolái Gógol. Pero también hay otras menos conocidas para un lector hispanohablante, caso de Nauka pobezhdat (‘La ciencia de la victoria’) del militar ruso Aleksandr V. Suvórov, considerado el padre de la teoría militar rusa.

También hay fragmentos de cuadernos de bitácoras de famosas expediciones rusas o de diarios de militares que participaron en distintas operaciones militares en China.

Sin embargo, el collage de Shishkin no se limita al ámbito ruso, en él también aparecen obras de la cultura clásica más occidental, como pueden ser La Odisea o Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia de Pseudo-Calístenes.

Dado que el autor no marca en ningún momento el origen de los fragmentos de su collage, tampoco aparecen marcados ni señalados en la traducción.

Sasha y Volodia

Abro la edición vespertina del Vechorka, y hablan de ti y de mí.

Cuentan que al principio será de nuevo la palabra. Pero mientras, en las escuelas siguen machacando con que al principio hubo una gran explosión y que todo lo que existía se expandió.

Es más, como si todo ya hubiera existido antes de la explosión: también las palabras todavía no dichas y todas las galaxias visibles e invisibles. Así, en la arena ya vive el futuro cristal, y los granos de arena son las simientes de esa ventana tras la que justamente pasa corriendo un chiquillo con un balón escondido debajo de la camiseta.

Era un coágulo de calor y de luz.

Por su tamaño, nos informan los científicos, es como una fruta o una verdura sin aberturas y con semillas, como un balón de fútbol. O como una sandía. Y nosotros éramos las semillas. Y entonces maduró; se hinchó y el interior cedió.

La sandía primigenia se agrietó.

Las semillas se expandieron y brotaron.

Una semilla germinó y se convirtió en nuestro árbol y ahí está la sombra de sus ramas arrastrándose por el alféizar interior.

Otra semilla se convirtió en el recuerdo de una niña que quería ser niño; de pequeña la habían disfrazado del Gato con Botas, todos a su alrededor se empeñaban en tirarle de la cola y, al final, se la arrancaron, así que le tocó ir con la cola en la mano.

La tercera semilla brotó hace muchos años y se convirtió en el joven al que le encantaba que yo le rascara la espalda y que odiaba la mentira, sobre todo cuando empezaron a asegurar desde todas las tribunas que no existía la muerte, que la palabra escrita es algo parecido a un tranvía que te lleva a la inmortalidad.

Según el horóscopo de los druidas, era zanahoria.

Antes de quemar su diario y todos sus manuscritos, escribió una última frase terriblemente cómica: «El don me ha abandonado» (me dio tiempo a leerla antes de que me arrancaras el cuaderno de las manos).

Estábamos junto a la hoguera y, del calor, nos llevábamos las manos a la cara, mirándonos los huesos de los dedos que se dejaban ver a través de la carne roja transparente. Nos caían copos de ceniza: las páginas calientes después de arder.

Ah, sí, por poco se me olvida: después, todo lo que existe convergerá de nuevo en el mismo punto.

Volodia-Zanahoria, ¿dónde estarás ahora?

¿Y qué resulta de todo esto? La bobita de Julie se esfuerza, le envía cartas, y el despiadado Saint-Preux se marca unos envíos breves y burlones, a veces en verso, rimando arenque y trueque, munición y sublimación, un agujero de mierda y la sonrisa de la Gioconda (por cierto, ¿has comprendido por qué sonríe?, creo que yo sí), el ombligo y dios.

¡Mi amor!

¿Para qué lo hiciste?

*

Solo quedaba elegir qué guerra. Pero no supuso ningún problema, claro. La patria imbatida tiene guerras de sobra, bien lo sabemos, y los reinos amistosos pasan a los niños de pecho por las bayonetas y violan a las viejas antes de que hayas abierto el periódico. No sé bien por qué, pero da especial lástima el zarévich con su trajecito de marinero, asesinado sin tener culpa alguna. De las mujeres, ancianas y niños tengo por costumbre no enterarme, pero aquí hay un trajecito de marinero.

Un solo interpretado por un cero a la izquierda; neblina encima del campanario; la madre patria te llama.

Lo convocaron para que se presentara en el centro de reclutamiento: ¡todos necesitan su propia Austerlitz!

Vaya si la necesitan.

En la comisión médica el médico militar —un enorme cráneo calvo, con bultitos— mira fijamente a los ojos. Dice:

—Desprecias a todos. ¿Sabes?, yo también era así. Tenía los mismos años que tú ahora cuando hice mis primeras prácticas en un hospital. Un día nos trajeron a un sin techo al que había arrollado un coche. Estaba vivo, pero muy hecho polvo y estropeado. No nos lo tomamos muy en serio. Se veía que era un viejo al que nadie necesitaba y que nadie vendría preguntando por él. Hedor, suciedad, piojos, pus… Resumiendo, que lo dejamos a un lado para que no se nos manchara nada. Él solo se consumiría. Después yo debía recoger, lavar y enviar el cuerpo a la morgue. Se fueron todos y me dejaron allí solo. Salí a fumar y pensaba: ¿qué necesidad tengo yo de esto? ¿Qué es mío ese anciano? ¿Y de qué le va a servir? Se murió mientras yo fumaba. Y ahí estoy quitando la sangre, el pus, lo hacía a las bravas, para enviarlo cuanto antes a la cámara frigorífica. Y entonces pensé que quizá era el padre de alguien. Acerqué una palangana con agua caliente y me puse a lavarlo bien. Un cuerpo viejo, desvalido, lastimero. Nadie lo había acariciado en años. Y ahí estoy yo lavándole los pies, los horribles dedos retorcidos, casi no tenía uñas, devoradas por los hongos. Le limpio con una esponja las heridas, las cicatrices, y hablo con él en voz baja: cuéntame, viejo, has tenido una vida dura, ¿no? Tiene que ser difícil cuando nadie te quiere. ¿Y cómo se vive a tu edad en la calle, cual perro callejero? Bueno, ahora ya todo ha terminado. ¡Descansa! Ahora todo va a ir bien. Ya no duele nada, nadie va a echarte. Lo lavaba y hablaba con él. No sé si eso lo ayudó algo en la muerte, pero a mí me ayudó mucho en la vida.

¡Sáshenka mía!

**

Volódienka:

Miro la puesta de sol. Pienso: ¿y si resulta que ahora mismo, en este mismo instante, tú también estás mirando esta puesta de sol? Significa que estamos juntos.

Tanto silencio alrededor…

¡Y qué cielo!

Ahí está el saúco, también él percibe el mundo.

En momentos así parece que los árboles comprenden todo, solo que no pueden decirlo; igual que nosotros.

De pronto, sientes con gran intensidad que, en efecto, los pensamientos y las palabras están hechas de la misma esencia que este resplandor, o que son el propio resplandor, pero reflejado ahí, en ese charco, o mi mano con un dedo vendado. ¡Cuánto me gustaría que vieras todo esto!

Figúrate, he cogido un cuchillo de pan y me las he apañado para rebanarme el dedo hasta la uña. Me he puesto una venda de cualquier manera y después le he dibujado a la venda nariz y ojos. Me ha salido un Pulgarcito. Aquí estoy, llevo toda la tarde con él y le hablo de ti.

He releído tu primera postal. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Justo eso! ¡Todo rima! ¡Mira alrededor! ¡Todo son rimas! Ahora el mundo es visible y ahora —si cierras los ojos— es no visible. Fíjate en las agujas del reloj, y ahí tienes una rima para ellas, un strombus que en el mundo se ha convertido en cenicero. Ahí un pino zurce el cielo con una rama y, en ese estante, hay una planta medicinal beneficiosa para dirigir los vientos. Este es mi dedo vendado, supongo que la cicatriz se me quedará para siempre, y la rima para ella es este mismo dedo, pero antes de que yo naciera y cuando yo ya no esté, que supongo que es lo mismo. Todo en el mundo rima con todo en el mundo. Las rimas entrelazan el mundo, lo ensamblan para que no se desmorone, como si fueran clavos incrustados hasta la cabeza.

