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Solo podría acostarse con ella si se casaban En cuanto el empresario Jace Dimitriades conoció a Rebekah surgió entre ellos una atracción incontenible. Jace era consciente de que las mujeres lo encontraban irresistible y seguramente Rebekah no sería ninguna excepción... Entonces ¿por qué no recibía de ella otra cosa que antipatía? A Rebekah, Jace le parecía terriblemente sexy... ¡ese era el problema precisamente! No podía dar rienda suelta a sus sentimientos por temor a que su corazón volviera a resultar herido. Jace estaba empeñado en demostrarle a Rebekah que él era diferente, pero parecía que la única manera de hacerlo iba a ser pedirle que se casara con él.
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Seitenzahl: 173
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Helen Bianchin
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Miedo al deseo, n.º 1390 - septiembre 2015
Título original: The Greek Bridegroom
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6859-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
HABÍA algunos días en los que no merecía la pena salir de la cama. Rebekah gruñó cuando levantó la cabeza de la almohada y miró la hora en el despertador.
Los números parpadeaban, lo cual quería decir que, probablemente, un fallo en el suministro de electricidad durante la noche había hecho que el mecanismo de la alarma no cumpliese su función.
Palpó la mesilla de noche buscando su reloj de pulsera, comprobó la hora y dejó escapar un juramento mientras se deslizaba fuera de la cama. Después, fue al baño.
El chorro helado de agua hizo que la ducha se terminara en tiempo récord, y después se vistió, fue corriendo a la cocina, le puso comida al gato y le dio un trago a la botella de zumo de naranja que había en la nevera. Tomó el bolso y se metió en el ascensor.
Llegó al garaje en segundos, y entró en la furgoneta de Blooms y Bouquets. Pero al meter la llave en el contacto y girarla... nada.
«No me hagas esto», le rogó mentalmente, mientras el motor se negaba a ponerse en marcha. Durante los siguientes minutos intentó engatusar al vehículo con dulces palabras, pero no lo consiguió.
A duras penas, consiguió reprimir un grito de frustración. ¡Parecía que era martes y trece, pero en realidad estaban a jueves!
Alzó la cabeza mirando al cielo, pero ese último intento tampoco funcionó. ¿Qué más podría hacer?
Decidió que lo mejor sería tomar el MG, su deportivo rojo. Aunque en realidad no era el coche más adecuado para transportar flores hasta la floristería que regentaba junto a su hermana Ana en Double Bay.
A aquellas horas de la madrugada no había mucho tráfico, y la ciudad se estaba despertando. Había camiones y furgonetas que llevaban mercancías hacia las tiendas y mercados.
A Rebekah le gustaba aquel momento del día. Sintonizó en la radio una emisora de música pop para animarse. Muy pronto, el sol saldría por el horizonte y lo inundaría todo de luz.
Lo único que le hacía falta para saber dónde estaban aquella mañana los mejores capullos de flores de todo el mercado era echar un vistazo general. Compró lo que necesitarían durante la jornada y lo llevó al coche. Después, se dirigió a Double Bay. La tienda estaba situada en una zona muy elitista, y gracias a que habían heredado el local de su madre, no estaban sujetas al pago de ningún alquiler.
Eran las seis y media cuando abrió la puerta de la tienda, encendió la luz y puso en marcha la máquina de café. Después empezó a trabajar. Leyó el correo electrónico y comprobó si había algún fax. Estaba claro que iban a tener un día difícil, y necesitaba ponerlo todo en orden. Lo primero que hizo fue llamar al mecánico para que se acercase a mirar su furgoneta.
El café, solo y muy dulce, le ayudó restaurar los niveles de energía, y ya se estaba tomando la tercera taza cuando Ana llegó a la tienda.
Ver a su hermana era casi como verla a ella misma. Tenían el mismo cuerpo pequeño, esbelto y de curvas elegantes. Eran rubias y tenían los ojos azules. Rebekah era más pequeña, tenía veinticinco años, y Ana veintisiete. Su carácter también era bastante parecido, aunque Rebekah pensaba que ella era mucho más decidida que su hermana.