Lo más sorprendente es que estas rimas siempre han existido —desde tiempos remotos—, no hace falta inventarlas, igual que resulta imposible inventar el mosquito más sencillo o, por ejemplo, esa nube de clase de vuelos de largo alcance. ¿Lo comprendes?, ninguna imaginación es capaz de inventar las cosas más sencillas.

¿Quién escribió eso sobre la gente ávida de felicidad? ¡Qué bien lo dijo! Esa soy yo, una ávida de felicidad.

También me he fijado en que repito tus gestos. Y hablo con tus palabras. Miro con tus ojos. Pienso como tú. Escribo como tú.

Me acuerdo a todas horas de nuestro verano.

Nuestros estudios matutinos al óleo sobre panecillos tostados.

¿Recuerdas nuestra mesa bajo las lilas, cubierta con un hule con un triángulo pardo, la marca de una plancha caliente?

Esto otro tú no puedes recordarlo, esto es solo mío: por la mañana echaste a andar por la hierba y, con el sol, parecía que habías dejado unas marcas de esquí brillantes.

¡Y los olores del jardín! Tan densos y sólidos, suspendidos directamente en el aire. Casi podías echarlos en la taza en lugar del té.

De todo lo que me rodeaba, una única cosa en la cabeza: andas por el campo o por el bosque y todos y cada uno se empeñan en polinizar, en fecundar. Los calcetines están completamente cubiertos de semillas de hierba.

¿Recuerdas que encontramos en el campo una liebre con las patas cortadas? Una segadora.

Vacas de ojos castaños.

En el sendero, cagarrutas de cabra.

Nuestro dique: sedimento en el fondo, lodo en flor lleno de caviar batracio. Las carpas plateadas se topan con el cielo. Sales del agua como buenamente puedes y te quitas las algas.

Me tumbo a tomar el sol, me tapo los ojos con una camiseta; el viento susurra como la ropa blanca almidonada. De repente, unas cosquillas en el ombligo: abro los ojos, eres tú cerniendo la arena en un hilo fino desde tu puño a mi tripa.

Vamos a casa, el viento pone a prueba a los árboles y a nosotros, cual velamen.

Recogemos las manzanas caídas —las primeras, ácidas, para kompot— y nos lanzamos esos frutos caídos.

El bosque dentellado al ponerse el sol.

En mitad de la noche se despierta la ratonera sobresaltada.

*

Mi Sáshenka linda:

Qué le voy a hacer, voy a numerar las cartas para saber cuál se ha perdido.

Perdona que me salgan estas cartas tan cortas, no tengo nada de tiempo para mí. Y no descanso bien, tengo ganas de cerrar los ojos y creo que me quedaría dormido de pie. A Descartes lo mató la necesidad de levantarse antes del amanecer, a las cinco de la mañana, para dar clases de filosofía a la reina Cristina de Suecia. Pero yo todavía aguanto.

Hoy estuve en el cuartel general y, de pronto, he visto mi reflejo en el espejo completamente uniformado y equipado. Ha sido raro, ¿qué clase de mascarada es esta? Me quedé sorprendidísimo: ¿cómo es que soy un soldado?

¿Sabes?, a pesar de todo, tiene su aquel vivir alineándose con la mandíbula del cuarto de la fila.

Aquí va un relato sobre mi gorro de cuartel. Es corto. Me lo escamotearon. El gorro, se entiende. Y formar sin el gorro de cuartel es una violación del reglamento. Un delito, en resumen.

Nuestro jefe de jefes y comandante de comandantes empezó a patearme y me prometió que estaría limpiando letrinas hasta el fin de los tiempos.

—¡Vas a lamerlas y relamerlas con la lengua, gusano!

Eso fue lo que dijo.

En fin, el habla militar tiene algo que inspira. Leí en algún sitio que Stendhal aprendió a escribir de forma sencilla y clara estudiando las órdenes de combate de Napoleón.

Y la letrina de aquí, mi lejana Sasha, necesita de explicación. Imagínate unos agujeros en un suelo emporcado. Bueno, ¡mejor no te lo imagines! Es que, además, todos se empeñan en hacer su montoncito no en el agujero, sino en el borde. Está todo está recubierto. En general, el trabajo del estómago de este servidor tuyo y de quienes andan con él es un asunto especial. En esta lejanía de aquí la tripa siempre duele. No se comprende cómo puede uno consagrarse a la ciencia de la victoria si se pasa el tiempo sentado sobre un abismo y vertiendo su interior.

El caso es que yo le digo:

—Pero ¿de dónde quiere que saque un gorro de cuartel?

Y él a mí:

—¿Te lo han escamoteado? ¡Pues ve y escamotea tú uno!

Así que me fui a escamotear uno. Pero no es tarea sencilla. Mejor dicho, es muy complicada, porque todos se empeñan en lo mismo.

Así que andaba yo vagando por ahí.

Y, de pronto, pensé: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?

Y me fui a limpiar las letrinas. Y en el mundo apareció cierta ligereza.

Necesitaba estar aquí para aprender a comprender las cosas sencillas.

¿Sabes?, la mierda no tiene nada de sucio.

**

Bueno, aquí estoy escribiéndote de noche. Me he terminado un cuscurro de pan en la cama y ahora las migas no me dejan dormir, se han esparcido por la sábana y pica.

En la ventana, por encima de mí, estrellas, muchas estrellas.

La Vía Láctea divide el cielo en diagonal. ¿Sabes?, se parece a un quebrado gigantesco. En el numerador, la mitad del universo, y en el denominador, la otra mitad. Siempre he odiado esos quebrados, los números a no sé qué cuadrado, al cubo, algo sobre unas raíces. Es tan incorpóreo e inconcebible, no hay por dónde atraparlo. Una raíz es una raíz: los árboles la tienen. Sólida, se desliza, se agarra, engulle la tierra, tenaz, succionante, incontenible, sedienta, viva. Aquí unos garabatos tontos y, ahí mismo, ¡una raíz!

¿Y cómo se puede comprender el menos? Menos una ventana, ¿esto qué es? No se sostiene de ninguna manera. Tampoco lo que hay tras la ventana.

¿O el menos yo?

Eso no existe.

Soy un ser humano mientras pueda tocar.

Y oler.

Oler todavía más. Como en ese libro que mi padre me leía de pequeña antes de dormir. La gente es diversa. Hay gente que está todo el tiempo luchando con grullas. Hay personas de una sola pierna con la que se desplazan con ímpetu y tiene una planta tan grande que se protegen bajo su espaciosa sombra del bochorno del sol y descansan ahí como si estuvieran en el interior de una casa. Y también existen otras personas que viven solo de los aromas de los frutos. Cuando tienen que emprender un largo viaje, se llevan esos frutos y, si sienten un olor malo, se mueren. Así soy yo.

¿Lo comprendes? Para existir, todo ser vivo debe tener olor. A lo que sea. Y todos esos quebrados y, en general, todo lo que nos han enseñado no huele.

Tras la ventana, un trasnochador camina despacio, juega al fútbol con una botella vacía. El ruido sonoro del vidrio en el asfalto de la calle desierta.

Se ha roto.

En estos momentos de la noche noto tanto la soledad y siento tantas ganas de ser el motivo de algo.

¡Y unas ganas irresistibles de estar contigo! De abrazarte, de estrecharme contra ti.

¿Y sabes qué resultará si ese numerador sideral que está tras la ventana se divide entre el denominador? ¿Una mitad del Universo entre la otra? Resultaré yo. Y tú conmigo.

Hoy he visto que una niña se caía de la bici: se ha despellejado la rodilla; se quedó sentada llorando amargamente, el calcetín blanco se le había salpicado. Ha sido en el paseo de la orilla, donde los leones; las fauces estaban repletas de basura, envoltorios, palos de helado. Y después, camino de casa, se me ha ocurrido pensar que todos los grandes libros, los cuadros, no hablan de amor. Solo hacen como que hablan de amor para que nos interese leerlos. Pero, en realidad, hablan de la muerte. En los libros el amor es como un escudo, mejor dicho, es una simple venda en los ojos. Para no ver. Para que no nos resulte tan terrible.

No sé qué nexo había con la niña que se ha caído de la bicicleta.

Ella ha llorado y puede que ya ni se acuerde, pero en un libro su rodilla despellejada permanecería hasta su muerte y tiempo después.

Supongo que no todos los libros van sobre la muerte, sino sobre la eternidad, solo que es una eternidad no auténtica: es un fragmento, un instante, como una mosca en ámbar. Se apoyó un momento en las patas traseras para rascarse y acabó siendo para siempre. Por supuesto, eligen diferentes instantes hermosos, pero ¿no es terrible quedarse así, siendo de porcelana, para la eternidad? Como ese pastorcillo que no hace sino intentar besar a una pastorcilla.

Pero yo no necesito nada de porcelana. Necesito todo lo vivo, aquí y ahora. A ti, tu calor, tu voz, tu cuerpo, tu olor.

Y ahora estás tan lejos que no me da ningún miedo contarte una cosa. ¿Sabes?, entonces, en la dacha, iba a tu habitación cuando no estabas. Y olía todo. Tu jabón. Tu colonia. La brocha de afeitar. Olía las botas por dentro. Abría el armario. Olía tu suéter. Las mangas de la camisa. El cuello. Besaba los botones. Me apoyaba en la cama, acercaba la nariz a la almohada. ¡Era tan feliz! ¡Pero era muy poco! La felicidad necesita de testigos. Una solo puede sentirse de veras feliz si recibe algún tipo de confirmación y, si no es una mirada o un roce, si no es una presencia, al menos que sea una ausencia. Una almohada, una manga, un botón. Una vez estuviste a punto de pillarme, apenas si me dio tiempo a salir corriendo al porche. Me viste y te pusiste a tirarme lampazo al pelo. Entonces me cabreé contigo, pero ahora daría lo que fuera por eso: ¡por que me tiraras lampazo al pelo!

Me acuerdo de ti y el mundo se divide: antes de la primera vez y después.

Nuestras citas en el monumento.

Pelaba una naranja, mi palma se quedó pegada a tu palma.

Acababas de llegar de la policlínica con un empaste nuevo en los dientes: olor a consulta de dentista en la boca. Me dejaste que te tocara el empaste con un dedo.

En la dacha, blanqueábamos el techo después de haber tapado los muebles y el suelo con periódicos viejos. Estábamos descalzos y los periódicos se nos quedaban continuamente pegados a los pies. Se había manchado todo. Raspamos el albayalde del pelo del otro. Aunque la lengua y los dientes los teníamos negros del cerezo aliso.

Después pusimos las cortinas de tul y acabamos en lados diferentes y yo tenía tantas ganas de que me besaras a través de ese tul…

Ahí estás, bebiendo té, quemándote la lengua, soplas para que se enfríe, das pequeños tragos y haces mucho ruido al sorber, sin miedo alguno a parecer maleducado, como a mí me inculcaron de pequeña. Yo también empiezo a sorber. Porque ya no soy pequeña nunca más. Y se puede hacer todo.

Después fue el lago.

Bajamos por una pendiente escarpada a la orilla pantanosa, sintiendo bajo los pies descalzos el sendero húmedo, mullido.

Nos metimos en un hueco del lecho libre de lentejas de agua. El agua estaba turbia, soleada. Fría por los manantiales, enseguida hace daño.

Allí, dentro del agua, nuestros cuerpos entraron en contacto por primera vez. En la orilla me había dado miedo tocarte, pero entonces me lancé, atrapé tu cadera con las piernas, intentaba hundirte. De pequeña, en el mar, jugaba así con mi padre. Tú te escapabas, querías desasirte de mis brazos; yo no me rendía. Seguía empeñada en zambullirte hasta la cabeza. Se te cerraban las pestañas, tragabas agua, soltabas carcajadas, escupías, gruñías, bufabas.

Después nos quedamos un rato al sol.

Tenías la nariz pelada, se te caían pétalos de piel por el bronceado.

Veíamos que, en la otra orilla, la torre del campanario hacía sufrir a su reflejo en el agua.

Estoy enfrente de ti casi desnuda, pero solo me avergüenzo de los pies, de los dedos, a saber por qué. Los oculté en la arena.

Quemé una hormiga con el cigarrillo y tú saliste en su defensa.

A casa fuimos todo en línea recta, cruzando el campo. En la hierba alta y seca saltaban los saltamontes, me asediaban la falda.

En la veranda me sentaste en un sillón de mimbre y te pusiste a sacudirme la arena de los pies. Como mi padre. Cuando volvíamos de la playa, él me limpiaba así los pies para que no me quedara arena entre los dedos.

Y, de pronto, todo estuvo claro. Todo era tan simple. Tan inevitable. Tan anhelado.

Yo estaba delante de ti, tenía el bañador mojado. Bajé los brazos. Te miré a los ojos. Tú fuiste a los tirantes y me quitaste el bañador.

Estaba lista desde hacía mucho y lo esperaba, pero tenía miedo, aunque tú tenías más miedo todavía, y hace mucho que habría ocurrido, pero entonces —todavía era primavera, ¿te acuerdas?—, yo tomé tu mano y la guie hasta allí, pero tú te soltaste. Ahora eras completamente diferente.

¿Sabes a qué tenía miedo? ¿Al dolor? No. Además, no hubo dolor alguno. Tampoco hubo sangre. Pensé: ¿y si de pronto crees que no eres el primero?

Solo por la tarde me acordé de que me había olvidado de tender el bañador. Estaba tirado y olvidado, mojado, arrugado, frío. Olía a fango.

Me estreché contra ti y te besé la nariz pelada. No había nadie en casa, pero hablábamos en susurros, a saber por qué. Y por primera vez podía examinar tus ojos —sin miedo a nada y sin ruborizarme—, marrones con pintas de color avellano y verde en el iris.

Todo había cambiado de repente: podía tocar todo eso que hasta hace nada era inaccesible, no mío. Lo que hasta hacía nada era ajeno pero ahora era propio, como si mi cuerpo hubiera aumentado, hubiera formado concrescencia con el tuyo. Ahora me percibía solo a través de ti. Mi piel existía solo donde tú la tocabas.

Por la noche tú dormiste, pero yo no podía. Tenía muchísimas ganas de llorar, pero me daba miedo despertarte. Me levanté y fui al cuarto de baño. Me harté de llorar.

Por la mañana, delante del lavabo, una ola repentina de absurda felicidad: al ver los dos cepillos de dientes en un solo vaso. Quietos, con las patas cruzadas, intercambian miradas.

Las cosas más sencillas pueden hacerte morir de felicidad. ¿Recuerdas que, ya en la ciudad, tú te encerraste en el baño y yo pasé camino de la cocina, no me aguanté, me puse de cuclillas junto a la puerta y empecé a susurrar por el agujero de la cerradura?

—¡Te quiero!

Un susurro muy quedo. Después más fuerte. Tú no comprendiste qué te estaba susurrando, y respondiste con un gruñido:

—Ya salgo, ya salgo.

Como si yo necesitara entrar.

Te necesito a ti, ¡a ti!

Ya ves, estabas delante del horno con una cuchara en una mano y un libro de cocina abierto en la otra. Te había dado por ahí. Dijiste que ibas a prepararlo todo tú solo y que no me inmiscuyera. Y yo pasaba a propósito por la cocina haciendo como que necesitaba algo y, en realidad, era solo para verte. ¿Te acuerdas? Estabas ablandando la carne picada para el relleno, y no me contuve, también metí las manos en la cacerola: ¡qué maravilla ablandar contigo la olorosa carne de vacuno y sacar el relleno de entre los dedos!