La necesidad de sobrevivir a una relación conflictiva le había proporcionado una fuerza de voluntad que ni ella misma pensaba que podría tener. Además, le había hecho sentir una arraigada desconfianza hacia los hombres.
Había estado comprometida con Brad Somerville durante un año. Después, se habían casado y se habían puesto en marcha hacia una luna de miel de ensueño... Nada hacía pensar que el hombre al que había jurado amar y honrar toda la vida cambiaría de aquella forma en menos de diez horas.
Al principio, pensó que se trataba de algo que ella había dicho o hecho. Los insultos eran horribles, pero el maltrato físico era algo que no se habría podido imaginar nunca. Celoso y posesivo hasta la obsesión, consiguió en muy poco tiempo ahogar todos los sentimientos de su mujer hacia él, y tres meses después de vivir en un infierno, Rebekah hizo las maletas y se fue.
Después del divorcio, recuperó su apellido de soltera, compró un apartamento, una gata a la que llamó Millie y se dedicó en cuerpo y alma al trabajo.
–Hola –Rebekah sonrió comprensivamente a su hermana en cuanto la vio llegar a la tienda con la evidente huella de la fatiga en la cara–. ¿Te acostaste tarde ayer? ¿O es que has tenido náuseas esta mañana?
–Tengo mala cara, ¿eh? –le preguntó su hermana mientras cruzaba hacia el ordenador y comenzaba a leer el correo electrónico y a comprobar los pedidos para aquel día.
–Quizá debieras hacerle caso a Luc y trabajar menos horas.
–Se supone que tienes que estar de mi parte –le contestó, lanzándole una mirada asesina.
Rebekah arrugó la nariz.
–Lo estoy, créeme.
–¿Y qué iba a hacer en aquella casa tan grande todo el día? Petros lo hace todo. No puedo inmiscuirme en su trabajo.
Sonó el teléfono, y Ana contestó a la llamada. Después, le tendió el auricular a Rebekah.
–Para ti.
Era el mecánico, con la noticia de que la furgoneta solo necesitaba una nueva batería y que él mismo se la instalaría.
–¿Hay algún problema?
–La furgoneta no quería arrancar esta mañana –le explicó a Ana lo que había ocurrido y contestó a otra llamada.
La mañana no mejoró mucho. Fue a la tienda un cliente muy difícil que la puso al límite de la paciencia, y después otro que se quejó amargamente de lo caro que era mandar un ramo.
Comida. Necesitaba comer. Casi era mediodía, y ya había gastado toda la energía que le habían proporcionado el zumo, el café y una barrita de cereales.
–Iré a comprarme un sándwich vegetal, y después tú puedes irte a comer.
Ana la miró desde el ordenador.
–Yo puedo comer trabajando igual que tú.
–Pero no lo harás –le contestó Rebekah con firmeza–. Te vas a comprar una revista, a sentarte en la terraza de una cafetería y comer tranquilamente algo muy sano.
Ana levantó los ojos al cielo.
–Si empiezas a tratarme como a una delicada princesa embarazada, te voy a dar un puñetazo.
Rebekah dejó escapar una carcajada y se arriesgó a preguntarle con una mirada traviesa:
–¿Y Petros? –el mayordomo del marido de Ana había trabajado para su familia durante años, mucho antes de que ella lo conociera–. ¿Todavía te llama «señora Dimitriades»?
La risa de Ana era muy contagiosa.
–Creo que piensa que cualquier otro tratamiento resultaría poco digno.
Adoraba a su hermana, siempre había sido su mejor amiga. La boda de Ana con Luc Dimitriades, un año antes, había sido uno de los momentos más felices de su vida.
–Luc ha reservado mesa para cenar esta noche.
Ana le dijo el nombre del restaurante, y Rebekah arqueó las cejas durante un segundo. Era uno de los establecimientos más lujosos de la ciudad.
–Nos gustaría mucho que vinieras, por favor –dijo Ana, y añadió–: Dos Dimitriades son demasiado para una sola mujer.
Rebekah sintió que un escalofrío helado le recorría la espalda, y se le hizo un nudo en el estómago. Intentó que su voz no lo dejara traslucir.