La verdad, tuviste tus más y tus menos con los cucharones, agarraderos y sartenes, en tus manos todo cobraba vida y se empeñaba en darse la vuelta, en saltar, en escurrirse.

Lo recuerdo todo todito.

Estábamos acostados y no podíamos despegarnos; y, después, un semicírculo de mis dientes en tu hombro.

Nuestras piernas se entrelazan, las plantas se atraen, se hacen carantoñas, y los dedos resbaladizos por la crema se acoplan.

En el tranvía, se giran a mirarnos: tu puño en mi nariz, y yo beso el huesecillo que es julio.

Subimos a tu casa y parece que el ascensor trepa con una lentitud insoportable.

Debajo de una silla están tus botas y, dentro, los calcetines.

Entonces me besaste por primera vez ahí, yo no lograba relajarme. Crecerás y sabrás que no debe tocarse. Porque solo a los niños pequeños les parece que las niñas tienen un misterio entre las piernas, pero aquí solo hay secreciones, miasmas, bacterias.

Por la mañana no lograba encontrar las bragas, se me habían perdido, rebusqué por todas partes, no las encontré. Ahora creo que tú las moviste y las escondiste en algún sitio. Me fui así. Voy por la calle, el viento se me cuela por la falda y tengo la sorprendente sensación de que eres tú que me rodeas.

Sé que existo, pero continuamente necesito pruebas, contacto. Sin ti, soy un pijama vacío arrojado a una silla.

Solo por ti me son queridas mis propias manos, mis pies, mi cuerpo, porque tú lo has besado, porque tú lo quieres.

Me miro en el espejo y me sorprendo con un pensamiento: soy esa a la que él quiere. Y me gusto. Antes nunca me había gustado.

Cierro los ojos y me imagino que estás aquí.

Te puedo tocar, abrazar.

Beso tus ojos… y mis labios se convierten en videntes.

Me entran muchas ganas de pasar la punta de la lengua, como entonces, por la sutura que se te extiende ahí, abajo, desde y hasta, como si fueras un muñeco y te hubieran moldeado dos mitades y luego pegado.

En algún sitio he leído que las partes del cuerpo más olorosas son las que están más cerca del alma.

Ahora he apagado la luz para acurrucarme, por fin, y dormir y en el cielo, mientras te escribía, se han ido amontonando las nubes. Como si alguien hubiera borrado con un trapo sucio todo lo que había en una pizarra de colegio y solo hubieran quedado chorreones blancuzcos.

Siento que todo va a ir bien. El destino, aunque asusta, sí que guarda, sí que defiende de la auténtica desgracia.

*

Sasha, querida mía:

Me pongo gallito y, en realidad, sin ti, sin tus cartas, vale que no habría palmado hace mucho, pero seguro que habría dejado de ser yo mismo; y no sé qué es peor.

Te he escrito acerca de nuestro torturador, apodado Cómodo, y este mote se le ha puesto, como habrás adivinado, sin ninguna relación con el hijo de Marco Aurelio. Hoy ha intentado, básicamente, explicarme qué es la vida. No quiero escribirte sobre eso. Tengo ganas de olvidarme de todo, de pensar en algo que no sea de aquí, en el mismo Marco Aurelio.

No comprendo cuál puede ser la relación entre Marco Aurelio, que murió hace un millón de años y al que todos conocen, y yo, que ando en calzones estatales que pican y al que nadie conoce.

Y, por otro lado, mira lo que escribió: ningún hombre es feliz mientras no se considere feliz.

Y esto, supongo, es lo que nos une, dos hombres felices. Y ya ves qué más da que él muriera tiempo atrás y que yo esté aquí. En comparación con nuestra felicidad, la muerte parece una menudencia. La ha franqueado hasta mí, igual que si fuera un umbral.

Esta percepción de la felicidad proviene de que lo comprendo: todo esto que me rodea no es auténtico. Lo auténtico es cuando, entonces, estuve por primera vez en tu casa y pasé a lavarme las manos al cuarto de baño y vi tu esponja y sentí intensamente que esta había rozado tu pecho.

¡Sáshenka mía! Estábamos juntos, pero resulta que solo aquí he empezado a comprenderlo de veras.

Y ahora lo recuerdo y me sorprendo de no haberlo valorado en ese momento.

¿Te acuerdas?, en la dacha habían saltado los fusibles, tú me alumbrabas con una vela y yo, subido en una silla, hurgaba en los plomos. Te miré un momento, y estabas tan increíble en la penumbra: la luz de la llama hacía visos en tu rostro. Y el fuego de la vela se reflejaba en tus ojos.

O, por ejemplo, vamos por nuestro parque y tú sales corriendo una y otra vez por el caminito de asfalto, arrancas un manojo de hierbas y me lo traes para enseñarme una panoja u otra.

—¿Y qué es esto? ¿Y esto cómo se llama?

Tienes los tacones manchados de tierra.

Tu pobre dedo del pie estaba azul oscurísimo: alguien te había pisado en el tranvía y tú ibas en sandalias.

También veo el lago.

El agua estaba densa, invadida de lentejas de agua, formaban nubes.

Te acercaste hasta la orilla; con la falda recogida, metiste el pie en el agua hasta el tobillo. Para probarla. Diste un grito:

—¡Está fría!

Sacaste el pie y lo pasaste por la superficie, como si estuvieras alisando arrugas.

Veo todo como si no hubiera sido entonces, sino como si estuviera sucediendo ahora mismo.

Te quitaste la ropa, te recogiste el pelo para que no se dispersara, y entraste en el agua comprobando varias veces el moño de la cabeza.

Te pusiste de espaldas y golpeaste el lago con los pies, en el haz de espuma aparecían y desaparecían los talones rosados.

Después formaste una estrella, extendiendo los brazos y las piernas, y el moño se soltó y tu pelo largo se esparció en todas direcciones.

Más tarde, en la orilla, a escondidas para que no te dieras cuenta, lanzaba miradas al lugar donde entre tus piernas, por debajo de la goma del bañador, sobresalían bucles mojados.

Y ahora veo tu habitación.

Te quitas los zapatos: inclinas un hombro, luego el otro.

Beso tus palmas, pero tú me dices:

—¡Quita, están sucias!

Me rodeas el cuello con los brazos y me besas mordisqueándome los labios.

De pronto, lanzaste un grito.

Yo me asusté:

—¿Qué pasa?

—Me has pillado el pelo con el codo.

Te inclinas sobre mí, con el pezón me rozas los párpados, las pestañas. Nos tapaste a los dos con el pelo, cual pabellón.

Te quito las bragas, con un toque infantil, color crema, con lacitos; tú me ayudas, levantas las rodillas.

Te beso donde la piel es más suave y dulce: los muslos, por dentro.

Hundo la nariz en el vello denso y cálido.

La cama chirría con tanta desesperación que nos cambiamos al suelo.

Comenzaste a gemir debajo de mí, curvaste la espalda.

Estamos echados, una corriente de aire: agradable en las piernas sudadas.

En tu espalda, pelusa suave y trazos de las costuras bastas de la estera china. Recorro con el dedo tus vértebras marcadas.

Cojo un boli de la mesa, empiezo a unir con una línea de tinta los lunares de tu espalda. Te hago cosquillas. Después haces contorsiones frente al espejo, miras el resultado por encima del hombro. Yo quiero lavarlo, pero tú dices:

—¡Déjalo!

—Pero ¿vas a ir así?

—Sí.

Te tumbaste con los pies apoyados en la pared y, de pronto, corriste dando pasos pequeñitos por el empapelado, te arqueaste, apoyaste los codos en la estera, te quedaste inmóvil con los pies para arriba. No me contuve, quise besarte ahí: enseguida te doblaste, te caíste.

Yo me voy y tú sales a despedirme a la puerta, solo con una camiseta interior de tirantes, sin nada debajo; te dio vergüenza y te estirabas el borde delantero con una mano.

En nuestra última noche me desperté y escuché tus resoplidos.

Estabas acostumbrada a dormir como una «crisálida», te envolvías la cabeza en la manta y dejabas solo un hoyuelo para respirar. Estoy allí acostado y observo ese hoyuelo. Estás tan graciosa: te habías quedado dormida con un bombón en la mejilla. Y tenías un hilillo de chocolate en la boca.

Acostado, custodio tu respiración.

Presto atención a tu ritmo. E intento respirar junto contigo. Inspirar-espirar, inspirar-espirar. Inspirar-espirar.

Despacio-despacio. Eso es.

Inspirar.

Espirar.

¿Sabes qué? Nunca antes me había sentido tan bien y a gusto como en ese momento. Te miraba, tan guapa, tan serena, somnolienta, te tocaba el pelo que se salía del capullo de la manta, y me entraron unas ganas tremendas de defenderte de la noche, de los gritos nocturnos de borracho tras la ventana, de todo el mundo.

¡Mi Sáshenka! ¡Duerme! ¡Duerme tranquila! Estoy aquí, respiro contigo.

Inspirar.

Espirar.

Inspirar.

Espirar.

Inspirar.

Espirar.

**

He echado una ojeada al buzón, otra vez sin nada de ti.

Tengo que prepararme para la clase de mañana, pero mi cabeza está vacía. Me importa nada y menos. Me haré un café, me apoltronaré con los pies en el sillón y me pondré a hablar contigo. Oye.

¿Recuerdas?, qué estupendo contarnos cosas de cuando éramos pequeños. Y es que hay tantas cosas que todavía no te he contado.

Y ahora mordisqueo el boli y no sé por dónde empezar.

¿Sabes por qué me pusieron este nombre?

De pequeña adoraba todo tipo de cajitas y cofrecitos bonitos que había en los cajones de abajo de nuestro aparador, me pasaba el tiempo examinando las pulseras, los broches que guardaba allí mi madre, los juegos de cartas, las postales: todo lo que hay en el mundo. Y, verás, en una caja encontré sandalias de niño: diminutas, arrugadas y resecas, de muñeco.

Resulta que había tenido un hermano mayor. Enfermó con tres años, lo llevaron al hospital. De él dijeron una palabra terrible: lo sometieron a una cura tras otra.

Mis padres decidieron tener enseguida otro hijo. Para compensar.

Nació una niña. Yo.

Mi madre no era capaz de aceptar a su hija, no me alimentaba, no quería verme. Todo esto me lo contaron después.

Mi padre se ocupó de mí. De mí y de mi madre.

La barandilla de madera de mi cuna tenía tres barrotes serrados para que yo pudiera bajar. Pero era su cuna, la del otro niño. Yo entonces no podía comprender que para él eso era una salida. Era él quien reptaba. A mí me gustaba colarme ahí, pero, en realidad, simplemente repetía sus movimientos.

Para mí ese niño se quedó en esa vida inimaginable de antes de que yo naciera, una que, aunque existía, se fundía con los tiempos prehistóricos; sin embargo, para mi madre él estaba aquí, a mi lado, presente, sin ausentarse. Una vez íbamos a la dacha en el cercanías, enfrente se habían sentado un niño y su abuela. El niño era un niño normal, chillón, caprichoso, mocoso, tartamudo. No hacía sino pedirle algo a la abuela. Y esta lo regaba de reproches una y otra vez:

—¡A ver si te estás quieto ya!

Recuerdo que mi madre se estremeció, se encogió, cuando la vieja dijo:

—¡Sasha, esta es la nuestra!

Cuando nos bajamos del tren, mi madre me dio la espalda en el andén y se puso a hurgar desesperada en el bolso, pero vi que se le saltaban las lágrimas. Empecé a lloriquear y ella se dio la vuelta, empezó a besarme con los labios húmedos, a tranquilizarme, me decía que todo estaba bien, que solo se le había metido una mosca en el ojo.

—¡Ahora todo va a ir bien!

Se sonó, se retocó las pestañas, golpeó ruidosamente la polvera al cerrarla. Y echamos a andar en dirección a la dacha.

Recuerdo que precisamente en ese momento pensé: menos mal que ese niño murió. De lo contrario, ¿dónde estaría yo ahora? Andaba y me repetía las palabras de mamá: «Ahora todo va a ir bien».

Porque no podía no haber nacido. Y todo alrededor, todo lo que ha habido, lo que hay y lo que habrá es la prueba simple y suficiente de ello, incluso ese ventanillo gritón, también esa especie de tortitas en el suelo hechas por el sol y los pétalos cuajados de leche cortada en esa taza con café, y también ese espejo desteñido que juega a las miradas con la ventana: quién aguanta la mirada a quién.

De niña me pasaba las horas mirándome al espejo. Fijamente a los ojos. ¿Por qué tengo estos ojos? ¿Por qué esta cara? ¿Por qué este cuerpo?

¿Y si resulta que no soy yo? Y estos no son mis ojos, no es mi cara, no es mi cuerpo.

¿Y si resulta que yo —con esos ojos, cara y cuerpo que han pasado fugazmente— no soy más que el recuerdo de la vieja en la que me convertiré en algún momento?

Jugaba mucho a que, en realidad, había dos yos. Cual hermanas gemelas. Yo y ella. Como en los cuentos: una es mala, la otra, buena. Yo, obediente; ella, una gamberra.

Tenía el pelo largo y mi madre siempre me regañaba para que me lo peinara. Y ella agarró las tijeras y, para hacerme rabiar, me cortó la trenza.

Montamos un teatro en la dacha y todos los papeles principales los interpretaba ella, claro, mientras que yo abría y cerraba el telón. El caso es que, según el guion, debía suicidarse. Imagínate, dice sus últimas palabras con un cuchillo en la mano, después se golpea con todas sus fuerzas en la cabeza y derrama sangre de verdad. Todos se levantaron espantados, y ella sigue echada y se muere: siguiendo la obra y de entusiasmo. Solo yo sabía que había rallado una remolacha, había cogido un huevo de gallina, que vació absorbiéndolo por un agujerito y, con una jeringuilla tomada prestada a mamá, introdujo el zumo en el huevo y se lo escondió en la peluca. Se incorporó toda cubierta de sangre de remolacha y chillaba por la alegría de haberles tomado el pelo a todos:

—¡Os lo habéis creído! ¡Os lo habéis creído!

¡No puedes imaginarte lo que significa depender de ella todo el tiempo! No te imaginas lo que significa pasarte toda la vida usando esos trapos viejos después de ella. A ella, a esa princesa sin guisante, siempre le compraban cosas nuevas y bonitas; a mí me tocaban las mismas, pero ya viejas, repugnantes, para terminar de gastarlas. Nos arreglaban para el colegio después de las vacaciones de verano: ella tenía zapatitos nuevos, y yo tenía que ponerme su impermeable viejo con los bolsillos agujereados, con una mancha en la solapa.

Me tiranizó como quiso durante toda la infancia. Recuerdo que tracé con tiza en el suelo una frontera blanca, dividí nuestro cuarto por la mitad. Y ella la borró y trazó la línea de tal manera que yo solo podía andar por el borde de mi cama hasta la mesa y hasta la puerta. No servía de nada que me quejara a mi madre, porque con mi madre era un verdadero ángel, pero nada más quedarnos a solas, empezaba a pellizcarme y a tirarme con fuerza del pelo para que dejara de chivarme.