–¿Ha venido uno de los primos de Luc? –se quedó asombrada del tono tan calmado con que hizo la pregunta. Su mecanismo de defensa estaba en alerta y rogó mentalmente que no fuese Jace.
–Sí. Jace llegó ayer de Estados Unidos.
No. La imagen de aquel hombre ocupó toda su cabeza, burlándose de ella.
Alto, de hombros anchos y rasgos marcados, tenía los ojos gris oscuro y una boca deliciosa.
Sabía cómo podría sentirse si esa boca capturaba la suya. Incluso un año después, recordaba nítidamente que en la boda de Luc y Ana, en la que él había sido el padrino y ella la dama de honor, había notado a cada segundo la presencia de Jace, y había sentido el suave roce de sus dedos en la cintura y la presión de su cuerpo cuando habían posado para las fotos de la familia.
Bailar con él fue una pesadilla. El calor de su sensualidad hizo que la sangre corriera veloz por sus venas, y había sentido toda la química de la sexualidad en estado puro.
¿Fue aquella la razón por la que salió con él un momento a la terraza después de que Luc y Ana se hubieran marchado a su luna de miel?
Fue un error, porque se acercaron mucho el uno al otro. En un instante, Jace le rozó la mejilla con los labios, y después se deslizó a su boca. Siguiendo un impulso loco, ella inclinó la cabeza para conseguir el ángulo perfecto y que sus bocas se encontraran.
La respuesta de Jace había sido devastadora.
Conmoción no describía lo que había sentido. Nadie la había besado nunca de aquella manera, como si él hubiera llegado a las profundidades de su ser y hubiera probado su esencia con el propósito de conquistarla. Aquel beso la había hecho vivir la sensación de que saltaba desde un acantilado en caída libre, llena de excitación porque sabía que él estaría debajo para recogerla... antes de que tocase el suelo.
¿Quién fue el primero que había roto el contacto? Todavía en aquel momento no estaba segura. Todo lo que podía recordar era algo inexplicable que vio en aquellos ojos gris oscuro, una calma que le confería una cualidad expectante y vigilante, mientras ella pasaba de la estupefacción al disgusto en décimas de segundo.
Se sintió invadida por la furia y lo abofeteó... bien fuerte. Después, se marchó, consciente de que él no iba a hacer ningún esfuerzo por detenerla. Se unió al resto de los invitados, y sonrió hasta que le dolieron los músculos de la cara.
Después se había sentido rabiosa consigo misma por haber permitido que ocurriera aquella estupidez, y con él por haberlo consentido.
Jace Dimitriades estaba en Sidney, y Ana y Luc querían que los acompañase en la cena.
–No –reiteró en voz alta.
–No... ¿porque no quieres? –Ana la miró con los ojos entrecerrados mientras analizaba su expresión– ¿O no, porque no puedes?
–Elige lo que más te guste.
Ana suspiró profundamente.
–Muy bien. ¿Me lo vas a contar tú misma, o tengo que tirarte de la lengua?
–Ninguna de las dos cosas. Simplemente, no acepto la invitación.
–Eso no me vale. No has vuelto a ver a Jace desde la boda. ¿Qué hizo? ¿Te besó?
–¿De dónde te has sacado esa idea? –se las arregló para decir con calma, y vio cómo la mirada de Ana se agudizaba aún más.
Hubo un silencio elocuente, y su hermana terminó por decirle:
–No es propio de ti acobardarte.
¿Acobardarse?
–Perdóname, pero no estoy de humor para involucrarme en una lucha dialéctica con un hombre que disfrutaría con cada golpe y lo esquivaría.
–Piensa lo divertido que será vencerlo –le contestó Ana persuasivamente.
Rebekah vio el desafío que había en los ojos sin malicia de su hermana, y los labios se le curvaron en una sonrisa.
–Eres muy perversa.
Ana hizo un gesto de inocencia.
–El vestido negro de Versace, el del escote en la espalda, es el más apropiado.
¿Un vestido que no le dejaba ninguna oportunidad de llevar sujetador?
–No he dicho que sí.