Nunca lo olvidaré: me regalaron una muñeca maravillosa, enorme, hablaba, cerraba y abría los ojos y hasta sabía andar. Apenas me había girado un instante y mi torturadora ya la había desnudado y visto que había algo que no tenía, así que se lo dibujó. Me deshice en llanto, salí corriendo a avisar a mis padres; ellos se limitaron a echarse a reír.

¡Era imposible ponerse de acuerdo con ella! Yo propongo algo y ella patalea y declara:

—¡O hacemos lo que yo diga o no se hace nada!

Los ojos se le achicaban, lanzaban rayos y, además, el labio superior se le contraía, dejando al descubierto los dientes afilados. Ahora se engancharía conmigo.

Recuerdo que me asustaba si mi madre me preguntaba con quién hablaba. Yo mentía:

—Sola.

Comprendo que era algo que pasaba cuando necesitaba que me quisieran. Ella aparecía cuando yo tenía que luchar por el amor de los demás. Es decir, casi siempre; incluso cuando estaba a solas conmigo misma. Nunca con mi padre. Con mi padre siempre era diferente.

A mamá y a mí nos llamaba igual: liebrecillas. Supongo que le resultaba agradable gritar:

—¡Liebrecilla! —y las dos respondíamos, una desde la cocina, la otra desde el cuarto infantil.

Cuando venía a casa, yo debía preguntar, antes de abrir la puerta y para no dejar pasar a algún extraño:

—¿Quién es?

Él respondía:

—El segador que con arte toca el tambor.

Incluso cuando se limpiaba los pies en el felpudo de la entrada parecía que bailaba.

Le encantaba traernos regalos peculiares. Decía:

—¡A ver si lo adivinas!

Pero era imposible adivinarlo. A veces era un abanico, otras un pequeño cuenco para té o unos impertinentes, un tarrito para el té, un frasco vacío, una cámara de fotos rota. Una vez trajo una máscara del teatro japonés nō. Incluso arrastró a saber de dónde una pata de elefante de verdad, hueca por dentro, para los paraguas y los bastones. Mamá le echaba la bronca, pero con sus regalos yo me sentía realmente feliz.

Así porque sí podía decir:

—¡Deja esas lecciones tuyas!

Y montábamos un concierto. Nos encantaba hacer zumbar unos peines envueltos en papel de cigarrillo, con lo que picaban muchísimo los labios. La caja de una tarta se convertía en un pandero. Apartaba la esquina de la alfombra y se ponía a marcar el ritmo de un paso de claqué, hasta que abajo los vecinos empezaban a darnos golpes. O agarraba la caja del ajedrez, la sacudía al compás y todo retumbaba en el interior.

Me hacía jugar con él al ajedrez, siempre ganaba y, al hacer jaque mate, se alegraba como un niño.

Se sabía todos los bailes del mundo y me enseñaba a bailar. Por alguna razón, a mí me gustaba mucho uno hawaiano, bailábamos sin sacar las manos de los bolsillos.

Una vez, a la mesa, me dijo que me dejara de cabezonerías o me tiraría un vaso de kéfir a la cabeza.

Yo dije:

—¡No lo harás!

Y, de repente, estaba toda llena de líquido espeso de kéfir. Mi madre estaba horrorizada y yo, entusiasmada.

Nunca tuve que luchar por su amor.

Pero sin mi padre esa, la otra yo, me hostigaba sin cesar.

Mi piel siempre era una tortura, mientras que la suya estaba lisita, limpia. La piel no es un simple saco para las entrañas, es eso con lo que el mundo nos toca. Su tentáculo. Y una enfermedad en la piel no es más que un modo de protegerse del contacto. Te quedas dentro, escondida como en el interior de un capullo. Ella —esa, la otra yo— no comprendía nada de esto. No comprendía que tenía miedo a todo, y que a lo que más miedo tenía era a estar con otros. No comprendía que, de visita en casa de alguien, cuando todos se estaban divirtiendo, pudiera encerrarme en el retrete y quedarme sentada sin más, sin bajarme la ropa. No comprendía cómo podía aprenderme de memoria los fundamentos del teorema de Pitágoras y, en la pizarra, abrir la boca y quedarme petrificada, abandonar el propio cuerpo, planear alrededor y observarme como desde fuera a mí misma, desvalida, lastimera, vaciada. De Pitágoras solo me quedaba en la cabeza que, de niño, sus padres le enseñaron en una mesa las formas fundamentales a través de las cuales lo invisible se mostraba a la gente —una bola, una pirámide, un cubo, retales de lana, manzanas, tortitas de pan y miel y un jarro de vino— y las llamaron por su nombre, y que Pitágoras, al oír las explicaciones, volcó la mesa.

Siempre escribía las redacciones por ella. Y me suspendían. Encima, la maestra las leía delante de la clase y suspiraba:

—Sáshenka, la vida te va a resultar dura.

Y me ponía un suspenso porque siempre escribía de lo que no tocaba. Nos daban a elegir tres temas, había que escribir sobre el primero, sobre el segundo o sobre el tercero, y yo escribía sobre el quinto o el décimo, de nimiedades, en teoría. Ese quinto o ese décimo eran más importantes para mí.

Yo era un monstruo de la familia de los braquiópodos, los pterobranquios y los briozoos. Y ella, una danza de Majanaim con ojos como las piscinas de Hesebón junto a la puerta Bat-Rabim. Incluso recuerdo lo pasmada que me quedé ante la mirada que le lanzaba en clase el profesor de educación física.

Un día me estaba cambiando después del colegio y me di cuenta de que alguien en la casa de enfrente me espiaba con prismáticos por detrás de unas cortinas. Asustada, me acuclillé debajo del alféizar interno, pero ella, por el contrario, organizó todo un espectáculo.

De pequeña me decía por las noches, para asustarme, que era una bruja y que tenía poder sobre la gente. Y aportaba sus ojos como prueba: el izquierdo era azul, el derecho, castaño. Y me contaba que había tenido verrugas, pero cuando pasamos la noche en casa de no sé quién, se había lavado con un estropajo en esa casa, y después le habían desaparecido las verrugas y le habían aparecido al niño que allí vivía. Pero el argumento principal eran, por supuesto, los ojos. Decía que podía echar mal de ojo a quien quisiera. Las chicas no es que le tuvieran miedo, pero esto era lo de menos.. Era cierto que sabía hacer conjuros con la sangre: lamía un poco una herida, susurraba algo y la sangre dejaba de salir.

Ahora tampoco me deja vivir. Nunca sabes cuándo va a aparecer. Lo mismo desaparece y no está durante meses y, de pronto, ahí está la ella yo, ¿qué pasa?, ¿no me esperabais?

Se burla de mí porque en la biblioteca —por pena por los autores difuntos que nadie necesita— saco los libros más olvidados, de lo contrario, nadie recordaría a estos escritores. Dice de mí que yo misma soy una zarrapastrosa y una desaliñada, aunque subrayo con cuidado los pensamientos que me han gustado, con ayuda de un peine. Adopta una pose y me da lecciones, como una hermana mayor: no se puede vivir la vida con tan poca sangre en las venas, hay que aprender a ser más alta que la hierba, más sonora que el agua. Hermanita, recuerda la norma número diecisiete de Tales de Mileto: es mejor causar envidia que pena.

¡Y cómo se burlaba de ti!

¿Recuerdas cuando estuvimos en la veranda comiendo fresas, unas ácidas, con poco sabor? Las metíamos en azúcar. Y a ella se le ocurrió mojarlas en la miel. Se echó miel de la lata en un platito y relamía la cucharilla. Y te miraba. Y comprobaba su mirada en el espejo. Conozco bien esa mirada, cuando el alegre mal de sus ojos diferentes la hace estallar.

Lamió la cucharilla, la sujetó con dos dedos por el extremo y, de pronto, la lanzó hacia atrás, por la ventana abierta de la veranda.

Y te miró.

—¡Tráela!

Yo quise gritarte: «¡Quieto! No se te ocurra hacerlo!». Pero no pude articular ni palabra.

Te levantaste, fuiste a buscar la cucharilla donde crecían moras y frambuesas silvestres. Regresaste todo lleno de arañazos; en las manos, pequeñas cuentas de sangre. Sin hablar, dejaste en la mesa la cucharilla, con tierra adherida por todas partes, con hierba seca, te diste la vuelta y te fuiste.

Ella se limitó a mirar de reojo la cucharilla. Y, a continuación, como si nada, sumergió una fresa en la miel y sus dientes la mordisquearon.

No me aguanté, eché a correr detrás de ti y te agarré del brazo, quería, igual que ella, lamer los arañazos, conjurar la sangre, pero tú me apartaste de un empujón.

—¡Vete por ahí! —con qué desprecio me miraste.

Te montaste en la bici y te fuiste.

¡Cuánto te odiaba en ese momento!

A ella, mejor dicho.

¡A los dos!

Y qué ganas tenía de que te pasara algo, justo en ese momento, algo malo, horrible, terrible.

Me dije que no iría a verte.

Pero salí corriendo al día siguiente.

Como si fuera ahora, vuelvo a verlo todo y lo siento en la piel: empieza a chispear ya por la mañana, la niebla escalaba la valla, había charcos en todos los caminos. Voy a verte con un paraguas, en el puente que cruza el barranco la lluvia cae con más fuerza.

Entre nuestras dachas, un tramo de bosque: aquí los senderos estaban impracticables y la hierba brotaba anónima, eras tú quien les ponía nombre a las plantas.

Paso junto a vuestros vecinos de la esquina, observo por encima de la valla las rosas, enormes, pesadas, formando cogollos. Todavía más fragantes bajo la lluvia.

Me dio miedo subir los escalones del porche, cerré el paraguas y me acerqué con mucho sigilo hasta las ventanas de la veranda. Me puse de puntillas y te vi tras los cristales lluviosos. Estabas tumbado en el diván con una pierna vendada y apoyada en el respaldo, leías un volumen grueso.

Ahí estaba, te había deseado algún mal y te habías caído de la bicicleta en el canal.

Ahora ya sabes por qué esa tarde te hiciste un esguince y después tuviste que guardar cama.

Estaba bajo la lluvia mirándote. Tú lo sentiste, levantaste la cabeza, me miraste y sonreíste.

*

Sí, mi Sáshenka de la dacha, hace mucho que todo eso pasó, en otra vida muy lejana y completamente distinta.

Qué bien se estaba acostado y escribiendo cualquier tontería en el diario, prestando atención al runrún de la lluvia en el tejado y al zumbido de los mosquitos en la veranda. Te asomas a la ventana: los manzanos cojos por la niebla. En la cuerda de la ropa las pinzas están mojadas, gotean.

Por culpa de la lluvia no se podía leer bien, así que toca encender la luz en pleno día.

Coloqué el volumen de Shakespeare encima de las rodillas, era más cómodo escribir con el cuaderno puesto encima.

Y las alargadas agujas dobles de los pinos hacían de marcapáginas.

¿Sabes sobre qué estaba escribiendo? Sobre Hamlet. Mejor dicho, sobre mí, escribía que, fíjate, a mí se me había muerto, o quizá no se me había muerto mi padre, y mi madre se había casado con otro, encima ciego, y me resultaba completamente incomprensible que tuvieran que envenenarse unos a otros y se clavaran objetos afilados, sin cubrir el escenario de sangre, además. Y si, de repente, todos se murieran sin todas esas maldades e intrigas inventadas, solo porque sí, ellos solos, habiendo vivido su vida, entonces ¿qué pasaría?, ¿ya no existiría Hamlet? ¡Es más terrible todavía! ¿Te lo imaginas?, ¡el espectro del padre! ¡Los cuentos de miedo para niños!

¡Y cuánto cuesta el veneno vertido en la oreja!

¿Y por qué todo empieza con su regreso al castillo paterno? ¿Qué pasa, que antes de eso él no era Hamlet? Porque resulta que todavía no ha pasado nada, el telón todavía no se ha abierto, Bernardo y Francisco todavía no han empezado a reñir, aunque en el reglamento ya está todo claramente estipulado, pero él ya es Hamlet.

Y justo esto es lo más interesante: qué fue de él antes de todos esos encuentros con los espectros, de esos envenenamientos, de los absurdos trucos teatrales, como si hubiera escondederos detrás de los tapices.

Vivía a su aire, igual que vivo yo. Sin todos esos agonizantes monólogos en verso.

Hay que escribir su vida de antes. Por ejemplo, cómo de pequeño jugaba a ser cartero: cogía una brazada de periódicos viejos y los distribuía por los buzones. O que en la escuela, entre clase y clase, se escondía con un libro en el vestuario o en la biblioteca, y de él se burlaban los más cobardes y los más débiles: se vengaban por lo que tenían que aguantar de otros. Por cierto, ¿sabes cuál fue mi primer desencanto con la literatura? Leí que los bufones del medievo planteaban a sus señores preguntas maliciosas, y que estos las respondían aplicados, pero metían la pata una y otra vez, así que en un intercambio de clases probé a preguntar algo entre inocente y mordaz a mis torturadores, pero estos, sin terminar de escucharme, directos a mis orejas: ¡zas!

De Hamlet también hay que decir que una vez que se estaba bañando en un lago se le acercó un tipo y le dijo: «No nadas mal, chico, pero tu estilo no es del todo limpio. Deja que te enseñe». Y este profesor de natación lo sujetaba por la tripa, y la mano se le deslizaba continuamente hacia abajo, cada vez más abajo, así, como si tal cosa.

Y lo del palomar. De pequeño, cuando todavía vivíamos en el piso antiguo, un vecino tenía un palomar en el patio y mientras esperaba a que sus palomas regresaran del vuelo, no miraba a las alturas, sino a un barreño con agua; nos explicaba que así se veía mejor el cielo.

Además escribía que quiero ser yo mismo. Todavía no soy yo. No puede ser que eso fuera yo. Quería arrancarme del calendario.

Y, ya ves, me arranqué.

Está bien que no veas dónde estoy ahora y qué me rodea. No lo describo y es como que no existe.

¿Recuerdas que tenías en un estante unas piedrecitas bonitas que te habías traído del mar en algún momento? Una vez cogiste un guijarro redondeado y te lo pusiste en el ojo, cual monóculo. Yo me quedé ese guijarro, lo tenía en el alféizar. Y todo el rato me miraba. De pronto comprendí que era la pupila de alguien. Y que me estaba viendo. Y no solo a mí, sino a todo, en realidad. Porque delante de ese guijarro —ni siquiera sabía hacer guiños— todo aparecía rápidamente, también desaparecía, incluidos el cuarto y yo, también la ciudad tras la ventana. En ese segundo sentí toda la insignificancia de todos los libros leídos y de todos los cuadernos que había escrito, y me sentí bastante incómodo. Qué inquietud se apoderó de mí… De pronto fui consciente de que, por el contrario, en realidad esa pupila no solo no me veía ni a mí ni a la habitación, sino que no podía ver nada por más que lo deseara, porque yo aparecía con mucha rapidez para ella, no tenía tiempo de percibir nada. Ella era auténtica, existe, pero ¿acaso yo existía para ella?

¿Y existo para mí mismo?

Existir… ¿qué es esto? ¿Saber que uno fue? ¿Demostrarse a uno mismo con recuerdos?

¿Qué más le dan mis brazos, mis piernas o lunares, mis intestinos gruñendo por culpa de la cebada perlada o mis uñas mordidas, mi escroto? ¿Mi tálamo? ¿Mis recuerdos infantiles? Una vez, en Año Nuevo, me desperté muy pronto y salí corriendo descalzo a ver los regalos del abeto. En el cuarto había invitados durmiendo por todas partes, pero debajo del abeto, nada; habían comprado los regalos, pero después del champán con vodka se habían olvidado de sacarlos. Me fui a la cocina y allí me quedé llorando hasta que mi madre se levantó. ¿Es una tontería?