–Nosotros pasaremos por ti y te llevaremos a casa después.
Rebekah se imaginaba lo fácil que le resultaría a Jace convencerlos para acompañarla a casa en un taxi.
–Si voy a la cena, iré en mi propio coche –advirtió mirándola fijamente.
–Bravo –a Ana le brillaron los ojos y Rebekah sacudió la cabeza en un gesto resignado mientras su hermana hacía el gesto de la victoria con los dedos.
Aquella noche, un poco antes de las siete, Rebekah llegó al restaurante en su MG y le dio las llaves al mozo del aparcamiento. Se preguntó por enésima vez si había obrado con cordura, pero aunque no lo hubiera hecho, salir huyendo no entraba en sus planes.
¿De qué forma le habría afectado a Jace Dimitriades el año pasado? ¿Tendría una amante? ¿Estaría entre dos relaciones?
«Tonta», pensó mientras entraba en el vestíbulo del restaurante. Los hombres como Jace Dimitriades nunca estaban sin una mujer. Recordó que Ana le había comentado que él viajaba mucho entre Londres, París y Atenas, y probablemente tendría una amante en cada ciudad.
El maître la saludó amablemente, comprobó la reserva y el número de mesa, y la condujo hacia la barra, donde algunos clientes charlaban animadamente mientras tomaban una copa. Se notaba que era un local de altísimo nivel. Las flores eran de verdad, no de tela, las alfombras eran lujosas y el mobiliario caro. Había un pianista en el centro, tocando melodías de fondo, y los camareros estaban impecablemente uniformados.
Clase y refinamiento, tuvo que admitir Rebekah, mientras otro camarero la guiaba hacia la mesa donde la esperaban.
–Señor Dimitriades –el camarero pronunció el nombre con mucho respeto, y ella tenía ya la sonrisa preparada en los labios, y algunas palabras de agradecimiento, cuando se quedó helada al comprobar que no se trataba de Luc, sino de Jace.
–Rebekah.
Se acercó a ella con un movimiento elegante y le dio un beso en la mejilla. El roce fue brevísimo, pero hizo que se le cortara la respiración. Se indignó.
–¿Cómo te atreves? –las palabras le salieron de la garganta en un susurro.
Él arqueó una ceja, aunque en sus ojos había una expresión muy atenta.
–¿Creías que todo iba a ser muy formal?
Ella no respondió. Tenía todos los sentidos puestos en el hombre al que podía tocar con solo estirar el brazo.
Era alto, tan alto que los ojos de Rebekah quedaban a la altura de su corbata de seda, perfectamente anudada. La anchura de sus hombros resultaba aún más impresionante dentro de aquel traje de corte impecable.
Tenía unos treinta y cinco años y sus rasgos marcados evocaban a sus ancestros griegos, con unos ojos tan oscuros que casi eran negros y que podían hacer que todo su equilibrio se viniera abajo.
Ningún hombre se merecía tener aquel aura de poder... ni poseer aquel magnetismo físico tan fascinante.
Era química sexual en estado puro, pensó ella, mientras intentaba dejar de temblar y recuperar el control, para sobreponerse a la marea de emociones que la había anegado.
Con solo una mirada, le había hecho recordar lo que era sentir aquella boca atrapando la suya, presionándola con una delicadeza diabólica, persuasivamente, explorándola y reclamando algo más.
Sintió que el corazón se le escapaba del pecho. Era una locura sentirse de aquella manera. «En el nombre del cielo, cálmate». Permitirle que se diera cuenta de hasta qué punto la afectaba era algo imposible.
¿Por qué, de repente, notó que se estaba metiendo en zona de peligro, y que era él, y no ella, el que tenía el control de la situación?
Demonios, había aceptado la invitación de Ana y le debía a su hermana y a Luc ser una invitada agradable.
PROYECTAR alegría de vivir requería un esfuerzo de interpretación, y existía el peligro de rayar en la exageración. Una copa de vino podría facilitar las cosas, pero no había comido nada desde el almuerzo. Así que el agua mineral era una elección más acertada, especialmente si quería conservar los reflejos necesarios para conversar con el primo de Luc.