Supongo que para ser auténtico es imprescindible existir no en la conciencia propia, que es tan poco segura, susceptible al sueño, por ejemplo, cuando tú mismo no sabes si estás vivo o no, sino en la conciencia de otro ser humano. Pero no de un ser humano cualquiera, sino de uno al que le importe saber si tú estás. Por ejemplo yo sé, Sáshenka mía, que tú existes. Y tú sabes que yo estoy. Y eso aquí, donde todo está del revés, hace de mí alguien auténtico.

De pequeño esquivé la muerte de milagro: me levanté por la noche para ir al servicio y las estanterías con libros se desmoronaron sobre la cama.

Pero la primera vez que pensé de verdad en mi propia muerte fue en la escuela, en clase de zoología. Teníamos un profesor mayor, enfermo, y nos previno para que le metiéramos en la boca una pastilla que tenía en el bolsillo si se caía inconsciente. Le dimos la pastilla, pero no ayudó.

Siempre se limpiaba las gafas con la corbata.

Al principio enseñaba botánica, y me gustaba tanto que hacía herbarios continuamente, después decidí ser ornitólogo, como él.

Se lamentaba de una forma muy divertida porque desaparecieran diferentes plantas y aves.

Se quedaba junto a la pizarra y nos gritaba como si tuviéramos la culpa de algo.

—¿Dónde está el cólquico umbrosa? ¿Dónde el cárex laxo? ¿Dónde la caldesia? ¿Y las campanillas de verano? ¿Y la centaura dubianski? ¿Por qué no dicen nada? ¡Y las aves! ¿Dónde están las aves? ¿Dónde está el pigargo negro? ¿Dónde el quebrantahuesos? ¿Dónde el morito? ¡A ustedes se lo pregunto! ¡Y el ibis de pata roja! ¡La cerceta pardilla! ¡Y el gavilán griego! ¿Dónde está el gavilán griego?

Mientras así hablaba, se volvía similar a un pájaro con el plumaje erizado. Todos los profesores tenían un mote, a este lo llamábamos Gavilán.

¿Sabes cuál era mi sueño? Que tarde o temprano, en algún momento, me encontraría con mi padre y él me diría:

—¡Va, enséñame esa musculatura!

Y yo doblo el brazo y tenso los músculos. Mi padre me abraza el bíceps y menea la cabeza sorprendido, parece decir: vaya lo que tenemos aquí… ¡Bien hecho!

En cuanto al mundo invisible, lo había comprendido todo cuando mi abuela se puso a trabajar un verano en una dacha para niños ciegos y me llevó con ella.

Ya desde pequeño me acostumbré a que en su casa hubiera diversas cosas ciegas. Por ejemplo, ella jugaba al solitario con unas cartas especiales con marcas en la esquina superior derecha. Para mi cumpleaños me regaló un ajedrez, uno especial en el que las figuras eran de diferentes tamaños: las blancas más grandes que las negras. Le susurró a mi madre (yo lo oí):

—De todas formas, allí no juegan.

Al principio la dacha me resultó rara, pero después hasta llegó a gustarme: de pronto sentí que me había vuelto invisible.

Por ejemplo, un chico con una regadera en la mano andaba rozando ligeramente con un pie el bordillo del camino, y yo pasaba a su lado sin que me viera. Aunque solo me lo parecía. Muchas veces me daban una voz:

—¿Quién anda ahí?

En realidad, es muy difícil esconderse de un ciego.

Por las mañanas hacían ejercicio, después clases y juegos todo el día. Al principio me resultaba insólito ver cómo salían corriendo a hacer los ejercicios formando una cadena, agarrando con una mano el hombro de quien iba delante.

En el patio, en jaulas, vivían unos conejos a los que cuidaban. Fue toda una tragedia la mañana que las jaulas aparecieron vacías: los habían robado.

Cantaban mucho con ellos. Por alguna razón se cree que los ciegos están dotados de capacidades musicales excepcionales, de un oído especialmente fino y que todos son músicos innatos. Una bobada, claro.

Todos los días había clases de plástica. Una niña modeló un pajarito que se sentaba en una silla igual que una persona en una silla.

En general, sus clases no transcurrían como las de nuestra escuela común y corriente. Recuerdo que me dejó pasmado que en clase tuvieran que sumergir la mano en el acuario y tocar los peces. ¡Me pareció genial! Después, cuando no había nadie en la habitación, me acerqué al acuario y cerré los ojos. Me arremangué y metí la mano en el agua. El hermoso pececillo dorado resultó al tacto una asquerosidad resbaladiza. Y precisamente en ese momento sentí miedo, miedo de verdad, de quedarme ciego alguna vez.

Pero a ellos ser ciego no les da miedo. El invidente teme quedarse sordo. Teme la oscuridad en las orejas.

En realidad, la ceguera es un invento de los videntes.

Para el ciego lo que hay es lo que hay, con eso vive, de eso parte, y no de lo que no hay. Sufrir por lo que no hay es algo que todavía hay que aprender. Porque no vemos el color a la derecha del violeta y no pasa nada. Si nos sentimos desgraciados, no es por eso.

Mi abuela se compadecía de todos, y ellos se le pegaban a ella. A veces me parecía que los quería más que a mí. Una bobada, claro, pero yo quería que ella también me acariciara a mí la nuca, me estrechara contra su inmenso pecho y suspirara cariñosa:

—¡Ay, mi gorrioncillo!

A ellos nunca los azotaba con una vara, yo sí cobraba.

Todo el rato quería hacerle muchas preguntas sobre mi padre, pero, por alguna razón, me daba miedo.

En general, contaba pocas cosas. La única historia familiar la averigüé por ella cuando crecí. Su abuela dio a luz siendo todavía una moza muy joven. Ella aseguraba que había concebido de forma inmaculada, pero nadie la creyó. Entonces no se había oído hablar de la partenogénesis. Justamente había empezado el movimiento de los hielos. Ella llegó por la noche al río y dejó el hatillo en un bloque de hielo.

Recuerdo que durante mucho tiempo no lograba librarme de esa imagen: la noche, el bloque de hielo flotando y un hatillo aullando.

Muchos años después leí a Marco Aurelio y me consolé. Este lo formuló así: portan un cerdito para ofrecerlo en sacrificio, el cerdito se escapa y aúlla. Simplemente hay que oír el aullido de la vida en todo: en cada árbol, en cada transeúnte, en cada charco, en cada bisbiseo.

**

Tengo tantas ganas de estrecharme contra ti y contar algo tonto-tontísimo, algo querido-queridísimo.

Recuerdo la primera vez que mis padres me llevaron al mar, quizá no sea la primera, pero es la primera que se me quedó grabada en la memoria, al principio me absorbió el estruendo de las olas rompiéndose, me metió en su puño y así me tuvo todo el verano: en un puño.

Recuerdo con mucha claridad que habíamos empezado a bajar por unas callecitas reviradas y el mar se alzaba cada vez más y más, rompía el horizonte, como si se estuviera abriendo paso a codazos, todo estaba cubierto del picor del sol, y el olor a sal, a algas, a petróleo, putrefacción y amplitud me golpeaba la nariz.

Salí corriendo a un puentecillo y este salió volando por el reventón de una ola: enseguida el mar me arreó una bofetada mojada.

El revestimiento del paseo de la orilla, de tablas, se veía cristalino por las salpicaduras, como si fueran agujeros del cielo; en los listones, el reflejo de las gaviotas.

El rompeolas estaba blanco. Excrementos.

Las algas, andrajos.

Un tronco seco y nudoso desollado por el mar.

Una vela caía al nivel de las olas.