Afortunadamente, su hermana y su cuñado llegaron al poco tiempo y los saludos afectuosos le proporcionaron un momento de respiro.
El chef del restaurante estaba considerado como uno de los mejores de todo el país, y el menú representaba una tentación para cualquier comensal. Después de que el camarero les tomara nota, Rebekah se apoyó levemente en el respaldo y le lanzó una mirada a Jace.
–Has venido a Sidney por negocios, ¿verdad? –no había nada mejor para tener el control de una conversación que iniciarla.
–Sí –él la miró también, buscando leer en su expresión–. Y también voy a ir a Melbourne, Cairns, Brisbane y a Gold Coast.
–Interesante. Supongo que es por asuntos muy importantes, que merecen tu atención personal.
¿Cómo reaccionaría si supiera que ella era uno de esos asuntos? Jace asintió.
–No me ha sido posible delegar en esta ocasión.
Rebekah se preguntó si estaría allí para invertir en alguna nueva propiedad. Sin embargo, en la era de Internet, le habría resultado muy fácil obtener las imágenes digitalizadas. Además, si tenía intereses compartidos con su primo, ¿no podía haber actuado Luc en su nombre?
El camarero les sirvió el primer plato y Rebekah empezó a tomar la sopa de marisco que había pedido, aunque sin notar lo deliciosa que estaba.
–Cuéntame algo sobre el arte de las flores –Jace tenía un atractivo acento neoyorkino. Ella esperó un segundo antes de preguntar:
–¿Es una pregunta de cortesía, o estás verdaderamente interesado?
–Lo segundo –en sus ojos había una mirada divertida.
–¿Quieres saber algo sobre la técnica floral, o sobre un día en la vida de...
–Sobre las dos cosas.
–Es un arte para el que hay que tener sensibilidad especial a la hora de elegir los colores, el diseño y las formas que más puedan agradar al cliente. Hay que satisfacer sus necesidades y ceñirse a lo que requiere cada ocasión especial. También es necesario considerar la temperatura de la habitación y el efecto que el cliente desea lograr –se encogió de hombros con ligereza–. Por otra parte, hay que saber dónde comprar especies exóticas o que están fuera de temporada, y qué posibilidades hay de transportarlas por avión en el menor tiempo posible. Eso cuesta bastante caro, pero por desgracia la mayoría de la gente quiere lo mejor por el precio menor posible.
–Seguramente, tú te las arreglas para informarles de que la calidad tiene un precio.
–No te dejes engañar por el aspecto delicado de las dos hermanas, Jace –le comentó Luc. Sus labios se curvaron en una sonrisa cálida–. Te aseguro que ambas tienen inigualables habilidades verbales –y acarició suavemente la mejilla de Ana–. Especialmente mi mujer.
–Es un mecanismo de defensa –dijo ella con dulzura.
El camarero les retiró los platos, y Rebekah miró a Jace en un intento de examinarlo con desinterés. Llevaba un traje que resaltaba la impresionante anchura de sus hombros, impecablemente conjuntado con una camisa azul y una corbata de seda. Tenía la piel morena. Ella no pudo controlarse y empezó a imaginarse cómo sería el cuerpo que había bajo aquel atuendo.
«No te dejes llevar». Dios Santo, ¿qué le ocurría? Nadie, ni siquiera su ex marido al principio de su relación, cuando todo era apasionado, la había hecho sucumbir a aquellos pensamientos. Era consciente de cada una de sus respiraciones, y coordinar los movimientos del tenedor y el cuchillo para llevarse las pequeñas porciones de comida a la boca le estaba resultando difícil por los nervios. No sabía si Jace lo estaría notando.
Se reprendió mentalmente. Por Dios, solo estaba cenando con él, y tenía que atajar aquella vulnerabilidad repentina de cualquier forma, o por lo menos disimularla. Además, Jace Dimitriades era como cualquier otro hombre, y, ¿acaso Brad no había sido el encanto personificado al principio, y después había resultado ser un lobo con piel de cordero?
Salvo que el instinto le decía a Rebekah que comparar a su ex marido con Jace era como comparar a un perro pulgoso con una pantera.